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JUAN EDUARDO DE URRAZA

  LA VIEJA DEL ÁRBOL - Cuento de JUAN DE URRAZA


LA VIEJA DEL ÁRBOL - Cuento de JUAN DE URRAZA

LA VIEJA DEL ÁRBOL

Cuento de JUAN DE URRAZA


Últimamente he cambiado varias costumbres. Es im­presionante cómo las relaciones sentimentales son los elementos que más fuertemente alteran la vida y hábi­tos de la gente, al menos de la mayoría. No son lo más importante de la vida, pero lo parecen, o así lo senti­mos. O tal vez lo sean, dependiendo del carácter de la persona. En mi caso particular, siempre apuesto todo a cada nueva pareja, aunque finalmente me estrelle catas­tróficamente y salga lastimado. Pero no aprendo. Cada nueva oportunidad que se presenta, lo vuelvo a hacer. Y me gusta. Y soy feliz. No voy a arriesgarme a perder al posible amor de mi vida por no haberme atrevido a dar todo, o por temor a lastimarme. Eso al menos no ocurrirá. El día que suceda, no lo voy a malograr. Cada vez será como la primera vez, con la misma esperanza adolescente, con la misma fe, con la misma energía.

Eso sí, generalmente siempre intento, egoístamente, que en cada nueva relación sea mi pareja la que se amol­de a mi ritmo acelerado, a mis compromisos, gustos, actividades, y realidades. Pero no siempre es posible arrastrar a la otra persona sin que ésta pierda su indi­vidualidad, lo cual es contraproducente, ya que alguien así no tiene gracia, deja de ser atractiva. O en alguna ocasión he terminado siendo yo el que se acomodaba al ritmo de vida de mi compañera, también me ha ocu­rrido, pero no es lo común, porque mi carácter tiende a ser arrollador y siempre actué como líder, y no como seguidor. En mi última relación fui más lo segundo que lo primero, y se me antojó extraño y muy difícil aco­modarme a las necesidades y horarios (difíciles) de mi pareja.

Usualmente cuando se da un rompimiento, uno odia los domingos, o las noches de los fines de semana, que quedan irremediablemente vacías, obscenas, dañinas, y donde las horas, los propios minutos, se vuelven inter­minables, el mundo se detiene, y nos sentimos hormi­gas presas del destino, sin más que hacer que observar el ventilador dar vueltas y vueltas lentamente, o mirar una mala película en TV, o encerrarse en un libro, en un juego electrónico, en el gimnasio, en el trabajo; todos paliativos y placebos que tratan en vano de hacernos olvidar la realidad, y que si lo logran, lo hacen apenas por pocos instantes.

Yo en cambio en este momento de mi vida detesto todos los mediodías, así como las siestas de los sába­dos. Los aborrezco con toda mi alma, porque no logro vencer a las duras horas que los encarnan, y a quien representan. Hice todo lo que se me ocurrió para vol­verlas más llevaderas: caminar quince cuadras hasta el shopping ida y vuelta para almorzar, degustar mis ali­mentos lentamente, comer postres que nunca disfruté, mirar vitrinas en las tiendas, comprar cosas innecesa­rias, sentarme a ver la gente pasar... Pero igualmente se hacen interminables. Es un padecimiento lento y fatal, una tortura que no parece acabar nunca, un dolor que desagua desde mi interior a través de mis piernas como un pozo sin fondo, y que me mantiene estático mirando cada dos minutos el reloj, esperando que sea una nueva hora, sin lograrlo.

Y así uno tiene que rebuscarse, inventar mecanismos de protección, actividades o cosas que hagan tolerables esos infinitos espacios vacíos que estaban tan profunda­mente llenos por el amor, la pasión, el cariño, o aquel sentimiento que de manera casi mágica hacía que ori­ginalmente, otrora, dichas horas fueran las más espera­das del día, las que más rápido transcurrían, y las más añoradas... Ahora en cambio, las más odiadas. Creo que no hace falta describir esta horrible experiencia de sepa­ración y de horas muertas; toda persona la habrá expe­rimentado alguna vez, y si aún no pasó por ella, tarde o temprano le sucederá. Explicarla parece simple cuando se ha vivido en carne propia, así como comprenderla, pero la verdad es que quien no ha pasado por eso nunca tendrá una idea de lo que realmente implica, aunque me dedicara a llenar páginas y páginas describiendo ese sentimiento y los mecanismos de escapatoria que inven­tamos para sobrellevarlo, de todos modos no creo que se comprendiera totalmente.

