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OSCAR PINEDA

  LOS IDUS DE MARZO - Cuento de OSCAR PINEDA


LOS IDUS DE MARZO - Cuento de OSCAR PINEDA

LOS IDUS DE MARZO

Primer Lugar - Premio "Dr. Jorge Ritter",

edición 2005 organizado por

La Casona COOMECIPAR y SERVILIBRO

Cuento de OSCAR PINEDA

 

XV

 

La calle estaba obscura y prácticamente desierta, aunque allá a lo lejos se divisaba un farol y de vez en cuando se cruzaba algún perdido transeúnte que deambulada por allí. El farol debía agradecérselo a Quinto Metelo, uno de los últimos ediles curules que se preocupó siempre de iluminar bien los barrios más populosos para que ningún viandante de la plebe se tropiece ni con el cordón de la vereda. A pesar del peligro que representaba estar a estas altas horas de la noche por este mar de callejuelas que era el Transtiber, con el consiguiente riesgo de encontrarse con algún ladrón de poca monta, Marco Pompilio Cotta se sentía contento, pues acababa de presenciar una de las sátiras de Plauto y éstas causaban siempre en él un endulzamiento instantáneo de la vida y una recarga de las energías básicas de su espíritu inquieto. Al pensar un poco más en lo que estaba buscando, un cierto escalofrío recorrió todo su cuerpo. Lo mismo ocurrió cuando cayó en cuenta de la hora y el lugar en el que se encontraba, con la bolsa llena de talentos, siendo él una persona de la clase alta, un senador de la gens Pompilia, y sin un sólo custodio que guardase de su persona. Pero lastimosamente ese era el requisito que le habían impuesto para este esperado encuentro. El ladrido de un perro causó en Marco un pánico excesivo e inmediatamente desenvainó una daga que a veces llevaba consigo entre los pliegues de su toga pretexta. Aunque nunca en su vida había matado y se salvó de servir en las legiones gracias a la influencia de su progenitor, tenía toda la predisposición para utilizar el arma, aunque en realidad la mayoría de las veces solo había servido para cortar alguna que otra naranja antes que para bélicas manifestaciones. Con todo, y a pesar de no ser tan diestro en su uso por la falta de práctica, al empuñarla, se sintió mucho más seguro, y el alma le volvió al cuerpo luego del tremendo susto. Siguió caminando hasta que llegó al punto donde la callejuela formaba una curva después de la cual una pequeña casita, con un callejón al costado, sobresalía sobre las demás porque estaba pintada en verde claro. Que mal gusto, dijo al instante, pero era exactamente la dirección que estaba buscando. Envainó la daga y se envolvió en su capa gris para no ser reconocido mientras avanzaba hacia la casita. En ese momento oyó el rechinar de un caballo y algunas de estas bestias se dejaron ver en el callejón de al lado de la casita verde. Encima de los caballos iban hombres de armas que notó al instante. Todos tenían capas rojas que cubrían de alguna forma sus petos, la lórica segmentata, de las legiones romanas. Por el costado sobresalían, los escudos cuadrangulares metálicos, las lanzas o pilum y las gladius hispanicus, la terrible espada de doble filo que tanto temían los enemigos de Roma. Al ver todo esto, que era algo que no esperaba, Marco decidió no seguir avanzando y quedarse a observar qué era lo que pasaba. Se mantuvo quieto debajo de un balcón y al lado de un pequeño árbol que le servía de improvisada guarida. Desde allí podía ver todo lo que sucedía y como ese sector de la calle estaba oscuro por un balcón que hacía sombra y el árbol que lo envolvía de noche, los legionarios no tenían muchas posibilidades de verlo. Un soldado de más edad abrió la puerta de hacia adentro y con un ademán llamó a sus compañeros que estaban formados en el callejón. Estos salieron del mismo y en medio de la formación, que se componía de unos 10 legionarios, venía una soberbia pero a la vez austera litera que alzaban unos 8 esclavos de las tribus galas o germanas, reconocibles especialmente por las trenzas doradas, y los grandes mostachos que algunos tenían. Los siervos formaron directamente delante de la casa verde, de tal forma que el que tenía que salir de ella sólo caminase unos pocos pasos por la vereda para luego subir al refugio que le brindaba la litera. Marco, con lo curioso y chismoso que siempre era, se alabó del lugar que había escogido para refugio temporal, porque desde allí, a pesar de las precauciones tomadas por el grupo armado, estaba lo suficientemente cerca para no ser visto ni por la tropa ni por los esclavos y, sin embargo, el dichoso farol iluminaba exactamente el lugar donde tenía que pasar el importante dueño de la litera y también un pequeo sector por donde teníaque transitar al doblar la esquina para dirigirse al Aventino que era lo que se vislumbraba más allá y era el lugar donde tenían sus fastuosas residencias muchos de los notables de Roma. ¿Quién sería este importante hombre? era la pregunta que le corroía en ese instante. El momento en el que tenía que salir a la calle había llegado y el hombre, porque era lo que le pareció ver, se asomó a la calle, miró a todos los lados y pasó rápidamente a la litera. Marco alcanzó a ver la parte superior de su rostro, era de estatura mediana, casi calvo, usaba una especie de adorno con pequeños cuernos que no consiguió distinguir, tenía el seño fruncido, el porte era recio, y su blanca capa le cubría exactamente la parte inferior del rostro y para ello lo atajaba casi a la altura de los ojos con su mano derecha del cual consiguió distinguir un hermoso y enorme anillo con el símbolo de la Venus Genetrix en dorado y plateado. Su vista, a pesar de su edad seguía siendo la de un águila, se jactó. En alguna parte había visto ese anillo y no memoraba dónde. Su memoria, claro, no iba a la par que su vista y de ello no quiso ni acordarse. El personaje se subió presuroso a la litera e inmediatamente partió para el este con sus esclavos y su pequeña pero poderosa escolta. Al dar vuelta la esquina, Marco volvió a vislumbrar el anillo cuando el que iba adentro corrió mejor una de las cortinas de la litera. ¿Donde había visto ese anillo? Lo primero que pensó fue que se trataba o de uno de los dos cónsules o deuno de los generales de la moribunda república, o de algún invitado importante de Roma que ya se había latinizado en sus formas y en su vestir y que para halagar a la ciudad eterna, su anfitriona, era capaz hasta de usar uno de sus más importantes símbolos en el anillo. Cuando Marco se aseguró que ya nadie quedaba en la calle, salió de su escondite y se aproximo a la puerta de la casita verde. Cuando estaba por golpear una voz desde adentro le dijo, para mucho susto de él, "pasa, te estoy esperando". Marco entró y se sentó en la silla próxima que le ofrecían.

