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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  LA CASA Y SU SOMBRA (Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ)

LA CASA Y SU SOMBRA (Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ)

LA CASA Y SU SOMBRA

Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ

Editorial AMÉRICA - SAPUCAI

Formosa, 1955

 

 

EDICIÓN DIGITAL:

 

Autor/a: 

LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ, TERESA

(1887-1976)

 

Título (Enlace a la versión digital): 

LA CASA Y SU SOMBRA
 

 

Edición digital: 

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2000

 

N. sobre edición original: 

Edición digital a partir de la de Formosa, América-Sapucai, 1955.

 

Portal: 

Literatura paraguaya

 

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Enlace al índice de LA CASA Y SU SOMBRA  . Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ. Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES.

 

CUENTOS: Ruinas de la casa vieja// El virrey que se enamoró de la «belleza asunceña»// Junto a la reja// La última salida del Dictador// De aquel viejo dolor// Emociones de la guerra del Chaco// Entre las dos hogueras// Un sueño marcial// Romance del camino// En la línea de fuego// Oyere-bo Chaco-güi// Drama de una soledad// El dolor de mi alegría// El aviso misterioso// Repique de corazones y de campana// Apuro-pe mante.

 

PRESENTACIÓN:

 La doble circunstancia material del lugar y del tiempo atribuye a estos relatos su valor de instructivos documentos y su especial sabor, que resultará exótico para muchos lectores, les traerá un eco remoto de vida remansada y fragante. La otra circunstancia que concurre en ellos -la singular destreza de la autora, encubierta felizmente bajo una naturalidad sin concesiones al alarde literario- contribuye poderosamente a su encanto y lo insinúa suavemente en el ánimo del lector, que cede a su hechizo sin advertirlo apenas y queda envuelto en la peculiar atmósfera que crean estas narraciones, gracias a una comunidad de espíritu y sentido que en ellas se sobrepone a la variedad temática y las convierte en expresión de una cosa única: la palpitación de un trozo de existencia humana dentro de estrictas coordenadas temporales y espaciales. Porque lo que en estas evocaciones e imágenes hay de permanente substancia humana se nos ofrece modelado en el cuño de esa fuerte particularidad por la cual únicamente cobran evidencia y calor los caracteres, los sucesos, los sentimientos y aún las ideas.

El escenario de estos episodios posee un aguzado relieve geográfico e histórico; muchos de los acontecimientos más dramáticos de la gesta americana -desde la Conquista hasta el presente- se han desarrollado en ese territorio, al que un relativo encierre (por su apartamiento de los litorales) ha permitido una sorprendente concentración de sus esencias genuinas. Una recapitulación entre lírica y épica de esas esencias se halla en el magnífico canto con que celebró el centenario de la independencia un alto poeta del Paraguay, Fariña Núñez. Tuve la suerte de releer ese canto secular hace muchos años, mientras en un viaje recorría parte considerable del país, como en rápida confrontación de un fragmento de esa realidad con las confrontaciones del poeta. Los relatos de la señora de Rodríguez Alcalá me mostraron luego otros aspectos: lo que es entraña simultáneamente histórica y doméstica; la vida ancha del contorno resonando en el grupo familiar y recogida en el recuerdo pintoresco, estremecido y piadoso.

 Tanto en aquellos relatos cuya substancia son recuerdos propiamente familiares como en los que describen casos y tipos de su país, la autora de Tradiciones del hogar demuestra una maestría consumada. La noble sencillez de la prosa, siempre expresiva y ajustada, atestigua por igual las dos condiciones que son indispensables atributos del narrador: el don nativo y la disciplina adquirida; que es como decir: la inteligencia proyectada de suyo hacia la comprensión y expresión, y la voluntad resuelta y consciente de comprender y expresar de la mejor manera posible.

En asuntos como los que maneja la autora, los riesgos son muchos y todos ellos han sido eludidos con una mezcla de tacto ingénito y de reflexión crítica. El empleo abundante del pintoresquismo, de los rasgos y términos más llamativamente regionales, que tanto refuerza sin duda el colorido y la eficacia de los escritos de esta índole, hubiera exigido, para el lector no coterráneo, explicaciones y claves que acaso destruyeran la inmediatez de la impresión, al imponerle algo así como una traducción continua de lo leído. La propensión al exceso sentimental es otro de los escollos de este género de literatura, en la que sale a luz lo más recóndito y conmovido del alma, el tesoro personal de los recuerdos. Con arte sutil, ambos inconvenientes han sido evitados, manteniéndose el localismo sin exceso y la emoción sin desborde. El resultado ha sido la diafanidad y la intensidad, la impresión de verdad y la legítima vibración cordial, la animación de personas y sucesos; en suma, una presencia efectiva de lo descripto, esa sensación de «realidad interesante», que son logros exclusivos del narrador auténtico, que sabe encontrar naturalmente su camino a igual distancia de los que frecuentan el seco cronista y el narrador de anécdotas, sólo interesantes para él y sus allegados.

