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AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA

  LAS VIDAS DE LA VIDA I-DES-MEMORIAS - Por AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA - Año 2003


LAS VIDAS DE LA VIDA I-DES-MEMORIAS - Por AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA - Año 2003

LAS VIDAS DE LA VIDA

I- DES-MEMORIAS

 

Por AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA

 

ARANDURÃ EDITORIAL

2003 (273 páginas)

Tel.: (595 21) 514.295

www.arandura.pyglobal.com

Asunción – Paraguay

 

 

“LAS VIDAS DE LA VIDA”: A través de sus páginas, Ausberto nos toma de la mano y nos lleva por las vivencias de su niñez, su adolescencia… recuerdos que desgrana a través de su “desmemoria”. LAS VIDA DE LA VIDA, nos lleva y nos devuelve una Asunción silenciosa, agreste, con perfumes a azahares y naranjos que ya no será. Un Paraguay difícil y controvertido. Nos envuelve con su nostalgia donde se registra un próximo pasado que hasta ahora se resiste a partir. La magia del relato nos introduce e involucra en situaciones inéditas y ricas de experiencias vividas. AÍDA LARA, 2002.-

 

 

 

 

A MANERA DE PRÓLOGO

"LAS VIDAS DE LA VIDA"

         Así se llaman las memorias de mi amigo Puki, Ausberto Rodríguez, que me las ha enviado desde el Paraguay. Él dice que son sus "desmemorias", precaviéndose de inevitables olvidos y borrones que forman parte de lo que quedaron de los recuerdos.

         Creo que es una precaución inútil, porque Puki tiene una soberana claridad en traer a su conmovida escritura lugares y personas con sus nombres completos, fechas que saltan de viejos calendarios, olores y colores que regresan de un pasado irrevocable, y que se nos aproximan como "poras" ("duendes").

         Envidio esta capacidad de recordar. No es casual, porque Puki es un incansable repetidor de anécdotas con las que tortura en forma implacable a su paciente Marita, y llena de visiones a sus alucinados hijos que viven y reviven aquellos recuerdos antiguos, y que en cada encuentro me urgen: "¡Dale, tío, contanos aquello que te pasó en el colegio!", o el cuartel, o el exilio, o cualquiera de los espacios y los tiempos que compartí con su memorioso padre.

         Si a alguien se le pudiera dar el título de "alfeñique de 44 kilos", eslogan publicitario de Charles Atlas, era el diminuto adolescente que conocí en el Colegio Nacional de la Capital: Ausberto Rodríguez, Puki. Lo salvaba, sin embargo, una columna vertebral siempre muy erecta, cierta altanería en la mirada las raras veces que se ponía serio, y una risa sin medida, que era su marca de nacimiento, que le abría con demasiada frecuencia la boca y ponía estrellitas constantes en sus ojos claros.

         Puki parecía hecho para reír y él ponía todo su empeño en cumplir ese destino inventando incansablemente todo tipo de bromas, muchas de ellas de chispeante ingenio y algunas bastante pesadas. Por suerte, para el retraído compañero de colegio que era yo, a mí me tenía algún respeto y durante esa primera etapa no me hizo blanco de su humor.

         Pero no fueron sus bromas ni su porte lo que le dieron importancia en mi vida de entonces, sino el irritante hecho de haber sido elegido por Don Roque Centurión Miranda para interpretar el papel principal de "DOS CUBIERTOS", de Bernard Shaw, mientras a mí me ignoraba con una indiferencia que, para mi adolescencia atormentada, superaba lo humillante y rozaba las puertas del desprecio. Don Roque, que con su vida de maestro del teatro sabía de pasiones, nunca sospechó ni imaginó las que me envolvían en su vorágine y me hundían en la desesperación.

         Puki lo supo mucho después, cuando ya la vida había pasado por nosotros y había disminuido mi timidez y apocamiento, pero no su hilaridad, porque se rió escandalosamente cuando yo se lo relaté en Montevideo, adonde había llegado con mi hermana Nenucha y otros once desgraciados, en una de las marejadas de los adioses que nos arrastró a la inauguración de los exilios.

         Por suerte y por desgracia, depende del ángulo y la circunstancia desde los cuales se mire, por Montevideo pululaban exiliados paraguayos, políticos y económicos, y había una importante colonia estudiantil reunida en el CEUPU (Centro de Estudiantes

Universitarios Paraguayos en el Uruguay), que se movilizó el mismo día de nuestra llegada y nos rodeó y atendió en los difíciles y desgarrados primeros días de amputación de la patria.

         Y fue uno de sus dirigentes quien tuvo el gesto cálido de invitarme a almorzar en su casa el primer o segundo desolado domingo de exiliado. Fue a buscarme al hotel de la Ciudad Vieja adonde el azar nos había arrojado, e hicimos el, para mí, prolongado viaje en la Línea 77, hasta el Apartamento de la calle Comercio 1730, del Buceo. El trayecto estuvo lleno de silencios producidos por mi tristeza y la grave seriedad del joven y fornido compatriota que me había elegido para regalarme su solidaridad.

         Bajamos en Propios, y todavía hicimos algunas cuadras caminando, hombro con hombro. Me inquietó su mirada irónica y una semi sonrisa burlona, cuando en el silencio de la mañana dominguera me preguntó en guaraní: "¿Nda che kuaái pikó? ("¿No me conoces?"). Le dije que no, pero desde el fondo de mis recuerdos desordenados surgía, vagamente, un cosquilleo de estrellitas antiguas en aquellos ojos que ahora me miraban con amistoso cariño.

         - "Soy Ausberto Rodríguez".

         Mi cerebro buscaba desesperada e inútilmente aquel nombre en mi historia.

         - "¡Puki! ¡Puki Rodríguez!", me aclaró, para sustraerme de la bobera.

         Que nadie crea que allí se desató una escena de explosiva afectividad y de reencuentro. Todo lo contrario. Seguimos caminando, y luego de unos pasos, en los que torné el tiempo para recordar a aquel desaparecido "alfeñique de 44 kilos", murmuré: "Sos vos. Jamás te habría reconocido".

         No hubo abrazos, ni exclamaciones, ni lágrimas ni "¡Tanto tiempo!", pero, allí, en la calle, caminando hacia Comercio en aquella mañana de domingo, al lado de aquel joven y fornido estudiante paraguayo de medicina, sentí en el pecho la suave y tranquilizadora sensación de que podía estar llegando a casa.

         Así fue.

         Pero no era solamente mía, sino también de un montón de paraguayos que se reunían en el minúsculo apartamento a contar historias, a cantar o simplemente para estar juntos. Allí reinaba Ña Sorí, Soriana Jara, madre de Puki, que nos adoptó a todos como hijos y se llevó a vivir con ellas durante un año a mi hermana Nenucha. Allí se aposentaban también la alegría y la fraternidad permanente de Marina y Minas, hermanas de Puki y, por tanto, hermanas de todos los que frecuentábamos aquel hospitalario rincón paraguayo en Montevideo. (Marina y Minas viven hoy en La Pampa argentina).

         Puki, luego de andar recorriendo países durante años, arrastrando a su familia por tres continentes, ha cumplido su sueño de regresar al Paraguay y vivir y morir en su tierra. Sus hijos, en cambio, andan esparcidos por este mundo ancho que fue su casa desde que nacieron.

         La inolvidable Ña Sorí nos espera a todos en una casa eterna de la que tomó posesión hace unos años. Seguro que cuando llegue el tiempo de los últimos adioses, nos encontraremos en su mirada clara, su máquina de coser, su mate, sus tortas fritas y el "chipá guazú" humeante con el que nos entregaba su amor y un pedazo del Paraguay imposible y añorado.

 

         Arturo Fleitas

         Montevideo, agosto, 2003

 

 

 

A MODO DE PRESENTACIÓN

          Aunque se le parezca mucho, este no es un libro autobiográfico. Es, en todo caso, un recorrido por muchas vidas y circunstancias compartidas en espacios y tiempos comunes, que he tratado de desenterrar del fondo de mis recuerdos.

         Desde tales honduras, muchos protagonistas, hechos y situaciones emergen borrosos, desteñidos por el paso del tiempo. Más que memorias, son desmemorias, intentos de rescate de imágenes, anécdotas, escenas de vida que seguramente han perdido nitidez y certidumbre.

         Los nombres son, casi todos, reales. Sólo unos pocos han sido cambiados, ante la eventualidad de que algunas personas no se sintieran identificadas con el relato, o hubieran olvidado o renegado de sus propias vivencias. En cambio, lo que se puede llamar el "contexto histórico" ha sido respetado... hasta donde la desmemoria me lo ha permitido.

         El presente volumen es el primero de una trilogía que, bajo el título común de "Las vidas de la vida"; recorre distintas etapas vividas en diversos puntos del mundo. Aquí, en "Des-memorias", aparecen imágenes e historias de mi niñez, mi adolescencia y mi primera juventud, hasta mi salida del Paraguay, en 1960, apenas cumplidos los 18 años. El segundo, "Des-arraigos", comprenderá las de mis años en el Uruguay, Egipto, España y Zimbabue. Finalmente, el tercero, "Des-exilios", incluirá las de mi recalado en el continente, a fines de 1983, mis años en La Pampa (Argentina), mi regreso y reinserción en mi tierra, en 1996, y los últimos años.

         Son, reitero, un intento de rescate de las vidas encerradas en la vida, una sublevación contra el olvido y la muerte. Pienso (ingenuamente, tal vez) que, sellado en el papel, todo lo recreado en estas páginas y las subsiguientes seguirá sobreviviendo sin vivir, yaciendo sin ya ser, y presente en su ausencia irremediable.

         El estilo empleado en los relatos resultó ser una conjunción (involuntaria, claro) del género epistolar con el de las crónicas periodísticas. No he podido evitar que fuera así: ejerzo este oficio del Periodismo desde hace muchos años, y la mayor parte del tiempo tuve que hacerlo desde muy lejos de mi tierra natal, de mis seres queridos, de mis lugares de arraigo transitorio. Las "cartas" y las "crónicas" han sido, por ese hecho, constantes de mi existencia. Estas, pues, son historias, anécdotas, cuentos repetidos "crónicamente" en forma oral, y que saltan ahora, de la boca al papel, fuertemente afectados por lo que podría llamarse la "deformación profesional".

         Algunas "Posdatas" son, como en las cartas, acotaciones al margen (o al pie) de hechos o situaciones "olvidados" en el texto central, aunque relacionados con él. Pero en su mayoría son la descripción casi cronológica de circunstancias y emociones vividas en los meses que precedieron a mi regreso definitivo al terruño y, por consiguiente, responden a espacios geográficos e históricos distintos. Son, además, una suerte de "adelanto" de las vivencias que marcarán el espíritu del tercer volumen, con el que se pretende cerrar el ciclo existencial comprendido en la trilogía.

         Pido disculpas anticipadas al lector eventual de estas páginas por esto que puede ser considerada (presuntuosamente hablando) una "impertinencia literaria". En todo caso, y a modo de justificación, digo esto: de no haberse dado la circunstancia del retorno a mi tierra, quizá no hubiese logrado nunca el estado emotivo (la inspiración, la llaman algunos), necesario para hacer el acopio de todos estos recuerdos y llevarlos al papel. Puedo decir, en suma, que textos centrales y posdatas son aquí una suerte de abrazo entre el ayer y el hoy, entre pasado y presente, entre la nostalgia y la alegría...

