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  LOS ESPECTROS DE LA FLORESTA y LOS PIONEROS DE CYGNUS X-1 - Cuentos de CHESTER SWANN


LOS ESPECTROS DE LA FLORESTA  y LOS PIONEROS DE CYGNUS X-1 - Cuentos de CHESTER SWANN

LOS ESPECTROS DE LA FLORESTA  y LOS PIONEROS DE CYGNUS X-1

Cuentos de CHESTER SWANN

 

 

LOS ESPECTROS DE LA FLORESTA

 

Anochece entre los cerros del azul Amambay, como quien no quiere la cosa. El horizonte menstrúa un rojo sucio de sol agonizante y polvare­da, apenas disimulado por el follaje. El astro rey lanza sus postreros y mortecinos rayos-ya casi fríos tras la caliginosamente brumosa tarde-, antes de ir a acostarse allende las anfractuosas serranías. El frescor del aire invita a la lumbre y a la frugal reflexión de unos sorbos de caliente infu­sión de mateína. Pensé en lo lejanas que quedaron en el tiempo las tropi­cales florestas devastadas por algunos inescrupulosos terratenientes de la región, confabulados con empresarios fronterizos y capitalinos de las altas escuelas delictivas de la política y el capital salvaje.

Esa tierra misteriosa que conocí en mi juventud estaba preñada de verdes multicolores, de horizonte a horizonte; y engalanada de leyendas con su histórica raigambre de heroicas remembranzas.

No. ¡Ustedes no han visto lo que yo! Incluso llegué a penetrar-cual violador furtivo de sílfides cachondas-en sus entrañas, sin sol pero bu­llentes de vida. ¿Podrían imaginar tanto verde? Los otrora gigantescos urunde'ymi o perobas, como dicen los rapaces rapiñeros rapáis, cubrían de doseles umbríos a los de mediano porte, los que a su vez recubrían solícitos duplicando la lobreguez, a los arbustos. Y éstos finalmente, al suelo feraz y húmedo, donde a pleno meridiano apenas veías las puntas de tus zapatos. Y si llevaba algún sombrero ¡ahí sí que ni siquiera podría ver la hora en un reloj de pulsera! ¡A eso llamo yo floresta, y no a esa barata imitación de bosque tropical que nos «prestó» el Banco Mundial para cuando ya no existamos como país, sino anexado por alguna sub potencia tercermundista limítrofe y lejana a la vez!

Bueno. Esa tarde, a la hora de la triste sepultura del sol veraniego, el viento norte azotaba los árboles con polvillo bermejo de óxido ferroso haciéndolos gemir, si no de dolor, de epicúreo placer. Consideré justo y preciso hacer un alto. Me desprendí de la pesada pero indispensable mochila, pues debía juntar las suficientes ramas secas para la hoguera. Quedaba poca luz, y el fuego no debía estar ausente de mi compañía. Mi hachuela y mi cuchillo fueron conmigo a por ellas. Cuando hube reunido las suficientes, armé mi tienda de mochilero, y puse agua en la calderilla para unos mates amargos.

Los seres que pueblan la nocturnidad selvática comenzaban a hacer oír sus reclamos crepusculares. Aves, reptiles, quirópteros e insectos lan­zaban sus endechas, sus himnos cacofónicos y sus llamados al éter, quizá intentando comunicarse con sus congéneres o reafirmando su territorio vital.

Aspirando profundamente el aroma a vida bullente, desenfundé mi guitarra y acompañé con su tañido metálico al hirviente coro nocturnal.

Los trémolos, acordes y arpegios no lograron dominar al vocinglerío, pero aliviaron la fatiga de la larga marcha que me trajera hasta el sitio, desde la fronteriza Pedro Juan Caballero (el verdadero apellido del militar epónimo es Cavallero, pero por razones que ignoro, quedó en la grafía actual). El objeto de mi presencia en la selva era, sin duda, registrar y documentar fotográficamente la densa flora, y de ser posible, algo de su variadísima fauna.

