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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  CITA EN EL BAR SAN ROQUE (Novela de MARIO HALLEY MORA)

CITA EN EL BAR SAN ROQUE (Novela de MARIO HALLEY MORA)

CITA EN EL BAR SAN ROQUE

Novela de MARIO HALLEY MORA

Editorial El Lector,

Asunción – Paraguay, 1999

 

 

EDICIÓN DIGITAL:

Autor/a: 

HALLEY MORA, MARIO

(1926-2003)

 

Título (Enlace a la versión digital): 

CITA EN EL SAN ROQUE

 

Edición digital: 

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2001

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay), Editorial El Lector, 1999.

 

Portal: 

LITERATURA PARAGUAYA

 

VOCABULARIO
AGUAÍ :
Guaraní. Fruto nativo del Paraguay. Figurado: Victima de un asesinato.
KUÑA MACHO : Guaraní-Español. Mujer masculinizada, viril, luchadora.
OPAREÍ : Se diluye, se esfuma, se agota por sí solo. Se aplica a conflictos que no terminan.
POMBERO : Guaraní. Folklore. Duende maligno de la noche.
PLATA YVYGÜY : Guaraní-Español. Tesoro escondido de los invasores de la Guerra de 1865-1870.
PYRAGÜÉ : Guaraní. Literalmente: pies peludos cuyos pasos no se perciben. Delator, informante de la policía.
LECAYÁ : Guaraní. Persona mayor en general. Patrón, el que manda o administra.

 

 

LA LECCIÓN DE UN MAESTRO

A MANERA DE PRÓLOGO 

 

De un artículo de Mario Vargas Llosa, en el diario ABC,

del domingo 7 de noviembre de 1999,

Sección Piedra de Toque y bajo el título de

«La Mentira de las Verdades».

Fragmento cuya transcripción es ocurrencia exclusiva del autor.

 

...la historia cuenta (o debería contar) verdades, y la ficción siempre es una mentira (solo puede ser eso), aunque a veces, algunos ficcionistas -novelistas, cuentistas, dramaturgos- hagan esfuerzos desesperados por convencer a sus lectores de que aquello que inventa es verdad («la vida misma»). La palabra «mentira» tiene una carga negativa tan grande que muchos escritores se resisten a admitirla y a aceptar que ella define su trabajo. Sin embargo, no hay manera más justa y cabal de explicar la ficción que diciendo de ella que no es lo que finge ser la vida, sino un simulacro, un espejismo, una suplantación, una impostura, que, eso sí, logra embaucarnos y nos hace creer aquello que no es, acaba por iluminarnos extraordinariamente la vida verdadera. En la ficción, la mentira deja de serlo, porque es explícita y desembozada, se muestra como tal desde la primera hasta la última línea. Ésa es su verdad: el ser mentira. Una mentira de índole particular, desde luego, necesaria para todos aquellos seres a los que la vida tal como es y como la viven no les basta, porque su fantasía y sus deseos le piden más o algo distinto, y, como no pueden obtenerlo de veras, lo obtienen de mentiras, gracias a ese delicado y astuto subterfugio: la ficción. Es decir, la vida que no es, la vida que no fue, la vida que, por no serlo y por no quererla, la inventamos, la vivimos y gozamos en ese sueño lúcido en que nos sume el hechizo de la  buena lectura.

Las técnicas en que se construye una ficción están, todas, encaminadas a realizar esa operación que es un motivo recurrente de los cuentos de Borges: contrabandear lo inventado por la imaginación en la realidad objetiva, trastrocar la mentira en verdad. Y los recursos primordiales de toda ficción, para que ésta simule vivir por cuenta propia y nos persuada de su «verdad», son el narrador y el tiempo, dos invenciones o creaciones que constituyen algo así como el alma de toda ficción. El narrador es siempre un personaje inventado, sea un narrador omnisciente que emula a Dios y está en todas partes y lo sabe todo, o sea un narrador implicado en la acción, y, por lo tanto, un personaje limitado por su experiencia en la hora de dar testimonio. En todo caso, del narrador -de sus movimientos en el espacio, el tiempo y los planos de la realidad- depende todo en una ficción: la coherencia o incoherencia del relato, su autonomía o dependencia del mundo real, y, sobre todo, la impresión de libertad y autenticidad que transmiten los personajes o su incapacidad para engañarnos como tales y aparecer como meros muñecos sin libre albedrío, a los que mueven los hilos de un titiritero y hace hablar un mismo ventrílocuo.

El narrador no es separable de la ficción, es su esencia, la mentira central de ese vasto repertorio de mentiras, el principal personaje de todas las historias creadas por la fantasía humana, aunque en muchas de ellas, se oculte y, como un espía o un ladrón, actúe sin dar la cara, desde la sombra. Inventar un narrador es inevitablemente, mentir, aunque en su boca se ponga verdades, porque las verdades históricas -los hechos fehacientes y concretos- se viven, no se cuentan, no tienen narradores, existen independientes de las versiones que sobre ellos puedan rivalizar, en tanto que los hechos de las ficciones solo existen en función y de la manera que determina quien los cuenta. Por eso el narrador es el eje, la columna vertebral, el alfa y el omega de toda ficción. Inventar un narrador -una mentira- para contar las verdades biográficas como lo ha hecho Edmond Morris en su biografía, es contaminar todos esos datos tan laboriosamente recolectados en sus catorce años de esfuerzos, de irrealidad y fantasía, y hacer gravitar sobre ellos, la sospecha (infamante, tratándose de un libro de historia) de la adulteración. Inventar un narrador es, por otra parte, desnaturalizar sutilmente la razón de ser de una biografía que se supone debe estar centrada sobre la vida y milagros del biografiado. Porque el narrador -los narradores- pasan a ser los personajes centrales de la historia, como ocurre siempre en las ficciones: esa egolatría está prohibida a los historiadores esclavos de las verdades de lo sucedido. Es privilegio de los propagadores de mentiras, narradores de irrealidades que, a veces, parecen muy realistas.
 

1. Cualquier parecido de los hechos y personajes de esta novela con hechos y personajes reales, es solo eso, parecido.

2. ¿Por qué el doble discurso ha ser privilegio exclusivo de los políticos?

 

 
  • Vocabulario
  • La lección de un maestro - A manera de prólogo
  • Cita en el San Roque con la paloma azul// Uno// Dos// Tres// Cuatro// Cinco// Seis// Siete// Ocho// Nueve// Diez// Once// Doce// Magdalena.

 

*********

MAGDALENA

Apuntes en mi diario para una novela. Cuaderno de notas de Elena Rivas. Estoy comenzando estos apuntes en abril de 1999. Mi primera novela, Rosas para una ausente, no me gustó. Pasatista. No era lo que quería escribir. Creo que tengo condiciones para hacer algo más trascendente. También creo que ya pasé bastantes amarguras para conocer los anhelos y los sobresaltos de la gente. La denuncia es un compromiso, y me acaba de ocurrir algo que me puede ayudar. En la mencionada tesitura estaba trabajando en mi nueva novela cuando conocí a un hombre raro, mezcla de rufián y caballero. El relato que escribo a continuación es tal como las cosas están sucediendo, y lo que valga la pena de él lo transcribo a la novela. Trato en mi novela aplicar el método que me enseñó el Profesor Rodríguez, que es escribir primero el esqueleto, imaginario o real, y después se va rellenando. Ventajas de la IBM que me regaló el Baboso. Un juguete para su bebé o un adorno para el departamento, pero aprendí a manejarla y por cierto que me es útil. La máquina es maravillosa, hasta te corrige, te recuerda fechas, hechos. Inteligencia artificial al servicio de la natural.

Conocí a Carlos Arza, lo llamaré así, el lunes de noche en el San Roque. Siempre voy al San Roque, con la esperanza de encontrar alguna amiga o amigo y charlar. Es una de las pocas libertades que me doy, o que me da el Baboso. Hay que soportarlo. Ya vendrán tiempos mejores. El hombre estaba sentado en una mesa, vestido con un traje andrajoso y sucio, pero me llamó la atención su porte que sería el de un buen mozo si fuera algo más aseado. Me miraba con insistencia y había terminado de comer una cena de mendigo, empanada con pan, me pareció. Un aura de fracaso lo envolvía y si estuviera en un lugar menos ventilado estaría acosado por moscas que vuelan a su alrededor, como alrededor de un cadáver. Su mirada insistente me molestaba. Era una mirada cínica, de sujeto capaz de aferrarse a cualquier oportunidad a mano.

