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OSCAR PINEDA

  ACCIDENTE DE TRABAJO - Cuento de OSCAR PINEDA


ACCIDENTE DE TRABAJO - Cuento de OSCAR PINEDA

ACCIDENTE DE TRABAJO

Cuento de OSCAR PINEDA


El frío calaba hasta los huesos, el viento aumentaba de fuerza y abajo se veían guardias con caras de pocos amigos que se disponían a subir a la azotea. No, definitivamente la azotea no era el mejor lugar para hacer el trabajito. Miró un momento más hacia la escalinata que tenía enfrente. Calculó con acierto que, por lo menos en la parte más alta, era el equivalente a tres pisos del edificio donde se encontraba. Tratando de pasar totalmente desapercibido procedió a bajar los pisos para encontrarse a la altura ideal. Sí, el lugar era bueno, y la altura hasta casi le favorecía. Gracias a unos destornilladores ingresó en una de las habitaciones que estaban vacías y comenzó a buscar la forma de escapar lo más rápidamente posible del lugar, una vez concluida la faena. Para gran alegría suya se percató que la escalera de incendio daba a la otra calle, por la parte de atrás del edificio en que se encontraba, lo que le proporcionaba suficiente espacio para huir a una velocidad moderada, que no llamase tanto la atención. Volvió al cuarto elegido y consultó el reloj. Era ya de tardecita y faltaba solo una hora para que se dé comienzo a la fiesta. Más allá de la avenida de cuatro carriles y amplias veredas, el edificio de enfrente era todo lujo y refinamiento. Había sido concebido como un palacio moderno que acogiera lo último de la moda y de los estilos arquitectónicos. Pero a pesar de las ideas progresistas que habían inspirado a los arquitectos e ingenieros que lo levantaron, no supieron dejar de lado una enorme escalinata clásica en el frente, con altas columnas estilo greco romano. Más allá se perdía la panorámica tradicional para convertirse en un verdadero emporio de mármol blanco, metal negro y cristales reforzados relucientes. Cassidy, con su mono azul de obrero y su porte esmirriado, siguió paseando por la habitación, buscando la mejor ventana para realizar el trabajo y, cuando por fin la halló, llevó hasta ella un pesado maletín de herramientas multicolores. Lo abrió y de allí sacó la principal herramienta de trabajo de ese día. Se trataba de un fusil de precisión Galil, de procedencia israelí, dividido en cinco partes, primorosamente guardado entre unos paños de color gris. Armó los fragmentos minuciosamente, incluido un sofisticado mecanismo de tiro de origen suizo, y allí estaba una de las armas más letales que tenía el arsenal de toda persona que quería asesinar a distancia. Un instrumento perfecto, se dijo Cassidy, aunque en la práctica, nunca había sido tan buen tirador como quisiera. Su fama más bien venía de haber asesinado con venenos, algo raro en el siglo XX, y con armas blancas, lo que requería una proximidad casi imposible para ciertos casos. Tenía toda una colección de cuchillos y puñales y cada tanto renovaba unos misteriosos frasquitos que conseguía de ciertos lugares de la India y que contenían poderosos venenos de origen mineral, vegetal y animal. No tenía mucha confianza en aquellos preparados químicamente, porque podían ser rastreados más fácilmente y dejaban un rastro casi imposible de ocultar cuando caían en manos de un buen forense. Sus trabajos habían sido tantos a lo largo de veinte años y no había fallado ni una sola vez, por lo que en los bajos fondos se cotizaba bastante bien. Las grandes familias mañosas, los políticos, y alguno que otro particular sin escrúpulos lo tenían en su nómina para los trabajos difíciles de cumplir. En realidad, nadie sabía su nombre, su identidad verdadera. Casi siempre, los trabajos le llegaban por medio de la familia Maranzano, quienes hacían de su representante en el mundo de las catervas. Por lo general, Cassidy tampoco nunca sabía quién lo había contratado, simplemente le llegaba, vía los Maranzano, un pequeño dossier acerca de la persona que había que asesinar y él se ponía a estudiar minuciosamente a su presa. Junto con el dossier una buena cifra en dólares americanos, a modo de seña, engrosaba inmediatamente su cuenta secreta en un banco de Suiza.

