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OSCAR PINEDA

  PISISTRATO EL RISUEÑO - Cuento de OSCAR PINEDA


PISISTRATO EL RISUEÑO - Cuento de OSCAR PINEDA

PISISTRATO EL RISUEÑO

Cuento de OSCAR PINEDA


El terreno era tremendamente árido, casi un verdadero desierto, y hasta donde alcanzaba la vista todo era arena y más arena con alguno que otro promontorio rocoso sin ninguna vegetación. A lo lejos se los veía venir. Una inmensa polvareda que se levantaba del sur como si fuera una tormenta de arena cubría todo el horizonte. Poco después comenzaron a escucharse a lo lejos los pífanos y los tambores y la rítmica marcha de cientos de miles de hombres, con sus caballos, sus camellos, los carros de combate guadañados y los animales de carga que llevaban las provisiones. Allí estaban los guerreros de todo el inmenso Imperio Persa: de Media, de Gedrosia, de Fenicia, de Sagartia, de Capadocia, de Bactriana, de Sogdiana, de Hircania, de Partia, de Margiana, de Egipto, de Aracosia, de Cilicia, de Lidia, de Matiana, de Armenia, de Susiana, de Asiría, de Gandhara, de Babilonia, de Pérsida, de Asia Menor, de Frigia y de Judea, cada uno con el uniforme de su región, con sus armas tradicionales y con el estilo de pelea que era costumbre entre ellos. De las lejanas satrapías orientales llegaban guerreros extraños de tez oscura y los ojos algo rasgados; de la zona del Asia Menor hombres altos y esbeltos como los tracios occidentales; del sur de la región desértica de Arabia, soldados sin patria acostumbrados al sol, y del centro del inmenso imperio del Gran Rey Aqueménide, arios puros que serían el orgullo del mismo Ciro el Grande si aún viviera. Era una multitud, así como debe verse un gigantesco ejército de 250.000 hombres en pleno descampado y haciendo mucho mido, como queriendo intimidar al enemigo. El solo verlo inspiraba terror aún en los pechos de los más bravos y decididos guerreros y más de uno pensó que esa mesnada con solo su presencia impondría y decidiría la victoria.

Pisistrato, que observaba el imponente espectáculo de la maniobra del variopinto ejército, no hacía más que sonreír, por lo que, en gran medida, transmitía cierta tranquila seguridad a sus compañeros. Dotado de una altura fuera de lo común, cerca de dos metros, una fuerza hercúlea, principalmente en el brazo izquierdo, y unas piernas capaces de correr varios kilómetros sin la menor fatiga, era sin lugar a dudas, una de las mayores glorias olímpicas de toda Grecia. A tal punto era su gloria que cuando volvió a su patria Samos al finalizar la última olimpiada se derribó el recinto amurallado de la polis para que pudiera ingresar por allí. Todos decían que los portones principales ya no eran dignos de verlo pasar bajo su vetusto y antiquísimo arco corintio. Los bardos cantaban endechas a su gloria y los niños pequeños soñaban con ser como él cuando fueran grandes. De chico había perdido a sus padres, por lo que, con su hermano menor, por quién tenía adoración, fue criado por sus tíos Pitias y Artea y desde pequeño se dedicó con ahínco a las actividades físicas. A los diez años ya podía correr sin mayores problemas la distancia que hay entre Foceas y Cumas y a los veinte fue el primero salido de las polis griegas del Asia Menor en coronarse campeón del pentatlón. Se distinguía de manera sobresaliente en jabalina y en carreras de resistencia. Tenía una jabalina de la suerte, bastante puntiaguda por lo que era un arma de hecho, concebido en el más puro metal por artesanos de Epidauro, que lo bautizaron Onix, por su fina terminación y las bandas coloridas que recorrían toda su extensión. Los maestros del metal le habían dicho que el mismo Efesto había forjado el arma en su fragua del monte Vesubio por lo que estaba destinado a hacer las más grandes hazañas con ella y hasta el momento no lo habían decepcionado ya que con el preciado elemento había conseguido las tres guirnaldas de primer puesto en lanzamiento de jabalina en las tres últimas olimpiadas y en la batalla de Isso, consiguió dar blanco perfecto en el caballo de un general enemigo que se desplazaba a la carrera en su frente a unos sesenta metros de distancia, por lo que recibió una felicitación especial de Seleuco, uno de los estrategos de Alejandro, y futuro diádoco.

