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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  CABALLERO - Novela histórica de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

CABALLERO - Novela histórica de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

CABALLERO

Novela histórica de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

EDICIÓN DIGITAL:

 

 Autor/a:

RODRÍGUEZ ALCALÁ, GUIDO (1946-)

 

Título (Enlace a la versión digital): 

CABALLERO

 

Edición digital: 

Alicante : Biblioteca Virtual Miguel De Cervantes, 2000

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1987.

 

Portal: 

LITERATURA PARAGUAYA

 

ÍNDICE del libro CABALLERO  en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
 

Prólogo
Parte I:
Mis primeros pasos o de Matto Grosso a Uruguayana (1864-1866)
Capítulo I:
Donde recién comienza la historia, con el relato de cómo el mariscal Francisco S. López se enojó conmigo, el entonces alférez Bernardino Caballero
Capítulo II: Continuación del capítulo anterior
Capítulo III: De la conversación que había tenido con don Benigno López
Capítulo IV: De la destrucción de nuestra flota en la batalla fluvial de Riachuelo (11-VI-65) y de mi participación en ella
Capítulo V: De la volubilidad de la fortuna
Capítulo VI: De la visita que me hizo el obispo Manuel Antonio Palacios mientras estaba arrestado
Capítulo VII: De mi rehabilitación con el Exmo. Señor Mariscal López, coincidente (más o menos) con la invasión del Paraguay por los ejércitos de la Tripleza Alianza (16. IV. 66)
 

Parte II:
De Humaitá a Lomas Valentinas (1866-1868)
Capítulo I: De mi actuación en el combate de Estero Bellaco (2. V. 66), donde las armas paraguayas se cubrieron de gloria y yo también
Capítulo II: Del glorioso combate de Tuyutí (24. V. 66) el mayor de toda la América del sur
Capítulo III: Suite de Tuyutí y crónica del combate de Sauce (16/18. VII. 66)
Capítulo IV: De la memorable batalla de Curupayty (22. IX. 66), donde los enemigos del Paraguay mordieron el polvo
Capítulo V: De las largas vacaciones militares que tuvimos después de Curupayty, porque los otros se quedaron quietos como un año
Capítulo VI: De cómo preferimos mudarnos del cuadrilátero a San Fernando, siendo nuestra mudanza el día tres de marzo de mil ochocientos sesenta y ocho (por la madrugada)
Capítulo VII: De ciertos acontecimientos que tuvieron lugar en el campamento de San Fernando, donde el mariscal permaneció de marzo a agosto de mil ochocientos sesenta y ocho, mientras yo seguía en el Chaco
Capítulo VIII: De los gloriosos combates de Ytôrôrô, Avay y Lomas Valentinas, donde las tropas paraguayas se batieron heroicamente con enemigos superiores en número y armamento.
 

Parte III:
De Azcurra a Cerro Cora (1869-1870)
Capítulo I: De cómo los aliados ocuparon la Asunción y la pusieron a saco
Capítulo II: De uno de los mayores misterios de la guerra
Capítulo III: De la reorganización de nuestro ejército después de Lomas Valentinas
Capítulo IV: De nuestra retirada a Caraguatay y del heroico combate de Acosta Ñú (16. VII. 69), donde los niños paraguayos lucharon como valientes
Capítulo V: De nuestro paso por San Estanislao (23/30. VIII. 69) y en Curuguaty (cuarta capital del Paraguay) y de las cosas que nos pasaban
Capítulo VI: De cómo me convierto en el sucesor de López (designado por él)
Capítulo VII: De nuestra marcha desde Panadero hasta Cerro Corá, incluyendo el famoso combate del primero de marzo de mil ochocientos setenta
Epílogo
 
 

*****************

PARTE II

DE HUMAITÁ A LOMAS VALENTINAS

(1866-1868)

 Capítulo I

De mi actuación en el combate de Estero Bellaco (2. V. 66),

donde las armas paraguayas se cubrieron de gloria y yo también.

 

     ¡Ah! Pero mire que usted está resultando flojazo, joven, siga no más escribiendo, deje no más esos mosquitos que no le van a hacer nada, aquí en Buenos Aires no pican tanto... Me pregunto qué hubiera hecho usted en nuestro cuadrilátero allá por el 66. Allá no se podía hablar porque al hablar se le llenaba la boca de mosquitos, pero ese fue nuestro campamento paraguayo del 66 al 68, pero aguantamos no más los bichos sin quejarnos, porque para aguantar estábamos. Y también porque a los otros les perjudicaba más. A ellos, que no estaban acostumbrados a los bichos del estero, al agua sucia, a los miasmas que largaban los pantanos y que en cosa de un mes les hicieron como 4.000 bajas. O por lo menos eso es lo que dice ese coronel Pallejas, que sentí mucho cuando murió de un tiro, porque sus memorias eran muy interesantes.

     ¿Qué le vamos a hacer?

     Todo tiene su aspecto positivo y negativo, y si es cierto que se murió mucha gente también es cierto que sin eso el Paraguay no se hubiera hecho famoso ni yo estaría aquí dictándole mis memorias ni usted tendría nada que escribir ni el público nada que leer... Así que no tiene sentido hacerse el pacifista como los jóvenes de ahora, que quieren todas las ventajas pero sin las desventajas.

     Sí, el cuadrilátero es esa parte que también le llaman Humaitá, por eso los argentinos hablan de la campaña de Humaitá, porque Humaitá era la fortaleza nuestra que quedaba sobre el Río Paraguay, pero solamente sobre el río, entonces tuvimos que reforzarla por el otro lado con una línea de fortificaciones que fueron kilómetros y kilómetros, y eso hacía que nuestras posiciones fueran impasables porque además del arte teníamos la naturaleza: esa es una región de bosques, carrizales, bañados, esteros, pantanos y lagunas... Casi le voy a decir que nuestro cuadrilátero era como una isla, que tenía por un lado el Río Paraguay y por los otros una serie de charcos y que por los pocos pasos nosotros la habíamos cerrado con trincheras, fosos y canales. Una isla en el camino que llevaba a la Asunción, y por eso justamente que nos aposicionamos en ese lugar, para cerrarles el paso... Claro, estas cosas no se entienden si usted no conoce el lugar, personalmente, pero eso ya tiene que hacerlo por su cuenta. Y mientras tanto, tiene que creer en mi palabra, porque no puedo explicarle demasiado cómo era el terreno.

     En todo caso tiene los mapas de Thompson, ese inglés que vino contratado por nuestro gobierno para trabajar en el Paraguay, que hizo un poco la guerra y que después se corrió escribiendo un libro donde nos deja muy mal. Entonces usted prefiere mi dibujo, aunque no soy ingeniero como Thompson pero tampoco cobarde como él.

     Este dibujo es la punta sur del Paraguay, la embocadura del Paraná con el Paraguay. La D es el desembarco de los aliados que le estaba contando, cuando desembarcaron el 16 de abril y tuvimos que retiramos hacia el norte, después de haber peleado un rato. Allí fue que ocuparon el campamento de Paso de Patria, mientras nosotros nos mudamos sobre el Estero Bellaco Norte, para quedamos allí como dos años. 

     Allí fue que hicimos nuestro famoso cuadrilátero, rodeando Humaitá, por eso fue que le llamaron Sebastopol de América, porque no podían tomarlo y a pesar de sus rifles de aguja, cañones krupp y todo lo demás. Aunque los defensores éramos muchos menos que ellos y con fusiles a chispa, y a veces ni siquiera con eso porque los fusiles no alcanzaban para todos y muchos los equipábamos con machete o lanza y nada más...

     Pero de eso le voy a hablar después, ahora fíjese en el dibujo. Mire el Estero Bellaco, que en realidad son dos, porque tiene dos brazos: el norte (BN) y el sur (BS). Entre los dos está el campo de Tuyutí (T), donde después los negros pusieron su campamento y les asaltamos y se libró la batalla más grande de América el 24 de mayo. Les asaltamos nosotros, viniendo desde el norte del Estero Bellaco Norte, donde habíamos puesto nuestro campamento después de haber dejado Paso de Patria, sobre el Paraná... Eso después; lo que quería contarle ahora se pasó el 2 de mayo, cuando los aliados todavía no se habían mudado a Tuyutí, ni siquiera habían fortificado su campamento como se debe porque se olvidaron de llevar suficientes picos y palas. (No se imaginaban que la guerra iba a ser de posiciones; pensaban que una vez desembarcados seguían hasta Asunción y se terminaba el cuento). Eso sabíamos muy bien nosotros porque conocíamos el terreno y los espiábamos tranquilamente; ellos ni se sospechaban: no sabían donde estaban ni se atrevían a hacer reconocimientos. Así que seguían todos encimados, un poco más arriba de Paso de Patria, ese campamento que les dejamos ocupar por inservible.

     Mientras tanto, el Mariscal no perdía un momento; yo maliciaba que algo estaba preparando porque cada vez que llegaba el general Díaz, él me hacía salir de la pieza (yo era demasiado nuevo todavía para enterarme de esas cosas). Para el primero de mayo ya tenía confirmada esa noticia, pero no sabía cómo ni dónde, cuando de repente viene entrando José de Jesús Martínez, que con sus diecinueve años ya era teniente y tenía condecoraciones y le dice al Mariscal:

     -¿Por qué no me presta su alférez, Excelencia?

     -Caballero es útil aquí, Martínez.

     Pero Martínez siguió insistiendo, hasta que al final aceptó. Entonces tuve que armarme, equiparme, atravesar el Estero Bellaco Norte, el campo de Tuyutí, emboscarme por el Estero Bellaco Sur. Todavía no sabía bien para qué; mientras nos preparábamos para el ataque, Martínez me explicó por donde tenía que cargar.

     El plan era un poco arriesgado, porque íbamos 4.000 paraguayos para atropellar el campamento aliado que tenía casi 50.000; pero para Martínez, que me quería mucho, ese era un favor que me hacía, porque los mozos a esa edad tienen sus gustos, y así como para uno son los bailes, para otros la gresca; quiero decir como si Martínez me invitaba a un baile para el se me hacía un gran favor.

     Pero en el fondo resultó un favor, porque el enemigo no había puesto centinelas. Entonces les caímos de sorpresa. Caímos sobre la vanguardia, que estaba al norte y el oeste; allí donde el uruguayo Flores tenía su carpa. Resulta que el uruguayo ese fue el que nos complicó las cosas, porque nosotros teníamos ido al Uruguay para protegerlo de los brasileros, a pedido de ellos, pero cuando estábamos en camino el presidente Flores se hace presidente y entonces termina pactando con los argentinos y brasileros en contra de nosotros.

     Así que la culpa era de él.

     Puede imaginarse entonces la rabia con que cargamos sobre la vanguardia, que eran los orientales; en un segundo liquidamos los batallones Florida, Libertad y todos los que se nos pusieron delante, y les tomamos también toda su batería, la batería oriental que le decían, unos hermosos cañones rayados sistema lahitte.

     Cuando me vio llegar, el Mariscal me dijo:

     -Parece que se asustó de los chumbos, Caballero.

     Pero decía en broma, porque se veía bien que estaba muy contento, incluso me invitó a tomar un cognac en la comandancia mientras llegaba el resto.

     Me preguntó de quien había sido la idea de volver con los cañones inmediatamente; le dije que mía. Eso le pareció muy bien. En realidad fue una idea de primera traerlos en seguida porque o sino los hubiésemos perdido de nuevo.

     Porque el general Díaz, de puro nervioso, siguió cargando contra los aliados hasta llegar adonde estaba el grueso del ejército; cuando llegó ya lo estaban esperando. Y entonces tuvo que recular otra vez, y no de miedo, porque 4 contra 40 mil es un poco exagerado, por más valiente que uno sea. Y tampoco era eso lo que el Mariscal le dijo. Él le dijo que vaya a sablear a los negros, pero no todos juntos. Díaz, que era muy impulsivo, comenzó con la vanguardia de Flores, que era su objetivo, y se entusiasmó tanto después que siguió corriendo a los uruguayos hasta llegar al grueso del enemigo que ya lo estaba esperando y entonces nos hicieron bastantes bajas (podían habernos hecho todavía más de ser más decididos y perseguirnos en serio).

     Un error militar, por supuesto, pero que tampoco salió tan mal, porque lo importante fue el triunfo moral: demostrar que no les teníamos  miedo -justamente lo que probamos ese 2 de mayo. Desde ese punto de vista, nuestras bajas no importaban tanto, con tal de entusiasmar a nuestros soldados y desmoralizarlos a los otros, que fue precisamente lo que pasó, sobre todo por la fiesta que hicimos esa misma noche, que les hizo pensar a los soldados enemigos y a los nuestros que ganamos. Y eso a pesar de que Mitre y los otros jefes negros trataban de convencer a su tropa que ganaron ellos, pero no había modo de probar porque nos llevamos todos nuestros muertos y ellos se quedaron con los suyos (que no podían esconder como los escondimos a los nuestros).

     Una cosa que siempre admiré en el Mariscal López es la forma de tratar los soldados... Conste que yo le imitaba un poco y no me salía tan mal, pero nunca llegué a ponerme a su altura. ¡Él era capaz de hacer pelear a los enfermos! Cuando veía un tipo caído en medio del campamento, le decía a sus ayudantes:

     Denle un trago de caña.

     Y después de la caña y de las palabras del jefe, el soldado se levantaba y salía corriendo para el frente aunque le faltara una pierna.

     Es un don natural.

     Ese 2 de mayo, por ejemplo, nuestros hombres volvieron bastante deprimidos del campo de batalla, y justamente por eso fue que el Mariscal organizó la fiesta -para hacerles olvidar que el enemigo los había corrido. Al principio parecía difícil, ¿cómo hacerles bailar sino tenían ganas y encima estaban muy cansados? Pero mi jefe para eso era un zorro. ¿Sabe lo que hizo? Ordenó que se carneara por la noche, y entonces tuvieron que ir no más los combatientes, que ese día no habían desayunado ni almorzado. Y cuando fueron ellos, comenzaron a llegar los otros por camaradería; al poco tiempo comenzó a correr la caña y los muchachos se olvidaron de sus muertos, y allí mismo se organizaron partidas para mortificarlos a los centinelas con bodoques, tirándoles con esos arcos de dos cuerdas que usan los indios para los pájaros y nosotros para los brasileros. ¡Eso se llama espíritu militar, cantamos y bailamos toda la noche, no les dejamos dormir un sueño a los otros, y lo único malo fue que al día siguiente me dolían las piernas de tantas galopas y a ni amigo De Jesús Martínez le iba un poco peor, porque había vuelto herido pero para dar el ejemplo bailó como todo el mundo -nadie diría que casi se desmaya porque estaba sangrando.

     Por eso lo acompañé a la enfermería para curarse, pero lo que teníamos parecía un corral o un gallinero. Quiero decir nuestra sanidad militar, y eso por culpa de los médicos ingleses como el doctor Steward, a quien le pagábamos bien pero no hacía nada, y encima se comió la plata del Mariscal... Masterman no era más inocente, ese farmacéutico que terminó conspirando con el cónsul americano... Y bueno, ¿qué quiere con esa gente? No podíamos tener un servicio mejor. Ni siquiera peor porque ya resultaba imposible; ¡usted no se imagina nuestra impresión, de Martínez y yo, al ver esas camas sucias donde ponían a los que de tan débiles no podían resistirse a que les corten brazos y piernas...! Yo que vi tantas peleas todavía siento dentera cuando pienso en el ruidito del serrucho sobre el hueso fémur de aquel sargento... Con tanta miseria, salimos corriendo. Casi corriendo, porque Martínez no podía caminar, pero prefirió morir decentemente, si tenía que morir, a morir en un chiquero como ese.

 

Capítulo II

Del glorioso combate de Tuyutí (24. V. 66) el mayor de toda la América del sur

     La guerra es como el boxeo inglés: lo peor que puede hacer usted cuando le dan un golpe es enojarse y tratar de devolverlo en seguida, porque entonces le colocan dos o tres más. Pero eso es exactamente lo que trataron de hacer los aliados después del 2 de mayo: devolvernos el golpe.

     Por eso levantaron campamento y se mudaron más al norte, al lugar llamado Tuyutí, donde fue la batalla más grande de estos países.

     Nosotros los estábamos mirando desde nuestras posiciones, desde el otro lado del Estero Bellaco Norte, que nos separaba de ellos; casi puedo decirle que nos gustaba ver un ejército tan lindo -quiero decir con tantos hombres, tantos caballos, tantos cañones nuevos, tantos uniformes de primera. Entonces ese doctor Torrens tuvo la ocurrencia de decir que era un ejército numeroso y bien armado; con eso nos salvó la vida a muchos. Porque más de uno pensaba exactamente lo mismo, aunque las Ordenanzas Militares prohibían propalar un rumor así, y como el que habló primero fue él, Torrens, lo fusilaron a él en nuestro lugar... Aprenda, joven, que en boca cerrada no entran moscas.

     Parece que el Mariscal trataba de ajustar un poco la disciplina, que se había relajado un poco a pesar de nuestros esfuerzos, y eso porque los enemigos desembarcaron como querían desembarcar; nos tomaron nuestro campamento de Paso de Patria y no pudimos pararlos; ahora se nos venían a Tuyutí y tampoco los parábamos... Para el soldado común, eso significaba que estábamos perdiendo. Y en parte tenía que parecerle así, porque tampoco el Mariscal podía explicarle lo que estaba pensando.

     De planear, planeaba, no crea usted que se quedaba dormido. Y eso que era un hombre muy reservado con sus planes, aquella vez reunió a su Estado Mayor y también a mí, porque me tenía confianza, y nos [64] contó que el enemigo pensaba atacarnos para el 25 de mayo, en celebración de la independencia argentina.

     ¿Qué debíamos hacer?

     No teníamos demasiado tiempo para deliberar, porque al fin y al cabo todavía no habíamos comenzado en serio a fortificar nuestra posición, aunque nos ayudaba el terreno, pero de todos modos Wisner von Morgenstern dijo que mejor quedarse donde estábamos, levantar esos parapetos y preparar las trincheras para resistir el asalto. Dijo también que podíamos hacer una picada por el bosque de Sauce, que quedaba justamente al otro lado del Estero Bellaco Norte (si se quiere una posición noroeste, cerca de la vanguardia, que otra vez se la habían dado al gaucho Flores); esa picada tenía que pasar por Sauce y llegar hasta el Potrero Piris, que quedaba más al sur, sobre la retaguardia del enemigo. Y bueno, cuando ellos estuviesen atacándonos con todo, nosotros les caíamos de sorpresa por el camino abierto desde nuestra derecha hasta el Potrero Piris. Naturalmente, era un camino que no se tenía que ver; había que dejarlo casi sin terminar, y en el momento del ataque, limpiar los últimos yuyos que lo separaban del campamento aliado... No podía fallar, decía Wisner, ese ingeniero austríaco o lo que sea que le hacía las trincheras al Mariscal (aunque según Thompson, las hacía él mismo).

