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ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN

  CHISPITAS DE LUZ - Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN


CHISPITAS DE LUZ - Cuento de  ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN

CHISPITAS DE LUZ

Cuento de  ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN



El lejano repiqueteo del reloj despertador me estiró del reino de Morfeo para arrojarme dentro de mi cuerpo terrenal.

Pesadamente, mi mano, se deslizó de debajo de las frazadas y palpando sobre la mesa de luz llegó al fastidioso e insistente despertador desactivándolo.

Adormilado, me levanté mientras el reloj marcaba las 6:32.Mecánicamente encendí la radio e ingresé bajo la ducha.

Mientras preparaba el desayuno, sin ganas, miré hacia la ventana para constatar que, como los últimos cuarenta días seguía garuando de forma tenue, pero lo suficiente como para fastidiar.

Mientras observaba las facturas impagas de luz, agua, teléfono, que se acumulan sobre el aparador de la sala a medida que van cayendo las hojas del calendario, el locutor de la radio lee las mismas noticias de siempre sobre crímenes, asaltos, robos, secuestros y otras tantas tragedias donde sólo varían los nombres de infortunados protagonistas. El panorama es terrible y no me sorprende que haya quienes prefieran apagar para siempre la luz de sus vidas y, tal vez, ser tema de comentario en algún pasquín amarillista.

A las 7:00, enfundado en mi sobretodo salgo a la calle y me dirijo al trabajo.

La ciudad, sucia, mojada, con sus veredas rotas y sus exagerados manojos de cables indolentemente tensados de poste a poste, alberga a una homogénea e impersonal masa gris de personas, que se moviliza en un aparente caos sin sentido.

8:30 llego a mi escritorio donde cúmulos interminables de expedientes se amontonan en varias pilas. Teléfonos sonando, el jefe reiterándonos lo inútiles que cree que somos, repiqueteo de decenas de teclados y el aroma indefinible de café y tabaco, ponen el sello de esta necesaria cárcel llamada oficina. Un día como cualquier otro hasta que… mi teléfono sonó:

Hola, ¿Andrés? Soy Carla…Carla Sneider…Tanto tiempo ¿Cómo estás? Nuestra vieja compañera de estudios Patricia Etcheverry me dio tu número telefónico.

Carla Sneider fue mi compañera de estudios primarios por casi 3 años, pero recién nos hicimos grandes amigos cinco años después en un taller de lectoescritura de verano que impartieron en la biblioteca de mi viejo barrio.

Desde entonces y por casi diez años, cada sábado, leíamos nuestros propios cuentos a niños que venían a la biblioteca a escucharnos. Después de esto, nuestras diversas actividades y o excusas, fueron haciendo que dejáramos de lado esta bella actividad..

Seguimos en contacto por unos años más hasta que dejamos de vernos hacia ya diez años.

Hola Carla, tanto tiempo… acá estoy… sobreviviendo -dije con desgano.

Mmm, se te escucha mal, ¿llamo en un mal momento?

Disculpa, la rutina me está matando, en fin… ¿en qué puedo ayudarte?

Creo que la que te va ayudar soy yo…más bien te voy a salvar.Quiero rescatarte e invitarte a tomar una tasa de café… ¿Nos vemos a las 17:00 en el café de la esquina de tu oficina?

Aunque no tenía la menor gana de socializar, ni siquiera con una querida amiga, sabía que sería difícil contradecir a Carla quien, como siempre se las arreglaría para salirse con la suya.

A la hora fijada me dirigí al café de la esquina. Miré por vidriera, con letras esmeriladas, para ver si mi amiga había llegado cuando alguien palmea dos veces mi hombro.


Inmediatamente giro sobre mis talones y antes que pueda decir algo Carla, con una pícara sonrisa dice:

Sabía que te sorprendería mi nueva apariencia.

Estaba sorprendido ¡Y de que forma! Aquella curvilínea mujer, de roja cabellera, difería como el día a la noche de la Carla que había visto la última vez, y no solo en el aspecto físico sino en su manera de ser. Estaba llena de vida y podía decirse que irradiaba felicidad por cada uno de sus poros.

Pero que bárbaro los hombres de hoy en día, un retoquecito por acá y un leve cambio de estilo ya los deja con la boca abierta -rió tomándome del brazo y llevándome con ella al interior del café donde nos sentamos a una pequeña mesa junto a la ventana.

Es que estás muy cambiada…

Y si, otra cosa no quedaba. Me cansé de la Carla ratón de biblioteca conformista. Pero basta de hablar de mí. Quiero saber de vos, tus cosas…

Aunque en mi vida no había ocurrido nada interesante en los últimos diez años, la conversación fue muy animada y se extendió hasta las ocho de la noche.

Carla miró su reloj y posando su mano sobre la mía dijo:

Es tarde y debo irme, pero antes quiero pedirte un favor. Me gustaría que mañana me acompañes a leerles cuentos

a unos amiguitos… Para recordar los viejos tiempos… ¿Seguís escribiendo no?

