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Compilación de Mitos y Leyendas del Paraguay - Bibliografía Recomendada

  LUISÓN - Versión: FORTUNATO TORANZOS BARDEL

LUISÓN - Versión: FORTUNATO TORANZOS BARDEL

LUISÓN

Versión: FORTUNATO TORANZOS BARDEL

 

Íbamos de viaje en esa noche encantadora. Me acampanaba un labrador guaireño de apellido Mencia, entre cuyas virtudes más estimables se contaba la de hablar con graciosa soltura el noble idioma de Castilla. Habíamos dejado atrás la estación y pueblo de Tacuaral (hoy Ypacaraí), y nuestros corceles piafaban rumbo a Tapequezá-Isla, cinco leguas más adelante, donde está la granja que luego visitaríamos.

La callada extensión de la llanura se abría a nuestro frente, llenando el aire de extrañas fragancias en la soledad de esas magníficas últimas horas de la tarde. Para el espíritu se iniciaban los instantes dolorosos de la poesía del recuerdo, siempre triste. Las noches del Paraguay tienen para las almas sensibles el irresistible encanto de una profunda y misteriosa tristeza en que se insinúan, a veces, las sombras de lo trágico. Son así; creo haberlo observado en varias oportunidades. Acaso sea ese el efecto milagroso de las radiaciones, de que hablan los teósofos, sí, de las radiaciones, del alma de la antigua raza paraguaya bravía y luchadora, llorando en esos sitios solitarios, sobre los escombros de su grandeza pasada y sobre la misma gloria de su heroísmo incomparable.

En esos pensamientos iba yo entretenido, mientras el Zuindá(1) graznaba a lo lejos, y los teros ensayaban su intermitente música rara y desoladora. Nos aproximábamos ya a la cordillera de los Altos, nunca más negra en las preciosas anfractuosidades de sus cumbres. Iluminado por el suave resplandor de las estrellas, un brazo del lago Ypacaraí hundía el brillo de sus aguas en el pie de las montañas. La luna, nueva todavía, había terciado su fama luminosa detrás de los lejanos montículos de Patiño; ya no vertía sobre el paisaje, ni sobre nosotros, olvidados viajeros, los raudales de su silencioso llanto de plata, propicio el momento a todas las nostalgias, yo me absorbí en el recuerdo del alma enferma de Sergio Corazzini, el más triste poeta de Italia, que acababa de morir tuberculoso. En Tacuaral, antes de partir, y mientras el posadero dejaba listas nuestras cabalgaduras, había leído una página brillante sobre su vida. Reconcentré en mi alma toda la desolación de sus amarguras: bebí la esencia acre de sus dolores inmensos. Y repetía calladamente sus versos inconsolables:

 

¡O, io sono veramente malato,

e muoio, un poco ogni giorno"

Vedi: come le cose.

Non sono donque un poeta:

io sono que per essera detto;

poeta ciene viver ben altra vita.

Io no so, Dio mio, que morire.

Amen.

 

¡Pobre Corazzini! me dije. Cómo hubiera armonizado su egregia angustia italiana con la soberbia majestad de estas noches del Paraguay del ensueño y de las leyendas... El zuindá seguía graznando. Mencia, mi compañero, fumaba a mi lado un grueso cigarro pará (2). Los primeros tropiezos en un camino áspero y pedregoso nos anunciaron que ya estábamos en la serranía. Sólo los caballos veían la senda oscura y solitaria. La espesa arboleda enmarañada nos privaba de la brillante placidez del cielo, que entonces tenía para el espíritu la atracción de las verdaderas maravillas.