     A todo el mundo nos gustó la idea, así que salimos muy contentos de la reunión, casi diría con ganas de contarles nuestra idea a los soldados, a ver si se levantaba un poco esa moral. Porque los soldados son como los niños: a cada rato pueden ponerse tristes. Incluso después de nuestro gran festejo del 2 de mayo, en que todo el mundo comió con ganas, el ánimo seguía todavía un poquito bajo... Por eso había que hacer algo en seguida, porque nada peor que el soldado que se está mano sobre mano sin pelear y pensando todo el tiempo... Y el Mariscal entendía estas cosas muy bien, así que todo el tiempo mandaba sus guerrillas por el monte de Sauce, que conocíamos bien, y también por otras partes para escopetearlos de lo lindo tirando por desde entre los árboles. Eso lo hacíamos nosotros pero no ellos, que no sabían dónde estaban, que a veces no se atrevían a meterse en el monte para cortar leña, porque allí los esperaba alguno de nuestros baqueanos que se había quedado varios días emboscado detrás de un árbol y comiendo un poco de carne conservada y nada más -porque nuestro soldado es muy sufrido y aguanta todo tipo de privaciones; es capaz de esperar horas y días, confundiéndose con un bicho del monte, y cuando llega el enemigo ¡zas! le mete un tiro.

     Con eso les bajábamos la moral. 

     Y también les bajaban la moral las enfermedades de los pantanos, que se le habían llevado una buena cantidad de hombres, y todas las alimañas que se crían por allí los volvían locos; ellos no estaban acostumbrados. Y también las noticias de Buenos Aires, porque mientras el presidente Mitre pidió permiso para venir al frente como comandante en jefe, sus paisanos comenzaron a alborotarse, y en las provincias argentinas se hablaba de rebelión y era al fin y al cabo más que un comentario. Es que como dice el refrán el que va a villa pierde su silla, y eso estaba por ocurrirle a Mitre y en parte al Flores; así que ellos tenían más apuro que nosotros en terminar la guerra. Nosotros podíamos aguantar meses y años; al fin y al cabo estábamos en nuestro país, en nuestro campamento, y teníamos a mano nuestras familias. Y no nos molestaban los mosquitos del pantano.

     Quiero decir que la situación estaba bien, y hasta el mismo Benigno estaba de acuerdo.

     En realidad, me había prometido no hablar una palabra más con don Benigno, después del susto que me dio aquella conversación, pero esta vez fue un caso especial...

     Porque llegó de la Asunción la madre de S. E. y entre todos los López hicieron un almuerzo en nuestro campamento; todos menos el Mariscal. Y allí Benigno dijo que podíamos ganarles -al fin estaba de acuerdo- siempre que nos quedásemos en la defensa. Podíamos ganarles -decía- porque conocíamos el terreno y no teníamos apuro; era cuestión no más de impacientarlos, para que se vinieran al ataque a tontas y a locas. Ellos necesitaban eso por la política, porque en sus países les decían que no hacían nada, tenían que demostrar que hacían; también estaba eso de que habían perdido el entusiasmo, porque una vez que nos echaron de la Argentina y del Brasil ya la mayoría no quería más la guerra; decían que se podían terminar con el asunto, que ya no éramos peligro. También tenían problemas de logística, porque su centro estaba en Corrientes, pero nunca llegaban las provisiones ni las armas que mandaban de Buenos Aires y de Río -llegaban, en todo caso, pero la mitad y en malas condiciones... Yo me quedaba con la boca abierta oyéndolo hablar de todas estas cosas que no se entendía bien de dónde las sabía (de eso me enteré después); por primera vez parecía que podíamos ganar la guerra en serio, ahora que don Francisco y don Benigno estaban de acuerdo, cada cual desde su punto de vista pero de acuerdo.

     Claro que no todo podía ser perfecto; don Benigno era demasiado criticón para eso. Él pensaba que, de cualquier manera, no podíamos salir ganando con la guerra. Eso es lo que él siempre decía: que la guerra  nos salía demasiado cara y que en vez de eso teníamos que ocuparnos de otras cosas... Allí estaba de acuerdo la familia, o sea la Señora Presidenta y las hermanas López; todas quejándose de lo cara que andaba la carne, de lo que había que pagar por medio jarro de maíz, de que no se conseguía una cebolla por ninguna parte; en fin, todo ese tipo de plagueo de mujeres que viven pensando en la cocina y nada más... Por eso don Benigno creía, y la familia también, que teníamos que aprovechar este ataque aliado para darles una buena paliza, y después ofrecerles una paz aceptable, así decía. Algo habría que darles, posiblemente, pero mejor darles algo que liquidar el país como tenía que liquidarse si seguía la guerra...

     Menos mal que el Mariscal no se enteró de nuestra conversación.

     Y si se enteró, tenía cosas más importantes de qué ocuparse para apresarme de nuevo...

     Un día llego a la Mayoría y lo encuentro a mi jefe hablando en guaraní con el general Barrios para que no entienda Thompson y en inglés con Thompson para que su cuñado no entienda. Lo que quería saber era de quién la culpa, porque el Mariscal había recorrido la orilla del Estero Bellaco Norte (nuestra separación del enemigo) pero las trincheras no estaban hechas como había ordenado. (O sea que si el enemigo atacaba nos llevaba por delante). Pero cada cual le echaba la culpa al otro: Thompson decía que a él (el encargado de las trincheras) nadie le había transmitido ninguna orden; Barrios decía que sí, que le había pasado a su debido tiempo la orden del Mariscal pero que el inglés no había obedecido. ¡Vaya a saber quién mentía! Seguramente los dos; eran dos tramposos... Sea como sea, el caso es que los otros iban a atacarnos y no estábamos preparados.

     Entonces tuvimos que reunirnos de nuevo, la situación había cambiado.

     Wisner dijo que, de cualquier manera, teníamos que seguir con la defensiva. No teníamos suficientes fuerzas para atacarlos, decía, y de cualquier manera podíamos aprovechar el terreno, fortificarlo a la ligera; era siempre mejor que llevar una ofensiva. Porque el Estero Bellaco Norte lo podíamos represar; para eso teníamos tiempo, y si poníamos detrás los 100 cañones de Bruguez, la línea podía ser muy fuerte, aunque las trincheras no sean tan profundas ni los parapetos tan sólidos. Thompson estuvo de acuerdo, dijo que él con sus hombres podían trabajar día y noche para mejorar la posición; no sabía si teníamos tiempo para organizar bien ese ataque por la retaguardia (el camino por Potrero Piris dice que era muy malo) pero por lo menos podíamos resistirles con bastante ventaja. Entonces Barrios le contestó [67] que el camino hacia el Potrero Piris lo había hecho él personalmente y que estaba muy bien, y allí se armó una discusión que el Mariscal tuvo que cortar.

     Estaba muy enojado. Dijo que él no podía estar en todas partes; tenía que dividirnos el trabajo, pero que cada vez que se descuidaba, alguien le hacía una bellaquería. Espero que sus informes sean ciertos le dijo a Barrios, que se había ocupado de hacer el reconocimiento general del terreno porque López tenía demasiado trabajo para eso. Barrios le contestó que sí, que debíamos seguir con nuestro plan, pero el general Díaz intervino entonces, le dijo que ya le estaban cansando tantas discusiones; que parecía que ya les estábamos teniendo miedo a esos negros brasileros y que en vez de corrernos teníamos que enfrentarlos y eso le gustó mucho al Mariscal...

     Y si quiere saber los nuevos planes, era un ataque general por cuatro lados: Resquín por la derecha; Marcó por el centro; Díaz por la izquierda; Barrios por la izquierda de la retaguardia. La columna de Barrios tenía que marchar hasta el Potrero Piris, aposicionarse en la punta del camino que habían hecho desde nuestro campamento al de los negros y desde allí caerles; al mismo tiempo, la columna Resquín tenía que atacarles por la derecha y después reunirse con la columna de Barrios. O sea que Barrios y Resquín tenían que batirlos por la retaguardia, juntándose en el medio del campamento aliado. Al mismo tiempo, Díaz tenía que atacarlos por la izquierda y Marcó con su columna por el centro; esos dos también tenían que juntarse entre ellos y después el enemigo estaba listo, porque lo atacaban por el frente y por atrás; lo tenían entre dos fuegos, como se dice militarmente.

     Digamos que el trabajo de Díaz y de Marcó era el más difícil, tenían que romper las fortificaciones y tomar las baterías. Porque en nuestra época, joven, la artillería estaba en primera línea, sobre las trincheras; era lo que hoy serían las ametralladoras. No, no tiraban tan rápido como ahora, por eso al lado de los cañones poníamos infantería, para protegerlos de las cargas de caballería; pero cuando usted llenaba esos cañoncitos con metralla (eso quiere decir que no les ponía una sola bala grande sino una cantidad de bolitas de plomo), bueno, eso a corta distancia era infernal; cada tiro de metralla largaba una cantidad enorme de proyectiles, que podían pararle cualquier carga de caballería si no sabía atacar.

     Pero ese fue, justamente, el trabajo que nos dieron a nosotros. Le digo nosotros porque también me fui en la pelea, por liga de mi amigo De Jesús Martínez. 

     Resulta que esa noche me acosté a dormir con las botas puestas, porque el Mariscal me había hecho trabajar demasiado, y estaba ya dormido cuando siento el ruido y me levanto y estuve a punto de meterle un tiro porque entró de sorpresa. Pero después resulta que era no más De Jesús Martínez, que había venido a preguntarme si no quería sablear unos cuantos cambá. Yo tenía ganas de decirle que ni negros ni blancos, que me deje dormir, pero era pues una cuestión de hombres y no podía dejar que él piense que yo tenía miedo, así que me fui con Martínez y le pedí que me explique en el camino.

     Tiempo de explicarme tuvo, porque a las cuatro de la mañana ya estábamos metidos en el Estero Bellaco Norte, con el agua hasta el pecho del caballo, con un frío que nos llegaba al alma, con unos mosquitos que no le cuento. Desde las cuatro hasta el mediodía. Porque recién a mediodía el arruinado de Barrios llegó a su puesto de Potrero Piris y disparó su cohete a la congrève como señal de ataque, y cuando oímos el cohete nos pareció mucho mejor que tener los huesos en el agua.

     El primero fue Díaz, que salió como un tiro desde el Monte de Sauce para caer sobre los uruguayos. Ya le había contado que el 2 de mayo nos llevamos todos sus cañones, pero mientras tanto le habían dado otros tantos al uruguayo Flores para que su batería oriental no quede sin cañones. También le prestaron brasileros, porque los uruguayos casi se le acabaron, y quedaba muy mal un aliado sin soldados. ¡De balde! Porque de nuevo Díaz se le venía encima y le mató más gente que el 2 de mayo, y desde entonces Flores siguió en la guerra, digamos por educación, porque lo que aportaba era pura vyreza; los orientales eran cuatro gatos.

     Nosotros salimos por el centro (yo estaba en la columna de Marcó); salimos para caerles a los brasileros, o sea la batería del comandante Mallet, que tenía sus 24 cañones sobre un parapeto que nos quedaba demasiado alto; quiero decir que resultaba imposible, pero no por eso nos desanimamos nosotros, sino que nos corrimos hacia la derecha de ellos, para caerles encima a los argentinos, que no se la esperaban. Los argentinos andaban muy orondos porque un ratito antes habían dispersado la columna de Isidoro Resquín, que les había salido por su derecha, pero ahora que llegábamos nosotros desde su izquierda se dieron el susto del año.

     Ese fue un momento inolvidable.

     Pienso que fue mi abogado, el escapulario de Nuestra Señora que llevaba cosido en la chaqueta, porque nos metían bala que daba gusto, y si no recibí un rasguño fue por milagro... También me ayudaba el buen ejemplo de Martínez; ese hombre atropellaba y lo obligaba a uno a atropellar, y en ese momento era imposible tener miedo; uno se siente muy seguro con un jefe así, que parece que ni siente las balas.

     Por eso fue que hicimos un lindo trabajo: dispersamos a los artilleros argentinos. Lo único que no podíamos hacer era venir con cuerdas para llevamos los cañones a nuestro campo; eso era tarea de infantería, pero la infantería de nuestra columna se quedó rezagada por culpa de Marcó, que recibió una herida en la mano y ya se retiró del combate, en vez de continuar dirigiendo a sus soldados como debía ser. Uno que se portó bien fue José María Aguiar, no más que el pobre quedó baldado porque una bala le llevó la rodilla, y así tuvo que quedar hasta el final de la guerra el pobre. El que sentimos verdaderamente fue De Jesús Martínez, que lo enterramos a los 19 años y con grado de mayor y varias condecoraciones -un verdadero héroe.

     -¡A usted debería pegarle cuatro tiros! -le dijo al coronel Isidoro Resquín.

     Es que el Mariscal había visto la actuación de Resquín en el combate de Tuyutí: en vez de flanquear las baterías argentinas (las que después flanqueamos nosotros pero por el otro lado), Resquín las atacó de frente, y eso porque cruzó el Estero Bellaco por el vado equivocado, mientras nuestro jefe lo miraba con sus catalejos y se desesperaba, pero no podía hacer nada, absolutamente nada, para salvar a esos pobres soldados que cargaban de frente sobre los cañones argentinos y que caían [70] como moscas barridos por la metralla; tampoco podía salvar a los que no llegaron hasta los cañones porque se ahogaron en la corriente del Estero o se quedaron allí con el agua hasta el pecho, tratando de esconderse o de cruzarlo mientras los aliados les metían bala -todo por equivocarse el camino.

     No lo fusiló de lástima, como tampoco fusiló esta vuelta a su cuñado Barrios -otro que nos fundió el ejército. Porque Barrios hizo tontería tras tontería. Primero: marchó borracho. Segundo: tenía que llegar a su puesto temprano pero llegó al mediodía, dándoles tiempo a prepararse. Tercero: no atacó como debía, porque ni siquiera pudo acercarse a la columna de Resquín (que por su parte fue liquidada antes de que pudiera acercarse a la de Barrios). Cuarto: hizo mal la picada hasta el Potrero Piris, porque la hizo tan angosta que los hombres marchaban atropellándose y de a dos... Después quiso decir que ya no había tiempo, pero entonces no se hubiera callado de puro tímido; le hubiera dicho Excelencia, lo que usted me manda no se puede... Al fin de cuentas el Mariscal era un hombre comprensivo y encima su cuñado, así que no lo hubiese fusilado por decirle la verdad. Pero Barrios, el muy miedoso, le dijo a todo que sí, y después se vio el resultado...

     Lo peor del caso es que también lo perjudicó al general Díaz -vaya y pase si fundía su columna solamente. Porque Díaz había confiado en la palabra de Barrios, que hizo el reconocimiento. Y entonces atacó muy confiado; ni se imaginaba que la picada que había en el Monte Sauce no daba para desplegar un ejército rápidamente y sorprender al enemigo. Pero así no más era. Y entonces los hombres de Díaz tuvieron que ir saliendo al campo de Tuyutí en grupos chicos, formar en la llanura y atacar, y eso justamente les dio tiempo a la batería oriental a preparar sus cañones y tirarles, y así les causaron muchas bajas. Cierto que los hombres de Díaz pelearon bien; igual siguieron atacando. Se corrieron hacia el sur, hacia un punto entre Sauce y Potrero Piris, y por allí quisieron cargar. Lástima que había una laguna, y que cuando la cruzaban se les mojaba la pólvora, y también que el idiota de Barrios no había hecho nada, entonces los macacos pudieron llevar infantes y cañones para ese lado y detenerlos. Pero el Mariscal los felicitó igual a los pocos que volvieron, porque la culpa había sido de Barrios y no de ellos, que pelearon como paraguayos.

     La verdad que esa batalla de Tuyutí fue muy importante para que los otros aprendan a respetamos -dejando de lado nuestras bajas. Porque los oficiales aliados se quedaban con la boca abierta al ver que todos estaban a dos o tres metros de sus trincheras y que ninguno cayó con balas por la espalda. 

     Justamente como quería el Mariscal. Yo me lo encontré, hablaba con Wisner al regresar de la batalla.

     -¿Qué opina de eso?

     -Pienso que es la batalla más grande de América del Sur.

     -Tiene usted razón -le contestó mi jefe con orgullo.

 

Capítulo III

 Suite de Tuyutí y crónica del combate de Sauce (16/18. VII. 66)

     -Si en tres semanas no tenemos novedades -dijo el Mariscal- la situación está salvada.

     Como siempre, mi jefe tenía razón.

     Porque después del 24 de mayo quedamos destruídos... Imagínese que de los 20.000 hombres que lanzamos al asalto, 6.000 quedaron en el campo de Tuyutí, heroicamente, pero muertos. De los sobrevivientes, Steward, Masterman y otros médicos traidores nos mataron unos 8. 000, que se los habíamos mandado muy graves; el resto quedó maltrecho, herido, disperso, vagando por los montes por dos o tres semanas antes de poder reincorporarse a nuestro ejército. Y para colmo no podíamos cavar las trincheras que no habíamos cavado antes del 24 de mayo, ahora que ya no teníamos hombres... Considerando que los otros eran unos 40.000, podían atropellarnos en cualquier momento.

     Quiere decir que mi jefe tenía razón.

     Aunque desde luego, don Benigno aprovechó la ocasión para criticarlo, justamente ahora que necesitaba apoyo, porque hasta el cónsul francés lo andaba traicionando.

     Al cónsul francés, al Cochelet ese, lo pescamos por casualidad. Resulta que la señora Cochelet tenía una amiga que se peleó con ella y que había tenido mucha confianza en la casa del cónsul; entraba y salía cuando quería. Entonces la señora esa, que no le quiero dar el nombre, tenía muchas cosas que contar, y le contó a la Madama Lynch que en casa del francés se hablaba mal de nuestro Presidente... Él no quiso creer al comienzo, pensó que habladurías de mujeres enojadas, pero al final le hizo caso a la Madama y le puso un guardia. Digamos que comenzamos a controlarle la correspondencia. 

     Recuerdo yo la cara de López cuando me mostró el despacho confidencial que el gringo había mandado a su gobierno: la situación de este desventurado país puede comprenderse sabiendo que, después de haber hecho varias levas, que reunieron 140. 000 reclutas de 12 a 75 años, el gobierno no tiene más de 25. 000 hombres bajo las armas, incluyendo los heridos, de acuerdo con estimaciones de sus propios partidarios y empleados.

     Sus propios partidarios y amigos, eso fue lo que nos preocupó demasiado, y entonces se aumentó la vigilancia y así se descubrió la conspiración aquella que se llamó de San Fernando porque en ese campamento fue que se hicieron las investigaciones -aunque el asunto ya venía de antes, incluso desde el campamento de Humaitá, de donde pasó a Paso de Patria, y el cuadrilátero primero, o sea antes de San Fernando. Quiere decir que teníamos traidores que andaban conspirando con ayuda del cónsul Cochelet para echarlo al Mariscal López y ponerlo en su lugar a don Benigno para rendirse al enemigo, y ese es un asunto en el cual terminaron metidos el obispo Palacios, el general Barrios, el general Bruguez, el coronel Alen, el coronel Martínez, el tesorero Bedoya, el ministro José Berges y toda la familia López menos el Mariscal López... Una cosa muy triste, y la razón de todo fue la mentalidad derrotista de cierta gente, que ya pensaba que la guerra estaba perdida y entonces quería pactar con el enemigo allí mismo, porque ya no se podía más, decían que.

     Pero el Mariscal les demostró que sí se podía.

     Tuvo que esperar esas tres semanas, por supuesto, semanas en que el enemigo no atacó porque Dios estaba de nuestro lado, como dicen unos, o porque el Mariscal era demasiado inteligente, como también se dice. Porque el asunto en la guerra es no desmoralizarse, no sentirse derrotado, eso es lo importante. Y bueno, a pesar de la derrota de Tuyutí, que fue terrible, el Mariscal no les demostró que habíamos perdido. Porque la misma noche del 24 hicimos una gigantesca fiesta, que podían oír desde su campamento, y en la semana siguiente comenzamos a bombardearlos de lo lindo, y después los corrimos en Yatayty Corá, un encuentro de pocos hombres, pero que sirvió para demostrarles que pensábamos pelear. Por eso se dice que el hombre era un genio militar: por esos golpes psicológicos que sabía dar.

