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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  CUENTOS DE TIERRA CALIENTE (Cuentos de DIRMA PARDO DE CARUGATI )

CUENTOS DE TIERRA CALIENTE (Cuentos de DIRMA PARDO DE CARUGATI )

CUENTOS DE TIERRA CALIENTE

Cuentos de DIRMA PARDO DE CARUGATI
Edición digital:
Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Intercontinental, 1999.

 
 

A MANERA DE PRÓLOGO
 
* Quien haya leído ya narraciones de Dirma Pardo Carugati -por ejemplo los notables cuentos de La víspera y el día (1992)- no experimentará un asombro inesperado ante un estilo tan natural, tan pulido, tan transparente y la estructura magistral de Cuentos de tierra caliente. Estos últimos relatos son tan excelentes como los del libro antes mencionado. Entre las varias formas con que se manifiesta el talento literario de Dirma Pardo, hay una que prestigia el volumen de 1992 y que también contiene su obra posterior. Me refiero al arte nada común de convertir en cuentos muy de nuestro tiempo temas milenarios. Por ejemplo el tema del regreso al hogar después de una guerra -el caso de Ulises u Odiseo narrado en La Odisea, o los amores nada edificantes del rey David y Betsabé en Samuel, 11-23, o el hallar inspiración para un relato como «La sentencia» nada menos que en William Shakespeare: y estos logros se llevan a cabo en el arte de Dirma Pardo sin un mínimo de alarde de erudición, algo que no sucede en uno de sus más venerados maestros, a saber, Jorge Luis Borges.
* Detengámonos en los amores pecaminosos del rey poeta y Betsabé según nos los cuenta Samuel. ¿Qué hace Dirma para dramatizar una historia semejante en el siglo XX? Pues elige dos personajes tan universalmente famosos que ella no necesita darles sus verdaderos nombres. El rey de Israel se metamorfosea en un presidente norteamericano en plena campaña electoral y la hermosa Betsabé se transforma en una mujer no menos bella, la actriz más célebre de su tiempo.
* Y estos amores del presidente asesinado en 1963 se cuentan como algo que está pasando en los Estados Unidos. ¡Qué convincente este relato titulado «David and Betsy»! Vemos a Kennedy rodeado de sus ayudantes más adictos, que no vacilan en actuar como cómplices en el adulterio. Las escenas son tan vívidas como imágenes de un buen film.
* Lo más impresionante del relato es el suicidio de esta Betsabé del siglo XX. Un suicidio en cuya evocación no se cargan las tintas, sin «giros poéticos» para deslumbrar al lector, giros que a menudo, más que deslumbrar, distraen la atención; un suceso narrado con naturalidad y engañadora sencillez y, no obstante, auténticamente poético.
* En «La sentencia» -este relato es de los de Tierra caliente- un juez muy justiciero, insobornable, se encuentra estupefacto ante un crimen cuyo autor ha confesado su culpabilidad y en cuyo expediente abundan claras razones condenatorias, no puede aceptar, sin embargo, los testimonios que abrumadoramente acusan al encausado. Él ha dado muerte a su tío, segundo esposo de su madre viuda. El juez pasa la noche en vela la víspera de la sentencia. Una intuición que a sí mismo no puede explicarse, le hace sospechar un enigma. Y a altas horas de la noche acude a su biblioteca, pero a un anaquel en que los volúmenes no son de obras jurídicas. Y en la tragedia del príncipe Hamlet halla la inspiración que descifra el intuido enigma: el asesino ha vengado la muerte de su propio padre. Su tío fue otro Claudius. Su madre otra Gertrude.
