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ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN

  EL CHOFER - Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ


EL CHOFER - Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ

EL CHOFER

Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ

 

 

Extraído de “Nueve Vidas”- Edit. SERVILIBRO


Los rayos del sol caían con fuerza sobre el mercado formado por centenares de casillas construidas en su mayoría con chapas de zinc, que se apiñaban sobre vere­das y gran parte de las calles transformadas en estrechos senderos de asfalto a punto de derretirse. El aire, mezcla hirviente de los olores de restos orgánicos en putrefac­ción y agua servida, era casi irrespirable y producía una sensación de quemazón en la garganta y pulmones al inspirarlo.

Salvo los ómnibus y algunos automóviles de lujo que pasaban por la gran avenida, que dividía al mercado en dos, pocos se atrevían a aventurarse a recorrer aquel lugar a esas horas.

—Abel, ¿estás loco? ¿Acaso pretendes morir de inso­lación? —dijo doña Nicasia a aquel hombre, de cuaren­ta años, totalmente empapado en sudor que llevaba so­bre su carretilla una decena de cajas de naranja apiladas.

—¿Morir?... ¡Mal no me vendría! —dijo con amar­gura el hombre mientras descargaba uno de los cajones y lo colocaba sobre el improvisado mostrador hecho con tablas y caballetes.

—No llames a la muerte que ella puede oírte —dijo la rolliza mujer, luego de sacar de entre sus pechos un rollo de sudorosos billetes y abonarle por la mercadería.

Abel no respondió, limitándose a hacer un mohín, remedo de una forzada sonrisa. Contó el dinero, lo co­locó en su bolsillo y prosiguió su camino por la despa­reja vereda cubierta, en parte, por restos de baldosas y cascotes.

—Mi mala suerte es tan grande que ni la muerte de­sea acercarse a mí —se compadeció a sí mismo para sus adentros—. ¿Quién diría que llegaría a esto? Hace diez años lo tenía todo y ahora estoy vendiendo cajas de na­ranja de puesto en puesto bajo este sol infernal.

Un bocinazo seguido de una frenada y el ruido de metal y madera al golpearse bruscamente lo sacaron de su ensimismamiento.

—Es lo que yo digo, sólo la desgracia me persigue — dijo mirando su carretilla destruida y las naranjas des­parramadas y aplastadas contra el calcinante asfalto por los automóviles que pasaban raudamente por el lugar sin siquiera detenerse a mirar.

—Bueno, aquí se acabó mi día… y mi trabajo.

Subió al primer autobús que paró junto a él, perca­tándose al hacerlo que llevaba solamente un par de pa­sajeros, a pesar de que a esa hora debería estar repleto.

—Hasta la terminal por favor.

—¿Está seguro?... ¿Usted sabe dónde queda la termi­nal de este vehículo?

—Me da lo mismo. Nadie me espera en ningún lado… así que cualquier lugar es bueno… y más lejos mejor.

—Está bien… siéntese detrás mío, y si decide bajarse antes de la parada final me avisa.

Abel obedeció al conductor y se quedó contemplán­dolo por varios minutos por el espejo del vehículo. De edad indefinible y blancos cabellos, era tan delgado que casi podían verse sus huesos. Pero lo que más llamó la atención a Abel de aquel hombre fueron sus profundos y negros ojos, carentes totalmente de expresión.

—Por lo visto conoce bien las calles. Hasta ahora no he sentido ninguno de los baches que las hacen casi in­transitables —dijo Abel al extraño conductor intentan­do entablar conversación.

—Así es… hace mucho tiempo que las recorro.

—¿Y no se aburre?

—Es el trabajo que se me asignó… aunque le menti­ría si le dijera que no me molesta que algunas personas, a pesar que me temen, igualmente desean viajar conmi­go, y más aún cuando no es su hora.

—Disculpe… no comprendo qué quiere decir…

El conductor no respondió y siguió conduciendo.

Una cuadra después se detuvo para que abordaran dos mujeres, un perro, un gato y tres ratones quienes se acomodaron en el fondo del vehículo junto a los otros pasajeros.

—¿No está prohibido transportar animales en el ser­vicio público? —preguntó el sorprendido Abel en voz baja.

—No se preocupe, estoy seguro que a ninguno de los pasajeros les molesta. Además, si yo no los llevo ¿quién lo hará?...

El vehículo siguió su errante recorrido por la ciudad hasta que uno de los pasajeros dijo:

—Deténgase por favor. ¡Ahí está mi hermano!

