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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  EL DRAGÓN Y LA HEROÍNA (Cuentos de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ)

EL DRAGÓN Y LA HEROÍNA (Cuentos de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ)

EL DRAGÓN Y LA HEROÍNA

Cuentos de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
(Enlace con datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Don Bosco, 1997.
 
 
 
* Este es un libro misceláneo. Con todos los riesgos y todas las ventajas de serlo. Riesgo, en cuanto hay en él de heterogeneidad; ventaja, por su propia condición de variado. Saber eludir el riesgo y lograr unos resultados felices es lo que hay que anotar en el haber del escritor Hugo Rodríguez-Alcalá. Rodríguez-Alcalá tiene un puesto bien afirmado en las letras paraguayas, no tanto por ser de un país heroico, sino porque, proyectado al mundo de nuestra lengua, ha sabido dar prez al pegujal de donde ha salido. Trataré de explicar, desde la perspectiva de hoy, cuanto ya sabemos de mucho antes.
* Hace algún tiempo reseñé El ojo del bosque. Libro impresionante por la grandeza épica de algunos relatos y por la intimidad lírica de otros. Dije entonces: «A veces pienso en Poe y otras en Valle-Inclán, lo que no son malas evocaciones». Mis palabras no atendían a fijar fuentes -¿Quién podría inferirlo de esa sencilla cita?-, sino al clima que se desprendía de alguno de sus relatos y del mundo entre obsesivo y fantasmal que, en ocasiones, creía encontrar. Pero nada de antecedentes literarios. Ahora me valdrán también estas palabras, pero quisiera antes señalar las partes de La doma del jaguar, para ver cómo se mantiene una línea de coherencia y hasta qué punto son individuales los mundos que constituyen ese todo. Así hemos entrado en el meollo de nuestra cuestión de hoy: ¿Coherencia o no?
* El prólogo del autor nos puede dar las claves para entender la taxonomía, aunque podamos pensar en la unidad del hombre que acertó a crear la obra de arte. Porque relatos, memorias o historia tienen mucho de lirismo interior, que es tanto como la cuenda que va enhilando las piedrecillas que van a componer la sarta del collar. Efectivamente, Rodríguez-Alcalá nos dice que unos cuentos (El patriarca y su anatema, Cuadros póstumos) son pura invención, otros son fragmentos de una vida heroica; alguno, relato de la Guerra del Chaco. Estamos, sin embargo, en un concepto unitario: el relato de un suceso real o ficticio puede ser lo que se llama cuento. Así, pues, ese heterogéneo origen no pugna con lo que concebimos desde la teoría literaria; ante bien, estructura una concepción que el autor tiene muy clara. Porque lo que él nos da como producto de su inventiva es criatura de arte, no tanto por lo que tenga de fingido, sino por la capacidad estilística. Es decir, la transformación de un mundo fantástico en producto literario digno de ser tomado en cuenta. Entonces resulta que su validez es lo que da constancia a la presencia de ese personaje Scott, afortunado no por su vida azarosa, sino por haber encontrado el narrador que ha trocado la pura aventura en una criatura capaz de emocionarnos. En cuanto a Las botas del prisionero, nos transporta a alguno de los más bellos momentos de El ojo del bosque, y no quiero reincidir.
* La doma del jaguar es un intenso relato. La vida violenta de la selva está enmarcada en un léxico regional que le da vida y colorido. Las palabras son importantes porque dan forma a unos contenidos universales, pero no quisiera soslayar el patetismo de un relato al que Valle-Inclán podría haber llamado de «tierra caliente», donde los hombres se acuñan como los metales y las pasiones se desnudan de la carne que las sustenta.
* El patriarca y su anatema es un relato escrito con sagacidad. La vida tensa de otro tipo de tierra caliente lleva a Hugo Rodríguez-Alcalá a un hermoso relato con el que la vida-ficción se entrevera con la historia de los protagonistas del Viejo Testamento, logrando felices (o humanamente infelices) resultados. El «mirá, hay algo que no aprobás en los patriarcas de la Biblia», se convertirá en una especie de antífrasis dramática que aboca en un adulterio burlado.
* La voz de la tierra, las voces de los hombres, el espíritu tenso y despiadado, serían otros tantos elementos caracterizadores de estos relatos (y más acaso de los que dedica a Scott). Son los elementos que dan certeza a unas historias que cuentan por cuanto tienen de verdad. Con independencia de lo que el autor inventa, traslada o copia, y es que, por encima de todo y cubriéndolo como un recio manto, está la capacidad para conseguir que las criaturas se muevan vivas en un mundo real.
* En busca del tiempo perdido es la segunda parte del libro. El título proustiano ampara a una serie de relatos autobiográficos. Como tantas veces que de autobiografía se trata, lo que el autor nos da son una serie de fotografías que el tiempo detuvo en el recuerdo del narrador. La prosa poética e impresionista de Rodríguez-Alcalá da a sus relatos esta pátina suavemente virada que tienen las viejas fotografías con el anacronismo emocionante que para nosotros poseen los hechos del pasado, con la mirada detenida ahora en lo que fue un instante fugitivo (ya eternizado lo que duró el tic de la máquina fotográfica, pero que reiteramos mil veces hasta salvar la estampa transitoria). Estas páginas son el viejo álbum familiar que hemos encontrado en el cajón de los olvidos y que ahora nos sobresalta con su presencia y con las emociones renovadas. Años veinte y treinta, cuando el ancho cuello azul iba ribeteado de trencilla blanca y los ojos infantiles soñaban, sí, con dársenas quietas (¿sabrían qué eran dársenas?, en las que oscuras goletas (¿y goletas?) se disponían a desamarrar hacia lejanos países. (Sí, lejanos países, a los que nunca llegamos).
* Estas dos partes, unidas a Varia (heterogénea desde la historia general a un pedacito de la propia vida), hacen este libro que ahora vemos como si estuviera ahormado en un recipiente que lo conforma y lo hace ser criatura singular y no retazos a los que un duro golpe hubiera despedazado.
 
