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ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN

  EL SECRETO DE LA BIBLIOTECA - Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN


EL SECRETO DE LA BIBLIOTECA - Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN

EL SECRETO DE LA BIBLIOTECA

Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN


A pesar que el sol brillaba esplendoroso sobre el cielo azul intenso, la plaza estaba casi desierta y el frío del repentino otoño se hacía sentir en el rostro.

Los árboles habían sido despojados de su vegetal ropa­je, dejando a sus pies y en los serpenteantes camineros, adornados con arbustos de rosas salvajes, una multicolor alfombra que contrastaba con el blanco y helado pasto.

Jorge, cruzó la plaza pedaleando en su bicicleta azul con todas sus fuerzas, resoplando como si de una hu­meante locomotora se tratase, levantando algunas de aquellas hojas que el prematuro invierno había despoja­do de los robles y plátanos del vecindario.

Al llegar a la calle se detuvo, miró a ambos lados y cruzó a la vereda de enfrente donde se encontraba como si estuviese preservado en una cápsula del tiempo, el antiguo edificio de la biblioteca. Las paredes de ladrillo del centenario edificio estaban cubiertas casi en su tota­lidad por hiedra prolijamente podada.

Jorge cruzó el portón de hierro forjado que daba ac­ceso al patio y se dirigió al lugar donde los escolares dejaban las bicicletas mientras investigaban dentro del edificio.

Abrió la pesada puerta de roble de doble hoja con he­rrajes de bronce, aspiró el característico aroma de papel antiguo que tanto le fascinaba, y avanzó por el encerado piso de madera hasta el mostrador donde se encontraba una campanilla de bronce sujeta por medio de una larga cadena al mismo.

Tras hacer sonar la campanilla como lo hiciera tantas veces antes que sus padres le compraran su moderna computadora, se presentó una mujer de unos treinta años, de baja estatura, regordeta, aunque no obesa.

—Buenos días Jorge —dijo la mujer—. ¿Qué te trae por aquí tan temprano?

—La profe Margarita me pidió que hiciera una in­vestigación sobre el Día del libro.

—¿Todavía da clases la profesora Margarita?... Debe tener...

—Como mil años... lo sé... Tanto, que pudiendo in­vestigar sobre el tema por Internet, me dijo que me lo prohibía y que antes de hacer la tarea lea cada una de las palabras de estos libros —dijo el niño entregando un papel con los códigos de tres libros.

La bibliotecaria sonriendo respondió:

—Todavía recuerdo cuando era estudiante y estos salones se llenaban de alumnos haciendo sus tareas. La­mentablemente Internet ha convertido a esta y a mu­chas bibliotecas en museos. Tu profesora es de la vieja escuela y tengo la seguridad que conoce el código de cada libro de este lugar... Si te diera el nombre, de segu­ro podrías hacer el trabajo por Internet. Déjame ver que libros te ha asignado...

La mujer tecleó los códigos en su computadora y al ver a que títulos correspondían dijo con el rostro serio:

—¿Estás seguro que son estos los códigos?

—Sí, claro, ella misma escribió en ese papel.

—Son libros muy antiguos y no están en Internet... Muy pocas personas tienen acceso a ellos... pero si la profesora Margarita te autorizó a trabajar sobre ellos... Ven, sígueme.

La bibliotecaria, seguida por Jorge, ascendió las esca­ leras de mármol que llevaban a la planta alta, custodiada por varias cámaras de seguridad. Se acercó a uno de los estantes, y al mover uno de los libros se abrió una puerta oculta que daba acceso a una pequeña habitación.

—¡Guau! ¡Como en las películas! —dijo Jorge asom­brado.

Las paredes de la habitación secreta, del piso al te­cho, estaban cubiertas por completo de libros, quedan­do apenas espacio para un pequeño escritorio con una lámpara, una silla y una escalera con la cual acceder a los volúmenes de los estantes más altos.

