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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  MEDIO SIGLO DE AGONÍA (Obra de SANTIAGO DIMAS ARANDA)

MEDIO SIGLO DE AGONÍA (Obra de SANTIAGO DIMAS ARANDA)

MEDIO SIGLO DE AGONÍA

Obra de

SANTIAGO DIMAS ARANDA

Editorial Manuel Ortiz Guerrero,

Asunción-Paraguay 1994

Edición digital: 

Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

 

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PRESENTACIÓN 

Es ésta una aproximación a la ingente lucha asumida por un hombre, por un pueblo, por un país. Por un hombre que vivió, padeció y murió sosteniendo un ideal y, al morir, mató consigo al que reputaba enemigo de su pueblo. Un pueblo que soportó el escarnio de dictadores ignorantes y sanguinarios, militares y políticos serviles y sucios, incapaces de pensar en bien del prójimo y, mucho menos, del país. Un país sometido a los estragos de la corrupción y el atraso, con dos tercios de los habitantes en la ruina, la miseria y el exilio. - S. D. A.

 

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CAPÍTULO I - CULPABLE DE NO ESTAR MUERTO

     La culpa la tendría el miedo, su horrible miedo a la muerte, el mismo que continuaba torturándolo. Entre la maleza del caminejo que había tomado, zigzagueaba mascullando la rabiosa convicción de que más hubiera valido quedarse, permanecer en la tragedia, e incluso perecer en ella. No podía perdonarse el haber abandonado el país en tanto numerosos compañeros quedaban afrontando el desastre. Y esa verdad lo atormentaba cada día más a medida que avanzaba en la certeza de haber sido todos implacablemente ultimados. Sin cesar, esa obsesión le agitaba su carga de fantasmas.

     El otoño imponía su paisaje exánime en el vasto malezal que orillaba la loma y el poblado, contribuyendo a deprimirlo todavía más. Tal como ya le había sucedido otras veces, no pudiendo soportarse ni soportar a nadie, se alejó de la casa sin rumbo previsto. Al rato, muy fatigado luego de vencer una tortuosa subida, se detuvo a recobrar aliento. Fue entonces que un súbito estremecimiento lo sacudió. Acababa de avistar a corta distancia del sendero, sobresaliendo de un desolado montículo, las negras siluetas de unos horcones, verdaderos muñones de madera quemada que apuntaban al cielo, cuadro harto común en ese tiempo, pero que, por alguna inescrutable razón, lo impresionaba vivamente, aún sin precisar el lugar donde estaba.

     Ciertamente, no era el primero en sufrir tamaño impacto ante la repentina visión. Quienes por allí pasaban, en conocimiento de la matanza y presuntas apariciones relacionadas con ese extraño sitio, generalmente se sobrecogían y santiguaban.

     Él, obligado por una fuerza superior a la voluntad, apartó cactus y zarzas que le cerraban el paso y avanzó. Subió con dificultad al redondel defendido de las erosiones por un cerco de erizadas tunas, llegando a un pequeño claro donde, sobre un terreno extrañamente sinuoso, estaba la tapera. Trozos de objetos de alfarería y de metales quemados por la herrumbre, vestigios todos de míseros enseres, asomaban diseminados a flor de la tierra muerta. Y al pie del horcón mayor, entre pedernales y restos de antiguas cruces, un tronco de madreselva rebrotaba con increíble afán de sobrevivir.

     El hombre fue cayendo en cuclillas, inmerso en la lúgubre paz que allí se respiraba, disponiéndose con obsesivo interés a escudriñar los elementos de tan yermo conjunto. Ya el rezo huérfano de avecillas yuyeras anunciaban el crepúsculo, pero eso no podía distraer la atención de quien, intuyendo estar rodeado de arcanas presencias, buscaba desempolvar la agonía de cuantos imaginaba atrapados por la deflagración cuyos rastros aún le horrorizaban. Y entrando a presentir extraños vínculos entre la propia casual presencia y las pruebas de vandalismo que creía estar a punto de descubrir, comenzó examinando con detenimiento los negros horcones en cuyas hendiduras crecían hierbas de color ceniza. E inesperadamente, en una parte aplanada al hacha de uno de esos maderos, bastante lisa pese al musgo que cubría las huellas del fuego, pudo distinguir, con imaginable asombro, el cabo de un puñal clavado hasta lo posible, y debajo, acaso grabado con ese mismo puñal, varios nombres, aunque sólo algunos todavía legibles: «Zoilo... Sixto... Luciano...».

     La sorpresa lo puso de pie. Pasmosamente, esos nombres coincidían con los que él acababa de exhumar de sus reconditeces bajo misteriosas influencias.

     Quiso aferrar el puñal con ambas manos para arrancarlo. Pero, apenas tocado, el acero se partió a ras de la madera. Y el hombre barbotó: «También está muerto».

     Tratando luego de ordenar el revoltijo de sus recuerdos, apartose unos pasos y se puso a otear las inmediaciones y lejanías: la colina donde dormitaba su atribulada ciudad, Loma Verde; el bajío donde antaño retozaba persiguiendo ñahanaes; y ya bordeando la noche, a lo lejos, la imponente cordillera de Ybytyruzú. Allá, en las mañanas de su niñez de leyenda, veía nacer de entre los muslos de las rocas un sol jubiloso. De allá, según le decían, también nacía el viento. Y tenía que ser allá, necesariamente, donde debía descubrir el fuego del amor y el pavor de la muerte. El primero a quien vio morir allá, entre la breña salvaje, fue su propio padre.

     Tan sorprendentes referencias le trajeron una repentina luz, y pudo así, imprevistamente, volver a sus olvidados momentos de vagabundo infantil, aquéllos que aprovechaba para llegar hasta lo alto de ese baldío que ahora pisaba, habitado entonces por un ciego casi irreal que llamaban Zoilo Herrero, y contemplar desde allí la tierra de su nacimiento.

     Una vez reconocido el lugar, dejose llevar por un tropel de evocaciones hasta volver nuevamente a Zoilo, el más pintoresco personaje de Loma Verde. A medida que los nubarrones de la memoria se le aclaraban, de a poco pudo reconstruir la imagen del anciano. Ya recordaba sus ojos enormes y blancos, como sancochados; mas también pudo recordar el tierno trato que aquél daba a los niños, cuya compañía buscaba porque, decía, sólo con ellos encontraba alegría, y porque sólo ellos confiaban en él. Y aquí le sorprendió el recuerdo de que uno de aquellos niños que solían seguir a Zoilo fascinados por su carga de afecto fuera precisamente él. Sí, él... Y entonces pudo recuperar su propio nombre largamente borrado de la mente, Arturo Guerra.

     Volviendo al carril del tiempo allí detenido, por fuerza debió toparse con caras conocidas como las de Luciano y Sixto, pedazos de su infancia, y otras tiznadas de pólvora, endurecidas por la violencia, que se le habían quedado grabadas en lo recóndito del alma. Las había conocido durante infortunadas batallas en que cayeron defendiendo el color de una esperanza.