Era un hombre definidamente extraño. Como de 30 años y había en su porte como un resabio de tiempos mejores, como buena dentadura y sus maneras poco toscas como podía esperarse de un pobretón analfabeto. El traje que vestía era de buena calidad aunque ya casi convertido en harapos. Suerte que no llevaba corbata, porque un vago con corbata es la imagen más patética del harapiento. Y lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, oscuros, profundos y vivaces como los de un gavilán, saltando de una u otra mesa como las del pájaro que busca una prensa en el matorral.

La idea se me ocurrió de golpe. Si estaba buscando un tema para mi nueva novela que metiera el dedo en las llagas de la injusticia social, ahí tenía un náufrago hecho y derecho, un hombre joven sumido en la indignidad y quien sabe en qué abismos de caída. Un humillado, un aplastado, un vencido. Droga, alcohol. Todo su aspecto sugería eso y mucho más, porque la imagen de la derrota tiene muchos matices extraños, y el hombre que me miraba con insistencia parecía un derrotado que no nació así, en cuna de frazadas viejas, sino que cayó desde alguna altura.

Junté coraje y busqué la manera de establecer contacto con el sujeto. La encontré, simulando estar tomando notas y que no tenía lapicera. Le pregunté gentilmente si tenía una para prestarme y sacó del bolsillo interior del saco una lapicera Parker, extraño en un hombre tan venido a menos, pero que confirmaba mi presunción de una vida anterior distinta.

Conversamos, hablaba arrastrando las palabras, pero se expresaba bien, como un hombre educado, pero tenía la mirada más fría y calculadora que he visto en mi vida. Parecía pesar cada palabra en términos de ventaja o desventaja. Y me confesó (¿?) su mala situación, contándome una historia doliente de la pérdida de un empleo, la muerte de su madre y su caída que lo llevó a habitar una especie de cueva en los bajos. El clásico mentiroso que busca despertar el instinto maternal de la mujer, con los elementos acostumbrados, madre muerta, echado de un buen empleo, y otras consideraciones de las que mueven a lástima. Evidentemente mentía porque no asumía responsabilidad alguna en su desgracia, y culpaba de ella a la sociedad, a todos, hasta a Ortega y Gasset.

Contaba su falsa tragedia y no miraba en los ojos sino con la vista en el plato vacío, y cuando me miraba era un relampagueante vistazo de cazador que estudia el efecto que va haciendo en su presa. Me convencí de que el sujeto estaba latente el material -la caída humana- que yo necesitaba para mi nueva novela. Pero empezaba mintiendo, y si mentía, el material resultaría falso, y seguiría siendo falso, en la medida en que yo manifestara interés por sus relatos. Yo no andaba buscando las fantasías de un perdido, sino las verdades de un hombre caído y la naturaleza del mundo elemental en que fuera empujado a vivir, cómo y con quiénes vivía y sobre todo, cómo era la sociedad de almas sin norte que pueblan los bordes miserables de la ciudad, o lo que es lo mismo, en las entrañas, como parásitos, de un país en quiebra social, moral y económica.

Con estos elementos tuve la oportunidad de forjarme una estrategia muy simple. Le conté a mi vez que era escritora, que deseaba escribir una novela y que creía sinceramente que él podía proporcionarme material recogiéndolo en sus experiencias vivenciales en la parte baja de la ciudad. Le dije que le pagaría por el trabajo y la codicia se iluminó en sus ojos oscuros. Pero presumo que su alegría duró poco cuando le dije que había que cumplir requisitos, entre ellos, el de ceñirse estrictamente a la verdad. Se apresuró en jurarme que de su boca no saldrían nada más que verdades, y lo dijo con tanta ansiedad, que dudé razonablemente de su sinceridad. Es que la necesidad nos hace jurar cualquier cosa, y en mayor grado, cuando la necesidad no es satisfacer el hambre sino además satisfacer el vicio como la drogadicción y otros en que caen los espíritus débiles y enfermizos.

En medio de dudas, decidí ponerlo a prueba y se lo dije. Creyó el individuo que me refería a un detector de mentiras o alguna sesión de hipnosis pero le saqué de semejantes creencias. La primera prueba sería, nada más y nada menos, contarme la verdad de su caída, por cuanto no creía en absoluto su versión lastimera que en principio quiso hacerme creer. El hombre no era tonto, y a su vez, decidió probarme a mí, o lo que es igual, probar mi intención o capacidad de pagar sus servicios. No tuve otro recurso que demostrarle mis buenas intenciones adelantándole una pequeña suma de dinero, allí mismo. Se convenció de que el trato era correcto y que no estaba tratando con una mujer tonta o ilusa sino con otra persona que conocía tanto como él, o más, de la naturaleza humana.

Así, el hombre llegó a la conclusión que yo esperaba. Lo único de valor que tenía para vender era la verdad y que tenía delante una mente alerta capaz de descubrirle en sus mentiras. No creo que le haya sido difícil gimnasia espinal decir la verdad porque no tenía nada que perder y algo que ganar, y en esas condiciones, el pudor de desnudarse, desnudar su alma o abrir el pozo de su memoria, es muy poco sólido.

En cierto modo -batalla de voluntades, se llama-, lo tenía prisionero, y confieso que eso me produjo una complacencia casi erótica. Una fiera domada no es el resultado de un trabajo fácil, y en mí, germinaba la idea de incluirlo, tal como era, personaje realista, en mi novela.

A manera de rendición, se obligó a decirme la verdad de su caída. Efectivamente, vivió en la parte alta de la holgura y comodidad que le proporcionaba su empleo como «protocolista», una especie de dactilógrafo veloz que se especializa en la prosa estéril y con pocas variables de las escrituras. Perdió el empleo cuando falsificó una escritura de compraventa que el escribano, su patrón, firmó de buena fe, fue descubierto en los registros judiciales, y el anciano caballero de larga carrera, sin tachas en el ejercicio de su honorable profesión fue suspendido de su licencia por dos años, cayendo por esta razón en una depresión que lo llevó a la muerte.

Su participación en el fraude no fue demostrada, o él no tuvo la grandeza de confesar su participación o quizás su culpabilidad total, y se salvó de una pena severa, pienso yo, mas quedó sin empleo, con el agravante de que tenía a la madre enferma que vivía gracias a un medicamento caro que ella misma financiaba administrando sus ahorros que alcanzan en lo justo para solventar su caro tratamiento, con una droga que al parecer la salvaba de morir entre convulsiones, por el Mal de Parkinsons, o al menos, así lo entendí.

La pérdida del empleo supuso serias consecuencias en el hogar de la anciana. La primera y más importante fue que con sus escasos ahorros debía solventar su tratamiento médico y al hijo desempleado al mismo tiempo. Y aquí llego a la primera conclusión sobre el carácter depravado de Carlos, cuando colegí sin duda alguna que en aquel trance, una madre en su situación espera o no espera pero resulta lógico, un acto de grandeza del hijo que renuncia a su propia comodidad en beneficio de la salud, o quizás de la vida, de su madre, como salir a buscar trabajo, cualquier trabajo, por humillante que fuera, y liberar así a su madre del compromiso de mantenerlo.

No puedo sino pensar que Carlos dejó morir a su madre, como advertí sin mucho esfuerzo en las entrelíneas de su relato. Trataba de ocultarlo bajo el disfraz de los hechos objetivos, pero como bien se sabe, los hechos objetivos disfrazan pasiones y vilezas y los disfrazan mal. No obstante la transparencia que dejaba entrever su maldad, ni sus maneras, ni sus ojos, ni sus palabras revelaban culpa alguna. Una búsqueda en mis libros de sicología daría por su resultado la palabra «amoral».

No me precio de muy inteligente y perspicaz y no fue una hazaña descubrir que Carlos me proporcionaba verdades a medias porque al fin de cuentas ninguna confesión es completa ni aún en el confesionario donde el pecador sólo muestra una cara de la moneda, pero la otra se puede vislumbrar con un poco de tino.

Caí en esa instancia en la cuenta de que el juego sería siempre de esa manera. Tenía que asimilar todo lo que me enseñaba  y colegir lo que me ocultaba, por pudor en el que no creo tanto, por vergüenza que parecía imposible en él, o por algún resto de autorrespeto que sobrevive hasta en el ser humano más cínico, que es la explicación más plausible de su doble discurso.

