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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  CUENTOS (Cuentos de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ)

CUENTOS (Cuentos de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ)

CUENTOS

Cuentos de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

RP Ediciones,

Asunción – Paraguay, 1993

 

 

EDICIÓN DIGITAL:

 

Autor/a:

RODRÍGUEZ ALCALÁ, GUIDO (1946-)

 

Título (Enlace a edición digital): 

CUENTOS

 

Edición digital: 

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2000

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

RP Ediciones, 1993.

 

Portal: 

LITERATURA PARAGUAYA

 

 

 

     

CUENTOS DE GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

TU MAMÁ CON OTRO

Sí, es más o menos como te contaron pero con una diferencia: yo no estaba por casualidad. Estaba porque me fui; cuando los vi llegar, me puse a tocar la bocina como loco. Termine me dijo el policía pero seguí. No tuvieron más remedio que mirarme, yo con la bocina armando mi bochinche. Todos se dieron cuenta y esa, compañero, fue mi victoria moral.

No, lo otro no tiene más arreglo. Sentencia definitiva. Un balde de agua fría, inesperado. Un día, recibo la visita del abogado. Después decido preguntarle qué pasaba. No se dignó atenderme. Seguí llamando por teléfono cuatrocientas veces, ni pelota. Al final me atendió, dulzura hecha persona. Le preguntó por qué mandaba un abogado en vez de hablar primero. Me contestó preferible un abogado, así evitamos discusiones desagradables. No se le cambió la voz; una serenidad increíble. Mejor arreglar así, me dice, no te quiero acusar, soy realista, después de todo eso no podemos más hablar como personas civilizadas, dejemos en manos profesionales sin rencor.

Yo exploté, desde luego.

No, no me entendés. No conocés la historia. Cada vez que quería joderme hacía eso: el papel de inocente; me provocaba con calidad para ponerme a mí en la situación del loco furioso -del tipo de buena fe a quien le clavan con alfileres una y otra vez hasta que explota-. Le mandé a la puta por no tener la honestidad de hablarme y cocinar el asunto a mis espaldas, darle su versión al abogado con lujo de detalles falsos, desde luego. La historia de siempre: cuando la gente todavía trata de entenderse, entra un abogado y se encarga de que terminen mal. En mi caso, entró porque lo dejó mi contraparte, que no es ninguna ovejita, ninguna persona de buena fe engañada por un abogado sinvergüenza. Más bien dos sinvergüenzas que se pusieron de acuerdo.

Después de aquella conversación, decidí no hablarle nunca más, incluso tenía ganas de contratar un asesino a sueldo. No es tan fácil; continué llamando y siempre con el mismo resultado: me ponía furioso, puteaba porque me preparaban una trampa; sabía qué me estaban haciendo, no podía dejar de llamar para amargarme escuchando esa punta de mentiras.

Cosas que por primera vez oí cuando me visitó el abogado aquel. Imagináte, era un día difícil, llega el tipo, después de una sarta de disparates, pela un diagnóstico médico. Yo con la boca abierta. Él, impasible, me declara psicópata, psicótico... vos sabés la terminología esa. El psicólogo, un vecino, lo consideraba amigo, resultó un tarado; nunca pensé que se prestaría a eso. Mirá, cuando esté más calmado, te voy a mostrar su diagnóstico. Ahora todavía me molesta, un día vamos a poder tomarlo en joda y reírnos juntos. Me declaran un tipo peligroso, recomiendan la separación para proteger su integridad física. ¿Qué te parece?

Desde luego, no se necesitaba un diagnóstico profesional. Sin decirme una palabra se mandó mudar. Después me hizo avisar por teléfono pero se negaba a hablar conmigo. No es la forma de hacer las cosas pero, si uno decide algo, tiene que tener la decencia de afrontar y no buscar pretextos para echarles la culpa a los demás. Sobre todo, buscar pretextos para sacarles plata, lo que me hicieron a mí... me quisieron hacer, porque soy contador y de los buenos.

¿Sabés la diferencia entre el contador y el matemático? Para el matemático, dos y dos son cuatro. Para el contador, dos y dos son lo que uno quiere. Durante el pleito, metieron la nariz en lo que tengo: cuentas, propiedades, títulos. Encontraron lo que les dejé encontrar. A la hora de la partición, casi tienen que pasarme plata. Casi, porque pagué yo y no puedo quitarme todavía la rabia; una cuestión de principio: no debía pagar un peso, era el perjudicado y no al revés.

Pero estaba todo preparado. Mientras yo rabiaba de balde, el abogadete aquel de acuerdo con el psicólogo, con los vecinos, con el mismo juez. Grabaciones, fotos, testigos de todos los colores. Una tela de araña. Hasta el cumpleaños de Claudio.

¿No estabas? Yo estuve por desgracia.

Vos conocés a la mujer de Claudio, siempre con vueltas. Aquella vez tenía visitas en la casa, le habían llegado los viejos de Montevideo, no quería salir y dio permiso para que Claudio nos invitara a cenar y salimos. Desde luego, un restaurante serio, no había pretensiones de levante. En eso, se nos sientan unas pendejas al lado. Claudio medio en pedo las invitó a sentarse y resultaron unas bandas. Agarraron viaje al vuelo, se nos vinieron a la mesa. ¿Podés creer que nos tomaron fotos? Te juro, Eduardo, solamente cenamos con esas tipas, nada más. Yo volví a casa solo, para qué mentir, pero al juzgado llegó mi fotografía y hasta la mujer de Claudio se enteró, un escándalo.

Me cocinaron, viejo. Legalmente, ¿cómo explicar esas fotos? ¿Cómo explicar las grabaciones? Nuestras conversaciones por teléfono todas grabadas, yo haciendo de loco, ¿cómo explicarle al juez?

En el fondo, el juez tenía razón. Mi abogado se durmió, el otro presentaba prueba tras prueba. Si yo jugaba tranquilo, otra era la historia. Pero ponete en mi lugar, Eduardo, como te dije, un balde de agua fría.

Cuando salió la sentencia, yo le mandé a la puta al juez, me sacudieron unos días de arresto. Para colmo, la historia llegó a la Cámara: cuando apelé, también la Cámara en contra. Fui tonto para actuar así, estaba demasiado afectado.

Hasta Monseñor se dio cuenta. El viejo vino a visitarme después del lío, un poco para darme los pésames, o lo que se debe dar en esos casos. Hay una amistad de familia, cada vez que ocurre algo, él se siente obligado a hacerse ver. Y bueno, aquella vez, después de un whisky, me dijo que tomaba las cosas demasiado a pecho, así me iba a enfermar, debía aprender a olvidar y perdonar. Los curas son así. A veces te mandan a la Inquisición, a veces con el cuento de la caridad. No tenés que perseguirla. ¡Imagináte!, él también con la versión de mi contraparte. Pero no le quise discutir, lo conozco demasiado, le serví otro whisky y cambiamos de tema. Después una buena noticia: no me visitaba sólo para consolarme sino también por negocios. Y así comencé el trabajo, tenía que enderezar esa contabilidad.

¿Sabés quién me recibe al comenzar el trabajo? La vaca. No cambió nada desde entonces. Va a ser la maestra de nuestros nietos y nos va a enterrar a todos. Ahora es secretaria. Me recibió, me puso los libros sobre la mesa, comenzó a explicarme dónde estaban las cosas. En realidad, no estaban en ninguna parte.

Entre nosotros, Eduardo, es un kilombo. No digo mala fe, pero cada cual confunde la caja con su bolsillo, retira plata sin dejar comprobante. Precisamente, me dijo la vaca cuando le hablé del caso, si elegimos una persona como vos, es porque tenemos confianza, estas cosas no se muestran a cualquiera; somos una institución nueva, todavía nos falta progresar mucho, ahora necesitamos poner nuestros papeles en regla. Eso yo desde luego sabía pero no sabía que el desorden era tanto. Pero mejor para mí; le mostré la manera de hacer los comprobantes y no me mires mal. No vayas a pensar algo sucio. Sencillamente, deben recordar cuánto se gastó en la ceremonia de fin de año, cuánto en electricidad y en papeles para poder hacer con esos datos un balance y con el balance en regla auditoría. El auditor soy yo, desde luego, no voy a denunciarlos por el lío de su contabilidad ni puedo aprobar tampoco la situación como está. Voy preso.

Así que necesito trabajar el doble pero por lo menos tengo mis compensaciones. Para comenzar gano un cliente fijo; el que sabe dónde están los fatos soy yo, también el que los arregla. No pueden prescindir de mí. Mucho menos cuando la cosa está que arde, en cualquier momento intervención.

Yo no puedo decir porque me pagan el sueldo, pero la culpa también es de la Iglesia. Están exagerando. Desde el primer momento. Me di cuenta el día que la vaca se me vino encima hecha una furia. Esto es el fin del mundo, no podemos dejar que siga así, somos cristianos, van a oírnos esos que piensan que la democracia es para abusar que se vayan a Cuba, no pensamos perder lo que tenemos, lo poco que tenemos todavía por culpa de algunos sinvergüenzas, si se creen muy vivos, van a ver, ¿tengo o no razón?

