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OSCAR PINEDA

  NOCHE DE MAYO GENTIL - Cuento de OSCAR PINEDA


NOCHE DE MAYO GENTIL - Cuento de OSCAR PINEDA

NOCHE DE MAYO GENTIL

Cuento de OSCAR PINEDA



Publicado en el libro “15 Cuentos Ocurrentes, Recurrentes y Ocurridos

 - Editorial Servilibro y apoyo del FONDEC


—¡Ya basta! —tronó—. Les estoy diciendo, una vez más, y ¡de ello es testigo mi Dios!, que seré consecuente con mis ideas e ideales y mis acciones estarán impreg­nadas de un deseo de hacer el bien del común y no el de satisfacer la causa no siempre recta de unos pocos, cuyas conciencias dejan todo por desear. Aquellos que propagan pasquines infamantes y licenciosos, aquellos que solo viven de las falacias que saltan de sus labios, no quieren otra cosa que la desunión de todos nosotros y el fracaso de nuestra anhelada empresa.

Quien hablaba así, no era otro que el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, egresado de la Univer­sidad de Córdoba y uno de lo connotados líderes del movimiento emancipador que buscaba la independen­cia del Paraguay. Sus adustos interlocutores, varios de ellos militares de rancio porte y alta estirpe, eran los demás notables que lo acompañaban en tan magna y peligrosa operación.

Hacía varias semanas que Francia se había mudado de su quinta de Ybiray en Trinidad, a la casona céntri­ca, de blancos y altos paredones y techo de tejas a dos aguas, donde se estaba desarrollando la, por momentos nada discreta, reunión. Como los acaecimientos se des­peñaban rápidamente desde las dos grandes y victorio­ sas batallas de Paraguari y Tacuary contra los porteños al mando del general Belgrano el año anterior, los ner­vios no le permitían soportar el estar tan distante de los lugares donde se vivirían los momentos decisivos de la manumisión.

—No es que dudemos de su palabra, doctor, pero en estos tiempos es más que seguro que hay que cuidarnos de cada paso que damos porque evidentemente puede ser el último y quiera Dios que no nos equivoquemos… —defendió uno de los presentes, quien vestía los entor­chados de oficial superior.

—Mire, capitán Yegros, no hay de qué preocuparse, o mejor, sí hay de qué preocuparse y es antes que nada por esta patria, que dentro de poco nacerá y le aseguro, será de nuestras manos y de nuestra voluntad.

—Que sea de nuestras manos, compañeros y no de la de los bastardos que sólo quieren llevarnos al regazo de los portugueses —tronó desafiante el doctor Fernando de la Mora, aunque absolutamente nadie de los presen­tes se diera por aludido o demostrara por lo menos que se tratara de su persona.

—No se peleen caballeros —suspiró tratando de tranquilizar el encuentro la agraciada doña Juana de Lara, que hacía rato llevaba siempre consigo, de modo enigmático, un ramo de flores rojas, blancas y azules—. Ustedes que son tan inteligentes y valientes, porque en esta sala no hay uno solo que no tenga por lo menos una formación aristotélica tomista y canónica formal como corresponde a nuestro tiempo, no se dan cuenta que nuestra división es la unión de los enemigos y nuestra patética debilidad es su exasperante fuerza.

—Es cierto —espetó Caballero—, esto se cae en cual­quier momento, sólo de nosotros depende. Una buena patada de nuestras botas unidas, en la puerta del cetro que nos oprime, y la misma se caerá estrepitosamente hecha pedazos. Caro favor nos está haciendo el corso en la metrópoli para que nosotros no lo aprovechemos.

En total, los presentes eran unos veinte próceres, en­ tre ellos algunas mujeres. Se habían reunido en lo del doctor Francia porque fuertes rumores habían surgido diciendo que él estaba buscando el modo de deshacerse de los demás conspiradores y quedarse solo con el po­der. Señalaban que en más de una ocasión lo habían escuchado decir que el poder era individual y egoísta, y por monógamo y católico, se casaba con un único individuo y ese lazo duraba toda la vida. Francia había sabido burlar las acusaciones y tranquilizar a todos di­ciendo que había hablado de un futuro indeterminado e incierto y de un personaje que aún no tenía rostro, seña ni nombre. Francia los había convencido con su verba prodigiosa de que él nunca pretendió ocupar ese miste­rioso lugar y que solamente eran habladurías y rumores malintencionados propagados por aquellos que querían que las cosas no cambien y que la sujeción de Paraguay a la Corona Española continúe “per secula seculorum”.