La noche se me hizo larga y fría como beso de cadáver. La cercanía de probables fieras me hizo avivar constantemente la fogata hasta agotar los leños reunidos. Ya casi al alba pude dormitar algo, hasta que cesó repentinamente el fresco percibiendo los cálidos dedos del sol penetrar en la tienda para despertarme, junto con los diurnos sonidos de bestias y vegetales susurros. Tras otro mate y un frugal rompeayunos de huevos duros y galletitas de avena, enfundé carpa y guitarra y me dispuse a proseguir mi periplo por los vericuetos de la floresta aún virgen.

Algunos fronterizos me habían hablado con respetuoso temor acerca del mítico "tesoro de López", que el déspota acorralado-en las postrimerías de su muerte, en el lugar conocido como Cerro Corá-, mandara enterrar, dizque para evitar que cayese en manos de la rapiña aliada. Recordé haber leído algo al respecto en "Una amazona" de William Barrett, y algunas referencias de Arsenio López Decoud, en uno de sus libelos contra la irlandesa Elisa Lynch. Esta, supuestamente fue encargada por su amante, con la misión de hacer humo al tesoro del Estado paraguayo, y tras el enterramiento a orillas de un riacho cuyo nombre no se consigna, separó uno de cada diez hombres del destacamento de cien que la acompañó, y los mandó fusilar. De los restantes, separó uno de cada nueve, repitiendo la orden hasta que no quedaron más que dos, a los que ella ejecutó perso­nalmente con pistola.

Ya sola (según Barrett, la acompañaba el coronel Franz Wisner von Morgenstern, ingeniero austrohúngaro al servicio de López y de la con­fianza de éste, por ser homosexual confeso), volvió junto a su amante hasta Cerro Corá, donde se libró la última batalla de la guerra grande.

Luego, ya prisionera, fue confinada en un barco extranjero y llevada a Buenos Aires bajo protección británica. Posteriormente, el tesoro se per­dió en el océano proceloso y profundo de las leyendas. Según los lugare­ños viejos, en ciertas noches tormentosas, aún se oyen los estampidos de los fusiles y cañones aliados y los gemidos de heridos y moribundos en las cercanías del sitio mencionado. Pero el "tesoro" de marras nunca fue hallado y el secreto de su mítico sitio de emplazamiento murió con la Lynch, quien miserablemente fue inhumada en el cementerio de indigen­tes de París, Pere Lachaise, en una fosa común quizá.

Meditaba acerca de estos relatos lindantes con lo mítico, mientras caminaba al albur en los senderos abiertos por los tapires y los indígenas Ka'yngwã o Pãi'tavytërã, que habitan aún la región. Consulté mi reloj y comprobé que la mañana estaba muy avanzada. Según mi brújula, estaría en las inmediaciones de un asentamiento indígena, conocido como Yvypyte cerca del legendario Cerro Guazú o Jasuká-Vendá, el omphalos guaraní u ombligo del mundo. La densidad de la espesura me impedía orientarme o divisar el horizonte, y apenas disponía de agua, por lo que recurrí a mi olfato para llegar hasta el río Ypané, a cuya vera estaría el poblado.

El rugido de un jaguar me puso los pelos de punta. Rogué in mente a los dioses, que estuviese satisfecho y ahíto. Nada hay más peligroso que un jaguar hambriento. Supe quelos genios de la floresta oyeron mis preces, pues el animal se alejó con un ágil salto, elástico y esbelto, tras ser retratado por mí. Por las dudas, empuñé mi cámara, conectando el flash que lo encandilara. S u resplandor me serviría para ahuyentar otros bichos que se interpusiesen en mi sendero.

Más tarde, mi reserva de agua acabó, y ni trazas de arroyo, y menos aún de río alguno. De pronto, un claro en medio de la selva me llamó la atención. Con los sentidos en alerta me aproximó sigilosamente. No ob­servé humano alguno.

A poco, la carencia de agua potable, sumada al calor sofocante del vientre de la selva me indujeron a detener mis pasos y tomar un resuello, continuando mí ya desorientada caminata por la jungla.