Sigue siendo la misma, Eduardo, ahora entiendo por qué le teníamos miedo, puedo imaginarme una cosa así gritándole a una criatura de seis años, puteando de entrada para que ya no pueda reaccionar y dándole con la regla en la cabeza. Todavía impresiona. Casi te diría asusta. O me asustaba pensar en mi trabajo; el viejo no mueve un dedo sin consultar con la vaca, yo pensé que me la mandaba para putearme en su nombre. Y tenía razones; la desgraciadita de Marina ya se había encargado de dejarme pésimo con todos. Yo el degenerado, Jack el destripador; la gente me miraba de reojo después de hablar con ella. La historia oficial. Yo movía la cabeza, decía que sí con la cabeza esperando el hachazo. Por suerte, no era contra mí. Los sinvergüenzas del discurso eran los parlamentarios, agnósticos, desvergonzados, bolches, evangelistas. Por suerte, no estoy en el parlamento.

Por un momento, pensé una cuestión de ella. ¡Cuántas veces nos pegó sin enterarse el director de la escuela! Esta vez no. El director... el rector de acuerdo. No sé cómo comenzó pero decidieron entre todos la cruzada, a nivel superior. La vaca transmitía.

Y me querían meter a mí también. Yo, querido, soy contador. Un contador es como un sacerdote. Cuando un tipo te muestra sus libros, se confiesa. Te muestra todo. Después, vos ya no podés ignorar esa confianza recibida y tirarle piedras o gritarle cosas en la calle. Nuestra profesión es no tener partido ni religión ni andar en manifestaciones con pancartas ni macanas de esas.

Cierto, la reunión se hizo en casa, a pedido especial de la vaca. Ella con que debíamos hacer algo y me pidió la casa; la mía es más grande y queda más cerca de la Universidad según ella. Y ahí tuve que pagar carne para todo el cuerpo docente y escucharles pedir las cabezas de varios diputados en una discusión interminable sobre la metodología, la estrategia de la acción, los objetivos inmediatos. A las tres de la tarde yo quería acostarme pero el profesorado chupaba a full. Muerto de sueño, tuve la idea salvadora: los telegramas. Aplauso popular. Nos juramentamos para mandar telegramas al congreso exigiendo el rechazo categórico, terminante, definitivo. Cada cual mandaba el suyo y se comprometía a hacer mandar telegramas a otros más.

Al día siguiente, quiere hablar conmigo el señor rector. Voy a verlo, monseñor con la sonrisa de oreja a oreja. Víctor, tu idea fue brillante. Pero unos días después, me viene a ver la vaca en baja; como siempre, retransmitía mensajes. Y qué podemos hacer, Víctor, el señor rector muy preocupado, el número de telegramas muy, pero muy bajo; los otros también envían sus telegramas y nos están ganando.

Dios escribe derecho con líneas torcidas, le contesto. Si soy torcido, Dios me iluminó. La vaca sonrió. La sonrisa de cuando adivinaba nuestros pensamientos. ¿Y cómo es eso? Una pregunta hipócrita. Tengo buena información, los otros están haciendo trampa. Dios me seguía iluminando. ¿Trampa? Sí, cada uno manda varios telegramas, por eso ganan; ellos son menos. ¿Y qué podemos hacer? Otra pregunta hipócrita. Lo mismo... con discreción. Y así se armó el operativo, lo armamos la vaca y yo: llegaron al congreso 20.000 telegramas en contra, digamos 15.000 pero nos ayudaron con el número los periodistas amigos.

Éxito completo. Y es toda mi participación en el asunto; dejamos de ser hace rato estudiantes del 68, nos quedaría mal andar pancarteando. ¿O no?

De paso, mejoré mi imagen. Mi reivindicación. Después del asado, de mi brillante idea, del éxito, descubrieron lo formidable que soy. Su señora nos contó otra cosa, me confesaron. Ya sabía. Sé también cómo van las cosas ahora. La tipa llega para dar clase y no encuentra la planilla. ¿Y la asistencia de sus alumnos?, le pregunta después el decano, tampoco mueve un dedo sin consultar con la vaca. Enseguida, señor decano. La planilla no aparece, el enseguida es nunca. Puntos menos. ¿Hay que dar exámenes? Le marcan una sala en la notificación y después le dan otra. O le dicen que se suspendió el examen, no va y queda como el culo. Llega a la sala de profesores, le preguntan: ¿de dónde sacaste ese vestido?, demasiado elegante para aquí. Me pareció verte bailando, que el rector no se entere.

Digamos el suplicio de la gota y yo no pienso cerrar la canilla.

Vos, Eduardo, no te me hagas el compasivo. Su cabeza o la mía. Ella me dio una mano de bleque, debo defenderme, aparte de la bronca de dejarme plantado y después pedirme plata. Yo no sé qué harías vos en mi lugar. Tu mujer ni te levanta la voz cuando llegás a las tres de la mañana y no con olor a misa. Si yo era como vos, otro gallo cantaba. Mi mayor pecado fue ponerle todo al alcance de la mano. ¡Recuerdo cuando le presenté a monseñor! Ella no conocía a nadie, comenzaba a entrar gracias a mí. Entró para dejarme afuera, para ponerme mal con todo el mundo, perjudicarme profesionalmente.

Me defiendo. Quiero que la gente entienda, por lo menos los que me conocen bien y terminaron de su lado. Hasta monseñor. Yo los presenté pero, cuando hablamos después de la separación, él con la historia de que no la puede sancionar en base a rumores no confirmados, yo respiraba por la herida, debía aprender a olvidar y perdonar.

La Iglesia también tiene la culpa, Eduardo.

La Iglesia comenzó con el tercermundismo, la liberación, ahora le sale mal. Entre nosotros, los mismos curas largaron eso de si hay amor se puede y se acabaron las pendejas como Marina, como era antes, por eso justamente me casé con ella, ¿quién podía decir? Ahora no encontrás una sola intacta, ni soltera ni casada. La Iglesia hizo la liga, ahora se le viene abajo la estantería y quiere que te juegues por ella pero los curas no se piensan jugar por nadie. Esa es la verdad. Yo no pienso hacer un Vaticano III para arreglarles el problema ni tampoco pelearme con el gobierno para darle el gusto a nadie. Soy un profesional, soy apolítico. Cumplo mi trabajo y gracias.

Si estuve en la manifestación fue de mirón.

 Llegué, paré el auto. La plazoleta vacía.

Podía estar en juego mi cabeza; podían preguntarse dónde estaban, quién mandó los 20.000 telegramas en contra. Porque a la hora de la verdad, nadie. Ya podía imaginar algunos periodistas y la misma vaca cayéndome encima. Sí, ella cómplice pero, si salía mal, podía volverse inocente de golpe y cargarme la culpa, la conocés.

     Le pregunté al policía: ¿La manifestación católica? Esa es. ¿Esa no más? Sí, pensamos que podía haber tumulto, pusimos guardia reforzada pero toda gente muy decente, señoras, criaturas, sacerdotes, con esos no puede haber problema. Y pocos.

Por suerte, comenzaron a llegar. De los costados de la plaza, poco a poco, salían más y más personas. Al final, fue una manifestación aceptable. ¿Los que dirigen?, le pregunté al policía. Entraron al Congreso, tardan en salir; seguramente, le han de estar entregando el pedido ese a los diputados.

Cuando salieron, la vaca abanderada. Los otros con sus pancartas y carteles. DIVORCIO = PROSTITUCIÓN. ¿TU MAMÁ CON OTRO? OPONETE AL DIVORCIO. ¿Y al lado del cartel quién? Mi queridísima ex. Ella también, ella en primerísima fila. Si no, perdía el puesto. El sueldo no le llega a fin de mes pero peor es nada. ¡Qué ironía! Cuando vivía conmigo, plata no era problema. Pagaba yo, ella se pasaba de sesiones culturosas en la facultad o donde sea. Así aguanté hasta que no pude aguantar y ella con su independencia. Muy bien. Ahora tiene independencia. Con el sueldo no paga un alquiler, vive con los viejos. Por supuesto, los viejos no son yo. Los viejos no pasaron por el sicoanálisis y garrote limpio. Adónde vas, con quién, cuándo volvés. Parte detallado. Ese es el tipo de independencia que le viene bien ahora. Y si pierde el empleo todavía peor por eso tiene que pelear con uñas y dientes. ¿Te acordás de sus ideas socialistas? Ahí están. Firmando petitorios contra el divorcio porque o si no la echan. Cuidando su puestito porque la cosa está que arde, no te imaginás; la vaca lleva lista negra de los tibios. No me echaron a mí porque me necesitan pero con los demás es diferente. Vivimos de cobrar a los alumnos y de pagar mal a los docentes, dice la vaca. Incluso así, sobran candidatos, cada tipo con recomendaciones de más a favor y en contra.

En contra de los otros. Mire, aquel le pica a la muchacha. Esa auxiliar sale con los alumnos. La caldera del diablo. La vaca, policía secreta, la encargada de tomar nota y de informar al superior.

¡No te imaginás el microclima de la Universidad católica! La secretaría un arsenal de pancartas, panfletos, petitorios, brazaletes. Cada día algo nuevo y siempre pidiéndome opinión. Yo, discreto, hacía comentarios generales. Si llegaba a oponerme, chau. Los ánimos estaban demasiado caldeados. Y fastidiados; al final de las clases, casi todos los días, reunión con la vaca para reflexionar. ¡Ganas de reflexionar puede tener el personal hambreado! Voluntarios en teoría, se quedaban todos para conservar la silla.