Dos horas después Marco estaba reposando en el triclinio ele su hermosa casa ubicada en el Quirinal, a pasos del campo de Marte, pero ahora su rostro era sombrío, una gran preocupación trastornaba completamente su calma habitual. Aun sonaban en su cabeza lo que le había dicho poco antes el augur de Apolo que fue a consultar:

 

".... los Idus de Marzo.

Tu suerte, aunque no lo quieras, estará ligada

al que acaba de partir, porque..."

 

¿Y quién era el que acababa de salir?  No. Seguramente, la sacerdotisa trashumante de Apolo se estaba equivocando, aunque en los últimos 12 años en los que llevaba consultando secretamente, en las varias extrañas direcciones que hasta el momento le habían dado, nunca hasta ahora había cometido un error. Por supuesto lo único bueno de la profecía era que si no le pasaba nada a ese poderoso hombre que salió cuando él estaba llegando tampoco pasaría nada malo después. Los acontecimientos iban concatenados, si se conseguía evitar lo primero, también se sorteaba lo segundo. En una ocasión le habían profetizado que sería seriamente herido en su palco en el circo romano en el día de la inauguración de los juegos instaurados para festejar los triunfos del opulento general Marco Licinio Craso contra la rebelión de los esclavos encabezada por Espartaco. Ese día no fue al circo e hizo que el viejo Urso, el esclavo tracio de sus padres, ocupase su palco. En medio de una de las peleas un gladiador triciario golpeó tan fuerte con el tridente la espada de su adversario que esta salió volando hacia los palcos y se incrustó en el brazo derecho de su esclavo. Se lo tuvieron que amputar pero siguió viviendo y hasta ese momento seguía prestando importantes servicios en su villa veraniega de Capri, donde iba en la estación estival. En ese momento se había cumplido la profecía, pero a él no le había pasado absolutamente nada. Se evita o se esquiva lo primero, tampoco pasa lo segundo, era de una lógica tan simple pero a la vez compleja que requería que uno hiciera su parte para que sucediera de la forma que se deseaba. Pero ¿quién era ese hombre, ese del anillo sobredimensionado? Debía descubrirlo y defenderlo a como dé lugar. Era lo único que importaba en ese momento. Tomó un trago más del magnífico vino de la Liguria, bendición de Baco, que tenía en su copa y luego fue a dormir con la promesa de encontrar lo antes posible al misterioso personaje. Faltaban solo tres días para los Idus de marzo.