Ellos creían estar solos, pero en la ventana que daba a un callejón un pobre hombre, sin calzados, con ropa rotosa, indigente como pocos, estaba sentado contra la pared escuchando atentamente todo lo que pasaba. Se trataba de Indalecio Giménez, quien siempre iba hasta el callejón para ver si podía conseguir comida de aque­llas que sobraban o “caían” de la mesa de los grandes señores. Cuando escuchó las palabras, que si bien eran conspiratorias, estaban dichas en voz alta como se acos­tumbraba en las gentes de linaje y honor, se acercó a la ventana y allí se quedó oyendo todo lo que pasaba.

—No se dude más de mi palabra, caballeros. No ven que hace días que no duermo y que todas mis fuerzas y mi voluntad están concentradas sólo en lo que es mejor para todos nosotros —puntualizó Francia, mientras se levantaba del sillón de pana roja estilo Luis XIV donde se mantenía hasta ese instante cómodamente sentado, aunque espiritualmente sobresaltado e inquieto por las fuertes acusaciones.

—Es este el momento en el que usted, doctor, no puede defeccionar de este propósito, mire que en las Cordilleras el coronel Cabañas ya ha iniciado su mar­cha y trae consigo medio millar de hombres armados a más no poder, que nos serán de suma utilidad en el caso de que el gobernador Velazco quiera complicarnos las cosas.

—No se preocupe Iturbe, usted y yo, juntos haremos que esto triunfe o moriremos todos en el intento, que sangre a mí no me falta para escurrirla por causas justas y nobles.

—¡Que así sea! —replicaron varios

—¡Quiera Dios que nuestra empresa sea coronada de éxito! —exclamó el prelado fray Francisco Javier Boga­rín a modo de corolario del encendido encuentro.

—¡Que así sea! —replicaron todos una vez más.

Poco a poco se fueron retirando del recinto, despe­didos por un sonriente Francia, quien a todos daba un apretón de mano y palmaditas en la espalda, como di­ciéndoles: “no se preocupen, yo estoy con ustedes en las buenas y en las malas”. Todos habían venido una hora antes, presas de una agitación nerviosa por el asunto que traían entre manos y ahora se iban más calmados.

Por fin había quedado solo Francia con su fiel secre­tario, el inescrupuloso Policarpo Patiño, un hombre bajo, tanto físicamente como también de espíritu, servil como pocos, rastrero como serpiente y leal sólo al po­deroso de turno.

—¡Malditos! —rabió Francia—. Juro que llegará el día en que no necesitaré nada de nada de ni uno solo de ellos. —Golpeó el escritorio que estaba más cerca con el puño cerrado, y el tintero junto con la pluma se bamboleó peligrosamente.

—Pero, señor, usted tiene varios aliados y muy po­derosos, tal vez hubiera sido buena idea dejarlos ya de lado y no prestarse infamemente a los interrogatorios de estos secuaces.

—No, Policarpo, ellos todavía tienen la fuerza. Ye­gros, Iturbe y Caballero, como militares manejan el cuartel de la Rivera, el de la Plaza y los otros acanto­ namientos armados de los alrededores, y el rico terra­teniente Cabañas toda la Cordillera, que para más en este momento está alzada en armas. Si esta noche me hubiera rebelado a ellos, mañana nuestras cabezas esta­rían plantadas en sendas picas a la entrada de la ciudad y siendo picoteadas por cada ave de rapiña de los alrede­dores. No, Policarpo, hay que saber esperar el momento oportuno, y no dar un solo paso en falso que bien nos podría costar la vida. —Se agarró crispadamente las manos y siguió la perorata—. ¡Ah! ¡Cuánto los odio! Yegros que se pasa iturbeando e Iturbe que se pasa ye­greando, Cabañas caballereando y Caballero cabañean­do… ¡Parecen hermanos siameses! ¡Con lo que detesto las anormalidades antropomorfas, y más aún los que vienen de lazos de política barata y con las propiedades más bajas del estercolero!