La autora -que goza de sólido y bien merecido prestigio- ha acertado a recuperar, con sus relatos, algunos tramos del pasado que le es inmediato, y nos pone delante de figuras, sentimientos y ambientes, con esa misteriosa evidencia que sólo poseen las transfiguraciones del arte y que no es concedida a las reconstrucciones puramente históricas -salvo cuando el historiador se duplica en artista. Al mismo tiempo conocemos por sus escritos un temperamento y una sensibilidad de consumado escritor, y un sector de vida humana, apasionante por su veracidad y por el aliciente de la lejanía en años y -para muchos lectores- también en kilómetros; espectáculo que nos recrea con el atractivo del arte y ensancha nuestra experiencia de lo humano -esa experiencia en la que nos vamos reencontrando con nosotros mismos, y cuyo núcleo es el constante hallazgo y la comprobación de la variedad riquísima y de la fundamental unidad.

FRANCISCO ROMERO

Martínez (Buenos Aires), noviembre de 1952.        

 

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LA CASA Y SU SOMBRA

Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

 

 

     OYERE-BO CHACO-GÚI

 

El amanecer de aquel su primer día de abandono, sorprendió a Micaela ya de pie, lista para emprender los trabajos de la jornada.

Movíase la mujer con agilidad nerviosa, un tanto azorada, por el cuarto que servía de dormitorio en el rancho campesino. En su cama dormían dos criaturas, los más pequeños; y en otro lecho hacían lo mismo los dos mayores. Micaela, después de contemplar largamente el campo por el portillo, acercose al lecho de los últimos y, suavemente, movió a uno de éstos, el de más edad, para despertarlo. Le cuchicheó al oído:

-Paichí, vamos ya, vamos ya.

Profundo era el sueño, que hacía al varoncito insensible a los cautelosos zarandeos maternales. El temeroso cuchicheo hacíale abrir los ojos y prestar vagamente atención; pero en seguida se apoderaba de él la modorra, sus párpados caían pesadamente y de nuevo incurría en la pesadez e inmovilidad.

-Vamos Paichí, vamos. Recuerda que papá ya no está en casa...

Era un temblor la voz de la madre, y una humedad de llanto contenido el mirar de sus pupilas.

-Tenemos que ir, ya, a la capuera, Paichí. Papá no está...

Paichí abrió los ojos plenamente, y de un solo movimiento lleno de viril resolución se tiró de la cama. Segundos después estaba él también, listo y dispuesto para marchar al campo.

Por ahí, apoyada en un horcón, estaba la azada y sobre el horno, ventrudo y aún tibio de la última cocción, el machete parecía ofrecer a la mano ausente su empuñadura encostrada de acumulados sudores. El hombrecito tomó ambas herramientas, cubriose con el pirí de alas anchísimas, y, animoso y diligente, se volvió a su madre:

-Vamos ya...

Salieron los dos.

Las primeras luces indecisas del alba dibujaron vagamente las siluetas de madre e hijo, recortadas en el camino penumbroso por las líneas de los lienzos de la ropa del varón y de la roja zaraza de la saya de la mujer. Joven aún, alta, esbelta, Micaela parecía un rasgo más del paisaje campesino en medio del cual naciera y viviera todos sus días. Tenía la gracia espontánea y pura de las flores silvestres; había en su andar ondulante y firme un remedo del vuelo de las aves de sus bosques nativos; tenía su risa, cuando la pasada dicha la provocaba, el son cristalino del arroyo comarcano; y sus ojos grandes y negros, el fuego en que toda aquella naturaleza se abrasaba bajo un sol de trópico.

A su lado, y tratando de igualar su paso, Paichí marchaba impregnado de un aire de ufanía melancólica. ¡Qué pequeño parecía y qué débil, bajo el peso de la azada en el hombro y con el hierro del machete en la mano pueril! Diez años, aún no cumplidos, eran los de su vida, y si bien antes de ese día más de una vez marchara junto a su padre, por ese mismo sendero, jactancioso de ir a la chacra en su ayuda, ese día, yendo con su madre con el mismo fin, sentía en lo más adentro de su alma un repentino crecimiento de su personalidad y de su deber. ¡Tenía que reemplazar al padre!

Andaban con presteza, adelantándose alternativamente, según uno de ellos quedara, atrás para cualquier objeto. La madre hablaba, con palabra entrecortada, y el niño escuchaba, en silencio, conmovido y como absorto.

El día anterior el padre, Prudencio Ortiz, marchó a la guerra. Micaela, con sus cuatro hijos, le acompañó hasta el pueblo donde, en la estación ferroviaria, junto al largo convoy cargado de movilizados, diérale e hiciérale dar por los hijos el último beso, estampando, el propio, con los labios apretados, para que no brotara el lamento de su dolor.