En su relato pasó muy velozmente sobre las circunstancias de la muerte de su madre, y quiso disfrazar el derrumbe del escribano manifestándome que era de esperar en un anciano de setenta años que no sobreviviera a un shock ético como el que sufrió, y del que sobrevivían fácilmente profesionales más jóvenes y sanos. Pasé por alto estas formas de tácita exculpación con que pretendía suavizar sus responsabilidades. Para él, el viejo está condenado a morir por viejo, y los demás sólo tienen que verlo morir, sin gesto alguno de ayuda o de socorro.

Le planté en la cara mi incredulidad absoluta de que viviera con su madre en una casa alquilada. Generalmente, si una viuda hereda bienes que le sirven de ahorro y soporte, también hereda una casa porque en los buenos tiempos antiguos, el hombre que se casaba y formaba una familia, no lo hacía sino después de tener la seguridad de una casa. Más que el matrimonio mismo, la casa era el punto de partida inexcusable de un destino que empezaba a compartirse, rezago de las tradiciones señoriales españolas que lastimosamente vamos perdiendo.

Se arrugó ante mis razonables argumentos y mi amenaza de interrumpir el contrato y confesó que realmente heredó la casa. La puso en venta y cuando la vendió, puso el dinero en una financiera que -¡oh justicia poética!- quebró, y desapareció su sueño de vivir holgando de los intereses, y apareció el fantasma de la miseria que lo llevó a refugiarse en el bajo, por comodidad o por incapaz de asumir algún trabajo aunque fuera humilde y honorable. Argüía que buscaba trabajo afanosamente, y que sus credenciales eran insuficientes porque no sabía inglés ni computación. Toda una tontería, porque existen trabajos en los que tales requisitos no son necesarios, solo que son trabajos más modestos, y al parecer, su meta, al buscar trabajo, era encontrarlo, pero cómodo y rutinario como el que había perdido en la escribanía. Y eso sí, en estos tiempos, resulta difícil.

A esta altura de las cosas ya tenía el perfil bastante realista de mi informante-personaje. Holgazán, mentiroso, se creía astuto y lo era muy poco, al menos así lo pensé entonces, y no tenía escrúpulo alguno para sobrevivir a cómo fuera, pero sin complicarse la vida. Esta falta de escrúpulos lo hacía peligroso, porque era un hombre inteligente, creo que con la secundaria terminada, bachiller contable, o algo así y su conversación denotaba que era hombre, o lo fue, de alguna lectura.

Consideré al principio poco relevante anotar que en una de las conversaciones que sostuvimos, me confesó que quería ser escritor. Al principio, pensé que lo decía para ganarse mi simpatía, simpatía gremial, se diría, pero con el tiempo me fui convenciendo de que su antojo era más que eso.

Lo real es que nuestra primera entrevista fue provechosa porque tuve por primera vez un personaje de carne y hueso que tenía muchas posibilidades. No un protagonista, porque la protagonista sería yo y mi dolor el argumento, y Carlos un personaje secundario, aunque importante. Si mi pretensión es que mi novela tenga altas vibraciones sociales, tenía delante mío un ejecutante en el ensordecer concierto de la miseria que nos va saturando.

Hicimos el convenio. Él me proporcionaría el material de su vida y de su entorno mísero y lleno de carencias, con verdades y con nada de imaginaciones mentirosas y fantasías, un material que si sabía manejar satisfaría mi sueño de escribir una novela de denuncia social, como bien la hace falta a esta sociedad enferma.

Convinimos que nos veríamos los lunes y viernes -los días que me permite salir el Baboso, con el coche-, allí mismo, en el San Roque.

Después de esa inesperada primera cita con Carlos, volví al departamento y me llevó trabajo hasta la madrugada anotar todo de la extraña experiencia, dejando para el día siguiente insertarla en Memorias de una paloma azul, título provisorio de la novela que estaba escribiendo, y después cambiaría a MAGDALENA, el nombre de una extraña mujer, prostituta, que más tarde apareció como enganchada a los relatos de Carlos y con la cual encontré una coincidencia casi metafísica con mi propio drama, habida cuenta de que si de prostitución se trata, yo también la ejercía a mi manera, con diferencia de matices, pero igual en el fondo.

Mi novela era también el relato casi intimista de mi caída, en primera persona, y si el Baboso se enterara de que figura en ella, se moriría de susto, y me costaría mucho explicarle que la realidad es realidad y la novela una fantasía. Sin embargo no había peligro mayor de que el Baboso quisiera leer lo que yo escribía, porque no le daba importancia alguna y creía que mi tarea de escritura era cosa de tipeja loca con ínfulas intelectuales. Por otro lado, yo sabía que lo intimista en una novela es apenas el fondo y si la forma, el relato y los personajes son vigorosos en su maldad o en su generosidad, la novela toma cuerpo y resulta trascendente. Por eso tomo estos apuntes a mano, evalúo cuidadosamente la densidad de esos apuntes, los transcribo a la novela, y la novela está en las profundidades de la memoria de la computadora, a la que instalé una clave personal para abrirla.

El Baboso no podía quedar al margen, si de la historia de mi caída se trata. En rigor, él es mi ascenso y mi caída al mismo tiempo, pero contar solamente eso, sería contar un argumento vulgar, repetido y conocido. No obstante, en líneas generales, se trata de una corriente historia de mutua seducción de los tiempos modernos. El Baboso es un «referente importante» como dicen los periodistas, de la situación política, del poder. Llegó a donde llegó pagando y comprando, hasta alcanzar su curul de senador de la Nación. Conquistó como anhelaba, el poder, y bien se sabe que el poder produce dos efectos inmediatos en los hombres, los engorda irremediablemente y los vuelve mujeriegos. La credencial más estimada, en el segundo caso, es tener una amante joven, cosa que hasta socialmente, en estos tiempos, es buen vista, y religiosamente también, si tenemos en cuenta que vi por la televisión cuando el Obispo le daba la comunión a un poderoso tres veces divorciado y cuatro veces casado, cuando que según lo que sé de estos menesteres, debió estar tres veces excomulgado. Pero es mejor no meter en mi novela estas cuestiones de ética, o política, de la Santa Iglesia Católica.

 Lo de la «mutua seducción», es una manera de decir. Yo ya estaba alcanzando los 28 años, fatal para una modelo que en estos días son cada vez más jóvenes, y algunas púberes, me llamaban cada vez menos para modelar y apenas podía con los gastos de la Facultad. Hasta que apareció el Baboso dispuesto a comprar su sello de virilidad y yo estaba más que dispuesta a aceptarlo todo, en beneficio de mi carrera. La única condición que puse, y que él aceptó a regañadientes, fue que yo terminara mi licenciatura, de la manera menos pensada. Iba y venía a la Facultad con un coche y chofer. De la Facultad al departamento y del departamento a casa. Yo creía de buena fe que ese cepo permanente sería cosa de los primeros tiempos, pero me equivoqué.

En mi novela inserto deliberadamente mis experiencias. Los críticos inteligentes descubrirán que hay en el contexto general una línea autobiográfica, pero si eso sirve para ensalzarme como buena escritora y hundir al Baboso, en buena hora. Habré conseguido mi objetivo, mi libertad y mi fama.

Está allí todo. Las peleas de mis padres y el hartazgo que me produjeron. El divorcio y las ganas de cada uno de ir por su lado sin llevarme de lastre, cosa que me hizo feliz porque me dio oportunidad a refugiarme en casa de tía Rosario, que fue en sus buenos tiempos Miss Paraguay, y en la noche su coronación fue secuestrada por el Edecán del Presidente, un Coronel Ferrera, que la tuvo cautiva y en calidad de esclava sexual durante un mes en la suite matrimonial del Hotel Guaraní, hasta que se cansó de ella. Después tuvo una sucesión algo numerosa de amantes, fue envejeciendo y los amantes escasearon hasta no quedar ninguno. Yo fui el consuelo de su soledad y quiso hacerme su desquite haciéndome modelo y después de modelo una Miss Paraguay que supiera cuidarse de los coroneles libidinosos. Felizmente no vivió para ver dónde y cómo terminó mi carrera de modelo.

Mi vida es la vida común de una amante joven de un viejo celoso y los detalles de mi vida sexual, si así puede llamarse al jugueteo estúpido que hacemos lo dejo para un capítulo especial, nada importante, porque lo que sí interesa a una buena novela, son las causas y los efectos de una servidumbre forzosa y degradante que convierten la vida en un calvario, rentable, pero calvario al fin, incluida la renuncia a la juventud y la vida que está implícita en el compromiso sexual que el Baboso trata de convertir en un romance, y se lo hago creer.

Insertar a Carlos en la novela no va a ser muy difícil. Y si lo fuera vale la pena el esfuerzo. Además, tengo todo el tiempo del mundo con la vida regalada que he alcanzado con los favores del Baboso que me desobliga de todo, e incluso me permite usar el coche los lunes y viernes.