Se despertó con el alba, algo abotagado por el vino, hizo que Clito, un esclavo macedonio de su confianza y con grandes dotes de dibujante, a su descripción garabateara la forma y la imagen del anillo sobre un papiro, con carbonilla del modo más verosímil que pudo lograrse. Luego reunió a todos sus esclavos que eran unos cincuenta y les encomendó que buscasen al portador del anillo. Les dio como importantes señas, aparte del anillo en sí, la estatura mediana del personaje a buscar, su porte recio, su incipiente calva y una edad intermedia. Les mandó revisar de punta a punta, todas las termas frecuentadas por los ricos y poderosos, además del Foro, el senatus y de preguntar, a cuanto esclavo encontraran, por las calles sobre el portador de ese anillo. Luego fue al Circo Flaminio donde frecuentaba gente de alta posición para dedicarse también él mismo a la pesquisa que le preocupaba.

Así pasaron dos días sin que se tuviera ni la más mínima noticia de lo que buscaba. Los esclavos salían al amanecer y volvían muy cansados al anochecer sin ninguna respuesta positiva, nadie sabía nada del personaje del anillo. Casi al final del segundo día también volvía Marco, con algunos esclavos, con las manos vacías, preocupado en su litera y acompañado de su esclava Licia quien le escanciaba de vez en cuando su copa de vino. Se preguntaba cómo haría para encontrar al anilludo, si torturaba a la sacerdotisa del oráculo probablemente más males caerían sobre él, su señora, sus hijos, toda su familia. Siempre hay cosas peores que el retornar uno solo a la casa de Hades. Estaba atravesando el Foro iluminado por antorchas y de vez en cuando se veían soldados custodiando los accesos cuando pasó frente a una de las tantas estatuas del general Cayo Mario que adornaban la vía por donde iban, y que se habían vuelto a colocar una vez que terminaron las proscripciones de Lucio Cornelio Sila. En el pilar que sostenía la estatua la esclava Licia descubrió algo que inmediatamente comunicó a su amo. Marco ordenó a los esclavos que sostenían la litera dirigirse hacia el monumento. En él se veía de forma singular el hermoso símbolo de la Venus Genetrix trabajado de modo perfecto en mármol blanco. Se dijo: "!que tonto fui! ¡Es el emblema familiar de los Julios! ¡Una de las gens romanas más antiguas y que se consideran descendientes de Venus! ¿Y quién podría ser el pelado que usaba ese anillo? No podría ser otro que el general Cayo Julio César, el sobrino político de Mario y el hombre más poderoso de Roma. ¡Vaya debilidad tenía el general!, consultar a los oráculos sobre su suerte, como si no hubiera tenido ya tanta luego de sus increíbles proezas en las Galias y su victoria sobre, el hasta entonces afortunado, Pompeyo Magno en Farsalia. Él, consultando un oráculo, al igual que yo, al igual que muchos otros que no sabemos... Con razón que su escolta era reducida, para no llamar la atención y esos cuernos no eran otra cosa que la corona cívica que le autorizó a usar el Senado para honrar su gloria, aunque él lo usaba más para cubrir su prematura alopecia, que le daba mucha vergüenza. ¿Y cómo yo podré defender al hombre más poderoso de Roma? ¿Qué debo hacer para que no le pase nada, que no le pique ni un mosquito? El día de mañana debo acompañarlo a primera hora porque, según sé, hará una salida espectacular, de gran efecto político, se dirigirá al Senatus para pronunciar un importante discurso y en el camino se dejará rodear por el populacho. Es allí donde estará más expuesto a ser víctima de cualquiera que quiera hacerle algo. Yo como senador puedo aproximarme lo suficiente sin que se desconfíe de mí y ordenaré a mis esclavos y libertos que nos sigan mezclados en el populacho y a todos armaré con espadas cortas que puedan ser ocultadas debajo de las mantas. Si, nadie podrá hacerle nada" Maquinando todo esto, se retiró a dormir tranquilo y ordenó a sus esclavos más fuertes a estar atentos al amanecer porque tenía un importante encargo que hacerles.