Partió el tren, en cuyos flancos se alineaban agitadamente las cabezas echadas por las ventanillas afuera para ver a los que quedaban en la estación, y Micaela, con los cuatro niños, emprendió el regreso a su casita. Un andar de cinco leguas, con dos pequeños en brazos, y sobre la cabeza el cesto vacío de las cosas humildes de su industria con que regalara al viajero...

Todo le parecía nuevo, diferente y como adverso, en aquel paisaje donde hasta ese día había vivido tranquila, confiada y feliz. La casita, blanca entre la fronda de los naranjales, no le hizo experimentar aquel conocido afán de llegar que hasta entonces le aceleraba gozosamente los latidos del corazón. Hubiera querido retardar su entrada en ella, al sentirla tan sola y abandonada, sin el sostén leal y vigoroso que en los días pasados la defendiera dándole paz, seguridad y abundancia.

Llegaron madre e hijos a la casa, a la hora en que el valle se envuelve en las primeras sombras del crepúsculo, como para acentuar con ellas el duelo de las almas. Micaela descendió a los pequeños de sus brazos, donde vinieron profundamente dormidos, y los pasó en una de las camas, bajo el mosquitero. Llamó en seguida al mayor de los niños, Paichí, y ambos salieron de la casa. Tenían que ocuparse ya en las tareas que el padre llenara hasta la víspera. Encerrados en el pique inmediato al rancho, las vacas y el caballo que durante el día pastaran libremente por ahí cerca, madre e hijo comieron unos pobres bocados, apagaron la luz y se acostaron.

-Mañana tendrás que madrugar, Paichí. Yo  iré a la chacra a continuar los trabajos de tu padre y tú me acompañarás. Tendremos que trabajar mucho para que no se arruinen las plantaciones...

-¡Sí mamá, yo iré contigo y te ayudaré mucho! Despiértame cuando sea hora de salir de casa.

Y el pequeño antes de dormirse, pensó orgullosamente en su nuevo deber. Era el mayor, y la ausencia del padre hacía de él, de pronto, el único apoyo de la madre. Su papá se lo dijo, en voz baja, en el momento de darle el beso de la despedida:

 -¡Paichí, tú quedas en mi lugar!...

Se durmió, olvidado de sus juegos, de sus cacerías de pajaritos en el bosque aledaño, de sus sonadas excursiones al arroyo distante. Sólo pensaba en esgrimir la azada y el machete de las duras faenas de la chacra.

-¡Paichí, tú quedas en mi lugar!

La voz del padre le llegaba de lejos, entre el ruido de las ruedas del tren que se lo llevaba...

* * *

Pasaron los días, los meses. Pasaron también los años; dos años, largos como otros tantos siglos. Al despuntar el alba, Micaela y Paichí salían del rancho, como aquel primer día, y se dirigían a la capuera, distante unas veinte cuadras. Trabajaban allí rudamente, toda la mañana, en los trabajos propios de cada estación: arando, carpiendo, sembrando, cosechando. A la hora en que el sol se acercaba al cenit, regresaban doblados de cansancio los dos y ansiosa, además, la madre, por estar junto a sus pequeños librados al cuidado de la mayor de las mujercitas.

Cuando el corazón le decía que podía tener carta del esposo, Micaela llegaba al rancho, volviendo de la chacra, daba de comer a sus hijos, recomendaba a Paichí el cuidado de la casa, y salía a escape en dirección del pueblo. Parecía volar por el camino desierto, yendo con la ilusión de encontrar unas líneas del ausente. La fatiga de la ruda mañana de labor desaparecía y sus pies marchaban las cinco leguas con animosa y alegre prisa.

Unas veces, ¡muy pocas, ay!, su corazón acertaba. Había carta, la ansiada carta escrita allá lejos, entre el fragor de las batallas, que le traía noticias del esposo. ¡Vivía! ¡Estaba bien! ¡Hablaba de volver tal vez muy pronto! ¡Se sentía orgulloso de cumplir con su deber, como un varón!

Y Micaela, tras leer diez, veinte veces la carta, volvía a echarse a andar por el largo camino para apresurar el momento venturoso de sentirse en su rancho, rodeada de sus hijos, y leyendo una vez más, en voz alta, la carta amada...

Pero las más de las veces fallaba el presentimiento. ¡No había carta! En la humilde oficina del correo donde daban esa respuesta a su pregunta, Micaela permanecía largo rato, dudando, esperando, confiando aún, sin fuerza para rendirse a la realidad. ¡No había carta! Luego se ponía a recorrer el pueblo en busca de quien hubiera vuelto del Chaco, para interrogarlo sobre su Prudencio.

-¿Usted viene del Segundo Cuerpo? ¿No ha visto al sargento Prudencio Ortiz, del 8?

No, no venían de allá.

Entonces sí, que, al volver a su casa, bajo el peso del desencanto, aquel andar de cinco leguas le pesaba infinitamente...