     Mitre perdió sus tres semanas, pero el Mariscal aprovechó para meter en el ejército unos 6.000 esclavos del Estado y también reclutas venidos de todas partes. Cierto que la carne nos comenzó a faltar y que ya no había tela para los uniformes porque se acabó el algodón, pero el invierno no fue tan fuerte, y entonces se acostumbraron a andar con poco e incluso a esos trajes de cuero que comenzaron a hacerse. Es que nuestro [75] soldado era mucho más patriota; ni siquiera reclamaba su sueldo, que no se le podía pagar porque no había plata para eso, mientras que los aliados eran capaces de no pelear si se atrasaba el pago dos semanas.

     ... Todas estas cosas nos permitieron seguir aguantando, y así fue que nos hicimos famosos por nuestra resistencia.

     Por nuestra resistencia y también por nuestra astucia.

     Porque recuerdo que López solía decir que la guerra era a veces como un juego de niños: si uno decía sí, el otro decía no; cuando uno decía no, el otro decía . O sea que para engañar al enemigo uno tiene que hacer a veces justamente lo que el enemigo quiere, porque el enemigo entonces, para hacerle la contra, termina haciendo lo que él no quiere... Es un poco complicado, pero le voy a dar un ejemplo: ese de Sauce.

     Primero tiene que fijarse en el dibujito este.

     Allí está el Monte del Sauce, de donde salió Díaz para cargar al enemigo el 24 de mayo. El monte seguía casi igual, sólo que para engañarlos un poco, decidimos hacer una trinchera a lo largo del monte, o si se quiere dos trincheras: una en la boca de Punta Ñaró y otra en la boca de [76] Punta Carapá. Así se cerraban las picadas que llevaban desde el campo de Tuyutí hasta la trinchera del Sauce (o del Sauce hasta el campo de Tuyutí, depende de cómo se mire). Eran dos las picadas, como talladas en un monte muy espeso; eso se ve a medias en este dibujito. Lo que no se puede ver es lo estrechas que eran esas dos picadas, que terminaban siendo una que terminaba en la trinchera del Sauce, y por supuesto bien controladita por nuestra batería y nuestros tiradores y la posibilidad de recibir más refuerzos de nuestro campo en caso de apuro.

     Bueno, cuando comenzamos a hacer las trincheras de Ñaro y de Carapá no sabíamos exactamente para qué, pero las hicimos igual trabajando de noche; cuando amaneció ya estaban casi terminadas. El enemigo se decidió entonces a atacarnos y atacó, aunque tampoco sabía para qué servían las benditas trincheras. Pero le mortificaba el amor propio que nosotros, aplastados el 24 de mayo, ya anduviéramos el 16 de julio con esas pretensiones de ampliar nuestro campamento.

     Atacaron entonces.

     Y les dejamos tomar tranquilamente la trinchera de Carapá, como para atraerlos a la trampa, y la lástima fue que en esa vuelta el coronel Aquino se puso nervioso; en medio de la refriega dijo que quería matar unos negros personalmente y se separó de su tropa, cargó sobre los enemigos que retrocedían y le metieron un balazo. Por ese acto lo ascendieron a general, pero al pobre ya no le servía de nada porque estaba muerto.

     El 18 de julio se vinieron sobre la de arriba, la de Punta Ñaró.

     También les dejamos tomar esa trincherita y entonces fue que se envalentonaron: cargaron sobre la trinchera del Sauce, haciendo a paso gentil esa picada de 300/400 metros bajo nuestros tiros, y los que consiguieron llegar fueron muy pocos y los echamos enseguida de allí. Después siguieron cargando y nosotros tirándoles; creo que lo más simpático del momento fue el general Flores, que mandó un destacamento brasilero al asalto. Los tipos no estaban bajo su mando, pero como era general le hicieron caso, y cuando llegó el brasilero que tenía que dirigir ese destacamento casi se muere, porque para entonces los aliados tenían ya como 4.500 bajas.

     ¿Ahora entiende lo que le decía del Mariscal?

     Nuestras maniobras eran perfectamente inútiles, hasta que se volvieron útiles el enemigo quiso hacer exactamente lo contrario... Tontería del enemigo, usted me podrá decir, pero el mérito de un jefe puede consistir exactamente en eso, digo cuando sabe aprovecharla como el Mariscal para continuar una guerra que parecía perdida.

 

Capítulo IV

De la memorable batalla de Curupayty (22. IX. 66),

donde los enemigos del Paraguay mordieron el polvo

     Para el mes de agosto mejoraron las cosas porque los enemigos se pelearon entre ellos. En realidad se peleaban todo el rato, porque el comandante en jefe era su compatriota Mitre, joven, pero los brasileros ponían más plata y la flota era de ellos, y la flota no tenía por qué obedecerle al generalísimo, de acuerdo con ese su tratado de la Triple Alianza; después los uruguayos que eran muy pocos pero que también eran aliados querían opinar y eso no les gustaba demasiado a los brasileros; si ellos no le hacían caso al generalísimo Mitre, ¿por qué tenían que escucharle a un pobre tipo como Flores, que ya estaba gastando todos sus pocos soldados?... Siempre se peleaban, desde el comienzo, pero ahora todavía peor. Y eso porque Mitre le dijo al almirante Tamandaré que vaya de una vez con su flota para bombardear y destruir la fortaleza de Humaitá, pero el Tamandaré tenía miedo y le dijo que no se podía. También le dijo Mitre a Porto Alegre que cruce de una vez el río Paraná con su ejército, que invada la Encarnación y que de allí siga a la Asunción con sus 12.000 hombres, pero también Porto Alegre tenía miedo... Entonces se pusieron de acuerdo los dos que tenían miedo: Tamandaré y Porto Alegre. Y Porto Alegre, en vez de invadir la Encarnación con el Segundo Cuerpo brasilero, se vino en barco hasta el campamento de Tuyutí, con toda su gente, y allí comenzó a hacerle la contra al presidente Mitre... Todos los días estaban de deliberaciones entre Mitre, Flores Osorio, Porto Alegre y Tamandaré. Pero nunca se ponían de acuerdo, porque allí no había autoridad. Mitre no podía dar un solo paso sin preguntarles su opinión, pero cada uno de esos tenía su propia opinión y entonces al comandante en jefe no le respetaba nadie.

     Por eso le dije que mejoraron las cosas para el mes de agosto, porque llegó Porto Alegre al campamento aliado y con eso comenzaron las peleas y mientras tanto aprovechamos nosotros para hacer las trincheras que nos hacían falta. O sea que nuestro cuadrilátero comenzó a ser en serio. Por nuestra parte Sur, o sea a lo largo del Estero Bellaco, hicimos toda una serie de defensas que no se entienden sin el plano del traidor Thompson.

 

Humaitá y el cuadrilátero según planos de Thompson     

Allí puede ver usted que nuestro cuadrilátero tenía Humaitá en el norte, esa fortaleza, y que de Humaitá bajaba una línea de trincheras hacia el sur, hasta la batería del Ángulo, que le llamábamos así por ser precisamente el ángulo del cuadrilátero, porque a partir de allí comenzaba nuestro lado sur, a lo largo del Estero Bellaco, el que nos separaba del enemigo pero que, de todos modos, profundizamos todavía más con diques y esclusas para que no pudieran pasar... Ese Estero Bellaco cruzaba el bosque del Sauce, llegaba hasta la laguna Piris y de allí desembocaba en el Río Paraguay, entonces teníamos completamente cerrado nuestro frente por el sur. Por ese lado no podían pasar, lo mismo que no podían pasar por el este; quedaba solamente nuestro lado oeste, o sea el lado del Río Paraguay. Pero por ese lado teníamos una cadena de lagunas, o sea la laguna Piris, Chichí y López, y entre esas y el río había un carrizal intransitable, porque la costa no era para un desembarco. Sólo en dos posiciones se podía desembarcar: en Curuzú y en Curupayty... Y fue por ese lado que desembarcaron los tipos, pero por equivocación...

     O en todo caso por desobedientes.

     Porque la idea de Mitre, desde el primer momento, era avanzarnos por el otro lado, por el este, por el lado de Tuyucué y San Solano con la infantería y con la caballería de ellos, que tenían que seguir hacia el norte, hasta un punto más al norte de Humaitá, y allí encontrarse con la flota brasilera (darse la mano, jehi chupé) y de esa manera podían seguir hasta Asunción o dejarnos encerrados, que en el fondo no están demasiado mal (para ellos). Pero claro que entonces el almirante tenía que pelear, eso es justamente lo que no quería... Porque al principio le había dicho que sí, o sea que en poco tiempo podía descangalhar la fortaleza de Humaitá, así le dijo, pero que no valía la pena hasta que el ejército no marchara por tierra... Eso es lo que decía Tamandaré al principio del 66, pero ahora que Mitre le decía que cumpla, el viejo ese le dijo que no, que la empresa era dificilísima y grandiosa. En eso le apoyaba Porto Alegre, y entre los dos se le retobaron a Mitre. Dijeron que no tenía sentido como decía él, o sea avanzar con la flota sobre nuestra derecha y con el ejército de tierra por la izquierda. Dijeron que mejor avanzar todos juntos por nuestra derecha, por el lado de Curupayty/Curuzú, y como se empecinaron tanto Mitre les dejó hacer.

     Entonces Porto Alegre con unos 10.000 hombres desembarcó en Curuzú el 2 de setiembre, y allí les volamos su mejor acorazado con un torpedo, el Río de Janeiro y con eso Tamandaré pudo decirle a Mitre que tenía razón, que no podía subir el río hasta Humaitá porque se quedaba sin flota. Pero mientras tanto nos dieron un buen susto, porque Curuzú no estaba bien defendida. Es decir, Curuzú era una trinchera entre el Río Paraguay y una laguna, y de frente la posición estaba sólida, pero nuestra gente se olvidó de que la laguna a su izquierda era playa, y entonces salieron corriendo cuando los negros comenzaron a vadearla y se les vinieron por el costado.

     Eso fue el 3 de setiembre, la única vez que nuestros soldados se corrieron.

     El Mariscal le dijo unas cuantas cosas al general Díaz, porque él luego era el encargado de esa parte, pero Díaz le dijo que no tenía la culpa si los soldados corrían, no podía controlarlos a todos. Entonces los agarraron a los mayores Zayas y Calaá Giménez, los dos directamente encargados de la posición de Curuzú y los mandaron castigados a prestar servicio como cabos. Pero ellos no se habían corrido, los dos eran hombres muy valientes, por eso en realidad no los castigaron. Pero a los otros oficiales sí, a los culpables: les hacían tirar una pajita de un montón, y al que ligaba la más corta lo fusilaban en el acto. También a los soldados del batallón 10 (el que salió corriendo): a esos los contaba el general Díaz de diez en diez, y cada número diez era ejecutado.

     Después de esto mejoró la disciplina. Ya nunca más volvimos a tener un caso de cobardía como el de Curuzú.

     Pero la situación seguía grave.

     Es que Curuzú era digamos la puerta de nuestro cuadrilátero por el lado oeste; si tomaban Curuzú podían entrar tranquilamente hasta Humaitá o hasta Paso Pucú, donde estaba el PC de nuestro Mariscal. Los 10.000 de Porto Alegre bastaban para eso, por lo mal que estábamos; pero si no bastaban podían traer unos cuantos negros más de Tuyutí para cargarnos entre todos, porque los paraguayos del cuadrilátero no éramos muchos más de 15.000 en total, mientras que ellos seguían reponiendo sus bajas, y para esa época andarían por los 50.000 hombres... Es una suerte que Porto Alegre tuvo miedo, que dejó pasar unas semanas antes de atacarnos, porque mientras tanto pudimos mejorar un poco las fortificaciones por ese lado. Ya no en Curuzú, porque lo habían tomado, pero sí unos 3.000 metros más al norte, en Curupayty, un puesto que quedaba entre Curuzú y Humaitá, y que tenía en parte la forma de Curuzú, o sea una trinchera que corría de este a oeste, desde la laguna López hasta el Río Paraguay. Lo único que esta nueva laguna era más honda que la otra, así que ya no pudieron vadearla, y que las trincheras eran de primera porque las hice yo con mis soldados... Bueno, mis muchachos eran gente especial: soldados de caballería pero que también servían en la artillería en sus momentos libres, y que podían también hacer servicio de zapadores... Ellos se lucieron con las trincheras de Curupayty, porque se pasaron como veinte días trabajando día y noche, desde el 3 de setiembre hasta la madrugada del 22 de setiembre... O sea que las terminaron justo a tiempo, porque el ataque general que nos mandaron los aliados en Curupayty fue en la mañana del 22 de setiembre del 66, una fecha que los paraguayos celebramos todos los años como nuestra gran victoria nacional.

     Eso sí, si terminamos nuestras trincheras a tiempo fue gracias a nuestro jefe el Mariscal López. Él se dio cuenta de que no nos quedaba tiempo para las fortificaciones, y entonces tuvo una idea genial: pedirle una entrevista a Mitre para ganar tiempo.

     Resulta que por esa época los argentinos estaban más que cansados de la guerra, con excepción de Mitre que obligaba a pelear a su pueblo, que en el fondo no tenía nada contra nosotros. Es que en abril/65 Mitre había dicho: «En tres meses estamos en Asunción». Pero enseguida le vieron que mentía, porque ya tenía pasado más de un año pero no pasaban del cuadrilátero. Y además que la gente no lo quería demasiado en su propio país, y en plena guerra los soldados se le amotinaban cuando querían y las provincias no le estaban dando apoyo, y encima comenzaban las guerrillas por el norte y los bolivianos amenazaban con la guerra. Así que cuando el Mariscal López le habló de paz, el cobarde ese aprovechó la ocasión, y eso aunque ese Tratado de la Triple Alianza le prohibía hacer la paz por separado. Pero lo mismo no más Mitre aceptó la entrevista, y su propio gobierno lo autorizó para hacer la paz aunque no quieran los brasileros (los uruguayos no contaban porque eran muy pocos).

     Así que el Mariscal López y el Mitre se entrevistaron en Yatayty Cora, un lugar que queda cerca o sea entre los dos campamentos, y se reunieron para hablar de la paz, pero lo que pedía Mitre era imposible: que se vaya el Mariscal. Eso, le contestó mi jefe, sólo será posible cuando me hayan matado el último soldado y ni siquiera así, porque yo voy a morir con todo mi pueblo.

     Entonces no hubo caso.

     Pero de todos modos el Mariscal volvió contento; me preguntó cómo andaban los trabajos. Y yo le dije que faltaba todavía aunque trabajábamos sin descanso.

     La sorpresa fue el 16 los encorazados toman posiciones para abrir fuego, los enemigos forman (ahora ya estaban los otros, no solamente los brasileros, así que eran muchos) y nosotros todavía cavando. ¡Casi me da un ataque! Pero por suerte comienza a llover, y entonces suspendieron el bombardeo, y nosotros aprovechamos para seguir cavando, porque la arcilla que hay por esa zona es dura como la piedra cuando está seca, pero se deja trabajar cuando está mojada. Así que no nos quejábamos de la lluvia, porque justamente gracias a la lluvia podíamos trabajar... llovió durante días, tanto, que todo el campo se convirtió en laguna y las lagunas se convirtieron en lagos. Después salió el sol, y entonces se endurecieron los parapetos de las trincheras, desde donde podíamos balearlos con toda confianza, porque se levantaban bastante sobre el terreno y tenían delante un foso de cuatro metros de ancho por tres de fondo... Delante de eso venía un brazo de la laguna López, que nos protegía todavía más, y delante una primera línea de trincheras, que era como un cebo, para que la tomasen sin trabajo y después siguieran avanzando contra nuestra fortificación principal.

     Antes tengo que contarle una anécdota simpática.

     En una de las tantas reuniones de guerra que tuvieron los aliados (ellos no podían dar un paso sin reunirse a discutir), el almirante Tamandaré dijo: Em duas horas, eu descangalharei tudo isso. Estaba hablando de nuestras posiciones, porque era su trabajo, como almirante de la flota que tenía los cañones más grandes, bombardear un poco nuestras trincheras antes de que la infantería se lanzase al ataque. Y bueno, yo no sé si el tipo se equivocaba o si tenía miedo, pero el asunto es que comenzó a tirar desde lejos, por elevación, y nosotros le dejamos tirar esas duas horas; nos callamos la boca y entonces pensó que había silenciado nuestra artillería, y entonces dio la orden o si se quiere la señal para que los macacos avancen, que avanzaron en cuatro columnas...

     ¡Esa fue la gran batalla de Curupayty!

     Centurión dice que la batalla fue muy importante para todos nosotros. Para nosotros, porque necesitábamos ganar de esa manera para levantarnos el ánimo que andaba un poco bajo. Para ellos, porque necesitaban demostrar que eran valientes... estoy hablando de los brasileros, porque a los argentinos los respetábamos más.

     La verdad es que se portaron como valientes, incluso yo diría como retobados. Porque ya cuando venían avanzando nosotros veíamos romperse sus filas, a pesar de su buena voluntad, y eran los que caían en las bocas de lobo, esos pocitos con una estaca filosa con la punta para arriba que con la lluvia no se podían ver porque todo el campo quedó lleno de agua, era un charco. Pero seguían avanzando; venían con una disciplina digna de un paraguayo. Después llegaron sobre los abatises, esos árboles llenos de puntas que les sacaron más de un ojo. Pero siguieron avanzando. Y así llegaron a la primera línea de trincheras, que se la dejamos tomar. Porque los necesitábamos más cerca, todavía más cerca; tanto que ya escuchábamos el murmullo de sorpresa cuando llegaron frente a nuestras trincheras sin la marca de una bala. A ellos les habían dicho que estaban descangalhadas y habían marchado felices, con sus uniformes de gala y con las cacerolas para cenar en Humaitá. Pero cuando se nos llegan comienzan a desanimarse; se nota como una especie de revuelo, pero los oficiales les dicen que sigan adelante y entonces siguen no más esos pobres negros; siguen justito frente a la boca redonda que los está mirando de nuestros cañones viejos. Pero viejos y todo sirven para tirar metralla a quemarropa más que los rayados, como sirven también nuestros fusiles a chispa para fusilar de cerca y no le digo ya nuestros cohetes congrève...

     Se portaron como valientes, marchando en buena formación y con la bayoneta calada para atropellarnos; todavía siguen avanzando después de nosotros largar nuestra primera descarga con nuestros cincuenta cañones que dejan en pie menos de la mitad; pero el resto continúa con ánimo, se tira al foso, pero allí se da cuenta de que les faltan puentes y fajinas y escaleras para escalar nuestras trincheras y mientras esperan con mucha paciencia a que se las traigan de Curuzú los baleamos sin perder más de 60 de los nuestros.

     Ellos dejaron en el campo más de 5.000 muertos, que nos sirvieron para vestir a nuestros hombres que ya andaban desnudos, y fue por eso que los desvestimos a los muertos y los tiramos al río, porque mucho trabajo hubiera sido cavar tantos entierros...

