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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  ANGOLA Y OTROS CUENTOS - Cuentos de HELIO VERA

ANGOLA Y OTROS CUENTOS - Cuentos de HELIO VERA

ANGOLA Y OTROS CUENTOS

Cuentos de HELIO VERA

 

Editorial Medusa, Asunción-Paraguay

Primera edición, 1984, Segunda edición, 1994,

Primera reimpresión de la segunda edición, 1999

Diseño de tapa: Mario Casartelli

Ilustración: “ANGOLA”,

Óleo de KOKI RUÍZ

Colección privada

De Nicolás Darío Latourrette

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

 

 

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PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

 

Esta serie de cuentos de la Editorial ARAVERA (editorial responsable de la primera edición aparecida en setiembre de 1984) se inicia con uno de antología. En efecto, ANGOLA - por su homogeneidad estilística y su densidad- puede considerarse como uno de los más logrados dentro de nuestra narrativa actual. Se pueden rastrear en él antepasados afrocubanos-quizá con alguna reminiscencia de Carpentier-, pero totalmente asimilados e integrados a nuestro pasado histórico: el de la Guerra Grande. El drama de la negritud ha sido aquí tan problemático como en la zona del Caribe. El encuentro de África y América, a través de dos razas poderosas y sufridas, ha sido veta muy explotada por los mejores escritores latinoamericanos, y Helio Vera no ha querido permanecer al margen de tan atrayente temática, de raigambre ancestral. ANGOLA es una historia que nos arrastra por los vertiginosos ríos de la sangre hacía las raíces de una raza antigua y despreciarla La mulata, resultado del mestizaje, participa del rechazo y la condenación de ambos mundos. El destino marginal de la estirpe maldita signará toda la vida de la heroína de este relato y la conducirá, por caminos tortuosos, hacia el consabido desenlace fatal. Por un lado las voces que expresan las fuerzas oscuras y vitales del sexo; por otro, la responsabilidad de una sociedad hipócrita y racista que asimila al negro a lo demoníaco, al mal, a "carne de Lucifer". La pobre mulata será víctima de las "tenaces jerarquías que dividen al mundo". Sus dioses, su sincretismo religioso, no podrán protegerla contra el feroz Dios de los blancos. Todas las interdicciones de una sociedad represiva serán descargadas sobre las espaldas de la inocente víctima de la segregación y los tabúes sexuales. Sus vicisitudes de paria, de sirvienta codiciada, de negra "perfumada con agua de rosas y pacholí", despiertan en el lector el sentimiento de una culpa tan antigua corno el mundo, de una injusticia bíblica, casi mítica.

En cuanto al  lenguaje del relato, éste se mantiene dentro de las fronteras de lo coloquial, sin caer en regionalismos complacientes. La relación entre lo factual y lo estético es constante, siendo muy acertada la ambientación y la función referencial del cuento en relación con los personajes de vida marginal.

En LA CONSIGNA tenemos un ejemplo acabado de la maestría con que Helio Vera utiliza los acontecimientos más sobresalientes de nuestra historia, y aprovecha los mitos autóctonos y sus conocimientos de la fauna y flora locales para crear un discurso literario de gran verosimilitud e intensidad emocional. Esta narración nos recuerda las mejores del gran artífice de la literatura paraguaya, Augusto Roa Bastos, en su manera efectiva y funcional de manejar ciertos giros del lenguaje para lograr una atmósfera preñada de significación. La consigna que Regalado Montiel debe cumplir -por mandato supremo- marca su destino de soldado y de patriota más allá de la muerte. Esta concepción casi mítica de la historia de nuestro pueblo tiene su antecedente en la técnica narrativa de YO EL SUPREMO y ha sido muy bien aplicada en este relato. La convergencia de distintos sucesos -reales o ficticios- se centran sobre el  núcleo fundamental del cuento, utilizando diversos recursos retóricos: simetría, anáforas, paralelismos, para lograr una magnífica amalgama de lo oral y lo literario. Aunque LA CONSIGNA es una obra de tesitura barroca -en relación con ANGOLA-, no peca de exageración en cuanto al estilo y es un ejemplo de los diversos registros manejados con soltura por el escritor. El periplo que recorre el personaje alrededor de la intriga lo presenta como encarnación de la lealtad,  virtud muy apreciada por loes tiranos y los déspotas -sean ellos ilustrados o no-, y muestran al héroe corno víctima de un condicionamiento mortal. La historia de muestra patria está llena de personajes que, a la manera de Regalado Montiel, han aprendido a cumplir ciegamente las "consignas" impuestas por el autoritarismo de su tiempo. La perpetuación de un estado de cosas se da, así, como una de las formas más efectivas de la alienación.