Eran las ocho de la mañana cuando Julio César, el más grande genio militar de Roma, un émulo de Alejandro el Grande, digno sucesor de Lúculo y de Escipión el Africano, salió de su hermoso palacio en el Palatino, no del Aventino como en un principio creyera Marco, caminando como cualquier mortal, vistiendo su blanca toga pretexta, y se dirigió a la Curia de Pompeyo donde se reuniría el Senado. Le acompañaban su secretario Vipsanio Trisaurio, dos de sus centuriones veteranos y media docena de legionarios a una prudencial distancia. Al llegar a la calle principal le estaba esperando una estruendosa multitud que rodeó al pequeño grupo por completo y procedió a seguirlos. Mantuvo una conversación rápida con un hombre a quien vio en la esquina y que estaba vestido a la usanza oriental y luego prosiguió camino. La gente aclamaba a César a cada rato con elogios dignos de un hijo de Hércules, o directamente de un dios del Olimpo. Y él se sentía en su salsa, su vanidad desbordaba ese día, en que se mezclaba con todo el mundo, como un consumado político, nunca diciendo no, prometiendo el oro a este de su derecha y el moro a ese de su izquierda, al otro de más allá le prometía un cargo de pretor y al de más acá el de gobernador de una de las provincias asiáticas y así continuaba caminando con una sonrisa de oreja a oreja. La gente se divertía con él y él lo percibía, y de eso quitaba fuerzas para el siguiente paso. "¡Que loco!", pensó Marco quien se mantuvo a dos metros de él apenas había llegado a la calle principal, "¡Cualquiera aquí lo puede matar con una facilidad que da miedo! ¡Y yo que lo tengo que defender aunque ni siquiera pertenezca a mi partido senatorial! ¡Por Júpiter que hice bien en distribuir entre el gentío, armados hasta los dientes, a mis libertos y esclavos!". Con esta desesperación, por parte de Marco, pasó la primera cuadra, donde un hombre le entregó un pequeño pergamino que no leyó, y luego la otra, y la otra hasta que pasaron las diez que había hasta la Curia de Pompeyo. Fuera del edificio donde se reunía esta "Asamblea de Reyes", como lo había llamado en tiempos de Pirro un perspicaz embajador tarentino, donde comenzaba la escalinata que lo separaba del resto de la plaza que tenía enfrente y que se unía al Foro propiamente dicho, había una muralla de legionarios que impedían el que ingresasen al sagrado recinto otros que no fueran los senadores y otros altos magistrados. Cuando llegó allí César, Marco se sintió mucho más tranquilo y ordenó a sus hombres que vayan a pasear por el Foro y por el teatro de Balbo en grupos pequeños para no despertar suspicacias de ninguna clase. Ya mucho se había sufrido en tiempos de las proscripciones de Mario y de Sila con los grupos de sanguinarios mercenarios armados y la gente todavía tenía algo de psicosis con relación a ello. En ese lugar no pasaría nada malo pues los senadores eran casi todos de clase patricia y no podían caer en tan mala fama de manchar ese lugar que era la institución más antigua y más venerable de Roma, aparte de que casi todos los que estaban allí eran de la familia o amigos o clientes de César, pensó. Cuando César estaba por pasar el anillo de soldados un pordiosero que se encontraba cabizbajo y postrado en el suelo al pie de donde comenzaba la escalinata, le llamó la atención. Extrajo unas monedas de su bolso y se lo pasó. El mendigo levantó la cabeza, tenía los ojos cegados y con todo parecía mirar a César directamente a las entrañas, dificultosamente agarró las monedas que le pasaba y dijo en voz baja apenas audible, "Acuérdate de los Idus de Marzo'". Nadie hizo el menor caso a lo que dijo, pero a César inmediatamente se le esfumó por unos instantes la sonrisa que tenía desde que se levantó esa mañana. Pasó el cordón y allí le estaba esperando uno de sus lugartenientes, el jovial y alegre tronera de Marco Antonio y más allá estaba Quinto Cicerón uno de sus mejores generales de caballería y amigo de la infancia. Marco pensó mientras reía para sí mismo, "no, aquí ya podemos estar tranquilos, todos lo aclaman y está rodeado de sus leales. Ya no ha pasado lo primero así que no pasará lo segundo. Con todo trataré de mantenerme algo cerca de él. Allí hasta veo a su hijo Bruto a quien tiene adoración". Así entraron los notables en el salón principal y cuando todos ocuparon sus puestos comenzaron los oradores a llenar con su estentórea oratoria todo el magno recinto. César estaba sentado a un costado, rodeado de sus leales, entre quienes se encontraban Publio Servilio Casca, Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto. Quinto Cicerón y Marco Antonio estaban más lejos, en el otro extremo, casi en la salida y un senador se acercó a hablarles de algo por lo que tuvieron que salir a la antesala. Marco se mantenía unos metros detrás de César, como una forma de precaución. Cuando ya se tranquilizó lo suficiente se puso a contemplar los frescos que adornaban el techo y las numerosas estatuas que con sus pedestales se erguían varios metros del suelo, en especial una de considerable tamaño del general  Furio Camilo, el salvador de Roma, que estaba a su lado y que sobresalía en demasía debido a una parte de la maza de guerra que utilizaban en ese tiempo. Estaba absorto en ello mirando haciaarriba y en un momento bajó la vista, Tulio Cimber que estaba haciendo en ese instante el uso de la palabra se aproximó a César pidiendo clemencia para su hermano desterrado. César le contestó con autoridad que su hermano había sido juzgado y condenado. Entonces Cimber se arrojó a los pies de César y los sujetó fuertemente. César gritó "Esto es violencia"". Inmediatamente los rostros de los senadores, que estaban alrededor de César, se transformaron y a una señal de Cimber que estaba en el suelo, extrajeron de lasmangas de sus togas filosos puñales de todo tipo. Marco alcanzó a ver asombrado cómo estos senadores, entre los que se encontraba Brutus, rodeaban a Césarpor todos lados, dispuestos a asesinarlo y nadie parecía querer o poder impedirlo. Repuesto de un primer instante de asombro, desenvainó su daga y corrió para socorrerlo pero con tanto descuido y mala suerte que al hacerlo golpeó la frente contra la maza de la estatua de Camilo y cayó al suelo inconsciente. Pareció escuchar entre sueños un terrorífico quejido y luego como en un suspiro resignado "Tu quoque, filie" ("Tú también, hijo").