     Y conste que no aprovechamos la ventaja para perseguir al enemigo con la caballería cuando se retiró corriendo; no salimos nosotros de nuestras posiciones. Y eso porque cuando comenzaron a rajarse, el general Díaz le envió al Mariscal un telegrama -López dirigía las operaciones desde Paso Pucú, a unos tres kilómetros del frente-. El telegrama decía: Peina opotima lo camba (por aquí revientan los negros). Naturalmente, era una comunicación confusa; el Mariscal, que estaba lejos, no podía saber lo que pasaba, y por eso fue que no me permitió salir con la caballería. Por eso fue también que después de Curupayty no lo ascendieron al entonces coronel Díaz, que llegó a general después de muerto, aunque él había comandado en jefe la batalla de Curupayty. Y no porque no lo quería, todo lo contrario; ya le dije que Díaz era el que más respetaba, el de más peso también después de López... pero nuestro jefe era muy exigente, y no perdonaba así no más una torpeza como la del general Díaz.

     Yo lamenté mucho que no me hayan dado una oportunidad de lucirme. Porque el comandante de toda la caballería esa vuelta era yo, pero mi posición fue en la batería del Angulo, bastante apartado del frente, y cuando comenzó la desbandada no me dejaron salir con mis jinetes a perseguirlos. Pero de todos modos, parece que, mi actuación le gustó al Mariscal López, por eso fui uno de los pocos ascendidos en Curupayty.

 

Capítulo V

De las largas vacaciones militares que tuvimos después de Curupayty,

porque los otros se quedaron quietos como un año.

     Guardo el mejor de los recuerdos del Cuartel General de Paso Pucú. El Mariscal tenía allí una casamata reforzada con tirantes de fierro, y al lado tenía la casa de la Madama Lynch y la del obispo, que por suerte se andaban metiendo menos con él. Monseñor había comenzado a caer en desgracia, como se comentaba, porque el padre Fidel Maíz comenzaba a levantarse; seguía todavía vigilado, pero ya podía pasearse por el campamento con libertad, y eso porque necesitábamos gente culta, que pudiese escribir los artículos de El Semanario y El Cabichui. La Madama Lynch andaba más tranquila, y eso porque tenía que usar mantilla más a menudo. Yo al principio no entendía nada del asunto, pero ese chismoso de Silvestre Aveiro fue el que me dijo. Resulta que tenía que usar mantilla por su mal carácter, porque quería tratarnos a todos los oficiales como a sirvientes, y eso al Mariscal no le gustaba, y ella tenía entonces que disimular las discusiones tapándose un poco la cara para disimular las marcas que le dejaban... O sea que el Mariscal estaba apartándose un poco de las malas influencias y ocupándose entonces más de nosotros.

     Un día que paseábamos por el naranjal me dijo:

     -Usted es valiente, Caballero, pero debiera instruirse.

     Y tenía razón, porque con la guerra no habíamos tenido demasiado tiempo de leer la mayoría de los oficiales, con algunas excepciones como Aguiar, que había estado en Europa, o el general Bruguez, que había estudiado con la misión militar que mandaron los brasileros en tiempos de don Carlos, lo mismo que Roa (aunque parece que les trajo mala suerte, cada cual a su manera).

     Por eso fue que el Mariscal nos hizo traducir ese libro del francés, creo que El arte de la guerra se llamaba, y formó esa Academia en Paso Pucú para los oficiales. Allí nos enseñaron la gramática, la geografía, el inglés, el francés y otras cosas muy útiles en la vida, porque cuando estuve después en Inglaterra pude hablar con el Príncipe de Gales casi sin intérpretes, y hasta leía esos papeles en inglés que nuestro gobierno tenía que negociar...

     Sí, Juan Crisóstomo fue mi profesor, era muy bueno, uno de los muchachos que el presidente don Carlos había mandado a Europa antes de la guerra... Muy leído, pero se equivocó bastante en sus Memorias, dijo unas cosas que podían perjudicarnos demasiado, y es una suerte, Raúl, que su maestro O'Leary haya corregido un poco los originales de las Memorias antes de su publicación, porque o si no hubiera sido muchísimo peor, porque hizo muchísimos errores... Pero conste que como profesor era muy bueno, tengo un buen recuerdo, lo que pasa no más es que andaba en las nubes, como decía el Mariscal, lo que le pasa a todas las personas que leen demasiado como Juan Crisóstomo Centurión. Y después le tocó estar en los tribunales de San Fernando, una cosa que le perjudicó mucho después de la guerra; siempre es un trabajo desagradable que a uno le crea enemigos... Yo por eso tuve suerte. Porque cuando S. E. me preguntó si no quería estar en esas investigaciones, yo le dije que servía más para andar por el campo con mi caballería, que para las cosas de letrados no era muy bueno, y entonces él entendió y ahora me alegro de no haber estado nunca en ningún tribunal ni nada parecido. Eso es algo que nunca me pudieron decir; todos saben que cuando se armó ese asunto de la conspiración yo estaba en el Chaco.

     Pero San Fernando fue después, allá por marzo del 68, y esto que le estoy contando es más o menos marzo del 67, cuando aprovechamos nuestro tiempo para leer, arreglar nuestro campamento, fabricar cañones y otras cosas más que podíamos hacer porque nos dieron tiempo. Después de Curupayty, los aliados se pasaron sin hacer nada mucho tiempo, echándose la culpa unos a otros por el desastre de Curupayty, que los dejó muy mal, y tanto que para comienzos del 67 Mitre tuvo que volver a Buenos Aires, porque por allá querían quitarle la presidencia, y el cólera estalló en el campamento aliado, y también que los diarios europeos comenzaron a escribir a nuestro favor. Así que podíamos aguantar todavía mucho tiempo más con la guerra, y ellos tenían que esperar todavía muchísimo más, así que convenía entonces hacer la paz, pero no por miedo, sino porque ya tenemos probado que somos valientes.

     El problema era cómo, porque después de Yatayty Corá habían quedado bien resentidos; se dieron cuenta de que le pedimos esa entrevista para completar las trincheras de Curupayty, y entonces si volvíamos a mandarles un parlamento nos corrían a tiros. Entonces apareció el ministro norteamericano, ese Charles Washburn, que escribió después su Historia del Paraguay, y él se ofreció a hablar con el viejo Caxias, que había quedado en el lugar de Mitre como generalísimo. López le dejó salir de nuestras líneas para llevarles a los cambá nuestra mediación de paz, y el Washburn volvió después para informar de lo que tenían hablado, un día en que estábamos comiendo en la mesa del Mariscal con el obispo Palacios, el general Barrios, el general Bruguez, el coronel Wisner von Morgenstern, el doctor Steward y otras personas importantes. Washburn quería hablar en privado, pero el Mariscal le dijo que hable no más, que estábamos en confianza.

     Por lo que dijo Washburn, los aliados estaban más razonables: ahora prometían respetar el país, no dividírselo como habían dicho por el Tratado de la Triple Alianza, que como ya sabe era secreto, y que cuando se publicó produjo una indignación justamente por eso, porque querían comerse nuestro país. Pero ahora, decía Washburn, ya se dieron cuenta de que no era posible, y entonces se decidieron por algo más aceptable, o sea nuestra independencia.

     En eso estábamos de acuerdo todos; el problema era el resto.

     Los aliados decían que para firmar la paz era necesario que el Mariscal López se vaya del país; que se vaya en Europa o donde quiera, que se lleve todo lo que quiera, pero que salga. Pero esto no podía ser, como le dijo López, porque si a mí me ha elegido el pueblo paraguayo, solamente el pueblo paraguayo puede decirme que me vaya, esa es la única opinión que cuenta, y como el pueblo me apoya, no puedo abandonarlo. También le dijo que era muy injusto; que lo menos que podían hacer los otros era respetar a un jefe de estado como él los respetaba a ellos; al fin y al cabo nunca había querido decirles al Emperador o a Mitre que salgan de su puesto.

     Washburn le dijo que tenía toda la razón del mundo, pero que los otros estaban dispuestos a echarlo por la fuerza, y que entonces resultaba mejor, para que no sufra el pueblo paraguayo, terminar de una vez con esta guerra, haciendo ese sacrificio; pero entonces López le contestó que si querían echarlo que lo echen, pero hasta el momento no parecía que podían, porque los tres meses que dijo Mitre al comenzar la guerra se iban convirtiendo en tres años.

     Washburn le dijo entonces que pensara, porque eran tres países más grandes que nosotros con un ejército más grande, y que a pesar de todas las bajas que les hicimos seguían reforzándolo con 2.000 soldados al mes o incluso más, mientras que a nosotros se nos estaban terminando los soldados y además las armas, mientras que ellos seguían trayendo encorazados, monitores, rifles de aguja, cañones de retrocarga y globos de observación de Europa y de los Estados Unidos; que cada vez tenían más armamento y más soldados mientras que nosotros teníamos menos, y que así no podíamos ganar de ninguna manera.

     López le dijo entonces que era cierto, pero que también estaba la política, esas dificultades de que tenían hablado, y entonces le contestó el norteamericano ese que no estea tan seguro, porque al fin y al cabo ese problema entre Inglaterra y el Brasil ya se había solucionado, y entonces ya no iba a haber guerra entre ellos como se pensaba, y hasta le prestaban plata al Emperador -justamente la plata con que pagaba la guerra... Y tampoco estaba floja la posición de Mitre, porque cuando se fue en Buenos Aires lo recibió todo el pueblo; no era cierto que de un momento para otro había revolución, como nos decían nuestros informantes desde Buenos Aires... Cierto que el campamento aliado no era perfecto, pero con todo estaba bastante bien, y hasta tenían un piano de nuestras posiciones que se lo habían dado, y que Washburn nos mostró allí mismo para mostrarnos que el enemigo sabía muy bien lo que teníamos y lo que no teníamos; era casi perfecto.

     El Mariscal no se sorprendió del todo; al fin y al cabo sabía que teníamos traidores en nuestro campamento. Se calló no más y esperó el momento de sorprenderlos. Pero se puso muy nervioso, eso sí, cuando Washburn le contó que Caxias había dicho que si el Mariscal quería, podía salir del Paraguay por un puente de oro, o sea que podía llevarse su dinero en la Europa e incluso recibir todavía más plata de los aliados.

     Entonces le dijo muy clarito que no pensaba rendirse, que no pensaba terminar en el exilio como un triste San Martín o Rosas porque no era ningún cobarde; que en todo caso, si tenía que perder perdía la guerra, pero jamás les iba a dar el gusto a sus enemigos de verlo corriéndose. En todo caso iban a verlo muerto; otro gusto no se iban a dar. Después podían hacer cualquier cosa, pero el honor iba a ser para él, para el Mariscal, por haber caído con el último de sus soldados en la última de sus trincheras, y eso era algo que no se podía comprar con dinero -que tampoco le faltaba, porque el Mariscal era el hombre más rico del Paraguay.

     Esta es una conversación un poco larga, pero se la cuento así porque Washburn la cuenta a su manera, y también porque algunos dijeron que el Mariscal López fue un cobarde, que pasó la guerra corriendo, y que lo alcanzaron cuando trataba de fugarse hacia Bolivia. Pero eso es una mentira de los legionarios, Raúl, y hasta el mismo Washburn reconoce que el Mariscal prefirió morir antes que rendirse, y entonces hay que creerle.

     Hay que creerle; si Washburn fue un enemigo y lo reconoció, entonces tiene que ser cierto... Eso que lo tratamos muy bien, como a todos los extranjeros, pero nos devolvió ese favor conspirando contra la vida del presidente López, y encima nos creó una complicación diplomática que casi trae la guerra con los Estados Unidos, que en ese momento no nos convenía para nada.

     Porque después comenzaron las investigaciones de San Fernando, y entonces nuestro ex ministro de relaciones, José Berges, dice que le había entregado a Washburn un sobre con ciertos papeles comprometedores, y entonces Gumersindo Benítez, el que lo reemplazaba a Berges (porque estaba preso), le escribe a Washburn para decirle que le entregue el sobre, pero el tipo dice que no, que no tiene nada, y así una larga correspondencia hasta que al final Benítez le dice al tipo que mejor lo entrega, porque ya se sabe todo. Y entonces López le pregunta a Benítez qué quiere decir todo, porque hasta ese momento se había tenido sospechas y nada más; no se justificaba para nada ese todo. Benítez (que se había enredado con sus palabras) tuvo que confesarle esa conspiración para matarlo a él, el presidente; allí tiene que continuar con la correspondencia Caminos, el sucesor de Benítez en el puesto. Caminos le exige los papeles de José Berges hasta que el gringo, cada vez más terco y más asustado por su culpa, pide que le manden cañoneras norteamericanas para buscarlo, porque según él, López lo pensaba matar -todo porque no le dejaba salir del país mientras que no entregue los papeles de la conspiración.

     La flota norteamericana interviene, llega al Paraguay para buscar a su ministro Washburn, pero el tipo, al embarcarse, quiere llevarse también a Bliss y a Masterman; pero como el barco era para él y nada más, y también porque el cónsul portugués Leite Pereira declaró que conspiraba con esos dos tipos, no les dejamos o sea que los apresamos para interrogarlos.

     Entonces Washburn pide a su país que nos haga la guerra, porque apresamos a dos funcionarios de la Legación Americana... ¡Pero qué van a ser miembros de la Legación! Eran dos cómplices de Washburn, que andaba en tratativas con el enemigo, y para que no digan nada fue que quería llevarlos a Norteamérica con él. Y eso le digo con pruebas, porque a esos Bliss y Masterman los interrogamos, y ellos confesaron por escrito que Washburn, quería matar a nuestro presidente. Pero como el Washburn armó un escándalo único, volvió a visitarnos la cañonera norteamericana, y entonces los dejamos irse, no porque sean inocentes, sino para evitar problemas.

     Hasta le digo que igual no más íbamos a tener problemas, porque el almirante norteamericano venía dispuesto a todo, y si se calmó y  arregló las cosas a las buenas fue porque con él venía Martin Mac Mahon, el nuevo ministro norteamericano, uno que se portó muy bien con nosotros y que llegó a ser administrador de los bienes del Mariscal.

     En fin, nos estamos desviando del tema pero son cosas que tiene usted que saber...

     Entonces la otra mediación vino después, con el representante británico, el señor Gould, creo que en octubre del 67, pero no estoy muy seguro. ¡Usted comprende cómo se olvida uno en 40 años o más...! Debe de ser en octubre, porque por ese tiempo vino la Señora Presidenta al campamento de Paso Pucú; ella que estaba en Trinidad vino a hablar con su hijo y le trató muy mal. Le preguntó si quería destruir nuestro país de una vez por todas, porque la guerra, decía, nos iba a concluir. Le culpó de la epidemia, como si la culpa en realidad no era de los aliados, que estaban bloqueando el río y entonces no llegaba la vacuna; le culpó del cólera, aunque eso trajeron los aliados, que comenzaron con el cólera en marzo del 67, y después nos pasaron a nosotros, hasta el punto que el propio Mariscal casi se muere, y desde entonces quedó muy mal su salud; recién se estaba recuperando cuando vino su madre a decirle todas estas cosas, y eso fue algo que le dolió muchísimo; él me lo contó. Porque por esa época yo había comenzado a ser su confidente, ahora que ya no estaba el general Díaz. Entonces me consta que la trató muy bien, como a su propia madre, y esto le digo porque comentaron que él era un mal hijo pero yo sé que no... Y sé también que quería la paz, por eso lo recibió muy bien a Gould.

     No más que el Emperador tenía algo personal con la guerra...

     ¡Ah! ¿Usted también oyó? Entonces ha de ser; si tanto se comenta ha de ser cierto... No, yo le tenía demasiado respeto para preguntarle una cosa así, y él no comentaba nunca esos asuntos, era muy hombre. Pero todos decían que cuando fue a Europa pasó una temporada en Río de Janeiro, y por allí la conoció a la hija del Pedro II, y aprovechó la ocasión... Entonces el viejo no lo podía ver, y por eso hizo fracasar todas las veces las tratativas de paz. Hasta esa de Gould, tan interesante con sus ocho puntos:

     (1) La previa garantía dada por acuerdo secreto a los gobiernos aliados de la aceptación por parte del gobierno del Paraguay respecto de las proposiciones que estuviesen dispuestos a hacerle.

     (2) Los poderes aliados reconocerían de la manera más formal la independencia e integridad de la República del Paraguay.

     (3) Todas las cuestiones relativas a territorios y limites, pendientes antes de la guerra, serían aplazadas o sometidas al arbitraje de poderes neutrales.

     (4) Los ejércitos aliados se retirarían del territorio paraguayo y las fuerzas paraguayas desalojarían los puntos ocupados por ellas en el territorio brasilero, tan pronto como estuviera asegurada la conclusión del tratado de paz.

     (5) No se demandaría indemnización alguna por los gastos de la guerra.

     (6) Los prisioneros de guerra de ambas partes serían puestos en libertad inmediatamente.

     (7) Las fuerzas de Paraguay serían licenciadas en su totalidad excepto las necesarias para el mantenimiento del orden en el interior de la República.

     (8) S. E. el Mariscal Presidente, apenas concluido el tratado de paz o sus preliminares, se retiraría a Europa, dejando el gobierno en manos de S. E. el Vice Presidente, quien, según las prescripciones de la Constitución de la República queda en el mando en casos análogos.

     Era un sacrificio muy grande para el Mariscal Presidente salir del Paraguay que quería tanto, pero él estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio por la Patria, en especial si no nos quitaban nuestro territorio ni nos hacían pagar indemnizaciones de guerra como tenían pensado, y entonces le dijo al mister Gould que sí, que estaba de acuerdo con la propuesta, y los aliados también estuvieron de acuerdo cuando leyeron ese papel.

     No más que al Mariscal le quedaba una duda: ¿Quién le garantizaba que los aliados saldrían del país si es que él salía?


 

Capítulo VI

De cómo preferimos mudarnos del cuadrilátero a San Fernando,

siendo nuestra mudanza el día tres de marzo de mil ochocientos sesenta y ocho

(por la madrugada)

     Volviendo entonces a ese Bartolomé Mitre, le iba diciendo que para enero/febrero del 67 tuvo que irse de Tuyutí para Buenos Aires, porque la cosa ardía, como se dice, o sea que el sillón presidencial no estaba muy seguro para él. (También tuvo que volver el presidente Flores, y lo mataron en Montevideo, pero de los orientales casi no vale la pena ocuparse porque eran muy pocos). Bartolo se fue entonces en Buenos Aires y le dejó su puesto al marqués de Caxias, que después llegó a ser el generalísimo aliado en forma permanente, cuando Mitre se retiró del todo, pero que ahora esperaba las cartas de Buenos Aires que le mandaba Mitre, diciéndole lo que tenía que hacer. Caxias le decía que sí a todo, pero cuando Mitre volvió al campamento de Tuyutí, se encontró con que el viejo ese no había hecho nada, y que el campamento parecía una tienda o un prostíbulo con todas las mujeres de la vida y alcahuetes que andaban por ahí.