 
 
 
CUENTOS DE HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
 
 
LA MUJER DEL COLISEO

A Susy Delgado

* Emilio Ordoner juzgó, tras repetidos esfuerzos de redacción, a lo largo de los cuales iba simplificando la historia, aligerándola de un pesado lastre erudito que, «como cuento fantástico», éste no iba a convencer a nadie. Ya antes de la primera redacción de «El camafeo» se había convertido en todo un scholar en camafeos; tras muchas lecturas había consultado catálogos y enciclopedias y visitado museos durante un largo viaje por Europa. Tocante a reencarnación o transmigración había leído esotéricos libros y conversado con devotos creyentes de esta doctrina. Abandonó el propósito de seguir rescribiendo el cuento hasta recibir una nueva inspiración.
* Entonces optó por otros estudios como la demonología. Le advirtieron amigos suyos que de la demonología a la demonomanía y a la demonolatría no hay más que un paso. Emilio Ordoner sonreía y se guardaba de confesar que el cuento «El camafeo» no resultaba lo que él había anticipado. Pensó entonces en escribir un relato autobiográfico y dramatizar un episodio de su visita a Roma en el verano de 1960. Y más o menos así comenzó su trabajo:
* «Yo no conocía Roma, aunque podría haberla conocido años atrás. Roma y los romanos me interesaron siempre. Durante los primeros días de aquella memorable visita me dediqué a recorrer todo lo antiguo, lo más antiguo. Cuando le llegó el turno al Coliseo elegí una mañana radiante para conocerlo por dentro. Entré y me senté en una de las gradas y allí me quedé pensando, mirando el azulísimo cielo bajo el cual la espléndida ruina parecía que iba a recobrar su antiguo esplendor arquitectónico y llenarse de vivos colores y estridentes gritos. Recordé los versos de Rodrigo Caro inspirados por un espectáculo semejante:

¿Cómo en el cerco vago
de su despierta arena
el gran pueblo no suena?
¿Dónde, pues fieras hay, está el desnudo
luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?
Todo desapareció; cambió la suerte
voces alegres en silencio mudo...