A la hora, la mochila duplicó su peso sobre mis exhaustas espaldas, y la sequedad de mi lengua no hallaba paliativo en el jugo vegetal. Mi estado de conciencia estaba tomando otro cariz, y los colores de la selva se acentuaban llamativamente. Y más aún para un inveterado observador de los grises urbanos, donde un lapacho amarillo es todo un precioso acontecimiento.

La deshidratación, más debida al cáñamo que a la carencia del líqui­do elemento, me hizo trastabillar de tal forma que, casi golpeé mi guitarra contra un tronco. Me detuve en dicho lugar bruscamente. Las lianas se me antojaban casi burlonas serpientes, y las gigantescas perobas monstruos no del todo malignos. Con mis últimos atisbos de normalidad consulté la hora y me enteré de que apenas era mediodía. Se me antojaban lustros desde que comencé a mascar los capullos del cáñamo psicotrópico.

¿La ilusión me devoraba, o era real lo que veía? No lo sé con certeza. Siete individuos de torva catadura y uniforme raído de olvidadas remem­branzas decimonónicas me miraban silenciosos y fijos como mal  labra­dos troncos de quebracho. Los siete tenían sangrantes cicatrices en el pecho, como ...como si...

Cerré los ojos, que a esta altura casi no me servían para maldita cosa, pues mi imaginación parecía prescindir de tales órganos. Los reabrí y los siete proseguían mudos y helados en su sitio. Reconocí sus uniformes, por

haberlos visto en el museo del Ministerio de Defensa Nacional como efectivos del aniquilado "Batallón 40" de la guerra grande, masacrados en su totalidad antes de la última batalla. ¿Cuánto tiempo antes? más de cien años, creo.

Mi mente se aceleró intentando comunicarse con los fantasmales restos perdidos en el espacio-tiempo de algún espectral limbo. - Mba'éichapa lo'mitãkuéral-intenté balbucear en mi mal hilado guaraní, a manera de saludo. ¿Serían estos espectros quienes cultivaban el ahora clandestino cáñamo? La locura, que intentaba tomar la fortaleza de mi conciencia, retrocedió momentáneamente. Por fin, los fríos despojos de tiempos pretéritos decidieron romper su mutismo de siglo, pero para mi desconcierto, en un correcto castellano, algo demodé y d decimonónico.

-¡Estarnos firmes en nuestro puesto de custodios de la nación, su merced!-díjome el más apuesto y compuesto (lo que es decir mucho) de los siete. Los otros asintieron con un torvo ademán y ceños en actitud de alerta desconfiada, ante la intrusión de un sapo de otro pozo, como yo me figuraba a mí mismo.

-Nuestro querido caudillo, el mariscal presidente, nos ha con fiado la misión de custodiar los bienes de la república desde el más allá. Y lo seguiremos haciendo por los siglos de los siglos, aún renunciando a nues­tra efímera vida terrenal. Y sepa vuestra merced, que nadie profanará el tesoro de la república, sino cuando desaparezca el último deshonesto y traidor de los límites de nuestra patria.

-¡Mucho aún van a esperar entonces!-respondí sin sorpresa-. Pues de ellos, está lleno el país... (era el vigésimo año de la tiranía, lo recuerdo bien, toda una bidécada de infamia.), y por la cuenta aumentan sin cesar.

-¡No tenemos apuro, vuestra merced! Para nosotros, el tiempo no camina casi. Pero vendrá el día en que deberemos entregar el tesoro de la patria a quienes lo merezcan, para ayudar a construir el bienestar del pue­blo. Hasta entonces, lo guardaremos celosamente, como nos lo ordenara nuestro karaíguazu, su Excelencia don Francisco López. Recién después de cumplir con nuestra misión, descansaremos en paz.

-¿Es cierto que tras esconderlo fueron fusilados por la ... este ... señora del mariscal'?-pregunté a los fantasmales soldados. En esos momentos la lucidez. había derrotado los vahos del cáñamo y me permitió hilar el diálogo sin titubeos ni temores.

-¡No, su merced! ¡El propio señor presidente, el mariscal, nos lo ordenó expresamente! Los más antiguos de nosotros debíamos matar a los más novatos. Luego nos matamos los que quedábamos para no caer en manos de los aliados y sus traidores cipayos nativos, los peros afrance­sados de la legión, que guiaran a los enemigos contra su propia patria. El tesoro de la nación seguirá ahí, libre de la nefanda profanación de los chacales de las nuevas tríplices de las logias de siempre-respondió cl jefe del grupo. Los demás, asentían mudos, con ademanes adustos de rigor.