Por suerte corrió la voz de que venía la inspección de Hacienda y me mudaron a una sala aparte, donde pude trabajar sin escuchar los ladridos de la vaca, encargado especial de redondear las cifras del balance cuanto antes. Eso me salvó de morir de úlcera o lo que sea y de participar en la manifestación. Si seguía en la cueva, terminaban llevándome al Congreso a rastras.

Es una lástima que no puedas venir con nosotros, me dijo la vaca al salir para la manifestación con una gigantesca bandera amarilla y blanca. No debemos darles pie, le contesté. Ella de acuerdo: si llegan a encontrarnos un pelito van a quedarse demasiado contentos, Víctor. Tenés razón.

Con o sin razón, pasé una larga mañana en la oficina simulando trabajar. Monseñor, de tanto en tanto, se hacía ver para fumar un cigarrillo y toser. El mariscal esperando el parte de victoria. Yo, supuestamente, preocupado, metía la cabeza entre los libros de la contabilidad recauchutada. ¡No sabés cuánto te agradecemos, Víctor! Decía la verdad. Sin un buen arreglo, Hacienda tenía motivos para caerles encima, fajarles una multa fenómeno con razón. Venganza por meterse con el gobierno y con los senadores y ministros con hijas en situación matrimonial irregular.

Fue una linda mañana. Después de simular un rato, me despedí de monseñor. El mariscal se asomó al balcón, miró en dirección a la plaza. Yo agarré el auto, di una vuelta, llegué hasta el frente del Congreso. Después de un momentito de suspenso, de aparente fracaso, comenzaron a llegar los de la manifestación. Después la vi, comencé con la bocina.

Cuando comencé con la bocina, todo el mundo se dio cuenta. Miraron, la miraron, comenzaron las murmuraciones. La vaca, por maldad: ¿ese no era tu marido? La otra colorada viéndome bocinar con tanta rabia; sabiendo que todos le entendíamos el juego, la hipocresía de participar en la manifestación siendo adúltera; barruntando que la podían echar de la Universidad con o sin manifestación como al final la echaron.

 

 

QUEBRACHO

Le llama la atención, inspector, ¿cómo no le va a llamar la atención? Tanto lío armaron, hasta dijeron que les matábamos y ahora viene usted y ve. Todo con la ley. Ellos del otro lado del portón, nosotros en la propiedad. Cuando llegue don Casal, vamos a ver quién tiene la razón. Nosotros, estoy seguro, pero de cualquier modo vamos a esperar que llegue la orden judicial y vamos a cumplir. Siempre se hizo así.

Cuando llegue la orden, descansamos, pero no por mucho tiempo. Y no por culpa de ellos, pobres, los indios son como criaturas, en el fondo no son malos. Se estropean por culpa de los otros. Así que apenas termine su trabajo, inspector, apenas termine usted de ver que aquí no hay nada, por lo menos nada de lo que dicen en contra de nosotros, vamos a tener una nueva manifestación. Otra vez indios parados del otro lado del portón, días y días, hasta que el señor Casal vaya de vuelta para la ciudad y vuelva con otra orden para decir que no tenemos necesidad de regalar tierra a nadie. Mucho dinero, es cierto, a cada rato un recurso de amparo, una demanda, un qué sé yo con la justicia. Pero vamos a cumplir, inspector. Vamos a cumplir hasta que se termine de lotear y entonces esos pobres infelices van a ver que andaban mejor cuando nosotros todavía estábamos por aquí, compañía explotadora que nos dicen pero nuestra ausencia se va a sentir. Cada vez que están tocando fondo, tienen que aparecer por la administración para pedirnos algo. Y les damos, de pura compasión. A uno le cuesta ver morir gente de balde, aunque se merecen, más por ignorantes que por malos. Por lo que sea. Vienen las mujeres con criaturas, a uno se le parte el corazón. Siempre termina dándoles alguna cosita. O llega un viejo con apendicitis, como llegó la otra vez. No es problema nuestro, que lo atienda la previsión social. Pero tampoco somos tan malos como nos dicen, inspector, y terminamos dándole un vehículo para llevarle al centro de salud, donde de cualquier manera tenía que morir. 

¿Qué ganamos? Ganamos que hablen mal de nosotros. Ganamos que se nos paren del otro lado del portón, con carteles y con parlantes para gritarnos disparates todo el día. Eso ganamos, inspector. Pero, como le dije, espere usted que nos vayamos para ver a quién le gritan o a quién le piden alguna ayuda cuando ya no pueden más.

Nosotros, desde luego, vamos a dejarles que griten. Ya tenemos experiencia. No vamos a aflojar ni tampoco a provocar, como dice don Casal. Él sabe cómo andar, tiene experiencia...

Sí, usted me dice lo que pasó en la estancia El Sol. No se preocupe, inspector, aquí no vamos a tener ese problema. Eso que pasó, entre nosotros, culpa del patrón. Ese don Osvaldo es un arruinado. Compró no más su estancia, nunca estuvo. Propietario nuevo. Asunceno. Esos son los que creen que saben todo, no saben nada, cuando vienen a visitar, su estancia trabaja menos en vez de más. O vienen las desgracias como aquella vez.

Don Osvaldo Cáceres estaba, la casa queda a unos cien, ciento cincuenta metros del portón. Estaba don Osvaldo con su familia, en el corredor, cuando le fueron apareciendo en el portón con sus caras pintadas, todos sucios, con unas escopetas bajo el brazo. Esas escopetas son viejas, no tiran ni desde aquí hasta allí. Eran bastantes y se pararon frente al portón, gritaban todos juntos. ¿Por qué no les entregamos unas sobras de carne?, le preguntó a don Osvaldo el capataz. Yo le conozco bien al capataz. Cuando compraron la estancia, compraron de nosotros. Quiero decir el terreno, fue la primera parte que comenzamos a vender, hace algunos años, cuando se fue terminando el bosque y el negocio y el patrón comenzó a cansarse de la mala propaganda y comenzó a vender. Aquella vuelta, el capataz y yo les acompañamos a los agrimensores, éramos los dos de la zona, nacidos por aquí, conocíamos bien. Los agrimensores dijeron grande como un país y puede ser. En todo caso muy grande, pero la parte que compró don Osvaldo no era buena y esto entre nosotros.

Don Osvaldo, entonces, le dijo deje no más y siguieron comiendo, era la hora del almuerzo. Entonces los indios vieron y comenzaron a entrar; en la estancia los recibieron con balas y los indios también les dispararon. Hubo muertos.

Eso fue lo que pasó en la estancia El Sol.

Y mire, yo los conozco bien a los indios, no bravos; si no les tiraban primero, ellos no pensaban tirar. Entraron en la propiedad porque llevaban semanas dando vueltas con hambre y con criaturas incluso. Entraron con ganas de comer las sobras, como se suele hacer. Un poco de tripa gorda y los tipos se dejan de molestar. O se van a otra estancia para pedir comida y así se rebuscan. Don Osvaldo, que no entiende nada, creyó que entraban en su estancia para asaltar. Y vino el tiroteo. Inexperiencia. Las desgracias suceden por inexperiencia. Pero experiencia no falta por aquí, inspector, así que quédese tranquilo. Usted no va a ver nada feo en todo el tiempo que se quede en nuestra propiedad...

Joaquín. Así me dicen. Y usted pregunta por aquí, todos me conocen. Joaquín nomás. ¿Y usted? ¡Ah!, dígame una cosa, ¿usted no es pariente de un señor Wilfredo Antúnez? ¿Sí? Se le parece luego. Sí, él estuvo trabajando por aquí un tiempo, la buena época. La fábrica trabajaba en tres turnos y hasta teníamos nuestra propia flota para mandar nuestro tanino. Parecía que no iba a parar más. Imagínese, usted no conoció esos tiempos, que en aquel galpón descangallado sin techo ni pared teníamos cine. Cine para la compañía, para los empleados. Éramos una ciudad completa. Yo recuerdo las funciones del domingo: íbamos todos y usted podía llevar a su familia con confianza. Yo tenía casa, entonces, me había dado la compañía porque entré de auxiliar de contabilidad, justamente con su tío, el señor Wilfredo. Él estaba muy contento con mi trabajo y me dieron una linda casita de madera, ya no existe, al costado de la casa de la administración. Para tenerle cerca y controlado, decía su tío, pero en broma, él estaba muy contento con mi trabajo y yo aprendía mucho con él.

Por eso me sorprende que no le haya dicho si sabía que venía por aquí. ¿No sabía que yo estoy todavía? Y sí, ha de creerme muerto, pasaron ya más de treinta años, lo que le contó fue por el 56, 57. Él me quiso llevar con él pero yo decidí quedarme aquí, con la compañía. Nos fundieron los norteamericanos, decía el patrón, pero todavía nos quedaba mucho. Dejamos de trabajar en tres turnos, nos perjudicó el sintético, muchos empleados tuvieron que irse. Su tío don Wilfredo incluso. Yo preferí quedarme, ya estaba acostumbrado y no podía imaginar que iba a terminar un día como termina hoy.