Después de darnos muestras de su talento narrativo en los cuentos mencionados anteriormente, Helio Vera, en LA ENTELEQUIA, enfrenta el difícil género llamado "fantástico". Si bien el cuento está cargado de multitud de elementos realistas e innumerables detalles psicológicos -relacionados con la vida de Anastasio Leguizamón, es esencialmente un relato fantástico. En efecto, el final no se explica no por lo racional ni lo sobrenatural: es ambiguo y queda en la situación de "obra abierta". La verosimilitud permanece dudosa, sin que por ello se deba renunciar a la "verdad" de la ficción. Los mejores ejemplos actuales del género pertenecen a Borges, quien probablemente haya sido modelo de nuestro autor. Hemos encontrado en otro cuento de Helio Vera (PORA), algunas expresiones de índole borgeana: el "unánime horror"; el cuchillo de "laborioso fila", etc. No obstante, LA ENTELEQUIA aparece como una variante -bastante original- del tradicional tema del "doble", tan famoso en la versión de Poe. En nuestro caso: ¿Era Anastasio Leguizamón el "doppelgänger" del abogado que manejaba sus intereses? ¿Se explicaría el caso como una forma de locura? ¿Esquizofrenia? ¿O quizá todo quedaría aclarado apelando a lo parapsicológico, a lo paranormal?

La verdad parece ser que la entelequia, "ese ente ideal desprovisto de sustancia", se ha materializado en el tiempo y el espacio reales para actuar como un ser de carne y hueso. La ley de indeterminación se aplica aquí como en la física cuántica. Nunca sabremos lo que "realmente" ocurrió. La decisión sobre el binomio: "realidad-irrealidad" queda en suspenso.

En el cuento se pueden observar todas las características que según Todorov- definirían al género: narrador en primera persona; empleo sistemático de la hipérbole; las fórmulas modalizantes y la relación íntima y activa entre el yo del narrador y el tú del lector. De esta manera LA ENTELEQUIA aparece como un ejemplo acabado de la vertiente fantástica, dando fe de la versatilidad del autor en cuanto a las diversas tendencias de la narrativa actual.

No podía faltar en esta colección de cuentos de autor paraguayo el relato de fantasmas. En realidad, PORA se basa en un conocido refrán de origen popular que, en guaraní, expresa la poca asiduidad con que los espectros se aparecen a los mortales, para hacer el amor. El cuentista desarrolla -con profusión de detalles- la sentencia vernácula, embelleciéndola consecuencias y anécdotas de su propia invención. Desde el punto de vista formal PORA es un relato "enmarcado", vale decir que el suceso principal es presentado al final de una extensa introducción previa, con el fin de aumentar el suspenso y crear un clima propicio al desenlace. Esta técnica narrativa es muy común en el género llamado "gótico", que engloba las historias de aparecidos y el ámbito sobrenatural. El efecto del cuento, sin embargo, es principalmente irónico o humorístico, y en este sentido pierde la intención terrorífica inicial.

En cuanto a REGINO, relato basado en la vida casi mítica de una especie de Robín Hood nativo, el famoso Regino Vigo, es un intento de revivir y reivindicar la memoria de un caudillo rebelde, de un líder campesino defensor de los desheredados. La imaginación popular lo revive y resucita durante la revolución de 1947, aunque -de acuerdo con testigos- habría muerto en una emboscada del Gobierno en 1942. Sus peripecias son narradas como si ocurriesen en el presente (que, de alguna manera, es un presente mítico) y como si fueran la proyección de los más ardientes deseos del pueblo. Los asaltos, fugas, contragolpes, raptos y escaramuzas con las fuerzas del orden se suceden como en una película del Lejano Oeste. El cuento es, en realidad, esencialmente épico y, quizá, tendría un tratamiento más apropiado en la novela. Regino Vigo -paladín de la justicia- se ha convertido en leyenda y es -como el arribeño de "Mancuello y la perdiz"'- una especie de ángel exterminador.