—Sí señor, pero si bien no puede con todos al mismo tiempo, y menos con los militares, quizás ya podía ir desasiéndose de los civiles como ese petulante de Fer­nando de la Mora, que por su apellido compuesto se cree un grande de España.

—No, Policarpo. Todavía no ha llegado su hora pero cuando llegue todos lo pagarán caro. No se dan cuenta que en este momento, en que la Argentina está a punto de desintegrarse por ideas extrañas que hacen peligrar su imberbe independencia y el poderoso y desalmado Imperio lusitano que continuamente amenaza nues­tras fronteras levantinas, lo que hace falta es hacernos fuertes bajo un liderazgo único y sólido como la roca cuarzosa. Que haya obediencia y que esa obediencia sea ciega, muda y sin escrúpulos. Ciega para que realice lo que tiene que hacer sin mirar, muda para que no pueda replicar ni refunfuñar y falta de escrúpulos para que no tenga reparos de conciencia de niña virginal luego de una noche de impúdicos regodeos consentidos.

—¿Y qué es lo que debemos hacer ahora, señor?

—Ahora tenemos que prevenirnos de que no vuel­van a descubrir nuestros planes y menos aún nuestros métodos, nuestros usos. Recibieron unas cuantas jáca­ras sobre lo que estábamos tramando pero no tuvieron las catas, y se creyeron eso, de que eran los que busca­ban perpetuar el poder ibérico, los culpables de tales hablillas y libelos fuliginosos. Pero nos pillaron con la guardia baja y hemos tenido suerte porque conseguimos desviar el bocón que fieramente nos apuntaba. Ahora lo que debemos hacer es socavar las fuerzas de los cas­trenses. No buscaré convencer a los jefes, ni a Yegros, ni a Caballero, ni a Iturbe, ni a Cabañas. Buscaré la simpatía de los mandos intermedios y de los soldados rasos para que cuando llegue el momento los más altos y fachosos mandarines no tengan tropas que les respon­dan. Cuando vuelvan a apuntarnos con el bocón, éste no tendrá ni pólvora, ni munición, ni quien lo dispare. ¿Cómo se llamaba ese teniente que la vez pasada vino a pedirme que le ayude porque su hijita necesitaba me­dicinas?

—Martínez, doctor, y si no me equivoco es de arti­llería —Se apresuró a contestar el patibulario personaje.

—Bueno Policarpo, es a esa clase de gente la que ten­go que atraer a mi esfera. Ve a llamarle y llévale esas medicinas que están en la alacena de la cocina. Que venga hoy mismo porque tenemos mucho que conver­sar acerca de su futuro y el mío…

—Sí, doctor. —Y se retiró.

Francia, vestido con impecable levita azul marino, y calzado con altos zapatos de brillosos hebillones metá­licos, se quedó un momento sentado en su sillón mien­tras trataba de que la irritación que todavía le invadía, le pasara paulatinamente. De pronto reparó en que la ventana que daba al angostillo estaba abierta. Se levantó como un resorte, a pesar de sus cuarenta y cinco años todavía mantenía una complexión física y unos múscu­los que respondían exactamente a todo lo que quería, además de un autodominio emocional que muy pocos conocían y que la mayoría en realidad subestimaba. Se acercó a la ventana. Indalecio, que lo estaba mirando por un resquicio en la ventana, se dio cuenta de que se aproximaba y salió corriendo. Francia inmediatamente comprendió que había alguien porque alcanzó a ver la sombra que se alejaba rápidamente y se perdía defini­tivamente en las tinieblas de la noche. En ningún mo­mento pensó en perseguirlo. No le llegó a ver, así que no sabría quién era aunque lo tuviera enfrente. Pensó que se trataría del mendicante que cada tanto venía al callejón a rogar pitanza y al cual él nunca había visto, pero sabía que su mucama le entregaba cada tanto al­guna que otra fruta. Francia cruzó entonces el patio y fue al cuarto de servicio donde estaba la matrona, algo entrada en edad, que fungía de mucama, ama de llaves, cocinera y lavandera, todo en uno, para delicia del doc­tor. La despertó porque ya se había dormido, creyendo que ya no necesitarían de su servicio por ese día.