Da la impresión de que la compañía se muere y entonces los cuervos comienzan a rondarla. Están en todas partes, esperan que ya no tenga más fuerza para comenzar a comer. ¿Quién hubiera dicho que los indios iban a terminar así? Cuando el primer Casal compró la  propiedad, ellos quedaron adentro. Los dejó por lástima, porque podía echarlos a patadas, y los tipos se quedaron en sus toldos cazando o pescando o incluso trabajando para nosotros como peones o como quebracheros. Aquel señor nunca pensó que, de golpe, y tanto tiempo después, estos infelices iban a venir con el cuento de que la tierra siempre fue de ellos. Aquí siempre se les dio trabajo, se les dio ayuda, se les dio protección. Ya no se les puede dar como antes, cuando el dinero entraba por montones gracias al tanino pero siempre se les trató como personas. Y agradecen mal. Aprovechan que la compañía es grande, una vaca grande que se puede comer entre todos. A los nuevos propietarios, desde luego, no les van a venir con ocupaciones ni con macanas. Allí donde vendimos, donde ya comenzaron a poner nuevas estancias, no hay eso de teco yocá ni nada. Propiedad es propiedad y si entran les echan a balazos. Los únicos que tenemos que aguantar somos nosotros, inspector, se sabe que somos grandes y somos buenos. Y somos, desde luego, usted va a ver; aquí ni maltratamos ni dejamos sin sueldo, ni pagamos de menos.

En el fondo, una suerte que usted anda por aquí. Una garantía de que se va a saber la verdad. Una garantía de que cumplimos la ley, aunque, desde luego, ya no queremos más invertir en un lugar donde no hay garantías. En cualquier momento nos ocupan de nuevo, no se puede trabajar así. Ya no existe palabra, ya no existe confianza entre vecinos. Hay que estar todo el día controlando y mientras tanto se pierde el tiempo de trabajar. Antes, en aquellos tiempos, no había ningún problema en recibir a la gente. Los cazadores, por ejemplo. Nunca se les prohibía que pusieran sus trampas para tigre.

¡Claro que había!

Yo recuerdo todavía aquella época. Un amigo de mi papá se quedó dos días en el monte, perseguido por el tigre. El señor ese había entrado con su compañero para buscar un tronco y les salió el animal. Menos mal que tenían fuego encendido, estaban preparando para desayunar, porque con el fuego, no se acercó el bicho, pero tuvieron que quedar dos días cuidando el fuego, sin dormir, hasta que vinieron a buscarlos. Recuerdo cuando llegaron a la casa, los pobres blancos; mi papá dijo en broma que si el tigre les comía iba a quedar con hambre y le dijeron que se habían puesto flacos de golpe.

Vida sacrificada aquella. No había vehículos ni caminos. Todo con alzaprima. Los quebracheros tenían que meterse por el monte y elegir un palo. Cuando encontraban, se ponían a hachear hasta que echaban y entonces tenían que volver a la administración para decir donde estaba su tronco. Parece fácil pero podían ser veinte, treinta kilómetros, incluso más, desde el quebracho hasta la administración. Allí, en la administración, hablaban con una persona para ir a ver el árbol a ver si medía lo que decían los hacheros. Había que saber medir porque o si no, el contador trataba de descontar algunos cuadros. No era un mal señor pero cada uno busca su provecho. Y sabía también con quién trataba: cuando hablaba con un hachero viejo, experto, no trataba de macanearle. Cuando hablaba con uno que era flojo, siempre le descontaba unas cuantas pulgadas al tronco.

Trabajo para hombres.

El tronco había que arrastrar hasta la picada y desde la picada se traía. Y no cualquier tronco. Los de antes eran... usted no puede imaginarse. Se echaron primero los más grandes, solamente los grandes, y tenía que ver usted el tamaño. Cuanto más tamaño, más plata y eso demostraba el trabajo del quebrachero. Don Casal solía premiar, de tanto en tanto, al que más echaba. Aquí, le estoy viendo en este corredor, se sentaba don Casal. Hacía llevar el escritorio afuera. En los cajones estaba todo el dinero y en el patio estaba el personal. No había peligro. ¡Vaya a tener usted dinero ahora y que se sepa! Por cuatro pesos le van a dar una puñalada. Antes no era así. Había trabajo. Gente honrada, un poco bruta quizás, pero honrada. Si mataba, mataba por mujer o por política. Robo no había. Ni policía. Aquí la compañía mandaba y usted podía dejar su hacha en cualquier parte. Nadie iba a tocar. Las casas podían quedar abiertas. Claro que se respetaba. A don Casal, por ejemplo, nadie le iba a tocar un peso del cajón. Nadie iba luego a tocar un peso de nadie. Los días de pago, venían los indios de sus puestos al pueblo. Cobraban por el quebracho echado y se iban directamente al almacén de la compañía. ¡Claro que teníamos almacén! Almacén, panadería, carnicería, todo. Una ciudad completa. Hasta sanidad, no necesitábamos ir para Asunción para nada, teníamos todo aquí.

Sí, los indios. Le decía que cobraban y derecho a la cantina se compraban una botella, se arrimaban a un árbol y comenzaban a chupar. Para cuando terminaba la botella, ellos se iban resbalando y terminaban acostados en el suelo, borrachos, durmiendo un día entero. Dormidos y con su plata; nadie les pensaba tocar un peso. 

Así era antes. Parece que el dinero, cuando no hay, se quiere demasiado. Cuando se quiere demasiado, no hay policía que valga. Antes no teníamos policía ni tampoco necesitábamos. Cuando comenzamos a necesitar, ya no servía.

No, inspector, antes no entraba nadie aquí. Para entrar, como le dije, precisaba permiso especial. Recién mucho más tarde fue que nos mandaron inspectores de la previsión social. Pusieron un puestito que nadie usaba. Todo el mundo quería hacerse atender en la sanidad de la compañía, mucho mejor. No necesitábamos, desde luego, aquellos inspectores pero el gobierno les mandó lo mismo y se quedaron.

Quedó el puestito de la previsión social que al patrón no le gusta y con razón. Si nosotros tenemos sanidad, dice, para qué necesitamos otra. Tiene razón. En el fondo, aquí todos se atienden en la sanidad de la compañía, aunque ahora no funciona, porque quedó muy poco personal y no se justifica. Y la previsión social recibe más ayuda de la compañía que del gobierno.

Siempre fue así. Con el debido respeto, inspector, siempre respetamos el gobierno pero estábamos mejor cuando estábamos prácticamente aislados, cuando el único camino para llegar hasta aquí era el río y el vapor era de la compañía. Ahora tenemos comunicación, ¿qué se gana? No sé usted, inspector, yo desconfío bastante de la civilización que le llaman. Ahí tiene usted mi hija, vive en Asunción. Ella no sabe cómo enseñar a sus hijos, demasiados malos ejemplos por la capital.

Y aquí también va llegando. Democracia que le llaman. Comenzaron por formar el sindicato y lo único que ganaron es que el patrón se ponga argel. Usted puede hablar con todos los empleados viejos, inspector, no le digo solamente conmigo; pregúnteles si dónde se pagaba mejor, si dónde se trataba mejor al personal. Ahora los hacheros quieren sueldo mínimo pero no trabajan el mínimo. Los indios vienen a reclamar sus tierras; ahora resulta que siempre luego fueron de ellos y nunca de los Casal. Los peones dicen que les matan de hambre. Los hacheros se quejan. Con esas cosas nos perjudican a todos.

Porque nos perjudican, inspector. Permítame hablarle como ciudadano. Al fin y al cabo, si le ponen una multa a la compañía, yo no voy a pagar. Paga don Casal. Y le puedo decir que yo también trabajé pero nunca tuve problemas. ¿Qué gana uno discutiendo en vez de trabajar? Esto ya no es lo que era antes, un imperio que le decían, pero don Casal sigue siendo fuerte. No le van a ganar así no más y mucho menos cuando no tienen razón, porque las planillas de personal están en regla, los títulos de propiedad están en regla, los pagos de los impuestos en regla.

Y yo no sé qué quieren esos indios del otro lado del portón. Sí, quieren entrar, pero no podemos dejarles entrar. Entiendo, inspector, tienen hambre. Que les pidan comida a esos que vienen de Asunción para enseñarles a reclamar nuestra propiedad. Que les alimenten ellos y que les lleven de aquí porque no podemos dejarles entrar ni siquiera medio metro. Las cosas se pusieron muy feas. Cuando ellos se portaban mejor, nosotros también les tratábamos mejor. Les dejábamos vivir en el monte. Había caza. Cuando querían, trabajaban con la compañía echando árboles. Trabajadores los indios, es cierto, pero completamente desorganizados. Un día trabajaban todo el día. Otro día cobraban y si te he visto no me acuerdo. Recibían la plata y compraban del almacén lo que querían y así vivían gratis hasta que tenían necesidad. Había días en que no nos dejaban dormir. Era cuando florecía el algarrobo. Hacían con la planta una especie de chicha y se pasaban borrachos varios días y noches tocando el tam tam. Yo recuerdo el miedo que me daba porque era todavía chico y ese tambor retumbaba y pensaba que me iban a venir a comer. Después, con la compañía, no necesitaron más el algarrobo, tenían almacén. Don Casal se dio cuenta de que la única manera de hacerles trabajar en serio era la poción to, como le decían. Había de varios colores, porque le poníamos colorante. Yo, que era su criadito entonces, me encargaba de mezclar y el color me daba ganas de probar pero no me decidía. Si tanto te gusta, me dijo don Casal, te voy a dar el gusto. Y me obligó a tomar un trago. Alcohol rectificado con anilina, casi morí. Pero los indios felices. Cuando terminaban su hacheada, se les daba a elegir: dinero o poción to. La mayoría prefería el trago, venía a ser mejor para la compañía, porque se les acababa rápido y tenían que volver a trabajar. Nunca faltaba personal así. Incluso sobraba gente pero los contratábamos a todos porque algunos eran flojos y nos salía barato con la poción to.