     Pocos habían ido a parar al exilio como él. Casi todos eligieron quedarse combatiendo hasta el fin. Algunos, tal vez, yacerían en ese lugar. Tal vez, antes que vivir huyendo, habrían preferido eternizarse en ese total olvido, amalgamarse con esa desolada tierra, ser madera oscura, triste arbolejo o simplemente polvo.

     Sumido en tales conjeturas e indagando entre despojos de presuntos horrores, Arturo Guerra rescataba numerosas presencias, espíritus encarnados en todo lo visible y tangible que lo rodeaba, hermanos suyos todos, viejos habitantes de la tristeza.

     Zoilo Herrero se había incorporado a su mundo rebelde durante el último año escolar que viviera bajo la tutela de la tía Juana, más conocida en el pueblo por «la beata». El anciano provenía de una época a la vez gloriosa y lúgubre. Hablaba de tormentas guerreras, de tropelías políticas y miserias de toda índole. Como raigón arrojado al torrente humano, se lo veía hirsuto y desfigurado por los múltiples tumbos. Nada poseía en la vida salvo su vejez y su casi infantil fantasía.

     La beata lo odiaba. Los fieros gestos con que ilustraba sus denuestos no dejaban dudas al respecto. Cada vez que pescaba al sobrino con las hondas y bodoques que le enlodaban los bolsillos, y cada vez que lo veía trayendo en los codos y rodillas el verdín de los árboles y cercos trepados en sus andanzas, lo increpaba llamándolo «sucio», y aun a veces «asqueroso, como el Zoilo ése de las calles».

     Entonces, por supuesto, Arturo no podía sino imaginar al tal Zoilo un sujeto despreciable. Pero esa idea le duró tan sólo hasta que hallara la ocasión de conocerlo en persona, ocasión que le cupo el día menos esperado, al encontrarse de pronto con un sartal de chicuelos pegados al anciano por una magia desconocida. Arturo se les acopló sin titubeos. El anciano, yendo por una calle y otra, pregonaba las bondades de su trabajo de herrero. Y entre pregón y pregón, inventaba ingeniosos cuentos y chistes que los muchachos pagaban con su alborozo. Y Arturo regresó a la casa encantado.

     Desde aquel encuentro, no cesaba de recordar al herrero ciego. Y un día, llevado por la curiosidad más lejos aún, decidió averiguar la real identidad del extraño trotacalles tan feo como lleno de amor. Ahora lo acuciaban las ganas de saber lo que ocultaba tras la aparente paz de su cara deforme, cómo se las arreglaba para hacer su trabajo, y por qué lo hacía pudiendo vivir de la pía limosna como la generalidad de los ciegos. Eran puntos que se había propuesto aclarar, así le costasen, con tal de echar por tierra las que él reputaba maledicencias de la tía santona.

     Y con esas cosas en la mente, Arturo volvió día tras día en busca del pintoresco herrero y su pandilla. Pero aquellas simples razones que le impulsaban en procura de tan original amistad, pronto fueron derivando hacia otras no tan simples. Efectivamente, con el correr de los días, Arturo se notaba descubridor de una maravilla de cuya existencia nadie le había hablado en la casa: la alegría. Y al conocerla, aquel dócil jovenzuelo, el de las ingenuas travesuras por los terrenos domésticos, por fuerza se sintió con alas, felices alas que habían de llevarlo a faltar del cobijo tutelar más horas cada vez, hasta volverse finalmente un verdadero castigo para la tía Juana, en cuyo corazón cargaban plomos sus endiabladas andanzas.

     Entretanto, el año escolar finalizaba, y Arturo, al igual que la mayoría de sus pares del colegio, debía regresar a su terrón de origen. El suyo era un paraje perdido en las estribaciones de la cordillera, un lugar de ensueño de antiguo llamado Perulero. Allá, su padre, don Pantaleón Guerra, más conocido por don Panta, un recio y cerebral burgués vuelto al agro, poseía campos, montes y un presuroso arroyo, Bolascuá, en cuyas cascadas relucían pececillos de nácar y misteriosas partículas doradas arrastradas por el torrente desde el corazón de la montaña.

     Arturo amaba entrañablemente esa tierra, y al fin de cada curso, con infinito regocijo, regresaba allá montando su exclusivo moro «chu-í». El último día de clases, puntualmente, don Panta arribaba a Loma Verde, luego de cabalgar desde el alba, cabestreando el montado para su hijo.

     Los caballos llegaban resoplando sudorosos. Y Arturo, vibrante de contenida ansiedad, aspiraba excitado el familiar olor a pelambre mojada, a cuero macerado, a caminos y campos galopados.

     Esta vez, a diferencia de años anteriores, Arturo se agitaba nervioso a medida que se aproximaba la hora del arribo. Habiendo esperado con impaciencia el momento de ofrecer a sus padres, tal un bello galardón, su diploma del sexto grado, un imprevisto incordio le estaba arruinando la fiesta. Era que esa mañana, por mera casualidad, había captado una murmuración entre la tía Juana y cierta vecina lenguaraz refiriéndose a él y a supuestas enormidades que él, Arturo, aprendía andando detrás del vagabundo llamado Zoilo: horribles cosas que, sin duda alguna, habían de llegar prestamente a oídos de su padre. De pronto, su júbilo se estaba empañando. Todo el encanto de ese fin de curso amenazaba diluirse en una bronca insoportable.

     Y bien, don Panta llegó. Y pronto se enteró de vidas y milagros gracias a la fina locuacidad de su hermana Juana. Pero la esperada bronca no estalló sin embargo. Y ni Arturo ni la tía salían del asombro al no ver en la cara comúnmente ruda del huésped la natural violencia que ambos esperaban, si bien con ánimos diferentes. Por el contario, ante la insistencia un tanto pesada de la informante acerca de la conducta de Arturo, por toda respuesta le dijo:

     -Bueno, hermana, veo al muchacho robusto y sano, y te lo agradezco. Y con respecto a las cosas que, según dices, anda aprendiendo por las calles de la ciudad, debo decirte que ya no sucederá. Ahora empezará a aprender lo que más adelante será su medio de vida. Ya tiene edad para eso. De modo que, seguramente, el próximo año no volverá. Le daremos tiempo para ver qué elige, si el trabajo o el estudio.

     Al atardecer, don Panta y Arturo montaron y partieron en animoso trote. La tía quedó en la puerta mirándolos alejarse. Le pesaba que Arturo interrumpiese su estudio. ¿Sería ella culpable? El año entrante no lo verá. Una penosa desolación la invadía.

     Por alguna extraña razón, don Panta había resuelto volver a Perulero el mismo día, sin tomar en cuenta su habitual preocupación por el descanso de los caballos. Cuando partieron eran las cinco de la tarde. Cruzando el extenso caserío, llegaron al arroyo Tacuara, límite del poblado. Arturo, un tanto triste, volvió la vista una y otra vez hacia la Loma Verde que dejaba atrás. Le hubiese gustado detenerse y contemplarla desde esa distancia, pero la tendida marcha lo obligaba a continuar.