—Aquí tienes —dijo la mujer luego de apartar tres grandes volúmenes encuadernados en tela—. Ten mu­cho cuidado que son muy antiguos y el papel se ha vuel­to frágil.

Jorge colocó los libros sobre el escritorio, se sentó y abrió al azar uno de los volúmenes.

—Pero... esto es un diccionario... un muy viejo dic­cionario. Estoy seguro que aquí faltan muchas palabras que podría encontrar en Internet. ¿Para qué debo leer todo un diccionario?

—Tal vez sea para entender algunos términos de los otros dos libros. Solamente leyendo lo sabrás. Si lo ne­cesitas, puedes utilizar cualquier libro de la habitación menos aquel gran volumen azul que se encuentra allí arriba —recomendó la bibliotecaria con una misteriosa sonrisa mientras salía de la diminuta habitación.

La profesora Margarita, mujer de edad indefinida, cabellos blancos y penetrantes ojos azules, era extrema­damente estricta en sus clases; tanto, que algunos alum­nos la habían apodado la Gorgona debido a que como aquel ser de la mitología griega, cuando los miraba al rostro y pedía que pasen al frente a exponer la lección, estos, creían transformarse en piedra.

En toda la escuela no había alguien tan exigente, lo que disgustaba a la mayoría de los adolescentes ya que nunca parecía estar conforme con el esfuerzo que ha­cían.

El día anterior, luego de clases, la profesora Margarita se había acercado a Jorge para devolverle corregido un examen que había realizado hacia unos días y decirle:

—Mañana se conmemora el Día del libro y quiero que prepares un discurso para leerlo delante de todo el alumnado.

—Pero profe… ¿por qué yo? No soy bueno con los discursos… ni las redacciones… Si no me cree pregún­tele a la profesora de Castellano…

—No necesito preguntarle a nadie… Soy tu profeso­ra y debes obedecer. Entrégale a la señorita Sandra, de la biblioteca pública, estos códigos que corresponden a los libros que quiero que estudies para hacer tu trabajo.

—¿Biblioteca?... ¿Por qué no me da los títulos y los busco en Internet?

—¡Nada de Internet! Sé que puedo parecer dictato­rial y que los psicólogos podrían decir que esto te causa­rá serios traumas cuando crezcas, lo que no creo… sin embargo, como dijeron unos viejos amigos, si realmen­te quieres tener una experiencia que te cambiará la vida, lee un libro, y tú no leerás uno... sino que cada una de las palabras de tres libros que te estoy asignando. Luego de terminar de hacerlo escribirás el discurso del que de­penderá la nota de este mes.

—Y bueno empecemos... Todo sea para no hacer enojar a la Gorgona. Cuanto antes termine de leer todo esto, antes estaré en casa viendo televisión —dijo el niño mientras abría otro de los volúmenes.

El segundo volumen no era otra cosa que una en­ciclopedia universal que contenía fragmentos de obras literarias de famosos escritores de la historia de la hu­manidad. Decepcionado, decidió abrir el tercer libro que no era otra cosa que un libro de gramática.

—¡Qué aburrido! ¿Qué tienen estos libros de intere­sante que no pueda encontrarse en Internet? Y lo peor de todo es que tendré que transcribir a mano toda la información en vez de hacer un simple “copie y pegue”.

Contrariado abrió su cuaderno, cuando se le ocurrió lo que creía sería una brillante idea.

¿Qué sentido tendría hacer la tarea en la biblioteca si la podía hacer cómodamente en su casa? Ya sabía de qué se trataban los libros y nadie notaría la diferencia de si su trabajo había sido realizado a base de estos o por medio de la información proporcionada por la red. Sólo debía copiar la ficha técnica de cada libro para que todos, y en especial su profesora, creyeran que había cumplido con las exigencias de la catedrática.

—Me quedaré un rato para que nadie sospeche y lue­go volveré a casa y haré la tarea con mi computadora.