Más tarde, tuve una nueva entrevista con Carlos en el San Roque, y él traía su informe mecanografiado. Me sorprendió porque maneja bien el idioma y su escritura, aunque carente de fuerza, es correcta. En su escrito describía bastante bien el clima social primitivo y bárbaro del barrio bajo donde vive, revelándose como un aceptable observador. Describe a la gente y sus miserias, pero sin lástima ni emociones, y de compasión mucho menos, como un curioso que mira por el microscopio la vida de las bacterias. Quiso hacerme una trampa, como podía esperarse, relatándome un accidente que sufriera una mujer a la que calificó de «vendedora de billetes de lotería», que fuera atropellada por un automovilista y llevada a la sanidad de urgencia en una ambulancia. Pretendió convencerme que volvió a encontrar a la mujer en el hospital donde fuera llevada y por donde él pasaba de casualidad. Después, ante mi incredulidad bien manifestada confesó que para cumplir el convenio conmigo, había ido deliberadamente a ver a la mujer en su lecho de dolor, y dijo que la ayudó a volver a su casa con la pierna inmovilizada, porque se había fracturado más arriba de la rodilla.

En principio, supuse que estaba inventando todo para mi beneficio y para el suyo, desde luego. Mas había algo de verdad en su historia porque su descripción de la mujer era bastante vivaz, real, aunque para lo demás tuve dudas, como que sólo entonces conoció a la mujer. En un accidente tan serio donde incluso aparece una ambulancia, necesariamente hay intervención policial, y de eso no hablaba nada. Tampoco mencionaba al automovilista, si huyó o se quedó a auxiliar, como tampoco apareció en su relato ninguno de los abogados que en esos sitios están a la pesca de una demanda por indemnización.

En síntesis, concluí que me informaba substancialmente una verdad, pero manipulada a su conveniencia, en la cual él aparecía como un inesperado buen samaritano dispuesto a ayudar piadosamente a una mujer necesitada de auxilio, y por añadidura desconocida para él. Le hice creer que me tragaba su historia, no porque me interesara la historia en sí, sino el personaje real que surgía de la misma, la tal Magdalena, al parecer, esforzada luchadora y madre de tres hijos, sobreviviendo en un medio hostil y alejado de la mano de Dios.

Sin embargo, como la citada Magdalena me atraía, al día siguiente, después del telefonazo del Baboso, que siempre llama a la misma hora para comprobar que estoy en casa y trabajando (a veces lo hace también en horas inesperadas), hice la escapada y fui en taxi a la plaza Uruguaya, donde se había  producido el accidente. Averigüé y comprobé charlando con las otras vendedoras de billetes de lotería, que efectivamente sucedió el accidente, pero no apareció ambulancia alguna, sino el mismo automovilista que la atropelló, la llevó a la sanidad de emergencia y por la rapidez de todo lo que pasó no hubo oportunidad de intervención policial. En cuanto a Magdalena, sí, era una mujer a su manera bastante activa, vendedora billetes de lotería durante el día y por la noche prostituta en ese mismo ámbito algo caótico de la plaza Uruguaya. Además, las colegas de Magdalena, en la venta de billetes, digo, confirmaron que sí tenía tres hijos, que tenía costumbre de cambiar con mucha frecuencia de hombres y que en la actualidad, «andaba metida», así dijeron, con un vago buen mozo que, por la descripción, era evidentemente Carlos. Así que Carlos me estaba vendiendo a su mujer, que oportunamente se accidentó para proporcionarle material. Confieso que llegué a pensar que Carlos era muy capaz de haber empujado a la mujer para que fuera atropellada y tener así material para venderme. Pero eso ya es hilar muy fino.

En todo caso, Carlos me contó, o inventó, una crónica de la vida de Magdalena bastante creíble y no tuve más remedio que reconocer que tenía mucha capacidad de observación y mucha imaginación para disfrazar la realidad de lo que veía. Existían elementos que pudieran ser verdad, como la ruina familiar de Magdalena, los sucesivos hombres en su vida, el inesperado refugio hallado en una casa fantasmal habitada por un anciana inválida y su enfermera demasiado generosa para ser real, sus tres hijos, y la recompensa en joyas para la enfermera, y de un rosario de oro para Magdalena, que supongo no fue recompensa, sino fruto del saqueo que perpetraron la enfermera y Magdalena de la casa, cuando la anciana se moría, algo bastante común en la historia trágica de las ancianas abandonadas por su familia y confiadas al cuidado mercenario de las profesionales de ese oficio. El espíritu de rapiña siempre esta vigente en este tipo de servidumbre, y se afila cuando la impotencia inmoviliza a la damnificada. Y más aún la muerte, como en este caso, de la desgraciada doña Petrona, abandonada por su familia y presa del rencor, ocultando sus bienes.

La descripción de las relaciones, puramente platónicas, que se estableció entre Carlos y Magdalena, era una fantasía estúpida, como también otros episodios tontos, en que Carlos, el bonachón e inocente, aparece acosado por los esbirros del Baboso, y para calmar su terror, Magdalena le provee de un revólver para defenderse. Esto convencida de que tal revólver, así como la saña de los esbirros, son pura imaginación elaborada para estremecerme. ¿De dónde va a sacar un arma una pobre diabla como Magdalena? Carlos intenta sugerirme que el arma salió del mismo escondrijo de las joyas, pero la mentira cae por su propio peso. Las viejas damas quizás atesoren con amor viejas alhajas, pero le tienen terror a las armas. Si el arma existió, ella la hubiera dado a los hijos, «llévense esta cosa de mi casa, etc.».

Sin embargo, Magdalena, como víctima de la injusticia social y de la discriminación brutal con las mujeres reducidas a objetos de uso placentero por los hombres, era un material sólido que emergía de la hojarasca imaginativa de Carlos. Y el mismo Carlos era real en su descarado papel de informador supuestamente escandalizado de los sufrimientos del prójimo. Carlos no sólo me vendía la imagen de Magdalena, sino también, sin darse cuenta, se vendía a sí mismo sin saberlo, y desde luego, sin saber que yo veía sus mentiras tan transparentes que fácilmente adivinaba la verdad detrás de ellas.

Me regocijaba incorporando estos personajes a mi novela. Jamás la imaginación pura me hubiera proporcionado personajes tan vivaces y tan creíbles. La vida suele ser más rica que la más rica de las imaginaciones, solía decirnos el profesor Rodríguez, y los hechos le estaban dando la razón.

Trabajé mucho incorporando a Carlos y Magdalena a mi novela. Y no fue tan difícil como pensaba, porque estaban formando parte de una historia que al fin era la mía, y los dos personajes contribuían a sacarla de un relato lineal para adornarlo con matices inesperados, plenos de vida y de verdad, al menos eso pienso.

Con toda seguridad, Carlos y Magdalena tenían una relación más tempestuosa, cruda y corrupta que la que el hombre quería hacerme digerir, adornando sus informes con datos irrelevantes como que Magdalena usaba en su mísero rancho manteles y cubiertos a la «manera burguesa» y como una rebelión contra sus miserias. Además, sus informes a veces se extendían a la descripción de ese medio miserable en que vivían y a determinados personajes siniestros y viles del pobrerío marginal, que los acepté como ciertos, pero no como testimonio de Carlos, tan indiferente a los infortunios ajenos, sino proporcionados a él por Magdalena, que es mujer, y bien se sabe que la mujer, aunque caída en el abismo moral, conserva siempre una capacidad de percibir y a veces solidarizarse con los sufrimientos ajenos. Estaba segura de no equivocarme, al concebir que Carlos y Magdalena urdían juntos los informes bordeando los límites de la verdad y de la mentira, para conmover a esa chica tonta que se creía escritora y pagaba por los informes.

Y de otra cosa también estaba segura. Que de la misma manera en que yo estaba utilizando a Carlos y Magdalena para enriquecer mi novela, Carlos me estaba utilizando a mí para intentar escribir la suya. En aquella oportunidad que me dijera que quería ser escritor, hablaba en serio y debo reconocer, por la pulcritud de sus informes, que sería capaz de escribir alguna vez algo coherente. Además, cometía el desliz de encabezar todos sus informes con la palabra «síntesis», quizás por costumbre profesional de dactilógrafo veloz. En ese punto, mi conclusión era fácil, pues si los informes eran síntesis, significado que eran el resumen de un texto mayor y más completo, de algún manuscrito que estaba elaborando él, quizás como novela, quizás como informe.