     Caía el sol de prisa. Pronto fue creciendo el silencio. A poco, padre e hijo cabalgaban sobre una vasta llanura empurpurada hacia el ocaso. Ya solamente los acompañaban los grillos y el silbido lejano de alguna que otra perdiz. Don Panta, dominado por inocultos nervios, no dejaba de azuzar a su cabalgadura. Y esa prisa evidente llamó la atención de Arturo. Lo ponía contento porque favorecía sus ganas de llegar con rapidez. Sin embargo, había algo que lo preocupaba, y era el obstinado hermetismo de su padre, llevándolo de a poco a pensar que algo grave pudiera estar sucediendo en la casa. «Algún motivo debe tener esta prisa» -susurró para sí mientras acariciaba con las espuelas los ijares del moro. De pronto, su pensamiento lo llevó de vuelta a Loma Verde, donde la tía Juana había quedado rumiando su queja malintencionada. Tal vez la misma misteriosa preocupación que ahora veía en su padre hizo que no le diera la importancia que ella esperaba. «¡Qué chasco se llevó la pobre tía!» -murmuró. Y concluyó contento: «Más vale así».

     Y bien, ahora los tiempos eran otros. En el baldío de la gris tapera, removiendo escombros reales y raras imaginerías, en una suerte de suspenso entre un ayer y un mañana que igualmente olían a muerte, Arturo Guerra, apenas un sombrío paria, monologaba tristemente mientras la noche caía sobre su soledad, igual como cayera muchos años atrás, en aquel camino que compartiera con su padre.

     Se fijó una vez más en la tosca inscripción ya esfuminada por el crepúsculo. No la leía. La memorizaba: «Zoilo... Sixto... Luciano...». Y pronunciando aún esos nombres retomó la calle abandonada, barrancosa y cubierta de salvaje maleza. Zigzagueando nuevamente por donde había venido, dejaba el lugar con tanto desgano, como quien no atinase si ir o quedarse, como quien nada tuviese en el mundo salvo su dolor.

     A duras penas pudo llegar hasta un arroyuelo cercano, donde se dispuso a beber, pero, ni bien inclinado sobre el torrente, en el fondo del agua vio reflejadas unas cuantas estrellas. Y nada más pudo ver porque perdió el conocimiento.

     Cuando se recuperó era noche cerrada. Alzó la mirada al cielo como buscando amparo, pero allá tornó a ver sólo unas pocas estrellas que asomaban frías, infinitamente ajenas de su humana angustia. Desconsolado, intentó correr en la oscuridad, quizás huir de su desvarío. Se le antojaba dar gritos, gritar a la noche como cuando era niño, desafiar a las estrellas. Pero el mal instalado en sus tuétanos lo tenía atrapado. Nada le permitía excepto delirar. Sin embargo podía darse cuenta de que todo lo relacionado con su existencia activa estaba muerto. Tanto, que comenzó a dudar de su propia vida, de si acaso fuese él en persona o sólo su resentido espectro el que allí penaba, de si el único sujeto que se arrastraba por esos parajes fuese él. Él, o solamente sus rebeldes recuerdos.


CAPÍTULO II - LA HUMANA FRONTERA

     Desde las quebradas del Ybytyruzú, Bolascuá se lanzaba flanqueando Perulero, en cuyo fondo montaba guardia el caserón de los Guerra, y en cuyo renombrado «campo libre», parejo como un trigal, crecía el mejor ganado conocido en leguas a la redonda.

     En esa tierra de excepción, la riqueza surgía con poco esfuerzo, si bien la población humana decrecía notablemente. Los abuelos, tíos abuelos y numerosos tíos reposaban en piadoso olvido en un pequeño cementerio que ocupaba un sector del bello campo, donde unas rocas esculpidas por los vientos de la cordillera, sólo diferenciadas por las formas y tamaños, marcaban los lugares precisos. En los alrededores del caserón, laureles negros y lapachos extendían su poder de ramas y raíces patentizando la fuerza generadora del suelo. Y en los frutales de los fondos, miles de pájaros en incesante holgorio se atiborraban de cuanto allí maduraba hasta desplomarse de hartazgo. Pero no lejos de ese solar de bonanza, cruzando apenas el Bolascuá y sus montes, un verdadero mundo maldito se achaparraba sin más aditamentos que la aridez y la extrema pobreza. Y en esa desolación que llamaban «La Cañada», donde la gente moría antes de treinta años, atacada de cuantas plagas podía imaginarse, la mentada prosperidad de Puesto Guerra cobraba la dimensión de una irrealidad funesta.

     Desde el día en que don Panta se instaló en su hacienda, la caza quedó prohibida. Sin embargo, pese al miedo que llegó a los huesos, la caza no sólo continuó sino, por ser absolutamente vital, devino una suerte de guerra salvaje. Los adultos podían aguantar el hambre. Los niños no. Estos, armados de lanzas de madera, atacaron a los cimarrones escapados de la hacienda, que llegaban a disputarles a muerte el apepú y el mbocayá, frutos de la miseria. Huelga decir que, en tan mortales encuentros, tanto los niños como las bestias podían resultar cazados.

     Y en cuanto a los adultos, atrapados desde siempre por el peor destino, sólo yacían en sus camastros, mientras los rapazuelos, por su presencia activa durante días enteros, se transformaban en los únicos habitantes visibles de La Cañada. Pero en las noches, la situación cambiaba. Desaparecían los párvulos y, sigilosos, los adultos dejaban las yacijas y se largaban, mas no en pos de presas montaraces como pudiera suponerse. Los cañadenses habían aprendido a convertir la miseria en rapiña.

     Arturo estaba lejos de Perulero y de los aires perniciosos de La Cañada. Él estaba siendo educado en Loma Verde al modo de la gente de su clase. Nacido bajo el signo de sus ancestros y tempranamente trasladado allá, podía regresar a Puesto Guerra sólo durante las breves vacaciones estivales. Ahora, sin embargo, según lo oyó decir a su padre, volvía para quedarse.

     La noche sorprendió a los viajeros a medio camino. Arturo cabalgaba contento a pesar del duro tranco que le dañaba las posaderas. De tanto en tanto, su contenida alegría le daba aletazos dentro del pecho. Por fin regresaba a reencontrarse consigo mismo. Adensada la oscuridad, con los ojos muy abiertos escrutaba cuanto bulto podía entrever, buscando reconocer en ellos algún indicador del camino que aún les faltaba recorrer.

     La cordillera destacaba cada vez más su enormidad contra el horizonte nocturno, y a ratos, la brisa traía anticipos del agresivo aroma forestal. Don Panta iba delante, ajeno de la tensa expectación del hijo. Un oscuro problema le quitaba el habla. A media que se aproximaban a Perulero, encarar aquel problema se le hacía un imperativo angustioso. Y llegó un momento en que, olvidando la presencia de su joven compañero de viaje, soltó de pronto su pensamiento a viva voz, diciendo: «No hay vuelta que dar... debo entrar en acción ahora mismo, antes de que sea tarde».