A poco, el declive del terreno hizo fatigosa la marcha de los animales; la cuesta era pronunciada. Lo intrincado de la selva tornó más densas aquellas sombras de horror en que nosotros parecíamos bregar como dos entes fantásticos de los cuentos de Antara. Extraños rumores confundían el eco de las pisadas de nuestras bestias, y algo más extraño advertí en el hombre que me servía de compañero y de guía: Mencia sacudía ruidosamente sus grandes espuelas nazarenas y botó su cigarro, el que, al chocar con los troncos, lanzó un manojo de chispas ligeras... Mi caballo se detuvo un punto, y de un salto, como si salvase una valla, avanzó de nuevo. Nada distinguíamos en las tiniebla. Aquella interminable picada me pareció la cueva de Fobos...

No habíamos andado el trecho de una cuadra más, cuando de pronto interrumpió el silencio solemne de la noche el prolongado aullido de un perro. Era un aullido salvaje, aterrador, al que presto se unieron otros cien más de otros tantos perros, componiendo la más desapacible música infernal que he escuchado en mi vida.

-¿Oye, señor? -me dijo Mencia, mientras sus espolones castigaban los ijares de su caballo. -¿Ha oído usted?

-¿Qué, Mencia? -le interrogué.

-Vamos pronto, pronto -fue su respuesta.

Y avanzamos más rápidamente por la tiniebla, siempre expuestos a caer y rodar por el sendero. Los perros continuaban aullando a nuestra diestra. Aullaban como de hambre, o de horror. Estremecían el alma con esas sus vibraciones lastimeras, que en el monte sombrío se apagaban como alaridos de derrota o últimas exhalaciones de agonía. Aquellos animales aullaban a... la muerte.

Siempre marchando por el terreno áspero de improviso se ofreció a nuestros ojos, en el límite del negro arbolado y tras una comba de la senda, de un gran círculo del cielo tachonado de estrellas, como una ilusión. A nuestra vista, no herida ni por el destello de una luciérnaga mientras cruzábamos aquel laberinto de la selva tenebrosa, parecieron más rutilantes aquellas lamparillas de tibia luz azul encantadora del firmamento abierto al ensueño y a la esperanza. Estábamos en el término de la larga picada, de la que luego salimos. El suave y perfumado aliento de la noche comenzó a batir el ala de nuestros amplios sombreros y chamarretas de viaje. A la claridad de los astros pude distinguir recién la silueta de Mencia, quien, marchando adelante, y después que los caballeros traspusieron un óbice del terreno, volvió varias veces la vista hacia la picada, negra y amenazadora como la boca de un antro. Y pude convencerme de que aquel hombre robusto, joven y altivo era presa de pánico, por lo que no pude menos que interrogarle.

-¡Ah! -me respondió. Equivocamos el camino, y nos hemos salvado de un peligro terrible. Pasamos muy cerca de la casa maldita.

A la distancia, los perros seguían aullando furiosamente. Seguían aullando a la muerte.

-¿Junto a qué casa maldita hemos pasado, Mencia? -lo pregunté.

Y el buen hombre, mientras lentamente caminábamos por otra deliciosa llanura, continuó:

-¡Ah! señor. Equivocamos el camino. ¡Y hemos estado muy próximos al tarumá!... A la diestra de la picada (en la dirección que llevamos), y a media cuadra del camino, hay una miserable choza del tiempo del dictador Rodríguez de Francia. Vive en ella una pobre mujer llamada Susana Rojas de Cartamán. Tuvo siete hijos varones, y su marido, un paraguayo de pura raza, murió en la guerra de la triple alianza... Liborio, el séptimo de sus hijos, y uno de los tres únicos que viven, es... luisón.

-¿Luisón? -interrogué.

-Sí, señor: luisón. Hay frente a la choza una alta y frondosa planta de tarumá, cuyos aromas se perciben desde largas distancias. Es el árbol terrible. A su pie, en las noches sombrías y también en las plácidas de luna, el pálido Liborio se convierte en el lobo negro que recorre los senderos solitarios.