         Por último, una constancia final: esta aventura literaria responde, prioritariamente, a mi propio deseo de desempolvar estos instantes de vida, como también a la insistencia de muchos parientes y amigos, para plasmar en el papel cuentos e historias con los que he venido aburriéndolos a lo largo de muchos años.

         "Escríbelos, ahora, o cállalos para siempre"; parece ser la sentencia que está detrás de esa insistencia que acato hoy, obediente... y contento. De alguna manera, entonces, como diría mi admirado maestro y amigo Eduardo Galeano, hay en todo esto una complicidad colectiva, que debo denunciar y, por supuesto, agradecer.

 

         El Autor

 

 

 

         Eran los tiempos duros del '47. Yo tenía 5 años, y la guerra civil sacudía los campos y las almas de la patria. Por los valles de San Pedro, mi padre, capitán del Ejército, peleaba en filas gubernistas. En el otro bando estaban sus viejos camaradas del Chaco, que no podían concebir tenerlo de enemigo. Durante la Revolución Febrerista del '36 estuvo encargado de la distribución de implementos agrícolas entre los campesinos de su pueblo y debía, para ellos, formar parte de este nuevo intento revolucionario.

         - ¡Mba-é pikó rejapó upepe, "Karandá". Ehasána koáguoto cheirũ!,* le exhortaban a cambiar de bando, a través de mensajes que lograban cruzar la línea, recordándole su viejo mote de «hombre duro y noble» que le venía desde los años chaqueños compartidos.

         - Mi deber es ser leal a mi Unidad, contestaba él, invariablemente. Y así siguió justificándose por el resto de su vida.

         Mientras, en Asunción, mi madre ayudaba a los rebeldes. Mi casa era un escondite de militantes y documentos clandestinos. Por las noches, bajito, escuchaba radios uruguayas para enterarse de lo que ocurría en nuestro país. Siento aún en mis oídos el asmático ir y venir de la onda y las voces desde el otro lado del mundo. De día, oía radios locales. Dos veces dieron noticias falsas sobre la muerte en combate de mi padre. En casa lloramos como si fueran ciertas.

         Una noche fría de aquellas vi llorar a mi madre de alegría. «¡Las líneas rebeldes ya están aquí cerca, a la altura del Cine España!», comentó, dirigiéndose a mis hermanas y a mí, acurrucados a su lado, alrededor del brasero.

         Y era verdad, pero sólo por unas horas. Luego, enseguida, vendrían el repliegue, la desbandada, el desastre... y todo lo demás.

         Papá volvió del «Frente» una noche, junto con otros camaradas y soldados. Me despertaron, recuerdo, para ir a verlo. Me alzó y me abrazó muy fuerte. Me ubicó de pie sobre una silla, y puso en mis manos un sable.

         - Este es el Sargento, me presentó, como había anunciado mi nacimiento, en el Chaco, según me contaron.

         La guerra terminó, mi padre regresó, pero en casa ya nada fue igual. Casi desde ese mismo instante, él siguió un rumbo, y mi madre, mis hermanas y yo, otro. No podía ser de otra forma. La contienda del '47 partió en dos la familia paraguaya, no sólo la mía. Una quedó aquí, y la otra trató de sobrevivir, como pudo, del otro lado del río, en otros suelos, bajo otros cielos. Una larga, interminable noche cayó sobre la patria. Y hoy, apenas empieza a clarear... apenas.

         Muchos años después, desde el exilio, en cada fecha patria, y otra vez por radios uruguayas, enviábamos, con otros compatriotas porfiados, ilusionados mensajes hacia el Paraguay: "¡La dictadura se desploma! ¡La liberación se acerca!", soñábamos. Y nosotros creíamos, y éramos felices. Es la suerte de creer en lo que uno dice y hace.

         Posdata: En tu tierra pasaré doce años intensos. Desde esa amplia ventana abierta, miraré mi país, el tuyo, el mundo, en los '60 preñados de ilusiones, el inicio de la tragedia, y el largo "apagón cultural" de las décadas siguientes. Pasarán siete años hasta encontrarte.

         Mientras yo me sumergía en un mar de vivencias, amores, ideas nuevas y esperanzas, vos venías creciendo, en los límites de tu propio mundo y de tu propio tiempo. Nada sabías de mí, ni yo de vos; no existíamos el uno para el otro, Sin embargo, nuestros ríos corrían hacia el mismo mar, para encontrarse en la misma playa, a la hora señalada.

         Lo sabremos después, siete años más tarde. A partir de ese encuentro, ya nada nos será extraño ni ajeno.

         Desde entonces, hasta ahora en que te escribo esto, habremos recorrido juntos una distancia inabarcable, un tiempo indefinible: la magia egipcia, la aventura española, el misterio zimbabueño, la búsqueda pampeana, hasta el regreso a mi punto de partida, ahora, sólo ahora, ¡36 años después! ¡El tiempo de muchas vidas!

 

 

*  "¡Qué hacés ahí, "Karandá"! ¡Pasate pues para este lado!"

 

 

         En realidad, no sé por qué te estoy escribiendo todo esto. ¿Será porque estás lejos, y necesito practicar la letanía cotidiana con que te vengo aburriendo desde hace tantos años? Pero vos sabés cómo soy: porfiado en todas mis cosas, especialmente en mis recuerdos. Es como una ansiedad implacable por rastrear mi sombra hacia atrás, bien atrás, hasta perderme en la oscuridad de los inicios.

         Vos te reís, pero es cierto. Tantas veces te vengo contando las mismas cosas, que más de una vez me contradigo, me confundo y mezclo hechos y circunstancias. ¿Será que en estas cosas también vale aquello de la sucesión en espiral del curso de la historia?

         Es decir: todo en la vida se va repitiendo, una y otra vez, aunque en un nivel diferente. Por eso, todo es igual y distinto a la vez, según, incluso, el estado anímico de uno al rememorar y relatar, como en este caso, su propia, pequeña, insignificante historia personal.

         Ya ves: todo esto es simplemente para justificar mis reiteraciones y contradicciones. Hoy, por ejemplo, estoy triste, y lo que cuento está teñido de melancolía. Podía haberte recontado esta historia con alegría. Podía no haber fijado allí, en ese momento del que te hablé, el principio del fin, sino en cualquier otro.

         Porque, en realidad, no todo empezó ni terminó así ni allí. Pudo haber sido antes o después de aquella tragedia colectiva de mi pueblo. Sí, sí, ¿por qué no? Uno nunca sabe. Pero si de lo que se trata es de escoger un momento de tantos, se puede, claro, terciar ante la historia y decir: de éstos, decido hoy, soberanamente ante mí, que éste fue el principio del fin, o el fin, simplemente. ¡Qué va!

         Y yo elegí, hoy por lo menos, esta historia para aburrirte una vez más con ella. Porque estás lejos y necesito hablar contigo y porque, te soy sincero, acabo de encontrar una foto en la que estoy en los brazos de mi padre y, aunque no es de aquel momento, me trae a la memoria su imagen al regresar de la guerra civil, aquella noche, bajo la luz mortecina de la sala de mi casa, cuando me presentó a sus camaradas y soldados como el «El Sargento», de la misma forma en que me anunció a sus camaradas y amigos, en el Chaco, cuando nací, hace ya tantos años que no recuerdo.

 

         Posdata: ¡Fíjate cómo son las cosas! Hace unos días, por esas lindas casualidades de esta vida, encontré a un viejo compueblano de mis padres y, en un momento de nuestra charla, me tomó del brazo, me miró fijo a los ojos y, con una mezcla de admiración y melancolía, me dijo: "¡Tu padre arrancó y se llevó la flor más hermosa del pueblo!".

         Esto mismo me dijo una vez, hace muchos años, otra persona, casi en el mismo tono y en las mismas circunstancias. Entonces volvía casa y se lo conté a mi madre. Ella no pudo ocultar su sonrojo, y de sus hermosos ojos pardos salió ese indisimulable, inocente brillo de mujer halagada.

         ¡Qué lástima no poder tenerla hoy a mi lado para contarle esta misma historia, a medio siglo de altura de la anterior! Sí, la vida es una sucesión continua, circular y ascendente de hechos que se viven y reviven.

 

 

         Desde el día en que se lanzó al arroyo crecido, para desamarrar el cuerpo hinchado de Tío Taní de entre las ramas del arbusto sumergido, Abuelo Bautí quedó mal. Al desprenderlo de la musgosa maraña, el cadáver despidió un regüeldo fétido que le envenenó las entrañas para siempre.

         A partir de allí cayó enfermo, y perdió su alegría. Una extraña fatiga liquidó su habitual energía, y su estómago comenzó a hincharse inexplicablemente. La creciente del Arroyo Jaguary terminó tragándose una vida y media.

         Son las desgracias preanunciadas de una noche de cuentos de "sucesos" y "casos". Una reunión de ésas termina siempre con sus participantes separados por la distancia o la muerte. Y Tío Taní era un habilidoso contador de historias, sucedidas pero increíbles. En donde estuviera formaba a su alrededor un auditorio encantado.

         Aquella noche debió interrumpir bruscamente sus relatos, con los primeros truenos y relámpagos, y las primeras gotas de una lluvia torrencial. Montó su caballo y salió galopando hacia su casa, pero ya era tarde. Al intentar cruzarlo, fue tragado por la corriente del arroyo embravecido. Dos días después apareció su cuerpo, cianótico y dilatado, amarrado a un arbusto.

         Al poco tiempo, moría también el abuelo, infectado de muerte. Las milagrosas recetas de Don Estepa, el curandero del pueblo, no lograron extraerle de la sangre el veneno aspirado al rescatar el cuerpo descompuesto de Tío Taní.

         Abuelo Bautí sentía que la muerte iba mordiéndole por dentro. En sus últimos días, convocó varias veces a familiares y amigos para encomendarles el futuro de sus hijos y sus bienes. Pedía ayuda para asomarse a la ventana, y echar postreras miradas a la modesta pero sólida hacienda que dejaba.

         - Pe kuarahy oiképotájavékena ñañembo’émí oñondivepá*, convocó a todos, una tarde, para un rezo a la hora del crepúsculo, y todo el pueblo lo acompañó en la oración colectiva.

         Fue la primera premonición de su muerte... y pasó. A esa misma hora, un fino y lánguido haz luminoso se filtró por la ventana entreabierta desde el poniente, y se clavó en el centro de su habitación.

         - ¡E'á che Dio!, exclamó, y señaló con las manos el moribundo hilo de luz. ¡Pehechápahina Eliodorope, íñakarangũé sayjú asy oú che píari. Pejesarekomina hesé, naupepe niko oñembojá oúvo!**, añadió.

         Fue, para todos, el llamado luminiscente de Eliodoro, su pequeño hijo de pelo rubio fulgente, fallecido a muy corta edad, que venía en busca del padre, para ahorrarle padecimientos. La segunda y definitiva premonición la tuvo unas horas más tarde, poco antes de la medianoche... y se fue, con una lucidez tal que quedó fijada para siempre en la memoria de mi madre. Nunca pudo reponerse de aquella pérdida.