En KAMBA RA`ANGA el autor retoma la temática de las festividades tradicionales -en este caso la de San Baltasar-, tan relacionadas con el folclore dé los descendientes de esclavos venidos del Dahomey africano. La fiesta, que se realiza cada 6 de enero en sitios donde todavía perduran antiguas costumbres, tiene su vena carnavalesca y de ahí la transfiguración a través de los disfraces y la aparición del siniestro-casi demoníaco kambá ra'angá. La festividad religiosa ha sido transformada por los adeptos en un ritual con reminiscencias paganas. Los dioses etónicos que presiden de los negros enmascarados son los mismos que rebullían en la sangre de ANGOLA y la hacían antipática a los blancos. Las actitudes obscenas de los caracteres principales participan de una concepción orgiástica de la liturgia, lo cual nos remite a primitivas celebraciones dionisíacas.

La promiscuidad sexual y la profanación de los tabúes de la sociedad civilizada son aquí la norma, y no la excepción. El Rey y la Emperatriz -coronados de cartón dorado-  presiden la bacanal con actitud complaciente. La esposa de Antenor Torales va a ser iniciada en los ritos primigenios, anunciados por la aparición del Toro y del fuego. La bella Mercedes ha sido ofrecida a las potencias  telúricas como una víctima propiciatoria en el  ara de los sacrificios. No se describe un simple adulterio ni un capricho de mujer sino el rito sagrado de un mito inmemorial. No debemos, por lo tanto, ejercitar tina lectura puramente erótica del cuento. El mismo tiene varios niveles de intelección. Es polisémico, como lo son las creaciones literarias de calidad.

Para concluir este somero análisis de la narrativa de Helio Vera, vamos a insistir acerca del dominio que el autor tiene sobre el léxico y la sintaxis del habla popular. Su conocimiento de la psicología campesina y. su familiaridad con la imaginería de nuestro folclore lo convierten, además, en un auténtico reivindicador de los valores de nuestro pueblo, sin caer en el fácil costumbrismo ni en el demagógico nacionalismo al uso.

( Asunción, setiembre de 1984 - OSVALDO GONZÁLEZ REAL)

 

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PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN

LA NARRATIVA PARAGUAYA EN HELIO VERA

 

No sé quién dijo que en América Latina el realismo mágico es acaso su aproximación más cabal. Si por ventura el mismo no le queda corto, ante la alucinante diversidad de planos de discursos que se entrecruzan en nuestras culturas, así llamadas, mestizas.

Helio Vera echa mano de su código estético; no por ponerse a la moda, sino por moverse más a gusto en sus ámbitos expresivos, que son, a no dudarlo, los de nuestra entrañable tradición oral. Y si estoy en lo cierto, no por vía de los autores de Hispanoamérica, sino más bien seducido por la cuentística brasilero de un Jorge Amado, o un Guimaraes Rosa, desde su fugaz pasantía en la estudiantina del Rio de Janeiro de los años 60. Esto resalta en textos como ANGOLA, donde el mundo de color y los rasgos del relato parecen espejear el contexto del Brasil nordestino.

Pero, con ser ANGOLA casi el texto patrón, que desata los módulos expresivos de su narrativo, hay otros ejes semánticos en los que gradualmente se va afirmando el autor, como signos de una reflexiva opción: así, lo mágico del relato no surge en él por hiperinflación de metáforas o experimentos lingüísticos; Helio va más por la línea tersa de los cuentos de Casaccia. Ni concita una saturación de imágenes, desde el trasfondo onírico, sino que por contraposición de planos de una realidad incontrastable, provoca precisamente por ello una sensación de irrealidad o transfabulación, comunes en culturas de tradición oral, como el caso nuestro.

