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Compilación de Mitos y Leyendas del Paraguay - Bibliografía Recomendada

  KARÃU - Versión: MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

KARÃU - Versión: MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

KARÃU

Versión: MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

 

(Se respeta dicción original

en Guaraní del documento fuente) 

 

La madre de Karãu aseguraba que le hicieron a éste un maleficio, y que por eso tenía la tez obscura y violenta el genio. La buena mujer no quería admitir que su hijo había heredado de su madre sus instintos rebeldes y sensuales y la crueldad para con las mujeres.

Esa noche Karãu se adornaba de plumas y collares, mientras la madre agonizaba en la hamaca de Ybirá, rodeada de mujeres entristecidas y del avá, payé que danzaba o sacudía el mbaracá para ahuyentar a los malos espíritus.

 

Terminado su acicalamiento el mozo empuñó un bastón emplumado, levantó la cabeza con aire de reto, y salió de la estancia. Afuera aspiró el aire con fruición; parecía liberado de alguna situación embarazosa. Se alejó por un camino rojizo, con ese andar despreocupado que revela un carácter desaprensivo y sin escrúpulos. En sus ojos asomaba una imaginación encendida por deseos audaces, y en sus ojeras se sumía la pasión. Fue toda destrucción. Bruscamente aceleró los pasos; divisaba en el boscaje la cenefa rojiza de las hogueras. Aspiró con ostensivo deleite el aroma de las resinas y prestó oídos al retumbo de los atabales, sones de alegría que se adelantaban a su encuentro.

 

Una vez en el perímetro aclarado por las fogatas, se situó en el sitio más adecuado para destacar su presencia. Apoyado en su bastón adoptó una postura de observación y espora. Las plumas obscuras de su ara güi impartían fiereza a su semblante, y sus dientes no eran menos blancos ni menos fuertes que los colmillos de sus collares. Tenso como un felino, parecía dispuesto a dejarse vulnerar primero por los encantos de la reunión, para darse después el hartazgo de un determinado placer. De pronto afloró su emoción, en un estremecimiento de las cejas. Advertía la presencia de esa joven que venía hacia él, a pasos graciosos y rítmicos. Se adelantó a su encuentro, pero ella pasó de largo. "Su indiferencia es demasiado ostensiva para ser real", pensó Karãu, y la siguió.

 

Cuando la tuvo cerca la suplicó que danzara a su lado; mientras le hablaba comprendió que su dicha de esa noche dependía exclusivamente de ella. Le rodeó la cintura con un brazo; otro tanto hizo la joven y ambos integraron el amplio círculo de bailarines. Inclinado sobre su compañera, Karãu le musitó su verdadero nombre, fundió su aliento con el de ella, osado, seductor y apremiante, como acostumbraba serlo con las mujeres que momentáneamente le interesaban.

 

-Disculpa, amigo Karãu, soy portador de malas noticias para ti -dijo alguien a espaldas del mozo. Éste volvió el rostro, y reconoció al médico de su madre.

-¿Qué? -preguntó, en tono voluble.

-Tu madre ha muerto -anunció el anciano, y regresó por donde había venido.

Los bailarines deshicieron el círculo y guardaron silencio. Enmudecieron también las flautas; únicamente los atabales repitieron el lúgubre tum tum que acompaña a los muertos.

-¡Que no se suspenda la fiesta! -pidió Karãu, en ademán de reanudar la danza.

-¡Cómo! ¿Ese hijo no corría a ocupar su puesto a los pies del cadáver, a mesarse los cabellos, a proclamar a gritos las virtudes de la difunta?

-Quien ha muerto, muerto está, y al que vive le sobra tiempo para llorar -repuso Karãu, inclinándose una vez más sobre la muchacha.

-¡No me toques! -gritó ella-. Se diría que no eres un ser humano.

-¡Te quiero! -fue la disculpa de Karãu. Dime, ¿dónde queda tu casa? -el temor de que se le esfumara el codiciado placer, obscurecía en su mente todo sentimiento que no tuviese relación con sus propósitos.

-Espérame aquí. Volveré enseguida, para conducirte a mi casa -prometió la muchacha, con ladino acento halagador. Se alejó despacio, luego echó a correr y se perdió en el bosque, Karãu no quiso esperarla. Encendido de deseo penetró en la selva, que halló demasiado sombría para que la muchacha hubiera osado atravesarla sola. En su soberbia pensó que esa obscuridad era sólo para hacerle más posible el deleite, y siguió andando en un lugar desarbolado, aclarado por la luna, vio una blanca silueta fugitiva y corrió detrás de ella. Le salió al paso una lumbre cárdena, que iba y venía entre las breñas, como invitándolo a seguirla. Un miedo escalofriante lo detuvo.