Así es que, entre varios proyectos para hacer pasajeras las siestas, acudí nuevamente a la actividad primitiva de la lectura, tanto tiempo abandonada. El año pasa­do apenas logré leer dos o tres libros de pocas páginas, tal era el tiempo escaso con el que contaba, sumado al cansancio que usualmente hace que me duerma (en cualquier horario del día) al llegar a la segunda o tercera página. Ahora el tiempo disponible sobra, no las ganas, y sí el sueño. Pero es hacer eso o perder la cordura en pensamientos imposibles, en recuerdos dolorosos, en el vacío que me consume y hará que me pierda irremedia­blemente en la locura. Y no quiero perderme.

Así, a veces leo en el shopping, sentado en algún si­llón del primer piso, otras veces en el autoservicio de la gasolinera de la esquina (ambos cuentan con aire acondicionado, imprescindible en nuestro clima), y las pocas oportunidades que el calor no es tan opresivo, me escapo a una pequeña plaza pública detrás de nuestras oficinas, caracterizada por el hedor del arroyo cercano (bueno, técnicamente no del arroyo, sino de la basura arrojada diariamente a él por vecinos inescrupulosos), los yuyos mal cortados, los bancos incómodos, los grafi­tis, los papeles tirados, y ciertos habitantes poco comu­nes que la pueblan en diferentes horarios.

En ciertas oportunidades son recicladores que llegan con sus carros tirados por caballos, repletos de cartón: se bajan y los mojan en el arroyo, de forma a impregnar­los de esa agua turbia y poder venderlos a mayor precio, con el peso incrementado. Otras veces parejitas que se prodigan profuso cariño en bancos bajo los árboles, o desposeídos que se sacan los piojos mutuamente recos­tados en el profuso césped. Llegué a observar algunas historias de jaurías perrunas, reuniones de tereré de compañeros de trabajo, niños recreándose en los des­vencijados juegos infantiles, y otros acontecimientos cotidianos. También sucedieron visitas poco frecuen­tes, como aquella oportunidad en que por la esquina, despreocupadamente, llegó un hombre completamente desnudo a la plaza (no sé de dónde), se bañó en una ca­nilla como si fuera la ducha de su casa, y regresó, como Dios lo trajo al mundo, por el mismo lugar por el que había venido con todo a la vista, para asombro de los demás habitantes de la extraña fauna local. Todos ellos de una manera u otra, cuentan una historia deducible por señas, palabras, actitudes o miradas.

Esa es una de las grandes cosas del escritor, que pue­de interpretar las historias con tan sólo un poco de ob­servación, y llenar los espacios vacíos mediante la ima­ginación y el análisis, o hacer las conexiones pertinentes para narrarlas de una manera interesante, o al menos comprender su significado.

Pero hay una historia, un personaje, que me ha sido esquivo a ese análisis hasta el momento. Yo la llamo “la vieja del árbol”, aunque no es tan vieja realmente, y seguramente tiene una vida que va más allá de la propia relación con el árbol, aunque yo sólo perciba esa parte ínfima de su existencia.

Usualmente cuando utilizamos un lugar para algo particular, no observamos lo que sucede a nuestro al­rededor más que trivialmente, no logramos leer las his­torias que hay detrás, y pocas veces vislumbramos todo lo oculto que está allí sin ser visto, como diría Zitarrosa en su canción: “...porque hay olvidos que queman y hay memorias que engrandecen, cosas que no lo parecen, como el témpano flotante, por debajo son gigantes, sumergidos, que estremecen”.

