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MÓNICA LANERI

  MÁS ALLÁ DE LA MUERTE - Cuento de MÓNICA LANERI


MÁS ALLÁ DE LA MUERTE - Cuento de MÓNICA LANERI

MÁS ALLÁ DE LA MUERTE

Cuento de MÓNICA LANERI


Llevábamos quince años juntos cuando un día nos enteramos de que él tenía cáncer. Solamente quien vivió esa situación puede comprender a cabalidad cómo se siente saber que estás condenado o que la persona a la que amás, está condenada.

Todos sabemos que vamos a morir. No sabemos cuándo ni cómo pero cuando un médico te hace el anuncio fatal, sabés que estás condenado y eso es algo así como morirse en vida.

—¿Cuánto le queda de vida? —pregunté.

—No te puedo precisar pero a lo sumo son dos años —me respondió el médico.

Tuve que contarle de qué se trataba, aunque él ya lo presumía. Esa enfermedad que primero diagnosticaron como neumonía era otra cosa; y me lo estaba quitando.

Después de darle la terrible noticia se estrechó el lazo entre nosotros. Era como una complicidad con la muerte. Comenzamos a hablar de lo que sentíamos y pensábamos.

Una cosa es lo que te dicen sobre la muerte, y otra muy distinta, vértela con ella cara a cara, sabiendo que uno siempre lleva las de perder.

Él siempre fue un agnóstico. Consideraba que así como nacíamos sin recordar nada del antes, moriríamos y seríamos nada... nuevamente. Se acababa todo, con la muerte, por más duro que eso pareciera.

La muerte se nos hacía una limitación tan absurda en nuestras vidas. Así que entramos en la vorágine de pensar a través del egoísmo, de desear, de sentir que po­dríamos perpetuarnos en el tiempo; que nuestro amor traspasaría todas las fronteras; incluso las de la muerte.

Comenzamos a creer en el más allá. Queríamos hacer­lo. Discutíamos acerca de todas las teorías religiosas que conocíamos y, a pesar de todo, la realidad era una sola y siempre la misma: la vida de un ser humano, del más importante para mí, se acercaba a sus últimos instantes.

Miguel no se dejaba vencer. Se puso más optimista que nunca. Comenzó a hablarme, a expresarse acerca de la misión del ser humano en este mundo.

—La única misión real en este mundo… la única manera de sentir que nuestra vida no fue vacía… es amar sin límites… sin condiciones ni prejuicios —me dijo un día—. Yo me muero feliz, porque amé plena­mente… estoy en paz.

Asentí, no pude evitar abrazarlo y llorar.

—Prometeme que vas a vivir con intensidad, como si cada día fuese el último —me pidió, y le dije que sí.

Él hablaba muchísimo de la muerte pero también ha­blaba mucho del amor. Ante tanto desconsuelo, en su lecho, no pude evitar rogarle una promesa:

—Mi amor, si por si acaso te vas al "tal más allá", y existe la posibilidad de comunicarse, por favor comuni­cate conmigo.

—Te prometo —respondió casi riendo.

Al principio lo tomó en broma, aunque luego, en la medida en que se acercaba su hora y se le acababa la vida, tomó con más seriedad mi pedido.

—Si existe la forma, yo voy a volver… vas a saber… no vas a dudar… te prometo —me recalcó y así sella­mos un pacto ante lo desconocido.

Esa mañana, desperté y me di cuenta de que Miguel no estaba a mi lado. Se afeitaba delante del espejo del baño y aparentaba buen humor.

—Mi amor, feliz cumpleaños… ¿Por qué no me di­jiste que te levantabas? —le pregunté.

—Andá… andá nomás a acostarte otra vez… Yo voy a hacer mi mate —me respondió.

Regresé a la cama y cerré los ojos hasta que me perca­té de que demoraba demasiado. Volví a buscarlo al baño y no estaba, así llegué a la sala de la casa, y lo vi sentado en el sillón muy quieto.

—¿Por qué mi amor no te acostaste de nuevo? —le pregunté.

Miguel me miró, aparentaba no comprender mis palabras. Lo tomé del brazo y lo ayudé a regresar a la cama. Me di cuenta de que algo estaba mal. Comencé con desesperación a llamar a los médicos, mientras que él, con la mano, me hacía gestos para que no lo hiciera.

—Doctor… Miguel está mal… no puede respirar — casi grité en el teléfono.

Entonces, siguiendo las indicaciones del médico, au­menté la presión del oxígeno de cuatro a diez, pero Mi­guel respiraba cada vez menos, se ahogaba.

En eso lo llamó su madre pero Miguel no pudo aten­derla. También lo llamó su hija. Querían saludarlo por su cumpleaños. Él empeoraba y yo insistía tratando de ubicar a los médicos. Con un último esfuerzo él se in­corporó un poco para lograr mirarme a los ojos:

—Te amo —fueron sus últimas palabras.

Yo no quería reconocer que él estaba muerto, lán­guido y caliente entre mis brazos. Intenté un masaje cardíaco, respiración boca a boca. Todo lo que conocía con tal de devolverlo a este mundo. No obstante, no... Solo su "te amo" resonaba vivo, presente y eterno en mis adentros.

Regresé del entierro. Abrí la puerta y fue un golpe. Entrar al dormitorio fue lo peor. Sentí que toda mi vida estaba entre esas cuatro paredes: la vida que se me había ido. Me senté cerca de las cosas de Miguel. Su aroma me llegaba con fuerza. Busqué el frasco de perfume por si se le hubiese caído pero no apareció. Finalmente lo encontré en la repisa del baño... intacto. Volví al dor­mitorio y nuevamente sentí su aroma y calor. Me acosté pensando en cómo haría para continuar mi vida, para tener ganas de ir al trabajo, para sobrevivir a su pérdida; y nuevamente sentí ese calor extraño y amoroso. Era como una caricia en el antebrazo, así como él acostum­braba consolarme. Entonces le respondí:

—Te amo.

Y me sonó a despedida.

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 6 - AÑO 1 - DICIEMBRE 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

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