-Estoy muriendo de sed... ¿no tendrían un poco de agua para beber? -pregunté algo acuciado por la deshidratación galopante.

-No, su merced. No necesitamos comer ni beber, pero le indicare­mos el camino al río (Ypané), No queda lejos, derecho al noreste... por esa picada.

-¿Y vino realmente la... madama con ustedes hasta el sitio ése? -­volví a preguntar.

-No. El mariscal ya comenzaba a desconfiar de esa mujer. Vinimos solo los escogidos del "40". El mariscal personalmente nos dio instruc­ciones de enterar los cofres y baúles quemando luego las carretas lejos del sitio. Los últimos dos que quedamos vivos enterramos a los demás, y tras alejarnos bastante para no dejar huellas, disparamos el uno contra el otro, para cerrar la operación. Si la gringa dijo poseer el secreto, mintió.

-Entonces, está en buenas manos...-agregué , haciéndoles la venia, mano a la sien. -Idos en paz, hermanos.

A esto, los espectrales guerreros del pasado se diluyeron en la cali­nosa tarde de un lugar del Amambay. La sensación de sed fue desapare­ciendo paulatinamente, como por milagro. Los vapores de la locura y el delirio también. Tras una reparadora noche, me levanté al alba y luego de corta caminata al noreste, llegué a orillas del Ypané, donde una aldea indígena invitaba al reposo.

Años después, retorné al lugar. Todo había cambiado. Sólo matorra­les y lagartos quedaban de la otrora umbría mata (se me pegó el argot portugués) atlántica del Amambay, y de su fauna. Cerros desnudos y campos erosionados testimonian hogaño cuánto se ha desperdiciado. Con ésta, van tres grandes guerras que hemos perdido. ¿Que cuáles guerras, me preguntan? Pues... la primera, contra la triple alianza... la segunda contra la cobardía, que nos hiciera ceder gran parte del territorio conquis­tado en la guerra del Chaco... ¿y la tercera? Pues, contra la ignorancia, la delincuencia y la corrupción. El crimen organizado ya forma parte indi­visa de la estructura del poder, es decir: del Estado. Y dicha situación tiene visos de durar mucho tiempo, hasta que los paraguayos despertemos de nuestro letargo de siglos.

¿Saben muchachos? Correrá mucha sangre aún, antes que la decen­cia y la ética retornen a nuestra cultura cotidiana. Mientras, los espectros de la floresta seguirán firmes en sus puestos, aguardando esos días.

Bueno. Ahora les dejo, pues debo ir a casa a pasar por escrito esto que acabo de relatarles, no sea que la memoria -que por tanto tiempo he guardado en vigilante recuerdo-, se me diluya homeopáticamente hasta el olvido absoluto.

 

 

LOS PIONEROS DE CYGNUS X-1

 

A: Isaac Asimov, in memoriam.

 

Wain Zöller, comandante de la Atlantis II, comunicó al pleno de los directivos de la Empresa Space Grows Inc. la noticia: Se aprestaban a ingresaren el sistema solar de Cygnus y se sospechaba la existencia de un planeta con las condiciones de habitabilidad requeridas para colonizarlo. Deberían, empero, aguardar a la flotilla de exploración que en breve se reportaría. En tanto, aguardarían en la órbita planetaria de la estrella gi­gante azul Cygnus X-2, sol de dicho sistema binario (Alrededor de Cyg­nus. orbita velozmente una densa enana blanca neutrónica que absorbe parte de la energía gaseosa de la mayor). Los presentes en la sala de conferencias, se dispusieron a interrogar al comandante Zöller acerca de lo expuesto.