         Con la muerte del abuelo, mamá, su consentida, perdió su protección principal, su ilusión de hacerse docente, la mitad de su vida. Desde entonces, ya nada fue igual para ella, y se pasaría el resto de sus días llorando sin resignación ni consuelo.

 

         Posdata: Mamá vivía en Villa Florida, con los tíos. Allí ultimaba estudios y trámites para ingresar a la Escuela Normal de Maestros. Allí le tomó la muerte del abuelo y la guerra, y allí se malograron sus proyectos: su anhelo de hacerse docente, y el alejamiento del ser amado.

         Antes de partir hacia el Chaco, como suprema muestra de amor, papá la designó como "Madrina de Guerra", depositaria de su fe en la victoria y en el regreso. Desde el frente de guerra le enviaba cartas y poemas que hablaban del amor, la lucha y la esperanza. Algunos de estos amarillentos testimonios siguen conmigo, cuidadosamente conservados, como los guardó mamá durante toda su vida.

         Seguía el curso de la guerra junto a otros vecinos, reunidos en el amplio jardín de una casa de adinerados que tenían una radio a batería. La transmisión no era clara y, cada tanto, un vocero les daba las últimas informaciones.

         - ¡Gracias Don Zoti!, exclamaban en coro tras cada "servicio informativo".

         - Obsequio de Ña Símona, decía, a su vez, la empleada de la casa, al acercar pasteles a la atenta concurrencia, ávida por conocer el contenido de los Partes de Guerra que llegaban a través de la jadeante transmisión radial.

         ¡Cuántas veces habremos disfrutado con mi madre la descripción de aquel pintoresco, folclórico cuadro!

 

 

* "Por favor, esta tarde, al caer el sol, reunámonos para rezar todos juntos".

** ¡Mi Dios! ¡Miren a Eliodoro, con su cabello rubio, que viene a buscarme! ¡Atiéndanlo, por favor, allí está acercándose!

 

 

 

         Papá no conoció a su padre, y apenas tenía un recuerdo borroso de su madre. La Abuela Ana murió muy joven, y llevó consigo el secreto de la paternidad de su pequeño hijo menor.

         Creció sin apellido y, a la edad del Servicio Militar, uno de sus tíos, hermano de la abuela, le dio el suyo... el mío. De piel oscura, todos, el tronco de la rama materna de mi padre tiene, presumiblemente, raíces africanas. Un contraste con su cutis marcadamente blanco. Incógnitas de amalgama étnica dejadas por aquella mujer que prefirió dejar sin nombre el amor que le dio la alegría de un hijo.

         Ella se fue, pero no las sospechas ni las conjeturas. De ellas, la más aproximada parecía ser la de Tía Telé, vieja morena y santa, a quien la abuela habría confiado alguna pista.

         Ya de grande, yo la recorrí y creí reconocer los rasgos de mi padre (y míos), en la foto de aquel inmigrante europeo que se aventuró por estos pagos a fines del siglo antepasado.

         Puede ser, no sé. Y ya no me interesa. La curiosidad pasó, y aquella no es más que una anécdota reveladora de la dignidad de una paraguaya que supo amar por amar, sin miramientos ni condiciones. Hurgar más, seguir otros hilos de aquella pista, y llegar hasta el punto de partida y la verdad, sería una afrenta, un vejamen a un secreto y a una intimidad honrosamente guardados.

         Tampoco papá conoció mucho a su hermano mayor, quien también tuvo una muerte temprana. Murió de susto, una siesta, cuando osó alejarse solo, maizal adentro.

         Una aparición extraña le salió al encuentro, en medio de las altas plantas de maíz peinadas por el sol y el viento, y el pánico le heló la sangre. Así, con el cuerpo electrizado por el miedo, cruzó corriendo un arroyuelo hasta llegar a la casa. Apenas pudo relatar lo sucedido, y quedó mudo, paralizado, con la mirada perdida hacia la nada.

         Pocos días después, se fue. Nadie supo explicar nunca la causa exacta de su muerte. Pero el susto es una enfermedad que entra por los sentidos y pasa a la sangre. Un cuerpo con la sangre asustada queda pasmado, y mojarlo así puede ser fatal.

         Por eso, se creyó siempre que haber cruzado el arroyuelo con el cuerpo pasmado fue la causa de la muerte del hermano mayor de mi padre, del tío que no conocí.

 

         Posdata: En su juventud, y por muchos años, papá se desempeñó como vendedor en la Gran Tienda "Rius & Jorba ", de Asunción. Eso le permitió ser un gran conocedor de telas y prendas de vestir masculinas.

         Al estallar la guerra, ingresó a la Escuela de Aspirantes a Oficiales de Reserva. Le faltaron 5 puntos para clasificarse como oficial. Fue a la guerra como suboficial pero, a las pocas semanas, se ganó en combate su ascenso a Teniente Segundo.

         - Lo que no pude con la cabeza lo gané con el corazón, sabía decir, al comentar esta historia. Toda su vida estuvo marcada por este signo. La mía también. Lo racional sucumbió siempre ante lo emocional y espiritual en nuestros respectivos destinos. Una eterna puja entre la razón y el corazón. Con éste logramos vencer, muchas veces, las adversidades de aquélla.

 

 

 

         Pero no es esto lo que quería contarte. Se me pasaron nomás por la mente estos recuerdos, y te los escribí. A lo que iba era al origen de todo, al principio del fin, como dicen, o al principio, en fin, de todo.

         «Cual fantasma del olvido por la roja carretera», dice, ¿recordás?, aquella vieja canción. Así, cuentan, iban mis padres, «sobre el lomo de un caballo... poncho al viento cual bandera», la madrugada en que decidieron burlar la estúpida oposición familiar. A partir de ese gesto, o esa gesta, nada ni nadie ya pudo detenerlos. Cada cual, juntos o separados, construirían después su propia vida, sin más límites que los impuestos por las duras circunstancias en las que vivimos en esta tierra mía, desde tiempos inmemoriales.

         La aventura siguió en el Chaco, el "Lejano Oeste" paraguayo, apenas dos años después de finalizada la guerra con Bolivia. Sobre la inmensa llanura, sembrada de cartuchos de balas, y con el aire aún cargado de olor a pólvora, empezó la tarea de la reconstrucción. Allá fue enviado mi padre, recién reintegrado al Ejército, tras la frustrada Revolución de Febrero de 1936.

         Convertido de infante en zapador, pasó nueve largos años en la penosa faena de abrir gran parte de lo que es hoy la ruta que une el corazón del Chaco con Puerto Casado, sobre el río Paraguay.

         Detrás de él mi madre. Y con ellos, mis hermanas y yo. Nuestros lugares de nacimiento tienen nombres aritméticos, según la altura de la ruta en que fuimos naciendo: Km. 160, Km. 180, y Km. 220. Podemos contar en distancias nuestra diferencia de edad.

         Nacimos bajo carpa, o en algún paraje abandonado. Pero, siempre, con la asistencia de equipos médicos militares, entre los que figuraban excelentes profesionales de la medicina nacional. No, no, esto no te lo podés creer. A algunos de ellos los conocí de grande, en la Capital, cuando ya eran referentes destacados en sus respectivas especialidades.

         Sólo así se explica que Ñóñó se haya librado dos veces de una muerte segura: de un tétanos de ombligo, primero, y de una disentería bacilar, después. Esta es una de las tantas y recurrentes historias con que mamá solía llenarnos los días y las noches. De la misma forma en que, aquí y allá, por los lugares más lejanos que te puedas imaginar, les iría llenando el oído después, a vos y a los chicos, con recuerdos desmemoriados.

         Así se hicieron mis padres, y así nos hicieron. De aquella arcilla vengo, y con ella unté la tuya para hacer a nuestros hijos, que allí andan, ya los ves, madre orgullosa, creciendo y volando como hijos de la vida, por la vida, para la vida.

 

         Posdata: Hace dos años que estoy de regreso en Sudamérica. Luego de un periplo de 23 años por continentes y países distintos y distantes, vengo a recalar en La Pampa, inmensa llanura argentina.

         ¿Qué hago aquí?, me pregunto. Este frío del frío y del alma no es mío. Soy, me siento, más extraño que nunca. Ni en Montevideo, ni en El Cairo, ni en Barcelona, ni en Harare mi frío ha sido tan frío, ni mi desolación tan desolada.

         Vine aquí por mamá, que se me iba... se me fue. No me dio tiempo para pedirle perdón por el título de médico que no le di, por haberle hecho pagar con tanta añoranza el ser lo que soy Vine aquí por mis hermanas, que se quedan, que me quieren cerca, y me rodean como siempre de afecto invariable, para sobrellevar juntos el vacío de los viejos ausentes.

         Yo no soy de aquí. No me hallo. Esta geografía pampeana, sin límites ni matices, no me pertenece. Pero, sabés, por el momento no tengo alternativas. Debo resignarme... y seguir.

 

 

 

         Pensándolo bien, ahora, a tantos años de distancias y circunstancias, aquella fue toda una aventura. Una odisea, te diría. Sí, una odisea. Yo ya estoy recordando recuerdos que me recordaron, cuentos que me contaron, fotos amarillentas y borrosas que van de mano en mano desde hace décadas, y en las que trato de adivinar imágenes y vivencias.

         Imagino efectivamente a mi madre tejiendo y destejiendo ilusiones a la espera de su hombre, a la sombra de una carpa o de un arbusto, golpeada por la resolana implacable y la espesa polvareda chaqueñas. Allí, en el Chaco, el termómetro no sabe de hipocresías: su juego es de cara o cruz, y su aguja oscila siempre entre el crudo invierno y el verano abrasador.

         Una inocente herida requiere un tratamiento cuidadoso para evitar infecciones, en esa arena parecida al talco, terriblemente ponzoñosa. El agua era otro drama, y lo sigue siendo en nuestros días ya por la sed, ya por la recurrente, rigurosa sequía.

         El Chaco es la región más extensa y menos poblada de mi país. La lluvia es una ausente casi perenne. Sus aguas subterráneas son salobres y no sirven para ser utilizadas ni en uno ni en otro sentido.

         De este lado del río, en cambio, la tierra está «bañada por mil arroyos», y somos más en una superficie menor, pero más fértil. Lo grave es que, cuando pensamos en desarrollo, siempre lo hacemos de acá para acá, con injusto olvido de aquel inmenso potencial que aguarda y sigue aguardando. Como lo hacía mi madre, tejiendo y destejiendo ilusiones, en medio del sol abrasador y de la enceguecedora polvareda, a la espera de su hombre o de un sueño realizable.

         El agua, que llegaba a ritmo intermitente en los convoyes destartalados, alcanzaba apenas para calmar la sed y otras necesidades elementales, y había que racionarla. Hubo épocas en que, durante días, mi madre debió ingeniárselas para lavarnos, porque mi padre ordenó priorizar absolutamente la sed y la comida de la tropa.

         - Lógico que fuera así, pero fue muy duro, recordaba, resignada, mi madre.