Y Pisístrato sonreía y lo hacía con ganas. Ya todos decían que tantos éxitos en la vida le habían grabado una eterna sonrisa en el rostro y lo llamaban con justa razón “Pisístrato el risueño”. Pero nunca Pisístrato reía tanto como cuando se encontraba con su hermano Anaximandro, dos años menor, casi con su mismo físico y fuerza hercúlea, y en gran medida su propio complemento, aunque a diferencia de él, no gustaba de las carreras y se distinguía más en la actividad ecuestre porque tenía una habilidad especial para llevarse bien con los caballos y maniobrar con ellos como si fueran un ente indisoluble. Pisístrato y Anaximandro eran desde pequeños mejores amigos, cosa rara entre hermanos, y los recuerdos más felices eran aquellos donde en las blancas arenas de las playas de Samos, imitaban con espadas de madera el asalto a las murallas de Troya, de los míticos Mirmidones de Aquiles. Ambos crecieron en el influjo de los relatos de Homero y en sus sueños más fantasiosos estaban el imitar a los grandes héroes y semidioses griegos. La edad y los avatares de la vida los habían separado físicamente, más espiritualmente siempre estaban cerca. La guerra emprendida por Alejandro contra Darío Codomano Gran Rey de Reyes del Imperio Persa, había hecho que Pisístrato perdiera momentáneamente las huellas de su hermano pero eso no había hecho que de su rostro se borrara la eterna sonrisa.

Había llegado el momento de la gran batalla que decidiría el destino del orbe. Era la mañana del 1 de octubre del 331aC. Alejandro, de baja estatura pero complexión física fuerte y aventajada, magnífico jinete e inigualable espadachín, con un genio militar excepcional que lo eternizaría con letras de oro en los libros de historia, se sentía más que seguro en ese día. Había dormido bien y se despertó tarde, completamente despreocupado, vistió su peto y sus grebas doradas, reunió a sus generales y les dijo que como el cielo no podía tener dos soles al mismo tiempo, así también el mundo no podía tener dos amos simultáneamente. La disyuntiva estaba girando en el aire, y ese día se decidiría, o Darío Codomano o él. Luego salió de su tienda de campaña y montó a su fabuloso caballo Bucéfalo; miró hacia donde estaba el gigantesco dispositivo enemigo y sin mostrar una pizca de miedo o respeto por el ocasional adversario se dirigió hacia atrás de las líneas de formación del ejército griego- macedónico. Allí estaba un grupo especial de unos quinientos guerreros escogidos, todos ellos campeones olímpicos o que habían conseguido aproximarse mucho a los primeros puestos. Estaba Periandro de Eubea, el campeón del Pancracio, Cimón de Tracia, el mejor lanzador del disco, Trasíbulo de Tarento, uno de los velocistas sobresalientes, Clístenes de Délos, un experto en lucha, Milón de Creta, la gloria del salto largo, Milciades de Rodas un excelente corredor de resistencia, Gelón de Mileto, el aniquilador del pugilato pesado, y muchos otros. Entre todos, el que más veces consiguió los primeros puestos era “Pisístrato el risueño”, por lo que entre tantas estrellas rutilantes de las virtudes físicas, era a las claras el de mayor magnitud. Todos estaban vestidos con túnicas menudas que imitaban en gran parte el color terroso del lugar, además se habían untado el cuerpo con aceite y luego se habían revolcado en la arena por lo que todo el cuerpo, hasta la cara y los cabellos tenían los colores del terreno. Habían sido escogidos de entre muchos por su excepcional condición física que les permitía correr grandes distancias sin mayores esfuerzos, además de que eran magníficos guerreros. Las armas, a más de la tradicional espada corta beocia, estaban compuestas de jabalinas, picas de lanzamiento y rodelas livianas. Alejandro bajó de su caballo y fue al centro mismo del grupo que no se encontraba en formación sino que estaban apiñados para recibir instrucción. Todos lo rodearon. El gran general saludó a cada uno por su nombre y se mostró impresionado por cada hazaña olímpica que recordó de cada uno de ellos con una demostración sorprendente de su prodigiosa memoria, lo que hacía que todos se sintieran especiales, y es que verdaderamente lo eran. Se dirigió luego particularmente a Pisístrato que estaba a escasos dos metros de él.

