BEI GOTT
Por PRINCESA AQUINO AUGSTEN
“Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria, hay besos que se dan con la mirada, hay besos que se dan con la memoria”.
GABRIELA MISTRAL
Cuando lo encontré de nuevo, no lo encontré a él.
¡No! Y no era consecuencia de la caída de los años del árbol de la vida, sino del hecho de
que allí donde debía estar el principal motivo de mi pasión, solo había un vacío. Un espacio absurdo y terrible, un espacio que me conmocionó y dolió.
El caso es que nuestro siguiente encuentro fue cuando Patricia ayudó a colocarlo en esa caja, él estaba allí y pensé cuánto lo extrañaría, sobre todo a su bigote.
Dicen algunos que su nombre proviene del alemán “Bei Gott” —por Dios— un saludo o juramento que hacían los soldados, señalando con la mano en dirección a la boca que se encontraba cubierta de pelos, por lo que los españoles lo comenzaron a llamar bigote. Nebrija lo registra así.
Esa pequeña línea de pelos que acostumbran a usar los hombres, moldeada según su espíritu. Fino y discreto como un dandy como el del mayordomo Keti, sentado aún en el Louvre, en la sección del Antiguo Egipto. O unido a una inmensa patilla como el caudillo Quiroga. Curvo y tieso como el bigote de Dalí. Mínimo y ridículo como el de Hitler, grande y superpoblado al punto de perturbar como el de Nietzsche. O cómicamente dispuesto como el de Cantinflas, solo en las comisuras de los labios, algo inclinado hacia abajo. El de él era un bigote perfecto, ocupaba la zona que se ubica justo encima del labio superior hasta el límite inferior de la nariz, sin salirse del borde de sus labios, terminando junto con su boca y con la cantidad exacta de pelos que me gustaba a mí, ni uno más.
¡Un bigote perfecto! Como el que llevaba ahora en el costoso féretro, tan opuesto a su austera personalidad. ¡Cómo extrañaría su bigote! No sus manos, ni sus hábiles dedos, ni tan siquiera su experimentada boca. No su lengua hurgando cada recodo. No sus brillantes y apasionados ojos. Lo que más extrañaría serían sus besos por la caricia de ese velo sobre mi boca, mis bocas, mis pudores todos.
Había sin embargo algo que me molestaba, que yo atribuía era su muerte, o tal vez su ataúd, o el hecho de no volver a ver sus bigotes que eran casi un fetiche para mí. O quizás era ese absurdo pensamiento que empezaba a obsesionarme. “La proclama del 3 de Noviembre de 1755 del estado de Massachusetts: que ofrecía una recompensa de 40 libras por cada cabellera de indio macho y veinte libras por cada cabellera de mujer india o joven macho, menor de 12 años”.
Era un viejo tema que por un tiempo monopolizó mi atención, ya que algunos atribuían a los mercenarios franceses, a los europeos, la costumbre de quitar cabelleras, mientras otros fijaron su origen en motivos religiosos de los nativos americanos. Siendo ese puñado de pelos la manera de apoderarse del alma de los muertos. De su energía vital. Era el símbolo de la victoria y de la vida.
¿Pero por qué me rondaba ahora ese recuerdo?
¿Cuál era la relación entre la proclama, los nativos americanos, Sioux o Iroquenses o cualquier otro con esto?
¿Podía acaso tan siquiera pensar en profanar su cadáver? ¿Por qué transmutación era su bigote y no en el cuero cabelludo, donde se había encarnado el rito de apropiarse de la fuerza vital del otro?
¡No sé cómo ocurrió! Es verdad que el funebrero cobró por el trabajo, mucho más que los mercenarios franceses por la cabellera de indios.
También es cierto que cuando me preguntan qué significa el colgante de pelos que llevo al cuello respondo casi en voz baja:
Es un amuleto de amor eterno indígena. Un recuerdo. Representa el alma del ser amado.
26-XII- 2017