 

         Posdata: Para la dictadura, el tiempo no pasa. Estoy aquí, 26 años después, y me recuerdan las épocas del exilio en que denunciábamos en el exterior sus crímenes y tropelías. Son pecados que no se olvidan.

         Desde mi entrada por Puerto Falcón, a las 4 de la tarde, hasta mi salida, a las 10 de la estrellada noche asuncena, soy meticulosamente interrogado en la Sección Política de Investigaciones, acerca de mis andanzas durante mi cuarto de siglo de vida fuera del país. Actividades, viajes, amistades, contactos...

         El Comisario General Cantero pregunta, y el "Doctor" Aveiro transcribe mis respuestas con la ayuda de una vetusta máquina. Me interrogan sobre cosas ya sabidas, pero es la primera vez que me tienen enfrente, y quieren mi firma al pie de mi Prontuario.

         - ¿Cuál es la situación de mi compañero? ¿Está detenido, interviene Enrique, que no se separa de mi lado.

         - Digamos que "demorado", responde el Comisario Cantero, desde su espigada anatomía, su mirada de odio y su sonrisa cínica.

         Se me ocurre que las cosas pueden complicarse, y pienso que no valió la pena el riesgo de venir por venir, de pura ansiedad, sin proyectos concretos. Pero, disimuladamente, Enrique me tranquiliza.

         Al final, me dejan libre. Estoy diez días, y vuelvo a La Pampa. No sé cuándo podré regresar ya para quedarme, pero así no vale la pena. La vida amordazada me asusta, y admiro la tenacidad de mis amigos y compañeros de adentro que, a pesar de todo, siguen en la fragua.

 

 

 

         ¿Cuántos viajes habremos realizado por el río en esos interminables años? No lo sé. Pero fueron muchos, seguro, y en casa se los recordaba con frecuencia. Debieron ser muchos, reí, por la variedad de buques evocados: «Anita Barthe», «Toro», «Pratts Gil»,...

         A mí mismo me ha quedado para siempre el olor del café de los comedores de esos barcos. Rara vez me reencuentro con ese aroma pero, cuando sucede, invariablemente me transporta a instantes tan agudos que parecen clavados en el tiempo.

         En uno de esos viajes, mamá entró a darse una ducha, y nosotros nos quedamos al cuidado de mi hermana mayor. Un griterío sacudió de pronto todo el barco, cuando pasaba frente a Puerto Yvapovö. Los pasajeros se volcaron hacia una de las cubiertas. Mi madre se cubrió como pudo y salió a rescatarnos, segura de que uno de nosotros, yo tal vez, por ser el más pequeño, se habría caído al agua.

         Porque de eso se trataba. Los gritos señalaban eso, sin duda. Alguien cayó al agua y era llevado por la fuerte corriente. Para mi madre estaba claro que se trataba de uno de sus hijos, hasta que logró dar con nosotros y ver apenas la cabeza de una muchacha de larga cabellera arrastrada irremediablemente por el río.

         El pequeño punto terminó por perderse en la lejanía, entre los reflejos centelleantes del agua. Después se supo: era una joven enamorada que, desengañada, decidió poner fin a su dolor arrojándose al río.

         En medio de la confusión, yo perdí uno de mis zapatos cuando, distraído con todo ese vértigo, metí el pie entre los barrotes de la cubierta del barco. Mi madre, a su vez, perdió el reloj que había dejado en el baño cuando salió desesperada por el griterío que sacudió el barco mientras se duchaba.

         Una vida, un reloj y un zapato fueron el saldo de pérdidas de aquella tragedia. Yo era muy chico entonces, y no recuerdo nada de todo aquello, pero es como si lo estuviera recordando con mi propio recuerdo y no, como es en realidad, a través de recuerdos ajenos.

 

         Posdata: Ahora sí parece tener sentido mi paso por La Pampa. Me ofrecen la Dirección de Prensa, Difusión y Publicaciones de la Universidad, y la acepto entusiasmado. Creo que puedo aportar algo desde mis perspectivas de ex gremialista estudiantil y de periodista.

         Y algo hago, pero no basta; mis expectativas eran mayores. Me aterra, sobre todo, el riesgo cierto de consumir mis días y mi vida en quehaceres burocráticos. Pero ya estoy en el ruedo, y debo lidiar con este desafío... y seguir. No me queda otra, por ahora.

 

 

 

         Un tiempo nos tocó habitar un caserón abandonado. Había servido de hospital durante la guerra y, por las noches, en medio del abrumador silencio chaqueño, era visitado por voces de otros tiempos, extraños quejidos y lamentaciones. El dolor de la guerra seguía gimiendo en sus descascaradas paredes de adobe y sus altos techos de paja.

         Papá no creía ni sentía nada, y se burlaba de mamá. Ella vivía en alerta constante, sobre todo en las noches de guardia de papá. Entonces, tomaba una larga piola, le daba varias vueltas alrededor de la gruesa tranca de la puerta, y la remataba a las manijas del pesado baúl negro, en el que se transportaban ropas y otras pertenencias familiares.

         Por esto y otras razones, las noches de vigilia eran tenebrosas. La zona, se sabía, era habitada aún por tribus de indios salvajes. Se sabía también que éstos buscaban y secuestraban a niños rubios para adoptarlos como futuros caciques. Cualquier ruido de ramas indicaba, para mi madre, la segura presencia de algún Pytá yovái o Indio moro rondando la precaria morada con aviesas intenciones.

         Tampoco las Vinchucas daban tregua. Ya entonces se las conocía como las responsables del Mal de Chagas y sus graves consecuencias. A cualquier hora salían de sus escondites y se dirigían en busca de una nueva víctima. Allí estaba mi madre, con la linterna en una mano y la pantalla de palma en la otra, en pleno zafarrancho de combate.

         En las mañanas, tempranito, con las primeras luces del día, la faena casera se iniciaba con el ordeñe de alguna que otra vaca o cabra disponible. Allá íbamos, uno tras otro, en fila india, con nuestros respectivos jarros para ese rito sacralizado del vaso de leche mañanero que, según supimos después, fue lo que obró el milagro de que creciéramos sanos en un medio tan riguroso y hostil.

         ¿Has probado alguna vez la leche recién ordeñada? Es tibiecita (por eso le llamamos "Kamby akú", "Leche caliente"), y sabe a hierba. No es, por supuesto, la forma más higiénica de tomar la leche pero, seguro, es mejor tomarla así que privarse de ella. La falta temprana de su alto poder nutritivo deja, como el mismo Mal de Chagas, secuelas irreversibles.

 

         Posdata: - ¡Tío, mataron a tu Presidente!, me grita Arturo, el telefonista, al llegar ese día a mi oficina.

         - ¿De qué me estás hablando?, le digo, sin mayor sorpresa.

         - ¡De tu presidente de Paraguay!, me dice, y yo no le creo nada.

         Enciendo la radio, y es cierto, a medias. No lo mataron, pero Stroessner fue derrocado. Las agencias de noticias me dan después los detalles. Poco a poco voy saliendo de mi asombro, y entrando a la esfera de una emoción indescriptible. Hago un esfuerzo para concentrarme en mis tareas, pero no hay caso. Miles de ideas, imágenes, caras queridas se revuelven en mi mente.

         ¿Cómo estarán Asunción, sus calles, la niebla del miedo levantándose, su gente con la alegría recuperada? ¿Qué pensarán, cómo estarán, qué planes tendrán mis compañeros, de adentro y de afuera? Trato de comunicarme con ellos, hablarles, decirles muchas cosas, compartir emociones, pero no puedo. O marco mal los números, o no están. Los imagino disparados como esquirlas para un lado y otro.

         Estoy como una fiera enjaulada. Mis urgencias cotidianas están ahí, esperando, dispersas sobre mi escritorio, y yo las miro indiferente, confundido, inmerso en mi urgencia esencial, básica, permanente, existencial.

         Es inútil, hoy es un día de trabajo perdido, pero años de vida recuperados. Hoy, 3 de febrero de 1989, empieza para mí la cuenta regresiva.

 

 

 

         La carpa era enorme y de forma circular. Sus paredes estaban formadas de gruesos y altos troncos de árboles, hacia los que caía, desde un poste central, la inmensa tienda. Era como un circo. Pero, en realidad, era un corralón. Y así se lo llamaba: «El Corralón».

         Estaba habitado por un centenar de presos comunes venidos desde distintos puntos del país. Eran reos de alta peligrosidad. Y allí vivían, condenados a trabajos forzados. A ellos se les asignaban las tareas más duras de la construcción de la ruta: transporte de troncos, piedras y tierra para cargar y nivelar la recta.

         Mezclados con los soldados, uniformados por el sudor, el polvo y el sol, no parecían seres humanos. Semejaban más bien espectros arcillosos que iban de un lado a otro, en un trajín mecánico, confuso, afanoso y febril.

         Con unos y con otros tenía que lidiar mi padre. Y, según contaban sus viejos camaradas, lo hacía bastante bien. Ante todo, decían, supo ser amigo de la gente a su cargo.

         Yo también quiero creer que fue así. Una noche, por ejemplo, vinieron a buscarlo con urgencia. Los presos se habían amotinado después de un día libre de farra, en el que habían agotado la dosis de espirituosa que les correspondía.

         Llegó hasta el Corralón sublevado en calzoncillos, con su vieja «45» en la mano, a los tiros y puteando a todo el mundo. Algunos quisieron encararlo, pero enseguida fueron desanimados por sus propios compañeros. Se armó una respetable batahola, con

un generoso intercambio de carajeadas e insultos, pero amanecieron abrazados y cantando, felices, todos juntos. Papá entre ellos.

         Otra vez, cuatro de los presos le pidieron permiso para ir a pie hasta el Brasil a comprar una guitarra. Después de hablar largo con ellos, papá consintió el pedido. A él también le entusiasmaba la idea de tener una guitarra nueva para el Corralón, y corrió el riesgo.

         No sé los días que llevaría por esos tiempos ir a pie desde el medio del Chaco hasta la frontera brasileña, y volver. ¿Diez, quince, veinte? No sé. Sólo sé que los enviados tardaron el doble de lo previsto. Papá había perdido la esperanza de que volvieran, y ya estaba analizando la forma de dar el parte correspondiente y asumir su responsabilidad ante sus superiores.

         Una tardecita, con las últimas luces del día, vio llegar al campamento a la delegación con una brillosa guitarra en la mano. Salió a su alcance y se abrazaron. Papá les reprochó duramente la demora y les confesó que se había sentido defraudado y burlado.

         - ¡Jamás, Mi Teniente!, le respondieron. ¡Mba-éicha pikó reimoãta oré ropoẽtahá nendivé, "Karandá»!*, insistieron.

         Así quedó bautizado, para siempre, con el nombre de ese árbol chaqueño conocido a la vez por su nobleza y su dureza.

 

         Posdata: Tres años después de aquel primer regreso, estoy de vuelta en Asunción.

         La "Casa del Pueblo", sede del Partido Revolucionario Febrerista, es un hervidero. Los compañeros son hormiguitas que van y vienen con fajos de papeles para aquí y para allá. Mañana son las elecciones. Con todas sus limitaciones, son las más libres que haya visto jamás en mi tierra. Y las vivo con la ilusión puesta en el retorno definitivo.