     En el río las cosas andaban igual, quiero decir en la marina. Porque después de Curupayty lo sacaron a Tamandaré, porque les dio la orden de atacar cuando no debían y los baleamos frente a nuestras trincheras, pero el próximo que vino se llamaba Ignacio, y era tan inútil como el anterior... Si, usted dice bien, la escuadra no hacía absolutamente nada, fíjese que en octubre/65 el ejército paraguayo volvió tranquilamente de Corrientes cruzando el Paraná y no le hicieron nada; que después de eso pasaron seis meses (de octubre a abril/66, antes de que se decidieran desembarcar; que después de eso cobardearon frente a Curuzú, Curupayty y Humaitá, porque no se atrevían a tirarles de cerca... Bueno, cuando volvió al campamento de Tuyutí, allá por julio del 67 (a lo mejor un poco antes, no me acuerdo bien), Mitre le dijo a Ignacio que fuese a bombardear Humaitá, porque seguía con su plan de rodearnos por la derecha y por la izquierda. O sea con la flota por el río Paraguay y con el ejército de tierra por el lado de Tuyucué/San Solano/Parecué... Entonces el Ignacio, finalmente, se fue río arriba, pasó Curupayty para comenzar el bombardeo de Humaitá, que duró casi un año porque tiraba de lejos, aunque de Humaitá no podían hacerle nada. Y en un momento estuvo a punto de recular, porque cuando pasó más arriba de Curupayty le pusimos más damajuanas y boyas en el río Paraguay, y él entonces le escribió al Mitre diciendo que debía volver porque le llenamos el río de minas. Pero Mitre le dijo que se quedara donde estaba, o sea río arriba, porque si las minas estaban río abajo no podía volver.

     Cuando finalmente la flota se fue hacia el norte, Mitre comenzó a organizar su ataque por la tierra. Era su viejo plan del comienzo, que le podía haber resultado en el 66, pero que en el 67 estaba ya un poquito atrasado, porque nuestro cuadrilátero estaba ya completo. Una línea de fortificaciones bajaba desde el norte, desde Humaitá, hasta la batería del Angulo, sobre el estero Bellaco, nuestra línea del sur. Y desde el Angulo iba hasta el Monte del Sauce, la Laguna Piris, la Laguna Chichí; después estaba nuestro frente sobre el río Paraguay, cerrado por las fortificaciones de Curupayty (un poco flojas para la flota, pero para la infantería servía). El puesto de Curuzú tuvieron que abandonarlo, porque la creciente del río los obligó... ¡Trabajo inútil!

     Quiero decir que de frente era imposible entrarnos; hasta el propio Mitre se dio cuenta, pero igual no más seguía con su plan de antes: por río y por tierra (pero por tierra para cercarnos, no para asaltar).

     Y entonces allá por julio/67, el Mariscal López ve que Caxias salía del campamento de Tuyutí para marchar hacia el norte, caer sobre Tuyucué y establecer su comando allí; el negro Argollo acampó en San Solano, más al norte.

     Wisner le dijo que tenía que pararlos.

     -¡Cómo voy a pararlos si no lo tengo a Díaz!

     Me molestó un poco, lo reconozco, porque yo ocupaba ahora, prácticamente, el lugar de Díaz. Pero también sé que a los muertos se los recuerda bien y también que al Mariscal le trabajaba eso de haber mandado al general Díaz a espiar los acorazados en pleno día; del primer cañonazo le hundieron la canoa. No es cierto que el Mariscal lo mandó al propósito, como comentó ese infeliz Campos Cervera, pero igual no más le trabajaba al Mariscal -solía pensar que lo arriesgó demasiado al pobre Díaz. 

     Díaz no estaba ahora, y el encargado de hostigar al enemigo era yo, el jefe de la caballería de extramuros, la que tenía que salir fuera del cuadrilátero para impedir su movimiento envolvente. No es que nos molestaran demasiado, pero en la guerra es cuestión de no quedar dormido. Si el enemigo se mueve, será por algo. Usted debe suponer por qué, casi le diría adivinarlo, y obrar en consecuencia. Bueno, uno precisaba ser un adivino para saber lo que querían ellos. Pero como no podíamos atacarlos de frente, les hacíamos guerrillas, matándole mucha gente; en esos meses desde julio a noviembre tuvimos una serie de enfrentamientos; ninguno por separado era importante, pero en total sumaban, sobre todo porque les interceptábamos las comunicaciones y el aprovisionamiento que llevaban desde Tuyutí hasta el norte. ¡Usted hubiera visto cómo se portaban nuestros soldados! En grupos de a 100, de 200, de a 500, caían sobre los convoyes enemigos y los dispersaban; allí les tomábamos de todo, hasta unos cargamentos de papel que nos vinieron muy bien, porque el papel ya nos andaba faltando en nuestro campamento... Ellos salían corriendo, cuando podían, porque las más de las veces no atinaban el camino; ¡se dejaban degollar o se perdían en esa confusión de carrizales y pantanos y montes que recorrían los nuestros como animales del monte para perseguirlos o atacar de sorpresa y liquidarlos cuando estaban dormidos! En eso la infantería era fenómeno, pero no crea que se quedaba atrás la caballería; a pesar de nuestros montados esqueléticos, siempre los corríamos a los negros, o los enfrentábamos aunque fuesen más.

     Así precisamente fue el combate que le dicen Tayi (no debe confundirse con el fortín Tayi), una posición cerca de San Solano (donde estaba el Argollo con el II Cuerpo). Esa vuelta andábamos de recorrida y los vimos cerca; vimos que eran ellos más que nosotros pero los provocamos igual, y terminaron viniéndosenos encima porque insistimos. El de la idea fue Valois; él no le tenía miedo a nada, y como iba en mi partida y éramos amigos me convenció. Entonces doy la orden de acercarnos y formar en combate y se vienen los negros para recibir una buena sorpresa que les cayó muy mal.

     Quedaron resentidos, los macacos, por eso nos tendieron la celada de Tatayibá, tres semanas después. Era el 24 de octubre, me parece, y nosotros salíamos para dar de comer a los caballos en esa misma zona (cerca de Tayi) porque en el cuadrilátero nos faltaba el pasto y entonces teníamos que salir. Esta vez no buscábamos pelea, pero los tipos, que nos habían visto varios días seguidos apacentar los montados por allí, decidieron juntarse entre 5.000 para encerramos a nosotros, que éramos unos 1.000. ¡Linda sorpresa que nos dieron! Cuando veo enemigos por todas partes pensé que estábamos perdidos, pero por suerte [96] eran demasiados y se estorbaban para maniobrar, así que entonces nos compensábamos un poco con la dificultad de sus jinetes que se atropellaban y arremolinaban. De todos modos, pensé que me llegó la hora. Entonces amenazó una carga por el frente para hacer después una conversión a la izquierda, hacia Humaitá, hacia donde nos vamos retirando con orden hasta que los cañones de la fortaleza comienzan a saludar a los negros que nos dejan en paz... Si no fue una victoria, no podía ser, por lo menos fue una acción brillante, por eso nos condecoraron a todos con la medalla que decía El Mariscal López a los valientes de Tatayibá.

     Isidoro Resquín salió a decir después, en sus declaraciones famosas, que con Tayi y con Tatayibá nos destruyeron la caballería; eso no es verdad. No es cierto porque después de Tatayibá vino Tuyutí, la segunda batalla de ese nombre y en el mismo lugar, con la diferencia de que la segunda vez les ganamos nosotros, porque su campamento ardió por los cuatro costados y les tomamos un botín impresionante. Y esa vez no peleamos sin caballos y me consta, porque yo dirigí la caballería y no faltaban animales, aunque sí desmontaron nuestros hombres al llegar a las trincheras de Tuyutí, adonde llegamos por la noche y de sorpresa, porque nuestra idea era asaltarles el campamento que habían convertido en depósito y prostíbulo, con todas las mujerzuelas y comerciantes y casas de juego aunque de tanto en tanto Caxias protestaba, quería imponer algo de orden. Así que en el fondo nos resultó bastante fácil porque guardia luego casi no había, y si había dormía como los tipos que sorprendimos y que fueron saliendo en paños menores y dudaron en rendirse y entonces los pasábamos a cuchillo. Allí nos desquitamos de Tuyutí I, porque los masacramos de lo lindo, casi sin darles tiempo a defenderse; en poco tiempo el campamento ardía mientras nuestros soldados saqueaban y mataban y en el botín que nos llevamos de vuelta a Paso Pucú había unas cuantas mujeres, acompañantes de la soldadesca brasilera. También nos llevamos muchas cajas donde había de todo: desde alcachofas (que por primera vez vi en mi vida, y que me enteré de lo que eran gracias a Thompson) hasta faldas y miriñaques.

     ¡Estas son las armas de los negros! dijo el Mariscal cuando abrimos las cajas y fueron saliendo los vestidos; alguien comentó que era el uniforme de gala del marqués de Caxias. Pero no piense usted que nos divertimos solamente; también trajimos una buena cantidad de armas, como el cañón krupp de retrocarga y el fiuu, como le llamábamos al withworth 32 por el silbido de la bala, que era muy veloz. Era un cañón que habíamos estado codiciando desde hacía tiempo y que por fin lo teníamos; demás está decir que lo usamos mejor que sus primeros dueños. 

     Todo nos fue muy bien ese 3 de noviembre, aparte de la muerte del mayor Bullo, un soldado de primera. En medio del combate, él tuvo la osadía de plantar la bandera paraguaya frente a la casa del comandante brasilero y de caminar por el parapeto de la trinchera; allí le metieron un balazo que lo mató enseguida... No, el mayor Giménez murió después, recién en enero; pudo volver de Tuyutí, pero lo mataron sus heridas que eran muy feas, y esa fue otra pérdida sensible, que lo dejó muy triste al Mariscal y a todos, porque era un oficial muy valiente y muy querido por la tropa.

     El que se portó como un tonto fue el general Barrios, y otra vez tuvo que ser en Tuyutí, como el 24 de mayo, cuando nos estropeó el ataque. Esta vuelta falló dejando su división inmóvil, porque él dirigía la reserva, pero cuando los negros iniciaron el contraataque, que alguna vez tenía que ser, él no movió un sólo dedo para ayudarnos en la retirada, y allí fue que nos hicieron las bajas.

     Porque nuestros soldaditos, que iban con el estómago vacío y a quienes se les había permitido saquear, lo primero que hicieron fue llenarse el estómago con los víveres del almacén. Se llenaban la boca de puñados de azúcar, metían la cabeza en las cubas de miel de caña. Y, lo que resultaba peor, le dieron a los licores. Allí se relajó la disciplina; los soldados dejaron de obedecer a los superiores y había que sacarlos a la fuerza y por las malas del almacén porque venía la caballería aliada; resultaba muy difícil y allí se hubiera necesitado la participación de Barrios y sus hombres como combatientes y como policías.

     De todos modos, Tuyutí vino a ser una victoria moral, que nos compensaba un poco de la caída del fortín Tayi, el dos de noviembre. Con eso, el enemigo completaba el cerco por el lado oriental; era un poco la idea de cercarnos por nuestra izquierda del viejo Mitre, que venía a resultarle de pura casualidad... Hasta la caída del fortín Tayi, el enemigo había estado dándonos palos de ciego. Quiero decir que nos tenía rodeados, mejor dicho que trataba de hacerlo de balde, porque rodeado no quiere decir rodeado militarmente, y esa era precisamente la situación de nosotros, con los aliados que nos ponían una cadena de fortificaciones alrededor de nuestras fortificaciones, pero sus fortificaciones no servían para nada porque quienes conocíamos el terreno como la palma de nuestra mano éramos nosotros y no ellos, y entonces les dejábamos creer que nos tenían cercados pero seguíamos comunicándonos con el resto del país. Porque fíjese que en nuestro cuadrilátero no había nada aparte de mosquitos y bichos perjudiciales, así que lo que teníamos (desde pólvora hasta vacas) lo recibíamos del resto del país que nos lo hacía llegar, no se olvide además de que la capital seguía siendo Asunción, donde estaba el vicepresidente Sánchez actuando como presidente; [98] no se olvide de que todo el movimiento del país pasaba por Asunción y que los negros lo sabían muy bien, por eso se proponían llegar hasta allí desde el primer momento, lo consideraban su objetivo militar. (Entonces el cuadrilátero nuestro venía a ser no más una barrera en el camino a la Asunción, porque la guerra había tornado ahora un carácter defensivo para nosotros, no ya ofensivo como Matto Grosso y la Uruguayana). Así que teníamos que frenarlos en su avance pero sin dejarnos rodear. Cierto que estábamos rodeados, pero el cerco que nos habían puesto no era serio; en el mapa parecía muy bien, a ellos les parecía muy bien, pero nosotros seguíamos recibiendo telegramas, municiones y armas de la Asunción; nuestros soldados, nuestras caravanas se movían por el monte y los esteros que conocían bien sin ser presentidos por los vigías enemigos. Nos tornaron Pilar, es cierto, pero Pilar no tenía importancia, quiero decir que seguimos en contacto con la capital con o sin Pilar. Nos tomaron el potrero Obella el 20 de octubre; eso nos perjudicó bastante, pero seguimos tirando. Nos tomaron fortín Tayi, el 2 de noviembre; allí la cosa se puso brava en serio, porque con eso nos alteraban en serio todo nuestro sistema de comunicaciones... Y conste que les salió de pura casualidad, porque ellos atacaban y atacaban todos los puntos alrededor del cuadrilátero, sin saber para nada para qué servía cada cual; ahora cayeron sobre Tayi sin comprender para nada su importancia estratégica, pero lo tomaron igual, y pusieron allí una guarnición de 6.000 hombres, y allí fue justamente donde la flota brasilera se reunió con el ejército de tierra -en fortín Tayi, a unas 15 millas al norte de Humaitá, un puerto de desembarque sobre el río Paraguay donde convergían todos los caminos del carrizal del norte de Humaitá, donde teníamos una cadena de fuertes que aseguraban la comunicación entre la fortaleza esa y nuestra capital.

     Cayó Tayi, entonces nos rodearon por el este; es cierto.

     Pero todavía nos quedaba el camino por el Chaco; un camino que desde luego habíamos estado usando siempre, porque teníamos un telégrafo que iba de nuestro cuadrilátero a la Asunción; fíjese qué moderno, y recuerde usted joven que el Mariscal López fue el primero que dirigía a sus ejércitos por telégrafo, porque en ese punto nuestra organización era buenísima, mientras los gauchos argentinos se preguntaban, al ver nuestros postes telegráficos, por qué los paraguayos ponían los alambrados tan altos... Eso para que no crea cuando le digan que los ignorantes éramos nosotros...

     Bueno, teníamos la vía del Chaco, de acuerdo, pero había que asegurarla, por las dudas... Por eso a fines de noviembre el Mariscal López me hizo cruzar el río Paraguay para que me vaya enfrente de Humaitá y un poco más arriba, en un lugar que se llama Timbó, entre Humaitá y Tayi. Allí pusimos una buena fortaleza con baterías sobre el río, les dimos un lindo dolor de cabeza y aseguramos nuestra comunicación con la capital. Aseguramos también la retirada del ejército, en caso de que haga falta una retirada por razones tácticas; que tengamos que ir del cuadrilátero hasta San Fernando (como después tuvimos que), pasando por Timbó.

     Exactamente, mi amigo: yo crucé el río Paraguay en noviembre, aunque ya en agosto la flota enemiga se había puesto por ahí... Tiene que decirlo así, porque nadie sabía exactamente dónde estaban ellos cada vez que nosotros pasábamos y repasábamos el río en nuestras tristes canoas. Es que, como le dije, la fortaleza de Humaitá les daba mucho miedo -una fortaleza de adobe con cañones de segunda... Lástima que al final se dieron cuenta del peligro que no corrían, y así fue que, finalmente, un día de febrero del 68 fuerzan la fortaleza de Humaitá sin inconvenientes. Quiero decir que cierran las troneras de sus buques, para que no les metan balas por allí como siempre les hacíamos, y pasan por enfrente de nuestras baterías que les tiran con todo sin sufrir averías, y el 22 de febrero (me parece) están frente a la Asunción, donde podían desembarcar tranquilamente porque la guarnición era poquísima y no podía resistirles para nada y la batería de costa era un solo cañón que no podía alcanzarles porque estaba mal colocado. El gobierno paraguayo, el que quedó en la ciudad con el vicepresidente, se pegó el susto del año cuando los encorazados comenzaron a tirar, pero aparte de estropearle la residencia particular del Mariscal (el que hoy es palacio de gobierno), la flota no hizo nada; se retiraron muy contentos pero con las manos vacías y volvieron río abajo hasta Tayi, donde fueron recibidos como héroes y se quedaron un buen tiempo más sin bloquear el río como se debía.

     Si lo bloqueaban en serio terminaba la guerra.

     Quiero decir que lo agarraban al Mariscal López, prisionero o muerto porque el Mariscal se retiró del cuadrilátero la noche del 3 de marzo, saliendo de Humaitá; de allí remontó el río hasta Timbó, donde lo recibí como jefe de las fuerzas del Chaco... Desde luego, atravesar en canoa un río vigilado por monitores y acorazados es bien peligroso; me contaron después que en un momento llegaron a ponerse bien nerviosos, porque si los buques brasileros se daban cuenta de que el grueso del ejército paraguayo venía por el río, lo destrozaban allí mismo y sin ningún problema. Por eso Silvestre Aveiro quiso levantarles la moral con un chiste; cuando estaban en el medio del camino les dijo a sus acompañantes de la canoa:

     -Allí está el monitor. 

     Un chiste para matar el tiempo.

     Pero ocurre que ciertas cosas no se debe decir ni en broma, porque dan mala suerte, como mentar la víbora o el diablo por la noche.

     Allí mismo apareció el monitor brasilero, a unos 300 pasos y con los fuegos encendidos. Nuestras gentes quedaron pálidos, pero por suerte los otros eran brasileros así que los dejaron pasar sin molestarlos, y cuando desembarcó el último bote en el Chaco le mandaron un tiro de metralla para no quedar como demasiado tontos y nada más.

     Después los dejaron seguir camino hacia el norte, para acampar en San Fernando, donde llegaron después de haber cruzado el río Paraguay por segunda vez, sin que ningún encorazado les saliera al paso... Es decir, aparecieron algunas veces, pero los hicieron correr con algunos tiros, y hasta les mataron varios marineros, porque tomaron la costumbre de ponerse sobre la cubierta para mirar lo que pasaba, y entonces las baterías de Thompson les mandaban recuerdos de nuestra tierra.

     ¡Mire que les gustaba morir, porque los que podían matarnos eran ellos, porque nuestro campamento de San Fernando estaba sobre el río, a tiro de encorazado, pero no nos molestaron para nada! Cierto que en la confluencia del Paraguay/Tebicuary teníamos una batería, la que dirigía Thompson, pero no pasaba de ser vyro rei, porque con sus cañones podían destrozarnos y llegar frente al mismísimo campamento de San Fernando.

     En el mapa puede ver usted nuestro campamento de San Fernando, también nuestro camino de retirada por el Chaco, vale decir la línea de puntos que va desde Humaitá hasta San Fernando. Y ya que estamos en eso, le adelanto un poco: mire bien la línea de puntos desde San Fernando hasta Lomas Valentinas, a unas cuantas leguas de Asunción; bueno, no se olvide de eso porque es el recorrido de nuestro ejército desde que salió del cuadrilátero, en marzo del 68, hasta el fin de año. (Es la parte que se conoce como la campaña de Pikysyry, que termina en diciembre con el combate de Lomas Valentinas).

     No recuerdo si se lo expliqué, pero vale la pena recordar: para llegar a la Asunción había dos caminos. Uno es el camino a lo largo del río Paraguay (el que hicimos nosotros con el enemigo detrás); el otro es el camino por Encarnación, el que siempre amenazaban los negros, desde el principio de la guerra, que iban a tomar para tomarnos Asunción (fíjese en la otra línea de puntitos). Por el medio no se podía porque no había caminos y están los bañados de Pilar y Ñeembucú, al sur, y la laguna Ypoá, más al norte. El resto de la frontera no existía, al menos si se trataba de invadirnos, por eso el cuadrilátero fue una tranca para el ejército enemigo que avanzaba; una tranca que no valía del todo, por que la fortaleza de Humaitá no era tan fuerte, pero como tenían miedo, los paramos por más de dos años -desde el comienzo hasta marzo del 68.