Descubrí también que hacía esa tarea extra, cuando en forma que quería ser sutil, me hacía preguntas personales, tan íntimas que hasta quiso saber si yo era lesbiana. Lo mandé al diablo y se disculpó rápidamente aduciendo que había llegado a tal conclusión a partir de mi manera de vestir, por cierto nada seductor para los hombres. No consideré necesario ni oportuno, a pesar de mi femenino orgullo herido, confesar que semejante forma de vestir era imposición del Baboso. Carlos no era el interlocutor ni el confidente adecuado para tales revelaciones.

No obstante, la observación había revelado una agudeza de la que debía cuidarme, así como me cuidaba mucho de dar el más mínimo aliento a ciertos avances de tipo sexual a que se atrevía con los ojos brillando de lujuria y de codicia. No me atrevía a demostrarle la repulsión que sentía, porque ese tipo de rechazo ofende a los hombres, y en el caso de Carlos, se agudizaría su evidente maldad.

Continuaron nuestras ya difíciles relaciones con aires de guerra soterrada, él tratando de minar mis defensas y yo encerrando detrás de un hermetismo deliberado mi vida y mis emociones. Cuanto más supiera yo de él, mejor. Cuanto menos supiera él de mí, mejor que mejor. Pero a pesar de todo, se enteró de mi modus vivendi y de mi relación con el Baboso. Colijo que se enteró por don Jaime, el mozo del San Roque, el viejo que extrañamente, era el único que servía mi mesa cuando yo iba allí, por instrucciones del Baboso, supongo. Además, resultaba para el mozo en cuestión, fácil deducir las cosas cuando que yo no pagaba en efectivo mis consumiciones, sino firmaba la cuenta, y alguien relacionado con el Baboso concurría a pagarla. De ahí a sacar conclusiones faltaba poco, o nada.

Podría ser también que Carlos se enterara por confidencias de Niceto Escobar y Sebastián Benítez, los dos mercenarios del Baboso que donde quiera que yo fuera, siempre estaban cerca. Los dos individuos habrían tomado nota de mis encuentros con Carlos y establecieron contacto con él, supongo. En primer lugar, para informar al Baboso del tipo de relación que me unía a Carlos, y en segundo lugar, para sacar provecho de lo que sabían. Y en eso de sacar provecho, estaba más que seguro que Carlos colaboraba, codicioso e inescrupuloso como era. Un trío capaz de hundir la República.

A mí, el Baboso no me interrogaba para nada al respecto. Creía más en sus esbirros que en su amante. Y al respecto, cuando Carlos me informó que había sido convocado por el Baboso a su casa de Mariano Roque Alonso donde le sometió a un interrogatorio, no supe a qué atenerme. Si la cita fue realmente intención del Baboso o una maniobra de los tres para provocarla y sacar algún tipo de provecho, como un pago extra por una vigilancia más celosa, o algo parecido. En cosas de dinero, el Baboso es bastante ingenuo, cosa corriente en personajes que creen que el dinero lo compra todo, yo lo sé por experiencia, como lo deben saber también por experiencia los dos malandrines bien podía ser ya tres, y que le hacen creer que es un Al Capone. No sé, me confundo. Lo subyacente en mí es la sospecha de una conspiración que tiene por objetivo al Baboso, o mejor dicho su dinero. Veo en Carlos al espíritu retorcido capaz de tramar algo oscuro y rapaz. Con sus mismos argumentos puedo decir que entre los tres, él es el más inteligente y acaso el menos escrupuloso, y bien podía estar arrastrando a los dos brutos a una conspiración, incluyendo en ella a la patética Magdalena, una bruta mujer seducida por la condición superior que indudablemente tiene Carlos, con respecto a ella. En cierto sentido, el Baboso es vulnerable, tan vulnerable como quien cree que el poder lo puede todo y el dinero una herramienta de dominación, sin enterarse sino demasiado tarde que a veces se vuelve contra el que la empuña. Lo riesgoso del caso es que toda conspiración pasa necesariamente por mí, y me atormento pensando mucho y preguntándome si la servidumbre de Carlos al Baboso es de verdad, y si yo soy sino una pieza en una maquinaria perversa montada por los tres malandrines, o por Carlos, manipulando a los dos malandrines y a Magdalena. Esto ya va pareciendo una historia de los Borgia.

Lo cierto es que el relato que me hizo Carlos de aquella entrevista, logró el objetivo de que me saliera de mis casillas y perdiera mi serenidad y me arrepiento de semejante arrebato porque sin darme cuenta ya estaba contando a Carlos, con lujo de detalles el origen de la fortuna del Baboso. Que el Baboso hablara de mí como una «costurerita recogida de la calle» y «cabecita hueca» me enfureció de veras y a más de escupir su oscura historia familiar en forma estúpida, decidí en el calor de mi ira enfrentar al Baboso y decirle en la cara lo que pensaba de él. Pero lo pensé mejor. Tenía un objetivo y no podía darme el lujo de desplantes fuera de tiempo y oportunidad. Además, llamaría la atención del Baboso que Carlos me hiciera confidencias, y a partir de allí, se le ocurrirían fantasías que alimentaran sus celos enfermizos.

Advertí también sin mucho esfuerzo que las confidencias de Carlos tenían un propósito artero. Una mujer enfurecida con su amante busca otro para vengarse, y es así de simple. Y lo cierto era que Carlos me deseaba, o mejor dicho, deseaba una amante más joven y mejor provista de fondos que su patética Magdalena. Por tanto, que me hiciera esas confidencias hirientes, era una forma de acoso algo torpe, pero que en el primer momento logró por lo menos enfurecerme de veras.

Esta disparatada ilusión de suscitar mis deseos salía a la luz con mucha claridad. Usando mi dinero, vestía mejor, con estilo juvenil y deportivo, la barba cerrada siempre bien afeitada, y tenía, a su manera, un atractivo sexual que hubiera funcionado si no se adivinara detrás de la fachada, al individuo egoísta, calculador y perverso que era. Por lo demás, me acostaría con Drácula y no con ese proxeneta.

Consideré seriamente cortar la relación que había establecido, por la imposibilidad de que Carlos se atuviera a las normas. En una y mil formas, siempre estaba tratando de sobrepasar los límites, con un acoso siempre latente, pero me proporcionaba material importante, y bien valía el esfuerzo de tenerlo a raya. Por otra parte, en el aspecto sexual, Carlos me causaba la misma repugnancia que el Baboso. Los dos y por distintas razones serían repulsivos como compañeros de cama, el Baboso porque es notorio que en la cama hace valer su dinero, y Carlos haría valer su codicia. En el fondo, soy una lírica incurable que piensa que el condimento feliz del sexo es el amor. Además, hacer el amor con el proxeneta de una prostituta, sería degradante moralmente o insalubre y peligroso, tanto, que me reproché de estar pensándolo.

Por si todo eso no fuera poco, los papeles se habían confundido. Yo no tenía recursos para apartar de mi vida a Carlos, y si le dijera que el convenio terminó y que le fuera bien, ya sabía dónde encontrarme y posiblemente hasta dónde vivo, por confidencias de sus compinches, y podía complicarme la vida. No podía tampoco exigirle al Baboso que apartara de mí a ese sujeto que se había vuelto molesto, que para eso tenía a sus dos vigilantes. Pero Carlos era muy capaz de referirse a mi lengua suelta con la historia de la fortuna familiar. En ese punto, el Baboso no transigía, la historia paterna era su talón de Aquiles, y era muy capaz de sacarme a empujones del departamento, si sabía que yo sabía, y peor, que la había contado a un vago, por añadidura, a su servicio.

Una variante del permanente acoso a que me sometía Carlos, era hablarme de la dignidad humana y de la libertad. Decía que éramos prisioneros del poder y del Dinero, y que esa servidumbre nos debería unir para buscar nuestra liberación. Hasta parecía convincente, porque convertía en palabras lo que yo sentía en el fondo, y su argumento de usar nuestra inteligencia para nuestra revolución de dos, me parecía razonable y valiente hasta que le miraba a los ojos, y en ellos no había nada de sinceridad, sino cálculo, una artimaña más, una manera sinuosa de meterse bajo las murallas de mi fortaleza.

Su astucia llegaba al extremo de utilizar verdades para saturarme de sus falsedades. Tenía razón en sus juicios sobre la situación en particular que me tenía doblegada al Baboso, y que supuestamente lo tenía alienado a él mismo, pero en lo que falseaba era en su sinceridad. De alguna manera, el enemigo del poder abusivo, había descubierto el poder de la palabra, y confieso que estuvo a punto de llevarme a actitudes extremas, quién sabe con qué consecuencias.