—Ordene, patrón. Pensé que ya no necesitaría de mi ayuda. La cena está servida como siempre encima de la mesa, debajo del cubrepán.

—No es eso…

—El vino aguado está al lado y hay más en la fres­quera patrón…

—Gracias, pero tampoco es eso. ¿Cómo se llama el menesteroso ese que a veces entra por el callejón para ver si no sobró alguna comida?

—Creo que Indalecio patrón, ¿porqué? ¿Hizo algo malo?

—No nada, sólo tengo curiosidad. ¿Dónde se lo suele encontrar?

—Nadie sabe mucho de él, patrón, pero hay quienes dicen que suele estar a la entrada de la catedral los do­mingos y otros días vaga por los bajos del Cabildo sin rumbo fijo…

—Gracias, vuelva a dormir, me ha sido de mucha ayuda.

—Cuando guste, patrón, buenas noches

—Buenas noches —respondió Francia mientras se retiraba satisfecho de la información recabada.

Se lo había repetido por tres veces y aún en el rostro de los puntillosos oficiales se veía ese asomo de sonrisa que indicaba a las claras la incredulidad.

—Pedo, seores comaantess, se los digo y se los reito, el doctor Francia está buscando minar la autoidad de toos ustedes y luego, cuando se produzca la indeenden­cia apoderarse del gobierno…

—No sabes ni lo que hablas Indalecio. ¿Así dices que te llamas, verdad? —preguntó el alférez Galeano.

—Si, seor comaante —equivocó por décima vez el grado—. Pero les digo, le escuché y estaba covencido de todo ello…

—¿Cuántas copitas de caña has tomado ya hoy, In­dalecio?

—Pero señor, Vive Dios, ¡hip! que digo la vedad. No he toado ninguna copa… —dijo ofendido mientras se bamboleaba de un lado a otro.

—Pues tu nariz colorada, tu aspecto, tu forma de hablar y tu aliento confirman lo contrario.

—Pede ser que una pizquita de alcohol… —se de­fendió Indalecio mientras con la mano trataba de dar el equivalente a una medida de caña.

—Un tonel, diría yo —sentenció Galeano.

—Pedo no me atrevería a mentir a su exceencia — defendió una vez más Indalecio.

—Ahora quieres hablar con el comandante Yegros. No te basta con lo que me cuentas a mí que soy coman­dante de Guardia, quieres engatusar hasta a un verda­dero comandante de cuartel…

—¡Basta ya! —Se escuchó de detrás de la puerta del lado que estaba cubierto con una gruesa cortina grana­te. Ésta se abrió y salieron de allí dos militares cubiertos de charretera y con varios distintivos de su alto rango.

—¡Comandante Yegros! ¡Comandante Caballero! — Se cuadraron Galeano y los otros dos oficiales.

—¡En mi vida he escuchado tantas burradas como en los últimos veinte minutos, Indalecio! —dijo Caba­ llero, mientras salía de entre las sombras y paseaba su señorial figura por la habitación de la guardia. Indalecio lo conocía porque había estado a su mando como coci­nero de tropa, cinco años antes, en la época de las inva­siones inglesas al Río de la Plata, cuando aún la bebida no había ganado la batalla a la dignidad de la persona.

—Pedo coaandante Caballeo… —casi gritó Indale­cio.

—Con cuidadito, y esto lo sabes bien, ¡en mi cuartel el único que alza la voz soy yo! —Le contuvo Yegros, sa­liendo al paso mientras lo apuntaba con su dedo índice y lo miraba con ese ceño que se hizo legendario en las batallas de Tacuary y Paraguari.