* Otro relato de Tierra caliente es el ya aludido, el que se inspira en La Odisea de Homero. El hijo de Laertes, el Ulises u Odiseo fecundo en ardides, el de la esposa fidelísima asediada por audaces pretendientes merced a los ardides literarios de Dirma Pardo, se convierte en Eliseo Lahaye; la guerra de Troya, en la de la Triple Alianza contra el Paraguay; Penélope en Petronila y Telémaco en Teófilo. Odiseo regresa a Ítaca, tras largos años de ausencia en que conoció a su enamorada ninfa Calipso, la cual lo retuvo diez años en la isla de Ogigia, y luego conoció a la divina Circe, y a Nausícaa en la isla de los feacios... Odiseo, gran guerrero, no era precisamente un marido fiel.
* El regreso de Eliseo a Itauguá es menos feliz que el de Odiseo a Ítaca. Cierto es que el héroe paraguayo no necesita llevar a cabo una matanza de pretendientes como el héroe homérico. El lector verá por qué se asegura esto de la no felicidad del retorno al pueblecito paraguayo.
* Lo que sí debe destacarse aquí es la ingeniosidad de Dirma Pardo en el hallazgo de «similitudes» entre detalles del poema épico y lo que ella narra en unas páginas sobre el melancólico retorno y el encuentro con Petronila. Entre paréntesis, Itauguá se pronuncia usualmente como Itaguá, nombre así más parecido a Ítaca.
* Nuestra autora, en 1995, obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Cuentos del Club Centenario. El relato galardonado se titula La casa de las tres piedras. ¡Qué complejidad la del relato! Podría decirse que es toda una novela condensada al máximo. Esta obra revela otra faceta del arte narrativo en Dirma Pardo: la capacidad de crear todo un mundo asentado sobre poco espacio, sin que la dicha complejidad induzca a la menor confusión en la mente del lector.
* Y es que Dirma Pardo sabe cómo debe escribirse un cuento; comprende a fondo la necesidad insustituible una firme estructura y atiende esta necesidad con el mismo rigor con que un buen sonetista ha de trazar los dos cuartetos y los dos tercetos con las rimas requeridas.
* Lo esencial para ella no son ringorrangos estilísticos sino un argumento interesante y un poner en resalto lo que constituye el esencial contenido de una narración. Y esto merced a un estilo que debe transmitir los sentimientos, las emociones, el dramatismo -o la comicidad- de un sucedido ficticio o no del todo ficticio.
* Entre los galardones más importantes que ha merecido nuestra autora figura el premio otorgado en el Concurso Latinoamericano Mujeres Profesionales de Chile, por el cuento «Ingratitud». Solamente hubo diez premios en la patria de Gabriela Mistral, Marta Jara, Isabel Allende, etc.
* Solamente diez autoras latinoamericanas fueron premiadas. Ocho de nacionalidad chilena y dos de nacionalidad paraguaya. Sus nombres son Dirma Pardo Carugati y Yula Riquelme de Molinas.
* Estas dos escritoras honran el Taller Cuento Breve de Asunción, en el que se destacan como las más originales en la inventiva.
 