Este, explicó que los responsables de las dos astronaves que coman­daba, mientras orbitaban alrededor de la estrella Cygnus, enviaron peque­ños vehículos de desembarco a verificar un planeta terraforme-es decir, con agua, oxígeno y plataformas continentales-, quizá apto para la vida del ciclo carbono-oxígeno. El que llamó la atención era algo más pequeño que la extinta Tierra, cuna de sus antepasados, pero parecía estar en estado casi primitivo, como aguardando a por ellos. Mas para no correr riesgos de ser rechazados por alguna forma de vida hostil, envió diez tripulantes a cerciorarse de la posibilidad de habitar dicho planeta, aún innominado y desconocido.

El pleno del Directorio de Space Grows Inc. se mostró satisfecho. Tras la destrucción del planeta madre, hacía ya más de dos mil años, varios contingentes basados en Marte habían salido hacia los límites de la galaxia a buscar otros mundos habitables. Las naves Atlantis II y V, gemelas ambas, llevaban en sus entrañas a doscientos mil seres humanos criogenizados en sus compartimientos. Serían despertados, recién cuan­do hallasen dónde desembarcarlos y la empresa se encargaría de ello. Todos habían abonado sus billetes al mundo-sin-mal y no tenían polizon­tes, al menos que se supiera, ya que los controles eran harto estrictos y los colonos fueron seleccionados por su alto cociente de inteligencia y crea­tividad.

Las naves transportaban además, alimentos, herramientas y gran parte de todo cuanto precisarían para los primeros tiempos, hasta llegar a la autosuficiencia. Ahora, tras largo periplo por el borde de la galaxia, habrían hallado finalmente lo que buscaban. Tras el escueto informe, volvieron a las cámaras de hibernación donde aguardarían el regreso de los exploradores y esto podría llevar un par de meses terrestres aún.

Los despertaron al regresar los exploradores con las buenas nuevas. El jefe de la patrulla astrobrigadier Zoran, no sólo trajo información po­sitiva, sino además muestras de agua, del aire del planeta y algunos espe­címenes indefinidos que serían analizados a fin de prever enfermedades alienígenas o preparar antídotos para ellas. No dejarían nada al azar. Los capellanes de la expedición, celebraron misas y oficios para dar gracias al Mesías Cósmico que los había guiado, con sus bendiciones, al nuevo mundo; a la nueva Tierra sin mal; al nuevo paraíso donde reharían a la civilización.

-No aprenderemos nunca-farfulló, quedamente el contramaestre Wrenn-. Vamos a echar a perder de nuevo otro planeta virginal e inocen­te. Los cyber-libros de historia ya lo dijeron. Ocurrió en América precolombina y en Marte. Y siempre, con las bendiciones del vebduti Señor a quien no tengo el gusto de conocer y creo que estos tampoco.

-Cállate, por Dios, Wrenn -exclamó a su lado un ,joven cadete de patrulla. -Si te oyesen los inquisidores de la expedición, te podría ir mal. No lo olvides. El aludido se abstuvo de responder, pero no por falta de ganas de hacerlo.

El informe era alentador. Abundante vida silvestre, árboles gigan­tescos, rocas marmóreas de excelente calidad, vida acuática y cuanto precisarían para repoblar el mermado rebaño humano que huyera de la polución marciana. Y, sobre todo, con las bendiciones de los obispos, pastores, lamas, mullahs y rabinos en pleno, aunque los cristianos eran mayoría virtual. Tal vez hubiese ateos funcionales entre ellos, pero lo disimulaban muy bien.

En un mes más, gran parte de ellos fueron desembarcados en el nuevo planeta y en menos de tres meses terrestres (la rotación del planeta descubierto duraba cuarenta y dos horas GMT y su translación era de casi cuatrocientos veinte años (Se hallaban a más de diez unidades asironómi­cas de la gigantesca Cygnus X-1,unos I.500 millones de kilómetros ,pero la temperatura era Casi similar a la Tierra), habían construido habitáculos provisorios para los pioneros.

En cuanto a la enana neutrónica, la bautizaron Röentgen I, ya que si bien estaba muerta, giraba velozmente emitiendo rayos X desde sus po­los... afortunadamente. De lo contrario, sus veloces disparos neutrónicos podrían ser fatales para ellos.