El conductor miró su reloj y se detuvo abriendo la puerta del vehículo para dejar subir al nuevo pasajero diciéndole:

—Pase don Felipe, siéntese junto a su hermano. Es­toy seguro que tienen mucho de qué hablar.

El anciano sonrió y se acomodó junto a su hermano.

Abel observó, con tristeza, la escena por el espejo del colectivo.

—Disculpe mi impertinencia —dijo el conductor— pero lo noto triste y amargado. ¿Cuál es su problema?

—De unos años para acá el fracaso y la tristeza me persiguen y por más que lo intento, me hundo cada vez más hondo en un abismo sin fondo. Todo me sale mal, todos me dan la espalda, mi vida es un asco. Fíjese, es tanta mi desgracia que recién me atropelló un vehículo y en vez de matarme, sólo destruyó mis herramientas de trabajo y mercaderías.

—¿Nunca se ha planteado que su actitud misma es la que lo lleva a ser rechazado por la gente y que su pesi­mismo es el que atrae a su desgracia? Tal vez si cambia de actitud…

—Le agradezco sus palabras pero no me creo eso de los libros de autoayuda que no son más que autoayuda para los bolsillos del autor.

Para que sepa, mi vida no siempre fue así. Lo tenía todo y de pronto todo cambió. Si fuera cierto eso de que los pensamientos positivos atraen a la “buena onda” nunca hubiera llegado a la situación actual. Sólo la muerte podría sacarme de esta miserable vida.

El chofer frenó abruptamente, se desabrochó su cin­turón de seguridad y abriendo la puerta dijo:

—A riesgo de perderlo como pasajero le enseñaré algo. Acompáñeme.

—Pero… ¿está loco? ¿Dejará a todos los pasajeros es­perando?

—Estoy seguro que no se enojarán —dijo el ancia­no levantando al atónito Abel con su fuerte y huesuda mano y conduciéndolo fuera del vehículo.

El conductor tomó de su bolsillo un manojo de llaves y con gran destreza abrió la puerta de la vivienda frente a la cual se había detenido el ómnibus. Llevando casi a la rastra al desconcertado Abel, lo empujó a la cocina donde una mujer preparaba el almuerzo.

—¿Ya llegó la hora?... todavía no he hecho el almuer­zo —dijo la mujer al chofer.

—Vaya doña Julia. Sabe que su marido la espera en la terminal. Estoy seguro que ha anhelado, ansiosa como él, este reencuentro. Vaya con los demás pasajeros y aco­módese en el ómnibus. Enseguida continuamos con el viaje. Antes debo mostrarle a este jovencito algo.

—¿Este guapo jovencito vendrá con nosotros hasta la terminal?

—Tal vez…

—Bueno, apúrense en lo que tengan que hacer. Pero ojo con desordenarme la cocina. No quiero que mis vi­sitas encuentren todo patas para arriba —dijo la mujer cerrando la puerta detrás de ella.

—Pruebe ese trozo de carne —ordenó el chofer.

—Pero está cruda, al igual que las demás legumbres.

—Tiene razón, su gusto no es agradable al paladar —asintió el chofer colocando una olla sobre el fuego—. ¿Tiene hambre?... ¿Me ayuda a preparar un guiso?

—No he comido en dos días… pero… y los pasaje­ros…

—Ellos pueden esperar, además llegaremos a la ter­minal a la hora señalada. Ni antes ni después… Es lo único que exige mi patrón.

—No quiero que por mi culpa usted conduzca aloca­damente y fuera de la velocidad permitida. Podría cau­sar un accidente y hasta morir sus pasajeros.

—Me extraña que hable así un valiente que llama continuamente a la muerte —dijo el conductor mien­tras arrojaba las legumbres sobre la carne que comen­zaba a dorarse en el fondo de la olla—. ¿Ha escuchado hablar de Caronte?

—Sí, voté por él en las últimas elecciones.

—No me refiero al político —rió el conductor—, sino al de la mitología griega, aquel que guiaba a las almas de los muertos hacia el submundo.

—O sea que ¿era el dios de la muerte?

—Aunque muchos piensan que lo era, al igual que Anubis en la mitología egipcia; yo prefiero decir que era simplemente el conductor de la barca que llevaba a los seres de una orilla a otra, de un estado a otro, de un tipo de vida a otro, del lugar donde los encontró el fin de su existencia terrena a su próximo destino.

