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LOURDES TALAVERA

  EL CLUB DE LAS SUICIDAS - Por LOURDES TALAVERA - Año 2019


EL CLUB DE LAS SUICIDAS - Por LOURDES TALAVERA - Año 2019

Nació en Asunción, es pediatra general y docente universitaria. Incursiona en narrativa y ensayos. Publicó cuentos y relatos en: Junto a la ventana; Zoo-lógico Urbano (su cuento La revancha obtuvo una Mención de Honor en el Concurso de Cuentos Breves – Coomecipar); Afinidades Furtivas; Sabor a algarrobo (edición cartonera); Senderos a ninguna parte; Afinidades Furtivas Relatos enhebrados. Así mismo, las novelas Sombras sin sosiego; Ajedrez perpetuo (Mención Especial, Premio Roque Gaona, 2011); La dama y el tigre; y Baila, dinosaurio. Tiene cuentos traducidos al francés que fueron publicados en antologías. Asimismo publicó cuentos, relatos y ensayos en revistas nacionales e internacionales. Integra el gremio del PEN Club del Paraguay.

Actualmente es presidenta de EPA.


 

EL CLUB DE LAS SUICIDAS

 

Por LOURDES TALAVERA

 

El blues suena íntimo y sensual mientras las personas fuman o se toman un trago en aquel lugar cerca del puerto. Siente un leve cosquilleo, su inseguro corazón se agita en los vaivenes de la memoria. Ahora y siempre con esa idea loca que ronda sus pensamientos. El humo la hace toser de vez en cuando, pero sigue, allí, sin moverse.

Se conocen entre ellas de diferentes ámbitos. Una escribe poemas y la otra pinta hermosos cuadros. La poetisa reconocía que sus días eran paupérrimos porque el aire llegaba escasamente a sus pulmones. Temía quedarse con los ojos en plato por una absoluta falta de oxigeno. Expresó que en cuanto pudiera llenaría sus bolsillos de piedras y se adentraría en las aguas de la bahía justo al atardecer cuando las gaviotas llamaban a sus hijitos, porque arribaban las sombras. Con el arrullo de la avifauna caminaría sobre el río hasta llegar al fondo como Virginia Woolf y Alfonsina Storni.

De carácter más fuerte y acelerado, la pintora ansiaba el vértigo que aligeraría su sufrimiento, esos dolores viejos que no pasaban con el vodka ni con esos ansiolíticos ni somníferos. Los colores se estrellaban en el bastidor sin pausa ni cadencia. La paleta caía contundente sobre la tela y ella soñaba con pintar las velas de una nave cósmica que usando la luz corriera una regata alrededor del sol, en la bruma del viento solar, allí donde son más débiles los rayos del astro rey. Cómo lo extrañaba, hundía su cabeza en la almohada y repetía su nombre. Casi ya olvidó el aroma de su piel, el color de sus ojos. Solamente la sonrisa de su mirada ilumina su olvido con destellos cada vez más fugaces. Ella ideaba estrellarse contra un muro un día cualquiera.

Se juntaban después de algún evento en esa ciudad caótica pero entrañable que da la espalda al río. De alguna manera se sentían contenidas en ese territorio depredado de su verdor y de la modorra de su sempiterno verano. Alguna vez, subvirtieron el orden cuando organizaron una conferencia sobre arte y poesía que fue transformándose en un “Prometeo Moderno” o Frankestein cuando aparecieron mariachis, reggaetoneros y rumberas. Ese enajenamiento fue una burla al ambiente aburguesado, diletante y enajenado que imperaba en la sociedad. Ese suceso, por supuesto que, despertó la ira de la mayoría de los participantes. Ellas se oponían a ese tono menor, fino y sutil de la discreción provinciana. Creían que las obras del intelecto y del arte tenían que usarse como detonadores para ser restituidas en su forma y palabra. Tenían que ser reveladoras y liberadoras.

Súbitamente se dieron cuenta que para que eso ocurriera era necesario decantar la vieja canción de los dulces amores y de la vieja pena. No querían cerrar los ojos frente a la realidad social dentro de la cual vivían, aspiraban a transmutarla en obra de arte y en espejo donde el colectivo pudiera leerse y comprenderse. También comprendían que “nadie puede saber cuántos mundos hay en el día de un cronopio y un poeta…”, como escribía Julio Cortázar.

Un melancólico aliento cruzaba a cada una de ellas dándoles un desencanto común por la vida y la creencia en la hosquedad de lo cotidiano. Coincidían en un mundo común como personajes implacablemente cerrados en su íntima soledad y que cada vez que trataban de romper su aislamiento se encontraban con que el absurdo gobernaba decididamente la existencia humana.

Ella sabía que algún día la muerte llegaría sin aviso, y a veces su ansiedad la llevaba a imaginar que salía a su paso, con prisa y sin aliento, el hastío no le daba tregua pero seguía. Tenía escogido el árbol y la soga para el momento dado. Había calculado el tiempo del balanceo y el final. Sin embargo, sin pensarlo, se embarcaron en un proyecto de asistencia a una comunidad campesina. La poetisa participaba en la escuela dando talleres de creación poética mientras que se turnaba con la pintora que daba sus clases de pintura. Ella tomó las riendas de la producción hor-tícola y con la cooperativa de mujeres llegaban a la capital cada dos meses con sus productos. Cada día superaban el escollo entre la lástima y la felicidad.

A mitad de camino entre lo real y la ideación, sobrevivían a la fijeza de una visión del horror, el club de las suicidas se mantenía a resguardo. El blues suena cadencioso y desgrana palabras poéticas. Ella se mece en el ritmo sin mirar a nadie. Pide más té. La esperaba unas largas horas de vuelo. La brisa de afuera se cuela con el ruido del oleaje que baten las barcazas que surcan el Támesis cada vez que se abre la puerta principal del local. Había logrado la donación necesaria para proseguir con el proyecto. Las chicas se alegraron con la noticia y ella también. Extraña el campo, también a su ciudad caótica y mágica. Su casa, su auto. Allí está el lapacho que sin falta florece entre julio y agosto. En el maletero del coche está la cuerda. Aquello que es por sus heridas y lo que quiere ser por sus angustias

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

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 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 185 al 188

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