-Esa densa bola fría rota casi a dos mil revoluciones por segundo y es tan densa, que un centímetro cúbico de su materia debería pesar cientos de toneladas-explicó el Dr. Zarkov, uno de los científicos de la expedi­ción-. Quizá en un par de millones de años se convertirá en un agujero negro, devorando a todo el sistema circundante, incluido a Cygnus X-1. Pero para entonces habremos colonizado otros mundos más allá de An­drómeda. Mientras tanto, la tendremos bajo observación para detectar posibles anomalías.

Tras solucionar el primer problema de hábitat, los miembros y jefes de la expedición, descubrieron un monumento monolítico con una placa que expresaba:

"En nombre de la Humanidad, ocupamos el IV planeta de Cygnus X-1, con las bendiciones de Dios omnipotente, para la gloria del Cristo Cósmico. A las veinte cinco jornadas del mes de Tharad, del año del Señor cuatro mil ciento veintidós, de la Era Divina".

Cuando la ciudad se hubo erigido en un bloque único, un grupo se dirigió a explorar la región ecuatorial del continente 3-A (aún no habían bautizado al planeta, y no por falta de agua precisamente).

Hasta el momento, no tuvieron rechazos de las formas de vida del planeta, ni actitudes hostiles de ninguna naturaleza, pese a que la fauna y flora del lugar eran algo exóticas, aunque aparentemente inofensivos, como si aún ignorasen el poder destructor de la raza terrícola. Por precau­ción, los colonos tenían consigo algunos animales de crianza, para ali­mentos o simple compañía, pero deberían multiplicarlos antes de que fuesen utilizados. Además, era preciso hacerles controles periódicos de adaptabilidad, aclimatación y sanidad.

Demás está decir, que la mayoría de los animales nativos, casi todos muy pequeños, no huían de la presencia humana, como si su amistosa curiosidad tuviese algo ele inteligencia. Simplemente, se detenían a mirar a los recién llegados como quien con­templa a un viejo amigo... o a una sabrosa presa. A más de un humano le pareció verlos relamerse, como paladeándolos por anticipado, pero esta­ban bien armados como para temerlos.

No habían visto más que algunas especies de insectos, reptiles y aparentes mamíferos, no muy grandes, que en poco diferían a los extintos seres de la Tierra, a causa de la desnudez de la capa de ozono que sometió el planeta a un despiadado bombardeo de rayos ultravioleta y luego, las potencias beligerantes, a un despiadado y ultra violento bombardeo ter­monuclear entre sí.

-Observe, doctor Zarkov, esas plantas gigantescas, qué delicado Follaje y qué bellas flores. Pareciera que tuviesen vida propia y se moviesen por su voluntad-comentó uno de los exploradores al exobiólogo que los acompañaba para estudiar la flora y fauna del lugar. Aquél se acercó a la planta y cortó una ramita para muestra de su herbolario, pero la planta... o lo que fuese, lanzó un gemido lastimero que electrizó a los presentes, y enlazando al exobiólogo por la cintura con una de sus flexi­bles ramas, antes que atinasen a defenderlo, lo lanzó a buena distancia. Demás está decir, que el doctor Zarkov se desnucó contra una roca del lugar.

Los tripulantes, alarmados y temerosos, cogieron sus mortales ar­mas y dispararon contra todo lo que alentaba vida en el lugar, hasta que no quedaron más que calcinadas cenizas en la zona.

De pronto, sintieron cierta pena por lo actuado en contra de la lógica y la razón. Después de todo, el ser sólo se defendió de una agresión y la reacción de los terrícolas era ciertamente desproporcionada al hecho. Mas como si su paranoia momentánea se exacerbase, con sus armas aún humeantes, se desató la locura entre los foráneos que, principiaron a dis­pararse unos contra otros desaforadamente, hasta no quedar uno solo con vida.

En el monobloque llamado provisoriamente Ciudad Uno, los jefes ele la expedición se preguntaban el porqué de la ruptura brusca de comu­nicaciones con la avanzada ecuatorial de los cadetes espaciales y los científicos, que partieran a buscar más sitios para futuros asentamientos de los pioneros de Cygnus. Pareciera que se los hubiese tragado la tierra, literalmente hablando. Y nunca más acertada la metáfora de esta relación.

