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LOURDES TALAVERA

  JUNTO A LA VENTANA - Cuentos de LOURDES TALAVERA - Año 2003


JUNTO A LA VENTANA - Cuentos de LOURDES TALAVERA - Año 2003

JUNTO A LA VENTANA

 

Cuentos de LOURDES TALAVERA

Editorial SERVILIBRO

Asunción - Paraguay

 

 

Cuentos que enfatizan la temática social que la autora, desde su profesión de médica, conoce en profundidad. Son relatos breves que retratan la realidad paraguaya con ternura y solidaridad.

 


PRÓLOGO

“Junto a la ventana” es el primer libro de cuentos publicado por Lourdes Talavera. Sé que el oficio lo practica desde hace años porque ella me lo dijo el domingo en que la conocí (ya conocía los cuentos, pero a ella no), de manera que éste es el paso que necesitaba dar, y lo da.

Me contó otras cosas, como que todo se le mezcla un poco con su profesión de médica y la creación literaria también, claro.

Esa es su “ventana” que la acerca a esos mundos “de paso” como son los pacientes que llegan un día al hospital, ocupan una cama, se enfrentan a la idea de la muerte y sanan o no lo hacen, pero dejan una historia que puede ser seguida en casi todo el libro de Lourdes.

Estamos seguros de que la narración no es fiel al historial clínico de los pacientes que conoció la escritora, ya que en el acto de creación los hechos se distorsionan para adquirir el color y la fuerza que exige el mundo de las palabras, pero conservan esa mirada, o esa frase o ese parpadeo que cautivó la atención de su creadora.

Existe, sin embargo, un detalle al que Lourdes o ya se enfrentó o debe enfrentarse, y es que la literatura no puede ser apéndice de nada: ni de una profesión, ni de un ideal, ni de un sueño (en todo caso, es el sueño mismo).

Ernesto Sábato, en la visita que hizo a nuestro país hace unos años, dijo que el hecho de escribir debe ser una cuestión de vida o muerte: quien puede evitar hacerlo, debe evitarlo, y quien no puede, qué remedio, seguirá adelante porque ése es su motivo primordial.

Augusto Roa Bastos prevenía que el acto de la creación literaria convierte en lobos esteparios a sus seguidores, un precio que él asegura que pagó y que quizás tiene que ver con eso mismo de esa cuestión de “vida o muerte” a la que se refirió Sábato.

Ambos nos hablan de una opción que implica algo absoluto, terrible (porque todo lo absoluto siempre lo es), que no acepta más objetivos que los que les son propios (nada de moralejas —que tanto aman los profesores de literatura—, mensajes políticos, consejos ni toda esa cosa que tiene que ver con los problemas de convivencia que enfrenta el ser humano, y no con su espíritu, que es de donde se nutren las artes).

La profesión de Lourdes Talavera la convierte en testigo de situaciones como el dolor, los padecimientos, las angustias, los miedos, la soledad y todo lo que implica pararse en la línea entre la vida y la muerte. Muchos de sus personajes reflexionan desde esta línea, sienten desde esta línea y nos hacen ver las cosas desde ese lugar.

El recorrido de “Junto a la ventana” nos hace encontrarse frases como éstas:

—“Cuando uno se acerca a la muerte se retoma el tiempo de la fantasía”.

“—De algunas cenizas no resucita ningún ave”.

“—Bajo a la fosa y no siento nada. Todo está oscuro. No sé si me entierran para volar como una mariposa o para convertirme en guayaba”.

“—El adiós lleva un sello particular en cada ocasión”.

En ocasiones es una de estas frases la que motiva el relato y, como el buscador de piedras preciosas, el lector debe recorrer el texto para encontrarlas.

Es un recorrido que nos permite encontrar voces y rostros, aromas, ambientes iluminados por luciérnagas y muchos cielos estrellados. El viaje vale la pena (un viaje siempre lo vale).

Mabel Pedrozo

Setiembre de 2003


 

 

“…hay que abrir de par en par las ventanas y tirar todo a la calle,

pero sobre todo hay que tirar también la ventana, y nosotros con ella.

Es la muerte, o salir volando...”.