* De pronto noté que yo no estaba solo, completamente solo, como momentos antes, solo con mis propias imaginaciones. Vi que una mujer trigueña, joven y muy hermosa, apareciendo silenciosamente, se sentaba a unos cuatro metros de mí en la misma grada. Curioso -pensé- que entre las ochenta gradas haya elegido la grada que elegí yo, en este anfiteatro para 50.000 espectadores. La miré de soslayo pero con detenimiento. Era de una elegancia impresionante, de muy finos modales. De vez en cuando se ponía de pie y concentraba la mirada azul sobre un punto de la arena. A veces miraba hacia donde yo estaba y yo sentía en mí aquella mirada aunque no mirase yo que me miraba. Me calé las gafas de sol para observarla a mi gusto sin delatar mi curiosidad, mi admiración. Ella y yo éramos los únicos seres vivientes en la gigantesca ruina. Claro que sobrevolaban palomas y que habría algunas sabandijas en las grietas de las piedras milenarias. Ella no se movió de su asiento hasta que decidí yo volver al Albergo Minerva, y bajé hasta la entrada. Entonces me atreví a volver la cabeza aunque temía ser tenido por impertinente. Nuestras miradas se cruzaron; yo apuré el paso como intimidado por el resplandor azul. Ella bajó también y desapareció.
* A la tarde fui a visitar el Panteón. Sentí viva emoción al abrir una alta hoja de la puerta de bronce (¿de bronce?) empujándola hacia adentro. La puerta giró sobre sus fortísimos goznes. Los bárbaros, siglos atrás, habían abierto esa misma puerta con un empellón del pecho de sus caballos de guerra.
* Ya dentro del penumbroso Panteón, la mujer trigueña vino hacia mí como una hermosa estatua de mármol que se moviera con andares de vestal y pasó a mi lado sin mirarme. Vestía de blanco como en la mañana del Coliseo; casi me rozaron los pliegues de su túnica. Al andar no sonaban sus pasos. Al día siguiente topé con ella más de una vez entre las nueve y las diez de la mañana. En el foro, entre arcos y columnas rotos la veía aparecer y desaparecer con su cadencioso y silencioso andar, una mano sobre el pecho y la otra ordenando los pliegues de su veste blanca.
* Estos encuentros, para ser más preciso, se repitieron después en el Templo de Cástor y Pólux, en la Curia -o sede del Senado- en el templo de Saturno, en el Templo de Vesta, bajo el Arco de Tito, al pie del Arco de Septimio Severo, en el Templo de Rómulo. Siempre sola y con su aire patricio y soñador.
* Pasaron unos días sin más novedad que la de conocer otros monumentos y ruinas antiguas. La mujer se había olvidado de mí, reflexioné entre aliviado y desencantado. Pero un sábado de noche fui a cenar a un restaurante que tenía varias mesas distribuidas sobre la ancha acera. Elegí una de estas mesas y llamé al camarero. Le dije que tenía yo mucho apetito y que me sirviera las mejores pastas -él sabría cuáles eran las mejores- y que me trajera el mejor vino tinto.
* El plato de ravioles cubiertos de abundante queso rallado me pareció la mejor elección. Y ya comenzaba a servirme cuando el camarero colocó sobre el piso de la acera una altísima botella cuyo gollete se alzaba bien por encima del nivel de mi mesa.
* -Yo no podré beberme todo ese vino -dije de buen humor.
* -Tome usted lo que pueda y le cobraremos nada más que el consumo. -Estaba yo en lo mejor de aquel banquete callejero, con más de tres copas de excelente vino que se unían, dentro de mí, al flujo acelerado de mi sangre, cuando vi sentarse frente a una mesa contigua a la mujer del Coliseo. Sentí un súbito desasosiego, lo cual debería parecerme estúpido porque aquella mujer romana -sin duda sería romana- era uno de los más hermosos espectáculos, que me ofrecía la Ciudad Eterna. Pero hay que entender mi situación aquella noche del sábado: durante todas las noches precedentes, yo había soñado con su figura de veste blanca, su perfil de estatua, su belleza «clásica» según mi opinión con nadie compartida en mi soledad de forastero. Cuando ella me miró fijamente con una mirada de esas que petrifican o derriten el objeto de la visión, sentí un intenso malestar por el cual me reproché más tarde. No pude prolongar mi estada mucho tiempo. Pedí la cuenta, pagué y corrí hacia mi hotel como si alguien me persiguiera.
* Y es que a esa mujer yo ya la conocía desde mucho antes. Se me ocurrió pensar que ella era la Flavia de mi frustrado cuento fantástico; que ella a mí me perseguía por alguna misteriosa razón que, por ignorada, me resultaba perturbadora. Por eso huí de ella hasta que ya dormido, la mujer reapareció ante mí en una azorante pesadilla de que no guardé ninguna imagen al despertar, pero cuya angustia me tenía tembloroso.
* El día siguiente -un domingo como cualquier otro- era el de mi viaje a París, donde asistiría a un congreso literario. La vida en París en aquel tiempo era mucho menos cara. Decidí pasar el resto de mis vacaciones en el barrio latino. Y allí reanudé mis estudios de demonología. Seguí estudiando «a mis demonios», como los llamaba yo. Me interesaban los demonios según los griegos, los cristianos, los secuaces de Zoroastro, y según el judaísmo, el hinduismo y el budismo. La jerarquía cristiana de los demonios ocupó mis noches y madrugadas.