Todo era mejor así - pensaba -, un hombre sin cara y sin nombre contrata vía una organización con cara y nombre a otro hombre sin cara y sin nombre para matar a una persona con mucha cara y mucho nombre. Nada tan simple y fácil de pactar y nada tan complicado y difícil de rastrear. Los Maranzano cobraban una comisión que justificaba en muchos casos su nombre mercantil de Crimen S.A.

Allí estaba Cassidy, observando las hermosas formas de su fusil de precisión, al que en realidad aborrecía, porque le gustaba ser más sutil como cuando lo hacía con veneno, o más limpio y cercano como cuando lo hacía con arma blanca. Pero ya no había tiempo, el contratante había puesto una fecha en la que se debía cumplir el contrato sí o sí, y ella expiraba a medianoche. Y Cassidy era un profesional. No porque aborreciese las armas de fuego dejaría de cumplir con un contrato bien pagado.

Aniceto González era un político sin escrúpulos, de buen porte y mal pensar y accionar. Había llegado antes a la recepción que le ofrecía una organización caritativa al señor presidente, por las importantes donaciones efectuadas a favor de las obras que manejaba dicha entidad. Un asco, se dijo González, él tenía muchas otras formas de utilizar mejor esa cantidad considerable de dinero. Con esa forma de pensar, en los últimos años se había hecho con una formidable fortuna, gracias a contratos arreglados, sobornos tipo mañoso, ventas de influencia y una larga lista de negocios turbios con base en la corrupción estatal. Sin embargo, toda esa fortuna estaba a punto de desaparecer, como se suele decir, de la noche a la mañana, porque el señor presidente había descubierto la punta del ovillo de sus negocios y había estado indagando acerca de sus matufias y, según parece, ya tenía una imagen más o menos completa y acertada de todo ello. La situación no podía ser peor, porque el primer mandatario lo había citado para el día siguiente y, según sus informantes, era para destituirlo y demandarlo por malversación de fondos y corrupción generalizada. Así que de la entrevista del día siguiente, si se llegaba a realizar, González ya podía tener la seguridad con que iba a ir a parar con sus huesos a la cárcel. Hacía dos días que sabía de todo esto y en su desesperación acudió a la familia Maranzano, que en muchas ocasiones había negociado con él, en el campo de los oficios turbios. Los Maranzano le facilitaron un contrato para asesinato, que González no dudó en aceptar. Mejor él que yo, se dijo, y rápidamente soltó los 100.000 dólares que pedían.

González puso la fecha última en la que se debía realizar sí o sí el trabajo y los Maranzano sabiendo que su asesino nunca fallaba, aceptaron el trato. González se retiró más o menos tranquilo de la reunión, pensando que solo el presidente podría tener la suficiente fuerza para tirarlo a la cárcel. Una vez muerto, se abriría un proceso de sucesión en el gabinete y era probable que hasta lo nombraran a él como sucesor interino, mientras se hacían los arreglos para las elecciones y allí también se podría presentar a disputar la primera magistratura, con muchas probabilidades de salir airoso, ya que tenía suficiente dinero para repartir entre los medios y el populacho.

Y allí estaba González, en el lugar donde se haría la recepción, pulcramente vestido de frac negro, moño blanco, gemelos dorados, relucientes zapatos de charol y una sonrisa de plástico que caracteriza a todo buen político. Estaba algo nervioso, porque se acercaba la hora tope y aún no había ocurrido nada, por lo que estaba seguro, guiándose por la fama que tenía el asesino fantasma de los Maranzano, que esa noche pasaría algo. Observó detenidamente la preparación de las mesas con grandes arreglos florales, los manteles blancos con motivos ornamentales, la cristalería resplandeciente de origen italiano, la losa fina del juego de vajillas. En ese momento, recordó que una de las especialidades del asesino de los Maranzano era el veneno, por lo que dio gracias secretamente al organizador de la recepción de haberlo puesto en otra mesa y no en la misma del señor presidente. A medida que pasaba el tiempo, iban llegando de a poco los demás invitados. Los guardias de seguridad ya estaban allí y también una banda de músicos que amenizarían la velada.