Otra constante en Helio parece ser su obstinado empeño en nos transgredir los cauces de un monolingüismo castellano ni tan castizo ni tan regionalista, descartando por igual el tópico guaraní como los arcaísmos de la vernácula popular; pero logrando la misma impresión de fidelidad al tema o situación paradigmática, a través de una eficaz articulación léxica y sintáctica, que provocan una visión peculiar del universo implícito en sus cuentos. De igual modo, si Villa Rica evoca en el autor desde los años de su niñez la quintaesencia de lo mágico, tal vez por su singular situación de frontera cultural entre el contexto urbano y el guaraní aborigen, jugando una suerte de mitema, como lo es el Macondo de García Márquez, o Arequipa para Vargas Losa, muy luego se percata de que Paraguay por entero está inmerso en esa suerte de oposiciones paradojales, estudiadas de mano maestra en su ENSAYO SOBRE LA PARAGUAYOLOGÍA. De tal suerte, el medio ambiente, como dimensión cultural, sustituye al tópico local, erigido con todó, más en personaje que en escenario del tema. Y aquí es oportuno destacar otro rasgo de su narrativa: en el país, muy pocos han obviado el riesgo de ser devorados por el asunto; movilizando en su caso sus recursos expresivos para ensalzar o denotar al personaje o nudo de la trama. Nuestro autor, en cambio, se afirma en una desembarazada poética de la narración, en la que el relato concita de por sí sus propios elementos figurativos, y, aún más, su propio ritmo interno, o los ocasionales atajos del discurso. Esta morosa y amorosa manera de provocar y seguir la economía del cuento, sin intervenciones arbitrarias, ubica desde un primer momento al lector en una perspectiva eminentemente estética, limpia de ideologismos o segundas intenciones. Por donde sus cuentos hacen pito catalán a otra dimensión aberrante en nuestras letras: el maniqueísmo ético o político. Helio Vera aborda así los temas más dispares, acercando su simpatía tanto a la figura del proxeneta sin rostro como a la del soldado leal; la del bandido con el halo mágico y la adhesión del entorno rural, a ficciones no tan ficticias a las cuales llama "entelequias"; una original manera de implicarse, por transposiciones, en los hilos del argumento. Casi diría que el primero en disfrutar de sus historias sea el mismo narrador, para quien el arte de verbalizar sus propias fantasías resulta un juego creativo que lo apasiona y entretiene.

Sin meterse en los vericuetos de una "literatura de taller", esta ética de la creación, arraigada en una fenomenología del "caso" popular, más que en un mero repositorio del imaginario colectivo, organiza su poética del cuento desde la óptica vicaria del protagonista, eliminando la manipulación supuestamente objetiva del asunto. El tema-sujeto, en la feliz expresión inglesa, promueve desde su íntima economía los sucesivos desdoblamientos del discurso, en una suerte de epifanía del texto-contexto que lo convoca.

Habíamos aludido a sus apostillas sociológicas del mentado Ensayo sobre la Paraguayología. Entiendo que en ese museo de cera de nuestros incuestionables prototipos nacionales, más de uno, incluido el mismo autor, ha de hallar bastante salsa para nuevos argumentos, por haber dado con la clave de una aproximación, tanto literaria como científica, de esta dimensión irrepetible de la identidad paraguaya, en el contexto cultural de América Latina.

Su fino gracejo irónico, y su habilidad de mantenernos sin acosos en su confabulación, son aún prometedores de nuevos éxitos. (Asunción, abril, 1992 - RAMIRO DOMÍNGUEZ)

 

 

 

PORÁ (CUENTO)

Este demonio es obstinado y ruin. Su antiguo oficio es el de perder a los viajeros y llevarlos a la locura o a la muerte. Insiste en aparecer, con tranquilizadora forma humana, en el recodo de un camino solitario. Siempre de noche. Se presenta muchas veces con forma de mujer, como un confundido viajero a quien urge llegar a un sitio no lejano. Invoca fatigas y distancias y quizá un taimado temor a visiones del más allá. Y ruega, con humildad, que se lo transporte; el argumento es simple pero irresistible, y concluye, casi siempre, por persuadir.

