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JUAN EDUARDO DE URRAZA

  MÚSICA, 2011 - Cuento de JUAN DE URRAZA


MÚSICA, 2011 - Cuento de JUAN DE URRAZA

MÚSICA, 2011

Cuento de JUAN DE URRAZA


(Mención de Honor en el premio Elena Ammatuna 2011)


Me hallaba aquella fresca mañana sentada sobre la áspera arena de la playa de Cabo Polonio, tierra de hippies, lobos marinos, faro, sol, y mar. Pero yo no era hippie, ni loba, ni faro, ni sirena. Sólo era una visitante pasajera en aquel remoto espacio escondido del mundo, donde todo se movía lentamente, los días parecían no finalizar nunca, el sol jamás terminaba de ocultarse, y el azul del cielo borraba el horizonte en la distancia, no en silencio como nos gustaría creer, sino al compás de los aullidos de los leones marinos entre las rocas cercanas y en las islas pétreas que se divisaban en la distancia.

- Este paraíso durará poco como tal, - pensé- el hombre pronto lo destruirá, como destruye cada cosa hermosa que encuentra en el mundo. Por suerte llegué aquí antes que eso suceda y pude contemplarlo casi intacto.

Los sentimientos se agolparon en mi mente, y en mi corazón, al estar allí rodeada de la naturaleza agreste y salvaje. Quise llorar, por todo, por estar sola en ese lugar, en un viaje completamente diferente al que había planeado. Él se marchó, pero qué más da, tarde o temprano sucedería. Aunque yo preferiría que hubiera sido más tarde que temprano, que hubiéramos compartido más momentos juntos, para atesorarlos eternamente en mi mente. Ahora ya estaba todo dicho, nada importaba, quedaban pocos recuerdos importantes que guardar, ¡y cómo me lastimaban!

En la madrugada desperté incómoda, preocupada, sin poder dormir, y por lo tanto fui hasta la playa y me senté junto al agua, esperando ver el amanecer, para que el sol calmara mi dolor, en vez de causarlo, como fue costumbre en los días anteriores, quemando hasta mis más ocultos rincones. Pero el alba llegó nublada, y el astro rey apenas podía divisarse como una masa amorfa que iluminaba el mar desde un punto indefinido.

Mis pies jugaban con la espuma de las olas, que llegaban moribundas hasta ellos. Otrora enérgicas, ruidosas, profundas... Ahora terminaban calmas y frías, acariciándome los dedos y despertándome constantemente de mi letargo. Y allí, en ese instante, me sorprendió la última, que en vez de embriagar mis dedos con el placer de la caricia, me golpeó fuertemente hasta el punto de lastimarme y hacerme dar un respingo, al tiempo que emitía un fuerte y profundo quejido.

Frente a mí, junto a mis pies, se hallaba uncaracol marino. Grande, hermoso, soberbio, de múltiples colores y con apéndices que parecían afiladas espinas. Lo tomé entre mis manos y me pareció vacío, liviano y exótico. En mis largos años de viajes, playas y costas, nunca había encontrado más que algunas conchas pequeñas, caracolas deshechas y “sand dollars” incompletos. Pero este soberbio ejemplar se hallaba intacto, como esos que uno compra en las tiendas del puerto, y que hasta dudamos sean auténticos, sino más bien fabricados en Hong Kong o en Taiwán, debido a la equilibrada proporción de sus formas, la perfección de sus colores y su lustroso interior.

Pero allí se encontraba él. Desafiándome al punto del dolor. Burlándose de mi sufrimiento.

Automáticamente, como los abuelos nos enseñan de pequeños, lo tomé entre mis manos y lo llevé al oído. Y sorpresivamente, reemplazando el usual palpitar del mar que suele estar escondido en su interior, escuché una melodía de acordes profundos, milenarios.

Una sinfonía, una orquesta conformada por caballos de mar tocando flautas, ballenas con violas y chelos, peces espada, cangrejos, calamares y pulpos, cada uno ejecutando su

instrumento asignado... Y estaba segura que Neptuno mismo se encargaba de dirigirlos a todos en perfecta armonía, en la belleza de los acordes eternos, en la música universal.

Un temblor sacudió mi cuerpo, y sin pensarlo, deposité el caracol sobre la arena. Mis oídos debían estar engañándome, o yo volviéndome loca. Sólo deseaba escuchar el eco del mar en mis oídos. El recóndito murmullo de las olas. Esas mismas que una y otra vez llegaban ahora hasta mis tobillos ¿No debería ser al revés? ¿No debería bajar la marea al amanecer, en vez de estar subiendo? Probablemente sí estaba volviéndome loca. O acaso el tiempo iba en retroceso, y el sol se ocultaba en vez de estar saliendo...

Pensamientos estúpidos. Seguramente esa ola simplemente llegó con un poco más de fuerza que las demás. Sólo era eso.

Pero lo que no dejaba de sorprenderme era el caracol. Nuevamente lo tomé entre mis manos, y lo acerqué al oído. La música seguía sonando, ignorando mi ausencia, demostrando que no dependía de mí para existir. Probablemente iría ya por el segundo movimiento, de un número indefinido o tal vez infinito de ellos. Como las propias olas del mar. Infinitas. Como los granos de arena. Como las estrellas. Como mi amor por él.

Un temblor recorrió mi espalda. Era imposible deducir de dónde provenía la melodía, o cómo llegó a quedar atrapada en ese caparazón vacío. Era hermosa, cautivante, seductora... Y peligrosa... Coloqué el caracol sobre mis pies. Le temía. Si pudiera contar la cantidad de relatos de ficción, películas o historias que el cerebro humano tejió en torno a instrumentos musicales malditos, o que cobraban vida propia, o que tenían algún espíritu que los ejecutaba desde el más allá, o que enloquecían a la gente con su música, serían tantos como las mismas olas, estrellas y arena que mencioné. O como mi amor.

¿Sería este molusco parte de una historia similar? ¿Sería yo la actriz de esa historia? ¿O la víctima?

No me interesaba. No me importaba. No deseaba serlo. Ni para perderme en la locura, ni para convertirme en su protagonista. Ni para bien, ni para mal. Yo ya estaba hecha de piedra por fuera y arcilla por dentro. Las historias mágicas dejaron de interesarme tiempo atrás, cuando empecé a recibir los primero golpes de la vida.

Y así, como vino a despertarme anteriormente trayendo su carga misteriosa, otra gran ola llegó de igual forma, repentina y furiosa. El agua se coló hasta mis nalgas, y llevó al caracol consigo de nuevo a las profundidades del mar. Tal vez por miles de años, tal vez hasta encontrar a alguien que valiera la pena y se dejara cautivar por él. A su actriz, a quien le siguiera el juego, quedando embelesada por la música, atrapada en un laberinto infinito de posibilidades y sonidos, hasta que sus huesos fueran consumidos por el sol presa del delirio, o se convirtiera en una estatua de sal.

Yo no sería esa. No estaba lista para ello. No lo deseaba. Sólo quería empezar de nuevo.

Ni la magia, ni la música, ni el mar lo impedirían.

Así, resuelta, me puse de pie. Me sacudí la arena y volví a mi carpa. Ya era hora de regresar a casa.


(20/01/2010)

Fuente en Internet: www.jeuazarru.com

 

 

 

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