 
 
CUENTOS DE DIRMA PARDO CARUGATI
 
 
 
LA SENTENCIA

«A lo largo de la historia, quitar la

vida a otro ser humano ha sido

considerado el acto supremo de

venganza, pues termina

irreversiblemente con el criminal,

cancela su deuda con la sociedad

y anula mágicamente la ofensa».

LUIS ROJAS MARCOS

Las semillas de la violencia

 

Era habitual que el juez Martínez durmiera poco en las noches que precedían a una sentencia. Pero nunca le había ocurrido, como esta vez, que el despuntar de un nuevo día lo sorprendiera en su estudio, sin haber terminado aunque más no fuera el borrador de sus conclusiones.

A esa hora, el silencio y la soledad creaban el ambiente propicio para la meditación, en la céntrica torre de oficinas donde el magistrado tenía su despacho particular, en el decimosexto piso.

Mas esa noche un extraño desasosiego, como un intruso, disturbaba el trabajo de Su Señoría.

Durante varios meses Martínez había estado estudiando este caso, que llegó a obsesionarlo, y no porque fuera complicado precisamente, sino porque en cierto aspecto era complejo. Aunque estos vocablos parecieran significar lo mismo, se referían a cosas distintas. Todo seguía fluidamente el desarrollo normal de los procesos «tipo», no obstante el juez pensaba que eso era sumamente «atípico». «Lo normal es la anormalidad», decía para sí mientras analizaba la situación.

Tenía en sus manos un caso de homicidio calificado, pero que no entrañaba ningún misterio; no existió ocultación de pruebas, desde el comienzo se contó con una confesión de parte y el arma del delito, encontrada en el mismo lugar del suceso, fue debidamente identificada por el presunto asesino. Tal vez, sí, habría algo no revelado en los móviles del crimen y eso interesaba mucho al juez, pues él no creía en la maldad sin causa.

Lo que le perturbaban y hasta llegaron a crearle conflictos de conciencia eran la edad del acusado y la falta de atenuantes a su cometido. Era un desafío a su raciocinio, entre la imputabilidad y la punibilidad. «En doctrina siempre ha habido dificultades con las definiciones», murmuraba el jurista. Pero no se trataba ahora de una cuestión de palabras, sino de conceptos.

¿En qué etapa de la vida humana puede considerarse que comienza el discernimiento? Este muchachito se hallaba en el límite de años a que se extiende el período de la minoridad que exime de medidas punitivas. Ese era el dilema del juez.

Su Señoría tenía fama de ecuánime y humano; no sólo consideraba las constancias, sino que se sumergía en la realidad viva de los encausados a los que debía juzgar, a quienes él prefería llamar «contraventores». Sin embargo, no podía soslayar que la criminalidad contemporánea y los alarmantes índices de precocidad que la caracterizan urgían imponer severas sanciones como medidas resocializadoras.

El magistrado volvió a repasar sus notas. Puso ante sí el voluminoso expediente, las cintas grabadas con las declaraciones y algunos recortes periodísticos.

Casi todo coincidía en los hechos principales: un adolescente, casi niño, había acuchillado a su padrastro, provocándole la muerte. No hubo riña, ni discusión. El ataque fue sorpresivo y ante testigos que conocían bien a la víctima y al victimario. Según testimonios de personas confiables, el padrastro del menor -que era al propio tiempo su tío paterno- siempre lo había tratado bien; hasta afirmaban que entre ambos existió afecto y camaradería.

El ahora occiso, de acuerdo con las declaraciones, era un hombre de bien, que había asumido las responsabilidades de su hermano, fallecido prematuramente: se hizo cargo de la dirección de la granja familiar y hasta se casó con la viuda, de acuerdo con la ley de endogamia, según él mismo había afirmado muchas veces en el pueblo, para que al niño no le faltara el apoyo de un hogar normal y para poder permanecer allí con decencia, ya que la esposa de su hermano fue una mujer respetable.

Por otra parte, varios allegados a la familia admitieron que en los últimos tiempos el niño ahora acusado comenzó a tener una conducta rebelde, protagonizando actos vandálicos que demostraban una gran inadaptabilidad social.

La débil defensa del parricida no lograba convencer ni a la propia abogada que la había elaborado. El alegato de locura fue desbaratado por el informe del siquiatra criminólogo. Este describió al adolescente como dueño de una personalidad mutable, pero inteligente, además de hallarlo lúcido y maduro para su edad. Destacaba también el siquiatra que el joven era proclive a momentáneos e inesperados rasgos de agresividad (inclusive hacia su propia madre), lo cual revelaba un comportamiento peligroso. El sicodiagnóstico concluía afirmando que el sujeto observado, si deliquio, lo hizo en pleno goce de sus facultades mentales. Su proceder -aclaraba- no se ajusta a «herencia mórbida, ni a causas sociales y su educación y el ambiente familiar fueron normales y equilibrados, sin influencias malsanas o deplorables» que se detectasen en este tipo de estudio.