El despoblado, la noche y una alta luna llena se juntan para acentuar lo siniestro de la escena. El desenlace es el mismo, según tradición aceptada, con chata contumacia, por las naciones que cultivan esta monótona creencia. Antes de terminar el trayecto, el otro viajero descubre la atroz naturaleza de su desconocido compañero: mondo y cloqueante esqueleto que lo aturde con una triunfal carcajada. El corolario es la muerte inmediata o la perpetua reclusión en la numerosa soledad de un manicomio.

Con irrefutable congruencia, los testimonios atribuyen esta malévola artimaña al mismísimo Satanás, jefe supremo de los infiernos. Es él mismo y no ninguno de sus subordinados, quien ejercita esta burla sangrienta. Que lo haga en distintos sitios al mismo tiempo no refuta sino confirma su presencia: es la práctica del porfiado don de la ubicuidad, uno de sus trucos profesionales más notorios.

Estamos autorizados a aceptar sin reservas la confiabilidad de este repetido relato; la robustecen personas imparciales, desdeñosas de la mentira o la exageración. Hay, es cierto, algunas variaciones sugeridas por las costumbres locales, contaminadas por supersticiones tribales o por las fantasías de oscuras sectas subterráneas, pero no llegan a desdibujar su meollo persistente. La conclusión es que todos estos matices prueban únicamente que el Innombrable es un histrión desaforado que se complace en abundar en diferentes y contradictorias caracterizaciones.

Veamos algunos ejemplos. Por Rafael Obligado, lo sabemos diestro guitarrista. Por Bergman y Durero, que no desdeña enfrascarse en una alocada partida de ajedrez. Goethe nos propone un diablo metafísico, que construye complejas disquisiciones y termina ofreciendo al valetudinario doctor Fausto la devolución de su juventud y el arrebatado amor de Margarita. Relatos rioplatenses, que recorren los calmosos fogones de los troperos, lo ubican mintiendo desaforadamente en una gritada partida de truco al gasto.

La odiosa pericia esta registrada, con unánime horror, por casi todos los pueblos de la Tierra. A lo largo de milenios, cada nuevo episodio contribuyó a fijar un libreto único y perdurable. Hay pruebas de ello hasta la saciedad. En 1932, un aséptico arqueólogo inglés rastreó el fastidioso ardid en ciertas tablillas desenterradas cerca de las ruinas de Babilonia. En la misma época, un colega norteamericano registró el quejumbroso testimonio de un sacerdote en un polvoriento jeroglífico pintado en el muro de una tumba egipcia. Un códice turco, muy discutido por cierto, de la época de Solimán el Magnífico, denuncia las perniciosas hazañas de nuestro enemigo en una lejana provincia balcánica.

Según la nacionalidad del relato cambian algunas palabras, la indumentaria escogida y el medio de locomoción en que se desplaza la víctima. Puede tratarse de un carro tirado por bueyes, una góndola en Venecia, un taxímetro en París, un aeroplano en Berlín, un ómnibus de pasajeros en Los Ángeles o de una fatigosa diligencia en el Lejano Oeste. Para el propósito perseguido, el detalle es menor. Lo que importa es el brusco final, con su aparatoso golpe de efecto final y su rotunda teatralidad.

En la versión paraguaya nos hallamos ante un demonio reiterativo, adormecido por el estupefaciente de la rutina. Rehúsa refinamientos y sutilezas; no incurre en pompas ni suntuosidades. Una secreta consigna lo condena a una torva especialización: aparecer, de noche, en un camino solitario. Certificaré una de estas apariciones, con escrupulosa probidad de notario.

El episodio que relatamos aquí es conservado lealmente por la perseverante tradición guaireña. Debo advertir que no es el único caso en el Paraguay, ni asusta por lo aparatoso; en el país hay muchas otras constancias indubitables de la triquiñuela infernal. Sobre todo, en ciertas picadas -poco más que desoladas sendas abiertas en la selva- en las que se abundan cruces desvencijadas y anónimas sobre las cuales flamean, lánguidamente, desflecados paños blancos.