Muchos vecinos de estos sitios han visto caminando sin cabeza a ese espíritu maldito; y al distinguirle, todos los perros del lugar le siguen aullando furiosamente, hasta que cl luisón llega al cementerio más próximo, donde se regala con el despojos de los muertos.

Al terminar estas palabras. Mencia volvió la vista de nuevo hacia atrás. Todavía se oía, a lo lejos, como una salmodia funeral, el coro de los perros, que aullaban a la muerte... La noche, más radiante en esas altas horas sublimaba el alma. Aquel vago perfume del valle, que una brisa silenciosa traía en sus alas de quién sabe qué remotas riberas, me parecía el aliento balsámico de otro mundo, de otras playas, de otro paraíso. Las vecinas montañas eran de una grandeza soberbia, con esas sus sombras en que, convertidos en piedra, los dramas de muertas edades olvidadas duermen desconocidos. Ya no oíamos la música de los teros. El paisaje hubiera exigido una nota triste, para coronar su misterio. Y esa nota no podía ser otra que la del arrullo de la picúas, esa tierna paloma divina en que Risso, un poeta de mi tiempo, simbolizó el alma paraguaya, inmensa como sus sufrimientos y honda como los secretos de sus vastas selvas centenarias, antiguas como el mundo.

-A nuestro regreso, y a la luz del día -agregó Mencia poniendo fin a mi arrobamiento- a nuestro regreso, veremos a Liborio al pie de su tarumá solitario.

A fe que yo lamenté, por unos instantes, que aquel hombre trajera a mis recuerdos las ideas sobre la rotación de las almas, de los caballistas del tiempo de la filosofía judía, y que me hiciera pensar en los drusos del Monte Hermón, que creían que los espíritus perversos animaban el cuerpo de viles animales. Recordé a Pitágoras, que pretendía tener memoria de sus existencias anteriores, y a Platón, que profesaba idénticas doctrinas. Pero esa noche inolvidable convidaba a una de esas ascensiones en que el alma, encumbrada y enternecida, no gusta retornar de su viaje triunfal a las esferas infinitas.

-A nuestro regreso le veremos -contesté a Mencia. Y seguimos marchando por la llanura deliciosa, como dos antiguos caballeros que fuesen en busca de una princesa mora.

Una legua castellana más, y llegamos a la granja. Ésta, como una mansión de encantos, queda unos pasos del arroyo Atyrá... Al recordaron, yo os bendigo, preciosos sitios. En el seno de vuestras frondas perfumadas, ante los picos de las sierras, aprendí a amar la vida y a conocer el corazón del pueblo que alentáis, humilde corazón sonoro con claridades de Cristo.

Después de dos semanas de campo, dos semanas de salud y felicidad, emprendimos el viaje de regreso por la misma ruta. Era en el segundo mes de la primavera. Toda la naturaleza cantaba el himno de los triunfos de la savia del retoño y de las fuerzas vigorosas.

Cuando abandonamos la finca aún no rayaba el alba. La magnificencia de la aurora nos sorprendió en el desierto. Un ligero matiz cárdeno del crepúsculo se tornó insensiblemente en un arco de escamas de rosa, las que pronto se irisaron, para formar en el azul del firmamento un colosal abanico chinesco de irradiaciones indescriptibles. Su trama, bruñida por los vapores encendidos de las lejanías, era una finísima red de azulejos y de oro, y parecían formar sus varillas, en vez de las hebras de marfil, los haces de rayos de la luz de la gloria. El Sabio Haeckel, que tanto elogió las mañanas y las tardes de Ceylán y de Bombay, cuando realizó su viaje a la India, no hubiera hallado palabras en su pluma de artista para describir la majestad de esa aurora paraguaya, que abrió a mi alma el ansia del vuelo en los transportes inmortales.