     A ese punto crucial arribaba cuando los caballos, dando saltos, dejaron atrás las barrancas y la franja boscosa del último curso de agua. A partir de allí, hasta perderse de vista, claro y vasto bajo el cielo estrellado, se tendía el «campo libre», que así llamaban desde tiempo inmemorial al cañadón de los Guerra.

     Arturo se detuvo contemplándolo absorto. En el extremo opuesto de la llanura, muy cerca de la cordillera, estaría su madre esperándolo impaciente. La añoraba. Últimamente, despierto y dormido la tenía presente. Evocaba de ella no solamente su rostro maternal, sino algo, además, que él guardaba desde muy pequeño: el misterio de su femenino atractivo, único todavía en la intimidad de sus recuerdos.

     En tanto la marcha proseguía y se apresuraba el trote, Arturo vibraba invadido por sucesivas ráfagas de la aromada brisa serrana. A pesar de la oscuridad, no tardó en distinguir a lo lejos los difusos contornos del caserón y la arboleda, y a ratos, parpadeos de faroles, inequívocas señales de que estaban llegando. Pero, faltando tan escasos minutos, que hasta los caballos mostrábanse excitados y contentos, de pronto, sin mediar palabra alguna, don Panta obligó a su montado a cambiar el rumbo que llevaban. Y las casas y las lucecitas que el muchacho ansiaba alcanzar, prontamente volvieron a desaparecer.

     Arturo, lanzado al extremo de la contrariedad, se vio forzado a romper el molesto silencio de aquel hombre, aún más molesto por tratarse de su padre y porque él necesitaba una palabra suya. Con más angustia que razón, sin duda, preguntó a gritos: -¿Se puede saber a dónde vamos, papá?

     Jamás habría prorrumpido de aquel modo si no fuera por la violenta desazón que lo ofuscaba.

     A don Panta sólo se le oyó un gruñido. Pero luego, moderando el tranco a fin de que emparejasen, trató de comunicar al hijo la urgencia que tenía por hacer una visita a cierto amigo.

     -Será cosa de minutos -le aseguró-; no te aflijas, enseguida estaremos en casa.

     Y Arturo debió tragar su desencanto sin alcanzar a comprender las razones del padre, muy válidas quizá, pero enojosas.

     Nuevamente en silencio, entraron a trotar sobre una picada recién abierta, bordeando la falda por entre grandes matorrales que hacían aún más densa la oscuridad. Sumada a las interrogantes que Arturo afrontaba, una más le surgió acerca del motivo por el cual su padre prefería cabalgar en penumbra en tanto llevaba una enorme linterna colgada del tiento. Como cosa tangible, la oscuridad se le pegaba al rostro, pesándole tanto como le pesaba el silencio de ese padre suyo que, aun yendo a su lado, nada tenía para decirle. También Arturo se veía entonces obligado a callar, aunque ganas tuviera de comentar cualquier cosa con tal de disipar la tensión debida a ese ir sin saber a dónde, prestando oídos al más leve crujir de la hojarasca. Si con quien viajaba fuese su madre -pensaba-, ella sí le hablaría, le preguntaría cómo le fue el año escolar, si está contento, y charlarían.

     Los caballos trotaban nerviosos, pasando debajo de enormes árboles, algunos tan altos que parecían balancear sus copas muy cerca e las nubes. Al rato llegaron a un pronunciado bajón y un arroyo. Arturo murmuró para sí «¡Bolascuá!» Y un hálito de tranquilidad recobró. Aún estaban en los aledaños del puesto. ¿A quién iría su padre a visitar a esa hora? Cruzando el arroyo, la picada nueva continuaba con rumbo desconocido para él. La vegetación se venía chata y rala. Y avanzando algún trecho todavía, de pronto desembocaron en un abra oliente a excrementos y sembrada de matojos enmarañados y ranchitos apenas visibles gracias a una que otra mecha de sebo adosada al barro de las paredes.

     Ante el inesperado cuadro, Arturo sintió agravada su inquietud. «¡Caramba! -pensó-. No creo que el amigo de mi padre pueda vivir aquí». Pero no imaginaba que el supuesto amigo fuese un peligroso forajido instalado allí con su banda. Le decían«Gringo» y era prófugo de varios lugares. Sucedió que, por entonces, pocas noticias podían llegar a Loma Verde relacionadas a esas lejanías. Y desde allá, nada podía saber Arturo de semejantes novedades si su padre no se lo contaba.

     El tal «Gringo» puesto al servicio de cierto gris funcionario citadino que buscaba apoderarse por su intermedio de las feraces tierras de Perulero, no perdía ocasión para incordiar a don Panta, principalmente haciéndole saber que tenía «carta blanca» para ocupar cuanta tierra se le antojaba, y que contaba con un poderoso padrino y hombres y armas a discreción. De todo ello hacía pública ostentación en parrandas, carreras y boliches donde concurría, enfatizando su propósito de liquidar a quien quiera se le opusiese.

     El propietario de los mejores campos y montes de Perulero era a la vez el único que podía enfrentarlo: don Pantaleón Guerra. Y era a él que apuntaban sus insistentes provocaciones, buscando hacerle perder los estribos y obligarlo a una pelea de la que quizá no saldría con vida.

     Hasta la llegada del extraño huésped, una ordenada y pacífica convivencia -si bien asaz penosa para los cañadenses- venía observándose en el lugar, debido sobre todo al total predominio del recio Pantaleón. Y era ese odioso estorbo el que el Gringo y su mandante anónimo parecían dispuestos a eliminar, aún tratando supuestamente de evitar el obvio asesinato.

     Erigido en virtual caudillo de La Cañada, el Gringo pensaba al comienzo que Pantaleón Guerra se ofuscaría e intentaría desalojarlo por la fuerza, ofreciéndole así la coyuntura que buscaba, o que, tal vez, acobardado ante las amenazas crecientes, regresaría a su ciudad de origen, abandonando sus ricas tierras. Pero no tardó en darse cuenta de que perdía el tiempo. Aquel hombre no se inmutaba ante meras amenazas. Entonces, el Gringo cambió sus planes. Conociéndolos culpables en gran parte de la miseria en que vivían, se propuso encararlos. Reunió a varios de ellos y comenzó diciéndoles:

     -Ustedes no tienen vergüenza. ¿O es que no tienen güevos? Están viviendo aquí peor que perros.

     El Gringo no exageraba. Ni los perros habrían aceptado la vida que los cañadenses llevaban. Continuó hablando, y al final les mostró el camino a seguir. Y los convenció, según parece, ya que pocas semanas después todos estaban a su servicio. Un vislumbre de mejoría era mucho para quienes en la vida ni habían soñado con una pizca de esperanza. Todos cayeron en el lazo. Y en él habían de permanecer -estaba seguro- mientras él así lo dispusiera.