—      Dime, Pisístrato: ¿cuántas veces las guirnaldas olímpicas adornaron tu sien?

—      Tres veces mi señor.

—      ¿Y ya tienes tu estatua en Olimpia?

—      Una de cuatro metros, desde hace cinco años, en la ribera occidental del Alfeo, mi señor.

—      ¿Cómo? ¡Te me has adelantado! Yo allí todavía no tengo ni una pequeña - dijo haciendo un gesto de fingido enojo y todos rieron. Inmediatamente, cuando se acallaron las pullas, preguntó—: ¿Qué deseas para este día?

—      Ser el primero aquí en haber matado a un persa usurpador de las tierras de nuestros ancestros —contestó seguro Pisístrato.

—      Si así lo haces te premiaré de forma personal. Por Zeus, te prometo el peso de tu jabalina de la suerte en oro y piedras preciosas, además del mejor escudo bruñido que podamos recoger de las huestes persas.

—      Gracias mi señor.

—      Además se te concede el honor de correr al lado mío y de Bucéfalus en la primera fase de la batalla.

—      Gracias mi señor.

—      Si ganamos hoy —dijo ya dirigiéndose a todo el grupo escogido—, y tengo la seguridad que así será, a todos ustedes les premiaré en grado superlativo. Ya todos son honrados como héroes en su polis pero ahora además podrán decir que compartieron mi gloria en Gaugamela y podrán presumir de ricos porque en verdad les digo, lo serán. Ahora ya saben lo que deben hacer. Todos sepan que este trabajo, del que espero lo mejor de tan selecto grupo, debe ser realizado con la mayor discreción posible, por lo que desde este momento ya no deben salir de detrás de esta colina, ni tampoco de la cerrada formación de los hóplitas. A mi señal marcharemos a la batalla y a mi señal les prometo la victoria. ¡Por Grecia!

—      ¡Por Grecia! —repitieron los quinientos, y mientras Alejandro volvía a Bucéfalus, comenzaron a hacer trabajos calisténicos de calentamiento para realizar con todo éxito la empresa que se les mandaba.

Alejandro fue a reunirse con su portaestandarte, su estado mayor, entre quienes se encontraban Clito y Antigono, y los veinte jinetes de la guardia Agema, su escolta personal. Con ellos fue al frente mismo de la formación griega para arengar a las fuerzas en la difícil y mortal prueba que estaba por llegar.

Pisístrato estaba a unos cien metros por detrás de la formación de la tercera falange de hóplitas espartanos. Como el viento soplaba del lado donde estaba Alejandro, la arenga se hacía oír claramente.

—      ¡Soldados y compañeros! ¡Hoy es un día grande para nuestra patria! —gritó a voz de trueno desde lo alto de Bucéfalus—. Hoy es el día del recuerdo y de la venganza. ¡Espartanos! —dirigiéndose a los custodios de la Laconia- ¡Señores de Lacedemonia! ¡Guerreros que no tienen igual en todo el orbe conocido! ¡Recuerden en este día las Termopilas, las Puertas Calientes! ¡Recuerden la gloria de Leónidas y sus trescientos espartanos! ¡No dejen que su recuerdo muera! ¡Recuerden de qué sangre vienen ustedes! ¡Recuerden que son hijos dilectos de Ares! ¡Y tengan un día de gloría, que enorgullezca a sus mayores, para que los cuatro vientos sigan loando por siglos la gloria de Esparta!

Los espartanos gritaron embravecidos mientras entrechocaban sus pesados escudos circulares y sus capas rojo sangre revoloteaban con el viento, mientras Alejandro iba y se plantaba enfrente a los atenienses.

—      ¡Señores del Atica! ¡Eupátridas y plebeyos! ¡Atenienses que nos enseñaron a pensar y filosofar!