Julio Cortázar (Rayuela, 147)


 

UNA BREVE PRESENTACIÓN

Aunque tengo formación de médica-pediatra y he obtenido un Master of Science en Salud Pública, en la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica, siempre he sentido la inclinación natural de esculpir las palabras para convertirlas en sujetos y objetos de mi imaginación.

La academia literaria del colegio y las páginas del periódico del Frente de Estudiantes de Medicina (FEM), fueron espacios en donde mis cortos relatos pugnaron por consolidarse.

En 1989, entre los informativos del Centro de Documentación y Estudios (CDE), apareció “La Micrófona”, una publicación informal del área Mujer, donde se publicó “La telaraña”, un cuento mío, del cual guardo un cariñoso recuerdo.

En los años siguientes discurrí entre publicaciones de estudios, análisis y planificaciones de programas en el campo de la salud de las mujeres y de la infancia, tanto para organismos internacionales como para instituciones no gubernamentales.

En el año 2002 he participado del taller de cuentos del Centro Cultural de España “Juan de Salazar”, bajo la dirección de la escritora Reneé Ferrer. Mis cuentos “Miss Sarajevo”, “Sombras nada más” y “Aquella postal” formaron parte de su publicación colectiva, denominada “Nueva Cosecha”.

Ahora he puesto mi esfuerzo narrativo en este volumen de ficciones breves, donde algunas, como “Casa de horror”, “Un sueño en vigilia” y “El guía del infierno” fueron escritas como ejercicios en el taller mencionado y las demás durante el verano de 2003.

Finalmente, me permito manifestar que mis pasiones fundamentales son la literatura, la pediatría y la docencia en la universidad.

Lourdes Talavera


 

 

ÍNDICE

ALGUNAS PALABRAS DIRIGIDAS A LA AUTORA

PRÓLOGO

UNA BREVE PRESENTACIÓN

-. CASA DE HORROR

-. LA LÁMPARA VERDE

-. LAS VOCES

-. MODORRA FRÍA

-. UN SUEÑO EN VIGILIA

-. RÉQUIEM POÉTICO

-. TU CÓMPLICE

-. LA GUERRA EN LA TABERNA

-. EL CABECILLA

-. ESPEJO Y MÁSCARA

-. UNA ESTRELLA TRAVIESA

-. CONFUSIÓN

-. TARDE EN LA SEMANA

-. TÉ DE DURAZNO

-. JUNTO A LA VENTANA

-. TINIEBLAS

-. ALGUIEN

-. EL MENSAJE

-. EL GUÍA DEL INFIERNO

-. HANNA MÜLLER




CASA DE HORROR

 

Llegó a la oficina acompañado de Patricio, coordinador del centro de atención a los niños trabajadores. Me impresionó su aspecto de animalito asustado y su aire ausente. Tenía una herida en el codo izquierdo. Patricio sospechaba que había recibido un disparo de arma de fuego; sin embargo, Rubén insistía que se habla caído del techo de una casa donde dormía en esa fría madrugada.

La mañana transcurrió bajo la sombra de la mirada de Rubén; sus grandes ojos negros tenían la profundidad de un pozo donde no se filtraba la luz del sol. Él no conoce a su padre, su madre vive con su concubino y los cinco hermanitos de Rubén en una casita en Ñemby. Cuándo él no llevaba suficiente dinero, su padrastro alcoholizado le castigaba sin piedad hasta casi dejarle sin sentido; cansado de esta situación, decidió un día cualquiera quedarse a vivir en las cercanías de la terminal de ómnibus.

Quizá la caída fue a consecuencia de aspirar derivado de petróleo de la cola de zapatero, de la marihuana, la cocaína, el consumo excesivo de alcohol o todo eso en su conjunto. El mundo es sórdido y desechable, delira Andrés Calamaro en una canción en la radio. De pronto, oigo una invitación para una fiesta a beneficio de los niños de la calle, el requisito para participar consiste en donar ropas y objetos en desuso para ellos. También se realizará un sorteo de productos de marca entre los asistentes.

Sonreí y recordé a Patricio, que sostiene que los medios de comunicación entronizan la frivolidad como sinónimo de la buena onda, pero quise otorgarle el beneficio de la duda al personaje de la invitación; tal vez no le enseñaron que la solidaridad no significa regalar lo que nos sobra, sino que compartir lo que tenemos.