Cassidy se puso a admirar una vez más su fusil y a calcular cuál era la distancia hasta la escalinata. Para ello utilizó su mira suiza y acertadamente dedujo que había unos 130 metros en línea recta para la parte más alta donde pensaba que estaría el presidente cuando saliese de la recepción. La idea que tenía era disparar cuando el presidente se encontraba en la parte más alta, antes de comenzar a descender, donde prácticamente de la cintura para arriba estaría completamente desguarnecido, porque los guardaespaldas del frente ya estarían bajando la escalera y por lo tanto estarían cerca de medio metro más abajo del primer mandatario. Calculó también acertadamente que bajaría por el centro mismo de la escalinata y que el resto de los concurrentes le rodearían por todos lados, incluido su séquito de guardias. La manía de ocupar el centro físico y el de atención era innata en todo buen político, se dijo.

Cassidy lamentaba de nuevo, por tercera vez en la tarde, el tener que usar el fusil para su trabajo. Con la guardia que tenía el presidente era imposible utilizar los puñales, por lo menos si quería salir vivo del encuentro. Con lo del veneno ocurría otro tanto. Unas horas antes trató de infiltrarse como camarero pero se trataba de una empresa pequeña donde se conocían todos y la idea no prosperó. Además, se enteró, que el presidente tenía un guardaespaldas de nombre Gilberto, que probaba antes todo lo que se le ponía enfrente. Y de entre los venenos que tenía en ese momento a disposición, eran todos de efecto rápido, menos de 5 minutos. Tenía que renovar su stock, se dijo, con esas hierbas venenosas que crecían en las montañas de Pakistán y que tenían un efecto retardado de varios días inclusive. Pero la fecha del contrato vencía esa medianoche y ya no había tiempo de ser sutil y fino, como se era con los venenos, por lo que sería brutal y grosero, como ocurría con un arma de fuego.

Ahora venía la parte más difícil. Como si fuera un especialista en armas de fuego, cosa que no era, Cassidy tenía en su caja de herramientas una serie de pinzas de armero y varios potes de pólvora blanca y negra, con los cuales le adicionaba o sustraía el material esencial para cada cartucho, de acuerdo a la distancia que se encontraba y la fuerza con la que quería impactar. También elegía el tipo de munición y como, para matar una persona, las mejores eran las perforantes, se dispuso a adicionar más pólvora a un par de éstas. Un tiro de 7,65 en el lugar exacto debiera bastar para matar a cualquiera, pensó.

González se pasaba dando saludos a todos los diputados y senadores que iban llegando a la recepción. Estaba en su salsa, aunque en realidad era la máscara con la que quería ocultar su creciente nerviosismo. Durante su vida había hecho muchas cosas rastreras pero nunca hasta el momento había llegado al encargo de asesinato, lo que para su conciencia por lo menos, si aún la tenía, lo convertiría en un asesino moral. No era la Madre Teresa, sin duda, pero tampoco era Aníbal el caníbal. Ya no era tiempo para pruritos morales, se dijo, y trató de seguir con la compostura correspondiente mientras saludaba a un general de la nación que en el futuro, seguramente, le sería de mucha utilidad.