Y cuando echamos la mirada atenta, la observación con el tiempo que se merece, encontramos todas esas cosas escondidas debajo de las capas del día a día, o de la observación superficial, y descubrimos las interesan­tes historias que hay detrás de ellas. Está, por ejemplo, el “banco de los lamentos”, aquel casi arrinconado con­tra una pared, donde las mujeres se reúnen de espaldas al resto a llorar amargamente sus amores perdidos, y donde nunca se ha sentado nadie sin lágrimas en los ojos. Está Carlitos, el niño lustrabotas que huele su cola de zapatero para olvidar el hambre, al menos por un instante, así como la mano pesada e injusta del padre. Está el guardia de seguridad de la cuadra, que detiene su ronda para discutir airadamente, a través del celu­lar, con su concubina, por problemas de polleras, o de dinero. Está Fernando, un muchacho que conozco del secundario, que arruinó su vida con las drogas, que ya habían tomado la vida de su hermano, y que cruza dia­riamente la plaza con una bolsita del supermercado para cocinar una pobre y desabrida comida, para él y su gato, con las ganancias del microtráfico. También a veces se guarece del sol, entre la sombra de los árboles, un tal “Yilet”, jovencito conocido del barrio por ser amigo de lo ajeno, y que está lleno de tajos en la espalda, fruto de una riña en el reformatorio de Emboscada (de ahí el apelativo, mal escrito)... Y estoy yo, padeciendo un dolor inmenso, aunque sonría amablemente a algún co­nocido que me salude y me haga salir de mi encierro, de mi libro, de mis cavilaciones, cuando las letras se convierten en símbolos sin significado y pierdo el hilo argumental para volar en otras direcciones, o recuerdos.

Yo trato de que no se note que hay una historia de­trás mío, como pareciera haberla detrás de cada una de las almas en pena de esta plaza, pero algún otro buen observador seguramente advertirá que no es así; que también tengo mis angustias y razones para estar aquí, como todos ellos, en este limbo perdido, y que formo parte de la fauna que se encuentra buscando apaciguar sufrimientos, o encontrar un olvido que los perdone. Y eso no sucede, por ello nos reencontramos día tras día en el mismo lugar, y seguimos penando, expiando culpas, lentamente. A este ritmo no creo que logremos liberarnos de ellas antes de que se nos acabe la vida, y las cargaremos al más allá, sea lo que sea que haya del otro lado.

Así, entre todos los habitantes diarios de este lugar también está ella, la vieja, en el epicentro de la actividad invisible de la plaza, del silencio cansino que envuelve a todos, con alguna historia probablemente mucho más profunda que la mía o la de los demás, pero que nunca pude descifrar. Historia que no me atreví a preguntar, ya que entonces perdería la gracia el juego de la observa­ción: diariamente puedo ir tratando de unir pistas hasta encontrar su significado, aunque me tome varios años. En eso consiste el desafío.

A ella la observé varias veces los últimos días. A veces durmiendo en un banco, como un desposeído. Otras veces caminando por el caminero central. Otras veces sentada orondamente y contemplando a su alrededor, como yo mismo hago. Pero hoy por fin me di cuenta de que no es esa su actividad verdadera. En cierto mo­mento llegó, no sé de dónde, puesto que simplemente cuando la percibí ya estaba parada junto al árbol. La plaza es pequeña, en realidad es una plazoleta rectan­gular para ser exactos, atrapada entre murallas de casa por la izquierda y la barranca del arroyo por la derecha, teniendo un único camino de baldosas amarillas que la atraviesa diametralmente de lado a lado. Justo en el medio de ese recorrido se interpone un gran árbol, por lo que ensancharon el camino para tener que rodearlo, sin echarlo abajo. Y algún avispado arquitecto, ingenie­ro, o albañil, le dio un toque “artístico” por decirlo de alguna manera, haciendo que el diseño del camino se pareciera al de una guitarra, con el cantero circular del árbol convertido en el oído, y el camino en el diapasón. Creo que la plaza tiene el nombre de algún músico, y por ello el detalle, aunque no hay cartel alguno que sir­va para corroborarlo.