Para no aburrirse mientras esperaba, abrió su cua­derno y comenzó a escribir una historia de alienígenas y platillos voladores, similar a las que tanto detestaba su antigua profesora de literatura. Tal vez haya sido ese rechazo el motivo por el cual las escribía.

Una vez que finalizó su historia, miró la hora y se percató que solo habían transcurrido quince minutos.

—Nadie me creerá si digo que ya terminé mis ano­taciones. ¿Qué puedo hacer para matar el tiempo? —se preguntó mirando la parte superior de uno de los estan­tes, donde se encontraba aquel misterioso libro que la bibliotecaria prohibió que tocara.

Sin dudarlo un instante, colocó la escalera contra el estante y subió por ella tomando el pesado y volumino­so libro cuya tapa desgastada por el tiempo había sido forrada con una tela azul.

—¡Esto sí que es interesante! —exclamó.

Sin embargo, su sorpresa fue mucho mayor cuando descubrió que se trataba de un ejemplar manuscrito del Quijote de la Mancha.

Aunque escrito en castellano, al principio Jorge tuvo dificultad en leerlo debido a algunos términos extraños para él y tachones hechos por el mismo autor. ¿Sería aquel libro el original de Cervantes? Sea como fuera al poco tiempo estaba disfrutando de aquella verdadera joya literaria.

De pronto notó que la claridad que provenía de la habitación había desaparecido, por lo que decidió salir a investigar.

Para su sorpresa había oscurecido y la bibliotecaria se había olvidado de él, dejándolo encerrado dentro del edificio.

Luego de comprobar que todas las salidas estaban cerradas y que debía esperar al próximo día para ser liberado de aquella “culta prisión”, decidió volver a la habitación secreta, donde al poco tiempo quedo pro­fundamente dormido.

—Despertad joven caballero —dijo alguien a las es­paldas de Jorge.

Sorprendido, ya que creía que no había nadie más en la biblioteca, volteó y vio a un hombre de larga cabelle­ra, bigotes y barba recortada en forma triangular.

—Sé que estaréis extrañado al verme, como todos aquellos que son enviados por el guardián de este recin­to sagrado.

—No sé de qué guardián me habla, ni mucho menos por qué el sereno está vestido como un noble español del mil quinientos. A mí me envió a hacer una tarea mi profesora de castellano y lo único que quiero es que me abra la puerta para poder irme a casa.

—Tú has sido enviado por el guardián para que el secreto de la palabra te sea revelado y eso haremos — insistió el personaje.

—Si no se aleja de mí, le juro que le partiré la cabeza con este libro —dijo asustado el joven, amenazando al sujeto con uno de los libros que se encontraban sobre el escritorio.

—Curiosa manera tenéis de partir una cabeza... un hacha... tal vez... pero ¿un libro? —dijo rascándose la barbilla el sujeto—. Sin embargo... no debéis temerme No soy una amenaza para ti, sino alguien que te en­señará a utilizar el arma más poderosa del mundo. Es por ello que el guardián te ha enviado a nosotros. Una vez que sepas cómo utilizarla nadie podrá dañarte ni doblegarte.

—¿En este libro hay un arma?

—En tus manos no sólo tenéis una sino miles de ar­mas, las cuales combinadas pueden ser tan destructivas como beneficiosas para la humanidad.

Aunque en ese momento no sabía si aquel sujeto le estaba haciendo una broma o estaba loco, con curiosi­dad abrió el libro que había tomado y vio que se trataba del diccionario.

—Mire señor… no sé quién es usted. Debo hacer un discurso por el Día del libro. Si no lo hago, no habrá arma en el universo que pueda contra mi profe.

—Pero que descortés he sido… no me he presenta­do. Mi nombre es Miguel de Cervantes Saavedra, para servirle…

—Está bien don Miki, si realmente quiere servirme, me gustaría que me ayude con el discurso —dijo burlo­namente, entregándole el cuaderno y un bolígrafo.

—Lo veo decepcionado, caballero.