     En realidad, los detuvimos por más tiempo: hasta agosto/68.

     Le voy a decir por qué: primero, porque al salir del cuadrilátero, el Mariscal les dejó una buena cantidad de espantapájaros y de cañones de palo para defender nuestras trincheras, más una pequeña guarnición para largarles unos cuantos tiros de tanto en tanto; segundo, porque una vez que tomaron nuestras trincheras, como debía ser, se encontraron con un hueso más duro de roer: Humaitá. Humaitá tenía que caer, desde luego, porque quedaron solamente 3.000 hombres con los comandantes Martínez y Alén para resistir a toda la negrada; eso lo sabíamos perfectamente bien. Pero el asunto no era resistir sino ganar tiempo, para permitir a nuestro ejército retirarse hacia el norte -hacia San Fernando y después más arriba. 

     López les había dicho a los defensores que resistieran hasta el 20 de julio, más o menos; hasta tres días después que se les terminaran las provisiones. Ellos resistieron todavía más, porque la fortaleza cayó recién el 25 de julio, después de que los defensores habían pasado más de tres días comiendo cuero y monturas hervidas y cargando los cañones con vidrio roto y nueces de coco... No se ría de nuestra metralla, mire que resulto formidable: las astillas de coco se infectaban, así que los heridos murieron como moscas... Especialmente los que atacaron el 16 de julio; allí fue que los dejaron acercarse haciéndoles creer que la fortaleza estaba vacía y después les tiraron a quemarropa, con nuestros cañoncitos viejos y nuestra munición improvisada, para hacerles unas bajas que el marqués de Caxias se agarraba la cabeza con las dos manos...

     Finalmente nuestra guarnición tuvo que abandonar Humaitá por la noche el 24 de julio, y al día siguiente entraron ellos en la fortaleza, y se decidieron a no permitirles que se junten con el Mariscal a esos que habían cruzado el río Paraguay, que estaban ahora justo del otro lado de Humaitá, en un lugar que le dicen la Península.

     Para reunirse tenían que cruzar la laguna Verá, que comenzaron a cruzar de noche y en canoas y hasta el 5 de agosto hubo combates entre los nuestros y los aliados, que los perseguían con sus lanchas artilladas y sus baterías de tierra y el fuego de sus acorazados, y por la mañana aparecían varadas en la costa o también flotando río abajo las canoas con sus tripulantes muertos, con criaturas y mujeres, porque muchos soldados de la fortaleza tenían sus familias con ellos.

     Yo estaba más arriba de la Península, en el fuerte Timbó, y a cada rato trataba de llevarles provistas o de hacerlos venirse de nuestro lado, pero al final ya resultaba imposible, porque de los evacuados de Humaitá llegaron solamente 800 a San Fernando y el resto quedó todo rodeado en la laguna Verá... En una de esas le mandé un centinela, y el centinela pasó frente a los vigías enemigos y recibió un balazo pero sin decir una palabra, y al día siguiente lo encontraron con medio cuerpo comido por los cocodrilos pero tampoco había dicho nada, y entonces tuvieron que reconocerle y le enterraron y el cartel sobre la cruz decía: AQUÍ YACE UN VALIENTE... Así se defendían los nuestros...

     Los últimos que quedaron rodeados en la laguna Verá eran menos de 1.000 y otros 1.000 que flotaban como cadáveres sobre el agua; que habían flotado como dos días, y mientras tanto los vivos no habían podido comer nada. Pero cuando llegaron los parlamentos aliados los recibieron a tiros, y solamente porque intervinieron los sacerdotes se rindieron, y entonces el general Rivas los trató con mucho respeto. [103] Nunca vi soldados más valientes, le dijo al coronel Martínez, comandante de Humaitá, y después le llevaron en Argentina como prisionero y entonces dijeron que era un traidor y por eso procedieron contra su señora, la señora doña Juliana Insfrán de Martínez, esa que era parienta del comandante Insfrán, el que se casó con mi hermana Asunción, aunque era una buena señora doña Juliana Insfrán. Entonces sí que se volvió traidor el coronel Martínez, esta vez de veras.

     -Demen una división y yo mismo le voy a matar a López.

     Así mismo les dijo después a los aliados, cuando vino con el ejército de ellos, pero el gobierno liberal lo mismo no más le puso Coronel Martínez a esa calle, aunque empuñó las armas contra su patria.

 

Capítulo VII

De ciertos acontecimientos que tuvieron lugar en el campamento de San Fernando,

donde el mariscal permaneció de marzo a agosto de mil ochocientos sesenta y ocho,

mientras yo seguía en el Chaco

     La última vez que vi a la señora Juliana Insfrán de Martínez fue en el campamento de San Fernando, por casualidad. Porque yo pasé por ese campamento tres o cuatro veces, cada vez que me hacía llamar el Mariscal, pero mi obligación estaba en el Chaco, en el fuerte Timbó, tratando de evacuar a nuestros defensores de Humaitá y asegurar comunicaciones con esa fortaleza. Así que mis enemigos políticos han podido o querido decir contra mí de todo, menos que participé en los problemas de San Fernando, porque les consta que no estaba allí durante el tiempo en que funcionaron los tribunales esos. Así que siempre de paso, y en una de esas fue que me encontré con esa buena señora, a quien siempre yo le tuve un aprecio muy grande.

     Esa vez la encontré muy triste y muy flaca, aunque había sido una hermosa mujer, gorda, alegre, y no tenía más de 23/24 años.

     -¿Puedo servirla en algo?.

     Era una forma de darle un poco de ánimo, porque en el fondo era muy poco lo que podía hacer por ella -a ella le perjudicaba ese rumor sobre la traición del coronel Martínez; la perjudicaba porque también sospecharon de ella, porque era la señora.

     -Consígame un espejo, por favor.

     ¡Lo que son las mujeres! En los momentos más serios pensando siempre en arreglarse, como si la cosa estaba para eso. Pero le conseguí de todos modos el espejo; era un favor que no podía negarle (en ese rancho no había ningún espejo). Pero resultó peor, porque allí pudo [106] ver el moretón ese que tenía sobre el ojo derecho y se quedó todavía más triste. Me preguntó si la marca le iba a quedar para siempre y yo le dije que no, para consolarla, porque la marca que le habían hecho parecía muy profunda.

     Esa fue la última vez que vi a Juliana Insfrán.

     Me impresionó mucho, porque la quería, y también porque su caso fue muy famoso, porque aprovecharon para la propaganda política. Por eso siempre fue como una espina que me quedó, hasta bastante tiempo después de la guerra, y es que nunca pensé que ella haya sido una traidora. Por eso en una de esas, ya mucho tiempo después, pude hablar con el padre Maíz, que había estado en ese caso, y él me dijo que, por las pruebas presentadas, habían tenido que interrogarla, pero que después se descubrió que había sido un error, porque la arrestaron sobre la base de unas pruebas o sea calumnias inventadas por el obispo Palacios. También tiene la culpa la Madama Lynch, porque las dos eran muy amigas, y la Lynch sabía perfectamente todo lo que hacía y no hacía la Juliana y entonces tenía que hablarle al Mariscal, decirle que la pobre era inocente, y que todo el tiempo había estado encerrada en su casa de Patiñocué. Porque lo que dijeron de la señora Juliana Insfrán es que ella se comunicaba con su marido, el coronel Martínez... No, Raúl, se equivoca; Martínez era el defensor de la fortaleza de Humaitá, junto con Alén, ¿cómo no se acuerda? Y bueno, cayó la plaza y después comenzaron las malas lenguas a murmurar que Martínez se había vendido y lo demás, que yo no creo, pero aunque sea cierto no es posible que su mujer tuviese nada que ver con eso, porque Humaitá desde luego que estaba sitiada y mientras tanto la señora Insfrán seguía en su propiedad de Patiñocué, como a 100 leguas y entonces no había ni camino ni automóvil y entonces ella tenía que ser inocente... Pero la culpa fue de ese obispo bandido, el obispo Palacios, que para salvarse él acusaba a todo el mundo, daba pistas falsas como después me dijo el Mariscal.

     ¡Menos mal que hay justicia en este mundo!

     Entonces terminaron descubriendo las maquinaciones del obispo Palacios y fíjese que fue el propio padre Román, un sacerdote amigo del obispo, el que tuvo que declararlo reo de alta traición en el proceso que finalmente le hicieron... debe ser por algo, porque los curas siempre se apañan entre ellos, y para que un cura acuse a un superior tiene que haber algo muy grave.

     Desde el principio de la guerra ha manifestado un espíritu contrario al sostén de la santa causa nacional hasta avanzarse a decir una ocasión «que si él quisiere revolucionar a las tropas para volverlas contra el [107] Mariscal, nada más fácil le sería por el prestigio que tenía (como Obispo), pues que tomaría un crucifijo en la mano y proclamaría a las tropas arrastrándolas en pos de sí» (f. 408).

     Esta sola expresión del obispo Palacios revela en su más pronunciada manifestación el negro fondo de su espíritu de odiosa deslealtad y de tendencia altamente traidora a la Patria y a su Gobierno.

     ¡Pensar en nombre del Cristo, ese Dios de amor, enarbolar su Cruz, ese estandarte de paz para rebelar a las tropas armadas contra su legítimo y Supremo Jefe en momentos de sostener la vida de la Nación, es horrorosamente execrable e impío!

     Proposición es esta, Exmo. Señor, como otras que iremos apuntando, que mereciera desde luego ser teológicamente calificada: ella, a parte de la impiedad que entraña, no está exenta de sabor a herejía (...)

     «El Obispo Palacios ha deplorado que los Sacerdotes hablasen en el púlpito en pro de la santa causa Nacional, pues el Clero a causa de eso se desprestigiaba, no debiendo meterse en política» (f. 408).

     El Obispo Palacios atribuye a V. E. la causa de la duración de la guerra por la tenacidad de sostenerse, haciendo, dice, matar a toda la gente antes que ceder nada, y también por lo mucho que se halla en el mando, el cual, agrega, debía dejar para evitar la completa ruina de la Patria (f. 408 vta. 410 vta.).

     Estas aserciones del Obispo Palacios son tanto más malignas cuanto que las expresó con motivo de la negociación de paz propuesta por Mr. Gould, en la que se traía como preliminar indeclinable la separación de V. E. del mando Supremo y consiguiente salida del País para entrar en arreglo con el enemigo, cosas que el Obispo Palacios aprobó en privado como único medio de terminar la guerra, mientras que en público «se expresaba en los términos más expresivos de que tal cosa causaría la pérdida completa del País y lo esclavizaría perpetuamente» (f. 443 vta.).

     Esto lo firmó el propio padre Román, que fue fiscal de sangre en los procesos de San Femando... Sí, también, el padre Maíz; los dos fueron fiscales allí, pero no había nada personal sino que Fidel Maíz cumplía con la obligación que le encargó el Mariscal -Maíz no era un hombre rencoroso y ya tenía olvidados los problemas que le había causado Palacios unos años atrás, eso me consta. Pero el Pío IX estaba mal informado por los brasileros y entonces lo llamó al padre Fidel Maíz «sacrílego nefario». Eso porque después de la guerra el vicario o encargado para el Paraguay vino a ser el cura brasilero Fidelis D'Avola, que había sido capellán del ejército brasilero, y el hombre ese le dio su versión: lo acusó a Maíz de haberlo matado a su obispo, que no es cierto -ese fue Marcó, que dirigió el fusilamiento, pero Maíz no más hizo la investigación y descubrió que era culpable.

     Y esa fue la famosa conspiración de San Fernando, que le dicen así porque en San Fernando tenían que matar al Mariscal Presidente el 24 de julio del 68, el día de su cumpleaños, justamente el día en que el encorazado brasilero pasó por delante de nosotros y un legionario, ese Recalde, saludó para darles la señal; pero la conspiración fracasó...

     Fracasó porque el Mariscal ya andaba pescando desde hacía rato; desde que me preguntó lo que su hermano Benigno andaba diciendo por ahí y le dije que nada. En ese momento yo pensé que mi jefe se equivocaba un poco, pero después me di cuenta de que tenía razón, porque había otros indicios (que le llaman), y al final se descubrió todito.

     Porque usted se acuerda cuando el cónsul Cochelet trasmitió ese informe a su gobierno, la carta que interceptamos... bueno, ese Cochelet se fue en su país en octubre (más o menos) del 67, pero le dejó la idea a su reemplazante, Cuverville, y ese también se puso a conspirar con Benigno López para envenenarlo al Mariscal y hacer la paz con los brasileros, a cualquier precio, con tal de llegar a presidente como quería Benigno. Y el ministro norteamericano Washburn también estaba metido, y eso dice su propio compinche Bliss, que después escribió un libro contando todo, y que tiene que leer usted para comparar con el libro de Washburn, que es demasiado contra el Paraguay. O sea que todo el cuerpo diplomático conspiraba, porque también estaba ese cónsul portugués Leite Pereira, que conspiró con nuestro propio ministro de relaciones, José Berges. Allí fue que comenzaron los problemas con Washburn, porque se le pidió que entregue los papeles de la conspiración que le había dado José Berges y él se negó y finalmente no nos dio nada, pero se escapó en la cañonera norteamericana que vino a buscarlo y después se fueron también Bliss y Masterman, esos dos que casi nos traen una guerra con los Estados Unidos...

     Se trata de una historia larga y triste, que recién terminó el 21 de diciembre del 68, un poco antes de comenzar esa batalla, porque allí ejecutaron al obispo Palacios, al ministro José Berges, al general Barrios, al cónsul Leite Pereira, a don Benigno López y a Juliana Insfrán... Hubo equivocaciones, cierto, pero o sino hubiera sido peor...

No más que yo soy una persona de buenos sentimientos; no me gusta ni juzgar ni castigar a nadie, ni con ni sin razón, y por eso me alegro de no haber tenido nada que ver en todo eso... quiero decir las investigaciones, porque es una forma de hacerse enemigos, y todos los que estuvieron en los tribunales de San Fernando fueron muy criticados, como el padre Maíz, que ya no pudo ser obispo por eso (aunque tenía méritos para ascender), o Juan Crisóstomo Centurión, que perdió un empleo porque dijeron que había sido un torturador y un esbirro y cosas por el estilo...

     Pero de que hubo, hubo; quiero decir la conspiración.

     La cosa comenzó a descubrirse hacia fines del 67, cuando vinieron de la Asunción a nuestro campamento una delegación de personas importantes para traerle al Mariscal un regalo que le mandaban las damas de Asunción, que como usted sabe habían donado todas sus joyas al ejército y que también estaban preparando una espada de oro y una corona toda de oro para el Mariscal. Y eso estaba muy bien; el problema no más era que en Asunción había movimiento, o sea unas cosas que mi jefe sabía bien porque estaba informado. Por ejemplo, las mujeres de la calle protestaban; hasta le desobedecían a nuestra guardia urbana como nunca antes le habían desobedecido; comenzaban a quejarse del Mariscal, y eso era una cosa nueva y también venía de arriba, porque el pueblo siempre había estado con el gobierno pero la gente de plata no... Quiero decir que le hacían un doble juego: por una parte le ofrecían homenajes al Mariscal López, por otra parte andaban mal acostumbrando por debajo a la gente ignorante... Entonces, cuando esa delegación de notables vino en nuestro campamento a fines del 67, el Mariscal no les permitió volver en la Asunción, sino que les tenía controlados en nuestro campamento de Paso Pucú, y entre ellos estaba nuestro tesorero Saturnino Bedoya, casado con la hermana del Mariscal.

     Uno que cayó por su boca, como el pez.

     Porque cuando llegaron los encorazados a Asunción, allá por febrero/68, Bedoya dijo:

     -¿Qué estarán haciendo aquellos en la Asunción?

     Una expresión muy rara, ¿no le parece?

     Enseguida se lo contaron al Mariscal, y justo cuando Bedoya pasaba frente a la comandancia sin quitarse el sombrero, y entonces S. E. le mandó un ayudante a darle unos cuantos cintarazos por irrespetuoso, y entonces el cuñado comprendió que le habían pillado; tuvo que confesar que en la Asunción se tramaba algo y que el hermano Benigno era el cabecilla. 

     Yo estaba con el Mariscal el día en que lo trajeron engrillado y el Mariscal le preguntó:

     - ¿Qué es lo que pensaban hacer en la capital?

     Benigno contestó:

     -Como que no tuvimos noticias de usted y del ejército, desde que Humaitá quedó sitiado por tierra y por agua, creímos llegado el momento de tomar una resolución para salvar nuestras personas y nuestros intereses.

     -¡Ya ve, Caballero, estos son más negros que los negros!

     Quería decir más brasileros que los brasileros, porque a ellos los llamábamos siempre negros o cambá.

     No sé... creo que un cinco o seis de marzo, de todos modos cuando el Mariscal estaba en el Chaco, cuando había salido del cuadrilátero para irse en San Fernando; allí fue que lo trajeron a Benigno por las declaraciones de Bedoya...

     Pero también tengo que decirle que el 22/febrero/68, cuando las corazas llegaron al puerto de Asunción, hubo una reunión de notables en la ciudad, dirigida por el vicepresidente Sánchez, que estaba de Presidente de la República, y que ahora se sentía demasiado preocupado al ver esos barcos en el puerto (creía como todo el mundo que esos brasileros iban a desembarcar y tomar la Asunción porque podían si tenían más coraje, porque la guarnición era demasiado chica). Para colmo no recibía noticias del Mariscal López, porque la comunicación con Paso Pucú estaba cortada... Entonces no era de mala fe; no más que su responsabilidad era demasiado grande (como le explicó después al Mariscal) y entonces quería hacerse aconsejar (el pobre ya estaba demasiado viejo para decidir solo). Además que en ese momento se pensó que si los encorazados llegaron hasta la Asunción eso quería decir que habían destruido nuestro cuadrilátero; eso por lo menos parecía, porque muy difícil pensar que el enemigo puede ganarle la guerra pero no la gana; para eso debe conocer a los brasileros como los conocía el Mariscal, que siempre se aprovechaba de su punto flojo... Pero Sánchez no estaba a la altura de su jefe, y entonces no podemos culparle por la reunión -en el fondo buscaba la orden que López no podía darle.

     Entonces se reunió el vicepresidente con Venancio López, que era el comandante general de armas; con Benigno López, que no tenía cargo pero que le respetaban por su familia; con Francisco Fernández, que venía a ser el segundo de Venancio; con el juez Ortellado; el deán Bogado; Carlos Riveros; Gumersindo Fernández y el padre Espinoza. 

     No tenía nada de malo; al fin y al cabo era el Presidente en ejercicio con el jefe de la guarnición y el consejo consultivo. El problema fue que allí se dijeron muchas cosas... Para comenzar comenzaron diciendo que no le podían resistir al enemigo, y entonces tenían que rendirse no más; se hubieran rendido si no era por el padre Espinoza, muy leal al Mariscal que les dijo que tenían que vencer o morir, sea como sea.

     Después vino la segunda reunión, y decidieron resistir de cualquier manera, y era lo que tenían que hacer. Porque los encorazados nos mandaron unas 40 bombas que no mataron a nadie, aunque tiraban sobre la estación del ferrocarril, donde los civiles trataban de evacuarse. Pero después le contestaron con nuestro cañón que no les alcanzaba, y con eso se retiraron; se fueron hasta Timbó y se quedaron allí... Así que no había que rendirse como llegaron a pensar Benigno López y otros que les influenció él, porque para él luego la guerra estaba perdida desde el comienzo, y ni siquiera nuestra victoria de Curupayty le impresionó para nada, por eso le felicitó muy fríamente al Mariscal esa vez, todos nos dimos cuenta.