El juez se acomodó en su mullido sillón, alzó la vista hacia el cielo raso, como si allí estuviera la imagen que quería convocar. Trajo a su memoria las audiencias con las declaraciones del imputado. Recordó que al responder el joven siempre se mantenía imperturbable, sin muestras visibles de arrepentimiento, pero, en verdad, tampoco exteriorizaba petulancia u orgullo por el crimen cometido que, según el fiscal, «había sido consumado con premeditación y alevosía».

El magistrado no podía olvidar ese rostro aniñado, de tez blanca, ojos claros, con un mechón de pelo castaño cayéndole sobre la frente. Trató de alejar de sí todo sentimiento propio. La gran responsabilidad que entraña un tribunal unipersonal imponía al juez Martínez el deber de dictar una sentencia sabia, que probablemente estaría destinada a sentar jurisprudencia.

Revisando los recortes de diarios locales y las grabaciones de las entrevistas, dos datos que habían llamado su atención, ahora lo inquietaban: uno era el reportaje de una conocida periodista, en el que se identificaba al joven delincuente por sus iniciales y por una fotografía, en la que el menor aparecía con una franja negra sobre los ojos. Durante la entrevista, el muchacho alegó que se le apareció un fantasma, o un hombre encapuchado, que le ordenó que matara a su tío-padrastro. Tal declaración nunca fue expuesta en las deposiciones judiciales y sólo sirvió para que la opinión pública, tan pendiente del caso, calificara de mentiroso y fantasioso al entrevistado.

El otro dato marginal que había turbado al juez se relacionaba con algo que oyó en una de las grabaciones. Retrocedió la cinta y escuchó atento, hasta que por fin llegó a la parte que creía recordar. «Quiero dormir», decía la voz salida de la grabadora. «Déjenme dormir», repetía.

A un hombre con la experiencia de Martínez no se le escapaba que refugiarse en el sueño es un común subterfugio del inconsciente para evadir responsabilidades. Pero al juez tanto el manifiesto deseo de dormir como la mención de voces y visiones le sugerían algo que no alcanzaba a precisar claramente; era una idea a la deriva que navegaba por los meandros de su memoria.

De pronto tuvo una intuición; se levantó y fue hasta su biblioteca, no a los estantes donde se alineaba toda su colección jurídica, sino hasta otro librero más pequeño donde había volúmenes de diversos tamaños y con cubiertas de variados colores. Aunque en apariencia esos libros no estaban ubicados en un orden orgánico, Martínez halló lo que buscaba, sin ninguna dificultad. Tomó el grueso ejemplar y sin necesidad de recurrir al índice, con sólo hojearlo un poco, dio con la tragedia de Hamlet.

No pudo sustraerse a la tentación de leer en voz alta, como en sus años de colegio secundario, el monólogo del tercer acto: «¡Ser o no ser, he aquí el problema! ¿Qué más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra el piélago de calamidades y haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir... dormir... no más! ¡Morir... dormir...! ¡Dormir...! ¡Tal vez soñar!»

El centinela hizo su última ronda y apagó las luces de los pabellones interiores. Pronto amanecería.

En su camastro, el recluso Nº 1256, sin haber podido dormir en toda la noche, calculó que aún le quedaba algo de tiempo antes de que sonara la campanilla, que a manera de diana los obligaba a levantarse a comenzar otra jornada. La suya no iba a ser fácil. Para él, ésta podría ser la última noche que pasara allí. Dentro de unas horas lo sabría: o le daban su libertad, condicionada a ciertas obligaciones, o lo trasladaban a otra dependencia. La duración del proceso había conspirado en su perjuicio: había superado la puericia. Sólo pensar en el siniestro Penal Mayor lo estremecía.

En la víspera, antes del toque de queda, Bobadilla, el menos temido de los celadores, le trajo un par de pantalones y una camisa limpia y le recordó: «Mañana a las nueve, eh».