Micaela enfermó bajo la doble garra del trabajo excesivo y de la pena constante. Diez meses sin recibir noticias de Prudencio. La idea de que había muerto se le clavó en el alma. Sus fuerzas no dieron para la labor de la chacra y tuvo que quedar en la casa. El maciegal se apoderó pronto de los cultivos, sin que los débiles aunque heroicos esfuerzos de Paichí pudiesen evitarlo. Las sementeras se arruinaron. La enfermedad y la miseria entraron en la casa, y su triste cuadro, que Micaela nunca viera, reagravó, con el creciente dolor moral, el daño físico de la enferma. Un día la encontraron muerta en la cama, en un charco de sangre proveniente de copioso vómito...

* * *

El tren partía lleno de reservistas llegados del Chaco días atrás. Esos hombres, que venían de batirse como leones en los terribles encuentros de la selva, parecían niños en día de asueto al sentir que la locomotora les llevaba a sus valles.

¡Sus valles! ¡Sus valles! ¡Cuánto soñaron esos bravos con sus valles amados, cuya visión llevaban tanto en los ojos como en las honduras del alma! Amáronlos siempre, con la honda fuerza del instinto, sin discernir, sin comparar; pero ahora que conocían el rigor de aquella otra tierra agria y hostil, que los punzaba con su vegetación espinosa e hirsuta, que les imponía hambre y sed con su esterilidad infernal; ahora el amor a sus valles era infinitamente más grande porque se desbordaba en gratitud por su fecundidad y por su belleza, por sus tierras sonrientes y llenas de frutos, por sus arroyos de aguas cristalinas y frescas...

El tren aceleraba la marcha y los gritos de los reservistas crecían con el ardor de la alegría al ver los campos. Enfermos, heridos, convalecientes y mutilados, todos olvidaban el horror de la guerra para entregarse a la emoción del regreso al hogar.

Prudencio Ortiz era uno de ellos. Volvía después de dos años y medio, con las insignias de sargento, ganadas a fuerza de coraje. Participaba de la alegría general, pero la suya no era ruidosa y aún parecía por momentos velada por una sombra de inquietud. Departía con un camarada, sargento como él, con quien le vinculara la vida en común en las fatigas y peligros.

-¡Cómo hallaremos a nuestra gente! -habló Prudencio Ortiz. Y agregó-: A mí me esperan mi mujer y cuatro hijos...

-A mí -dijo el otro- mi mujercita, mi vieja y dos hermanas mozas. ¡Mala suerte la mía! ¡A los quince días de casado tuve que ir al Chaco!

A poco de andar el tren, Ortiz tratando de aplacar en la distracción sus nervios irritados por la impaciencia, tomó un diario y púsose a leerlo. Noticias del Chaco. Pasó de largo. El Chaco lo llevaba metido en todo su ser con el recuerdo de las peleas y de las penurias. Le interesó un artículo en que se hablaba de la vida de la Asunción bajo la guerra. Lo leyó detenidamente y luego lo comentó hablando con su camarada:

-Dicen ahí que en Asunción no se echa de ver la guerra. Que la gente se divierte mientras allá en el Chaco...

Calló. Lo que sus labios no atinaron a expresar, lo expresaron sus ojos. Y luego:

-¿Podrá ser verdad?

Miráronse los dos camaradas y había algo de estupor en sus miradas. En Asunción no se siente la guerra. ¿Será posible? Ellos no atinaban a razonar el caso, en la primitiva sencillez de sus ideas; pero allá en el fondo del corazón les producía un enorme dolor eso que acababan de leer. Y callaron de nuevo para sumergirse en la corriente de sus tristes reflexiones.

En cada estación, al paso del tren, se congregaba una multitud de mujeres y criaturas, las que se aproximaban a las ventanillas ansiosas de descubrir entre los que llegaban a los que ellas esperaban todos los días. Un grito de jubilosa sorpresa indicaba que una madre o esposa acababa de descubrir al hijo o marido entre los que descendían del tren. Y al grito seguía el silencio del abrazo interminable, frenético, regado de lágrimas...

Pero si eran frecuentes los encuentros venturoso del soldado que volvía con los seres que esperaban, no faltaba el contraste dramático de la madre o esposa que allí, en la estación, era noticiada de la muerte del combatiente a cuyo encuentro viniera a la aventura. Mujeres y niños, hechos un racimo de dolor en el abrazo que los unía para cargar con el peso de su tragedia, lloraban a gritos, nombrando al para siempre ausente, mientras el tren volvía a marchar para renovar las mismas escenas en la estación siguiente y en las otras...

Cuando Prudencio Ortiz llegó a su rancho tras andar en la noche por el camino desierto, encontrose con la soledad y el abandono. Pudo trasponer el alambrado, por ahorrar camino, sin que los perros le ladrasen, y al pasar por el pique inmediato a la casa, echó de menos su caballo y las vacas que allí pernoctaban habitualmente. Entró en las piezas, y nada... Adivinó algo horrible y salió a todo correr en busca de noticias, que alguien le daría en la vecindad.