* Los demonios de la Biblia son los que más me interesaron, especialmente los de mayor «vigencia», si así puedo decir, durante la Edad Media y la Reforma, épocas en que fueron jerarquizados y vinculados con los Siete Pecados Capitales. En el Antiguo y el Nuevo Testamentos encontré el mejor material informativo. Me interesaron los Concilios de la iglesia como el de Braga, el de Latrán y otros tantos que a lo largo de los siglos hasta nuestro tiempo incorporaron en sus cánones indagaciones sobre el Demonio.
* Los teólogos y sus disquisiciones sobre Satán, palabra hebrea y Diablo, palabra de origen griego, me hicieron meditar en largas noches de estudio. Y no desdeñé la opinión indocta según la cual el demonio íncubo tiene comercio carnal con mujeres, bajo la apariencia de varón; así como el demonio súcubo tiene comercio carnal con varones, bajo la apariencia de mujer. Esta opinión vulgar conocida desde mi primera adolescencia me parecía ingenua si no cómica. Pero lo cierto es que ahora soñaba yo con súcubos, fascinantes demonios femeninos. Y a menudo asociaba yo estos demonios con personajes de mis propios cuentos, sin excluir «El camafeo». Y lo cierto es que la Flavia de «El camafeo» se confundía en mis sueños con la mujer de blanco, sin duda antigua, que se hizo la encontradiza en Roma.
* Pasaron varios meses. Ya en mi país había yo recuperado mi rutina de trabajo. A las dos de la tarde, sin falta, me sentaba frente a mi máquina de escribir. Yo había suspendido mis estudios esotéricos. Otras eran mis lecturas y otros mis escritos. Un día de otoño sonó el teléfono precisamente a las dos de la tarde. Una cálida voz de mujer, una cálida, halagüeña voz, me dice que tiene muchos deseos de hablar conmigo y de consultarme acerca de trabajos en prosa y en verso. «Quiero ser escritora», me dice la voz. Y la dueña de esta voz necesita ahora una opinión autorizada. Por esta razón recurre ella al crítico, al narrador, al inspirado poeta, etc.
* Acordamos que a las tres de esa tarde yo la esperaría en mi casa.
* Una joven trigueña, alta y erguida llega a mi casa a las tres en punto y, como otras estudiantas que me visitan de vez en cuando, emplea unos minutos en explicaciones que justifiquen tan inesperada entrevista. Yo que esperaba una muchacha de unos 18 años me sorprendo al ver a esta mujer tan elegante y madura, si madurez puede llamarse ya a unos veinticinco años en los que la juventud y la belleza física, la fina desenvoltura y el talante han llegado a un desarrollo armonioso.
* La empleada doméstica trae un servicio de té a la sala en que estamos sentados próximos a una mesa redonda, ella en una butaca y yo en uno de los sofás. Sobre la alfombra roja cae al poco rato la cucharilla de plata que la visitante no ha podido mantener segura junto a la taza de té humeante. Ella pide mil perdones, se agacha ágilmente y recoge la cucharita. Yo puedo verla ahora de perfil en el momento de recoger el brillante objeto. Y entonces siento una punzada en el pecho. ¡Esta mujer no me es desconocida! La he visto muchas veces. Pero yo me conozco bastante bien: cuando escribo sobre cosas que he vivido, mezclo lo verdadero con lo que invento. Y después me resulta imposible distinguir la realidad de la ficción. Y no sólo cuando escribo relatos y los publico; basta que piense en algún personaje, que lo dibuje mentalmente, que lo sueñe, como decía Unamuno, para que ese personaje habite en mi memoria como un ser real.
* Le observo yo las manos a la visitante. -Sí, -me digo- yo ya he visto esas manos, las he soñado así como ese hermoso cuerpo, ese talle, esos pechos que yo ya he visto desnudos...
* Desde mi niñez he tenido alucinaciones no siempre inequívocas. Rara vez lo que me había parecido ser una alucinación lo era realmente. Ya en mi mocedad, no le di importancia a mi propensión alucinatoria, salvo desde los últimos meses, esto es, desde mi aventura en Roma, si así puedo llamar a mis encuentros con la romana, y a mi entusiasmo por la demonología, entusiasmo a veces perturbador.
* Al entrar ella ha dejado sobre la mesa redonda un grueso libro que parece un álbum, y junto a él un manuscrito de varias cuartillas sujetas por un clipe. -¿Puedo leerle algo?, pregunta.
* Y yo le contesto: -Muy bien, pero muéstreme primero ese libro que parece un álbum.
* -Pertenezco a una asociación o a una cofradía, diré. Esta asociación se preocupa por el prójimo. Es humanitaria, es altruista.
* Ella, con el libro en las manos viene a sentarse a mi lado en el sofá. Me mira ahora con una intensa mirada de sus ojos azules, y luego hojea el álbum, me muestra unas vistas de parques, de jardines o huertos. Estas vistas tienen un colorido brillante; todas parecen visiones primaverales.
* -Nuestra cofradía -informa- se llama «Jardines de beatitud».
* -¿Jardines de gente beata? -pregunto con una risa amable.
* La broma resulta fuera de lugar cuando ella aclara: -«No; es, sí, en muchos sentidos una asociación filantrópica en beneficio de los que pasan a mejor vida. Aquí tendría usted, dentro de un mes justo un sitio apacible para el descanso perpetuo. Está usted próximo a su fin -me anuncia abrazándome- y yo he venido a...»
* Su inesperado aunque ya muy deseado beso me tapa la boca. Ambos rodamos sobre la alfombra roja.
* -¡Lo que te espera, Emilio Ordoner!
 
