LA CONFESIÓN DE LAS SEMILLAS
Se encontraron después de varios años, cuando el cuerpo de sus antecesoras no era sino un recuerdo leñoso en el ciclo de las estaciones.
De modo fortuito, y hasta si se quiere inverosímil, se enteraron de la cita concertada por sus madres. Nadie en la selva o en la ciudad, o a lo largo del río, mencionó alguna vez aquella historia, y no se hubieran enterado jamás, si no fuese por un búho que, arrastrando sus vigilias por distintos parajes, solía repetirla bajo la plácida mirada de la luna.
Dentro de una vaina oblonga, arropadas por una pelusilla, con la impaciencia de la partida apenas sojuzgada y la curiosidad reventándoles por todas partes, ocho semillas de un samu'ú decidieron reunirse al cabo de los años, a recordar los días de encierro y las vicisitudes de la separación.
Con la vida guarecida en los cotiledones a la espera de la germinación, se entregaron confiadas a los raptos del viento, emprendiendo un viaje que terminaría, sin duda, en la majestad de un árbol.
Poco después, desde la intimidad de la tierra, los brotos perforaron el tegumento malva, levantándose hacia el cielo con el vigor de un niño. Fue lindo desperezarse al sol, descubriendo el mundo con las plúmulas henchidas de savia; beberse a tragos pequeños los aguaceros y sentir el zarandeo de la brisa dejando, sin embargo, las hojas tiernas en su sitio. Lindo, asombrarse ante la levedad de los nidos sobre las ramas incipientes y, una vez coronadas de verdor, escuchar en el follaje el trajinar de los pájaros. Y, más tarde, deslumbrarse ante el abultamiento de las yemas, el estallido de las corolas o las frutas en sazón.
Conocido el motivo de la cita por las divagaciones del búho, las hijas de aquellas semillas andariegas no cejaron en el empeño de encontrarse, siguiendo el itinerario de su memoria pajarera.
Así fue como un verano, bajo un cielo deslumbrado de estrellas, formando un círculo confidente, se reunieron en el mismísimo lugar donde se dispersaran las semillas primigenias.
Una partida de grillos aserraba el silencio del palmeral dormido, cuando empezaron a develar sus existencias dispares.
Trasplantadas de un almácigo municipal al paseo de una avenida, algunas vieron emerger de su embrión una sombra salpicada de flores. Otra recordaba el sonido luminoso de los niños jugando a perderse y a encontrarse detrás de su tronco barrigudo.
No faltó quien tuviese aventuras más distantes. Arrastrada por los vientos hasta una toldería, creció junto a un río, presenciando la transformación de su tronco en una canoa, en la cual los hombres se internaban a pescar.
La más turgente brindó el agua almacenada en su interior para alivianar la sed de todo un pueblo, durante una sequía que no llevaba trazas de terminar. ¡Qué rica está! ¡Qué rica está! escuchaba bendecir, mientras le dolían los tajos en la albura y a la gente le crecía el alivio.
De su biografía de árbol trajo alguna el recuerdo de un pájaro carpintero que le hacía unas cosquillas locas con el pico. Y otra, muy oronda, se jactaba de la arremetida de un torbellino de picaflores.
Empalidecían las estrellas cuando notaron que la última se había separado del grupo, reclinándose a llorar.
El desconcierto fue completo. Al instante, la curiosidad deshilachó sus preguntas. ¿Qué pasa? ¿Qué le pasa? ¿Qué te pasa? Todas quisieron saber. Pero ella, convulsa, no podía contestar.
Después de mucho consuelo y no menos paciencia, escucharon su confesión: Yo provengo de un árbol tan alto que los pájaros lo elegían para alcanzar las nubes. Los nidos que yo albergaba parecían hechos de luna, y los silbos encontraban abrigo entre mis ramas. Mi tronco memorizó la huella de los insectos y el dorado zumbar de las colmenas. Detrás, se refugiaban el miedo del venado y el temblor de las liebres, al presentir los pasos del cazador furtivo. Las lianas me pedían permiso para trenzar su indolencia en torno a mi ramaje. Era feliz. Un pilar de la selva me sentía, con la sola ambición de mantenerme en pie proclamando la vida.
Pero un día, se quebró el rumoroso palpitar del monte. La umbría quietud quedó desbaratada. Los escuché llegar. Era tiempo de tala, quemazón y desbande.
Me golpearon sus voces; el brillo del acero trizó la tersura de las cortezas; el chasquido de las cadenas nos despobló de gorjeos. Aguardé, esperanzado dentro de mi tristeza, viendo que se llevaban a otros como yo. Conjeturé mi destino. Me desvelé esperando hasta que, sin escuchar mis súplicas, cumplieron con la orden y nos prendieron fuego.