Llegó al rancho más próximo. Llamó con impaciencia de loco, voceando como un ebrio en el silencio de la noche el nombre de los moradores y el suyo propio para ser atendido.

-Checo Prudencio Ortiz, ayumi ramova aina Chaco güi! -Ladraron los perros. Sonaron voces alarmadas. Encendiose una luz. Aparecieron mujeres y niños. De éstos, uno se adelantó del grupo y, corriendo, se juntó a Ortiz y abrazósele llorando a las piernas.

-¡Papá! ¡Papá!

Allí supo su desgracia. Micaela había muerto y sus cuatro hijos estaban repartidos por la vecindad. Uno de ellos vivía en esa casa, acogido a la caridad de las pobres mujeres cuyos varones también marcharon al Chaco.

* * *

El tren conducía a la ciudad numeroso contingente de reservistas cuya licencia venciera. El sargento Ortiz y su camarada, aquel con quien viniera de la capital, regresaban a sus puestos. Ortiz acababa de referir a su amigo la desolación con que se encontrara en su casa.

-¡Mi buena Micaela! Los trabajos la mataron a la pobre. ¡Los trabajos y el penar de todos los momentos! ¡Y mis cuatro hijos que ahí quedan repartidos como gatitos mientras yo vuelvo a la guerra!

El camarada habló, con pausa que era una suerte de ahogo de sus palabras en el llanto contenido de la emoción. Él no era más feliz. Había vuelto del Chaco con la ilusión de encontrarse con los suyos y sólo encontró dolor y oprobio en el rancho donde dejara amores. ¡No sabía cómo decirlo! Mientras él cumplía con su sagrado deber allá en el Chaco, un malvado, aprovechando su poder y el abandono del hogar...

Se miraron los dos, con una mirada viril, sintiendose ahora más hermanos en la desgracia y en la injusticia, que antes lo fueran en el peligro de las trincheras y de los asaltos. Luego volvieron los  ojos al campo, a los ranchos donde tantas vidas quedaban sin el amparo fuerte del cariño y del trabajo de los varones. Miraron el enjambre de mujeres y niños, que en las estaciones reflejaban el cuadro de la vida campesina con el angustioso silencio de sus adioses a los que se iban a la guerra, a morir tal vez por la santa enseña patria.

Todo ese dolor de las campiñas sumidas en la angustia de la espera, sumidas en el luto, sumidas en la desesperación de las amputaciones que convertían en seres inútiles a los jóvenes otrora vigorosos, se hizo en el oleaje del propio dolor de los dos soldados un coágulo de sangre...

Y cuando la locomotora dio en Cambio Grande la larga pitada que anuncia el arribo a la ciudad, el sargento Ortiz, recordó lo leído en el diario y como si estas palabras bastaran para expresar lo que le hacía sentir el contraste entre la campaña dolorida, admirable y sublime en el heroísmo de sus varones, y no menos sublime y admirable en la abnegación de sus mujeres -toda ella puesta santamente de hinojos ante la patria-, y la ciudad que «se divierte como de costumbre», dijo sencillamente con voz que era una hiel:

-¡Ya llegamos a la Asunción!

Y la misteriosa ironía de un pensamiento recóndito vibró en su acento...

 

DRAMA DE UNA SOLEDAD

 

Pocas veces hablábamos de la guerra en la tertulia familiar.

Yo quería apartar de la imaginación de mi hijo el recuerdo de los horrores que él acababa de vivir y a los que había de volver muy pronto. Cuando el tema que estaba en el ambiente y era la obsesión de todos, se imponía y nos arrastraba a comentar la tragedia del Chaco, procuraba evadirme cuanto antes de sus sombras porque leía enseguida en los ojos de Hiram su evocación interior de las escenas en que acababa de ser protagonista.

Una noche, acostada yo y en torno mío mis hijos todos -¡los que no estaban en el Chaco!-, uno de éstos se animó a formular la pregunta que hacía tiempo llevaba a flor de labios y que hasta entonces callara viendo el silencio que su hermano guardaba sobre las cosas de la guerra.

-¿Cuándo tuviste más miedo? En Corrales, seguramente...

Hiram negó con un movimiento displicente de la cabeza.

-Es curioso -dijo luego-, pero cuando sentí más honda y escalofriante la emoción del peligro, cuando sentí agudamente miedo, no fue esa vez. Presumo que el calor de la pelea y la misma ansiedad que me produjo el verme rodeado y expuesto inminentemente a morir o caer prisionero sirvieron de anestesia a mi sistema nervioso. Allí no tuve miedo... hasta después de salir del círculo que me había rodeado.

-¿Entonces? -insistió el hermanito.

No necesitó escarbar en sus recuerdos.

La impresión que aún llevaba del episodio era demasiado nítida y viva y se destacó espontáneamente del conjunto de las que llenaba su imaginación.

Habló así:

-Fue a las pocas horas de acabada la batalla, de Toledo. El enemigo se había retirado ya, en completa derrota, dejando considerable bagaje en nuestro poder, y un tendal de muertos y heridos en el campo.