Patricio y yo coincidimos con la opinión de un columnista de un diario local que plantea que la mediterraneidad física del país nos perjudica. Pero, la cultural nos empobrece aún más. Se lamentaba de no poder disfrutar aquí de conciertos de rock con bandas de primer nivel como Oasis, U2, Rollings Stones o de figuras legendarias como Sting o Rogers Waters, alma y cerebro de los Pink Floyd.

La tarde transcurrió para Rubén entre preguntas diversas, radiografías y extracciones de sangre. Su rostro cada vez más sombrío y su resistencia con forcejeos y gritos demostraba que se sentía terrible-mente invadido por los demás. Dado la complejidad del caso, la trabajadora social decidió buscar a la mamá de Rubén. Esta decisión aterrorizaba al niño mucho más que todos los procedimientos a los cuales había sido sometido.

Rubén me recordó a Elsa Támez, una misionera evangélica que, en un seminario sobre la exclusión social, reflexionaba diciendo que pensar, hoy día, en la realidad que vivimos, nos lleva a creer a algunos que vivimos en una casa de espantos. Ocurren cosas ilógicas y a veces aterradoras; llueve cuando no debe y viceversa, en los ríos hay veneno; la bolsa de valores sube y baja; alguien asalta a otro por unos zapatos, los maridos golpean a sus esposas y las madres hacen lo mismo con sus hijos.

Las personas que no tiene méritos suficientes para participar del mercado son llamados desechables. Los niños, en lugar de estar en la escuela y dormir en sus casas, viven en las calles. Miles de personas se ven obligadas a salir de sus países para trabajar en otra parte y desde allí los devuelven a sus lugares de origen. En una misma cuadra alguien se muere de hambre y otro gasta mucho dinero para adelgazar. La diferencia con las casas de horror de los parques de diversión es que en la nuestra pagamos la entrada desde que nacemos, pero nunca salimos de ella y, lo que es peor, ya nadie se espanta.

Rubén tiene doce años, conoce la angustia, la ansiedad y la violencia en las calles. Se fisuró un hueso del codo, tenía una herida en la piel y el alma rota a su corta edad. Tiene ojos negros, en el fondo no brillan las estrellas, él es una mugre ambulante, no llora su pena, es un niño destruido. Patricio ni yo no le volvimos a ver. Escucho, The final cut, de Pink Floyd.


 

 

LA LÁMPARA VERDE

 

Las luciérnagas ejercen una extraña atracción sobre Andrés. Un grillo canta y arrulla las sombras del hombre y la niña, sobre el muro del jardín, en la noche poblada de sonidos. Las luciérnagas danzan y son como diminutos puntos que titilan en el firmamento del corredor que rodea la casa.

Andrés, desde su escondrijo, se esfuerza en atraparlas con sus manos y guardarlas en un frasco de vidrio vacío que él había preparado para colectarlas. Tomó la precaución de agujerear la tapa y reemplazarla por un lienzo de trama porosa para impedir la huida de los insectos y permitirles la sobrevivencia. La madre de Andrés permanecía en cama debido a una afección que la dejó inmovilizada e incapaz de expresarse por medio de las palabras. Cada mañana el niño la saludaba con un beso cariñoso.

En las noches, ella se agitaba en el lecho, en medio de la obscuridad. Andrés intuía que su madre se sentía atemorizada. El doctor les explicó que la luz la irritaba mucho y por esa razón mantenían su habitación en penumbras para que no se alterara. Ciertamente, Andrés también experimentaba un fino temblor cuando el sol se perdía en el horizonte y la noche con su manto negro iba cubriendo la granja y el monte. Los viejos en la cocina dejaban pasar el tiempo, desgranando relatos sobre aparecidos y tesoros escondidos, como los granos de maíz de una mazorca. Cada tanto, lanzaban algún escupitajo, a través de la puerta abierta, hacia el piso de tierra del patio.

Pedro, el padre de Andrés participaba poco de la vida familiar, porque sus frecuentes viajes lo mantenían alejado del hogar. Prudencia, una mujer cuya edad resultaba indescifrable, era la encargada de la casa. Cuidaba de Angela, la madre de Andrés, bajo la supervisión del médico del pueblo; vigilaba que el niño fuera diariamente a la escuela y que todo estuviera bajo control hasta la próxima llegada del patrón.