Si, tengo algunos cuentos nuevos que pueden servir pero…

Recuerdo que hace algunos años un joven de flequillo me dijo: “Estoy convencido que debemos compartir nuestras habilidades con la comunidad, ya que por algo hemos sido agraciados con esa capacidad determinada”

Siempre te saliste con la tuya manipulando mis propias palabras… y esta vez, por lo visto, no será la excepción mi querida amiga.

La mujer sacó de su pequeño bolso de mano una libreta, escribió una dirección y me la entregó.

Esta es mi dirección te espero a las 9:00

A la mañana siguiente me dirigí a la dirección indicada, recogí a mi amiga y partimos hacia el Hospital Central.

Durante el trayecto, siempre con la sonrisa a flor de piel, Carla, no paró de hablar y bromear sobre mi actitud ante el caótico trancito, los adelantamientos indebidos de automóviles y motocicletas, los bocinazos y los bocinazos de los bocinazos. Finalmente tuve que claudicar de mi actitud de ogro gruñón y comencé a reír como no lo había hecho hacia muchos años.

¡Buenos días señora Sneider! Veo que ha venido acompañada… los niños los esperan- saludó una enfermera.


Hola Beatriz, él es mi amigo Andrés Ferreras de quien le hablé- respondió mientras avanzábamos por el frío pasillo de paredes blancas del hospital.

El largo pasillo, ladeado por una decena de puertas y un par de camillas vacías, terminaba en una doble puerta tras la cual se hallaba un improvisado auditorio con una treintena de niños sentados en plásticas sillas de jardín.

Los niños, muchos de ellos calvos, otros acompañados por las “perchas” de donde colgaban las bolsas de suero y un par de ellos en silla de ruedas, uno de estos con un equipo de diálisis respiratoria para pacientes con insuficiencia respiratoria aguda.

Buen día niños. Como les prometí, hoy les he traído a un amigo quien me acompañará para leerles -saludó Carla a los bulliciosos niños antes de comenzar a contar uno de sus cuentos.

Mientras mi amiga hacia gala de sus dotes de cuentera y actriz, con una extraña adaptación del cuento de Caperucita roja y un particular lobo come golosinas, me senté en una pequeña silla de madera y me puse a observar al atento publico descubriendo algo en común: Todos sin importar su dolencia tenían en sus rostros una gran y luminosa sonrisa.

Las siguientes dos horas, que alternamos contando una decena de cuentos y recibiendo estruendosos aplausos, pasaron volando.


Bueno niños, es hora que dejen descansar a nuestros amigos no vaya a ser que no quieran venir más- interrumpió la enfermera.

Los chiquillos se habían retirado del lugar, casi en su totalidad , cuando sentí que alguien abrazaba mi pierna.

Miré hacia abajo y vi a una niña de unos cinco años que, en silla de ruedas, con ambas piernas enyesadas, me abrazaba fuertemente mientras decía:

Me gustó mucho tu cuento del hada azul… ¡Te quiero mucho!

Minutos después en el salón sólo quedábamos Carla y yo.

Estos duendecitos me salvaron la vida- dijo mi amiga mientras se sentaba pesadamente en una de las sillas- Uno cree que tiene problemas, se “abruma” por un leve malestar, se irrita por un resfrío que no nos deja, o se descorazona porque nadie valora nuestro trabajo, pero al ver a estos angelitos, entre sondas y sueros, calvos por su tratamiento oncológico, enyesados por haber sufrido un accidente de tránsito o recuperándose de una cirugía craneal, nuestra perspectiva gira totalmente. ¿Tengo acaso derecho a quejarme cuándo estas personitas, a pesar de sus dolencias, nos recibieron felices, escucharon atentos nuestros cuentos y nos despidieron con un ¡Muchas gracias!?

Tienes razón Carla y te agradezco que me trajeras a este lugar. En verdad me has salvado como dijiste ayer

cuando hablamos por teléfono. He sido un egoísta compadeciéndome a mi mismo todo este tiempo, al igual que lo hace la mayoría de las personas que nos rodean. La alegría de estos niños y el abrazo de la pequeña me iluminaron este día gris.

Sabía que reaccionarias así, porque yo también lo hice hace un año cuando mi vida parecía irse por el drenaje y estas chispitas de luz iluminaron el camino que debía seguir desde ese momento.

Es cierto que no hemos ganado un peso con nuestra visita y que un “muchísimas gracias” no pagarán las cuentas de luz o del teléfono móvil. Pero la gratitud de esos niños ha quedado grabada en mi corazón renovando mis ganas de vivir, dándome las fuerzas necesarias para sobrellevar con éxito la tormenta diaria y recordando, con su ejemplo, que el sol sigue brillando con todas sus fuerzas sobre las nubes por más espesas y negras que parezcan.

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 7 - AÑO 2 - MARZO 2015

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

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