         Me entero de los pormenores del golpe de estado que derrocó al dictador. Me explican sus circunstancias. Escucho interpretaciones encontradas sobre el General Andrés Rodríguez, jefe de la asonada. Algunos lo discuten, pero yo lo veo en la televisión y quiero ir a abrazarlo. Para mí, él ya está más allá del bien y del mal. Él derribó la puerta oxidada que impidió el regreso al país de miles de paraguayos por más de tres décadas. Lo que fue, lo que será, no me importa. Yo vivo "el hoy", con alegría, en la risa y las bromas de mis compañeros, viejos y nuevos.

Hay en esto, mi amor, un antes y un después, y esta ilusión cristalizada no me la quita nadie.

 

* ¡Cómo pensó que íbamos a fallarle de esa forma, "Karandá!".

 

 

 

         Hacía tres años que la guerra había terminado, pero la desconfianza seguía. Se sospechaba de una suerte de revancha boliviana. Y, además de la ruta y otras faenas, el Ejército paraguayo cargaba con la misión de vigilar cada palmo de tierra de la región boreal. Nadie debía bajar la guardia. Un día y otro corrían rumores acerca de nuevas supuestas avanzadas enemigas, y había que estar alerta.

         Después de tres años de paz, la vida en los cuarteles del Chaco seguía igual. No había paz en la paz. El régimen militar seguía marcado por los ejercicios de orden cerrado, de orden abierto, patrullas y tareas de reconstrucción y terraplenes. Todos los días, unas para allá y otras para más allá, las patrullas de reconocimiento y de avanzada salían en busca de signos del fantasma enemigo que no quería abandonar el suelo patrio.

         Algo de eso había. Un grupo de la tropa de mi padre salió un día para una misión específica. Debió volver en una semana, y ya pasaron diez días y no lo hacía.

         Algo de eso había, pues pasaron quince días y no volvía. Papá ordenó la salida de otras patrullas de reconocimiento, búsqueda y rescate del grupo extraviado. Días después, una de ellas regresó con tristes novedades: la patrulla perdida había sido aniquilada por indios salvajes, y los intestinos de sus integrantes esparcidos entre las ramas de los arbustos del lugar.

         Mi padre nunca pudo comprender la ley de protección del aborigen que le impidió salir a la búsqueda y al aniquilamiento de la tribu que exterminó a una docena de sus soldados. «Mis mejores hombres», sabía decir, y ya nadie le creía, porque para él todos terminaban siendo sus mejores hombres. Más aún cuando los perdía y, sobre todo, cuando los perdía de forma tan absurda y salvaje.

         - Durante la guerra por lo menos sabíamos que el enemigo estaba enfrente y podíamos liquidarlo, pero ahora el enemigo está entre nosotros y no podemos tocarlo, se quejaba. Y siguió quejándose muchos años después, cuando me contaba aquella historia, una y otra vez, como te la fui contando yo a lo largo de tantos años y lugares tan distantes y distintos, ¿verdad?

 

         Posdata: Regreso a Santa Rosa lleno de ilusiones, con la intención firme de levantar el campamento y volver a Asunción, pronto y definitivamente, y con ofertas seguras de trabajo.

         Sin embargo, enseguida veo que queda un trecho para que este ciclo se cierre. Las comunicaciones con Ernesto, estudiando en Cuba, no son fáciles desde la Argentina, y más difíciles lo serán desde el Paraguay, que recién empieza su apertura al mundo. Sobre todo a "ese" mundo. No es justo ni sano tenerlo aislado. Podría crear en él una sensación de abandono, que no me lo perdonaría a mí mismo. Está también el ranchito recién comprado, y hay que hacerle muchas mejoras para que parezca una casa. En fin, proyectos profesionales y laborales inconclusos.

         No, no es el momento. Todavía no. Falta un trecho para cerrar este ciclo. No, por ahora me quedo en La Pampa. Por ahora. Será más adelante. ¿Cuándo? No lo sé, pero será más adelante. Seguro.

 

 

 

         Papá tuvo la rara suerte (o la desgracia) de volver sobre sus pasos en circunstancias totalmente opuestas. Pudo sobrevivir a la guerra del Chaco de tres años contra Bolivia, y después de dos años de finalizada la contienda volvió para entregarse a la tarea de la reconstrucción de esa vasta y desaprovechada región del Paraguay.

         Ocho años más pasaría en aquella llanura inconmensurable. Toda su vida quedó marcada para siempre con signos de la geografía chaqueña y sus circunstancias. Su propia cultura se chaqueñizó definitivamente. Para él hubo un antes y un después de sus vivencias boreales. En los años de guerra, como de paz, forjó su carácter y amasó los valores morales y espirituales que conformarían después las bases de su personalidad.

         Sus anécdotas eran infinitas, y las vivió contando por el resto de su vida. Es cierto, los hombres que pasaron por aquella experiencia se tornaron monotemáticos y reiterativos. Una y otra vez vuelven sobre las mismas historias de heroísmo y sacrificio de los años de guerra. Después supe, o comprendí, que esta cultura obsesivamente chaqueñizada terminó instalándose en los ex combatientes sobre un terreno abonado por el dolor y la frustración.

         Al final, al cabo de tres largos años de increíbles penurias, la patria que fueron a defender les fue arrebatada de nuevo. Lo que salvaron de la enajenación extranjera les fue despojado por la enajenación criolla, la misma que desde la guerra del '70 viene usurpando bienes y haciendas en exclusivo provecho de sus mezquinos intereses. La patria siguió siendo de unos pocos privilegiados a expensas de la gran mayoría de paraguayos que continúan, aún hoy, en la marginación social y el olvido.

         Entonces, es comprensible que los vencedores del Chaco se refugiasen insistentemente en sus glorias pasadas. Otra, muy distinta, hubiera sido la historia si sobre aquella hazaña se hubiese forjado otra para la construcción de un Paraguay nuevo, sin tanta inequidad social y postergaciones.

         Ya quedan pocos sobrevivientes de aquella gesta. Y allí andan, como siempre, contando y recontando leyendas, historias viejas y repetidas que ya a muy pocos interesan. Yo en cambio los escucho con devoción y respeto. En cada arruga de sus gastados rostros sigo viendo el surco de dignidad y entrega que ha de marcar el rumbo de la patria soñada.

 

         Posdata: Ambos estamos tendidos, boca arriba, en la cama. Los chicos y sus amigos van de un cuarto a otro charlando y riendo, en voz baja. Hago un esfuerzo sobrehumano para sobreponerme a la incómoda situación. Trato vanamente de codearte, de decirte que estoy, que soy, y no puedo abrir los ojos ni hablar, ni levantar los brazos, ni pedir ayuda para salir de esta suerte de letargo involuntario.

         Los demás siguen ahí, cerca, inalcanzables, mirándonos en medio de una penumbra que empieza a dolerme. Porque, es cierto, todo transcurre a media luz y a media voz. Puedo mirar todo sin ver nada, oír todo sin escuchar nada. La penumbra duele tanto como el murmullo.

         Es, pienso, algo así como la muerte: la vida con luces desteñidas, y sombras que no oscurecen totalmente, seres que quedan y siguen mirándote, voces que te llegan sin esperar respuesta, recuerdo de los que quedan, olvido del que se va...

         ¡Menos mal que estás aquí tendida a mi lado! Estar contigo es un alivio, porque es, sí, como la misma muerte, de la que logro salir, al fin, al despertarme de esta pesada siesta, para contártelo.

 

 

 

         La televisión muestra a uno de los pocos sobrevivientes de aquella guerra. Se queja de la desatención que sufre en un centro hospitalario. Viene de lejos, con dolencias viejas, y los médicos no le atienden y, si lo hacen, no le dan medicamentos. Todo un drama, un caso de miles que se repiten diariamente, aquí y allá. Antes siquiera de relatar su drama, él se empeña en contar que había derribado, solito, con su pobre fusil, un avión de guerra boliviano.

         - Yo solo, con mi fusil, eché un avión enemigo, en el Chaco, cuenta orgulloso, con la vocecita cansada y las manitas dibujando figuritas en el aire. Pero su insistencia en ese recuerdo no sirve para nada. Hay un olvido injusto, una indiferencia cruel hacia lo que ellos significan para la historia patria. Para muchos, su heroísmo fue en vano. Para mí, y para otros muchos también, no. Las cosas tendrían que cambiar pronto para que algunos sobrevivientes, por lo menos, reciban el trato que se merecen.

         En vida, también papá exhibía orgulloso su condición de ex combatiente. Adondequiera que fuera, y en la menor oportunidad, aprovechaba para dejar constancia de su pasado glorioso.

         Poco antes de su muerte, cuentan, se lo invitó a participar de un ciclo de charlas sobre los pasajes de la guerra chaqueña. Le sugirieron una de las batallas, pero él prefirió hablar sobre la de Strongest, de la que guardaba un recuerdo especial.

         Su batallón estaba rodeado, y había que replegarse. El comandante le ordenó encabezar un pelotón para cubrir la retirada. Esto significa, en términos militares, resistir la ofensiva enemiga para que el resto pueda abandonar la línea y retirarse. Algo así como quedar en la boca del lobo, una misión mortal, casi. Y lo logró, con todos sus hombres a salvo.

         Algunos años después, en el Chaco, y ya en la paz, en medio de una fiesta, se lo recordó a su ex jefe, con quien coincidió de nuevo en las tareas de reconstrucción de pos guerra.

         - Nanderakateyĩeté voí cherehé upẽro, Mi Capitán*, le espetó, a modo de orgulloso reproche, por no haberlo mezquinado en absoluto al encomendarle aquella misión.

         - No, no es verdad, Teniente. Para entonces necesitaba un combatiente probado, y ese hombre era usted. Nada más, le respondió, incómodo, su jefe.

         La anécdota sirvió durante mucho tiempo de bromas entre uno y otro y, me consta, de halago recíproco. Tanto que, a la vuelta de los años, el ya entonces General Demetrio Cardozo, terminó siendo mi padrino de Confirmación.

 

         Posdata: Hace tiempo vivo desdoblado, partido en dos. Una mitad aquí y otra allá. Abrumado por responsabilidades cercanas y urgentes, e ilusiones lejanas y recurrentes. El impacto de esta puja es notoriamente negativo. Algo anda mal, no soy el, mismo, he perdido mi alegría habitual. Un extraño desdén hacia mis propias aficiones se ha apoderado de mí. Hasta he dejado de cantar. La guitarra, compañera inseparable de mis años de nostalgia, está allí, en un rincón, abandonada.

         Algo anda mal. No sé qué es, pero este asunto no funciona. Por qué, no lo sé. Voy a averiguarlo... y a averiguarme.

 

 

* Ahí al que no me mezquinaba en absoluto, Mi Capitán.

 

 

 

         Mucho tiempo antes, los bolivianos venían sentando puestos de avanzada en diversos puntos del Chaco. Insistían en que esa región les pertenecía, cuando documentaciones antiguas indicaban lo contrario. Había algo sospechoso en esta insistencia. Intereses económicos poderosos se ocultaban detrás del reclamo boliviano de soberanía sobre nuestra zona boreal.