 
 
LAS BODAS DEL TACARÉ
 

El Diccionario Manual Ilustrado de la Real Academia Española
define el vocablo yacaré en estos términos: Yacaré, m. Argent. Bol.,
Par. y Urug. caimán, reptil de los grandes ríos sudamericanos.

(Yacaré, en el Paraguay, es también el hombre que amparado
por la oscuridad de la noche llega inadvertido al lecho de una mujer).

* Algunos sitúan el pueblo de esta verídica historia (no es ficción, no es leyenda) en las Misiones; otros en lo que vagamente se designa con el nombre de «las Cordilleras». Ahora bien, en cuanto al sucedido mismo, no hay discrepancia. Nadie cuestiona que Marcelo se llamara Marcelo Fernández, ni que Griselda se llamase Griselda García. Nadie cuestiona lo que contaré acerca de su niñez y mocedad.
* Los padres de Marcelo Fernández eran ladrilleros, esto es, fabricaban ladrillos de arcilla cocida y también ladrillos de arcilla secada al sol, es decir adobes. Los padres de Griselda eran agricultores; su chacra, de varios matices de verdor paralelo, destacaba sobre el verde uniforme de la pradera.
* La olería o ladrillar de los padres de Marcelo revelaba ya a primera vista la esmerada laboriosidad de sus dueños: todo allí era orden, limpieza, pulcritud.
* Marcelo y Griselda, nacidos el mismo día del mismo mes del mismo año, tenían notable parecido físico: trigueños los dos, de grandes ojos negros, de igual estatura, se los hubiera creído mellizos. Desde que se conocían, desde que pudieron andar, anduvieron juntos y jugaron juntos en la olería o en la capuera de sus respectivos padres. Jugaban a ladrilleros o jugaban a agricultores según lo requiriera su instinto imitativo.
* En el ladrillar pasaban las mejores mañanas y tardes, cerca del arroyo que cruzaba el pueblo de arriba abajo. Preferían hacer adobes por lo divertido de la tarea: convertir la arcilla del vecino terreno anegadizo en pegajosas formas cuadrangulares que el sol pronto iba a endurecer.
* Y con los adobes en nada inferiores a los hechos por los adultos, construían casitas con puertas y ventanas más o menos como las de verdad.
* Y en estos juegos transcurrió su niñez sin que turbaran sus trabajos de ladrillería o de agricultura, las precoces riñas con que los niños se preparan para las luchas que a menudo amargan la mocedad, la madurez y hasta la misma ancianidad de los seres humanos.
* Llegó la adolescencia y Marcelo y Griselda siguieron tan amigos como siempre y como sin advertir que él era varón y ella una hermosa niña en que se insinuaban claramente las formas de la mujer.
* Al cumplir Marcelo los años reglamentarios para el servicio militar, él y ella se despidieron con una vaga tristeza mezclada a otros sentimientos indefinibles.
* Marcelo escribió desde el cuartel la primera de las cartas cruzadas entre ambos durante el tiempo de la separación. Y estas cartas, tímidas al principio, fueron adquiriendo mayor espontaneidad y sinceridad. Ella describía el pueblo en forma tal que al leerla él creía regresar al nativo paisaje rural, con la Iglesia en que ambos hicieron la primera comunión el mismo día del mismo mes y del mismo año en que él y ella cumplieron ocho. ¡Y qué bien le hablaba ella del arroyo en que durante toda su niñez se bañaron en los días calurosos que no eran solamente los del verano!
* La vida de cuartel con camaradas que ya «conocían» la vida a secas fue para Marcelo revelación de cosas apenas entrevistas en su prolongada inocencia de muchacho campesino sin otra amistad que la hija de los García.
* Cuando terminado el servicio militar, Marcelo en uniforme de sargento de infantería regresó al pueblo y tuvo su primer encuentro con Griselda en la plaza frente a la Iglesia, debió contenerse para no abrazar a la garrida muchacha que lo recibía emocionada y trémula.
* Algo importante había sucedido en el valle durante la ausencia del hoy fornido sargento de infantería. Don Tomás Cáceres, cacique del pueblo, hombre de gran fortuna heredada en parte y acrecida luego merced a manejos no muy lícitos -la política era su cómplice- advirtió en el pueblo, al terminar la misa del Domingo de Ramos, la existencia de una muchacha extraordinaria por su belleza y gallardía y otras cualidades que se hacían patentes con sólo mirarla, casta y recatada bajo el tul que le cubría la cabeza.
* -Esta va a ser para mí. Voy a hacer de ella una gran señora. -Y don Tomás habló con los padres de Griselda. Eran parientes lejanos, pero no tan lejanos como por Adán y Eva. Los García acogieron favorablemente las pretensiones del ricacho. Se mencionó en el transcurso de lo que ya podría llamarse negociaciones, el hecho de que la próspera estancia La Perla, y otras dos estancias no inferiores en cuanto a la cantidad y calidad del ganado, además de un aserradero, no tuvieran una dueña...
* Don Tomás no era un viejo, viejo, precisamente; bien plantado y de aire autoritario y enérgico había llegado ya sin embargo, a esa edad en que la llamada curva de la felicidad comienza a hacerse visible sin que el grueso cinturón con revolvera y bolsillos de cuero pudiera disimularla.
* Marcelo, el sargento Marcelo Fernández, no pudo comprender, al reintegrarse a la vida del pueblo, la sequedad de los padres de Griselda antes tan acogedores y cordiales. Recordaba la gratitud que le demostraron cuando él se ofreció a hacer de albañil poco antes de partir para el servicio militar, y la satisfacción que manifestaron cuando el nuevo cuarto para Griselda estuvo terminado, y bien pintado a la cal, con un friso celeste de otro tipo de pintura. ¡Un trabajo de profesional! Porque el matrimonio habló un día en presencia de Marcelo acerca de una alcoba de mayor tamaño para su única hija. Deseaban construir una amplia habitación en que pudiera ella tener su máquina de coser y los lindos muebles que le habían regalado unos parientes al cumplir diecisiete años.