EL DÍA QUE SE DESPLOMARON LAS ESTRELLAS
Para Víctor Casartelli
Internarse en el monte, perderse por el laberinto de lianas y maleza, o seguir secretamente las huellas hasta encontrar los lugares donde los venados se echaban a dormir, era la pasión de Avaipe.
Nada le gustaba tanto. Ni otear el horizonte a la espera de los malones para dar la voz de alerta, escuchando como el pecho se le llenaba de coraje, ni pintarse la cara con los colores de las ceremonias rituales, ni mirar a los hombres, embriagados de chicha y baile, desatándose del mundo para entrar en la vorágine de una libertad inconsciente. Nada. Salvo quedarse dentro de su propio pensamiento bajo la cúpula de los árboles, con el olor humedecido de la tierra, arropada por un amasijo de hojas y de ramas tiernas; recorriendo después, meditativo, los santuarios de savia y de sombra [36] otorgados por los dioses.
Si acaso otra cosa le interesaba más era el cielo, con su danza circular de estrellas, la aparición del tigre hambriento de luna, la marcha habitual de las constelaciones.
Entre la intimidad de los bosques y la vastedad del firmamento, Avaipe desgranaba los días rutinarios de la tribu. Se evadía tras las abejas hasta los colmenares escondidos, persiguiendo de paso el sueño calcinado de los lagartos; alternaba la búsqueda de presas, junto a los guerreros investidos, con la recolección de peces burbujeantes; o acechaba, en la bóveda celeste, ese desvestirse de la noche, sacándose una a una las estrellas, como si fueran pendientes, hasta quedarse en pura aurora.
No le gustaba hablar, ni le hacía falta. Escurridizos y certeros, sus movimientos lo llevaban adonde su voluntad decidiera. Desaparecía semanas enteras de las tolderías o se quedaba a moler maíz con las mujeres, sin más ley que su propio deseo; pero guardaba en su corazón el apego a la vida y el secreto de dialogar con los luceros.
Nunca supo en qué estación sucedió. Tirado sobre la gramilla, de cara al universo, empezó a ver como se desplomaban las estrellas. De alguna manera, por el deslumbramiento o por la entrega, sus miembros se quedaron tiesos bajo esa lluvia alucinante, que de pronto se desató sobre la tierra. No atinó a levantarse o a guarecerse, ni acertó a buscar, retrocediendo hacia el territorio de la infancia, los brazos de una madre que ya no existía. Sólo dejó que los ojos se le quedaran mirando aquel maravilloso cataclismo. Estrellas en añicos, cometas desprendidos de sus órbitas, desarenadas lunas despeñándose, le dejaron los labios atónitos y la voz estancada.
Ante el silbido de los astros, permaneció contemplando la avalancha que quebraba los árboles, la geometría irregular de los ramajes, la perentoria estabilidad de los nidos. Sometido a la belleza de la luz, canceló los sollozos, sabiendo que todo a su alrededor se desmoronaba, salvo él que, testigo impotente y obligado, presenció el derrumbe gradual de su morada.
Una vez terminado el aluvión, vuelto ya del temor y del embeleso, Avaipe trató de incorporarse. No se pudo mover. Su espalda, sus extremidades, su destino estaban clavados al suelo. Sólo el rostro podía ladearse de un lado a otro, permitiéndole ver la cabellera de fuego que le había crecido a la tierra.
No pudo gritar, orar tampoco; los gemidos le fueron vedados, pero sus ojos dejaron correr, desde la esquina de los párpados un agüita empañada. Escuchó la soledad; aprendió con paciencia las argucias de la intemperie; reconoció, dentro de las llamas aturdidas por el viento, el esqueleto de las cosas. Nadie se acercó a socorrerlo ni comprendió su aislamiento. Ante tamaña orfandad, paladeó el lento sabor de la tristeza. Como ofrenda a un sol implacable y a una luna sombría, permaneció en idéntica postura durante el ciclo de las estaciones innumerables, escuchando la vida moribunda a su alrededor.
Desde el ojo de un manantial, un amor compadecido del páramo comenzó a brotar en su interior. Se supo parte y [40] motor del universo y deseó inmolarse. Percibió los pasos de la sangre transitando sus venas cada vez con menos fuerza; se le apagaron los ojos y le florecieron las manos. Entonces sintió emerger desde el centro del pecho, nutrido de su carne y de su desolación, un árbol nuevamente primigenio.
Cuentan los sabios, que pocos se atreven a contradecir, que hasta ahora puede verse en el solitario corazón del monte, petrificada y yacente, la figura de un hombre abrazado a las raíces plurales de la selva.