     Y bien, armó con aquella gente una enredada campaña socavadora basada en la más audaz escalada de raterías y hostilidades de toda índole. Y eran, precisamente, los efectos de esa campaña los que a don Panta le quitaban hasta las ganas de hablar. El Gringo marchaba hacia su objetivo, evidente a sus ojos indagadores, empleando toda suerte de tramoyas. Y él, aferrado a su ley, seguro de la justeza del dominio impuesto por sus antepasados y hasta allí indiscutido, no pensaba ceder un ápice. Cambiar esa condición, jamás. Sin embargo, inopinadamente, sus misérrimos vecinos tomaban la iniciativa: cambiaban. El odio germinaba como hongo en tierra sombría. La cañada, los bosques y los cerros estaban minados de gente enemiga. Estas cortaban alambrados, robaban las reses, quemaban los montes y campos, síntomas todos de la rebelión en marcha, la cual, además, comenzaba a tener graves repercusiones en el manejo interno de la hacienda. Entre otros incordios, los peones, acosados por el miedo, cuerpeaban el trabajo como nunca lo habían hecho, asomándose el temor de que pronto, debido al malestar en aumento, la crisis de brazos pudiera sumarse a los ya cuantiosos daños. Así las cosas, llegaba el momento extremo en que, o era frenado el malevaje o Puesto Guerra sucumbía.

     Planteado el problema de ese modo, la alternativa que don Panta afrontaba era de vida o muerte. Y la única respuesta posible y apropiada -ya que ninguna autoridad puso jamás sus pies en Perulero- debía darla él, con sus propias armas. Debía dejarse de contemplaciones y empezar a valerse de ellas. Ni el Gringo ni sus capangas, así anduviesen amenazándolos a bocas llenas, iban a poder contra él si actuaba con seso. Por de pronto, estaba bien informado de lo planeado y difundido sin reservas por el descontrolado sujeto. La última referencia se la debía a Pabla, la alegre sirvienta de su casa, la que días atrás fuera mañeramente persuadida y llevada a una parranda organizada en La Cañada.

     La reunión, salpicada con abundante caña blanca, tendría por objeto consolidar los pactos ya logrados y reclutar nuevos resentidos para la causa, haciendo que, formidables tragos mediante, soltasen la lengua como loros. Atraídos todos los lugareños, Pabla lo fue con un ardid especial, incluida la promesa de ser devuelta a la casa antes del alba.

     Pero, recién a media mañana del día siguiente, la sirvienta apareció por fin, y en Puesto Guerra se supo lo acontecido. Toda machucada y ojerosa, se presentó ante doña Flora, la mujer de don Panta, quien, abrumada de trabajos, renegaba contra la condenada que no amaneció en la casa. Con ganas de abofetearla, se detuvo sin embargo a oír de ella los pormenores de la fiesta, en la cual -según dijo-, el Gringo, rodeado de tipos armados y tan ebrios como él, haciendo tarima de una mesa y enarbolando un berrenque de lonjas, anunció tener mando de sargento de compañía, para luego aclarar que «vine a este culo del mundo para dar a todos la oportunidá de tener tierra güena y todo lo que se precisa para ser gente. Porque aquí, mientras nadie tiene un carajo, hay uno que acapara la mejor tierra y no deja vivir al prójimo...». Y al final de la perorata había declarado abiertamente su intención de liquidar al acaparador, y concluyó: «Y ustede me vana ayudar para hacer justicia lo más pronto posible...».

     Ante la alcohólica aclamación de los presentes, el Gringo se había puesto eufórico, arrastrando a Pabla hacia el medio de la improvisada pista. «Y entonce catu -se entusiasmó la sirvienta-, empezó la guitarreada meta porca hata la mardugada...».

     Olvidó mencionar que a la primera vuelta, ya el Gringo logró su promesa de irse a dormir con él, lo cual se había cumplido bien que ella rehusaba contárselo a doña Flora, quien la conocía -como solía decirle- hasta por las pisadas. De modo que Pabla poco podía resistirle. Debió dejar el parloteo y comenzar a desembuchar el objeto de mayor intriga. Se trataba de la confidencia que le hiciera el Gringo quizá bajo el efecto del alcohol y el sexo, o quizá adrede, para que ella fuera a comentarlo.

     -¡Le va a liquidar a don Panta! -tembló de pronto-. Primero co dijo que los otro cuera le va liquidar. Pero depué dijo que él mismo. Ese Gringo me da miedo pa sabé...

     A doña Flora se le soltó de la mano el balde de leche que traía. Pero trató de tranquilizarse y tranquilizarla diciéndole:

     -Deciles a tus gentes que se alejen de ese gringo, que ése es un criminal, que no se metan con él si no quieren ir a parar en la cárcel. Eso tenés que decirles, que no caigan en la trampa de ese bandido.

     A los cañadenses, igual que a Pabla, se les escapaba la oscura índole del conflicto suscitado en Perulero. O tal vez no les importaba. Como nada poseían salvo la extrema pobreza, nada arriesgaban haciéndole el juego a cualquiera les reportase una pizca de esperanza. Y ahora, la esperanza se les insinuaba gracias a los burdos planes del Gringo, a sus promesas no tan claras, pero promesas al fin.

     Sin embargo, a los pocos días, algo extraño vino a cambiar las cosas imprevistamente. El Gringo se ausentó sin dejar noticias suyas, y al cabo de un par de semanas, orondamente arribaba a la cabeza de una tropa de guayaquíes, hoscos moradores de las espesuras, desconfiados y agresivos debido a la constante persecución de que eran objeto.

     La alarma cundió. Algo sucio se proponía el Gringo. Algo que, seguramente, tarde o temprano afectaría a todos.

     Los cañadenses quedaron pasmados. Si el gringo traía indígenas, era señal de que los otros serían relegados. Don Panta, por su parte, al enterarse frunció el entrecejo. Las intenciones del individuo resultaban demasiado obvias. Esos salvajes, una vez armados, iban a convertirse en terrible plaga. Si dejaron sus guaridas para seguir al Gringo debían tener un importante motivo, mucho más importante que la mera venganza. Seguramente los animaban las mismas ilusiones alimentadas por los cañadenses. Una nueva sombra se cernía sobre Puesto Guerra, ya de suyo acosado por numerosos percances, principalmente los habidos con los pocos peones que quedaban, cada cual más aterrado y a punto de huir.

     El Gringo, de pronto el amo de una nueva y tenebrosa fuerza, lo festejaba emborrachándose y soltando selectas obscenidades contra su inevitable oponente en la lucha que preparaba y contra sus propios aliados cañadenses.

     Aquella noche, Arturo, ignorante de tan brutales aconteceres, acompañaba el preocupado mutismo de su padre con el silencio suyo de adolescente angustiado por la incomunicación. A la vista del puñado de casuchas hundidas en la oscuridad humosa, don Panta se detuvo.

     -Aquí te quedás a esperarme -le ordenó.

     Le entregó las riendas del alazán, tomó la caramañola y la linterna, y con pasos amortiguados desapareció en la vaguedad del chocerío.