Y cada día están más flojos, inspector.

Estos que están delante con su reclamación nungá ya no sirven para nada. Se acostumbraron al arroz y carne conservada que les da la misión y ya no tienen necesidad. Ni siquiera saben más usar el hacha, porque trabajo queda todavía. Todavía se quiere nuestro tanino, no como antes, pero se quiere y nos conviene terminar de echar el quebracho que queda antes de vender la propiedad completa. Justamente por eso, porque estamos apurados necesitamos hacheros pero los indios prefieren haraganear y los que trabajan piden más y más aumento sabiendo que precisamos de ellos.

Pedir lo único que saben. Más plata, más víveres, más ropa. ¿Me va a creer? Antes, con un ponchito o nada se pasaban el invierno, ahora que tienen ropa todos resfriados. Y protestan encima. Así agradecen, dice don Casal, que mi abuelo no los echó de la propiedad.

Y así agradecen, digo yo, que les aguantamos tanto tiempo hasta que terminamos perdiendo la paciencia y les echamos. ¡Gran escándalo! Cualquier empresa puede despedir su personal pero nosotros tenemos que aguantar que anden sin hacer nada. O haciendo lo que no deben. Huelga. Protestando. Haciéndose sacar fotos por periodistas que después malinforman diciendo las cosas que leyó usted en los diarios. Y en el fondo una suerte que le hayan mandado, inspector. Ahora puede ver usted mismo la verdad.

¿Mi opinión? Ya que usted me pregunta, todos estos líos nos perjudican a todos y también a mí. Cuando andábamos por las buenas, nunca nos faltaba nada. Cuando comenzaron las protestas dejaron de escucharnos. Uno se acerca a la contabilidad y le miran de mala cara y con razón. El que llega, llega para pedir. Yo, por ejemplo, hace tiempo que tengo un poco atrasado mi aumento pero no me animo a pedir. Cada vez que me acerco me miran mal y no es cuestión de insistir.

No es que me quejo, inspector.

Yo comencé desde abajo y me fue muy bien. En todo caso, si me perjudiqué, fue por el bajón del tanino pero tampoco fue mi culpa ni la culpa de nadie. Cosas que pasan, hay que saber aceptar sin acusar a nadie. Cambiaron los negocios, cambiaron los tiempos. Y ninguna empresa puede vivir cien años. Ésta nos dio trabajo mientras vivió. Sirvió al país. Yo trabajé muy bien toda mi vida, siempre se acordaron de mí. Pero me asusta un poco poco todo, todas estas protestas.

El patrón se cansó y comenzó a vender a cualquier precio, apurado, sin demasiado tiempo para pensar en su personal. Eso me preocupa, inspector, no por criticar a don Casal a quien le debo tanto, sino porque todos tenemos nuestra paciencia y la de él puede terminarse después de tantas huelgas, ocupaciones y publicaciones en contra. Nadie se acuerda ahora de lo que era esta zona cuando llegó el abuelo de nuestro actual propietario. Era un desierto. Aquel señor levantó un imperio, puso una fábrica de tanino, un obraje, un aserradero, una estancia. Civilizó la zona. Y ahora que ya está todo hecho, vienen los aprovechadores a reclamar esto y aquello, vienen los indios a decir que les devuelvan sus tierras, vienen los hacheros a quejarse sin motivo. Lo único que le queda es vender, por supuesto, y eso es lo que estamos haciendo. Ya no queda nada del viejo puerto taninero, ni de la flota propia que llevaba nuestros productos por el río, ni del ferrocarril vendido como hierro viejo. Los que llegan por el camino que hicimos nosotros, ni se acuerdan de aquel viejo don Casal. Tratan de probar que la tierra era de ellos desde el tiempo de ñaupa; nunca les va a faltar un abogado tramposo para poder probar. Y nosotros, los pobres, somos los más perjudicados con todo eso. El que tiene, como don Casal, puede vender esto y llevarse su dinero para comprar otra propiedad en otro sitio mejor. Es lo que va a hacer él, y le comprendo. Y él me prometió llevarme para su estancia, tiene otra propiedad, pero yo no sé muy bien. Estoy viejo, voy a estar más viejo. No sé qué puedo hacer en esa estancia. No sé también si quiero irme a vivir con mi hija en Asunción. Ellos no tienen lugar. Y me molesta morir en una piecita ajena, yo que tuve casa propia, con varias piezas y un patio bien grande.

¡Lo que son las cosas!

Toda mi vida trabajé y ahora...

Puede ser. Ustedes tampoco tienen mucha seguridad. Es cierto. Cambio de gobierno, cambio de funcionarios. Pero usted todavía puede viajar, es joven. Si se queda en la ciudad, algo puede hacer. Siempre hay más trabajo en la ciudad. Lo que no hay es campo. Cada vez queda menos. Cada vez sirve menos un viejo como yo.

No, inspector, usted no tiene que quejarse. Tiene trabajo. Tiene incluso futuro. ¿Quién le dice que la política no le va a llevar lejos? Todo depende de que sepa andar. Por lo pronto, usted tiene suerte. Modestia aparte, pero tiene suerte. Le tocó el mejor guía. Yo lo he de llevar por todas partes, dígame dónde. Le voy a mostrar todos los puestos para que pueda ver si la compañía los trata bien o mal. De paso, y si me quiere hacer un favor, hábleles después a los patrones, dígales que el viejo Joaquín Núñez lo trató muy bien. Vamos a ver si así me recuerdan un poco. Hace demasiado tiempo que me dejaron en este puesto y no me ven. Casi no me ven, ya me están olvidando. Me olvida, don Casal ya no se acuerda porque tiene demasiados problemas en la cabeza para pensar en un pobre empleado y el administrador quiere quedar bien bajando sueldos.

Esto entre nosotros. No vaya a repetir porque me perjudica, inspector. Esto entre usted y yo. Le cuento porque tengo ganas de hablar. Demasiado tiempo hace que ando solo en el rincón este, justo en el linde, viendo si alguien no quiere cortar el alambrado. Porque yo no vivo en la administración, aquí tan cómodo, ahora estoy aquí para recibirle a usted. Yo vivo como a tres kilómetros de aquí. Un puesto de confianza, desde luego. Si me mandan ahí, es justamente porque me tienen confianza. Otro cualquiera puede ser capaz de ponerse de acuerdo con los ocupantes y dejarles entrar sin contar nada. Ya ocurrió. Yo, que soy el más antiguo, mientras viva, mientras la vista no me falle, no he de permitir entrar a nadie. Lo único que así, estando lejos, uno prácticamente no habla más con el patrón.

Él me recuerda bien. Cada vez que llega, pregunta: ¿Cómo sigue Joaquín? Bien, le dice el administrador, pero no le dice también que ya llegó mi hora para el aumento. Tampoco le dice que se suelen olvidar de mandarme víveres y me tengo que arreglar con bichos del monte. ¡Qué suerte!, dice don Casal, mándenle mis saludos. Y saludos me llegan, incluso las cositas que me suele traer de regalo, pero nada más.

Y yo ya me voy muriendo en aquel rincón, como la propiedad. Me da rabia, porque siempre cumplí, porque soy respetuoso. Otros, más caraduras, menos de trabajo, van adelante. El administrador, el contador. Todos gente nueva.

Bueno, si quiere cazar, vamos a cazar, inspector. Yo sé dónde hay. Pídale, con confianza, arma al administrador. Con confianza. Él tiene órdenes de tratarle bien. Seguro. Usted viene a ser como invitado, inspector, sé lo que le digo. No quiero a usted decirle lo que tiene que hacer, no soy nadie. Yo soy su guía, yo le voy a acompañar por dónde usted me ordene. Yo le voy a decir todo lo que hay y lo que no hay. Todos tenemos órdenes de tratarle decentemente y de ponerle a su disposición hasta el avión. Si quiere volar, vuele no más. La compañía se hace cargo. Si necesita algún extra para cumplir su trabajo, pídale al administrador. Sin compromiso. Él tiene órdenes y con usted no va a ser tacaño. Y no tenga miedo porque le vamos a proteger. Yo mismo, que ya soy viejo, todavía tengo buena vista y puede defenderle. Le voy a acompañar y otros más le van a acompañar, inspector, para que no tenga miedo.