Angela amaba el jardín, en los atardeceres de verano, al finalizar sus tareas domésticas, solía instalarse bajo una causarina a leer un libro hasta que el cansancio la sumía en un ligero sueño. En las noches estrelladas se sentaba con el niño en el jardín y miraban juntos la danza de las luciérnagas; ella rememoraba en esos momentos anécdotas vividas con su madre en la infancia. La había perdido siendo muy niña y, cuando la tristeza intentaba desteñir aquellos recuerdos, Angela revolvía el baúl donde los tenía atesorados y de allí emergía el destello verde de la mirada materna.

Como Angela desmejoraba cada día más, Prudencia se sintió obligada demandar el pronto retorno del patrón. Andrés se empeñó afanosamente en colectar el mayor número posible de luciérnagas. Una noche, en el cuarto a oscuras, él colocó sobre un mueble, a la vista de su madre, aquella lámpara. Ella entreabrió levemente sus párpados y se sorprendió ante la improvisada fuente de luz. La mujer sonrió dulcemente a su hijo y se durmió tranquilamente, en-vuelta en la tenue luminosidad que emanaba del frasco de vidrio lleno de luciérnagas.

Pasaron los años y Andrés aún experimenta una gozosa exaltación al mirar la danza de las luciérnagas que le remonta al infinito de sus afectos más entrañables. De pronto, una vocecita le sobresalta:

—Papá, las luciérnagas traen a la abuela a pasear por el jardín.


 

 

LAS VOCES

 

“No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.

Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío”.

ALEJANDRA PIZARNIK

 

No comprendo qué está pasando conmigo y con mi casa. Me resultan raras sus paredes, sus ambientes y la manera como en ella vivimos. Me abochorna un cierto rumor de voces que no llego a descifrar lo que me dicen. Algunos días me despierto y me cuesta aceptar que vivo en este país; que tengo que reunir energía para salir afuera; me recuerdo como una muchacha que salía con los cabellos al viento y la mochila al hombro, a enfrentarse con el trajín cotidiano. Ahora, a los treinta y cinco años, estoy tendida en la cama, mirando el techo, con la certeza de mi fatiga, negándome a bañar mientras que las horas se me escapan sin sentido.

Todas las mañanas la enfermera coloca las flores en los jarrones, las que le envía su familia. En la mesa de noche están el vaso con agua y el teléfono que ya no suena trayendo los ecos de la voz de su esposo. Sara vive en una densa penumbra, a veces se levanta y mira por la ventana. El jardín es luminoso, con un pasto bien cuidado y madreselvas cubriendo de flores las glorietas. La noche es su enemiga porque acoge en su seno a las pesadillas que no la dejan libre; la medicación, prácticamente ha perdido su eficacia frente a ellas. Su propia voz le impresiona, se le antoja que es extraña y compuesta de numerosas voces. La semana pasada, alrededor de las cuatro de la madrugada, rompió el silencio. El derrumbe de un edificio no hubiera conmocionado tanto a la clínica como lo hizo su grito. La enfermera llegó corriendo y las demás pacientes se asomaron espantadas al pasillo.

Sara estaba quebrada en un liberador, rítmico y suave llanto. Se sonó la nariz como una mocosa, luego dirigió la vista hacia la puerta, donde una mujer mayor le miraba con pena. Vio el rostro de alguien que no había descansado de la guardia anterior y tenía los ojos algo hinchados. Sintió vergüenza.

—Mañana me sentiré mejor, ya lo verás. Estaré mejor

La mujer asintió con la cabeza sin decir una palabra.

Sentí un miedo terrible porque el viento me pareció muy fuerte. Estaba horrorizada. No le dije nada a nadie. Todavía siento ese terror. No me di cuenta en qué momento la enfermera salió de la habitación; recuerdo que después llegó mi hermana a visitarme a la clínica, deseé tirarme en sus brazos y contarle como, cuando éramos niñas, mis ansiedades y angustias, pero una sensación de vacío se apoderó de mi voz, mi mente era un gran torbellino deslizándose en el tiempo.