No descarto que Carlos quiera ser realmente escritor, y si lo fuera o intentara serlo, tendría a su disposición la virtud que yo le reconozco sinceramente. Conoce el valor de la palabra, y aunque la utilice para el engaño, bien también podría utilizarla para la novela, que al fin de cuentas, no es sino una gran mentira. Y en orden de cosas estaría como el pez en el agua.

Quiero creer al respecto que Carlos tiene seducida a su Magdalena con el poder de la palabra, el falso gesto de generosidad y la solidaridad interesada. No me resulta extraño, porque si a mí me compran con dinero, a Magdalena, alma extraviada, será fácil comprarla con palabras, con mentiras, hasta su rendición completa.

En ese aspecto; Carlos se convirtió en la serpiente de mi tentación. Imagino que la serpiente convenció a Eva de los placeres del amor, y le decía la verdad, porque el amor es placentero. Pero no le dijo que amar sería su perdición. Carlos era mi serpiente, porque tenía razón cuando decía que la única virtud capaz de vencer a la brutalidad es la inteligencia, sólo que no quería que la inteligencia me salvara, sino que me echara en sus brazos repugnantes.

Sin embargo, algo iba prendiendo en mí, una suerte de rebeldía ante fuerzas cargadas de antivalores que condicionaban mi vida y la hacían tan ríspida y falto de sentido. Y no dejo de pensar que una de las experiencias que estoy recogiendo con Carlos, es que lo peor que le puede ocurrir a una prostituta, aunque sea de lujo, es ser inteligente y sensible. Yo soy de ese cuño, y duele. Me pregunto si Magdalena será también sensible e inteligente, en cuyo caso su sufrimiento sería doble, porque no gozaba de las comodidades de un departamento, por lo menos, sino se arrastraba en el lodo de la comunidad más miserable.

De alguna manera, aunque será difícil, trataré de establecer en mi novela, el paralelo entre Magdalena, mi personaje, y yo, su creadora, o por lo menos, su cronista. Ambas somos mujer, y eso es lo esencial, y es esencial también que en tanto a mujer, ambas somos víctimas de una sociedad machista. A las dos nos toca un destino servil, de objeto y de provecho masculino. Nuestra prostitución va mucho más allá de entregar nuestros cuerpos para los placeres del macho soberbio, porque anulamos nuestras almas y subordinamos nuestra voluntad a la voluntad del hombre dominante. Cada vez estoy más convencida de que Magdalena y yo somos un solo personaje y también un solo grito de reproche a la sociedad hipócrita.

Un episodio que casi hizo volar todo por los aires como en una explosión de dinamita, fue cuando estando con él, con Carlos, digo, en el San Roque, en uno de nuestros encuentros, sonó mi celular y era el Baboso que me llamaba. Evidentemente estaba borracho, algo muy frecuente, y para demostrarme su poder me dijo que sabía donde estaba, con quién estaba, cómo estaba vestido mi acompañante y en qué mesa estaba. Y que si yo quería más, mañana me diría hasta de qué hablamos. Cuando le sube el alcohol a la cabeza sufre de esos delirios, se vuelve el super amo y tiene que demostrarlo y hacer sufrir humillaciones a la gente. Suelo tomar con filosofía esos desplantes paranoicos, pero para mi mal, aquella vez, antes de venir había tomado una copa fuerte en mi departamento y lo estaba mezclando en el San Roque con el licor de menta que me permitía tomar. De esta suerte resultó que el beodo abusivo llamó a la beoda rebelde. Me enfurecí más de lo necesario y me sentí mal, tan mal que fui a vomitar al baño.

Viendo mi estado, y que así debería manejar el coche, Carlos se ofreció a acompañarme, y confieso que acepté agradecida y pensando que alguna vez algo de humano aparecería en la superficie de ese hombre perverso. Otra vez me equivoqué, porque en el departamento intentó violarme. Peleamos y a pesar de que me rasgó toda la ropa, logré tener las piernas bien unidas hasta que renunció a sus propósitos. Le grité que estaba perdido, que lo contaría todo al Baboso y sus dos esbirros lo harían pulpa. Rió descaradamente y me desafió a que contara lo sucedido, que él se defendería contando que yo le seduje y lo traje al departamento, que se supone él no conocía. Era su palabra contra la mía, y el juez un gordo celoso que en el peor de los casos nos hundiría a los dos. Intuí que perdería la batalla y lo eché del departamento, pero no hubo manera de echarlo de mi vida.

Seguimos aquella rutina que era placentera a veces y torturante otras. Me proporcionaba la crónica de Magdalena y la figura de esa pobre diabla crecía en mi mente. Valía la pena soportar a aquel hombre, porque estaba enriqueciendo lo poco que sabía de la naturaleza humana. Además, estaba encontrando en Magdalena el modelo de las mujeres condenadas por la sociedad al servilismo y a la enajenación de su condición humana.

A Magdalena la entiendo como mujer, porque en cierto sentido yo soy otra Magdalena. No me canso en reiterar que somos dos caras de una misma moneda. A las dos nos une una misma servidumbre. Yo la rindo al Baboso y ella a su hombre, Carlos.

Estoy segura que las descripciones que Carlos me proporciona, de los personajes y del entorno, son cosecha de Magdalena. Veo en ella a la mujer aguda y de experiencia, acaso merecedora como yo, de mejor suerte. Pero de la misma manera que yo estoy sujeta al Baboso, ella está sujeta a Carlos, y su  dependencia de él va hasta ayudarle a urdir sus informes. Enajenación completa, Magdalena y yo. Creo que debo cuidarme de estas reiteraciones cuando transcriba mis apuntes a la novela.

Retomo estos apuntes después de una pausa larga, es el mes de agosto y hace mucho frío. Han ocurrido sucesos importantes. La extrema perversidad de Carlos, que me mintió ilusiones de libertad y de rebeldía, prendió en mí. En el fondo del oscuro pozo de su maldad, yacía la verdad iluminada por la inteligencia y la reflexión, y brillaba tanto que me encandilaba. Mentira en la intención, verdad en las palabras, me fui saturando de las palabras de Carlos en la misma proporción en que me alejaba de él. La consecuencia de todo fue una suerte de frenesí de deseos, de vivir mi vida, más allá de mi rutina de pareja de lujo de un hombre vacío y vicioso

Estaba ya en los 32 años, vivía rodeado de lujo pero nada era, ni es hoy, mío, ni el departamento, ni el coche, ni la IBM. Sólo es mía la cuenta bancaria que es respetable pero nada generosa, y mi novela, enterrada en la memoria de la computadora.

Con realismo, pensaba que llegaría el día en que el Baboso se cansase de mí, se volviese impotente de viejo o encuentre otra compañera más tierna. Me llevaría una valija, el dinero del banco y mi novela, y ya estaría un poco vieja para ilusionarme en conseguir un hombre bueno que se casara conmigo, me pusiera una casita con jardines al frente y me convierta en un ama de casa hacendosa y en una mamá prolífica. Sueños de doncella, no apta para ex cortesanas.

Carlos fue el detonante de esta nueva situación y el nuevo enfoque que le estaba dando a mi vida.

Y en esta coyuntura, aparece Pierre, el nuevo vecino. Francés, científico y soltero. Lo había entrevisto cuando se mudó al 9B, pero no le di mucho interés. Más tarde, tuvimos oportunidad de hablar cuando coincidimos en el pequeño ascensor, y él deshaciéndose en disculpas trataba de acomodar una inmensa arpa paraguaya en el reducido espacio. Tomamos a risa la situación y como quien dice, se rompió el hielo. Ocurrieron las cosas como siempre, yo le dije que me llamaba Elena y él me dijo que su nombre es Pierre, que estaba en misión cultural de su Gobierno y que estaba fascinado por el arpa, especialmente, después de verlo tocar en un festival de la Alianza Francesa. Curioso investigador, había llegado a su conocimiento que el instrumento había sido introducido por los jesuitas de las Reducciones, y fue perfeccionándose hasta llegar a ser el instrumento nacional en el Paraguay. Era inteligente como un sabio y curioso como un niño, y llegó a preguntarme dónde y con quién podría tomar elecciones elementales, ya que tocaba el piano y no le sería difícil aprender ese instrumento al parecer más sencillo.