     La culpa era de él, porque el vicepresidente Sánchez no tenía la culpa, y cuando el Mariscal le escribió una carta muy dura ese pobre señor le explicó muy bien las cosas y mi jefe se quedó satisfecho; pero con Benigno otra era la cosa, por eso fue que le hizo traer engrillado a Ceibo, para que explique un poco lo que había dicho, y también para carearlo con Gumersindo Benítez, Riveros, Fernández, Ortellado y otros que habían estado en la reunión aquella en Asunción o que tenían algo que ver en el asunto.

     Entonces tuvieron que reconocer que sí, que habían pensado rendirse, pero que tenía que comprenderlos, porque se quedaron solos en Asunción sin noticias; también porque la única noticia fue que habían tomado el cuadrilátero los enemigos y después remontado río arriba con sus encorazados hasta la misma capital; entonces todo parecía perdido, parecía que el mismo Mariscal ya estaba muerto y entonces ya no tenía sentido seguir peleando.

     Eso le dijeron y el Mariscal López tuvo que aceptarlos, aunque siempre controlándolo a su hermano Benigno, a quien le sacaron los grillos y lo trataron bien, pero siempre arrestado en su tienda... Hasta que una vez descubren al trompa de la Escolta, no me recuerdo el nombre; lo descubren visitándolo a Benigno, y lo detienen entonces por sospechoso y tiene que declarar o sea reconocer que él estaba apalabrado con el mayor Fernández, el edecán del Mariscal, y también con don Benigno, para asesinarlo al señor presidente. Ese Fernández era el ayo de los hijos de López, pero igual no más lo traicionó. La conspiración era también con un herrero, porque un herrero tenía que hacer un puñal para Benigno, para que con él lo mate al Presidente y después se escape al campamento enemigo con un caballo del Mariscal; ese era el plan que se descubrió... Allí estaban comprometidos el trompa, el mayor Fernández, el herrero y Benigno, pero el Mariscal quería saber si no había más.

     Entonces se reunió con las personas de peso, con el obispo, con el general Barrios, el general Bruguez, el general Resquín y otros más, para contarles lo que estaba pasando, y preguntarles qué podía hacerse.

     Allí habló el obispo, el primero; dijo que, de acuerdo con nuestras leyes, había que ajusticiarlos a todos inmediatamente, ya que era alta traición y en tiempos de guerra. Pero si fusilaban a esos cuatro, nunca iban a poder saber quiénes más, así que no le aceptaron su consejo.

     Isidoro Resquín le dijo que podían aplicar las Ordenanzas, y que las Ordenanzas decían tortura para el que no quiere hablar, pero López le dijo que en estos tiempos modernos ya no se podían torturar porque quedaba muy salvaje, como en los viejos tiempos.

     Finalmente formaron varios tribunales. Los fiscales de sangre fueron los padres Román y Maíz; los inspectores generales, los mayores Serrano y Aveiro... No quiero criticar a nadie, pero si hubo algún abuso fue por culpa de esos dos oficiales, porque esos dos eran muy malos, como Isidoro Resquín (que también estaba) y cada vez que una declaración no les gustaba eran capaces de obligarle a declarar de nuevo al acusado, y a pesar de que el Mariscal controlaba todo el asunto, tampoco podía estar en todas partes -como él solía decir- así que se equivocaron en algunos casos.

     Pero eso tampoco quiere decir que la conspiración era inventada (como dijo ese traidor de Godoi, que durante la guerra estaba en la Argentina, como usted me cuenta, Raúl). Claro que no. ¡Usted no se imagina las personas que estaban comprometidas! Toda la gente de plata de la Asunción, esas que le dicen la oligarquía, y también los jueces de paz y los jefes de las milicias urbanas de la campaña, porque estaba muy ramificada.

     Por eso me arrepentí después (esto es una disgrisión como usted le dice) de no haberle contado al Mariscal lo que me había dicho su hermano Benigno aquella vez en marzo del 66. Es que cuando terminó San Fernando, el Mariscal se quedó muy nervioso, en el fondo muy triste de proceder contra su familia, y entonces me pidió que le cuente en confianza (no iba a hacerme ya nada) lo que aquella vez me había dicho don Benigno y le conté. Ya ve, general, que no me había equivocado -me dijo entonces-. Jamás dudé de los propósitos de mi hermano. Su mutismo impenetrable fue una inmensa amargura para mí, porque usted pudo evitarme lo que he sufrido y pudo ahorrar muchas lágrimas y sangre. Allí mismo hubiese terminado todo, para siempre... Y tenía razón, porque en ese caso se podía parar a tiempo y no era necesario arrestar al resto de la familia: a las hermanas Inocencia y Rafaela, al hermano Venancio, a los cufiados Barrios y Bedoya.

     Al coronel Venancio López lo perdonaron en seguida, porque él confesó de entrada que estaba conspirando voluntariamente y al Presidente le cayó bien esa sinceridad. Pero el general Barrios, cuando le dijeron que entregue su espada, y vaya a guardar arresto, se puso muy nervioso, y entonces tuvo una pelea con su señora, Inocencia López, que también estaba arrestada. Le dijo que la culpa era de ella, porque había conspirado contra su hermano el Presidente y que ahora le caía también la culpa a él y de balde; le dijo muchas cosas a los gritos. Pero después se quedó tranquilo, le pidió disculpas y todo muy bien cuando de repente doña Inocencia comienza a dar gritos porque se había degollado con la navaja. Pudieron salvarlo nuestros médicos, pero después de eso ya se quedó sin hablar, por eso es una mentira de Juan Silvano Godoi que se confesó con el obispo antes de morir porque no podía. Tampoco supo suicidarse el coronel Alén, el jefe de Humaitá, porque cuando cayó la fortaleza se metió un tiro, pero con bala y todo siguió viviendo hasta el 21 de diciembre, cuando lo fusilaron con el general Barrios por traidor.

     Estas cosas son todas muy tristes, mi amigo, que nos llenaban de tristeza y de pesimismo... En especial al Mariscal, porque su obligación pues era castigar a los culpables, a él le correspondía más que a nadie, pero no es así no más que uno firma una sentencia contra su cuñado y su hermano o manda interrogar a sus hermanas o a las personas que sin ser de la familia uno aprecia mucho, como el general Bruguez o el coronel Alén, o esas damas distinguidas como Juliana Insfrán de Martínez o Dolores Recalde... Dolores Recalde en especial, porque el Mariscal había estado muy enamorado de ella, por eso le aguantaba todos sus desaires a esa dama tan linda y tan orgullosa; él era todo un caballero. Pero cuando la señora comenzó a conspirar con sus parientes de la Legión Paraguaya se terminó la cosa, aunque él personalmente hubiera preferido hacerse el tonto, perdonarle esos caprichitos de mujeres como les solía llamar... Pero en ciertas cosas él era muy justo; no hacía ninguna discriminación contra las mujeres... Pero de todos modos eso le dejaba muy triste, esa penosa obligación de castigar, como me dijo una vez.

     Fue la vez que me hizo llamar a San Fernando cuando yo todavía estaba en el Chaco, en Timbó. Me había hecho llamar para planear ese ataque a los encorazados que fracasó de nuevo -una verdadera lástima, porque con uno solo de esos barcos controlábamos el río. 

     Pero aparte de eso, también me llamó para confidenciarse.

     -Cuando yo era más mozo, Caballero, solía oír de mi difunto padre que el problema más grande de un presidente son sus colaboradores. Entonces yo creía que su enfermedad y sus años le habían agriado un poco el carácter, pero ahora pienso exactamente como él con veinte años menos.

     Eso no era para mí, desde luego, porque nos llevábamos muy bien, pero usted debe admitirme, mi estimado Raúl, que el hombre tenía poca suerte con sus colaboradores. Con algunas pocas excepciones, la mayoría lo traicionaba o por lo menos hacía cosas que podían desprestigiar a su gobierno... Ese era el caso la vez que le estoy contando: el Mariscal estaba furioso; él había ordenado tino y moderación en los interrogatorios, pero ahora venían a decirle que su cuñado Saturnino Bedoya había muerto en el potro.

 

Capítulo VIII

De los gloriosos combates de Ytôrôrô, Avay y Lomas Valentinas,

donde las tropas paraguayas se batieron heroicamente

con enemigos superiores en número y armamento

     

En el mes de agosto, Caxias hizo de Humaitá su centro logístico (hasta el momento lo había ido Corrientes) y después de unas cuantas semanas de vacaciones no del todo merecidas, se decidió a enfrentarse con nosotros, que estábamos al norte, en San Fernando. Le hubiésemos esperado allá, porque miedo no teníamos, pero siendo muy pocos y mal armados, siendo la posición poco favorable para la defensa, decidimos mudarnos más al norte, marchando a lo largo del Río Paraguay hasta un lugar como a 50 millas de Asunción, que se conoce como Lomas Valentinas, Ita Ybaté o Pikysyry, dependiendo de que uno se refiera a las colinas que hay por allí, al cerro donde estuvo el reducto del Mariscal, al estero que nos servía de defensa natural.

     El Pikysyry es el desagüe más septentrional de la laguna Ipoá, de la que arranca en la forma de un ancho estero, disminuyendo poco a poco a medida que se aproxima al río Paraguay y reduciéndose a una angosta corriente al entrar en las selvas, que en este lugar tiene cerca de 2,000 yardas de anchura, y desagua en el Paraguay por Angostura, donde tiene cerca de 20 yardas de ancho y gran profundidad. Es también el límite de los terrenos bajos, que empiezan en el Tebicuary, y que con raras excepciones son sumamente húmedos. Por cerca de dos leguas al Sud del Pikysyry, el terreno está cubierto por selvas y montes de palmas, pudiendo decirse, que es absolutamente intransitable por todas partes, con la sola excepción del camino real, que es también pésimo.

     Puede decirse que inmediatamente al norte del Pikysyry empieza recién la parte habitable del Paraguay, pues en la orilla de aquel arroyo tienen su nacimiento las primeras colinas. Para defender el Pikyrysy, era  necesario establecer una línea de seis millas, porque en esa extensión podía ser atravesado aunque con gran dificultad, siendo el camino real el único punto por donde pudiera esperarse al enemigo. La posición no era flanqueada a menos de dar la vuelta por Misiones o por el Chaco, en cuyo caso podía ser atacada por la retaguardia.

     De tanto en tanto, mi querido amigo, uno puede aprovechar el trabajo de los traidores, como en este caso, donde le leo algunas páginas de Thompson, el que hizo la línea de trincheras nuestras del Pikysyry, que iban desde Angostura, nuestra batería sobre el Río Paraguay, hasta Ita Ybaté, donde el Mariscal López había establecido su Mayoría; esa línea tenía por delante, como foso, el curso del Pikysyry, con lo que venía a quedar más fuerte que Curupayty; Thompson trabajó bien, pero el 28 de diciembre se pasó al enemigo vergonzosamente, cuando le dijeron que habían destruido al Mariscal López. Entonces entregó la batería de Angostura, que él dirigía, sin disparar un solo tiro, sin cumplir su promesa de pelear hasta la muerte.

     Este es el plano que él hizo del lugar.

     Inmediatamente después de llegar, se levantó la casa del Mariscal y también la capilla, sobre la colina de Ita Ybaté; allí se decidió decir una misa solemne por los oficiales de nuestro ejército, pero la discusión surgió de si solamente los vivos o también los muertos, y resultaba difícil de decidir porque todos necesitábamos la misa, tanto los muertos del purgatorio como los vivos que dentro de poco tendríamos que recibir al enemigo que venía marchando desde el sur hacia nuestras posiciones por el camino real; por otra parte, una misa de vivos podía sonar a oficio de difuntos anticipado, y eso podía mandarnos la moral para abajo. Entonces nos decidimos por los muertos, porque los vivos no andábamos tan necesitados, y el 8 de diciembre podríamos quedar bien con Nuestra Señora. Pero entonces surgió el problema de qué muertos, porque aparte de los bravos caídos para defender a su patria (general Díaz, general Aquino, mayor Calaá Giménez, mayor De Jesús Martínez), estaban los traidores como los generales Robles y Brugues; finalmente nos decidimos por los caídos por la patria, metiendo en el mismo molde a tropa y oficiales, que resultaba más popular.

     Aprovechando la ocasión, el Mariscal nos mandó un discurso de los que nos hacían llorar; dijo que después de haber peleado tan valerosamente y contra un enemigo tan superior en fuerzas, carecía de sentido desfallecer a último momento, huyendo o desertando vergonzosamente. Los ojos de la humanidad estaban puestos en nosotros; todos habían seguido con entusiasmo, con interés, con admiración, el desarrollo de esta lucha titánica del pueblo paraguayo por su dignidad y su independencia, no era cuestión de quedar en ridículo. Él nos prometió otra vez morir a la cabeza del ejército y nosotros le prometimos seguir su ejemplo; él y nosotros éramos una sola persona o, si se quiere, López era la patria, como ha dicho uno de nuestros pocos filósofos.

     Puede sonar pesimista pero era todo lo contrario, porque el ánimo era excelente; recién a partir de ese momento estábamos comiendo bien, porque recibíamos provisión de mandioca, maíz, frutas y verduras de los campos vecinos, mientras que los años anteriores habíamos estado comiendo todo el tiempo carne y nada más; esa era la ración del soldado, que unos cuantos podían complementar recogiendo frutas del monte o pagando Dios sabe cuánto por un poco de maíz o zapallo a las proveedoras del ejército. Resulta que en nuestro tiempo no se sabía medicina; se pensaba que en la carne estaba la fuerza del hombre, y por eso les dábamos eso y nada más a nuestros hombres. Menos mal que el enemigo también se equivocaba, y entonces equilibramos un poco el número de hombres que se nos fueron de escorbuto, neumonía y otras enfermedades que venían por la mala alimentación.

     Es cierto que con la guerra no teníamos brazos para los cultivos, ahora que las mujeres, los niños y los esclavos estaban militarizados, así que nos faltaba el algodón o sea la ropa, pero nos ingeniábamos con nuestros trajes de cuero, que servían igual, aunque cuando se mojaban podían resultar desagradables... Pero nadie se acordaba de la ropa en Lomas Valentinas porque hacía calor y resultaba más agradable  andar liviano; nuestra gente lo prefería así y hubiese andado completamente opivo de no ser porque se prohibió terminantemente -por lo menos dentro del campamento; en el resto del país podían hacer lo que querían, ya no era un problema de disciplina para nosotros.

     La falta de soldados fue también un problema, muy cierto. No solamente en cantidad sino también en calidad, porque ahora la mitad del ejército era menor de 14 años, y también teníamos un número demasiado grande de viejos entre nuestros 12.000 soldados de Lomas Valentinas. Pero a pesar de todo se portaron muy bien; piense que en los combates de diciembre, el Caxias perdió la tercera parte de sus tropas en menos de tres semanas, ¡y eso que tenía gente joven y bien armada! Me pregunto qué no hubiera hecho yo con los 6 a 8.000 jinetes que llevaba ese viejo; con hombres así le aseguro que llegaba a Río de Janeiro para pedirle cuentas al emperador. Pero me tocaron no más los batallones de espectros, de sombras, como dice O'Leary; esos eran los bueyes con que tenía que arar y, modestia aparte, puedo decirle que haré muy bien. Y eso que la pólvora ya se nos estaba acabando, que los cañones estaban ya descalibrados, que los únicos rifles buenos los tenía la escolta del Mariscal, porque el resto eran fusiles a chispa y ni siquiera eso; la mayoría peleaba ahora a sable y lanza; armas nos quedaban pocas y malas... De cualquier manera, hicimos una resistencia tan heroica que hoy en día todo el mundo sabe que el Paraguay es ese país del mundo que enfrentó a la Argentina, el Brasil y el Uruguay en la guerra más grande de América Latina. Eso nos dio una dignidad, una... ¿cómo decirlo?... ¡Gracias, joven!, una identidad nacional... ¡Qué palabra tan linda! Se nota que usted es un historiador, voy a anotarlo para no olvidar... Con usted resulta fácil, amigo Raúl, porque con tantos periodistas tontos que andan por ahí, eso de las entrevistas me está resultando más penoso que toda nuestra larga guerra de cinco años... Esos tipos se pasan con preguntas tontas, hay que explicarle todo desde el principio y creo que de tanto repetir las cosas que sabía de memoria voy a terminar olvidándolas... Con usted no hace falta, con usted no se comienza de cero a cada rato sino que una gran parte se da por sabida, y eso es muy importante...

     Bueno, para volver a nuestro cuento, le cuento que después de terminar las fortificaciones de Pikysyry estábamos muy contentos; si nos atacaban, tendrían que pagar muy caro. Y nos pusimos todavía más contentos cuando iniciaron un ataque a nuestra línea de trincheras al norte del Pikysyry; lamentablemente, no pasó de ser un reconocimiento. El enemigo se quedó, de cualquier forma, frente a las trincheras, en un lugar que se llama Las Palmas, por si nos olvidábamos de vigilarlos. Nos molestaban un poco, cierto, pero por lo menos no tomaron parte en la acción del 21 de diciembre.

     El resto del ejército aliado se hizo humo.

     Un día que nos preguntábamos por dónde podían andar, el Mariscal los ve con sus catalejos del otro lado del Río Paraguay, en el Chaco, trabajando como negros que eran, en algo que no podíamos imaginar (recién más tarde nos dimos cuenta de que era un camino para conducir tropas hasta San Antonio). De cualquier manera, al Mariscal no le gustó el asunto, y entonces se decidió darles su merecido.

     -¿No hay nadie que quiera ir a castigarme esos esclavos? -preguntó. Entonces se ofreció Patricio Escobar, y el Mariscal le preguntó por qué; él le contestó que para probar lo que valía, ya que había caído en desgracia con S. E. y quería mejorar su situación. Este Patricio Escobar, dicho sea de paso, llegó a ser presidente de la República después que yo, 1886. Durante la guerra, había una cierta rivalidad entre nosotros porque, en un momento, el Mariscal llegó a designarlo sucesor -como también me había designado a mí para ocupar su puesto en caso de accidente. Pero la rivalidad nunca nos impidió ser amigos y de los buenos, y esto quiero que lo anote como quede mejor, porque se han dicho muchas cosas raras al respecto.

     El asunto es que, esta vuelta, Escobar cruzó el Río Paraguay sin ser notado por el enemigo y vio que estaba trabajando en serio. Entonces volvió para informar al Mariscal, y lo encontró en la pieza hablando con Isidoro Resquín.

     -¿Cuántos son?

     -Muchos -contestó Escobar, sin decir el número, como dando a entender que la información era reservada, y entonces lo hizo salir a Resquín, y cuando quedaron solos le dijo que unos 25.000.