Era necesario conocer exactamente su situación para tomar nosotros las disposiciones consiguientes. Mi coronel me llamó y me dio órdenes para desempeñar una comisión con ese objeto. Yo debía salir de nuestras posiciones y avanzar sobre los rastros de los bolivianos, para comprobar dónde y cómo se encontraban.

Tomé de mi famosa compañía 7.ª, la misma que daba a Yacaré Valija sus audaces compañeros de empresas, los hombres necesarios y juntamente con el valeroso teniente Martínez marché a cumplir mi comisión.

Era de noche.

Avanzamos con todas las precauciones indicadas por la naturaleza de nuestro cometido. Nos alejamos lentamente de nuestro campo. La luna alumbraba el áspero paisaje con luz plena, que daba relieve a las cosas y bruñía hasta los más leves matices del hirsuto follaje de la selva.

Advertíamos al avanzar el paso reciente de las tropas enemigas. Hasta parecíanos percibir un eco vago de su marcha, algo así como el jadeo de la retirada precipitada. Olores acres a sudor, a sangre, a curaciones hechas sobre la marcha. Tufo de nafta recién quemada y de neumáticos, prendido a la maraña de la selva.

-Minutos antes, y ese mismo camino que nosotros llevábamos retemblaba bajo las plantas del apavorido tropel en fuga. Las huellas de los camiones, todavía estremecidas, desmoronándose en ellas del nivel más alto las arenas elevadas por la presión de las gomas. Cigarrillos a medio fumar aquí y allá. Fragmentos de papel y utensilios caídos. El aire estaba como henchido de la presencia de los fugitivos.

Tras varias horas de marcha salimos a la vera de un cañadón. Desembocaban allí varios piques abiertos por los bolivianos. Estábamos en pleno campo enemigo. Había que extremar las precauciones. Por cualquiera de esos piques podía irrumpir la sorpresa.

Destaqué al oficial que me acompañaba -bravo muchacho- a explorar uno de los rumbos y yo quedé en aquel punto, frente a los piques, para vigilarlos y guardarlos. Luego de hacer el primer turno de guardia organicé nuevamente los servicios reglamentarios y después de una cuidadosa exploración personal me eché a dormir. Estaba rendido. En los doce días de la batalla de Toledo apenas había podido engañar el sueño con algunos fugaces y fementidos parpadeos. Sobre mi poncho, y por almohada las gibosas raíces de un árbol, me acomodé como en el más blando de los lechos. Y me dormí en el acto.

De pronto -¿cuánto tiempo había transcurrido?- me desperté bruscamente, tan bruscamente que al abrir los ojos ya estaba de pie y completamente despabilado. La noche seguía siendo de una claridad fantástica. Atisbé en torno mío y tuve la intuición de lo que ocurría.

Recorrí rápida aunque cautelosamente mis puestos y comprobé lo que ya había adivinado. Todos mis hombres, todos absolutamente, estaban dormidos. Profundamente dormidos. Rendidos ellos también, por la gran batalla y por la fatiga de la marcha reciente, pudo más su organismo debilitado que el rigor de la consigna y que el temor, y se durmieron abrazados a sus armas.

Fue esa vez cuando yo sentí el miedo más grande de la guerra.

¡Solo!

Me sentí pavorosamente solo, en medio de mis hombres yacentes, bajo el peso angustioso de mi responsabilidad. El enemigo estaba allí, muy cerca, asomado tal vez a los piques, tal vez acechándome para caer sobre mí. Podía haberme rodeado ya, sin que los retenes, dormidos, hubiesen notado su presencia. Y allá atrás, en nuestro campo, el ejército, que acababa de ganar la batalla de doce días, descansaba sin duda fiado del amparo de nuestra vigilancia.

Un frío agudo, que me dio la sensación desgarrante de una solidez metálica, me corrió a lo largo de la espina dorsal.

La brisa traía imprecisos, desvanecidos, fantasmales rumores, que se apretaban en la estrechez de los piques y se dilataban antes de extinguirse aventados en la plenitud del cañadón. Rumores... ¿Ruidos de armas? ¿Pasos cautelosos? ¿Cuerpos que se arrastraban por entre las malezas? ¿Cuchicheos?

Arriba, la luna me parecía una enemiga más, en la fría y como ceñuda impasibilidad de su esplendor. Su claridad me vendía. Y mis hombres seguían dormidos con ese sueño pesado, semejante a la muerte, con que la naturaleza se recobra de sus grandes fatigas.

Fueron minutos, pero me parecieron horas. Miedo, un miedo que me helaba la médula. No lo experimenté igual, ni parecido, ni en mis apuros de Corrales. No, ni llegaron a ser minutos, pero yo viví un siglo aquella noche, bajo la impavidez de la luna deslumbrante, en la soledad de la selva, junto a mis soldados inertes, bajo el suplicio de mi responsabilidad, cercado de rumores y peligros...