Leo ya no está junto a mí, tal vez no nos reencontremos nunca más, los gratos encuentros nos abandonaron sin remedio. Una siesta en la casa, al despertarme, escuché que él lloraba, luego dijo:

—Sí, estoy de acuerdo.

En ese momento entendí que se trataba de mi persona, aquello que le ocasionaba pesar. Le pregunté a mi hermana qué significaba no estar más al lado de mi esposo. La separación para mí era un reflejo de la muerte.

En las tardes el calor se hace insoportable en la clínica y todo pierde su dimensión real. Sara siente su cuerpo húmedo de sudor. Piensa en fugarse; sin embargo, permanece allí sin oponer ninguna resistencia. Las voces le acompañan durante el día y la noche; a veces ella se pregunta quién vive en lugar suyo. La enfermera le notifica que el médico autorizó que Sara visite a su familia el próximo fin de semana. Ella, sin darle una respuesta, dio unos pasos y se paró delante de la ventana. Se preguntó a sí misma:

— ¿Qué será de mí, en la casa?

Se sentía envuelta en una enmarañada red de sonidos y aunque las sombras la protegían de esas vibraciones que la cercaban, ella experimentaba una gran vulnerabilidad.

Me busco en el espejo y éste me refleja inquietud:

— ¿Dónde estoy? ¿Qué me está pasando?

Me acelero, me pierdo yendo y viniendo, subo y bajo por las escaleras; el timbre del teléfono me sobresalta como cuando tocan a la puerta y, aunque estos hechos me conectan con el exterior, el resquicio se cierra y me aísla de los demás. Los escalones parecen convertirse en un vórtice que se mueve en mi mente, justo en el sitio donde las palabras hieren y se pierden en un brumoso laberinto. No sé qué me está ocurriendo.

— ¿Cuánto tiempo nos pasamos abriendo ventanas? ¿Dónde nace el inmenso vacío que me habita?

Mi voz tiene un timbre bajo, es tenue como la brisa de las melancólicas tardes de domingo. A veces me parece que ella resiente mi desgano, esta cobardía de dejarme invadir por otras voces. Ellas arremeten fuertemente en contra de mi débil voluntad. Me cuentan historias antiguas y despiertan dolores almacenados en recónditos lugares de mi memoria. En esos momentos desearía derramar leche y miel sobre esas heridas o dejar en blanco mi mente como una hoja de papel. Entonces, mi voz deja de ser y se transforma en mis voces. Me desconozco. Me miro al espejo y la imagen que me devuelve me parece extraña.

— ¿Dónde estoy?

Es una pregunta que se repite como una espiral en la noria. Siento un cansancio que somete mis ganas de navegar los días, estoy estática; sin embargo, no encuentro reposo ni olvido. Las voces tienen una asombrosa autonomía, ellas invaden mi existencia y se pasean por ella sin respetar ningún espacio ni tiempo. Ellas están en lugar mío, me habitan y estoy consciente de la situación. No sé qué vive en mí.

Sé que me habitan las voces, que ya no hablo con mi voz, sino que con esas voces. Son mis voces, aunque me rebele por la inexorable invasión que sufro. Me siento extraña. Miro mis manos y son las mismas, pero mis voces no son mi voz. En algún lugar de mi alma una delgada telaraña envuelve las estrellas de un firmamento quebrantado por mi voz. La he perdido y mi duelo es inmenso. Un vacío se apodera de mí, ignoro lo que me habita

A las cuatro de la madrugada del domingo, Sara baja de a uno los escalones y atraviesa el salón llegando hasta la cocina que está a oscuras; se detiene ante el grifo del lavadero, llena un vaso con agua; se sienta ante la mesa sobre la que coloca sus frascos de medicina. Lentamente, se toma sus pastillas, una, diez, veinte, cuarenta, ochenta, ciento sesenta.



 

MODORRA FRÍA

 

Desperté en la habitación, percibí una extraña tibieza a mi alrededor y supuse que provenía de la lámpara que alumbraba un rincón de la estancia. Recorrí con los ojos las paredes que estaban impecablemente asépticas. No encontré una sola palabra para describir la emoción que me embargaba. Habíamos estado en la terraza de la casa, mis hermanos, Clara, Luis, Fernando y yo, sentados mirando el atardecer; sentí un ligero dolor en la nuca. Tuve la necesidad de voltear la cabeza y me levanté del sillón donde estaba, di unos pasos y me caí en el borde de la baranda al pie de la escalera. Un blanco silencio ocupó mis pensamientos. Ahora, estoy aquí acostada en esta cama, entre estas paredes pulcras.