—¿Y no debería estarlo? Estoy encerrado en la biblio­teca, no sé ni por dónde empezar con mi tarea y usted me viene con el cuento de que este simple diccionario es un arma súper secreta.

—¿Simple diccionario? El mayor poder del mundo se encuentra encerrado en estas hojas… No comprendo cómo el guardián le ha permitido la entrada a este re­cinto si no se da cuenta de la diferencia.

—Vuelvo a decirle por milésima vez: no sé de qué guardián me está hablando. Me han enviado a este lu­gar a hacer mi tarea. Si en realidad es quien dice ser, creo que no le costaría nada escribir mi discurso por el Día del libro, ¿no lo cree? Después de todo, el autor del Quijote no tendrá dificultad en escribir una tarea escolar —dijo con disgusto.

—Decidme joven caballero, ya que ha tocado el pun­to. ¿Usted cree que si los sabios de esta época no hubie­ ran considerado la peligrosidad de la utilización de las combinaciones de las palabras le habrían dedicado un Día al libro?

Cuando se habla de armas de destrucción masiva, la mayoría piensa en arcabuces, ballestas, cañones o los modernos submarinos, gases tóxicos y tantos otros arte­factos inventados por personas que, estoy seguro, si hu­bieran sabido en qué terminaron sus estudios, hubieran quemado todo y se hubieran ido a pescar. Sin embargo, si analizamos cuál de todas ellas es la peor de todas sólo podemos llegar a la conclusión que esta es “la combina­ción de palabras”.

Una simple palabra dicha con la entonación apropia­da en el momento indicado puede destruir más que una de sus modernas bombas atómicas.

¿Cuántas relaciones, tratos comerciales, internacio­nales, o amistades, han terminado por culpa de una palabra dicha, tal vez, al descuido?

Hay un viejo dicho que reza: “Antes de poner la lengua en movimiento ponga su cerebro en funcionamiento”.

Una vez que la palabra fue articulada no hay vuelta atrás. Aunque con el tiempo nos retractemos, la cicatriz quedará marcada a fuego en el corazón de la persona herida.

—¿No cree que es ser un poco rencoroso hablar de ese modo? ¿Dónde queda el perdón?

—Lo que digo no tiene que ver con el rencor. Del mismo modo que cuando un vaso de vidrio se rompe al caerse al suelo, este puede ser pegado con algún pe­gamento para vidrio, pero aunque vuelva a servir para contener líquidos podrán verse sin dificultad las cicatri­ces de la caída.

Podemos “pegar el cristal” que hemos quebrado con nuestras palabras, disculpándonos, pero nunca la rela­ción quebrada volverá a ser la de antes.

El poder que emana de las palabras y su articulación, debe ser manejado con sumo cuidado. Esto es un he­ cho. Apenas escritas o pronunciadas, las palabras tienen un efecto, un impacto, que puede ser tan beneficioso como un medicamento tomado a tiempo o tan dañinas como uno que ha sobrepasado su fecha de vencimiento. Todo depende de cómo se digan y la intención al pro­nunciarlas o escribirlas. Si no me cree, lea cómo fueron utilizadas por un indio llamado Gandhi y por un aus­tríaco llamado Hitler.

—Es muy cierto lo que usted dice caballero —dijo un individuo de rojizos bigotes y barba bien recortados.

El nuevo interlocutor, aparecido de la nada como el anterior, poseía una amplia frente, aumentada por la calvicie que trataba de ocultar con los rojizos cabellos que crecían abundantemente sobre las sienes y parte trasera del cráneo, vestido con un traje gris y cuello ne­gro de finales del siglo XIX.

—Si prosigue con su plática señor, acobardará a nuestro novel escritor.

—¿Escritor? Pero si yo no soy escritor... Apenas escri­bo locas historias para divertirme, divertir a mis com­pañeros y fastidiar a la vieja de literatura del año pasa­do—respondió Jorge riendo de buena gana.