¡Recuerden la Acrópolis en ruinas! ¡Recuerden el Pireo ardiendo en llamas! ¡Recuerden a Falera y Muniquia echando humos! ¡Recuerden el saqueo de los tesoros de la querida y emblemática polis! ¡Recuerden la violación de las mujeres de sus antepasados! ¡Recuerden la vergüenza de Atenea, la profanación de su sagrado templo!... ¡Ellos lo hicieron!,— señaló con su mano hacia donde estaba el ejército persa—. ¡Ellos son los culpables de vuestra desgracia! ¡Ellos han mancillado el sacrosanto suelo del Atica! ¡Atenienses! les traigo una buena noticia: ¡Ha llegado el día de la venganza!

Los atenienses profirieron gritos ensordecedores mientras las espadas se entrechocaban produciendo un ruido metálico inconfundible.

Luego se dirigió a los soldados de las otras ciudades y a cada uno le recordó que tenían una deuda pendiente e ineludible con el ejército que tenían enfrente. Por último quedaron sus leales soldados macedonios, los auténticos compañeros.

—      ¡Macedonios! ¡Amigos míos de toda la vida! ¡Recordad en este día a Filipos, vuestro difunto rey y mi amado padre! ¡Ese rey de reyes, que se viste de oropeles y se rodea de mercenarios lo mandó matar! ¡Cree que porque está rodeado de un gran ejército va a escapar de la furia macedónica! A pesar de Isso, todavía quiere ignorarnos, a nosotros que sufrimos la pérdida de nuestro señor. ¡Ha llegado el momento de vengar su muerte! ¡Cabalgad una vez más a mi lado y os llevaré a la gloria y a conquistar el mundo!La caballería de los Compañeros y los hóplitas montañeses de Macedonia, prorrumpieron en temibles alaridos que estremecieron a todos los presentes y que las lejanas montañas Kurdas parecían devolver en forma de eco.

Al final, dirigiéndose a todo el ejército, dijo:

—      ¡Griegos y macedonios! ¡Hoy aquí ya no hay griegos ni macedonios! ¡Hoy, aquí solo hay Grecia! ¡Sólo Grecia!

Todo el ejército tronó en gritos de todo tipo mientas agitaban las armas en señal de aprobación.

—      ¡Compañeros! ¡Grecia espera de nosotros, el día de hoy, que curemos sus heridas y que venguemos sus afrentas! ¡Ellos son más que nosotros, pero recordemos Maratón, Platea y Salamina! ¡Mercenarios baratos y esclavos infelices obligados a pelear por un rey tirano y cobarde no pueden con la fuerza y el ímpetu de los hombres libres de la Hélade! ¡Compañeros! ¡El día de la venganza, el día de la gloria ha llegado! ¡Viva Grecia! ¡Muerte a los persas!

Mientras pronunciaba las últimas palabras, subiendo de tono a modo de final, el paroxismo se apoderó de las huestes que gritaban a todo pulmón: ¡Grecia! ¡Grecia! ¡Muerte! ¡Muerte! Alejandro sacó su espada, con la que cortó el Nudo Gordiano, y galopó enhiesto y arrogante al frente de las falanges de los hóplitas pesados, los escuadrones de la caballería ligera, los peltastas griegos y los batallones de psilistes (honderos) y arqueros que lo saludaban con gritos iracundos de guerra y muerte, mientras golpeaban sus armas con las del célebre conductor de hombres que les prometía en aquel día la jomada más gloriosa que sus ojos hayan visto.

A lo lejos también se escuchaban gritos y algarabía. Los generales persas estaban arengando y animando a sus huestes para la inminente batalla. Una tierra de nadie de unos quinientos metros separaba a los   dos ejércitos. El persa era inmenso, unas cinco veces más numeroso que el griego y se extendía sobre un frente que fácilmente sería también el doble que el de la Hélade. Los ingenieros del gran rey habían estado aplanando el terreno para poder usar sin dificultad los carros guadañados. Aparte de los persas, propiamente dichos, los guerreros que conformaban el ejército del rey de reyes, también lo componían mercenarios de varias naciones y soldados vasallos de múltiples reinos de gran parte de Asía y hasta griegos del Asia Menor. Pero la flor y nata de ese poderoso ejército eran los Inmortales, la guardia personal del soberano que sumaban unos diez mil persas y medos puros y que rodeaban su carroza por los cuatro costados.