Me rodea el silencio, me mece un suave movimiento aunque no siento mi peso. Ya no vivo en mi piel. Giro sobre mí misma como los cuervos sobre la carroña. Las sensaciones más dispares se reúnen rodeándome. Las horas me han abandonado, mi voluntad se ha encadenado al vacío. Me siento invadida por este profundo silencio que no adormece mis afectos.

Me embriago de soledad en esta penumbra habitada por diminutos personajes que danzan en la blanca cortina de la ventana que se asemeja cada vez más a mis recuerdos. Mis ojos miran a mi alrededor y reinventan un lenguaje donde la memoria adquiere una magnitud diferente. La niña pequeña es mi hija, María Sol, que me mira y sus ojos me envuelven en una dulce ternura. Sé que una parte de mi vida desapareció cuando mi ex esposo se la llevó a vivir con él al extranjero.

Todo se volvió blanco, yo me he quedado en blanco. Dicen los médicos que he tenido una hemorragia importante en el cerebro. En cualquier momento puedo sufrir una recaída. No tengo idea de dónde estoy ni cuánto tiempo ha transcurrido. Mi presencia tiene una ausencia mía. Ya no estoy en mí y sé que no seré más yo misma.

Siento como si estuviera en mi propio entierro, sola y llorando. Asimismo, sé que nadie me rescatará para seguir cantando como dice la canción del sobre-viviente. Tampoco cantaré al sol como la cigarra. Mi voz permanece en mi garganta, pero me resisto a ella. Las imágenes se tejen y destejen como una hilacha a destiempo.

Bajo a la fosa y no siento nada, todo está oscuro, no sé si me entierran para volar como una mariposa o para convertirme en guayaba. Estoy sola, el agua me moja y se me parece solitario en el mundo muerto, derramado en la tierra fría, tiritando de miedo en la voz de la lluvia. Todo ocurría como si yo viven- ciara un poema de Neruda.

 

 


UN SUEÑO EN VIGILIA

 

Lentamente deja su vaso sobre la barra, la tenue luz de la estancia lastima sus ojos, los restriega y se dirige hacia una butaca donde se desploma. Su cuerpo se abandona a la laxitud, las sombras caen sin prisa sobre él. Jaime intenta incorporarse, pero una gigantesca iguana lo atrapa a pesar de su resistencia. Le falta el aire, balbucea; sin embargo, el silencio cierra su garganta.

—¿Seguro que estás bien? —le pregunta, el barman.

—Claro, tengo suficiente energía para llegar a mi casa —le responde, Jaime.

Los primeros rayos de sol se filtran por las rendijas de las persianas del local que pierde su encanto en la mañana temprano. Las llaves del auto estaban en algún bolsillo, no recordaba en cuál. Sudoroso, un poco aletargado, consigue llegar a destino, a duras penas abre la puerta y llega hasta su cama. Consigue desvestirse y trata de dormir.

Suena el teléfono, se despierta, mira el reloj; son las siete de la tarde. Sábado, otra vez, jugo de tomate, sal y una cerveza. Recuerda que prometió a Julián que irían juntos al cine, tendrá que explicarle la situación, aunque él parece ya acostumbrado a los cambios de programa.

Nuevamente, Rebeca, la madre de Julián, comentará lo irresponsable que es Jaime. Maldita mujer. La perpetua detractora. Cabizbajo, Julián asentirá con la cabeza. Él imagina la escena y lanza un largo suspiro como queriendo liberarse de una opresión extrema.

Alguien pulsó el timbre, la puerta se abrió, un largo corredor le condujo ante un niño asustado y preocupado por sus hermanitos; un policía le grita “¡Al suelo, pendejito!”, él se tira al pavimento de la cancha de volley, sollozando quedamente, al igual que sus otros compañeros. En un rincón, cerca de la pared, divisa al profesor de castellano que tiene la cara ensangrentada. Bruma solo bruma. Todo desaparece de la memoria. Jaime rescata a ese niño y lo acuna con ternura. Su papá leía “El Capital”, de Marx, que lo tenía escondido entre su colección de revistas preferidas; almacenaba su tesoro en una habitación repleta de material bibliográfico.