¡Como si él pudiera olvidarlo! ¿Llegaría el fin de la pesadilla que estaba viviendo sin tregua desde aquel fatídico día en que ajustició a Igor?

En vano trataba de olvidar; su pensamiento, traicionero remolino de aguas bravas, lo sumergía en las profundidades de los recuerdos.

Muchas veces sostuvo lo mismo: no estaba arrepentido de lo que hizo, porque había que hacerlo y a él le correspondía, pero siempre lamentó que hubiera tenido que suceder. ¡Qué no habría dado por tener «una máquina del tiempo» y poder retroceder a la época feliz! ¿Qué tendría que haber hecho y cuándo, en qué instante, para haber evitado la tragedia? ¿Habría sido el día en que descubrió los secretos amores de su madre y de su tío Igor? No, entonces ya era tarde. Tal vez cuando el hermano de su padre llegó para vivir con ellos...

¡Quién hubiera sido adivino! Estaban todos tan contentos que no podría cambiarse ningún detalle de aquel encuentro feliz. Tendría que haber sido antes, quizás en el momento en que llegó la primera carta...

La verdad es que todo cambió desde entonces. El disidente Igor había arriesgado la vida en la fuga, aquella fría mañana en Detskoe Selo, cuando, fingiéndose pescador, con un rústico bote cruzó el lago Ladoga y llegó a las costas de Finlandia. A su audaz escape siguió el peligroso escondite en un consulado sudamericano. Fue entonces cuando comenzaron a llegar las noticias.

Pero si su tío fue valiente, también lo fue su padre Iván se expuso a duras represalias al dar asilo a su hermano, un hombre que venía de atrás de la Cortina de Hierro. En aquellos días las barbas no eran bien vistas por el gobierno militar y menos aún si quien las llevaba hablaba en ruso.

La llegada de Igor fue un verdadero acontecimiento familiar. Cómo olvidarlo. Estrafalariamente vestido, con un gastado bolsón como único equipaje y una balalaica colgada del hombro, irrumpió en la vida de aquella gente que era suya, de quienes sólo conocía a su hermano Iván, aunque apenas lo recordaba, después de tantos años de separación.

Pronto simpatizó con su sobrino, un niño amistoso e inteligente, de quien empezó a aprender el idioma, y él, a cambio, le enseñaba el suyo con los versos de las canciones que interpretaba en su sonoro instrumento.

En aquellos días, para el sobrino, el tío era un pintoresco personaje: un viejo cosaco que reía a carcajadas estentóreas y tomaba ron sacando el corcho de la botella con los dientes. Su fuerza era impresionante; nadie lo aventajaba en destreza y maña para sacrificar los cerdos para la fabricación de los embutidos, como si toda la vida hubiera faenado con cuchillo.

Con el tiempo, el niño se dio cuenta de que, en realidad, Igor sólo tenía cuarenta y cuatro años y unas irreprimibles ganas de vivir y disfrutar esa vida nueva que se le brindaba en la granja de su hermano. Y el niño empezó a quererlo, casi tanto como queda a su propio padre.

Pero esos recuerdos felices no eran sino los caminos conductores para llegar a aquello que pretendía olvidar.

¡Cuánto lloró cuando comprendió lo que estaba ocurriendo entre su madre y su tío! La sorpresa del descubrimiento se diría que lo maduró de golpe. Resolvió que con lágrimas no solucionaría nada y decidió comportarse como un hombre encarando los hechos: enfrentó a los adúlteros, los amenazó con contarle todo a su padre, a menos que Igor desapareciera para siempre, evitándole así a Iván el dolor de la doble traición.

Pero él mismo también fue traicionado. Además de la desilusión que significaba el hecho de que su madre se comportara como una vulgar mujerzuela, lo hería la artera conducta de su tío, a quien todos habían ayudado tanto. Imaginaba lo que significaría para su padre saber la verdad; por eso le dio una oportunidad al villano cuando le pidió que se fuera.