Al conocer a Pierre, me descubría sensible a sensaciones ya olvidadas, o enmohecidas en mi rutina de amante de lujo. Su entusiasmo juvenil, su placer casi infantil de tener un juguete nuevo, la salud de espíritu que parecía dispararse de cada poro de su cuerpo, me devolvían a los tiempos en que creía que los hombres también tienen inocencia, y franqueza y alegría de vivir. Que el Baboso no era EL hombre, sino UN hombre, y que había hombres diferentes, limpios, capaces de concebir la vida como un sendero de flores y no como un campo de batalla, o como un mercado de esclavos.

Por esas extrañas casualidades que inesperadamente establecen lazos entre las personas, a la tía Rosario se le había ocurrido que una modelo bien podía llegar a ser Miss Paraguay y que una Miss Paraguay deslumbraría al jurado de Miss Mundo si se presentaba tocando en el arpa Pájaro Campana o Recuerdos de Ypacaraí. Con ese pensamiento, me hizo estudiar arpa durante dos años con Santiago Cortesi, el famoso maestro. Aprendí algo, pero no mucho, pero lo suficiente para que a mi vez, le ofreciera a Pierre la oportunidad de aprender, como él decía, lo elemental.

Las cosas sucedieron como si un Dios poco imaginativo hubiera escrito un libreto color rosa. De noche, a una hora prudencial en que el Baboso ya no llamaría a verificar que dormía un sueño inocente, cruzaba al departamento de Pierre y llegábamos hasta la madrugada con mis desmañadas lecciones y con su entusiasta deseo de aprender, y aprendió rápidamente, porque a más de mis lecciones, adquirió unos discos de Luis Bordón, escuchaba atentamente y los reproducía bastante bien en el instrumento. Profesor de piano, tenía el oído y los dedos entrenados, y hasta intentaba variaciones que sobrepasaban las conocidas limitaciones del arpa paraguaya.

La agradable rutina se interrumpió cuando viajó por dos semanas a explorar no sé qué inscripciones antiguas en los cerros del Amambay, de las que sacó incontables fotografías que pasaba horas estudiando con una lupa y tomando notas y comparando en un catálogo lleno de símbolos extraños. A veces yo le contemplaba trabajar y me fascinaba la pasión que ponía en todo, en esas investigaciones y en el aprendizaje del arpa.

Entre ambas pasiones, las inscripciones y la música, en la soledad compartida de la noche y en el encuentro de nuestras propias juventudes, sucedió fatalmente lo que tenía que suceder. Apareció la tercera pasión, entre Pierre y yo. No apareció con un estallido de besos y caricias, sino lentamente, como una consecuencia natural de la evidente compatibilidad que nos unía, o tal vez, de los dos desamparos, el de forastero lejos de su tierra y el de la cortesana lejos del amor. De pronto, estábamos besándonos con suavidad y dulzura, y aun en ese instante de felicidad, decidí no ser egoísta. Le dije sinceramente que yo era mujer de otro, y él me contestó sonriente que ya lo sabía, y no le importaba. Muy francés, eso de compartir una mujer no parece tener las connotaciones que tiene aquí, en el Paraguay machista y primitivo. Para él, fue una cuestión admisible, capaz de ser solucionado por los acontecimientos y por el tiempo.  Sin embargo, nos obligamos a ser prudentes, una obligación que no pesó mucho, habida cuenta que compartíamos el mismo piso, y las mismas noches.

Me convencí que los sentimientos de Pierre eran serios, porque cuando hablaba de SU futuro, lo hacía en plural, como incluyéndome en él. «Vivir en Montmartre NOS será agradable», decía, y al parecer daba por sentado lo que yo dudaba, es decir, que yo formaba parte de sus proyectos de vida.

Llegué a conclusiones más firmes cuando una noche tranquila, en su cama, después de habernos amado con suavidad y a media luz, me dijo que se había preocupado muy poco del amor, del amor trascendente y profundo, y tenía que haber venido a este pequeño país desconocido para encontrarlo. Sus palabras tenían una proyección de futuro, y me sentí feliz. Mi liberación estaba cerca, tan cerca como el final de sus investigaciones, después del cual nos iríamos a Francia.

Semejante perspectiva de amor y de liberación, en cualquier chica normal, se convierte en un florecimiento radiante, fácil de detectar. Una no sube las escaleras ni transita las calles, vuela sobre ellas con expresión arrobada y talante feliz. Las galerías más sórdidas se convierten en jardines y la música más tonta en himno de amor. Cuando una está enamorada, ama a la gente, ama a la vida, al mundo, perdona todo. Los ojos brillan, las mejillas se encienden, cambia todo, hasta la manera de caminar y de sonreír. Pero hasta esa explosión debía ser contenida. Como mi túnica oculta mi cuerpo, mi expresión adusta debería ocultar mi primavera interior, especialmente, a los ojos de ave de presa de Carlos, tunante y procaz, pero agudo como un estilete florentino.

Me esforcé en parecer normal en los encuentros con Carlos, tan normal, que su mirada se volvía desconfiada. Al final de cuentas, tenía que pasar informes al Baboso, y que yo fuera tan lineal no sólo lo molestaba porque nada tenía que informar, sino porque, acostumbrado como era a disfrazar miserias tras la verdad, quería percibirlas tras mi sosegada postura. Desconfiaba que yo hubiera aprendido tan bien su método.

Tomamos con Pierre todas las previsiones el caso. Nos cuidábamos hasta de la servidumbre. La única vez que salimos fue cuando fuimos a la Embajada de su país a hacer visar mi pasaporte. Fuimos por separado. Yo tomé un taxi y él ya me estaba esperando allí. Después, nada que llamara la atención. Pierre, hombre de mundo, conocía la solidez, la sordidez y el peligro de mis lazos con el Baboso, y se portaba como un verdadero enamorado, subrepticio y escurridizo si hacía falta. Un paraguayo se sentiría degradado en semejante situación, pero Pierre es francés.

No obstante, los días en que aparecía inesperadamente el Baboso, sin aviso previo y a cualquier hora, menos a la madrugada, Pierre no podía menos que enterarse porque habíamos convenido que cuando el Baboso estaba en el nido de amor, yo pondría de espaldas a la pared, el pequeño gnomo que descansaba a la sombra de la planta artificial que adornaba el pasillo. Así Pierre se enteraba que su amada estaba en brazos de otro, y aunque trataba de disimular como hombre de mundo, sus ojos revelaban mayor tensión, sus mandíbulas se cuadraban y su tez casi rosada se volvía más pálida. Nunca pronunció reproche alguno, y no necesitaba hacerlo, porque toda su postura era un reproche contenido, callado.

En tren de disimular todo, seguí concurriendo a los encuentros de los lunes y viernes en el San Roque, tanto para dar la impresión, especialmente para beneficio del Baboso, de que mi rutina seguía para seguir alimentando mi novela, que también seguía y estaba llegando al Capítulo XIV de los veinte que proyectaba. Notaba que Carlos había percibido algún cambio en mi actitud y su mirada era más vigilante que nunca y sus preguntas más capciosas y afiladas. Pero yo respondía con tranquilidad absoluta y lo notaba desconcertado.

Un solo desliz cometí que me perturbó al principio. Ocurrió que se había roto una de las cuerdas del arpa de Pierre, y yo le dije que sabía dónde comprarla, en la Casa Viladesau. La compré un viernes, un poco antes de la hora de mi encuentro con Carlos y la guardé en mi bolsón. Gruesa y larga, la cuerda estaba enrollada en un sobre duro de plástico transparente. Ocurrió en el San Roque, que cuando en presencia de Carlos extraje mi cuaderno del bolsón, salió enganchada la cuerda. Su mirada alerta captó aquel objeto inusual, quiso saber qué era y le dije la verdad, que era una cuerda de arpa. «No sabía que tocas el arpa», me dijo y le contesté que lo hacía de vez en cuando, cuando estaba aburrida. «¿No tienes acaso un piano?» Insistió, y ya no supe qué contestar, pero al parecer él perdió interés.

Varias cosas estaban llamando mi atención, sabía que después de nuestros encuentros, Carlos se encontraba con Benítez y Escobar, tramando Dios sabe qué cosas. Carlos no se molestaba en disimular tales encuentros, porque me había dicho que era su obligación informar todo de lo que hablamos y que él mismo era sometido a espionaje, y yo sabía que eso era en parte cierto, pero de lo que dudo es del carácter de esas reuniones. No me pasa por la cabeza que sean las reuniones de dos torvos inquisidores con su pobre víctima, sino de tres pescadores de río revuelto, como creo que ya lo tengo apuntado.