Jaime mira sus discos de vinilo, sus compactos y se siente incapaz de nombrar un predilecto esta noche. En sus manos sostiene la botella de cerveza fría y en su corazón un caos de emociones. Ella le dijo:

—Mi vida es como una película francesa del siglo XX.

Él, sinceramente no supo qué responder a esa aseveración. Quizá tendría que preguntarle a Jorge la particularidad de esos filmes. Ella le desnuda el alma y eso le avergüenza. Demasiado clásica para su gusto, sin embargo, ella le transmite sensualidad, cálidos sentimientos, una invitación y la obligación de ser él mismo. Jaime se desconoce cuando está con ella. A veces cree que ella ha atado hilos de decencia a sus pies. Más que nada él desea recorrer los accidentes de su cuerpo y perderse en sus labios de seda.

Faith le intimida con su visión certera y punzante del mundo. Jaime reconoce que a merced de sus detractores ella puede llegar a decepcionarse de él; pero ella disculpa sus errores y celebra sus virtudes. Tiene una sonrisa generosa, fresca, sincera.

—Cuándo tenías once años y te asustaban los policías, yo andaba por los diecisiete, estudiaba francés en el verano y leía novelas en inglés durante el curso lectivo —le confesó ella en alguna ocasión.

Jaime se deslumbró ante el control preciso que ella ejercía sobre cualquier circunstancia. Fiel representante de los buenos modales y una alta instrucción, rara vez perdía la compostura. Su aire de dama y revolucionaria subversiva despertaba en Jaime un torbellino de pasiones.

Con Rebeca se había casado a los veinte años. Al principio parecía funcionar la vida en familia, pero en breve aquello se truncó. Desde entonces, rodaba de una relación a otra. Rebeca insistía que Jaime no era una influencia beneficiosa para el niño, aunque él siempre procuró mantener un vínculo estrecho y cariñoso con su hijo. Mostrarse tal cuál era, inestable; a menudo, con una borrachera encima y algo más. Nuevamente había faltado a su palabra, seguro que él comprendería. Jaime se sentía propietario de la alegría hasta que empezó a adelgazar inexplicablemente.

En una hilacha de humo se le iba el último hálito de aire. Volaba de una nube a otra. Se extasiaba con las estrellas; el infinito le cabía en el alma. Faith, desde la profundidad de sus ojos, le devolvía el diáfano cielo de su infancia. Solamente encontraba sosiego en sus brazos. La iguana gigantesca había desaparecido. La bruma se desvaneció y dio paso a un arco iris de intensos colores que iluminaba sus días. Caminaba por campos de fresas. Su habitación se alegraba con los girasoles en el florero y la clara voz de Faith que repetía los versos de Emily Dickinson en inglés. Jaime se deslizaba sobre blandas dunas de arena. Alguien le apercibió que el futuro era incierto. Otro sentenció que no existía futuro. Simplemente sonrió.

Julián le visitaba prácticamente a diario con Delia, una amiga del colegio. Él envidiaba la espontaneidad de estos adolescentes. Podría aventurar que esta suposición constituía una mentira aunque prefería que aquello fuese verdad. Una realidad.

Faith y Julián habían entretejido una complicidad tan férrea en torno suyo que le resultaba imposible sentirse amenazado por ningún motivo. Le costaba trabajar unas pocas horas. En medio de la desolación, ellos construyeron una sólida esperanza. Faith arreglaba las arrugas de las sábanas y Julián le seleccionaba sus canciones favoritas.

Vio al colibrí posarse en una flor roja, su pico firme libaba el néctar. El avecilla se nutría. Por alguna inexplicable razón, Jaime sintió nostalgia. No se la-mentaba de nada. Pero intuía una oculta melancolía horadando sus entrañas. Cuando recuperó la conciencia luego del shock de la quimioterapia, escuchó la voz simple de ella, un poco ronca que a fuerza de desnudez, de sombras y de melodía, le acercaba al paraíso de los días. Le recorrió una especie de temblor que intentaba amedrentar al miedo. Allí estaba él, un hombre de treinta y siete años, vivo y muerto entre el calor y el frío de la ingenuidad perdida.