—Cuando tenía su edad pensaba igual que usted, sin embargo, hoy mis libros se leen en todo el mundo... ¿Ha leído David Copperfield?

—He leído ese libro una decena de veces... Espere un momento... si aquel sujeto dice ser Cervantes entonces usted me dirá que es...

—Charles Dickens, para servirle caballero. Pero no hemos venido a hablar de nosotros sino de ti mi joven escritor.

—No comprendo que me está ocurriendo ni cómo puedo estar hablando con ustedes... pero lo que sí tengo bien en claro es que no soy un escritor. Me gusta inven­tar historias pero tengo muy mala ortografía. Nunca podré ser un escritor. ¡Jamás podré ser como ustedes!

Cervantes sonrió y sin abandonar su hidalga postura, dijo:

—El guardián de este sagrado recinto te ha enviado porque sabe que tienes en tu interior el germen del es­critor aguardando hacer eclosión.

—Ah, ahora recuerdo cuando me abdujeron los alie­nígenas y me insertaron el chip del escritor —respondió el joven cínicamente.

—Cada individuo nace con la habilidad de hacer “algo” determinado, un don que lo diferencia de los de­más —interrumpió Dickens haciendo caso omiso a las palabras de Jorge.

—Ese don puede dejarse dormido y desaprovechar­lo o puede ser canalizado en favor de la comunidad. De usted depende qué hará con ese don, pero una vez que decida no habrá paso atrás —acotó el escritor espa­ñol—. En todos estos años he visto muchos como us­ted, que por vergüenza debido a sus faltas ortográficas, sintácticas o simplemente por temor de lo que se dirá de ellos, privan al mundo de maravillosos textos, relatos o poemas. Muchos de ellos verdaderas joyas en cuanto a la expresión de sentimientos y originalidad. Relatos que a más de uno nos ha sacado una sonrisa pícara debido a su sensualidad o, tal vez, han hecho que una lágrima ruede por nuestra mejilla debido a los sentimientos ex­presados.

—Pero la profesora de literatura del año pasado me decía que mis cuentos eran demasiado fantasiosos, pla­gados de faltas ortográficas y carentes de estructura. Que era mejor que dejara de “hacerme el escritor”.

—Lamentablemente ese es el problema de muchos que están de profesores pero no lo son. El verdadero profesor debe transmitir sus conocimientos, guiar e in­clusive exigir como lo ha hecho contigo el guardián de este recinto sagrado; pero nunca cercenar o destruir por completo el germen latente de su alumno. Por otro lado, lo que expresó esa mujer es simplemente su opinión.

¿Cuál es la suya mi joven amigo? ¿Cree justo privar al lector de sus textos, cuyas fallas se deben a que al escri­birlos primó el arrebato y la pasión antes que el culto al idioma castellano? ¿Cree acaso que un escritor debe dejar de escribir hasta el momento en que lo haga con la gracia, estilo y pulcritud de un Premio Nobel de lite­ratura? ¿Cree acaso que nosotros u otros como Shakes­peare, Neruda, Borges, Storni, Cortázar, Ibarbourou, Roa Bastos, Benedetti y tantos otros genios de la litera­tura, jamás tuvimos, como diría usted, alguna metida de pata ortográfica, sintáctica o morfológica? Le puedo asegurar que sí las tuvimos... Nadie es infalible.

—¿Entonces ustedes dicen que debo olvidarme de las reglas de gramática, sintaxis, etcétera y escribir como se me dé la gana?

—¡De ninguna manera! —dijo indignado Cervan­tes—. Nunca debéis dejar de esforzaros, recurrir a la capacitación y tratar siempre de dar lo máximo, no por los demás sino por vos mismo, ya que con el tiempo os daréis cuenta que la peor crítica al trabajo que hagáis vendrá de vuestro interior.

—Es que yo trato y leo mucho... de verdad... pero cuando escribo es como si se hubiera caído un tarro de cloro en la tinta de mi cerebro.