Este relato transcurre en un lugar impreciso que lleva del Guairá al Caaguazú, en las primeras décadas del siglo, probablemente después de la guerra civil de 1922-23. Por la picada han pasado sucesivas bandas de montoneros en fuga luego del frustrado asalto a Asunción; varios de ellos quedaron para siempre en el fúnebre sendero. A veces, pisándoles los talones, detrás de los que huían entraban también tenaces partidas de soldados del Gobierno.

El protagonista, en nuestro caso, es un tal Santos Corvalán. Alto y correoso, unos gruesos bigotes agregan a su cara un ostentoso rictus pendenciero. Jinete de los mejores, arrastra una orgullosa fama de bravo. Su hablar sentencioso es rubricado por una deliberada lentitud y un registro de bajo profundo. Casta botas lustrosas, arreamen abusivo en argollas de plata y un recado de brilloso chapeado.

En la cintura abulta un revólver Smith y Wesson calibre 38, marca a la derecha. Entibiado por la faja, un largo cuchillo de punta y filo laboriosamente conservados; sólo puede abandonar la vaina para un combate de buena ley y no debe volver sin sangre. Su esgrima exige estocadas largas y viboreantes dirigidas al estómago, de abajo hacia arriba. Y allí, lujo de virtuosos, zigzaguear en la carne blanda, para asegurar al enemigo una agonía espantosa.

Le atribuyen tres aguaí que comprometen su decoro y lo empujan a cuidar sus palabras y gestos. Cada uno de ellos corresponde a una muerte en duelo, cara a cara, con armas iguales. Un aguaí cuenta una muerte pero también marca una vida, inapelablemente. Tres, tejen un trajinado contubernio con la leyenda. Sistema extraño, pero justo, el de contar los muertos con los cascabeles de la mboichiní, la más letal de las serpientes del Paraguay; ábaco imaginario en el que una mano invisible va llevando una sórdida adición de osamentas. Quien soporta ese fúnebre peso no puede incurrir en vacilaciones, ni siquiera cuando se agitan ante sus ojos los horrores del más allá.

 Corvalán ha llegado a Pañetey, una docena de pobres chozas desperdigadas, último sitio habitado antes de entrar a la boca de la picada de Caaguazú. La noche está por caer y la etapa siguiente está recargada de peligros: son siete leguas de camino incierto -apenas perezosa huella de alzaprimas-, frecuentado por obrajeros, mariscadores y macateros; más asiduamente por gente de avería que huye del escenario de un crimen o se dirige hacia donde tendrá que cometerlo. Historias de crímenes, de aparecidos y desaparecidos son repetidas en la región hasta el cansancio, aunque con cobarde cautela, en Mubebo, Kurusupé y Costa Mbocayaty.

Los lugareños advierten a Corvalán de los riesgos que le acecharán más adelante. Es notoria parte del relato universal, y también de la versión que se acepta en el Guairá, el angustiado coro de quienes tratan de detener al atrevido, magnificando quebrantos y desventuras de anteriores incrédulos. Hay sucedidos que estremecen el alma y justifican el copioso apercibimiento: bueyes punteros que ignoran la urgencia de la picana del boyero y se ponen a mugir atolondradamente sin motivo alguno; voces acariciadoras que llaman tenazmente desde la oscuridad; la sensación glacial que asalta a los jinetes de tener a alguien sin peso que viaja sobre la grupa, a sus espaldas; canturreos perversos, plagados de obscenidades, que flotan sobre los árboles. La creciente noche, más oscura aún dentro del monte, acentúa la gravedad de estos presagios.

Esta noche, presidida por una gorda luna llena, no es para meterse en un camino salpicado de cruces porque, hasta que aparezca el sol, éste permanecerá bajo el dominio de sus espectrales habitantes. Sólo la luz matutina los ahuyentará hasta sus recónditas guaridas y postergará el infernal merodeo hasta el siguiente crepúsculo. Es preferible, le dicen voces quejumbrosas a Corvalán, pernoctar en Pañetey y reanudar el viaje con la primera claridad del día siguiente, luego de una conversada vuelta de humeante mate.