* Marcelo había dicho: -No sería difícil construir una pieza más grande al extremo de este corredor, aprovechando el techo que ya hay. Griselda y yo podríamos hacer el trabajo... ¡Hemos construido tantas casitas ya! Tenemos muchos adobes acumulados en la olería, tan buenos como los que papá fabrica para vender.
* Los padres de Griselda aceptaron el ofrecimiento de Marcelo. Griselda, por su parte, golpeando tres veces sus manos hacendosas exclamó: -Este va a ser un juego ahora en serio. ¡Qué divertido va a ser!
* Esto sucedió antes del servicio militar de Marcelo, como ya se dijo.
* Poco después de su regreso al pueblo (de las Misiones o de las Cordilleras) Marcelo fue informado acerca del acuerdo entre don Tomás Cáceres y los García, es decir los padres de Griselda, porque esta nada tuvo que ver en el asunto:
* -Don Tomás tiene permiso para visitar a Griselda tres veces por semana, de ocho a diez de la noche...
* Pulcramente acicalado don Tomás Cáceres llegaba a las ocho en punto de la noche a casa de los García. Bien afeitado Y perfumado con abundante agua de colonia inglesa. Para cada visita el pretendiente estrenaba ropas nuevas.
* Griselda, obediente a la voluntad de sus padres, lo recibía con respeto. Sentada a conveniente distancia, permanecía con los ojos bajos durante las dos horas de visita. Cuando llegaban las diez, don Tomás, fiel a lo pactado, se ponía de pie, previa consulta repetida más de una vez al reloj de oro de tres tapas que en él era algo así como el símbolo de su opulenta respetabilidad.
* -Son las diez Griselda -decía entonces con gravedad y lentitud-. Ha sido un gran placer conversar... Deseo que pases una noche tranquila y con sueños alegres... Buenas noches.
* -Buenas noches -contestaba ella, inquieta, azorada y teniendo ya en sus manos el sombrero de fieltro de don Tomás.
* Dos horas con don Tomás le parecían una eternidad. Ella contestaba con monosílabos a las preguntas no siempre de buen gusto del no siempre circunspecto galán. Y él, deslumbrado por aquella muchacha tan hermosa, tan modesta, tan virginal, se sentía feliz. Interpretaba el mutismo de Griselda como una forma de inocencia, de castidad, de inexperiencia en cosas del amor.
* La madre de Griselda, que cosía ropa blanca en la pieza adjunta a la sala de recibo, al escuchar la despedida de don Tomás, entraba en la sala para desearle, sonriente, las buenas noches.
* Ido ya el galán, preguntaba a su hija:
* -¿Qué te dijo esta noche? ¿Te habló de las estancias y del aserradero?
* Los padres de Griselda habían prohibido a su hija todo trato con Marcelo. Ella oyó esta prohibición al parecer sumisamente. Vigilada durante el día, por la noche Griselda veía a don Tomás Cáceres, como sabemos; pero los jóvenes no dejaron de verse, como se verá enseguida. De común acuerdo decidieron cortar por lo sano. Griselda, hábil ladrillera y no inexperta en albañilería, hizo un agujero en uno de los muros de adobe de su habitación. Un agujero a medio metro de altura del piso, redondo o casi perfectamente redondo y amplio como para dar paso a un hombre, al ahora fornido sargento Marcelo Fernández...
* Las visitas de los dos galanes nocturnos se verificaron unas tras otras. El joven, a escondidas, gozaba de todos los favores de Griselda; don Tomás, conforme a lo pactado, era puntual en sus entrevistas de ocho a diez de la noche. Discreto, parecía no tener prisa. Confiaba en que dándose a conocer y conociendo él bien a la callada Griselda, la proposición decisiva tendría éxito seguro.
* Y una noche en que Griselda no se opuso a cebar el mate al pretendiente de las ocho en punto, cayó de pronto una lluvia torrencial. Don Tomás se despidió a eso de las nueve, porque amainó la fuerza de la lluvia, prometiendo un regalito para Griselda «que tan bien ceba el mate». Minutos después de marchado el hombre maduro recomenzó la lluvia, aún más torrencial. Pasaron una, dos, tres horas más, y la lluvia parecía que no iba a parar nunca.
* Esa noche Marcelo no pudo dormir un minuto al lado de Griselda.
* Cuando ya a comienzos de la madrugada intentó salir por el agujero en la pared de adobe -agujero durante el día bien disimulado por un mueble desde dentro y por fuera por un gran helecho en maceta movible- el cuerpo de Marcelo entró por el agujero hasta la mitad, es decir, hasta la cintura. Al llegar allí, la pared, convertida de nuevo en arcilla en el sector del agujero, se desprendió sobre Marcelo, el cual quedó atrapado por una masa pegajosa pesadísima.
* En vano el hijo de ladrilleros y ladrillero él mismo, luchaba heroicamente con sus cuatro miembros, como un reptil de los esteros para librarse de la arcilla semi líquida y de la arcilla casi seca que amenazaban asfixiarle; en vano Griselda, semi desnuda y friolenta pugnaba por liberar a su amigo.
* Al día siguiente escampó un poco antes de las doce. Y no hubo más remedio que acudir a un par de vecinos forzudos para dejar libre a Marcelo. Simultáneamente fueron convocados el Juez de Paz y el Sr. Cura.
* Apenas Marcelo recobró su libertad cuando la perdió otra vez: el Juez de Paz en nombre de la Ley, y el Sr. Cura en nombre de la Iglesia lo desposaron con la hermosa Griselda. Los novios, abochornados, avergonzados, quedaron, sin embargo muy felices.
* El pueblo, con música y regocijo llamó a estas bodas «las bodas del Yacaré».
 