Alejandro tenía a la izquierda de su dispositivo a la caballería tesalia, al mando de Parmenio y en el extremo derecho a la caballería macedónica de los Compañeros, que él comandara personalmente desde que era adolescente. A una señal del conductor los hóplitas comenzaron a lanzar gritos de guerra acompasados y a marcar la cadencia en el mismo lugar sin avanzar ni retroceder un paso pero golpeando firmemente el suelo a sus pies por lo que levantaban mucha polvareda, al tiempo que comenzaban a ubicar las largas sarissas de más de cinco metros en dirección al enemigo por lo que cada falange se asemejaba a un enorme erizo que apuntaba todas sus púas hacia un solo lado. Alejandro salió cabalgando al trote rápido al frente de la formación y se dirigió al extremo derecho en donde ordenó a Filotas, estratega de la caballería macedónica, para que lo siguiera. Inmediatamente uno tras otro con sus respectivos comandantes, entre los que se encontraban Antípater, Lisímaco y Casandro, los escuadrones fueron saliendo de la formación para seguir al Magno y levantando a su vez muchísima polvareda.

Apenas Alejandro salió por la derecha de la formación acompañado de sus jinetes, siguiendo una línea paralela al dispositivo persa, Pisístrato y los elegidos se pusieron a correr a su costado. El rey de reyes no sabiendo exactamente qué pretendía con esa maniobra Alejandro, ordenó a su general Besso, sátrapa de la Bactriana, que imitara la maniobra alejándose por la izquierda con varios escuadrones de caballería mientras disponía que los carros guadañados atacaran a las falanges del frente griego macedónico. Con tanto movimiento, la polvareda levantada no permitía ver qué ocurría exactamente en el campo enemigo. Por un lado las fuerzas principales de caballería se alejaban del grueso del ejército en líneas paralelas mientras que las dos mesnadas comenzaban a chocar con mucho ruido y tremendo efecto carnicero a nivel de arqueros, honderos, falanges y carros guadañados. El suelo se teñía de sangre y el cielo se cubría de flechas, lanzas y saetas. Los sonidos, choques de armas, gritos, órdenes, lamentos y maldiciones.

Pisístrato estaba viviendo uno de los principales momentos de su vida. Estaba corriendo a escasos dos metros por el costado derecho de Bucéfalus, el enorme corcel negro que Alejandro había domado cuando sólo contaba con nueve años. Atrás de él también al costado derecho de toda la caballería macedónica corrían otros quinientos olímpicos, totalmente invisibles para los persas, que por culpa de la polvareda solo alcanzaban a ver de vez en cuando a los caballos y sus jinetes y no la infantería ligera que se desplazaba, a gran velocidad, detrás de ellos.

Cuando se alejaron unos mil metros, repentinamente Alejandro giró junto con los Compañeros a la izquierda y hacía atrás y se dirigió directamente al centro del dispositivo persa. Besso, al observar esto, giró casi al mismo tiempo para interceptar en el medio del campo a los macedonios que imprimieron gran velocidad a sus montados, pero, sin embargo, se encontró con que de entre la polvareda salía todo un batallón de infantería ligera que corría hacía la caballería persa, munida con picas y armas arrojadizas. Alejandro se escapó como era el plan original y los olímpicos quedaron frente a frente con la caballería de Besso. Este atacó a los olímpicos en medio del caos y los mismos corrieron cada uno hacia un jinete persa. Pisistrato se tomó su tiempo, a pesar de que algunos de sus colegas ya habían derribado a varios persas, hasta que en medio del polvo levantado divisó a uno que sería de gran estatura por la forma en que sobresalían sus piernas por el costado del caballo y decidió que sería él quién le haría ganar lo prometido por Alejandro. Tomó carrera, apuntó y tiró la jabalina con toda la fuerza de su brazo izquierdo. El jinete vio venir la jabalina y quiso desviarla anteponiendo al caballo en su frente pero el arma traspasó finamente una pequeña porción del cuello del animal y fue a incrustarse en su pecho con una fuerza inusitada. Un grito de dolor, un desmoronarse junto con el caballo, un movimiento convulso en el suelo, y luego un quedarse quieto, abandonado, sin movimiento, muerto... ¡Tiro perfecto! se dijo Pisístrato, a unos veinte metros de su víctima, mientras una gran sonrisa iluminaba todo su rostro, aquella misma que siempre se veía en él cuando conseguía una vez más la gloria olímpica. Alrededor suyo la batalla continuaba, con gran griterío y confusión, sudor, sangre y miembros cercenados. A lo lejos Alejandro, haciendo gala una vez más de su genio militar inigualable, estaba atacando con fuerza y decisión el centro persa y consiguiendo que Darío Codomano huyera cobardemente del campo de batalla.