Corvalán escucha, cortés y comedido. Pero debe acatar el código que le impone su imagen de corajudo, de tan aplaudidas mentas. Él es un servidor de su propio mito, y ello le exige cultivar un manojo de maneras arrogantes de las cuales no conviene apearse. Por eso nuestro individuo saluda, cortés, llevándose la mano derecha al ala del sombrero de paño. Taconea con decisión a su cabalgadura y se mete, al paso firme, en la negra boca del camino. Quienes lo ven perderse de vista se hacen cruces y mascullan una oración.

Pronto la oscuridad es completa. Breves manchones plateados indican que la luna ha comenzado su indolente marcha de caracol. Los árboles se alargan sobre la cabeza, en una bóveda inacabable de sombras y rumores. El monte se multiplica en una sorda cacofonía de murmullos y chillidos, en repentinas catingas que delatan la cercanía de alguna bestia carnicera, en revoloteos caprichosos de altos pájaros invisibles, en ruidos misteriosos de imposible clasificación.

Manotear el revólver, de vez en cuando, le devuelve la turbada tranquilidad. Pero Corvalán sabe que el arma tendrá menos valor que un liviano cascote si llega a toparse con un póra, inquietante guardián de este tipo de parajes. Sólo una bala karaí, bendecida por un obispo, puede devolver la sombra nefasta hacia su morada eterna. Pero el relato exige que esta precaución haya sido olvidada y que nuestro héroe esté indefenso ante las poderosas fuerzas de las tinieblas.

El animal sigue al paso, con la rienda floja. De pronto resopla, agitado, y bruscamente disminuye el ritmo; un rebencazo y una imprecación lo obligan a seguir adelante. El jinete ya no puede echarse atrás. Está muy dentro de la negra picada y sólo puede espolear a su cabalgadura, que cada vez se muestra más inquieta. De todos modos, sus temores no asumen, hasta ahora, formas mensurables y concretas. El jinete piensa, arrepentido, que debió escuchar los augurios: estaría durmiendo a estas horas bajo una amigable cobija. En cambio, progresa con dificultad y su mano está sudando sobre la culata del revólver.

Dobla un recodo y la ve. Alta y derecha, el largo pelo rubio, color infrecuente en el Paraguay, duplica su encanto. Un rebozo le cubre los hombros, que se adivinan blancos y carnosos. Un largo vestido blanco envuelve sus formas, cuyas tibiezas y redondeces otorgan a la tela codiciados relieves. Parece muy fatigada y al borde de la desesperación. Solloza mansamente, sentada sobre el tronco de un árbol enorme derribado por un rayo.

Ella mira al recién llegado, con desconfianza. El rostro está arrasado por las lágrimas y la angustia abofetea con una mueca nerviosa su serena belleza. La explicación que ofrece es breve y convincente: se ha extraviado, tiene miedo. Barrunta que aborrecibles póras conspiran para enloquecerla. Debe llegar al otro lado de la picada, pero está vencida por el agotamiento; peor aún, su caballo se espantó y no se atreve a buscarlo en el monte: sería una imprudencia que no debe cometer si quiere seguir viva. El cansancio y la incertidumbre la retienen en este sitio, sofocada por la soledad y por los pensamientos más pesimistas.

 No hace falta más. El hombre se ofrece, caballeresco; ella sube a la grupa, ágil y leve, y se abraza a su cintura. El caballo reanuda la marcha. Pronto Corvalán nota que la presión de los brazos de la mujer alrededor de su cintura rebasa largamente la fuerza necesaria para mantener el equilibrio. Siente un aliento tibio y perfumado sobre la nuca; los cabellos rubios le azotan suavemente el rostro duro con cada golpe de viento.