 

AL DOLOR DE MI ALEGRÍA

 

¡Ahí viene!

Numerosas manos tendiéronse hacia el rumbo norte del río para señalar la ansiosamente esperada aparición y, como si el arribo fuera a producirse ya, la muchedumbre esparcida a lo largo de la plataforma del puerto se reconcentró en apiñado grupo. Detrás de los bancos y a través de la vegetación cuya policromía reverberaba a la luz solar, veíase avanzar muy lentamente, apareciendo y desapareciendo en las vueltas del río, la punta del mástil a la que por momentos envolvía una nube de humo borrándola del paisaje. Se producía entonces una desilusión en el anhelo de los que esperaban. ¡No es! ¡No es! Pero reaparecía el punto fugazmente hurtado a la vista, ahora más visible, y tornaba el contento al espíritu de los que con su impaciencia quisieran dar al barco fuerzas para acelerar la marcha.

Por fin, el «Cuyabá» estaba allí, a la vista totalmente, enfilando la bahía en demanda de su atracadero. En lo alto de la nave, la bandera de la Cruz Roja parecía rehusar el impulso que la brisa le ofrecía para desplegarse, tal como si la tristeza de su simbolismo quisiera hacerse humildad y encogimiento en pliegues semejantes a regazos.

Aquellos momentos colmaron la angustia, ya casi física, del largo esperar. La toldilla, la cubierta y los pasadizos del «Cuyabá» rebosaban de gente uniformada. Era un macizo bloque humano envuelto en el color verde olivo de los uniformes.

Cuando el buque empezó a aproximarse al desembarcadero, irrumpieron las voces, y los brazos agitados sobre el río proyectaron el anticipo efusivo de la bienvenida. Cada madre o esposa, cada hija, hermana o novia, creía distinguir en la multitud uniforme que colmaba la embarcación al viajero esperado, y al reconocimiento seguían un nombre exclamado en voz alta, un comentario y un chispear de lágrimas de emoción en las pupilas.

Lo presentí antes de identificarlo. Sí, era él, era mi hijo. Volvía, después de un año, un año que fuera un siglo para mí. Toda mi alma se me asomó a los ojos para verlo, y se me desbordó por los brazos para estrecharlo, y tembló en ímpetus de besos en mis labios para resonar largamente en sus mejillas.

Y mientras el «Cuyabá» acortaba la distancia con lentitud torturadora, yo, mirando a mi hijo, evocaba todo ese año: la partida, la primera carta, los largos períodos sin noticias ciertas, los combates sucesivos, la aterradora incertidumbre de todos los días y de todas las horas. El momento aquel en que, al darle el abrazo de la despedida, sólo habló, en la escena muda por el dolor, la voz interior que me preguntó temblorosamente: ¿Volveréis a abrazaros?

Todas las voces de mi ser se alzaron en himno de gratitud a Dios. ¡Loado seas, mi Dios, loado seas!

Y cuando ya hecha a la realidad venturosa era más honda mi alegría -¡no era un sueño, no, pues ahí estaba mi hijo!- mi espíritu se sintió herido por un contraste brutal. Cerca de mí, una mujer envuelta en luto esperaba, esperaba también. ¡Pero qué horrendo esperar el suyo! Tenía abatida la cabeza. Regatos de lágrimas surcábanle el rostro bajo las manos con que temblorosamente lo ocultaba. Esperaba también, pero ¡ay! no al hijo vivo que se echara en sus brazos, sino su cadáver recogido en un campo de batalla.

La vi, comprendí toda su enorme tragedia, sentí su corazón en el mío como si ambos fuesen uno solo y hubo en mí un letal desfallecimiento. Cayéronseme los brazos. Humillé la frente, invadiome un gran arrepentimiento de mi felicidad, una dolorosa vergüenza de mi alegría. Y temblé ante la idea de que esa madre me viese abrazar a mi hijo.

Frente al dolor callado de esa mujer mi dicha me pareció un delito. Ella también había visto partir un día a su hijo y soñó minuto por minuto con apretarlo entre sus brazos y con velar su reposo cuando volviese al hogar. Ella vivió como yo, pendiente de esa ilusión y fue su vida un constante asomar a los horizontes del río, por donde en un bello amanecer o en la paz sedante de una tarde había de llegar el hijo amado.

Y esa tarde llegó, llegó para ella y llegó para mí, pero mi hijo está ahí -¡gracias, mi Dios!- vivo y sano, y lo voy a tener pegado a mi pecho dentro de unos minutos, y mi casa volverá a resonar bajo sus pasos y con el eco de su voz, en tanto que el hijo de esa otra madre vuelve inerte y mudo y ciego...

Y al recibir a mi hijo en los brazos la desolación honda y callada de aquella madre puso un gran dolor en mi alegría, mientras ella se doblaba para besar un ataúd entre un torrente de llanto...

 

EL AVISO MISTERIOSO

 

¿Fue un sueño, o qué fue?