Hoy noté por primera vez que la mujer mencionada tiene un rostro extraño, con secuelas de algún tipo de locura (ya me he vuelto experto en detectar trastorna­dos a esta altura de mi vida). Me quedé observándola por un momento más largo de los pocos segundos fuga­ces normales que le dedico a cualquiera, no sé por qué motivo, creo que simplemente para reposar la vista can­sada por la lectura. Y empecé a notar su verdadero y ex­traño comportamiento. La mujer caminaba en círculos alrededor del árbol. Sus manos temblaban, como si se tratara de mal de Parkinson, a la par que rodeaba una y otra vez el tronco. Luego de algunos minutos se detenía y se sentaba en un banco. Pasaba un momento, se volvía a parar, y reiniciaba las vueltas. Hasta detenerse, pero esta vez, en otro banco. A veces en vez de sentarse prefe­ría recostarse, y dormitar, para luego ponerse de nuevo en movimiento. Repitió la operación minuciosamente varias veces, cada vez ubicándose en un banco diferente (hay cinco bancos en las cercanías del árbol), con lo cual asumí que estaban implícitamente reservados por ella y que nadie más los podría utilizar. Al menos eso me pareció cuando, pegándome el sol en la espalda, me moví a otro asiento para evitar el calor, siempre fuera de su área de influencia, pero de todos modos me dio la impresión de que ella me miraba con desagrado y hasta odio, por haber hecho ese movimiento, o amagar acercarme a uno de los utilizados por ella.

En un primer momento, cuando se recostó y ador­meció en uno de los bancos, pensé que se echaría una larga siesta, como otros convidados del lugar. Me puse a leer nuevamente, pero al cambiar de página, y ob­servarla nuevamente, la encontré de pie y repitiendo el proceso circular.

¿Qué se podía sacar en conclusión de la observación? Bueno, obviamente un comportamiento obsesivo-com­pulsivo, relacionado con una enfermedad degenerativa de algún tipo. Pero las motivaciones me escapaban... ¿Hacer ejercicio? No, en todo caso podría ser eso si la vuelta fuera a la manzana, porque caminar unos pocos metros alrededor de un árbol es muy poco para conside­rarlo deporte, ¿Locura? Parecería lo más plausible, pero me enseñaron tiempo atrás que la solución más simple a un cuestionamiento usualmente no es la correcta.

Así intenté barajar hipótesis un poco más imaginati­vas, ya que en eso me especializo, imaginar cosas, mu­cho más que retratar realidades. El árbol podría ser una entidad mística, o tener un aura invisible que irradie poder, o ser mágico. Y ella podría estar efectuando un ritual de singular importancia, que requiriera diaria­mente ser reiterado, para evitar una catástrofe, o para traer algo o a alguien a nuestra realidad, o para mante­ner atado un poder que no debe escapar a dicho tronco. La cruza de muchas de esas hipótesis entonces podría llevarnos a conocer su identidad: una bruja malvada, una sacerdotisa mística, un hada, una parapsicóloga, una loca, una vidente, una artista, un druida, un fan­tasma, un ser mitológico, un ángel. Y al mismo tiem­po veríamos las motivaciones, según el caso: Atar a un hombre, evitar que un mal terrible ingrese en nuestro mundo, equilibrar las fuerzas cósmicas del universo, mantener los ciclos naturales, crear, aprender, comuni­carse, o recordar.

Todas esas posibilidades son factibles, interesantes de ser exploradas, descubiertas, o mejor aún, narradas. Estoy pensando cada día venir a observar, y mirándola, tomar una de las perspectivas y escribir un cuento sobre ella, y luego publicar un libro con todas las opciones descritas, advertidas, inventadas, o descubiertas. Y así, de paso, tal vez encuentre una cura para este infinito vacío que llevo dentro, olvidando mis pensamientos sin sentido, concentrándome en otra cosa, y liberándome del peso que cargo en mi alma, con esta labor creativa. Retratar y liberarme... Suena bien... Hoy mismo empe­zaré.

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 1 - AÑO 1 - MARZO 2014

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