Con esas impresiones, recorríamos de nuevo la llanura que brillaba al sol, bajo la encendida gasa del cristal del rocío, como una esmeralda inmensa en que recostaran su cabeza los gigantes de las montañas, vencedoras de los siglos. De trecho en trecho saludábamos la hermosura de las palmeras con sus racimos amarillos (pindó); y ya por los tesos de las colinas, ya por incomparables bosques, en que jamás perecen los aromas y las armonías, llegamos a la vivienda del luisón, a la choza del pobre Liborio. Era un rancho primitivo. Construidas de barrarza, sus toscas paredes se asomaban rotosas a las lindes del monte, que las coronaba de poesía. Un grupo de chimarros se alzaba como adorno en un extremo exterior de la casucha, y en el otro se extendía vistosa una alfombra de margaritas, que los jardines de Bayas y Tartessus hubieran envidiado. A corta distancia, como un viejo de las selvas, estaba el tarumá terrible, de hojas oscuras.

A su pie, sentado en un maltrecho poyo, parecía meditar en sus miserias aquel pobre muchacho, que las gentes del lugar creían un necrofílico. Lacios y grasos, sus cabellos largos no disimulaban la estrechez de una frente de color ocre, bajo la cual apenas vivían soñolientas pupilas sin lumbre. Gachos sus hombros, era estúpida la sonrisa de su boca mulata. Su timidez elocuente, las venas dibujadas en sus manos consumidas, manos tristes de sensaciones anémicas, denunciaban a uno de esos tipos de imbéciles de las clasificaciones de Gilbert y Esquirol. Todo el conjunto de su cuerpo, que terminaba en dos menudos y mugrientos pies, era como un almodrote de huesos y carne fofa en que la naturaleza no diseñó las líneas de sus maravillosas expresiones. Ese era Liborio, vestido de resabios. Era como un escuálido Demagorjón, sin pifo ni escarpines.

Cuando nos allegamos, no cambió de postura aquella imagen del linfatismo más avanzado. Nos miró con cierta sorpresa mientras nos apeábamos. Mencia le tendió la mano brindándole dos cigarros, que el luisón recibió con un gesto de alegría, y yo lo interrogué, en el idioma nativo.

-¿Añeté pa Liborio, pyjharé ramo los yaguá oñaró pochy baí nde rejhe? (¿Es verdad Liborio, que de noche los perros ladran furiosamente?).

-Algunas veces siento que de noche ladran los perros. (Sapyá pyá hico, pyjharéramo, ajhendú oñaró los yaguá) -contestó con voz barifónica en el mismo sonoro guaraní, que pareció deslucirse en aquellos morenos labios afligidos...

Marchamos, dejando a Liborio bajo su tarumá sombrío. Era un hermoso ejemplar de aquellos individuos de "sangre lenta" que el doctor Talbot ha tratado en sus estudios laboriosos y que Magnan hubiera apetecido para sus predilecciones intelectuales. Ese era el pobre anémico que, convertido en peno o lobo, como Acteón en venado o Alitoe en lechuza, recorrería a media noche las sendas olvidadas, camino de la necrópolis.

-¿Y ese es el temido luisón? -pregunté a Mencia, mientras salíamos del frondoso arbolado.

-Sí, señor -me respondió-. ¿No le he dicho ya que es el último de los siete hijos varones de doña Susana de Cartamán?...

La mañana era espléndida. A las risas de fuego del sol, las sierras se habían cubierto de una túnica de un profundo azul de turquí. Sobre el soberbio paisaje, inundado de luz, la virgen Primavera tejía sus coronas de gracias...

¡Felizmente a esas horas no se oía el alarido salvaje de los perros que aullaban a la muerte!

 

Notas

1 Búho. Ciccaba borelliana (A. de W Bertoni).

2Tabaco muy fuerte.

Fuente: MITOS Y LEYENDAS DEL PARAGUAY. Compilación y selección de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH. Editorial EL LECTOR - www.ellector.com.py . Tapa: ROBERTO GOIRIZ. Asunción-Paraguay. 1998 (187 páginas)

 

 

 

 

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