         Esto se desnudó con el inicio de las hostilidades: el Ejército enemigo venía equipado y armado con evidente apoyo norteamericano. El interés estaba en el petróleo que se encontraba (¿se encuentra?) en las entrañas de la geografía chaqueña.

         Paraguay y Bolivia fueron a una guerra en defensa de intereses ajenos. Ambos pueblos dirimieron con miles de vidas la guerra oculta entre dos potencias petroleras: Standard Oil Co., de Estados Unidos, y la Royal Dutch Shell, de Inglaterra. ¡Cuánto dolor sentimos, uno y otro pueblo, al desnudarse la causa de tanta muerte y tan injusto ensañamiento entre hermanos!

         Las hostilidades se iniciaron en Boquerón, el 9 de setiembre de 1932. Allí los bolivianos habían levantado una verdadera fortaleza cercada de agudos troncos. Por detrás, hacia la frontera noroccidental, se extendía una larga picada por donde se abastecía el destacamento enemigo.

         Durante veinte interminables días, la avanzada del Ejército paraguayo se estrelló, fatalmente, contra la muralla vegetal defendida por hombres envidiablemente pertrechados. Una y otra vez, la ofensiva paraguaya terminaba incrustada contra el filo de la fortaleza erizada, y desplomada ante el implacable fuego de sus armas.

         El asunto, se supo después, no estaba en persistir en esos ataques ciegos y enardecidos, sino en detenerse y estudiar serenamente una táctica apropiada, como finalmente ocurrió.

         "Oyapurávaekué omanombárna Boquerónpe"*, es el dicho popular acuñado desde entonces, para significar que el apresuramiento desesperado quedó sepultado en Boquerón, y que no es aconsejable para la solución de los problemas.

         Yo no entiendo mucho de esto, pero dicen que se decidió suspender los intentos de tomar por asalto la fortaleza, y asediarla con fuego de artillería y, con un movimiento envolvente, cercarla, rodearla de un anillo, y cortarle por detrás sus vías de aprovisionamiento.

         Con esta nueva táctica, Boquerón cayó como una fruta madura, y fue reconquistado para la soberanía paraguaya, el 29 de setiembre de ese mismo año.

         Por eso, pese a la indiferencia de muchos, esa fecha es celebrada por nosotros, todos los años, como un día de reafirmación patriótica. Es el "Día de la Victoria", de regocijo nacional, particularmente de los pocos veteranos que quedan, y de los muchos que seguimos sintiendo veneración por ellos.

 

         Posdata: Algo no anda bien. Algo anda mal, decididamente mal. Estoy desmotivado. Estar aquí, envuelto en estos menesteres, es un sacrificio. Algún que otro proyecto prospera, pero no basta. He perdido el goce de mis propias realizaciones. Nada me conforma. Ni yo me conformo con nada, ni con nadie, ni conmigo mismo.

         Me dicen que me hace falta mi geografía soleada, reverdeciente, vivificante. Me exhiben teorías diversas sobre el rol vital de no sé qué elemento de la luz solar sobre el comportamiento humano.

         Algo de esto hay, sin duda, porque algo anda mal. Decididamente, algo no anda bien. Y así, partido en dos, viviendo a medias, no puedo seguir. Lo siento mucho por quienes creen que es una locura, que aquí tengo una "vida construida", mi cargo en la Universidad, la carrera de los chicos, que... mil otras "realidades", "razones" de peso, insoslayables.

         Lo siento mucho pero, pese a todo ese fardo de argumentos, aquí vivo con un pie levantado, y así es imposible elaborar proyectos, trazar planes, en suma, "construir" una vida. Una vida vivible, se entiende.

 

* Los apresurados ya murieron todos en Boquerón.

 

 

 

 

         La sed fue otro de los azotes terribles de la guerra, el enemigo infiltrado en las entrañas de cada combatiente, que se hacía ver en la lengua seca y rugosa, y en las comisuras espumosas de la boca.

         Hubo momentos en que debían beber su propia orina para sobrellevar la desesperante falta de agua. Succionaban raíces de plantas y arbustos, y exprimían los espinosos cactus, que abundan en la zona, para aplacar la sed. Aun así, miles de combatientes cayeron bajo el mortífero efecto de la deshidratación.

         Escribir la historia de la sed en la Guerra del Chaco, sería como escribir una historia dentro de otra historia. Su espectro recorrió, como la muerte misma, las filas del Ejército paraguayo. Muchas veces, como te decía, ella pudo más que las propias balas enemigas.

         Y detrás de ella, las enfermedades gastrointestinales. La Disentería bacilar se infiltraba también, como una Quintacolumna, entre las tropas. Sus víctimas terminaban encogidas como ovillos en las trincheras y casamatas, retorcidas de dolor y desangradas. Los evacuados sumaban miles, y se repartían entre heridos de bala y enfermos de diarrea sanguinolenta y fiebre.

         Hay páginas insólitas de esta historia escrita por los convoyes aguateros. Llegaban pocos, y casi siempre tarde, a destino. Y cuando lo hacían eran salvajemente asaltados por sus propios destinatarios. Nadie esperaba un reparto racional del agua que llegaba. A balazos perforaban los camiones cisternas y se atropellaban sobre ellos. La anarquía total se apoderaba en ese instante de unos soldados que, sin embargo, iban al combate con una disciplina admirable. La sed era más temida e insoportable que el fuego enemigo, peor que la misma muerte.

         - ¿Quieren tomar agua?, preguntó a sus hombres, irónico y desafiante, el sexagenario general, con aspecto más de militar retirado que de combatiente activo.

         - Pues bien, de aquí a 60 kilómetros está Yrendagüé. Allí hay un pozo, con suficiente agua para todos. Pero está en manos enemigas y hay que conquistarlo. Que me sigan los que se sienten capaces de hacerlo, arengó, en medio de un sol abrasador, señalando un interminable y fino sendero, el General Eugenio Alejandrino Garay, una de las figuras descollantes de la historia militar de mi país.

         - Entretanto, nadie probará una sola gota de agua, ordenó, y volcó en la arena ardiente la poca agua restante en su propia cantimplora. Así se inició la larga marcha hacia el agua y la reconquista de otro pedazo de tierra ocupado por fuerzas enemigas. Muchos cayeron a lo largo de aquella endemoniada travesía, calcinados por el sol sobre la tierra polvorienta. Pero la mayoría llegó, triunfó y bebió, e Yrendagüé quedó como un símbolo de la simultánea lucha de los paraguayos por la tierra y el agua.

 

         Posdata: Todas las mañanas tengo que sacudirme de encima este desgano, como la escarcha que cubre el auto en las noches heladas, para poder arrancar.

         Pero no es este frío del frío el que me paraliza, sino el frío del alma. Mi crisis es espiritual, moral. Que eso se traduzca en un quebranto físico, es otra cosa. Pero mi problema está aquí, y aquí. No aquí.

         Me aterra la idea de vivir el resto de mi vida en la llanura. Llanura geográfica... y de las demás. Me resisto a sobrevivir vegetando lejos de la vegetación de mi suelo.

         El sacrificio cotidiano para sobrellevar mis ausencias se está tornando muy grande, y su precio muy alto. Llevo años dando vueltas por el mundo, y nunca me he sentido como ahora. Al fin y al cabo, en los otros lugares estaba de paso, nada más que de paso, y aquí las cosas se me presentan como un punto de llegada, de afincamiento definitivo. Y no quiero resignarme a esta "realidad".

         Yo no salí de aquí, y quiero volver al punto de partida. No quiero que mi círculo quede con la boca abierta, como un bostezo, como una frase inconclusa, como una exclamación infundada, como un grito al vacío. No.

 

 

 

 

 

         Habían pasado apenas sesenta años del desastre de fines del siglo antepasado, y ya el Paraguay soportaba una nueva guerra. Apenas iba restañando aquella herida, y ya se le abría otra.

         Más de cien mil vidas, sumadas en uno y otro bando, se cobraría la Guerra del Chaco. Bolivia, derrotada, se quedó con los muertos, y la Standard Oil Co., con los pozos de gas y petróleo. Paraguay, victorioso, quedó con los muertos, la postración económica, el subsuelo perennemente dormido y el desafío de empezarlo todo de nuevo.

         De aquello nos quedó, sí, la gloria del heroísmo de nuestros padres. ¡Y de nuestras madres! Porque, a medida que transcurría la guerra, y más hombres se sumaban al campo de batalla, las mujeres escribían abnegadas páginas cuidando el hogar, labrando la tierra, y echando a andar las máquinas para que el país no terminara de hundirse. Fueron tiempos de increíbles hazañas por la sobrevivencia nacional.

         Después de tres años de lucha, el 12 de junio de 1935, llegó la paz. Paraguayos y bolivianos terminaron abrazándose sobre la misma tierra donde se habían combatido y abatido, con odio infundado.

         Y, al final, ¿por qué y para qué tanto sacrificio, tanto infortunio? Todo siguió igual, o peor. A las penurias de la anterior situación, se sumaron las surgidas como consecuencia de la guerra.

         En Asunción, la oligarquía terrateniente y comercial seguía en el poder, y pocas esperanzas de cambio podían abrigar los militares patriotas, campesinos, obreros, estudiantes e intelectuales que conformaban el Ejército vencedor. Pronto vendría la reacción popular, con la Revolución de Febrero de 1936.

         Más allá de sus falencias y desaciertos, esa revolución se convertiría después en un hecho histórico singular. Traía como bandera consignas nunca oídas hasta entonces, que despertaron, sin demora, la hostilidad de la clase dominante: "La tierra es de quien la trabaja", "Jornada laboral de 8 horas", "Gratuidad de la enseñanza"...

         Un fervor popular inusitado se extendió por todo el país. Cansados de la postergación, los paraguayos se sumaron entusiasmados a la nueva corriente. Por primera vez sentían posible la realización de sueños de justicia social abrigados por años. Cada cual, en donde estaba y con lo que podía, ayudaba a la obra revolucionaria. Mi padre, como ya te dije, tuvo a su cargo la distribución de arados, azadas, palas, picos y machetes en su valle natal. Su origen liberal no le impidió abrazar la esperanza inaugurada.

         Pero la ilusión duró poco. Un año y medio después, la reacción oligárquica terminó de articularse y el gobierno revolucionario cayó, víctima de la conspiración enemiga y de sus propias contradicciones, el 13 de agosto de 1937. Una larga noche se instaló nuevamente en nuestro suelo, y continúa hoy, más de medio siglo después. La espera es muy larga y, a veces, parece interminable. Pero sólo a veces.

 

         Posdata: - ¡Ayayayayyyyy!, grita mamá, y suelta la cucharona, y salta, y se toma la pierna con las manos.

         - ¡Pero vos sos tooonto, chiquilíííínnnn!, me reprende, y yo no entiendo nada. Sigo sentado en el suelo, al pie de la enorme hornalla, mirando fijo mi alambre incandescente.

         Yo tengo 3 años, y simplemente quería saber el efecto de ese metal al rojo vivo en contacto con la piel blanca de la pierna de mamá, parada a mi lado, cocinando.

         Mamá tampoco entiende nada. A su grito de dolor y reprimenda, sigue el coscorrón. Es mi primera experimentación de Física, y ella no entiende nada. Y yo tampoco.