Hace bien en pensar como lo hace —prosiguió el profesional del volante—, después de todo, el temerle a la muerte sería como temerle al conductor de un au­tobús… Mmm, este guiso quedará sabroso —dijo el chofer agregando un poco de sal al preparado que bullía en la olla de la que emanaba un delicioso aroma.

—Disculpe… pero… recordé que… debía encon­trarme con un amigo aquí cerca —dijo con voz teme­rosa Abel.

—Pensé que dijo que no tenía a nadie en este mun­do… No se preocupe… esto terminará pronto —res­pondió el conductor tomando del cajón un cuchillo de cocina de grandes dimensiones.

—¿Qué… qué va a hacer… con ese cuchillo? —pre­guntó Abel tembloroso.

—Cortar este apio. No hay nada mejor para agregar­le un toque especial a este estofado. Vaya siéntese a la mesa que el guiso estará en un par de minutos.

Abel obedeció sin decir palabra. Estaba aterrado por la actitud de aquel extraño personaje. Un frío sudor re­corría todo su cuerpo.

—Un poema. Delicioso —dijo el conductor mien­tras servía con un cucharón de madera el apetitoso po­taje—. Aquí tiene coma, coma.

Aprensivo, Abel esperó a que el chofer comenzara a comer para hacerlo él.

—Sabroso ¿no le parece?

—En realidad no he comido un guisado como este en años.

—La vida es como este potaje —dijo el conductor limpiándose la boca con una servilleta de papel—. Na­die quiere comer carne y verduras sin cocinar, pero se chupan los dedos luego de que estos pasaron por unos minutos de cocción.

Así como las verduras y carne de este plato tuvie­ron que pasar por el aceite y agua hirvientes para poder transformarse en este delicioso estofado, lo que usted y muchos piensan que son golpes injustos de la vida, desgracias, perder un trabajo o a algún ser querido, no son más que catalizadores o oportunidades, que una vez superados, harán que salga lo mejor de la persona, pre­parándola para los próximos desafíos.

Lamentablemente, como usted, la mayoría de las personas al autocompadecerse de sus desgracias en vez de ver la manera de superarlas, lo único que consiguen es entrar en una espiral negativa de la cual cada vez es más difícil salir.

—Tiene razón… pero…

—Le daré un consejo amigo —dijo el sonriente con­ductor—. Saque de su vocabulario las justificaciones; el “sí, pero” y el “no, porque” deben ser erradicados. Nun­ca piense que algo será imposible porque al pensar así desde el vamos, así será. Confíe en su familia y en quie­nes lo aprecian. Y por último, focalícese en su proyecto, su anhelo, deséelo con toda su alma; con su corazón; con su mente; con fe en su dios y de seguro lo logrará.

—Es una pena que no lo encontré hace algunos años atrás…

—¿No me ha prestado atención? —inquirió con el ceño fruncido el chofer—. ¿Quiere continuar el viaje hasta la terminal ahora o desea vivir la vida que usted se merece?

—¡Deseo vivir!

—Eso era lo que quería escuchar… lo que me indica que no seguirá viaje en mi bus y en unos días retornará a su hogar —dijo el conductor satisfecho, levantándose de la mesa—. Mis pasajeros aguardan, debo irme.

—Muchas gracias por sus palabras… y su guiso. Como usted dijo, es hora de desandar mis pasos y reto­mar el camino perdido… Pero dígame, ¿volveré a verlo?

—Seguro… dentro de algunos años.

—¿Puedo hacerle una pregunta?, ¿cuál es su nombre?

El anciano sonrió y dijo:

—Me han puesto tantos nombres que ya ni me acuerdo cómo me llamo… pero no hace falta que te lo diga: Sabes quién soy.

El chofer tocó en el hombro a Abel, quien creyó en­trar en un torrente de luz que lo envolvió e hizo caer a velocidad vertiginosa mientras a lo lejos percibía, cada vez más fuerte, sirenas y gritos de personas.

Un fuerte y electrizante dolor en el pecho hizo que abriera los ojos.

—¡Lo tenemos de vuelta! —dijo un paramédico que llevaba en las manos los electrodos de un cardiodesfi­brilador— Tranquilícese señor… fue arrollado por un automóvil y lo estamos llevando al hospital… ¿Cómo se siente?

—Vivo y feliz de estarlo. ¡Tengo tanto por hacer!

—Tranquilícese. No se agite. Estuvimos a punto de perderlo. Ha tenido mucha suerte. Al parecer la muerte no quiso venir junto a usted esta vez.

—Se equivoca doctor... vino… y además cocinó para mí.

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - MAYO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay. Mayo- 2014

 

 

 

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