Evidentemente Indalecio se encontraba en presencia de dos militares de valer, de carácter y, más que nada, probados en combate.

—El doctor Francia no hará nada de eso —continuó Caballero—. Iturbe lo tiene comiendo de la palma de su mano y él sabe bien que si nosotros hacemos rechi­nar nuestros sables ya nada podrá salvarlo. Hoy mismo, bastó el que descanse mi mano sobre el pomo de mi espadín, para que en sus ojos brillara el respeto que me merezco.

—Francia piensa miar su autoidad —intentó una vez más Indalecio.

—¡Minar la autoridad ni nada! Los soldados son dis­ciplinados y solo aceptan ser guiados por sus superiores naturales que somos nosotros, sus comandantes mili­tares.

—Va a coeencer a los mandos medios…

—¡Basta de sandeces! No te das cuenta que después que se produzca la independencia y que Francia nos preste su cerebro de doctor en derecho para todo lo que hubiera menester desde el punto de vista legal y proto­colar, será encasillado en algún puesto burocrático pero sin poder real. Luego de la entrevista que tuvimos esta noche y en la cual hemos puesto los puntos sobre las ies, Francia ya no se atreverá a hacer ningún movimiento que nosotros no queramos.

—Coaandante, usted no quiere ver...

—¡Basta! ¡A callar mendigo! —alzó la voz de for­ma jactanciosa como quien se cree superior a todo—. ¡Cómo te atreves a hablar de uno de los manes de la patria! Yo podría hacerlo porque soy su igual, pero tú, tú desde hace años no eres más que un vago dipsómano, un verdadero tonel andante, que ha renunciado a vivir la vida como debe ser vivida, por un eterno y errante letargo alcohólico. ¡Basta de cuentos, que tengo asun­tos más importantes que tratar! ¿Cuánto quieres para tu borrachera? —preguntó como dando por concluido el encuentro.

—Eh, seor... —alcanzó a decir Indalecio.

—Alferez Galeano. —Como el vago no se decidía—. Dele unos cuantos macuquinos para su caña blanca y que nos deje en paz. Si todavía se resiste y pronuncia alguna otra palabra, ¡échele a la calle a patadas o métale en el calabozo luego de propinarle unos veinte reben­cazos en las sentaderas para que aprenda a no inventar historias sin fundamentos, y que no malgaste más mi tiempo!

Dicho esto salió seguido de Yegros, mientras el alfé­rez Galeano hacía llamar a dos soldados para quitar al pordiosero a la fuerza. Indalecio, luego de recibir unas monedas no protestó y fue echado, con una dignidad que sólo el comprendía, a la calle.

Y bueno —pensó Indalecio—, si no quieren creer­me… menos mal que a pesar de lo brusco y pedante, Caballero tiene una bolsa substanciosa y generosa y para mañana luego de una buena botellita de caña, ni me acordaré de quién es Francia.

Martínez apareció a la hora indicada acompañado de Policarpo. Francia ya lo estaba esperando impacien­temente y luego de una conversación que duró hasta la madrugada, Policarpo volvió a salir a buscar a otra persona. Esta vez iba en pos de un sombrío personaje que vivía en las afueras de Asunción, mucho más allá de la loma Tarumá. Se sabía que había matado a varias personas, generalmente para robarle algo, pero si bien las autoridades ya lo habían metido preso y lo habían tenido en el yugo varios días seguidos, no habían con­seguido hacerle escarmentar ni probarle nada, por lo que sus maltrechos huesos en esos momentos dormían plácidamente en una choza cerca del mangrullo sur del río. Policarpo lo conocía bien. Más de una vez había requerido sus servicios y siempre había sido hecho a satisfacción del cliente de turno. Anacleto Mancuello, que así se llamaba el terrible malevo de turno, tampoco se había quejado nunca de su mandante porque pagaba bien y en el momento preciso. No sabía ni quién era el que enviaba a Policarpo a contratarlo pero sí sabía que era una persona en extremo ambiciosa y que carecía de miramientos a la hora de encargar un trabajo. Solo exigía que fuera bien hecho, pronto, con absoluta dis­creción y nada más.