Pero Igor no cumplió el plazo ni sus promesas y, lo peor aún, las citas de los amantes se repitieron. Una siesta los oyó hablar en el establo, y creyó escuchar algo así como «hay que sacarlo del medio». Y empezó a sentir miedo.

Su vida se convirtió en un infierno. Le era inaguantable el peso del secreto y le era insoportable el dolor del agravio. Comprendió que, por su propia seguridad y sobre todo por el honor de su familia, no podía dilatar la confesión. Se dispuso a contarle todo a su padre, el fin de semana, cuando salieran juntos a pescar.

Pero ese momento no llegó jamás. Iván, un hombre fuerte y saludable, de pronto enfermó de gravedad. A los pocos días falleció a causa de una aguda intoxicación que contrajo por la ingestión de fiambres fermentados.

Todos parecían estar consternados. Igor trataba de consolar a su sobrino, prometiéndole que no lo dejaría desamparado, y la viuda lloraba descontroladamente. Pero sólo se trataba de otra vil patraña, que quedó en evidencia cuando el niño comprobó que los encuentros amorosos continuaban. Pensó huir de la casa; ya no soportaba los cuidados de su madre y le repugnaba la actitud paternal de Igor. Hasta que el odio, como un ácido, comenzó a corroerlo por dentro y empezó a descifrar lo que realmente había ocurrido: los perversos traidores habían asesinado a su padre.

Odiaba a su madre y la aborreció aún más cuando ésta, pretendiendo así lavar su afrenta, se casó con su despreciable cómplice. Si él no los denunciaba era por mantener el respeto que todos guardaban por la memoria de su padre. No hubiera podido tolerar que alguien se burlara de aquel hombre que siempre le había enseñado que se debía vivir con dignidad.

Y entonces comenzaron las pesadillas. Soñaba que su padre quería decirle algo, y él intentaba, a su vez, revelarle el secreto. Hasta que llegó el momento en que tuvo que hacer lo que debía, porque nadie más que él podría vengar la muerte de su agraviado padre.

Ahora ya estaba hecho y a nadie le confesaría el motivo. No le importaba que pensaran que él era un asesino, o un desequilibrado mental. Tal vez lo fuera... ¿lo soy o no lo soy? ¡Vaya problema!

Epílogo:

El amanecer de ese diáfano día de octubre era prodigioso. El juez abrió los ventanales para que nada, ni siquiera el cristal, interceptase ese maravilloso espectáculo. Contempló el horizonte desde esa privilegiada altura y mentalmente expresó un deseo: que su sentencia surgiese con la misma naturalidad con que el sol salía de la negrura de la noche, disipando la oscuridad. Aspiró profundamente y regresó a su mesa escritorio, a trabajar.

El juez Martínez estaba satisfecho con la decisión que había tomado. Se sentó frente a la pantalla de su ordenador y con silencioso tecleo grabó sus conclusiones y su dictamen. Pronto vendría su secretario y encontraría las indicaciones para la confección de la sentencia. Tomó su llavero, apagó las luces y se dirigió al ascensor.

Cuando salió a la calle, ya era de día. Se levantó las solapas de la chaqueta porque la mañana aún estaba fresca. Había resuelto caminar hasta su casa, para descansar un poco antes de ir al tribunal.

De todos modos, en ambas decisiones, estuvo acertado. 

 
 
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Enlace al ÍNDICE de la versión digital de  CUENTOS DE TIERRA CALIENTE  en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
 
*. A manera de prólogo (Hugo Rodríguez-Alcalá)/A primera vista/ El almacén cambió de nombre/ La casa de las tres piedras/ La muerte anticipada/ La sentencia/ El final de la odisea/ Regreso al futuro/ Pacto de caballeros/ Siesta de verano/ Sobre la cuentística de Dirma Pardo (Osvaldo González Real)
 
 
 
 
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