         Nuestra vida chaqueña era casi pastoril. Por dondequiera que anduviéramos, mamá plantaba hortalizas y criaba aves, vacas, cabras. ¡Hasta un "Apere-á" ("Cobayo", "Cuis") formó parte un tiempo de nuestro zoológico familiar! Mamá lo recogió y domesticó.

         Nos criamos revolcándonos con la naturaleza, por hostil que ésta fuera. Tal vez de ese remoto tiempo arranca mi pasión por los animales, muchas veces para rabia tuya. (Aunque, té reconozco, vos sos la que, al fin, debe lidiar con la peor parte: alimentarlos).

         Pronto establezco una relación casi mágica con ellos. Por eso fui la decepción de Ña Ramona, nuestra vecina en Barrio jara. Como sabía que iba a estudiar medicina, me creyó con suficiente coraje para sacrificar a un pollito nacido a destiempo y deforme. Tomé en mis manos a la desvalida avecita, la llevé al fondo del patio para ejecutar el pedido, y no pude. Se la devolví intacta. Se burló de mí, y puso en duda mi vocación médica. "Yo voy a ser médico, no asesino", le respondí, humillado.

         "Spiker", se llamaba uno de nuestros perros en el Chaco. Era nuestro guardián y compañero de juegos, nuestro y de la tropa. En las horas de formación, se sumaba a ella como un soldado más, o se ubicaba al frente, al lado de papá. Nos acompañó en varias de las continuas mudanzas, a lo largo de la larga recta en construcción.

         Pero al que no pudimos domar nunca fue a otro de los integrantes del variado rebaño: un macho cabrío con tendencias agresivas. Nos recomendaron mantenernos siempre a distancia de él, debido a sus arranques de locura. Todos cumplíamos al pie de la letra la recomendación. Menos, ¡cuándo no!, Noñó.

         Papá acababa de llegar, y descansaba sentado en el patio trasero de la casa. Mi hermana, como era su costumbre, trataba de halagarlo con diabluras. En una de ésas, apareció, a lo lejos, el macho cabrío, con clara intención de atropellarla y cornearla. Sin dudar, papá empuñó su pistola y lo remató de un tiro. El animal quedó tendido en medio del patio, bañado en sangre. Una extraña mezcla de alegría y tristeza se apoderó de todos. Ñoñó rompió el silencio, cantando:  

         "Muu ben,

         paapá maató,

         cabadá macho,

         qui no mi-inque"... y aplaudiendo y bailando, celebrando que papá haya sacrificado al macho cabrío para que no la hincara. Siempre tuvo esa astucia especial para sacar a papá, a todos, de situaciones adversas.

 

         Posdata: La idea me va rondando la cabeza, más que siempre. A nadie digo nada. Sólo hablo conmigo del asunto. Es un "chiche" para mi exclusivo, solitario juego.

         ¿Para qué divulgarlos, qué pueden hacer los demás para apoyarme o hacerme desistir de mis planes? ¿Debo, necesariamente, poner a consideración colectiva una decisión tomada desde que salí de mi país, hace más de tres décadas? ¿Quién puede poner en duda o cuestionar mi rechazo a la resignación de seguir extrañado y extrañando?

         Yo me voy. Regreso a mi tierra. Todos los meses voy apartando un poco de dinero para la nueva aventura. La definitiva. Me cuesta, después de todo. Nadie me llama, lo sé, pero decido irme. Por ahora, soy el único en saberlo.

 

 

 

 

         Callada, retraída, introvertida, Minas era el polo opuesto de Noñó. Más de una vez, en la escuela, ésta fue convocada por la Dirección para llamar a la hermana mayor e integrarla al grupo de juego. En los recreos, se separaba de los demás, y se replegaba sobre sí misma. Vivía su mundo propio, solita, hacia adentro.

         Era cuidadosa con su aspecto exterior, siempre impecable. Volvía a casa con la misma pulcritud con que había salido. Su guardapolvo intacto, su cartera y sus útiles perfectamente ordenados. Aplicada en sus estudios, era la destinataria de los halagos de papá. De hecho, ha sido siempre su preferida. Los reproches que se le podían hacer terminaban invariablemente atenuados o perdonados por él.

         Yo no la recuerdo en esos tiempos de nuestra infancia. Sin embargo, la imagino como si la hubiera visto, a través de las pocas fotos conservadas de entonces. Espigadita, con los ojos saltones, la cabellera recogida atrás con dos trencitas, que pretendían dominar su pelo negro y grueso. Así había quedado por la insistencia de papá en hacerle cortes masculinos, para asimilarla al varoncito que esperaba cuando ella nació.

         La imagino recostada a un arbusto, con las manos entrelazadas, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor, entregada a juegos solitarios. Era una lucha aislarla de su soledad e integrarla al divertimento colectivo. Su carácter despertaba contradictorios sentimientos de lástima y respeto. Sus propias maestras debían inclinarse ante sus dones de niña educada, mesurada, ejemplo en aplicación académica y conducta.

         Yo crecí con ellas. Dos caracteres distintos pero complementarios. Los sicólogos confirmarán o no la influencia que estas circunstancias tienen sobre la formación de una personalidad, pero estoy convencido de que terminé siendo un híbrido de ambos caracteres. Básicamente tímido e introvertido, debo hacer esfuerzos extraordinarios para integrarme y asumir un rol ante situaciones diversas, por ser Yo, entre nosotros y los demás.

         Su nombre real es Élida, pero la apodaron Minas, porque Minas Kué se llamaba (¿se llama?), el punto chaqueño en donde nació. Un año y medio después vino Marina (o Noñó), la divertida, y, finalmente, dos años y algo más tarde, yo, ni "chicha ni limonada", un híbrido de seriedad y jaranería, de orden y anarquía, de aplicación y desdén.

 

         Posdata: Una confidencia: el nombre verdadero de Ñoñó es Andresa Marina. En realidad debió llamarse Andrea Marina. Este fue el nombre que mamá le dio escrito en un papel a papá para inscribirla en el Juzgado. Papá, a quien no resultaba conocido ese nombre, se tomó la libertad de corregir el supuesto error de mamá, y la inscribió como Andresa Marina.

         Eterno motivo de discusión familiar. Más cuando aparecía asociado con el de "Andresa pychäi" ("Pies crónicamente enfermos"), un personaje del pueblo natal de mis padres, célebre por sus pies infestados de "pique", ese molestoso insecto que se mete entre los dedos de los pies y que, si no se lo combate, termina deformándolos.

 

 

 

         El regreso a Asunción no fue voluntario. Una recidiva fulminante de la Disentería bacilar contraída en la guerra obligó a los superiores de papá a disponer su traslado a la Capital. Después de un penoso viaje, en camión y en barco, llegó al puerto de Asunción en condiciones deplorables, y fue conducido sin demora al Hospital Militar. Todos los cuidados que le hicieron en el Chaco resultaron infructuosos. Sólo aquí pudo responder al tratamiento intensivo a que fue sometido.

         Para nosotros, súbitamente, se tronchó la vida hogareña de la época anterior. Yo sufrí mucho, te lo confieso. Y aún hoy siento el sabor amargo de aquella circunstancia. Mamá, con papá en el Hospital, y mis hermanas y yo, en casa de una tía. Apegado como era a mi madre, su separación cotidiana me quebró la vida.

         No recuerdo haber llorado tanto como aquellos días. Porque habrían sido días, o meses, no recuerdo bien, y a mí me parecieron, me parecen todavía, años interminables. Ni el afecto de la vieja tía, ni el tener a mi disposición una quinta de frutales aplacaban mi angustia. Sólo la fugaz presencia de mamá lograba consolarme, pero con la amarga seguridad de que unos minutos después volvería a separarse de mí.

         A papá lo veíamos pocas veces, cuando autorizaban los médicos. Había perdido mucho peso, y lo recuerdo tendido en la cama, ojeroso y sin la vitalidad conocida. Su sonrisa, afectuosa y cálida, no era la misma; semejaba más bien una mueca forzada para disimular su desvalido estado.

         Tardó mucho en reponerse. Al ser dado de alta, lo designaron a la Aviación, primero, y al Estado Mayor, después. Barrio Obrero, General Santos, Pinozá, fueron los barrios que fuimos recorriendo en el peregrinar de nuestra inserción en Asunción.

         Recuperar el calor del hogar fue lindo, pero ya nunca sería igual al de nuestros años chaqueños. Aquí empecé a tomar conciencia de algo que marcaría mi vida para siempre: la distancia. En el Chaco, acompañábamos a papá hasta la recta, y lo veíamos regresar. Aquí, la distancia entre la casa y su Unidad era inabarcable, y las ausencias se notaban... y se sentían.

         Con el tiempo, la separación se tornó irreversible, definitiva. El hogar terminó rompiéndose. He ensayado explicaciones y justificaciones, a lo largo de toda mi vida pero, aun creyendo haberlas hallado, nunca encontré un alivio total al dolor de aquella fractura. Esta es la herencia que llevo a cuestas, y la que, muchas veces, injustamente, vuelco sobre vos. Perdóname.

 

         Posdata: Vivimos en Barrio Obrero y cumplo tres años. No sé de dónde papá me trae de regalo un cachorro marrón, peludo, de apenas unos días. "Morro", le llamo a este inseparable compañero de infancia. Casi voy mamando y creciendo con él. Por las mañanas, temprano, me busca y me despierta con sus travesuras. Crece a pasos más grandes que yo, y se convierte en guardián fiel y cariñoso.

         Más tarde se vendrá conmigo a la calle Gral. Santos, a la casa de la esquina de Europa y Fernando de la Mora, y morirá de viejo en la de Barrio Jara. Aquí lo entierro, resignado a su partida anunciada, inevitable, y coloco una cruz con dos ramitas de un árbol sobre la tumba de este amigo de mis primeros años asuncenos.

         Cada tanto, a modo de homenaje, le pongo el nombre de "Morro" a uno de los muchos perros que voy trayendo a casa. Vos lo sabés. No sé para qué te lo cuento.

 

 

 

         Las siestas aquí son largas y están rodeadas de misterios. El sol golpea a fuego y saca chispas del suelo. Las calles arenosas de los barrios asuncenos son de polvo hirviente e intransitables. Más aún para caminarlas descalzos, como nos gusta a nosotros.

         Los adultos, ahogados en cansancio y sopor, se entregan al sueño reparador de la jornada, que empieza con las primeras luces del día. O antes, incluso, y exigen un silencio similar al de las noches para descansar. Ni una mosca vuela en estas horas interminables.

         Los más pequeños somos rebeldes al ocio sestero, y buscamos mil y una formas de eludir el control de los grandes, que nos obligan a mantenernos callados para no quebrantar la quietud reinante. Una suerte de "Toque de queda" hogareño.

         Los amplios corredores de las casas, el tupido y enorme ramaje de las plantas de Mango o Yvapovö, son nuestro refugio obligado. La Tiquichuela, el Trompo, el Bolero y la Balita son las pocas alternativas de entretenimiento que nos quedan. Pero, en silencio siempre, siempre en silencio. No vaya a ser que se sienta una sola risa, un solo cuchicheo que quebranten el sueño de los mayores, y despierten sus furias consiguientes.