-¿Por qué nos han atacado esos seres extraños?-preguntó telepáti­camente K laar-Twen, una cactácea cubierta de largos y coloridos vellos. ­No les hemos hecho nada... hasta ahora.

--No importa. Los dejamos posar en nuestro mundo, pero evidente­mente no han venido en paz, sino a exterminarnos. Opino que debemos pasar a la ofensiva -respondió Numha-Laar, un conífero palmeado de raíces móviles reptantes-.Tuvimos que inducirlos a agredirse entre ellos. Ahora, podremos alimentarnos. Espero que sean nutritivos y no sepan tan mal como los anteriores invasores.

Poco apoco y con parsimoniosa lentitud, las «plantas» se movieron en dirección a los restos de los exploradores y se cebaron en ellos. Poco más tarde, la ósmosis había concluido y lentamente, muy lentamente, las "plantas" comenzaron a moverse en dirección a Ciudad-Uno.

Atrás, sólo quedaron uniformes vacíos de todo contenido y armas de rayos caloríficos desperdigadas e innecesarias.

El doctor Ulianov se mostraba preocupado. Ni señales de los expe­dicionarios. Mas se mostró partidario de no asustar a los civiles de la expedición colonizadora, pero opinó que todos, excepto los niños, debe­rían portar armas caloríficas por si las moscas. Hasta entonces, no fueron molestados ni siquiera por los insectos abundantes en la región sub tropi­cal de New Jerushalaim, como dieron en llamar al planeta, en honor a la ciudad santa de la extinta Tierra, que curiosamente, fue la primera en sufrir el primer y último bombardeo termonuclear de parte de los árabes, chinos y mongoles.

De pronto, un cadete del cuerpo de Centinelas irrumpió en la espa­ciosa sala de reuniones de los gerentes de Space Grows Inc. donde los directivos analizaban la ausencia de sus adelantados.

-Permiso, señores. Debo comunicar que Ciudad-Uno, ahora nomi­nada Christ City, amaneció rodeada de un impenetrable bosque de exó­ticas plantas y árboles nunca vistos por las cercanías. Tal vez hayan cre­cido repentinamente y la ciudad está prácticamente sitiada por ellas.

Los presentes se levantaron de un salto y corrieron hacia las elevadas terrazas de Christ City a fin de cerciorarse del fantástico informe del centinela. Poco tardaron en llegar hasta la cima del gran monobloque­ ciudad que se erguía a la vera de un lago de cristalinas aguas.

Efectivamente, hasta donde abarcaba la vista, una selva tropical exuberante se extendía entre la ciudad y el horizonte, incluso había vegetales que parecían moverse sobre la superficie del lago y no acabar el verde, hasta el infinito.

-Es  extraño -exclamó el doctor Kohn-. Pareciera que estuviesen vivos y ~observándonos ¿Alguien tiene un ocular de distancia? El  cadete

se lo alcanzó y Kohn observó atentamente al conglomerado verde de miles de tonalidades que rodeaba la ciudad. Luego, enfocó el visor a mayor distancia, notando preocupado que algo parecía moverse en direc­ción a ellos, es decir, hacia Christ City. Era una marea verde que avanzaba lentamente, como lo haría un enjambre de marabuntas amazónicas de la extinta fauna terrestre.

-Creo que deberíamos extremar precauciones, comandante Zóller -opinó el gerente general de la empresa-. Distribuya armas a todos los civiles. Creo que algo nos está contemplando con hostilidad. Sigamos observando todo cuanto acontece en el exterior, pero si esos vegetales semovientes intentan tomar Christ City, rechacémoslos con los rayos caloríficos. No creo que puedan contra nuestras armas. No son más que plantas que, por razones que ignoro, tienen raíces superficiales móviles y pueden trasladarse a voluntad. Lo que no hemos medido es el grado de inteligencia que puedan poseer, y ello es lo que me preocupa. Tampoco los exploradores se han reportado.

El comandante Zoller se retiró para dar la orden de distribución de armas, ignorando que cuanto se dijesen entre ellos, era captado por los seres que rodeaban Christ City.