Es demasiado para un hombre probado y de insobornable fama. Un antiguo hormigueo obnubila sus reflejos. Quien la acompaña es joven y hermosa; es seguro que jamas volverá a verla. Quién sabe si no es casada, encadenada por férreos compromisos, encerrada por siete llaves. Quién sabe si no es la mantenida de algún poderoso que la rodeará de una férrea vigilancia. Saber que faltan menos de dos leguas para que termine la picada demuele fragorosamente el último resto de duda. Capitula ante la abrumadora tentación.

Descabalga precipitadamente e invita a su acompañante a imitarlo. Al descender a su vez, ella se arroja literalmente a sus brazos. Es ocioso reproducir lo que sigue, por obvio y porque trasciende el objetivo de este relato. Bastará decir que, después de una hora de cabriolas apasionadas en el rito del amor, el hombre se separa y prorrumpe en un largo suspiro de satisfacción.

La mujer lo mira desde el suelo, que las hojas secas tornan blando y acogedor como un lecho de plumas. Lo mide en silencio, los codos clavados en la tierra, la cabeza como sostenida entre las manos. Se dispone a dar el demoledor golpe maestro que la repetición mecánica ha revelado infalible durante siglos, en todos los rincones del planeta.

-Yo soy un póra -le dice-, y es mi misión vigilar esta picada las noches de luna llena. Estaba escrito que debías pasar por aquí y debo llevarte conmigo. Es inútil que te opongas, porque tu destino es acabar aquí mismo. No hay nada que puedas hacer para impedirlo.

La contempla con ojos especulares, despabilado bruscamente por la desagradable novedad; un tenso sudor le recorre el cuerpo. Lo que viene después obedece a oscuras razones que se sobreponen al previsible espanto. Es aquí donde el relato de Pañetey se separa del texto universal y donde su ocasional protagonista adquiere una inesperada originalidad.

Él es Santos Corvalán, tiene tres aguaí y nadie se atreve a faltarle al respeto. Su concepción del destino es simple y clara: no se muere en la víspera. En el exacto momento de nacer alguien diseñó, hasta la última fruslería, el rumbo de su alborotada existencia. La nutrió de ilusiones y fatigas, de pasiones e inconsecuencias, de aversiones y suspicacias. La proveyó de actos e indecisiones, de azares y presagios y dispuso con precisión la índole y el momento minucioso de su extinción.

Lo que esta escrito no puede evitarse. Una oración a San La Muerte, eficiente abogado, podrá hacer más corta la agonía y menos dolorosa. Pero nada podrá impedir que, cuando sea la hora señalada, se exhale el último suspiro. En esta instancia, el peor oprobio será la cobardía y no bastarán para disimular las baladronadas ni pantomimas. Santos Corvalán, fiel a sí mismo, no puede menguar la recia imagen que le devuelve su espejo y que le induce a la temeridad.

Sabe que no puede elegir ni sublevarse. No es blanco del azar ni ha caído en una perversa encerrona fraguada por irritados enemigos; sólo está cumpliendo, con terca puntualidad, su insoslayable sino. Cada uno tiene un sendero que agotar y él está concluyendo el suyo. El convencimiento le penetra definitivamente y la tranquilidad le ilumina el rostro.

Trabajado por estas tremendas verdades siente el retorno de la sangre circulando con fuerza por todas las arterias. Sus sentidos despiertan de nuevo, aguijoneados por la imagen de la mujer que sigue mirándolo desde el suelo, ahora blandamente recostada en el tronco, con las ropas desarregladas y una larga languidez en la mirada. Sin más, se arroja sobre el blanco cuerpo que, bañado por una lechosa luz lunar, ha comenzado a volverse transparente. Al instalarse sobre la estupefacta aparecida le dice, estremecido por la renacida pasión:

-Entonces aprovechemos la ocasión y hagámoslo de nuevo. Al fin de cuentas, ustedes no tienen costumbre de aparecer a menudo.

 

 

 

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ÍNDICE DE LA VERSIÓN DIGITAL DE ANGOLA Y OTROS CUENTOS

PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN - La narrativa paraguaya en Helio Vera

ANGOLA

LA CONSIGNA

LA ENTELEQUIA

PÓRA

REGINO

KAMBÁ RA'ANGÁ

DESTINADAS - I - a - VI -

 

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