 
 
EL ANILLO DEL MUERTO
 
 
* -Ustedes han de saber que Villa Montes era el último sostén que en marzo de 1935 tenía Bolivia en el Chaco. Villa Montes fue fundada por la compañía alemana Staud, con sede principal en Buenos Aires. La plaza tenía que defenderse a todo trance. Si caía Villa Montes quedaría expedito el camino a Tarija, ciudad importante. Algunos jefes bolivianos rehusaron la responsabilidad de asumir su defensa. Por fin la asumió Bernardino Bilbao Rioja. Estaba con él Óscar Moscoso. Bilbao Rioja demostró ser un verdadero jefe. De él dijeron después de la guerra los ex combatientes de la Asociación de Veteranos de su país que «era el único jefe que vino de la campana del Chaco con el respeto y admiración de la tropa y de los oficiales jóvenes».
* Unos aseguran que la guarnición de Villa Montes constaba de veinticinco mil hombres. Yo creía en marzo de 1935 que eran menos; unos dieciocho mil. Bilbao Rioja organizó la defensa de la plaza con suma eficiencia. Bajo su mando estas fortificaciones resultarían inexpugnables. Nunca Bolivia concentró tantos cañones para una batalla inminente. Las alambradas de púas, de un metro o más de alto, formaban una espesa barrera de acero trenzado de un anchor que las hacía más temibles. Detrás de las alambradas se cavaron hondos pozos con abrojos de hierro disimulados con ramas. Si alguien lograba salvar aquellas infranqueables masas de acero infinitamente punzantes, caería en estos bien encubiertos pozos.
* El campo de tiro raso, sin un herbaje, cubría una distancia de unos cien metros entre las alambradas y los baluartes erizados de nidos de ametralladora. Las automáticas podían barrer ese campo como invisibles, múltiples rastrillos de plomo ardiente encamizado en acero; y no dejaban un resquicio libre de su acción mortífera.
* Yo, mis queridos amigos, aunque ya era un oficial fogueado, acababa de cumplir veintiún años. Egresado de la Escuela Militar como Teniente 2.º de Reserva, me habían ascendido en nuestra última victoria -la del Carmen- a Teniente l.º Perdonen la inmodestia; pero debo añadir que el ascenso fue por méritos de guerra y que fui nombrado varias veces en el orden del día. Ahora comandaba una compañía del Regimiento Ytororó.
* Cuando llegué al frente y observé el futuro campo de batalla con mi catalejo, me sentí pesimista. ¿Cómo pasar a través de aquellas alambradas?
* No teníamos esas herramientas cuyo uso enseñan los libros militares: unas tijeras o tenazas con que cortar los alambres en la oscuridad de la noche. No las teníamos y no las podíamos conseguir. Desde los innumerables nidos de la trinchera enemiga, una rasante granizada de acero y plomo no cesaba de venir hacia nuestros cuerpos cuando conseguíamos ocultarnos, nunca del todo, en alguna depresión del terreno. ¡Aquel fuego horizontal, vertiginoso, nunca lo había visto yo tan compacto, tan sin tregua! Esto, digo, sucedía a ras de tierra. Desde arriba llovían granadas de cañón y granadas de mortero. Infinitos cañones, más cañones que morteros, ensordecían el campo de horizonte a horizonte. Nosotros teníamos cañones, pero cañones mudos: el ocho de aquel funesto marzo nuestros cañones dispararon las nueve últimas granadas sobre Villa Montes.
* Mi Regimiento, el 2 de Infantería Ytororó, como ya dije, al mando del valiente Julio César Zarza, se arrojó contra aquellas fortificaciones con veterana audacia. El fuego rasante multiplicó su furia desde las trincheras enemigas. Y arreció el espesor del fuego aún más tonante desde arriba. El estampido de las granadas se convirtió en un solo trueno largo, ininterrumpido que no permitía oír otra explosión: todo el estruendo que sacudía cielo y tierra lo absorbía el cañoneo en enorme crescendo. Y se abrían de súbito, hondos cráteres, y se alzaban trombas en todo nuestro frente, trombas de arena y arcilla enrojecidas por la sangre de los nuestros.
* Yo había conjeturado que las alambradas eran infranqueables, pero obedecía sin vacilaciones la orden de atacar al frente de mi compañía. No avancé mucho tiempo por el campo sacudido como por un terremoto. Caí. Y no recuerdo nada más de aquel día terrible. Los camilleros al llegar la noche debieron de sacarme del campo y llevarme al Puesto Sanitario de Agua Blanca, a tres kilómetros del lugar de mi caída. Así debió de ser.