-Están alertas los invasores, y poseen armas terribles. No debería­mos dejar quc se nos acerquen dijo telepáticamente Klaar-Nutt, uno de los "árboles" de hermosas flores rosáceas-. Pero si deciden atacamos, ya saben qué hacer.

Todos asintieron con un movimiento lateral de sus penachos verdes y sus ramas multicolores recién florecidas.

-Siento que ya están preocupados por nuestra repentina presencia alrededor de su madriguera, y pronto estarán asustados, y en esas condi­ciones pueden ser peligrosos-exclamó telepáticamente Nukka-Laar, una especie de palmera de múltiples ramas cargadas de frutos-huevo.

-Los mantendremos en su refugio sin dejarlos salir, pero si nos ata­can o intentan hacerlo, más les hubiese valido quedarse en su mundo de más allá de lo conocido -respondió otro árbol de flores color violeta llamado Kurhat-Lom.

-Creo que deberíamos pasar a la acción, señor -exclamó preocu­pado el comandante Zoller-. No podemos salir de Christ City a causa de la proliferación de plantas, y los víveres y el agua se están agotando. Nuestros pozos ya casi están secos y el lago está infestado de esos... no sabría cómo llamarlos. Y cada vez son más, y parecen no tener fin.

 -Tiene razón, comandante-respondió el doctor Zechariah, el geren­te general y verdadero comandante civil de los colonizadores-. Pueden usar sus armas desde la terraza de esta ciudad. ¡Proceda! y que el Señor Yahvéh del Universo nos ayude.

Apenas pronunciada estas palabras, el doctor Zechariah,  extrajo su arma y sorpresivamente disparó contra el comandante Zóller y los pre­sentes, hasta no dejar con vida a ninguno de sus congéneres que lo rodea­ban. Luego, parsimoniosamente, se apuntó a sí mismo y oprimió el dis­parador.

Poco a poco, cual las míticas Sagunto, Numancia, Cartago o Masa­dá, se desató en Christ City una suerte de locura entre sus habitantes que, con o sin armas, iniciaron a agredirse salvajemente como poseídos de alguna furia infernal. Madres que destrozaban a sus hijos con cualquier instrumento contundente o arma, si las tenían; hijos apuñalando a sus madres; padres asesinando a sangre fría a su familia; militares contra civiles y vice-versa, hasta que por sus propias manos y en menos tiempo de lo que podríamos esperar, los pioneros de Christ City y su ciudad, quedaron reducidos a restos semi calcinados.

-Creo que no queda nadie en esa guarida de los invasores-expresó Kull-Ah telepáticamente. Éste era un rododendro gigante de graciosos penachos amarillos-. Entremos con cuidado y en orden. Hay alimento para todos.

-Esperemos que por mucho tiempo no repitan su aventura de que­rer invadir mundos ajenos -dijo Klaar-Null, una palmera hembra, de vistosas flores colgando en racimos en su copa-. Pero si los sentimos llegar, los recibiremos como lo merezcan. Si vienen en paz, compartire­mos nuestro espacio, de lo contrario, acabarían como éstos extraños seres de allende la  profundidad del espacio estrellado.

Tiempo más tarde, otra expedición llegaría en pos de los pioneros de Cygnus X- 1 alarmados ante su silencio. Pero esta vez, ya los estaban esperando en el bello planeta, entre las ruinas calcinadas de lo que fuera Christ City, una magnífica y ubérrima flora de bellísimos colores, sucu­lentos frutos, letal perfume, graciosos movimientos y poderosa inteligen­cia. Y éstos visitantes, tampoco regresarían jamás a su planeta, quedando sólo restos de sus naves cubiertas de vegetación inteligente.

-Estaban deliciosos estos visitantes del cielo, opinaron las flores.

 

DE: 20 CUENTOS ESCOGIDOS PARA JÓVENES LECTORES,

 libro publicado "onli­ne", 1999.

 

 

Fuente: LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY. TOMO II (K – Z).

TERESA MÉNDEZ-FAITH, INTERCONTINENTAL EDITORA S.A.

Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py. Asunción – Paraguay, 2011.






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