Pisístrato continuó la batalla y se fue aproximando a su tiro perfecto mientras que por el camino seguía cercenando la vida de sus enemigos. Contabilizó por lo menos cinco persas muertos más gracias a su espada beocia. En todo el frente las fuerzas griegas ganaban a las persas que comenzaban a retirarse del campo de batalla completamente derrotados, antes moralmente que físicamente, al enterarse que su comandante en jefe había salido corriendo del campo de honor en dirección a la localidad de Arbela. Ya se percibía la victoria completa y muchos griegos ya estaban festejando mientras los persas huían del terreno como los castores corren del cazador. Pisístrato se unió al festejo de los compañeros, con su eterno buen ánimo, mientras con su famosa sonrisa se aproximaba cada vez más hacía donde estaba incrustada su jabalina de la suerte que le valdría ganar el premio que le prometió Alejandro. Poco a poco la polvareda se disipaba y estando ya a solo dos metros observó con más detenimiento a su primera víctima del día, su “tiro perfecto”, con su “jabalina de la suerte”. De pronto algo le llamó la atención, el jinete derribado tenía en realidad una complexión física muy parecida a la suya. Se acercó más y vio el rostro y por un momento le pareció estar viéndose en un espejo. Era casi idéntico a él. De pronto se dio cuenta de lo ocurrido, hincó las rodillas en tierra, y levantó los brazos al cielo, las manos y el rostro crispados mientras gritaba un ¡NOOO! ¡DIOSES; ¿QUÉ ME HAN HECHO? ¡ME HAN CONVERTIDO EN BELEROFONTE!

Para desgracia de Pisístrato se trataba de su amado hermano Anaximandro, quien yacía con la vista perdida pero presa del terror, con Onix empotrada entre las costillas. De entre 250.000 guerreros posibles, Pisístrato había matado, en un raro juego del sino, o de Láquesis, una de las terribles Moiras, a lo que más quería en la vida. Todos saltaban, todos gritaban de alegría por la gran victoria conseguida en los campos de Gaugamela. Pisístrato lloraba abrazado a su único hermano, en un rincón de tanta dicha, como una mota de tristeza en un enorme mar de felicidad.

Alejandro, como todo gran general que sabe cómo ganarse el corazón y hasta el alma de sus soldados, en el momento de su máxima gloria cumplió su palabra y Pisístrato de Samos “el risueño” tuvo el peso de su jabalina de la suerte, Onix, en oro y piedras preciosas, junto con el mejor de los escudos de plata bruñido del parque del cuartel real persa; pero en cambio, ya nada le quitó la tristeza que se reflejaba en su fuerte pero macilento rostro. Pisístrato, el de la risa fácil, el campeón de las carreras olímpicas y del lanzamiento de la jabalina, el hijo dorado de Hermes, el de las alas en los pies, y con la fuerza de un Heracles en su brazo izquierdo, el que hacía vibrar los corazones de toda la Hélade, ya nunca fue el mismo, con el alma hecha pedazos, ya nunca volvió a sonreír...

 

(de “Quince cuentos ocurrentes, recurrentes y ocurridos ”,

Editorial Servilibro)

 

 

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25 AÑOS DE LA SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY

Editorial SERVILIBRO

Dirección editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Edición al cuidado de los autores

Con el apoyo de UNIVERSIDAD IBEROAMERICANO

Asunción – Paraguay

Agosto, 2013 (180 páginas)

 

 

 


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