De pronto, sonaron las trompetas y la fanfarria propia de cuando llega el primer mandatario. Todas las miradas, las cámaras y los flashes se dirigieron hacia la entrada, mientras el público aplaudía la presencia del señor presidente, quien venía escoltado por su guardia y por la primera dama vestida de gala de noche. Las autoridades, unas tras otras, se apresuraban a saludar al primer benefactor de la patria. Cuando llegó González, la cara del presidente fue de pocos amigos, por lo que una vez más dedujo con acierto lo que le esperaba al día siguiente si es que esa noche no sucedía algo. Como todo buen Judas, González se apresuró a besar la mano de la primera dama y luego se alejó a ocupar el lugar que le correspondía, enfrente a la mesa del señor presidente, y a esperar a que al número uno de la república lo matara aunque sea un rayo.

Cassidy por fin tenía todo listo. Había puesto una buena cantidad de pólvora en los cartuchos perforantes, de tal forma de no quedarse corto ante la distancia de más de un centenar de metros que había entre su ubicación y la escalinata. Acababa de ver mucho movimiento en el edificio de enfrente, lo que quería decir que el señor presidente ya estaba dentro. Ahora solo quedaba esperar a que volviera a salir después de la opípara cena. Lo mataría con el estómago lleno y luego de haber pasado una agradable velada, al igual que cuando se mata a un mafioso, se dijo. De vez en cuando, alguna ráfaga de viento se filtraba por la ventana, dando una idea clara del frío que estaba haciendo en ese momento. Indudablemente la decisión de bajar de la azotea a ese piso con cuartos vacíos había sido acertada. Una cena debiera durar por lo menos una hora, por lo que se dispuso a pasar el tiempo, aunque siempre atento a cuanto sucedía en la escalinata que era objeto de su atención. Quitó una vez más el dossier y allí se enteró que el primer mandatario tenía la costumbre de retirarse temprano de las recepciones, porque también gustaba de acostarse no muy tarde a la noche. Era un hombre bueno, pero para Cassidy ese tipo de deducciones no estaban permitidas. Trabajo era trabajo y solo tenía que realizarlo sin cuestionar nunca si la persona asesinada se merecía o no lo que le pasaría.

González estaba cada vez más preocupado, eran ya las once y media, se habían servido todos los platos y postres y se habían pronunciado todos los discursos preestablecidos, y nada. Además, se dio cuenta por primera vez, que uno de los guardaespaldas del presidente probaba cada uno de los bocados que se serviría el primer mandatario. Se comenzó a preguntar si no sería ésta la primera vez que el asesino fantasma de los Maranzano fallaría en su trabajo.

Cassidy también estaba preocupado. En contra de lo que decía el dossier, el presidente se estaba quedando hasta el final de la cena, y la medianoche se acercaba rápidamente. Él era un profesional y si decía que para una fecha haría el trabajo, para esa fecha se hacía. Estaba indeciso en si se movía para tratar de matarlo dentro de la recepción o seguía esperando el momento de la salida, como lo había planificado desde el día anterior. El problema es que el interior del edificio estaba lleno de guardias y el peligro de no salir con vida del intento era patente.

González ya no sabía qué hacer, a pesar de que hacía frío y éste se hacía sentir inclusive adentro, cada vez más su achatado rostro se estaba llenando de sudor. El nerviosismo se hacía sentir y le era difícil conservar la compostura adornada por su perenne sonrisa de plástico.

Eran ya las doce menos cuarto y, de pronto, el presidente y su señora se levantaron, les acercaron sus abrigos y se dispusieron a salir. González se levantó a su vez y decidió pedirle un día más para la entrevista, pues según parecía no sucedería nada esa noche.

Cassidy, por su parte, estaba recogiendo sus cosas para aproximarse más y tratar de ingresar al edificio de enfrente, cuando se percató que ante la escalinata se instalaba una larga hilera de vehículos negros blindados que pertenecían al presidente y su séquito. Por fin va a salir, se dijo, y presurosamente se ubicó nuevamente en la ventana que daba al frente del centro de la escalinata y apuntó la poderosa arma.