Poco después, con la vista algo nublada comenzó a levantarse, su toga estaba mojada y se adhería al cuerpo. Lanzó un grito de horror cuando se dio cuenta de que era sangre, pero palpándose se dio cuenta de que no estaba seriamente herido salvo por el tremendo chichón en su frente. La sangre no era suya sino del manojo sanguinolento que se encontraba a menos de dos metros de él. Estaba todavía atontado por el golpe que se dio con la estatua de Camilo. La sala estaba vacía, se levantó y escuchó que la gente afuera gritaba cosas ininteligibles. Eran gritos de horror, como debía ser el día de Hefestos. Quitó la toga al cuerpo tirado que estaba cerca de él. No había dudas, era el de César, o lo que quedaba de él, muerto en el lugar donde más seguro podría sentirse, rodeado de los suyos, y por ironía del destino, justo a los pies de la estatua de su archienemigo Pompeyo Magno. Marco todavía tenía su daga en la mano, que había sacado para defender a César. Todo atontado fue hacía la salida. Llegó a la escalinata. Alcanzó a ver que la gente corría sin dirección por la plaza de enfrente, por el templo de Belona y más allá por el Foro. Que los soldados estaban subiendo la escalinata. Que los gritos decían que César había sido asesinado y que los senadores lo habían matado. Trató de volver a tener pleno uso de sus facultades, cuando sintió que alguien estaba detrás de él en la explanada al final de la escalinata. Se dio vuelta, era un centurión, un primo pilum de la X legión Félix de César. Marco iba a decirle lo que acababa de suceder alzando la mano que tenía la daga para apuntar hacia adentro cuando sintió como un rayo que le atravesaban el corazón. El centurión creyendo que era uno de los que había atentado contra César, porque tenía la daga en la mano, le había traspasado con su pica. Marco cayó rodando por la escalinata y manchando con su sangre la hermosa marmolería de la Curia de Pompeyo, en esos últimos segundos en que la vida le abandonaba todavía parecía resonar en sus oídos el oráculo de Apolo:

 

“Cuídate de los Idus de Marzo

Tu suerte, aunque no lo quieras,

estará ligada al que acaba de partir,

porque morirás exactamente 45 minutos

después que él

y nada podrá impedirlo”

Sans Souci.

 


 

 

Fuente:

15 CUENTOS OCURRENTES, RECURRENTES Y OCURRIDOS

por OSCAR PINEDA

oscarpineda@hotmail.com

Editado con el apoyo del FONDEC y Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay 2007 (167 páginas)

 

 

 

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