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JUAN EDUARDO DE URRAZA

  FÚTBOL - Cuento de JUAN DE URRAZA


FÚTBOL - Cuento de JUAN DE URRAZA

FÚTBOL

Cuento de JUAN DE URRAZA



Roberto Carlos observó con detenimiento a la barrera. La estudió en cada aspecto. La altura de cada jugador, el ángulo en que se ordenaban, los resquicios que dejaban libres, el temor que cada rostro mostraba… Años de experiencia le permitían comprender a cabalidad la situación, y seleccionar el mejor curso de acción, que le asegurara el éxito… Cinco hombres, altos y fornidos, se interponían entre él y la gloria… O más bien, entre la pelota y el arco. Obviamente que el arquero también era un obstáculo a tener en cuenta en su plan, pero estaba seguro de que lo batiría si lograba colocar el balón donde había decidido.

Esperó unos instantes… Calculó la fuerza con la que debería azotar a la bola, tomó en cuenta el viento y la comba que le daría, así como la distancia para que llegue justo a clavarse en el ángulo, y así asombrar a la multitud, pero más importante, elevarlo a la gloria.

Estaba cansado. Sus piernas ya no respondían bien, y era notorio. Pero debía realizar ese último esfuerzo. El partido iba 3 a 3, y se jugaba el descuento del segundo tiempo del alargue. El destino de su equipo, y de la copa, estaba depositado en sus manos, o mejor dicho, en sus pies. La tribuna rugía con cánticos, bombos y tambores… La lluvia de papeles cubría el estadio entero… Era su momento de gloria, como tantos años atrás lo había sido, tan real y palpable como ahora. Ya había metido un gol similar al que buscaba muchos años atrás, un gol que muchos consideraban el mejor gol de tiro libre de la historia del fútbol.

Una gota golpeó su rostro. Luego de unos interminables segundos otras más empezaron a caer sobre el terreno de juego, anunciando un ya omnipresente chaparrón. La impaciencia sumía a rivales y compañeros por igual, y ni qué decir al púbico, cuyas gargantas no resistirían mucho más. Esto era todo. El fracaso o la gloria. Una vez más.

Respiró hondo, no podía prolongar más la situación. Corrió y remató con fuerza golpeando el balón con la parte interna del pie, y dándole un efecto parabólico asombroso. La bola esquivó a la barrera casi rozándola, para luego girar en el aire debido a la fuerza de rotación impuesta, dirigiéndose directamente al arco, tal cual él lo había planeado. El arquero, sorprendido por un chut casi imposible, cubría el palo opuesto, y apenas alcanzó a saltar en la dirección contraria estirándose como un felino al acecho de una escurridiza presa. Alargó los dedos, rozando levemente el balón, húmedo ya, que se le resbaló burlonamente, para incrustarse en el ángulo sin posibilidad de ser detenido.

Los espectadores se lanzaron aullando contra la alambrada, las bombas explotaron con fuerza, los papeles cubrieron todo el escenario. Los compañeros de Roberto Carlos corrieron hasta él y lo abrazaron, cargándolo en andas, mientras los rivales se tomaban el rostro, presos por la impotencia y desazón. El goleador se sacó la remera y la revoleó henchido de alegría. El árbitro, por su parte, dio el doble pitazo final que certificaba su victoria definitiva, luego de mostrarle la cartulina amarilla por comportamiento impropio.

Los vencedores corrieron la vuelta olímpica gritando y vitoreando, saludando a la gente, y festejando hasta regresar al túnel de los vestuarios, donde poco a poco la oscuridad los fue envolviendo, y el rugido de la gente fue opacándose hasta desaparecer.

Luego de unos instantes, una luz blanca brillante lo despertó de su ensimismamiento. Un enfermero muy cordial le desconectó los contactos neuronales de la cabeza con cuidado.

—¡Felicitaciones! —le dijo—.¡Veo que ganaron el partido! ¡Son los campeones!


El anciano asintió con la cabeza y sonrió. Trató de responder pero sólo balbuceó unas palabras inteligibles. El cambio brusco del mundo virtual a su cruda realidad siempre se le hacía muy difícil. Allí él corría libre, como en su juventud, con la energía y fuerza de siempre, pero en cambo aquí estaba postrado en una cama y apenas podía ir y venir de un lugar a otro en sillas de ruedas, con la ayuda de un enfermero, así como utilizar el baño asistido por alguien más...Ese partido semanal que jugaba con sus compañeros de equipo de antaño era el único alivio que tenía dentro de su mísera existencia, y lo único que lo mantenía (y hacía sentir) vivo. Nada más importaba para ese entonces. Ya no quedaba ningún miembro de su familia vivo, no tenía un lugar al que perteneciera, no recibía visitas, no le quedaba nada de su antigua vida, exceptuando los recuerdos de glorias pasadas y unos pocos compañeros de equipo.

Así que simplemente sonrió, y agradeció al enfermero. Con gestos le solicitó que lo llevara hasta su habitación, puesto que estaba fatigado. Sólo le quedaba vegetar otra semana hasta poder volver a su torneo virtual, a la cancha, a la gloria, a lo único que le importaba.

8 de noviembre de 2010

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 7 - AÑO 2 - MARZO 2015

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Asunción - Paraguay

 

 

 

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