     Despertó con nítida visión de las imágenes que acababan de moverse ante su retina y aún le parecía que los ecos de las palabras oídas vagaban por el estrecho ámbito de la carpa. Afuera todo era quietud. Las tropas descansaban. Una fina llovizna caía lentamente, como con desgano, cesando y volviendo a caer por momentos. De cuando en cuando, la luz de una linterna eléctrica proyectaba su acecho en la sombra densa y dilatada.

¿Fue un sueño?

 Púsose a recapacitar, a reconstruir lo que acababa de pasar, a repetir las palabras. ¿Vio o no vio que la carpa se abría y que el padre Cardozo entraba y se llegaba junto a su catre de campaña? Sí, él viera eso... Parecíale estar viéndolo todavía. Alzose el trozo de lona que servía de puerta y el padre Cardozo entró. Tenía bien grabada en la visión la conocida silueta del sacerdote. Entró, detúvose un instante a contemplar la figura yacente en el catre y luego avanzó muy quedamente con paso extraño que parecía un oscilante andar en el espacio. Pareciole que el capellán estaba muy delgado, casi transparente y que había en sus ojos y en la vaga expresión de sus labios y en sus movimientos todos un resplandor misterioso. Avanzó hasta quedar cerca del lecho. Una vez allí miró atentamente al que dormía; luego adelantó una mano y le dio unos golpecitos en el pecho para despertarlo:

-¡Mayor! ¡Mayor!

A pesar de lo profundo del sueño, el mayor despertó. ¿Despertó verdaderamente? Sí, estaba seguro de que había despertado. Después abrió los ojos y vio junto a su catre al padre Cardozo.

-¡Padre Cardozo!

Le llamó casi con un grito en su estupor. No le quedaba duda de que así había sido: sí, él había gritado el nombre del capellán, con sorpresa miedosa, sintiendo un estremecimiento en su cuerpo. Y el padre Cardozo, llevando un dedo a los labios, había pedido silencio. Y hablado así:

-Tranquilícese, mi mayor. Tengo prisa. Sólo he venido para darle un aviso importante. Levántese en seguida y corra a disponer su tropa.

El mayor oía asombrado. ¿Oía realmente? Se puso a recordar. Un día se le presentó un sacerdote joven, que vestía los arreos militares. Era el nuevo capellán de su unidad, el paí Cardozo. Lo estaba viendo en aquella dura ocasión en la que le tocara ponerse a prueba. Allí donde un gemir de herido indicaba que alguien reclamaba socorro, allí corría el joven sacerdote, bajo las balas, sin tasar el peligro,  a cumplir con su piadoso deber. Su presencia era una promesa de consuelo en medio del combate. Depositario de los mensajes postreros de los que morían, por su intermedio llegaban a los hogares lejanos las palabras de recordación cariñosa con que los hijos y los padres sellaban para siempre sus labios junto a su pecho. Y cuando no se combatía, el paí Cardozo era un compañero más, siempre jovial y sereno, siempre atento a sembrar en el cultivo de la camaradería la buena semilla que en su evangélica sinceridad era como un dulce y espontáneo brotar de su corazón. Un día el capellán no salió de su carpa. Súpose que ardía de fiebre. Hubo que evacuarlo y todos le vieron partir con una tristeza silenciosa y honda. Una infección contraída en ejercicio de su ministerio acabó en pocos días con su vida.

Pero el mayor, tras evocar rápidamente estos recuerdos, volvió a oír la voz del capellán:

-Mi mayor, no hay tiempo que perder. Los bolivianos avanzan en este momento por un pique oculto. ¡Pronto, pronto, mi mayor...!

Crujió el catre de campaña sacudido por un movimiento brusco del que lo ocupaba, y éste se puso de pie de un brinco, calzose, cubriose con un poncho, tomó sus armas y se precipitó fuera. Una orden resonó, con dilatado eco, en la quietud profunda de la noche. Hubo un activo ir y venir de hombres. Sonaron los teléfonos. La tropa, dormida un minuto antes, ocupó posiciones. Partieron estafetas y patrullas por todos los piques y se cernió una  enorme ansiedad en todo el sector, comunicada de hombre a hombre a través del frenesí de los preparativos. Segundos después tronaban todas las armas y el espacio se incendiaba en la estremecida llamarada de los disparos.

Rechazado el ataque boliviano, todo volvió a la calma. El comentario de lo acontecido corría ahora a lo largo de nuestras trincheras, con un eco milagroso que sumía en el asombro a los soldados. ¿Quién diera el aviso de aquel ataque nocturno no previsto? ¿Quién señalara el pique no conocido por donde se deslizaba cautelosamente la sorpresa? El mayor no sabía precisar, en la confusión de sus ideas, si efectivamente estaba despierto cuando le visitó el paí Cardozo; pero sí aseguraba que oyera claramente la voz del capellán:

-Mayor, mi mayor, no hay tiempo que perder. Los bolivianos avanzan en este momento por un pique oculto...

 

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