También, aun en estos mismos momentos, me siento algo desconcertada por un episodio extraño. Fue un lunes, cuando llegué al San Roque más temprano que de costumbre. La hora fijada algo arbitrariamente solía ser a las 7.30 de la tarde, pero yo llegaba generalmente a los 8.30 o a las 9. Aquel lunes, llegué a las 7.30 y él aún no había llegado. Esperé como diez minutos y llegó en un coche crema, algo ruidoso y deteriorado, creo que Toyota, conducido por una chica rubia, bastante bonita, que me pareció vagamente conocida. Y cuando digo «vagamente conocida» quiero decir justamente eso. Estaba segura que la había visto en alguna parte, tal vez en la escuela de modelos, o en la televisión, o en alguna fotografía. Confieso que la curiosidad me corroía pero jamás caería en la ordinariez de preguntarle a Carlos con quién andaba. Además, Carlos no parecía muy tranquilo, habiendo sido sorprendido en su llegada e insólita compañía. Por su expresión durante todo nuestro encuentro, noté que esperaba con ansiedad una pregunta sobre la chica rubia, para endilgarme alguna explicación creíble, pero no le di el gusto.

Pero nada cambió a partir de ese episodio, salvo aquel momento en que cerca del mediodía me asomé a la ventana del departamento, miré abajo, y allí estacionado, me pareció ver el mismo Toyota anterior, y que la chica rubia salía del edificio, abordaba el auto y se marchaba. Me pareció extraño, pero me tranquilicé pensando razonablemente que desde arriba, un noveno piso, todos los autos y todas las personas parecen iguales, y bien podía estar metiéndome en el territorio de la paranoia, a causa de los sigilosos preparativos que hacíamos con Pierre.

En uno de sus informes, Carlos describió a Magdalena liberándose de la inmovilización por escayola de su pierna. No admitía para nada que su relación con la mujer era nítidamente sexual y malvada. Amante y proxeneta, pinta de cuerpo entero al sujeto vividor y tenebroso que para mi bien de escritora y mi mal de mujer, se había introducido en mi vida. Sin embargo, en tono que quiso ser jocoso, describió la consternación de Magdalena cuando liberó su pierna y la descubrió raquítica, en comparación con la pierna sana.

Pero nada jocoso me resultó aquel momento en que por sobre la mesa del San Roque, Carlos me sometió al juego del gato y el ratón, y el ratón era yo. No acierto a comprender si aquello fue una burla del momento o una manera de hacerme saber que él, a su vez, sabía de la existencia de Pierre. Con malvado cinismo, y grotescamente, se refería a mi bebida como de color le verdé, y pronunciaba, con los ojos brillantes de crueldad, palabras como le mosé, por el mozo, y le mesé, por la mesa. La caricatura que hacía del idioma francés era lo más ordinario y basto, digno del pozo social de donde venía, pero si quiso perturbarme con semejante procedimiento miserable, lo consiguió. Y si quiso inyectarme miedo, también lo consiguió porque el miedo me acompañó desde entonces.

Nuestros proyectos con Pierre iban viento en popa, aunque con mayor prudencia en nuestros encuentros nocturnos, que ya no eran en su departamento, sino en el mío, porque como si existiera alguna sospecha sinuosa, que yo emparentaba con la desmañada burla de Carlos, las llamadas del Baboso se hacían mas nutridas, de día, de noche y de madrugada, a cualquier hora. Llegó a llamar cuando yo estaba con Pierre, en su departamento. Naturalmente, nadie contestó la llamada y apareció a la mañana siguiente hecho una furia. Tuve que recurrir a toda mi imaginación para convencerle que había bajado a la farmacia nocturna de la planta baja a hacerme aplicar una inyección de novalgina y valium para mi jaqueca. No sé si me creyó o me creyó a medias porque a la manera de Carlos, mi jaqueca era de verdad, periódica y terrible y el Baboso conocía este mal, pero el remedio, de mentira. De todos modos, decidimos ser más cautos, y era Pierre quien venía a mi departamento, más allá de la una de la madrugada. Y acertamos, porque más de una vez, estando yo con mi amado, sonó el teléfono, y me di maña para contestar siempre con voz soñolienta. Pero entre tanto, descubrimos con placer muchos gustos compartidos. Yo la literatura, él la música y la ciencia. Nos gustaban los perros y charlábamos de tener una perrita pequinesa en el departamento en París. Teníamos la fecha prevista para el viaje, con todos los detalles cuidados, como si fuera en una película de espías, en la cual iríamos al aeropuerto como fuimos a la Embajada, por separado, y yo con el menor equipaje posible. De mi novela, llevaría sólo el disquete y ningún papel.

Seguía escribiendo con entusiasmo mi novela, y hablé tanto de ella que Pierre quiso leerla. No quise hacerlo y le ofrecí mostrarle estos apuntes que contienen lo substancial de la novela, en el cuaderno del que nunca me separo, pero insistió tanto, que no pude más que imprimir lo que ya tenía escrito, hasta el Capítulo XVI, con la intención de destruirlo apenas terminara de leerlo. Lo imprimí reduciendo el texto a un 50%, resultando así un texto de letras pequeñitas y de no muchas páginas. Tales eran mi prevención y mi miedo, que lo imprimí así, uniendo los papeles con un clip, fáciles de destruir. Nunca lo hice porque se perdieron. Pierre juraba que lo había leído en una noche, que las letras minúsculas le habían irritado los ojos y que le gustó, lo dejó en la mesa de luz y se durmió.

Recién a la noche siguiente pudimos hablar de la impresión que le causó mi escrito, me dijo que era muy realista y fuerte, elogió mi talento «lleno de ira», dijo, y que tenía amigos editores en París. Buscamos el manuscrito para comentar algunos pasajes, y no lo encontramos. Me alarmé de veras. Allí estaba todo, desde la real imagen del Baboso hasta el capítulo inicial del proyecto de fuga. Si caía en manos indebidas era una bomba bajo nuestras sillas.

Buscamos en todo el departamento, en vano. Interrogamos a la señora que se ocupa cada mañana de la limpieza, y la sola insinuación de que hubiera tocado algo en el departamento de Pierre, la encendió de santa indignación, hasta que admitió al fin de que si el pequeño manuscrito había caído de la mesa y estaba en el suelo, su obligación era meterlo en la bolsa de desperdicios, como decía la regla de su oficio, de modo que mi manuscrito sobre la mesa, era eso, un manuscrito, y en el piso, basura y la basura iba al quemador del edificio.

Por su parte, Pierre admitió que al terminar la lectura ya estaba obnubilado por las letras tan pequeñas y por el sueño, y que bien podía haber dejado caer el manuscrito sobre la alfombra.

Me sentí algo confortada por esta revelación. Pierre, que se pasaba casi todo el día en un laboratorio donde procesaba los vídeos que había sacado de los jeroglíficos del Amambay, dejaba bien cerrado su departamento, y no era posible que intruso alguno irrumpiera en el departamento para llevarse sólo el manuscrito dejando valiosas máquinas fotográficas y otros enseres de su profesión. El edificio es moderno, tiene guardias diurnas y nocturnas, y las cerraduras de cada departamento son a prueba de ladrones.

No obstante, ese mismo día bajé a los pisos subterráneos donde funcionaba el quemador que había mencionado la limpiadora. El encargado me aclaró amablemente que no era quemador, sino compactador, es decir, la basura no se quemaba, sino se compactaba, es decir, se separaba lo que era basura orgánica, restos de cocina y otras cosas, de los papeles y plásticos. El plástico y el papel se convertían en fardos, y la basura orgánica se cargaba en bolsas herméticas. La basura orgánica era retirada diariamente por unos granjeros japoneses, los plásticos, semanalmente, llevados en una camioneta, y los papeles, convertidos en fardos, eran entregados a tres pobres chiquillos que venían a la madrugada con su madre a cargarlos en un carrito de mulas, desde hacía poco tiempo, y suponía el encargado, los llevaba a vender a una fábrica de cartón. Por alguna razón paranoica, la mención de los tres chiquillos y su madre, me hicieron evocar a Magdalena, pero semejante presunción ya era excesivamente fantasiosa.

Hoy, lunes, Pierre olvidó retirar mi pasaporte visado de la Embajada. Iré yo, si puedo darme una escapada, mañana, porque él debe estar temprano en el laboratorio.

Nota del autor. Aquí termina el cuaderno de apuntes de Elena Rivas. Se supone que la tragedia ocurrió unos días después de la extraña desaparición del manuscrito, acaso el mismo que después la policía encontró en su departamento.

 

 

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