La mirada del hombre refleja una gran serenidad, una sorda tristeza. Desea el reposo con su imaginación, pero resiente también en su corazón un dolor esquivo y la emoción le gana insidiosamente. Una evocación familiar adquiere fuerza. Cuando uno se acerca a la muerte, se retoma el tiempo de la fantasía que sopla la vida, sus libertades, sus desafíos, sus conquistas como asimismo una suerte de vigilia en sueño, una vida soñada, una pesadilla de vida.

Le viene un pensamiento. Les amaré hasta... Siente su cuerpo ligero, suspendido en el aire mientras que un vaivén delicioso lo envuelve entre luminosos rayos y él se abandona, se acomoda, sin oponer resistencia, en la barca de Caronte que le lleva por la corriente de un misterioso río.


 

 

RÉQUIEM POÉTICO

 

“La poesía que vuelve como la aurora y el ocaso”.

JORGE LUIS BORGES

 

Tontita, no te resfríes!

La voz resuena en sus oídos y se toma la cabeza entre las dos manos.

—¡Tontita, no te resfríes! —se recuesta por la pared y se saca las lágrimas con el dorso de los dedos de su mano izquierda. Una dama elegantísima se dormía durante el concierto. Cuando el violín dejaba de sonar, un joven levantaba algo su cabeza y cuando resonaban las notas, ésta regresaba a su lugar de adopción, el hombro de su novia. Otros jóvenes con el pelo largo, recogido en una coleta, cuchicheaban detrás de las personas sentadas en la penúltima fila. Ella, por su parte, intentaba seguir la melodía. Se sentía triste y tonta, además tenía sueño.

No era ese sueño que es la vigilia y que sueña con soñar como bien lo escribiera Borges. Era un sueño como horrible ausencia de sí misma entre quienes están despiertos. Ella observaba al auditorio y sentía en su cerebro, aquella frase que le horadaba:

—¡Tontita, no te resfríes!

Sentía frío, el silencio estaba presente aunque se oían los cuchicheos de los jóvenes en la última fila. Lentamente, sintió el rubor subiendo en sus mejillas. La sobresaltaron los aplausos y la gente que se retiraba del teatro. Ella también volvería a sus revistas, a los desfiles de modas, a las sesiones de fotografía. Prefería guardar sus palabras en su garganta, le parecía que era mejor sentir lo que acontecía, que decirlo.

Sabía que son más apreciadas las mujeres calladlas y complacientes que se entregaban a la alegría del otro, sin importarles su propio gozo en la plenitud de su piel. Esperaba, algún día, que la grandeza y la belleza del orden le llegara, sin aviso previo, como una especie de estrategia de sobrevivencia.

—¡Tontita, no te resfríes!

Los requisitos de su bienestar se reducían al perfume de moda y la colección del diseñador más requerido en su guardarropa. Ella parecía siempre contenta. Pero nadie sabía que ella veía en el día o en el año un símbolo de los días del hombre y de sus años, como leyó en aquellos versos de Borges.

Comenzó a inquietarse, caminaba de un lado a otro, yendo y viniendo; iba mirando por todas partes, temerosa y nerviosa. Sentía el frío de la brisa que en-traba por la ventana abierta y que obligaba a las cortinas a danzar en un ritmo frenético y desordenado. Escuchaba en su interior una voz que le repetía sin descanso:

—¡Tontita, no te resfríes!

Caminaba descalza por el piso desnudo con la angustia impregnada en sus movimientos y gestos.

Se casó a los veinte años con un exitoso director de orquesta. Él era erudito. Fueron muy felices los primeros diez años, con los aciertos y desventajas de una relación despareja, donde ella era una mujer sumisa y sonriente que satisfacía hasta las mínimas necesidades de su esposo. Ese día soleado y fresco, ella le confesó:

—Me gusta la poesía de Borges.

Él ,con una sonrisa colmada de fina ironía, le respondió:

—¡Tontita, no te resfríes! —mientras se acercaba a cerrar la ventana abierta del noveno piso donde vivían. La habitación estaba colmada por los rayos del sol. Ella todavía guarda en su retina la imagen de un cuerpo desparramado sobre el negro pavimento.


 

 

 


 

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