—Mira muchacho —dijo Dickens—, generalmente cuando escribimos no lo hacemos con el cerebro, cuya estructura matemática y lógica repite, archiva y desar­chiva toda la información recibida en las tediosas clases de gramática, sino que lo hacemos con el alma, la cual al parecer bloquea esta rigidez puntillosa en los arreba­tados momentos de inspiración. ¿El resultado? El lector lo juzgará. Tal vez, un manto de invisibilidad emanado de la ingeniosidad del relato caiga sobre sus imperfec­ciones y haga que el lector quede atrapado en un mundo perdido en las brumas del espacio y el tiempo, haciendo que pueda emocionarse, divertirse y por qué no com­partir conceptos.

También puede ocurrir que el lector, como la pro­fesora que nos comentaste, al ver las imperfecciones simplemente se rasgue las vestiduras y se aleje de este y otros tantos, según su criterio, sacrílegos textos.

—Un escritor dijo una vez: “Para el que tiene el don de la escritura, escribir es obligatorio, mientras que la lectura del texto escrito es una decisión que el lector debe tomar”. Esto quiere decir que no debemos repri­mirnos y mucho menos dejar de expresarnos, privando a las personas que lo deseen, leer una obra que aunque con algunas fallas puede llegar a emocionar, divertir y también deleitar.

—¿Y si mis escritos realmente fueran malos como dice mi profesora?

—Una vez, mientras estaba en el mundo de los mor­tales dije: “Nunca sabe un hombre de lo que es capaz hasta que lo intenta” —sentenció el escritor inglés—. Además no debes quedarte con la primera opinión, tan­to si fuera positiva o negativa. Si no me crees, averigua cuántas veces las editoriales han rechazado obras que tiempo después se convirtieron en célebres.

—También debéis recordar que aunque todos digan que vuestra obra es mala, hasta del texto más malo del mundo se puede obtener alguna conclusión positiva — acotó Cervantes.

—¡Despierta dormilón! —dijo la bibliotecaria quien se encontraba de pie junto a Jorge leyendo su cuaderno.

—Ya es tarde. Casi me olvido que estabas aquí arri­ba... pero por lo que veo has hecho un excelente discur­so... En especial, lo que se refiere al valor de las pala­bras y el derecho a utilizarlas con responsabilidad para el bien de la comunidad. La profe Margarita quedará encantada. De seguro tendrás la mejor nota y te lucirás ante tus compañeros y el profesorado.

—Pero... si todavía no hice nada... estuve conversan­do con... unos amigos sobre el valor de las palabras — dijo Jorge desperezándose.

—Tienes una fértil imaginación Jorge, y eso se nota en tu escrito... Pero estuviste solo toda la tarde. Nadie entró ni salió de este cuarto. Los hubiera visto por el monitor de seguridad.

Desconcertado y sin recordar cómo había realizado la tarea y mucho menos cómo se había quedado dormido, dirigió su mirada hacia la parte superior de la estantería y al descubrir que el misterioso manuscrito se hallaba en su lugar, cerró los tres libros que se hallaban abiertos sobre el escritorio y los devolvió a la bibliotecaria.

La mujer luego de guardar los volúmenes, acompañó al joven a la salida y se despidió diciendo:

—Espero verte pronto por aquí de nuevo. Envíale muchos saludos a la profesora Margarita.

El sol comenzaba a caer sobre el pueblo y la tempera­tura comenzaba a bajar, aunque Jorge era ajeno a todo ello, ya que ocupaba su mente en aquel fantástico sueño y en particular en las palabras que le dijera el fantasma de Dickens: “Escribir es obligatorio, mientras que la lec­tura es una decisión que el lector debe tomar”.

Un terrible deseo de expresarse se apoderó de él. Mi­les de historias, como un torrente incontenible, busca­ban impetuosas salir a la luz. El germen guardado en el interior de Jorge había hecho eclosión y ya nadie lo podría detener jamás.

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 4 - AÑO 1 - JUNIO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

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