González, mientras tanto, se apresuraba para alcanzar al presidente y rogarle otro día más de espera, en la esperanza de que esas horas fueran suficientes para que el asesino cumpliera su contrato. Lo alcanzaré en la escalinata, pensó, justamente antes de abordar su automóvil. En el pasillo iba exactamente detrás del presidente, unos dos metros más atrás, dentro de su anillo de guardaespaldas y ya lo estaba llamando.

-Sr. Presidente, Sr. Presidente, me permite un momento por favor- casi gritaba González, atrás del primer mandatario. Este hacía como que no lo oía, mientras caminaba rápidamente por el pasillo hacia la escalinata, acompañado de la primera dama.

Cassidy vio perfectamente cómo los guardaespaldas del frente llegaban a la escalinata y comenzaban a bajar, como un metro y medio adelante del primer mandatario. De pronto, apareció el presidente en el punto más alto, exactamente donde comenzaba la escalinata. Cassidy apuntó bien un poco más arriba del punto que señalaba la mira, en el lado izquierdo del pecho del presidente, que estaba bien abrigado con un pesado sobretodo oscuro.

El asesino fantasma oprimió rápidamente el gatillo que liberaba la potente bala y ésta salió disparada.

González, que iba a solo un metro y medio detrás del presidente, escuchó claramente el sonido del disparo y vio como el cuerpo del primer mandatario caía pesadamente hacia un costado. Por fin, se dijo, el asesino había actuado y por el charco de sangre evidentemente había acertado. Los guardias se cubrían y apuntaban sus armas a todos lados, buscando al posible asesino. Uno de ellos, muy próximo a él, lo miraba de forma rara. González no entendía por qué. Luego, se dio cuenta que en realidad se estaba fijando en su pecho. González, a su vez, miró allí y se percató que tenía también un buen rastro de sangre en el frac y en la camisa blanca a la altura del pecho. Serán salpicaduras de la sangre del presidente, pensó, y continuó disimulando la felicidad que lo embargaba. De pronto, cuando quiso moverse, sintió que las fuerzas le fallaban y un dolor intenso en el pecho, como si le quemara todo, se hizo presente. Cayó de rodillas en el piso y allí le atajaron los otros guardias. Llevó la mano al pecho y tenía una herida perfectamente formada. No puede ser, se dijo, solo había escuchado un solo disparo y éste había dado en el presidente. Y era cierto. Cassidy había calculado mal la potencia de la bala perforante. Había agregado más pólvora de la cuenta y la munición atravesó limpiamente el pecho del presidente poco más abajo de la clavícula izquierda y por milímetros más arriba del corazón y de las aortas principales, pasando al otro lado con mucha fuerza todavía, se incrustó en el pecho de la persona que venía exactamente detrás, o sea, González.

Eran ya las doce de la noche. En la escalinata todo era confusión. Los agentes corrían de aquí para allá sin rumbo ni dirección, mientras apuntaban sus armas y lanzaban a voz de cuello órdenes que nadie entendía. Las mujeres seguían gritando con esa voz de soprano que les caracterizaba en los momentos de desesperación.

Casi doscientos metros más allá, Cassidy se estaba bajando por la escalera de incendios a la calle paralela donde se encontraba la escalinata. Subió a un escarabajo blanco con chapas robadas que lo esperaba en el lugar y se perdió en la noche, completamente orgulloso de haber cumplido una vez más su trabajo en el tiempo acordado. Sin embargo, la realidad fue muy distinta. Gracias al oportuno auxilio de los paramédicos el presidente sobrevivió al atentado. Cassidy, por primera vez en su larga e inmaculada carrera de asesino, había fallado, aunque por supuesto, nadie estaba allí para reclamarlo. González había muerto cinco minutos después a consecuencia de la bala que le perforó el corazón.


*Este cuento forma parte del libro Camille y otros cuentos

 

 

 

 

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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

IV ÉPOCA – N° 25 JUNIO 2013

Editorial SERVILIBRO

Dirección Editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Diseño de tapa: CAROLINA FALCONE ROA

Asunción – Paraguay

Noviembre 2013 (165 páginas)


 

 

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