No, se acabó ya el malevaje, inspector, eso es cosa del pasado. Otra prueba más de la buena fe de la compañía. El padre del actual patrón. Él recibía a todo el mundo sin pedirles nada y así comenzaron a meterse en esta propiedad los cazadores, que podían cazar lo que querían y hasta se les daba de comer. Nunca les pedimos nada, aunque nos habían dicho que podíamos pedir un porcentaje sobre los cueros. Pero no. Ellos se llevaban pieles a montones, incluso en el vapor de la compañía, que hasta en eso ayudaba. Hasta que al final se acabó la caza y ellos, en vez de retirarse, se quedaron para comer las vacas nuestras. Pero ya se terminó ese malevaje porque, al final, intervino el ejército y en forma. En vez de mandar dos o tres soldaditos mandó todo un destacamento. No podía, o si no, con esos cazadores alzados que conocían bien el monte, mejor que yo, y que se pasaron de la caza al cuatreraje. Gente mala. Yo mismo vi cuando le agarraron a ese que le decían lechuza, un hombre como de dos metros. Venía con esposas y grillos pero así y todo les amenazaba a los soldados que algún día les iba a arreglar las cuentas a todos porque algún día iba a salir. Así eran. También había otro bandido famoso, no me acuerdo el nombre, y el tipo estaba en un bar y le pidió al músico que toque Adiós muchachos y apenas terminó de tocar le metió cuatro balas. Gente mala pero terminaron ya. Podemos entrar al monte con confianza, quedan algunos insolentes, gentes que vienen a alborotar, a lo mejor le quieren presionar. Sindicalistas, usted ya sabe.

Por eso le digo, inspector, que recorra nuestra propiedad, se le van a dar todas las facilidades. Usted ve lo que tiene que ver, después hace su informe. Nadie le quiere presionar. Desde luego, usted tiene que ver su conveniencia porque, no le quiero influir pero a lo mejor algo tengo que decirle, porque ya soy muy viejo y tengo mi experiencia. Usted puede informar que esto está bien o puede informar que está mal. Es su derecho. Pero cada uno tiene su ventaja y su desventaja y usted también, inspector, no es precisamente rico y tiene que pensar muy bien. Le digo porque, en todos estos años que tengo aquí en la compañía, varios pleitos hubimos pero ningún Casal perdió ningún pleito.

 

 LA VIDA ETERNA

I

-Esta te queda bien.

Soy lo que se dice un hombre de personalidad pero, para las cosas menores, no puedo prescindir de los demás.

Con asistencia de Carlos, elijo la corbata -chillona, a tono con la camisa absurda-. Para ser un jubilado más, necesito la combinación estridente, uniforme obligado para decir pavadas entre viejos de camisa floreada.

Nunca pensé que terminaría así. Había visto en las caricaturas los vejetes tomando algún mejunje de un vaso con una pajita doblada; todos alrededor de una sombrilla con el soporte doblado; todos con anteojos ahumados. Hoy soy uno más del grupo.

En realidad, no he terminado así. Las circunstancias me exigen el mimetismo.

Me resigno. ¿Quién podría distinguirme de un jubilado del montón? Camino igual, hablo igual, aúllo igual al escuchar algún chiste sin chispa. También la panza, si bien compenso con creces el defecto. Last but not least, soy más joven. No sé si es un mérito y no debiera decirlo si de mimetismo se trata pero un no sé qué me exige la aclaración.

Aquí, todo el mundo en la pavada.

El coronel Miller campeón para eso. Este señor, viejo amigo o por lo menos viejo, tiene dos temas: Dios y los perros. Tres con los bolches, aunque los comunistas los fabricamos él y yo. Por eso no comprendo su enfermedad anticomunista. No tolero zurdos como no tolero perros malcriados; si uno me salta, lo pateo. Pero patear es una cosa y otra la obsesión. Y lo de patada una forma de hablar. Este es un país perrista. Respeto la ideología pero no me causa gracia compartir la mitad de un sandwich con un perro cuando lo tengo a diez centímetros de la boca y el perro me lo achica de un mordisco. Menos gracia me causa soportar la frustración de no dar una patada justificada. La frustración es causa de neurosis y yo, en mi situación, no puedo jugar con eso.

Desde luego, debo acostumbrarme. Incluso a Dios. Nunca he sido ateo, pero ¿qué gana Dios en una conversación de hombres solos? Dios no necesita y a los tipos les sobra. Quieren hablar de mujeres y no se animan. Como resultado, terminan en lupanares de cuarta. Cosa muy peligrosa para cualquiera con cierta posición política y en general para cualquiera con pocas ganas de pescarse un lindo sida. Además, este mi viejo conocido el coronel Miller tiene autoridad moral para hablar de Dios con todo el mundo, menos conmigo. Me han hecho muchas acusaciones, muchas falsas, pero la peor de las verdaderas queda por debajo de la diablura menor del coronel. En muchas cosas, soy su discípulo. Nunca estuvo claro si éramos amigos, cómplices o sirvientes (quién resultaba servidor de quién). Pero resulta un poco tarde para las reflexiones filosóficas. Hemos trabajado juntos, seguimos juntos. Lo importante, ahora, es mantener las buenas relaciones y no olvidarse del refrán: adonde fueres, haz lo que vieres. Yo me veo como quieren verme: uniformado de aburrido. Naturalmente, el aburrimiento no se ve. Adaptación al medio: estoy en maravillaworld. Con cara de reglamento, me pongo el uniforme colorido para visitar a mi vecino el coronel y recibir la gran noticia.

Él siempre tiene una gran noticia y organiza reuniones para eso. Supuestamente.

Por suerte, somos vecinos; con o sin noticias, no pierdo mucho tiempo yendo a su casa. El camino podría ser más corto pero la seguridad exige usar la única puerta habilitada y abstenerse de abrir una nueva en la muralla medianera.

Llegamos a tiempo, el coronel nos recibe con dos vasos de jugo de tomate. Carlos mira el suyo con asco y espera el momento oportuno para derramarlo. Yo, más en el centro de la atención, soporto el mío; no puedo derramarlo sin correr el riesgo de ser visto o castigado con un nuevo elixir de zanahoria. El coronel (no quisiera acusarlo) tiene pecados mayores que el alcohol. Sus invitados son del mismo tipo: todos con odio santo al cigarrillo, a los chistes verdes y los puntapiés a los perros maleducados.

¡Quién los entiende! 

Yo, desde luego.

De no entenderlos, hubiera terminado mal, recibido quizás un tratamiento similar al empleado con Trujillo in extremis. Pero yo no soy un bruto como él ni necesito explicar que no soy bruto. Otros se encargan de eso, de reconocer mi capacidad.

 Incluso el coronel. Siempre ha reconocido su incapacidad para sorprenderme. Cuando prepara una jugada, ya estoy de vuelta.

Hoy, sin embargo, me tomó desprevenido.

Por primera vez.

Los cocktails de leche descremada se coagularon cuando el coronel hizo sonar un gong traído de Corea o China (donde no estuvo por casualidad ni por turismo). El golpe formaba parte de la rutina, una forma de llamar la atención y prepararla para alguna conferencia de tema tan ameno como las atrocidades de Fidel Castro o la prueba científica de la inmortalidad del alma, exposición a cargo del coronel (SR) Glenn Miller (se llama como el músico y a veces nos tortura con salvajes solos de violín). Pero la novedad de la velada fue el fulano de Harvard, médico de increíbles títulos, responsable de la clase de anatomía. Todo muy organizado: un ayudante proyectaba los slides mientras el tipo hablaba y así desfilaron transparencias del corazón y todas sus funciones.

El cerebro, explicaba el Harvard, vive de la sangre enviada por el corazón a través de cuatro arterias: las dos cervicales y las dos carótidas. La sangre, señores, la sangre, después de irrigar, dar vida a las células cerebrales, vuelve al corazón a través de las venas yugulares situadas en el cuello.

Nada extraordinario en la exposición, el tipo explicaba como si fuéramos deficientes mentales y todo el mundo se preguntaba para dónde llevaba la inesperada lección de anatomía, sin omitir comentarios indiscretos acerca de las facultades del anfitrión. Comprensible. Al cumplir 71 años, dos meses atrás, Miller nos sorprendió con una conferencia sobre sus contactos con los extraterrestres, contactos comenzados poco después de un derrame cerebral. A partir de aquel momento, el coronel es otra persona y sus contactos con el mundo de la cirugía cardiovascular pueden ser side effect (¿cómo se dice side effect en castellano?) del derrame.

-Trasplante de cerebro. 

La acotación sonó bastante mal. El científico prefirió ignorarla y continuar la exposición pero el otro no estaba dispuesto a callarse y repitió varias veces:

-Trasplante de cerebro.

El disertante debió tomar en cuenta la interrupción. El interruptor, un hombre de unos 75 años, pensaba en su problema particular. ¿Es posible eludir los efectos malignos de un quiste mediante un trasplante de cerebro? El disertante, quizás informado del caso, dio vueltas para decir que no y que sí, dadas las circunstancias del desarrollo actual de la ciencia médica. La explicación no resultó satisfactoria y el pobre Larry, así se llamaba el viejo, comenzó a llorar. Larry era el único autorizado a llevarse una botella de bourbon a las reuniones del coronel, aspecto positivo de un cáncer sin remedio.


II

Este Carlos se comporta como un adolescente. Está furioso. Dice que el coronel me quiere estafar. Yo le dejo hablar un rato para desahogarse y después le pregunto cuánto tiempo llevamos juntos. Una forma de hacerle sentir que, después de tantos años, ya no tiene derecho a ser ingenuo.