     -Es lo que me había imaginado -dijo mi jefe, vale decir que muchísimos más, ya no era posible caerles por sorpresa, como solíamos hacer para perjudicarlos y elevar el nivel de nuestra tropa, aunque Centurión diga que esos ataques no servían para nada. Creo que Centurión también (no recuerdo muy bien) fue el que dijo que querían atacarnos por la retaguardia, transportando su ejército por el Chaco, en vez de intentar el asalto de la línea de Pikysyry que resultaba formidable. Pero no le creímos ni por nada. Después de haber visto la pereza de los negros, ¿quién diría que podrían decidirse a hacer un camino de tantos quilómetros para desembarcar en San Antonio y desde allí marchar contra nosotros, aprovechando que nuestras fortificaciones estaban hechas para resistir un ataque frontal, no de retaguardia? Nadie. Lo normal era pensar que seguirían otros dos años perdiendo el tiempo como en el cuadrilátero. Por eso nos sentimos muy confiados; ni se nos ocurrió buscar una posición fuera del alcance de los tiros de la flota, como por ejemplo la zona de las Cordilleras.

     Allí nos equivocamos.

     Pero la culpa no fue nuestra sino de ellos, porque después de haberse comportado como tontos desde 1865, nadie podía prever que tuviesen una idea aceptable justamente ahora, en el 68. O sea que la sorpresa que nos dieron viniéndosenos desde el norte para atacar nuestros puntos flojos no es imputable al error, sino más bien a la inteligencia del Mariscal López, que conocía al enemigo demasiado bien.

     Pero en el momento nos sorprendieron.

     Pienso que un derrotista como don Benigno se hubiera entregado inmediatamente al saber que el ejército aliado, después de haber dado un gran rodeo por el Chaco, había desembarcado en San Antonio y se nos venía encima sin darnos tiempo a preparar defensas debidamente -fuera de las trincheras en la colina de Ita Ybaté, donde estaba el Mariscal, que miraban hacia el norte. Pero por suerte don Benigno ya no estaba para contagiarnos con su pesimismo.

     Conste que el optimismo de su hermano Francisco, se lo digo en confianza, casi me mata...

     Porque me dio 3.500 para que detenga al marqués de Caxias que acababa de desembarcar con 20.000 hombres. Había que hacerle perder el tiempo sea como fuere; esa era mi misión. Mientras marchaba hacia el norte con mis hombres, yo me preguntaba qué podía hacer. Retroceder no podía, avanzar tampoco. Menos mal que el enemigo colaboró un poco, porque o sino no estaba usted hablando con el general Caballero. Es que después de haber desembarcado, Caxias decidió ocupar el puente del arroyo Ytôrôrô. Normalmente, cuando se trata de ocupar un puente se lo ocupa, pero el viejo tenía su forma de hacerlo, así que acampó al lado y dejó la ocupación para el día siguiente. Esa fue la chance que me contaron mis bomberos, y entonces me le fui con los pocos hombres a mi cargo al otro lado por la noche. Cuando los negros se despertaron, ¡sorpresa!, encuentran una trinchera paraguaya sobre el puente que no era el único ni era indispensable; el arroyo se cruzaba a pie por otra parte. Pero como ellos leyeron en algún libro que el camino más corto entre dos puntos es el más corto, ellos se encapricharon con ese puente que quedaba sobre el camino a Lomas Valentinas.

     La trinchera nuestra era bastante modesta, así que decidieron asaltarla. Pero la ventaja es que el terreno en esa parte hace una especie de U, con el arroyo corriendo por la parte más baja, y el camino que lleva al puente corre por un monte impenetrable; una picada angosta por donde no puede desplegarse un ejército grande y que pueden barrer hasta unos cañoncitos discretos como los nuestros.

     Los negros cruzan el puente pero les metemos bala; vuelven a pasar y les metemos bala; así varias veces hasta que el Caxias carga a la cabeza de sus tropas y tenemos que retirarnos. Así por lo menos dijeron ellos, pero sin contar que, mientras Caxias se hacía el héroe cruzando el puente, otra partida del enemigo se nos venía encima para envolvernos, y entonces tuvimos que retiramos después de hacerles más de 3.000 bajas -lo que queríamos.

     Si algo aprendí del Mariscal López, es la sinceridad.

     Después de Ytôrôrô me felicitó y admitió que, al mandarme contra Caxias, no tenía idea de qué podía hacerse pero había confiado en mi buena suerte. Un acto de honestidad, porque hubiera podido atribuirse la victoria diciendo que lo tenía todo planeado desde el primer momento. Por respeto a ese hombre, yo también le confieso ahora que no tenía idea de nada cuando me encomendaron la misión; no hubiera podido contener a los brasileros sin la ayuda de Caxias.

     Esa batalla fue el 6 de diciembre y sirvió para dejarlos quietos por unos días, hasta el 11, cuando nos atacaron sobre el arroyo Avay, que está entre Ytôrôrô y Lomas Valentinas, porque el enemigo venía avanzando desde el norte sobre nuestro campamento. Imposible detenerlo, por supuesto, pero por lo menos podíamos debilitarlo con una serie de ataques menores. Para el 11 de diciembre, el Mariscal nos había reforzado con nuevos hombres para completar un número de 4.000 más o menos; con esa fuerza tuve que enfrentar de nuevo a Caxias, que se nos venía con más de 20.000.

     Yo no era partidario de dar combate en Avay, más bien quería volver con mis hombres a nuestras posiciones para dar allí batalla con mejores posibilidades, porque éramos muy pocos para enfrentar a todo el enemigo que podía desplegar perfectamente su caballería para envolvernos y destruirnos en Avay; mejor volver a Lomas Valentinas, le hice decir al Mariscal, y Valois Rivarola estaba de acuerdo.

     Pero en la Mayoría estaba Germán Serrano, a quien acababan de ascender a coronel y no precisamente por sus méritos militares sino por adulón; él le convenció de que sí se podía dar combate, y de que si Rivarola y yo teníamos miedo él, Serrano, podía dirigir el ejército. En esas condiciones, era mejor salirles al paso como se podía. Y nos aposicionamos de este lado del arroyo Avay, sin demasiadas esperanzas, porque eran demasiados y su caballería terminaría por destruirnos. Afortunadamente, había otra vez un puente. Y los puentes eran la debilidad de los brasileros (usted que es buen psicólogo me dirá por qué).

 

 

Avance aliado sobre lomas valentinas en diciembre/68

Y entonces insisten en apoderarse de él, aunque el Avay es muy playo, y allí comenzamos a hacerles puntería de lo mejor... Usted sabe que Osorio fue el primer brasilero que invadió el territorio paraguayo, y ahora se nos hacía el Caxias cargando a la cabeza de sus hombres que no quisieron seguirle... Bueno, cuando se da cuenta, está sobre el puente y solo, y allí nuestros muchachos le meten un tiro en la mandíbula; a ese sargento el Mariscal lo hubiese ascendido después de la batalla de no haber caído antes.

     También quieren envolvernos por la derecha y la izquierda, desde luego, pero nuestras coheteras hacen milagros y no pueden cruzar el arroyo porque los nuestros son unos leones que los van rechazando vuelta a vuelta hasta que comienza a llover y nos liquidan porque no pueden funcionar nuestros fusiles de chispa y ellos sí con su caballería; sí que se nos vienen encima a lanza y sable. Nos retiramos en cuadro, ordenadamente, y cada cual mata su negro antes de caer atravesado. Debió ser más de uno, porque les matamos al final más de 4.000, más de lo que éramos nosotros, incluyendo 50 jefes y oficiales, y el enemigo se venga después en las mujeres que habían acompañado a nuestro ejército. Las violan a sabiendas del marqués de Caxias y de los otros jefes brasileros, que vienen a liberarnos de la tiranía del Mariscal López y no pierden ocasión de demostrar cómo.

     Yo llegué a ser el blanco favorito -me contaron después los brasileros- porque soy más alto y mi poncho chileno se nota y me tiraban entonces con sus rifles de aguja y de cerca y debe ser que mi abogado se portó porque o sino resulta inexplicable tanto tiro inútil.

     Me salvé gracias al padre Moreno, ese cura que en Cerro León me trató tan mal porque no sabía leer, pero que ahora daba su vida con el capitán Páez para salvarme de los negros abriéndome un camino a sablazos por entre el enemigo.

     Volví llorando a Lomas Valentinas:

     -Señor, el enemigo nos ha concluido, pero tengo la satisfacción de asegurar a V. E. que todos nuestros valientes han caído honrosamente, que todos se han conducido como héroes.

     El Mariscal me consoló; comprendía que hice todo lo posible y que gracias a mí el ataque general se había retardado. Cierto que mientras tanto nos llenaban de bombas, pero de las bombas enemigas, como ellos mismos dicen, una tercera parte reventaba al salir, el otro tercio en el aire (por los malos fulminantes) y el resto lo recibíamos con buen espíritu:

     Cuando caía una bomba en un grupo de paraguayos y hacía volar algunos de ellos, sus camaradas lanzaban un grito de placer; consideraban este brinco como una cosa tan graciosa y divertida, que la misma víctima habría tomado parte en la algazara si le hubiera sido posible.

     ¡Vea como andaba la moral de los nuestros, si hasta un enemigo como Thompson nos atribuye ese valor!

     (Algo que debe agregar es que una buena parte de las balas que caían en nuestro campamento no explotaban, y entonces las recogíamos para volver a mandarlas con nuestros cañones. Suerte que nos mandaban tanto hierro, porque a nosotros se nos estaba acabando).

     Desde luego, sin esa determinación no aguantábamos. Porque para el 21 de diciembre -descontando nuestras pérdidas de Ytôrôrô, Avay, los bombardeos y otras acciones me menores- quedábamos en Lomas Valentinas unos 4.000 y nada más, pero resistimos con coraje la carga de un enemigo infinitamente superior, haciéndole un número de bajas impresionante, que hace honor a nuestras fuerzas armadas.

     Aunque cuando comenzó el combate, le confieso, pensé que no quedaba ni uno solo de nosotros con vida; comenzó con un bombardeo formidable, que se llevó muchísimos soldados, y siguió por un ataque sobre nuestra derecha, sobre Potrero Mármol, por el barón del Triunfo, donde nos robaron todo nuestro ganado además de dejamos encerrados, porque por Potrero Mármol pasaba nuestro camino de retirada hacia Cerro León y el este, el único que teníamos hasta el momento libre (ellos nos rodeaban por el sur, el oeste y el norte). No fue demasiado valiente ese barón del Triunfo, aunque de cualquier manera muy eficaz desde el punto de vista militar. Una cosa que me interesaría saber de ese tal Triunfo es por qué le decían el Cambronne brasilero, si el Cambronne paraguayo soy yo; debe ser porque ninguno de los tres recibió jamás ninguna herida en combate, quizás.

     Al mismo tiempo que Triunfo caía sobre nuestra derecha, Camara se ponía frente a Angostura, para inmovilizar a esa guarnición, donde había unos 1.000 hombres que ya no podían ayudarnos en caso necesario. También atacaba Joao Manuel por el centro, destruyendo nuestra línea de trinchera fácilmente, ya que las trincheras estaban hechas para defendernos de un ataque por el sur y ellos se vinieron por el norte; ganaron fácilmente, y el Mariscal les dijo a los pocos que quedaron que viniesen con él a Ita Ybaté, para dar el último y glorioso combate de la guerra.

     En eso estábamos de acuerdo con el enemigo: en que el asalto a la colina de Ita Ybaté sería el último. Por eso se tomaron su tiempo, los bribones, dejaron el mínimo de hombres en Potrero Mármol y en la línea del Pikysyry, se reunieron frente a nuestro reducto para dar el ataque decisivo; Caxias ya les había dicho a los soldados que con un esfuerzo más la guerra terminaba.

     Teóricamente era cierto...

     Sólo que Dios y Caxias nos ayudaron, cada cual a su manera; Dios, dándonos un valor temerario a todos, hasta a los niños -que no pelearon con barbas postizas esa vuelta, como dice la historia, sencillamente [ porque los niños eran más que los adultos, así que ni esquilándolos a todos sacábamos barbas para tantos infantes; además, no estábamos para ese tipo de refinamientos. Pelearon también las mujeres, pelearon todos; aunque en un momento los enemigos se pusieron como a 200 pasos de la comandancia del Mariscal, los rechazamos entre todos -no solamente mi caballería y los rifleros de la escolta, sino también la masa humana que salió a detenerlos con palos, piedras, lanzas y machetes, que terminó empujando a los macacos hacia atrás, haciéndolos retroceder hasta las trincheras (nuestras) que quedaron llenas con los cuerpos de ellos, y que pudimos limpiar de ocupantes recién para las ocho de la noche del 21, cuando exterminamos hasta al último invasor. Si aguantamos hasta ese punto, es solamente porque Dios nos ayudaba, porque los cristianos, normalmente, no pueden pelear así -como locos y como héroes.

     Pero también nos ayudaba Caxias, ese buen señor...

     Porque si usted se fija un poquito en el plano, ve que la colina de Ita Ybaté, estaba defendida solamente hacia el lado norte, no hacia el sur, y fue para colaborar con nuestra causa, seguramente, que el marqués nos atacó por ahí -en vez de entrar por el sur, adonde podía llegar fácilmente después de haber vencido nuestra trinchera del Pikysyry. Cierto que tenía más hombres; muchísimos más, y que si los mandaba al ataque terminarían por llegar a nuestra comandancia; de acuerdo. Pero los que llegaron eran ya pocos y cansados y entonces les hicimos retroceder.

     Para las ocho de la noche, le repito, ya teníamos nuestro campamento limpio de ellos, y allí fue que el Mariscal me dijo que reuniese todos los hombres sanos y apenas pude reunir 90, vale decir que en ese momento podían liquidarnos con un solo regimiento de caballería.

     Pero para no ser tan groseros nos mandaron una nota, en vez de eso. La nota decía que estábamos perdidos y que lo sabíamos muy bien, porque no se nos pasaba que nos tenían rodeados y que no podíamos seguir recibiendo refuerzos mientras que ellos sí; todos los que quisieran; tampoco podíamos ignorar -decía- cuantos soldados tenía cada uno. Así que lo mejor era rendirse para evitar mayores derramamientos de sangre, de los cuales sería responsable solamente el Mariscal.

     Entonces el jefe nos reunió para consultarnos, ¿nos rendimos o no? Matías Goiburú le dice, en nombre de todos, que queremos vencer o morir. López lo miro a los ojos fijamente:

     -Parece que su palabra no nace del corazón.

     Goiburú se sintió avergonzado porque lo había descubierto; tiempo después, cuando el tipo cayó en poder del enemigo y dijo muchas cosas en contra, López y todos nosotros recordamos perfectamente este momento de vacilación o algo todavía peor.

     La respuesta a los aliados la enviaron Silvestre Aveiro y el coronel Francisco López (h); cuando volvían del campamento enemigo, los negros les mandaron una descarga de fusilería que les mató dos oficiales. ¡Así cumplían ellos con las leyes de la guerra! Pero, grosería aparte, nadie puede negar que es una obra maestra la carta de López:

     Vuecencias tienen a bien notificarme el conocimiento que tienen de los recursos de que pueda actualmente disponer, creyendo que yo también pueda tenerlo de la fuerza numérica del Ejército aliado y de sus recursos cada día crecientes.

     Yo no tengo ese conocimiento, pero tengo la experiencia de más de cuatro años de que la fuerza numérica y esos recursos nunca se han impuesto a la abnegación y bravura del soldado paraguayo, que se bate con la resolución del ciudadano honrado y del hombre cristiano, que se abre una ancha tumba en su patria, antes que verla ni siquiera humillada.

     Vuecencias han tenido a bien recordarme que la sangre derramada en Ytôrôrô y Avay debía determinarme a evitar aquella que fue derramada el 21 del corriente; pero VV. EE. olvidan, sin duda, que esas mismas acciones pudieron de antemano demostrarles cuán cierto es lo que pondero en la abnegación de mis compatriotas, y que cada gota que cae en la tierra es una nueva obligación para los que sobreviven.

     ¡Qué hombre tan elocuente, verdad muchacho!

     Pero le reconozco que por un momento llegué a deplorar tanta facilidad de palabra; me refiero al 27 de diciembre, cuando nos atropellaron finalmente. ¡Cómo extrañamos allí nuestro withworth 32 y el resto de nuestra artillería tomada el 21, como así también la oportunidad que nos habían dado de rendirnos! Porque eso no parecía un combate; ¡imagínese 23.000 macacos acargando sobre una colina de 500 metros de ancho por 1.000 de largo, previamente batida por 50 cañones de gran calibre, donde unos 2.000 hombres (mejor dicho combatientes) se aprestaban a hacerles frente! Más bien recordaba una carga del ejército contra una facultad ocupada por los estudiantes, con la diferencia, eso sí, de que los estudiantes del momento éramos nosotros, no los cobardes radicales, y que entonces matamos y descalabramos unos cuantos, unos muchos, antes de caer vencidos para siempre. En parte, gracias a la cooperación de Caxias, una vez más; en vez de entrarnos tranquilamente por el sur, lo hizo por el frente, y como el terreno se presta, todavía pudimos mandar al otro mundo unos cuantos enemigos para no sentirnos demasiado solos ni demasiado frustrados por allá. Por desde entre los árboles del monte, sobre los pasos de un desfiladero, nuestros soldaditos de 10 años peleaban de lo lindo, sea cargando los fusiles de los grandes, sea disparando ellos mismos, sea haciendo rodar peñascos o arrojando cascotes... Dentro de todo un bello combate, cuando se lo recuerda a la distancia, pero en el momento uno veía de otra manera la situación, y yo pensé que el escapulario de la Virgen Santísima ya no me valdría de nada porque nos tenía desgraciados nuestra mala acción del 21 de diciembre.

     En esas me andaba yo, recorriendo nuestro campo lleno de invasores y de balas por todas partes, cuando me encuentro con algo casi tan desagradable como un brasilero: la Madama Lynch -justo cuando lamentaba la muerte de mi gran amigo y compañero Valois Rivarola, muerto como un auténtico oficial paraguayo, que nunca vuelve las espaldas ante el enemigo.

     -¿Dónde está el Mariscal? -me preguntó.

     Estuve a punto de contestarle que el Mariscal era grande para saber por dónde andar sin necesidad de que lo lleve de la mano.

     -Madama, lamentablemente no lo sé.

     Allí perdió su compostura; me dijo que el responsable de saberlo, por el cargo que tenía, era precisamente yo y no el marqués de Caxias; que me habían ascendido para ocuparme de mis obligaciones y no para largarme del campamento con misiones supuestamente peligrosas de donde volvía sin un pelo de la cabeza menos; ¡que estaba harta, harta y bien harta de mí!

     ¡Qué mujer desagradable!

     La comprendo por la nerviosidad que traía encima, pero yo también estaba nervioso y no molestaba a nadie como ella, que más de una vez me había puesto en apuros pidiendo cosas que no podía atender, para acusarme después ante el Mariscal de negligente, pero sin que el Mariscal, por suerte, la escuchase demasiado... Aquí estábamos solos, finalmente, y cuando el luqueño aquel vino a decirnos que el Mariscal estaba muerto, tuve que hacer un enorme esfuerzo para no golpearla, y creo que me contuve solamente porque había cosas más importantes de las cuales ocuparse, y en especial ver un poco el modo de salir de esas malditas Lomas Valentinas donde el enemigo había aniquilado el ejército paraguayo aquel 27 de diciembre. Sólo que la salida estaba cerrada (la única posible el Potrero Mármol) y la situación se volvía más complicada con la Madama Lynch gritándome de todo mientras que yo trataba de calmarla pidiéndole que no llamara la atención del enemigo que si intervenía podía perdonarla por ser mujer y ciudadana inglesa, pero que conmigo no habría nada de eso; parece que justamente eso era lo que buscaba y si no se recibió su sonora bofetada fue porque entonces todavía no estaba yo bien seguro de la muerte del Mariscal López.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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