         Tampoco es prudente alejarse mucho del entorno hogareño. Las casas están separadas entre sí por inmensos patios y terrenos baldíos llenos de yuyales y árboles habitados por alimañas e insectos de todo tipo.

         Pero el riesgo mayor de la siesta es el Jacyjateré, duendecillo de pelo rubio y ojos azules, ni niño ni adulto, y que prefiere las horas soleadas y calladas para sus diabluras. Escondido entre la copa de los grandes árboles, munido de su mágico bastoncito dorado, es capaz de envolvernos con su magia, idiotizarnos y secuestrarnos hacia ignotos lugares.

         Toda desaparición de niños se atribuye, invariablemente, al encantamiento de este personaje mítico, y el terror se apodera de todos. Nos movemos con cuidado y miedo, siempre en grupo, y no lejos de nuestras casas. Tratamos de no mirar hacia arriba, porque la copa de los árboles es su escondite habitual, y desde allí puede lanzarnos el brillo hipnotizador de su bastón. Y ese puede ser el principio del fin. Nadie que haya caído bajo los efectos de su magia ha regresado nunca para contar su insólita aventura en el mundo del Jacyjateré.

 

         Posdata: Esto ya no es así, como te cuento. Asunción cambió mucho. Los lugares boscosos de aquellos tiempos dieron paso a nuevos barrios y ciudades. Lambaré. Fernando de la Mora, San Lorenzo, Luque, Ñemby, Mariano Roque Alonso, conforman hoy la gran urbe metropolitana.

         Sin solución de continuidad, este conglomerado alberga actualmente al tercio de la población total del país. Quedan pocos terrenos baldíos, pocos árboles, pero el misterio que encierran continúa. Ya no hay los temores de antaño, aunque los mitos siguen vigentes, casi, casi, con la misma fuerza.

         Asunción y sus alrededores ya no son los mismos, pero siguen siendo iguales.

 

 

 

 

         Aquellas también eran las horas en que Ñoñó, la extrovertida, hacía galas de sus dones para inventar juegos y travesuras. Tenía los mejores carozos de coco para el juego de la Tiquichuela (Triquiñuela, le llaman en otros países). Se las ingeniaba para sacarles brillo, y despertar la envidia de los demás.

         Cuando el juego se tornaba tedioso, se arriesgaba trepando las ramas de los árboles, llegando a las copas más elevadas. Allí podía balancearse con la misma destreza de Sarita, la trapecista del Circo Cubano que hacía sus presentaciones por esos días en Asunción. De uno de esos árboles se podía pasar, con cierta temeridad, al techo de chapa de la casa, y ella lo hacía, para deslizarse como en un tobogán sobre la rampa ardiente.

         En una de esas siestas, despertada por el ruido y el susto; mamá, furibunda, la bajó con la larga vara de tacuara que nos servía de gancho para arrancar frutas. En otra, papá dormía plácidamente y, como queriendo medir su sensibilidad, Ñoñó le pasó una pluma por la planta de los pies desnudos. El susto y la bronca de papá fueron terribles. Se sobrepuso en la cama, y descubrió la rubia cabellera de mi hermana que pretendía, ingenuamente, ocultarse detrás del piecero de la enorme cama de "Palosanto".

         - ¡Tenías que ser vos, pelotudita alegre!- le dijo. Ella creyó que luego vendría la paliza merecida, pero, sorprendentemente, no pasó de una reprimenda verbal.

         Como ocurría siempre con ella, papá terminó riéndose y festejándole su travesura. Desde entonces, aquel calificativo quedó consagrado como una forma más de designarla, toda vez que se esté ante alguna, de sus típicas diabluras.

        

 

         El Jacyjateré es el genio mítico de las siestas, como el Pombero es el de las noches. Aunque nadie, a ciencia cierta, ha podido verlo nunca, algunos aseguran haberlo hecho y hasta haber hablado con este duende nocturno.

         Se trata, dicen, de un indiecito de brazos largos, cubierto de pelos de pies a cabeza. Díscolo, aparece acá y, al instante, salta a la otra punta. Se lo presiente por su capacidad increíble de mimetizar su presencia imitando silbidos, relinchos de caballo, cantos de gallo, maullidos, rugidos, gruñidos, todo.

         Los que han tenido la oportunidad de verlo y comunicarse con él adquieren poderes sobrenaturales. Poseídos de extraños dones, son capaces de eludir puñaladas, parar balas con el cuerpo, encantar seres, voltear a su favor un juego de naipes, y mil otras virtudes más.

         Hay también casos de embarazos inexplicables de muchachas que no han tomado las precauciones debidas al dormir a la intemperie, como se acostumbra en las noches calurosas. Presumiblemente, la criatura en camino ha sido producto de otra de las travesuras preferidas del Pombero, que es la de seducir a las mujeres.

         Las malas lenguas, sin embargo, afirman que se trata de una acusación gratuita e injusta, o de una excusa para ocultar la obra, por demás frecuente, del Jacaré. Pero aquí no se trata de ningún genio mítico, sino de algún pícaro cristiano que, también por las noches, realiza furtivas visitas a la amada, utilizando el desplazamiento arrastrado, lento y cauteloso del cocodrilo.

         Las noches son triplemente peligrosas, y obligan a tomar precauciones especiales. Y si es noche de viernes, peor, porque es el día del Luisón, el temible ser humano que a esas horas se convierte en perro de horrible aspecto y que, al pasar por debajo de las piernas de otra persona, la transforma a su vez en otro ser maléfico como él.

         Con la llegada del alba, termina sus fechorías, recupera su forma humana y regresa a sus ocupaciones habituales. Pero es fácil adivinar en él sus malandanzas nocturnas. El rostro pálido, ojeroso, cabello desgreñado, le dan el aspecto general repelente característico de quien, siendo el séptimo hijo varón de una familia, seguramente se convierte en Luisón cada siete días.

         Por eso, aquí es mejor usar las siestas y las noches para el recogimiento hogareño, con las puertas y ventanas bien cerradas, y una cruz de "Pindó Karaí" ("Palma Bendita") clavada en ellas. Porque es cierto, la cruz de "Pindó Karaí" trae paz a los hogares y ahuyenta penas, desgracias, maldiciones y maleficios.

 

         Posdata: La decisión está tomada. Me voy. Siento que este ciclo está cerrado, y que llegó la hora del retorno, de la reinserción en mi tierra, del reencuentro con mi gente, del des-exilio.

         Sé que no es fácil, que el desafío es muy serio y riesgoso. Empezar todo de nuevo pasados los cincuenta, no es fácil. Es casi una aventura, aunque lo sea en la propia tierra. La razón, el sentido común, me dicen que lo piense dos veces. Pero el corazón me hace un guiño y me codea, cómplice.

         Es que aquí, desde hace tiempo, vivo sin proyectos, y no vale la pena vivir sin ellos. Todo lo que me resta por hacer quiero hacerlo en mi tierra, con los míos. Hablar de lo mío con los míos todos los días, por ejemplo; compartir la vida con mis antiguos amigos y compañeros, por ejemplo; recuperar mi guaraní cotidiano, por ejemplo; recuperar mi casa o escribir un libro, por ejemplo.

         Me voy, pero no digo nada a nadie hasta el último minuto.

 

 

 

         Nos habían advertido bien acerca de los riesgos de jugar por las noches. Pero estábamos solos, y ninguno quería perder la ocasión de prolongar las horas de entretenimiento.

         Mamá y algunas vecinas habían programado ir al cine esa noche, y los niños quedamos al cuidado de Ña Petrona. Negra regordeta ella, descendiente de aborígenes, de apellido Arazarí, ayudaba a mamá en los quehaceres de la casa, y era conocedora profunda de los misterios de las noches paraguayas.

         - ¡Tapehó peké, chake Pombero ha Kara'i pyharé ojeré oikévo koárupi!*, nos dijo, cuando se disponía a dormir sobre un camastro tendido en el corredor trasero de la casa.

         Nadie le hizo caso. Con ella la desobediencia era fácil, y sin consecuencias. Nadie le creyó la historia de que el duende nocturno y el "Señor de la Noche" andaban rondando la casa a esas horas.

         A la luz de la Luna y del mortecino foco del patio, armamos el circo, a imagen y semejanza del Circo Cubano, que por esos días encendía nuestra fantasía. Mesas, sillas, barriles vacíos y viejos cajones conformaban el mobiliario del improvisado escenario.

         Todos lucíamos para la ocasión los atuendos de gimnasia de la escuela. Ñoñó y Tita eran las estrellas del trapecio y el malabarismo. Chela cantaba, Minas recitaba, Chocha hacía de payaso, y Ramón y yo nos esmerábamos como eficientes utileros. Por ahí también cantábamos y ofrecíamos una suerte de lucha de gladiadores.

         El entusiasmo duró poco. En el momento de mayor concentración y alegría, de entre los matorrales y las plantas de mandarina y lima llegaron inesperadas palmadas de mano.

         No eran aplausos, más bien una seca señal de que habíamos despertado la bronca de los duendes, y había que poner fin al espectáculo, sin más trámites. Un frío extraño nos recorrió el cuerpo, y cada cual, como pudo, se encargó de acomodar la utilería desperdigada por todo el patio.

         No había tiempo para más. En bandada corrimos hacia el cuarto grande de papá y mamá, colgamos una cruz de "Pindó Karaí" ("Palma bendita") en la puerta que daba hacia el fondo, y empezamos a rezar.

         Íbamos por el décimo Ave María cuando oímos llegar a nuestras madres. Sorprendidas al encontrarnos arrodillados y rezando, con el ceño fruncido y los ojos desorbitados, ellas también, comenzaron su interrogatorio.

         Poco a poco, uno detrás del otro, fuimos dando nuestra versión de lo acontecido. Ña Petrona, en cambio, dijo no haber escuchado ni sentido nada.

         La cosa, sin duda, estuvo destinada exclusivamente a los niños. Nuestras madres asintieron, y nos reiteraron la misma advertencia: para los chicos, jugar por las noches, entraña graves peligros. Igual, o peor, que por las siestas.

         Nunca más el circo ni cualquier otro juego a esas horas. Terminamos llorando. Estábamos cansados de ser niños.

 

         Posdata: Algunos años después, ya en Montevideo, Chacho nos contó que un tío suyo era asiduo interlocutor del Pombero y que, consecuentemente, gozaba de increíbles-poderes.

         Una noche, en la campaña, se retiró de una partida de truco en la que había vaciado los bolsillos de todos sus contendientes. Estos creyeron que había hecho trampa, y lo esperaron en una encrucijada del oscuro sendero. Descargaron sobre él los tambores de sus revólveres y huyeron, creyendo haberlo ultimado para siempre. Al día siguiente, sin embargo, para asombro de todos, se lo vio caminando tranquilamente por las calles del pueblo. Las balas se habían incrustado en su grueso cinturón de cuero, sin causarle el menor rasguño.

         Nadie más osó enfrentarlo a partir de entonces, y su fama se extendió por las compañías vecinas.

 

* ¡Váyanse a dormir, que el Pombero y el Señor de la Noche andan rondando por aquí!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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