     Arturo estuvo tenso, escuchando. A poco le pareció como si gruñese un perro, pero nada más. El aire estaba allí sofocante y fétido. Arturo se puso a pensar en el perro: «Si fuera un perro, ladraría -se dijo-, a no ser que esté aplastado por el calor, tal vez hambriento, muerto de sed y sin ganas para nada».

     Don Panta cerró tras de sí suavemente un cuero seco que hacía las veces de puerta. El Gringo, tumbado como bestia debido a sus libaciones, no podía sospechar que mortal alguno se aventurase a molestarlo en su guarida. El huésped dio leves puntapiés a la pata del camastro, enfocando la enorme linterna a la cara del dormido.

     -¡Epa, carajo! -se sacudió el Gringo, ahogado por la soñarrera, tratando en vano de cubrirse el rostro con las manos en desconcierto, y manoteó furiosamente hacia la cabecera, de donde asomaba el cañón de un wínchester, momento en que un férreo puño, que él no podía ver, lo contuvo.

     -Deje eso, Gringo -escuchó-; es mejor conversar por las buenas, ¿no le parece?

     El tono duro y firme del desconocido lo disuadió. Refrenarse era lo único que podía en su situación. Los de su banda también estarían durmiendo la mona cada uno por su lado. El Gringo se veía condenadamente solo. Con lentitud se movió, dirigiendo la vista hacia el candil y rabiando contra sí mismo por no apagarlo a tiempo. Bastante había hecho la agónica pavesa para que se lo pudiera ver a través del estaqueo en ruinas. «Hay que ser infeliz para quedarse dormido con la luz encendida» gruñía por dentro. No le podía ver la cara al intruso. El circulo focal en que estaba atrapado se lo impedía. Finalmente, el haz insoportable se apagó y pudo reaccionar del encandilamiento, distinguiendo la figura del visitante recostado contra la única salida de la morada. Y al reconocerlo, su confusión empeoró. No podía ocultar su turbación. Don Panta, al notarlo, destapó la caramañola llenita de caña y se la puso, colgada del cordel, a un palmo de su nariz.

     -Tome, Gringo -le dijo-. Tome que le va hacer falta.

     El Gringo debió reprimirse y aceptar el convite. Sus ojos encarnados daban clara cuenta de las empinadas del día.

     -Me dijeron que anda queriendo matarme... -comenzó el visitante- y aquí me tiene. Creo que uno de los dos está de más en Perulero, ¿no es cierto? Y yo pienso que el que está de más es usted.

     El anfitrión, antes de poder hablar, se atragantó. Al fin chilló:

     -La gente co anda diciendo pura macana, don. Habla todo debalde, don...

     Se le hacía imposible disfrazar su enorme embarazo. Acabó mandándose un segundo buche de varios tragos.

     -Es ralmente una macana -replicó el otro-. Mucho mejor hubiera sido si la gente se quedara callada, ¿verdad, Gringo? Suele decirse que donde hay humo hay fuego. Y usted está jugando con fuego. Y le aseguro que se va a quemar.

     En tanto buscaba hilvanar una respuesta coherente, el Gringo medía con la vista la recia estampa que tenía plantada delante. Detuvo la mirada con disimulo a la altura de la pistola cuyo cabo asomaba del estuche destacándose en la penumbra. Y sólo el chillido continuó surgiéndole de la garganta.

     -Pero don, ¿por qué me dice todo eso? Yo le respeto a usté y nunca le vía faltar, ¡al contrario, don!

     En la mente neblinosa le giraba cierta fama -un tanto exagerada por el pobrerío- que el visitante había ganado desde tiempos atrás abatiendo incursores indígenas y peligrosas fieras que atacaba a su ganado, además de otra fama igualmente ponderada, y era la referente a numerosos galardones en oro que don Panta exhibía, según decían, en el salón de su casa de la ciudad, todos ganados en competencias de tiro y esgrima, razones más que suficientes para cuidarse de un enfrentamiento con él. Asustado como estaba, el Gringo tenía la impresión de que si esas velludas manos que veía llegasen a la pistola, estaría perdido. Don Panta bebió un par de tragos adrede ruidosos, y le lanzó la caramañola.

     -Le regalo todo -le dijo-. Sujetos como usted necesitan emborracharse.

     Al Gringo comenzaron a movérsele los labios en un tic lastimoso. El otro abrió la precaria puerta y agregó todavía:

     -Emborráchese y péguese un tiro con el wínchester. Sus bravuconadas sólo sirven para perjudicar a la gente. Usted no es un luchador; es un sinvergüenza y un cobarde. Y le advierto que si no se va de aquí inmediatamente, volveremos a vernos.

     Salió sin prisa dirigiéndose al lugar donde dejó a Arturo cuidando de su caballo. El Gringo salió después con el wínchester en una mano y la caramañola en la otra, forzando los hinchados ojos para ver en la oscuridad. De pronto el ladrido lloroso de un perro estalló en el aire, y el amo lo acalló rabioso:

     -¡Salaí, tardepianchoañaracopeguare!

     Don Panta acababa de montar. Al oírlo tan sulfúrico, quiso agregarle algo más. Se irguió sobre los estribos y alzó la voz:

     -¡Sargento Gringo!, no mate al pobre perro; es buen compañero de viaje; le va a hacer falta. Y ya sabe: o se va de inmediato o vengo a verlo de nuevo...

     Padre e hijo habían partido cuando el Gringo, bamboléandose, salió al camino. Sólo polvareda podía divisar en el punto boscoso donde se le enredaba la mira. Maldijo sucio. Vació la caramañola bebiendo toda la caña, y arrojola luego todo lo lejos que pudo.

     El calor sofocaba. Pero el que sentía por dentro era peor. Estaba desquiciado. Hasta la oscuridad de la noche se le ponía en su contra, impidiéndole perseguir con la vista la bola de polvareda que desaparecía en el monte. No le restaba más que gesticular ascosidades. La dureza del huésped le había empavonado la moral. Le pesaba en las manos el inútil Winchester. Lo miraba sin verlo. Lo sentía sintiéndose como zonzo.

     Arturo, finalmente en el apeadero de Puesto Guerra, saltó del caballo olvidando las molestias que traía en las posaderas, y corrió en busca de la madre. Mas ella no estaba en la casa. Solamente encontró a Pabla atareada en la cocina a la luz de un enorme farol «mbopí». Chupaba de tanto en tanto la bombilla de lata de un mal cebado mate. Al notar la presencia de Arturo, se sobresaltó:

     -¡Nde mitá! -le dijo abrazándolo- ¡Qué tarde pa que llegaron!

     Y continuó hablando sin parar y sin dejar de examinarlo de pie a cabeza, asombrada. Encontraba al muchacho mucho más alto y robusto desde su último viaje.

     -No queré pa un mate -lo invitó-. E durce.

     E insistió a que tomara de su mano el porongo con que ella se edulcoraba la desolada existencia.

     -¡Qué tarde pa que llegaron! -repitió-. Yo pa sabé tengo miedo por ahora y no me hallo ma. La curpa e de ese Gringo que anda queriendo matar a tu papá. Y ña Florita que no me cree. Le quiere matar pa sabé...