¡Por supuesto, el coronel quiere estafarme! En cierta medida, me estafa; caso contrario, yo tendría ya cancelado mi permiso de residencia en su país. Estoy porque le conviene a él y porque me conviene a mí. Yo le permito extorsionarme un poco, no demasiado. Él entiende. Sus exigencias son moderadas, una especie de alquiler razonable por vivir aquí. Soy un inquilino cumplidor. Él podría conseguirse otro pero, mientras tanto, la casa le quedaría desalquilada, pura pérdida. Por mi parte, podría buscarme otro lugar pero la mudanza siempre es traumática. Me ahorro los gastos y molestias del traslado aceptando su discreto chantaje, directo o indirecto. En este caso, indirecto: una supuesta contribución para la sociedad científica NN, que patrocina los trabajos del fulano de Harvard y quiere crear un hospital o algo parecido. Este era el punto de la conferencia de mister Harvard, interrumpida por los sollozos de Larry. Conferencia inconclusa. No hubo modo de pasar después la alcancía. Para obviar el incidente y las demoras, con franqueza bien norteamericana, el coronel me dejó una nota con el importe de la supuesta contribución en buenos dólares. Poco diplomático pero no justifica la indignación de Carlos. Mi estadía, nuestra estadía cuesta plata. El coronel no tiene por qué pagarla. Además de los gastos, está su comisión; la necesita y la merece. La necesita, sobre todo, y esta es la base de nuestra relación, ahora que los dos salimos de la política. Tiene la enfermedad de los caballos y necesita sumas regulares y razonables. Razonables: su disciplina le permite controlarse. Necesita perder (nadie es perfecto) pero nunca demasiado ni todo. No se jugará ni el auto ni la casa. Todas sus apuestas tienen límites. Tienen, además, una regularidad increíble. Disciplinado como es, no se pierde una carrera ningún sábado. Tiene que estar ahí, religiosamente, hasta terminar el último dólar del bolsillo. Así terminan apuestas y dinero por el día -mi dinero, mi supuesta contribución para ayudar a los lisiados de la guerra del Golfo Pérsico-. Pago sin gruñir. No me gusta deber favores y plata es garantía.

Cobrando, el coronel no irá a perjudicarme sin necesidad. Puede hacerlo. Tiene archivados, y a buen recaudo, una partida de papeles comprometedores contra mí. Si los publica, me funde. Si me funde, deja de cobrar. Y yo también puedo fundirlo porque, durante todo el tiempo que trabajamos juntos, mientras mi amigo preparaba su archivo, me cubrí las espaldas preparando el mío. Por otro lado, el hombre no es ningún correveidile, tiene derecho a exigir los honorarios de su categoría. Menos me cobraría un lobby de segunda, pero lo barato sale caro. Esta vuelta, reconozco, el precio resulta exagerado; no es razón para saltar hasta el techo. Después de tantos años a mi servicio, Carlos debiera entenderlo mejor que nadie, máxime siendo servicio una palabra mal usada; lo correcto sería decir amistad. Él me debe todo lo que tiene. Su carrera tiene dos etapas: antes y después de mí. Antes era bastante tonto... sigue siéndolo: hace unos días, lo encontré forcejeando con la secretaria, operación cuasi galante interrumpida por mi aparición inesperada. Se quiso justificar con que Juanita llegó con los botones desprendidos y él quiso desprenderle el único prendido. No es pretexto. Él no puede violar por inducción. Esa Juanita quisiera ver en los periódicos titulares como RAPED BY LATINO EXILE. El de la foto no será el violador Carlos porque da más estatus hacerse violar por mí.

III

Otra vez periodistas. ¿Dictador del Paraguay? ¿Ex presidente de Uruguay? ¿Honduras? Perdería mi tiempo tratando de explicar la diferencia entre Sud América y Marte; entre dictador y demócrata.

Los periodistas son iguales y no van a cambiar.

Quizás, si fuera viejo, si tuviera algún problema irremediable, podría hacerles cambiar con un libro instructivo para los periodistas, divertido para todo el mundo, conflictivo a muerte para el coronel Miller y sus amigos. Amigos cuando todo funciona bien y, cuando no, si te he visto no me acuerdo. Tuve que llorar por una visa y no me la renuevan sin pagar. Pagar no molesta tanto como pagar con ceremonias. Contribución para esto. Donación para aquello. Colaboración para lo otro.

A veces lo envidio al viejo Larry. Si estuviera en su lugar, podría mandarme unas memorias fenomenales para devolver las atenciones recibidas. Desgraciadamente, tengo cincuenta años y una salud bajo control: presión alta, stress debido al cambio. Evito las emociones peligrosas haciendo nada, caminando varias horas, nadando, reuniéndome con el coronel y sus amigos. A este paso, tengo muchos años por delante y no puedo arriesgarme a la deportación a causa de revelaciones indiscretas.

Mis memorias.

Es justo que aparezcan. Sin demasiada vanidad ni modestia, tengo mucho para contar. La experiencia de cualquier ser humano, leí hace poco, es de gran interés para todos los otros. Cierto. Y la mía es todavía más interesante. No soy ningún cualquiera. Estuve en todos los oficios, fui pobre, esta mi casa cuesta sus buenos veinte millones. Tuve todo, me condenaron a muerte en contumacia, sobreviví atentados. En principio, todavía estoy expuesto a ello. Malo para el corazón pero... toda mi vida ha sido de emociones, de imprevistos, de peligros. De tener razón los médicos, yo estaba muerto ya. Muerto de infarto. Me he salvado del primero, sobreviviré los demás. Y un infarto tampoco viene mal para romper la monotonía de Miami. Todo el mundo se aburre, todo el mundo se pregunta cómo pasé de nada a lo que soy. Debo contar. Todo no puedo, una lástima, pero suficiente.

Las memorias deben aparecer antes de mi muerte para evitar que la joven egresada Juanita Bohórquez las enriquezca con productos (vendibles) de su fantasía o considere más rentable dejarme y descolgarse con algunas declaraciones sensacionalistas del tipo: mi convivencia con el monstruo (conmigo).

No es mala chica, es pobre. Necesita publicar, y pronto, algún libro notable para ubicarse en alguna facultad. Si me demoro, la perjudico y ella buscará la manera de compensarse. Natural.

Carlos, para variar, no entiende. Se indigna. Le molesta la forma de desvestirse (a medias) de la cubanita, me aconseja tener mucho cuidado. Y lo tengo. La prueba es el legado para mi biógrafa, una platita extra en mi testamento -un refuerzo, digamos, para garantir su lealtad-. Carlos no sabe; Juanita tiene compromiso de no contar. Me cuenta, en todo caso, ciertos detallecitos de la contar de Carlos. Él me cuenta cosas de ella, yo proceso la información.

La confianza está bien, el control mejor.

Mi heredero universal no debe tener todas las cartas en la mano. No las tiene, desde luego; la herencia es bajo condición resolutoria. Puede ir a Juanita también, al coronel, a quien se porte mejor. Incluso a mis parientes, hasta hoy desheredados, si estos se me comportan peor.

Como chiste, me gustaría vivir 200 años. Chiste para mis potenciales herederos, todos calculando mi muerte con minutos y segundos, incluso viendo la forma de precipitarla -nada fácil para ellos, tengo mis garantías-. No les guardo rencor por eso, yo haría lo mismo. Sin embargo, me gustaría ver la cara de mi secretario, joven con futuro millonario, si mi vida se le alarga. Y me gustaría alargarla, no sólo por hacerle un chiste, sino por hacerme un gran favor.

Teóricamente, se puede.

Como explicaba el Harvard aquel, se pueden conectar las cuatro arterias y las dos venas que irrigan el cerebro a un corazón artificial; mientras dure la máquina durará el cerebro vivo. La máquina tiene vida ilimitada; mejor dicho, se la puede cambiar por una nueva cuando comienza a envejecer. Vida ilimitada, digamos; todo depende de tener el dinero suficiente para todos los años de vida artificial.

La inmortalidad cuesta dinero, ¿quién la compra?

Una inmortalidad así, se entiende, una inmortalidad sin cuerpo. Como el pobre Larry, estuve a punto de llorar al enterarme de la imposibilidad de un trasplante de cerebro. ¿Quién quiere vivir como un cerebro conectado a un corazón artificial? 

En una película, hace unos días, vi un cerebro procesado de ese modo, embutido en un frasco de cristal, hablando con todo el mundo por telepatía. Ciencia ficción. En la realidad, el del cerebro se queda puro seso, sobrevive a su propio cuerpo, queda sin ver ni oír ni sentir nada de afuera. Sólo pensar. Queda convertido en una máquina de repetir recuerdos, debe repasar la película de la vida pasada hasta que los demás se decidan a desconectarlo. Prefiero morir a sobrevivir de esa manera, como curiosidad científica, como pieza de museo, llevado y traído por curiosos capaces de someterme a todo tipo de experimentos. Un hombre como yo, envidiado (por triunfador, modestia aparte), podría verse en grave aprieto al transformarse en un cerebro eterno.

Tentación para mis enemigos: un poco de imaginación, un poco de know how, una agujita, y me infernizan las terminales nerviosas; el dolor llega justo, derecho e insufrible. Incluso para los propios amigos; la ocasión hace al ladrón. Viéndome así, podrían recordar, de golpe, que no fui un ángel y...