—Estas son las señas —le dijo Policarpo sentado en una butaca de cuero al lado del catre rayado y con sucio mosquitero de tul—. Ya sabes qué hacer.

—Me encargaré en la mañana… —dijo un aún adormilado Anacleto, mientras intentaba desperezarse entre el poncho negro, la manta gris y el bolso de arpi­llera que le servía de almohada.

—¡Ahora! —mandó con seguridad Patiño— Mi pa­trón no pagará si es que el que sabemos vuelve a ver el sol.

—Esta bien, ya voy —refunfuñó Anacleto, al tiempo que muy a disgusto suyo, empezaba a buscar las botas que calzaría y el infaltable facón que siempre llevaba consigo.

Francia se presentó poco antes del amanecer en el cuartel de la Bahía. Lo habían hecho llamar de urgencia y los nervios casi le habían jugado una mala pasada. Por un momento pensó que Martínez lo había traicionado, pero cuando llegó los temores se disiparon para gran alivio suyo. Los comandantes estaban ya acuartelados porque corrían rumores de que el poder español sabía ya de la trama conspiratoria y se preparaban para resis­tir los anhelos independentistas o a entregar la sobera­nía provincial a unos plenipotenciarios portugueses que llegarían en cualquier momento. Los arsenales se abrie­ron y los fusiles y los barriles de pólvora se distribuyeron entre los soldados regulares y las milicias de voluntarios disponibles. Los cañones fueron aceitados y montados en las cureñas con sus respectivos afustes y los apunta­ron hacia la casa del gobernador y los otros puntos de la ciudad susceptibles de ser sitios de resistencia enconada. En el movimiento típico de zafarrancho de combate — todo acción, todo nervio— los comandantes militares del movimiento no prestaron atención a que cuando Francia salía al patio del cuartel los oficiales de mando medio se cuadraban ante él y que varios de ellos, ante cualquier novedad, le informaban primero a él antes que a sus jefes naturales… Francia estaba tomando de a poco las riendas de las cosas. Pero todavía había un pequeño detalle que lo preocupaba y como perfeccio­nista que era no podía darse el lujo de que el cabo más pequeño quedara suelto…

Amanecía sobre Asunción, la luz ya inundaba todos los tejados, las colinas pobladas, los potreros aledaños, los arroyos de los andurriales, las calles polvorosas, los hoscos mangales, las huertas de los suburbios, los her­mosos azahares, las bien surtidas tiendas de los comer­ciantes, las enormes casonas de los señores, los diminu­tos ranchos de los humildes, los rígidos cuarteles, los altos campanarios de las iglesias y los jardines de jazmi­neros florecidos. Con una temperatura baja y una brisa fresca que venía del sur la hermosa Madre de Ciudades y Cuna del Primer Grito de Libertad en América, con sus casi tres siglos de vida, estaba radiante bajo ese sol del que solo cabía esperar la mejor de las venturas. Pero la gente dentro de la ciudad estaba nerviosa, inquieta, alterada, frenética. Pocos habían dormido bien toda la noche. Era el martes 14 de mayo de 1811. Los francos se habían suspendido y los soldados estaban todos acuar­telados. La gente en las calles corría a muñirse de víveres en las despensas y de agua de los pozos y aljibes. La ac­tividad era febril, nerviosa por el futuro incierto. Todos parecían intuir que en la noche habría “movimiento”, todos temían las consecuencias, pero nadie quería dar un paso atrás, el tiempo de la sujeción colonialista esta­ba pasando irremediablemente. Entre “gallos y media­noche” se fraguaba el futuro. Un tiempo nuevo estaba por parir. Entre ese mar febril de movimientos, de acti­vidades incontroladas, un perro ladraba lastimero a lo lejos cerca del escollo del río. Luego de mucho rebuscar­se por comida había encontrado algo raro y no propio del lugar. Aparte del can nadie reparó en el cuerpo de Indalecio que flotaba inerme en el bajío de la bahía…

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - MAYO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay. Mayo- 2014

 

 

 

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