     Rehusando el convite, Arturo le dijo:

     -Recién estuvimos en la casa del Gringo. Por lo que pude oír, papá le dio un buen susto.

     La noticia dejó a Pabla con la boca tensa como un pichón. Arturo salió corriendo hacia el establo. Contrariamente a sus vaticinios, la madre, sin tiempo para mortificarse pensando en la demora de los viajeros (y casi olvidada de sí misma), renegaba tras unos terneros que huían del encierro. Mientas la buscaba, Arturo pensaba en los motivos realmente graves que movían a su padre, según podía entenderlo ahora. Ya no ponía en duda su comportamiento ni la importancia de la extraña visita que acababan de efectuar. Esperaba conocer a la brevedad los pormenores de la entrevista. Todo dependía de que su madre se enterase del asunto. Ni bien don Panta se lo haya revelado, la cosa sería más fácil. Para Arturo, la madre, más accesible a sus deseos, constituía su fuente de información preferida.

     Hacía, pues, bastante tiempo que los Guerra y su gente vivían sobresaltados. Las prevenciones y el miedo crecían parejos en la hacienda. Lo que cualquier noche de ésas pudiera suceder era algo del que nadie hablaba debido a un supersticioso temor a precipitarlo. Y lo ocurrido la noche del viaje en compañía de Arturo sólo era que don Panta, en un extremo intento por frenar las presiones del supuesto sargento, había resuelto demostrarle su cabal supremacía.

     Cuando el Gringo pudo al fin reaccionar del bochorno, ya un repugnante pensamiento comenzaba a roerle el seso: «¡Pabla, gramputa, le voy a liquidar!»

     Tanto se le metió entre cejas la chismosa que, al volverse, enteramente aturdido, le pisó la cola al perro que lo lamía en pago de la reciente patada. Y el perro, a pesar del desplome que sufría, puso su ínfimo resto de ganas en una increíble tarascada, recibiendo de retorno el más brutal puntapié conocido en su vida.

     Era, para el Gringo, como si la patada se la diese a Pabla, la gramputa, la que no había de seguir mucho tiempo con vida. Según parece, el fiasco hizo que el hombre olvidara su afán de acobardar por cualquier medio a Panta y su gente, y que para ello, muy especialmente había utilizado a Pabla. Lo olvidaría seguramente, porque ahora, estrangularla con las propias manos era su mayor deseo. La noche que la tomara, él la había tratado adrede no como mujer conquistada para una noche de placer sino como cosa birlada al odiado Panta Guerra. De él se mofaba humillando sexualmente a la sirvienta. Y ella lo aguantó todo por miedo. Luego, el Gringo se regodeaba con la certeza de que Pabla llegaría de vuelta a Puerto Guerra más boquiabierta que una olla, lo cual había sucedido tal lo previsto.

     Gruñía como un jabalí de regreso al cobijo. Esteban, el más fiero de los salvajes recién llegados, se le acercó. Venteaba tardío, igual que el perro. Por su particular encono contra los Guerra, Esteban resultaba el elemento apropiado para ejecutar cualquier plan ofensivo; un elemento de entera confianza. «Ahora mismo» acababa de mascullar el Gringo cuando lo vio. Pero, pese al guarapo que lo mantenía en vilo, pudo recapacitar. Se dijo 'no'. Primeramente debía tener terminada la trampa que lo tenía ocupado noches y días. Prefirió callar y esperar.

     Y una madrugada en que un violento ventarrón castigaba la techumbre del dormidero, de pronto se le insufló la inspiración que no había podido lograr en muchas estériles vigilias. Esa tormenta no podía ser más oportuna. «Es mi noche de suerte» se dijo el Gringo. En efecto, sucedía como si una suerte especial lo ayudase. La atmósfera se agitaba cada momento más, todo se revolvía y zumbaba, pero no llovía. Corrió a sacar a Esteban de su yacija de hojas, le habló más con señas que con palabras, y el salvaje dio a entender que el encargo le agradaba. Importante paso para el Gringo. Antes de esa noche no se le ocurría cómo hacer para que sus pupilos le fuesen realmente útiles. El temporal y cierta picardía suya puesta en juego en la víspera coincidían al pelo.

     -¡Teba...n! No me vasa fallar nde añamembyré. Vasa irte a bichear la casa de Panta Guerra. Esta madrugada tiene que irse a Loma Verde. Catueté tiene que irse porque ayer le mandé un aviso. Gua-ú que su hermana, la solterona puta, se está por morir. Eso dice la carta que le mandé. Para divertirme un poco, ¡claro! Por eso catueté tiene que irse esta madrugada.

     El Gringo hablaba solo. El indio lo miraba como zonzo. La carta aludida, burdamente fraguada y puesta en manos de un peón de la hacienda interceptado en el camino cuando regresaba de Loma Verde, había llegado a destino. El peón, tieso de miedo, obligado el pobre a ser portador de la falsa misiva bajo amenaza de muerte, la entregó, sí, pero se vio forzado a decir al patrón quién lo enviaba.

     -Si sale el tipo, me chiflá así: ¡fshuiiiit!, como la chuita. Entendé pa. Yo vía estar con Pabla. Vía hacerle coquilita en la barriga, ¡uejjjj! (susurró una risotada hedionda, pero viendo que el indio no se inmutaba, tornó a su hosquedad, que por cierto le sentaba mucho mejor). Güeno, llevá tu gente cuera y andate. Cuando el tipo se va, me chiflá, entendé pa. Depué te vía decir lo que vasa hacer.

     Consumada la acción que esperaba de Esteban, los demás indígenas harían el resto. Así todos gozaban de la destrucción, fechoría de salvajes, desde luego; no suya.

     Impulsados por un odio casi natural contra los bien armados poseedores de las tierras de Perulero que los obligaban desde antaño a consumirse lentamente en su hambre cerril, esos salvajes eran los llamados a destruir al «caraí» del lugar. Pero antes de que éstos entrasen en acción, el Gringo tenía su designio número uno: acabar con Pabla. Su sorpresiva presencia en el cuarto de la muchacha obedecería a lo más natural: su deseo de copular con ella. Habiéndolo conocido bien macho, ella lo acogería con ganas. Después, terminado el coito, ¡zas! y listo.

     Esteban entendía sus intenciones sin precisar palabras. Bichear era su oficio.

     Terciado el «bocó», empuñó el arco. Cada uno agarró su arma. Y los terrosos cueros y las porras de color herrumbre se hundieron en la oscuridad, estrujados por un viento diabólico.

     Faltaba un largo rato para el alba cuando Esteban acabó de instalarse en una horqueta del más copudo laurel de la serrería, a poco más de una cuadra del caserón y a otro tanto del ranchete donde Pabla pasaba sus noches, alojamiento asignado a las sirvientas, convenientemente cerca del cotidiano trabajo y discretamente alejado del contacto familiar.