 

Igual que en su infancia, vio correr, los fantasmas evocados por las voces graves de su madre y viejas parientes, junto a las fogatas, en las noches desgarradas por las tormentas. Aquellos relatos caducos cobraron para él una vivencia súbita y terrible. La móvil lumbre traíale a la memoria la imagen de aquella Kuñá¬Kanguá, mujer decapitada, cuya cabeza fosforescente rodaba entre las matas, en el confín de los esteros, para atraer a los viandantes. Si alguno se detenía, cabeza y cuerpo iban a su encuentro, unidos por la línea rojiza de incurable herida putrefacta.

La borrada visión de la infancia revivía, ahora estaba ahí, frente a él, corporizada, lívida, maloliente, los ojos como ascuas y un tejido sucio alrededor del cuello, Karãu recordó la vieja conseja: "revolcarse en un cardal para librarse de Kuñá-Kangua, la menor de siete hermanas solteras, la de ingenua lascivia y permanente vengadora de amoríos"... pero al cilicio de las espinas prefirió hallar a la mujer anhelada. Dejó atrás la maleza: alcanzó tina llanura silenciosa, tapizada de fina hierba. Soplaba en ella una brisa muy fresca, que hacía aún más deliciosa la claridad lunar. En el linde fronterizo un palmar destacaba sus penachos sombríos. Debajo de uno de ellos, Karãu creyó ver una forma femenina. Era ella; se lo aseguraba el latir presuroso de su propio corazón. Ya no sintió miedo ni cansancio. De su imaginación volaron de una vez las quimeras caducas. Su dicha estaba al otro lado de esa llanura, y se lanzó a ella desaprensivo y audaz.

Bajo el verde tapiz se extendía un pantano. Seguro de que le bastaría un pequeño esfuerzo para llegar al palmar, halló delicioso el frío del lodo que le llegaba hasta las rodillas; pero el estero parecía prolongarse, prolongarse y espesarse. Abriéndose paso pulgada a pulgada, perdió fondo e intentó ayudarse con el bastón, que tiró luego por inútil. Fue bogando como una canoa, con la esperanza de refugiarse entre unos pirí que se alzaban en medio del tremedal.

 

Descubría el refugio pero no tenía ojos para la profundidad del pantano verdoso y fétido, que iba aumentando hasta cubrirle ya el pecho.

Sintió el cuerpo frío y la frente bañada en sudor. Acosado por los tábanos, hizo un gran esfuerzo para alejarlos. A duras penas movió los brazos dentro del lodo, y espantó a las ranas saltarinas, a más de una culebra agazapada entre las matas. A pesar suyo se persuadió de su soledad. Gritó, pidiendo socorro. Respondieron las zancudas, huyendo en bandadas, Enmudecido de rabia, concentró sus esfuerzos en sacar fuera del lodo las manos, que le pesaban tanto como los pies. Al comprender que tenía los miembros endurecidos le saltó el corazón dentro del pecho como un sapo prisionero en un cántaro vacío.

 

Conformase con mantener la cabeza fuera del lodo.

Ya era de día. El sol calentaba las ciénagas, desentumecía los ofidios y hacía bostezar a los batracios. Carau sintió miedo y un hambre tan espantosa como su sed. Entre el hambre y la sed percibió que ésta lo aniquilaría más pronto, acaso no tan pronto como aquel yacaré de ojos amarillos, o la piraña que le cortaba los dedos.

La alucinación prendió en su mente. Ya no era dueño de sus ideas ni de su voz, él que tan fácilmente dominaba a los demás; quiso quejarse, gritar pero la boca se le llenó de fango pútrido. También los ojos se le anegaron de sombra húmeda. De golpe comprendió que asistía a su propio enterramiento, y se le iluminó la mente con el recuerdo de sus horas felices; los juegos de su infancia, el ímpetu de sus amores juveniles y el ardor de su pasión actual. ¿Por qué huyó de él la mujer de rosada cimera? ¿Por qué las otras que lo amaron lo dejaban morir ahora en el tenebroso barro podrido? Él no quería llorar sobre su propio cadáver. -¡Madre mía! -exclamó en sus adentros, implorando auxilio como en su infancia. Ella sí que vendrá a salvarlo del cieno. Y en el fondo de su conciencia brilló la imagen de su madre, cuyos estertores de agonía percibió con rara nitidez. Un dardo de fuego le tocó el corazón: sus sollozos de remordimiento se apagaron en las ciénagas. Desde entonces, un ave de negro plumaje vuela a lo largo de los esteros; remeda lamentos y se llama KARÃU.

Fuente: MITOS Y LEYENDAS DEL PARAGUAY. Compilación y selección de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH. Editorial EL LECTOR - www.ellector.com.py . Tapa: ROBERTO GOIRIZ. Asunción-Paraguay. 1998 (187 páginas)

 

 

 

 

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LA LEYENDA DEL KARÁU

 

 

Intérprete:  OSCAR PÉREZ

 

 

 

 

 

 

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