IV

Manifestación frente a casa, la segunda en el mes. Esto dificulta la extensión de mi permiso de estadía en el país. Aumenta el precio. El coronel no bajará el importe de mi donación benéfica.

Normalmente, pide mucho para comenzar y discutiendo llegamos al acuerdo razonable. Esta vez no hay descuento. El pretexto la institución científico-benéfica. Para convencerme, insiste en llevarme a recorrer el hospital.

Yo lo mandé a Carlos. Él, ya de vuelta, necesitó media botella de cognac para comenzar a relatar aquel paseo por el castillo de Frankenstein. Brazos, manos, cabezas, piernas en formol. O congeladas. Gente cortada en dos. No podía explicarse a causa del shock; siempre le asustó ver matar un pollo (prefería mandar hacer, según decían).

-¿Cómo se puede saber si están vivos?

Juanita, fascinada por la historia, se santiguó dos veces, sin dejar de frotársenos.

-Por las reacciones -comenzó a explicar Carlos.

-Las reacciones, Juanita, dependen de cada órgano. Son evidentes cuando una chica como usted pasa delante de... 

Ella se puso a reír a gritos. Mi chiste destruyó la atmósfera de suspenso favorable a las intenciones de Carlos, no necesariamente conformes con las de la señorita. Él lleva varios meses sin poder visitar un cabaret por temor al atentado o al escándalo. Ella no quiere ser la cubanita refugiada pobre, huele herencias, necesita marido. Las conozco bien a las del tipo y no las juzgo, siempre y cuando no traten de estropear secretarios ajenos. Mucho tiempo se pierde buscando, formando secretarios. Un Carlos no es nada excepcional pero lleva trabajo. Siempre. Después de tantos años de convivencia pacífica, mi brazo derecho tiene todavía, en algún rincón del corazón, recuerdos especiales. Cuando nos conocimos, no eran sólo recuerdos sino proyectos realizados y realizables. Lo querían liquidar por eso, yo lo salvé. Intercedí por él, lo incorporé a mi servicio.

Para dejarlo agradecido, desde luego, y agradecido está. Es rico, será más rico cuando muera yo. Sin embargo, y aunque estemos en el mismo barco, puedo sentirle a veces un residuo de moral revolucionaria. La historia de hace quince años: magnate corrompe idealista. Quizás el mismo Carlos no lo sepa, pero la sensación de culpa la tiene todavía en la cabeza. Debo tener cuidado y mucho, para compensar la aparición de la biógrafa, mosquita muerta peligrosa -más de lo imaginado-.

¡Lo único que me falta es una historia de amor a contramano!

V

Me llama el coronel para decir: venga en seguida. Si quiere verme, yo lo quiero también. Para decirle cuatro cosas, voy a verlo. Al llegar, casa con invasión de periodistas. ¡Otra del viejo!

Él, todo un señor, comienza el discursito de cómo yo, después de haber servido a mi país, debí salvar la vida huyendo y asilándome. El autor del golpe, un traidor, tendrá que responder ante la historia un día. Siguen elogios sobre mi persona (derrocamiento urdido por mi amigo el coronel); se propone entrevista con Simón Bolívar II. Luego explicación de lo generoso de mi contribución a la causa, del ejemplo sentado con mi plena entrega. ¡Cristóbal Colón de la muerte!, dice el coronel, extasiado. Yo confirmo la historia: cuando muera, iré al congelador. Me cortarán en partes, viviré para siempre Flashes y aplausos. Después me excuso: un exiliado político no debe hacer declaraciones. Nada más que agregar. Usted es algo más que un exiliado, es un héroe, grita una de Time.

Mascullo unos pretextos y vuelvo a casa.

Estuve a punto de meter la pata.

Fue mejor encontrar todo el circo periodístico sin tener ocasión de hablar en privado con el coronel porque estaba por mandarlo a la mierda.

Y está mal.

Suerte que pude controlarme, seguirle el juego, el cuento de los millones y la donación de órganos -de todo-. Quiso presionarme con la mentira, me convirtió en el ídolo de las facultades de medicina. ¿Quién me negará la visa ahora?

Para asegurar, me busco otro. Puedo comprar dos mariscales por el precio de este coronel.

Pero tranquilo.

Mañana puro sonrisas, ya está listo el cheque. ¿Se habrá puesto de acuerdo con Carlos? Difícil. Lo de Carlos más bien sentimental.

Je, je.

Carlitos, aprendiz, quiso ganarle a su maestro. Se sintió heredero universal, apoderado general. Y lo es, pero sin exclusividad. ¡Qué cara va a poner mañana! O esta tarde, cuando yo no vuelva para cenar y él comience a pasar una noche difícil. Mañana, con toda seguridad, la policía. Una visita discreta, una citación. Para Carlos y para el coronel. Las publicaciones después, digamos una semana a partir de ahora. Es mejor para no alarmar a las autoridades de allá. No, vayamos a lo seguro. Dos semanas. Para entonces, yo tendré ya todos mis papeles. Permiso de residencia en regla... Je, je. Los periodistas comenzarán con los ataques, caerá sobre Carlos el odio acumulado contra mí. ¿Y el coronel? Pobre coronel; tendrá problemas con la policía y con la mafia.

El único problema el cambio -una vez más-. Me he vuelto rutinario, me transtorna salir del país con la ropa puesta (mi presión debe andar en 22). No queda más remedio. Estos deben de estar complotados.

Sí, lo más probable...

Pero lo de Carlos sí que no entiendo. 

Tratándose del viejo, es natural: carreras. Con el tiempo, perdió la sana costumbre de llevarse al turf todo el dinero y nada más que eso. No le bastaron los bolsillos cargados con mi plata y comenzó a jugar más fuerte. Demasiado. No es tonto y nunca hubiera tratado de estafarme de no tener la soga al cuello. La tiene y se combinó con Carlos; lo comprendo a él, no a Carlos, ¿éste qué gana con robarme? Portándose bien, tiene todo; portándose mal, nada. ¿Juanita? No, el tipo es perro viejo para dejarse agarrar así. Eso no justifica la ratería de unos cuantos miles, las maniobritas de la cuenta. Innecesario. Si se casa, en el peor de los casos, puede contar con mi regalo y mi satisfacción de asegurar la imparcialidad de la biógrafa, comprometida con nosotros.

Hay algo raro en todo esto y ese algo es feo y debo actuar ahora mismo. Lo ideal un taxi y después otro taxi para el aeropuerto. Bueno, tampoco puedo volverme paranoico. Aunque el chófer también esté metido, ni puede raptarme ni negarse a llevarme al aeropuerto. Ni tiene motivos para sospechar, ¿cómo puede saber que, ahora, el vuelito no será para Washington ni Chicago? Se quedará esperando en el aparcamiento y esperará un buen rato. Cuando se canse, ya estará bastante cerca de mi apoderado europeo. Mañana el pobre negro despedido (¿por qué son negros todos los chóferes?), sorry. No se lo hago a él sino al bandido de mi secretario, mañana con saldo cero en cuenta (fondos transferidos a Europa). Juanita tratará de vengarse, ¿qué puede hacer? Si arma mucho lío, ella también queda salpicada. Ya los periodistas saben de su relación con Carlos y los documentos son nefastos para él. Desde Europa, y sin peligro de extradición, voy a reírme a gritos de los dos, pagando las chanchadas hechas entre los tres. Para el coronel, una sorpresa adicional: la mafia se enterará por los diarios de que, sin mi apoyo, no puede devolver a la mafia el dinerito extra prestado para las carreras. Cuando salga de la cárcel, preferirá seguir adentro por seguridad personal.

Eso le pasa por traicionar a un amigo.

Yo, al fin y al cabo, soy el mejor amigo. Como amigo; si me traicionan ya es otra cosa. Estos dos infelices van a ver.

-Usted se agita mucho.

Me miro en el espejo retrovisor. Si, ¿cómo no agitarme? Dejo mi hermosa casa, me carcome la rabia de haber sido estafado y me falta la satisfacción de la venganza. Siento la urgencia de estar ya en el despacho de mi apoderado general de Zurich y comenzar a preparar la cancelación de mis cuentas en los Estados Unidos, la filmación de los archivos confidenciales, la publicación de las diabluras del coronel. Lo necesito ahora, no puedo esperar un segundo más.

-Ya llegamos -dice el chófer.

Sí, ya falta poco para el aeropuerto. A pesar de la congestión del tráfico, el negrito hizo un buen trabajo acelerando, metiéndose en cuánto agujero libre había. Ya llegamos. Espero no reventar en los minutos de espera que me quedan antes de tomar el avioncito para Europa. Espero. Me duele horriblemente el pecho. Él me dice algo. Oigo como si la voz llegara de muy lejos. Sanatorio. No. Derecho al aeropuerto. Soy un toro, no me voy a dejar vencer por una indisposición así. Hace unas semanas fue el chequeo médico, ridículo pensar en el infarto. Ridículo. Gesticulo, quiero gritar, llevarme al pecho las dos manos. Caigo, muero. Comprendo y siento todo el odio de Carlos, destilado en los años de humillación y dependencia; la envidia del coronel, mi cómplice; la satisfacción de Juanita al verme muerto.

Ellos, después, disfrutarán el verme confinado, inerte, en el monstruoso recipiente médico: cerebro inútil, pura inteligencia eterna y sola abandonada a la repetición feroz de su conciencia.

 

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