* El Puesto Sanitario de Agua Blanca no daba abasto para tantos heridos, muchos de los cuales llegaban al puesto ya moribundos, en camillas sanguinolentas, hasta cerca de la gran tienda de campaña en que operaban el Dr. César Gagliardone y sus ayudantes. El Dr. César Gagliardone, hombre alto, moreno y enérgico, no descansó en tres días con sus noches. La sangre de los operados chorreaba de sus guantes de goma y formaba oscura mancha roja en su delantal. No era posible cumplir con las exigencias asépticas de la cirugía. El médico militar no podía suspender su tarea acosado por los gritos y lamentos de tanta carne destrozada. Pero al tercer día del malhadado asalto a las alambradas, tuvo que hacerlo para disponer personalmente que los heridos ya atendidos fueran llevados a retaguardia y los muertos llevados al cementerio. Debía él redactar un informe sobre las bajas y había que identificar a los vivos y a los muertos que, a la intemperie, rodeaban el Puesto Sanitario.
* El cirujano recorrió primero la larga y muda hilera de cadáveres separada a dos pasos de distancia de la hilera quejumbrosa de los heridos; lo acompañaba un enfermero que anotaba el nombre, la jerarquía y la unidad en que habían militado los difuntos y los vivientes.
* Hacía ya una hora que trabajaba en esta labor, cuando entre los rígidos cuerpos yacentes se inclinó sobre un rostro muy blanco con unas manchas de sangre endurecida. Ese rostro le pareció familiar. Luchando contra el sueño que lo atormentaba, lo observó con mayor detenimiento. Sí, ese rostro era de su amigo y un tiempo vecino, el Teniente Ariel Cantero, conocido combatiente del Regimiento Ytororó. Un camión esperaba a que terminara la inspección final del médico. Este camión era el camión de los muertos. Como algunos heridos muy graves fallecían, allí, había que cambiarlos de hilera, esto es, llevarlos a la de los muertos.
* Al concluir su tarea el médico volvió al lugar en que yacía el cuerpo de su amigo el Teniente Ariel Cantero. Soñoliento, febricitante, Gagliardone recordaba sus partidas de ajedrez, años atrás, con Ariel, su adolescente vecino. Recordaba la mano derecha del mocito de entonces, en que brillaba un grueso anillo de oro; esa mano se movía nerviosamente sobre las fichas negras o blancas según el color con que a él le tocaba jugar. El Dr. Gagliardone asió la mano derecha del difunto, toda ensangrentada. Y advirtió que en el anular tenía su grueso anillo de oro. -Lo llevaré a sus padres -pensó el doctor extrayendo la joya-. -Adiós, Ariel -murmuró en voz muy baja-.
* En ese instante se detuvieron a su lado dos camilleros:
* -¿Se puede ya, doctor?
* -Sí, llévenselo. Ya le saqué el anillo que llevaré a sus padres...
* Uno de los camilleros abrazó las largas piernas del teniente; el otro lo tomó por debajo de los hombros.
* Y fue en ese momento cuando Ariel Cantero volvió en sí, con un gemido.
* -Agua -dijo dos veces-. Y volvió al desmayo.
* Allí mismo le acercaron a la boca exangüe el gollete de una cantimplora. Conducido a la otra hilera, a la de los vivos más cercana a la tienda de campaña, la de los que iban a ser operados, Cantero recuperó el conocimiento.
* El médico Gagliardone -entonces Teniente 1.º de Sanidad y treinta años más tarde, General, curó las dos heridas que tenía su amigo. La primera, minuciosamente lavada y luego vendada, no era grave. La otra sí lo era: un proyectil se le había alojado muy cerca de la columna cervical dejando a su paso a través de la carne desgarrada pequeños trozos de huesos astillados.
* -Aquí en el frente, imposible extraer este proyectil -sentenció el médico sacándose la máscara por breve instante. Unas hábiles pinzas extrajeron sí, de la herida todos los fragmentos óseos.
* Terminada la larga operación, el cirujano volvió a poner en el anular de la diestra de Cantero el anillo de oro que él había creído salvar de la tumba en el desierto. El anillo tenía las iniciales A.C.
* El camión de los muertos partió entonces sin Ariel Cantero para el cementerio de improvisadas cruces.
* (Esta es la breve historia que cincuenta años después del asalto a Villa Montes nos refirió el veterano, hoy abuelo de muchos nietos. Mientras hablaba hacía girar con dedos de la izquierda el anillo de oro en la mano derecha salvado como su dueño, de la sepultura en el desierto).

1996
 
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*. Viaje a Lapango - Recuerdos de un proscripto de 1947, ya fallecido// El camafeo: un tema y dos versiones (N.º 1)// El camafeo (N.º 2)// La mujer del Coliseo// Las bodas del Yacaré// El desquite// Juliana Insfrán de Martínez// El anillo del muerto// A Nihja: ida y vuelta: un viaje en la cuarta dimensión// El curador perpetuo// El dragón cautivo (1821)// Tragochenko// En el despacho del Ministro// Cajón sangrando bajo el Arco Iris// La mano que se negó a firmar// Amor mendigo// Notas de un Diario de guerra.

 

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