     Desde la horqueta, con la privilegiada vista que Dios otorga al indígena, podía abarcar el campo de sus inmediatas acciones a pesar del sueño que picaba de tanto en tanto. Sus acompañantes, diseminados en los matorrales de su rededor, pronto cesaron de ver y oír. Les importaba un pito la poca o mucha temeridad de la misión a cumplir. Pese a sus naturales aprensiones, el salvaje es sujeto de buen dormir, salvo en tiempos de guerra. Y el haberlos sacado de su cucha en medio de la tormenta y el obligarlos a trasnochar no les causaba ninguna gracia. Gringo, muy previsor de repente, acabando de instruir a Esteban, dejó pasar un rato, ensilló su caballo y se puso en camino. Cabalgaba al tranco, sin apuro. Quien iba al crimen era Esteban; él no. Los indios, desde luego, nada importaban, y si algo valían era porque podían ser utilizados en los peores menesteres. Él y los indios nada tenían en común, a no ser la muerte. Para los indios, antes y después de la muerte, la soledad de las quebradas era infierno y cielo a la vez. Razón tienen en creer que sus muertos devienen sombras vagarosas y penantes. Lo son en vida.

     No tardó Esteban en quedar profundamente dormido, ausente, insecto adosado al tronco, igual que sus pares, acunado por el incesante viento. Mientras, ya cerca del lugar, cabalgaba Gringo. A Panta Guerra, sujeto de su bochorno y objeto de su venganza, lo soportaba en lo recóndito como una herida. A Pabla la sentía como un falo, metida entre pierna y pierna. Pabla, la primerita a quien ajustará la cuenta. Y con una suerte de regocijo que le subía de la barriga con olor a tripas, anticipándose al desquite, eructó: «A esa perra de mierda se le va acabar la farra».

     Desde el corral de la hacienda llegaban diluidas voces de gansos increíblemente despiertos a pesar de la hora. El monte de la serrería se tendía neblinoso a menos de un vuelo de perdiz. Gringo avanzaba bastante inseguro, atisbando antojos que los nervios le agitaban en la oscuridad, cuando, de repente, un pajarraco alzó violento vuelo: ¡shivuivuivuivuifff!, y el caballo se empinó electrizándole hasta el último pelo. Sin embargo, pudo imponerse calma y retomó la senda, en tanto el inofensivo autor del julepe fue a posarse en la impunidad de una maraña. Al seguirlo rabioso con la vista, Gringo notó a ras del Ybytyruzú la aparición del lucero anunciador del alba, y esa visión se tradujo en impíos espolazos a los ijares del montado, preciso instante en que el animal daba un nuevo salto sonándose los belfos con espanto, y otro horrible búho se lanzaba al aire, arañando la cara del jinete. El desmedrado coraje se le fue a los pies. Afortunadamente, un ruido de pasos presurosos proveniente de la maleza donde aguardaba Esteban le alivió la carga crítica. Al distinguir en la orilla del monte la silueta del indio, se repuso. Esteban, despabilado por los aletazos del pajarraco nocturno, se asomaba a indagar. Al reconocerlo, Gringo preguntó excitado:

     -¿Y el tipo, ya salió pa?

     Con la cabeza, el indio hizo que sí. Entonces, Gringo le entregó la caja de fósforos, diciéndole:

     -Cuando te chiflo, le meté fuego alrededor. ¿Entendé pa?

     Esteban repitió el gesto afirmativo con la cabeza. Luego quedó mirando la sombra de Gringo que se alejaba. A poco, el jinete se apeó y avanzó tirando de las riendas, bordeó la islería y desapareció. Todo era penumbra inquietante y viento haciendo crujir las altas ramas. Llegó al dormidero de Pabla, ató las riendas en el alero y, en puntillas, tentó la puerta: estaba sin tranca.

     Las jornadas del verano se hacían sumamente duras. Los pocos peones, que debían cargar con el trabajo propio y el de los fugados, se levantaban antes del alba. Sin embargo, en esa ocasión, amodorrados por el fuerte viento, continuaban pegados al catre. En tan pesada hora, bajo el fardo del último sueño, ni los perros estaban avispados. Don Panta, el único despierto en la casa, sonreía en tanto se aseaba recordando el susto causado a Gringo noches atrás y pensando en el que habría de causarle en caso de que el tipo se propusiera un desmán cualquier día de éstos. Alguna sucia maquinación debía ocultar el infantil «aviso»que el muy bandolero le hiciera llegar en la víspera referente a la hermana Juana en supuesto peligro de muerte. «Bien poco macho el desgraciado!» murmuraba a solas. «Un tipo así ni siquiera sirve para cuatrero».

     Acabó de lavarse y salió encendiendo un cigarro. Iba a ver a Pabla. Pero antes, una súbita prevención lo desvió: los gansos, comúnmente quietecitos a esa hora, dejaban oír uno que otro chillido como de alerta, hecho que lo obligó a echar un vistazo por los alrededores. Fue entonces que Esteban lo vio alejarse de la casa sin precisar a dónde se dirigía. Nada extraño parecía suceder. Sólo el viento gemía lúgubre y adormecedor. Don Panta dio media vuelta y regresó. Su pensamiento estaba puesto en Pabla. Al entrar en el rancho, instintivamente, llevó la mano al arma, como verificando su servicial compañía de la cual últimamente no se apartaba. Se acostó junto a la muchacha, comenzando por acariciarle senos, vientre, todo. Ella estaba semidesnuda debido al calor. Don Panta continuó fumando en tanto se desabrochaba, y al apagar luego el cigarro, de nuevo oyó el alerta de los gansos, y casi al mismo tiempo, suavemente, la puerta se abrió, apareciendo la sombra de un hombre. Al entrar, éste vio fuego de cigarro apagándose contra el piso, y pensó: «No duerme la perra; seguramente está con gana». Pabla estaba tiesa reconociendo a Gringo en el hueco de la puerta. No gritó porque don Panta le había tapado la boca con la mano. Silencio. El visitante comenzó a buscarle, dando manotazos en la oscuridad. Pero -¡oh, sorpresa!-, en la cama de la sirvienta un velludo cuerpazo lo esperaba. Al percatarse de ello y precipitar la mano hacia el arma que llevaba, ya una pistola se le clavaba en el mismísimo estómago, Pabla se apresuraba a encender el farol y la voz poco grata de Panta Guerra le ordenaba soltar el arma, el cinto y los pantalones. El huésped, muy a su pesar, tuvo que obedecer, y al acabar de hacerlo, la luz que se prendía y la risa histérica de Pabla lo pusieron fuera de control. Saltó a la puerta como un gato y echó a correr desesperado, sin arma y en pelota, con una granizada de balas quemándole las orejas.

     Al pasar bastante cerca del indio Esteban, éste lo reconoció. Con lástima y rabia lo veía huir burlado y enloquecido bajo los disparos de don Panta que, atinado o no, creía escarmentarlo de ese modo para siempre.

     El caballo, tan asustado como el amo, trozó las riendas dándose a la fuga. Don Panta no intentó detenerlo. Regresó simplemente junto a Pabla que se debatía entre risa, nervios y lágrimas.

     Esta vez, don Panta, al entrar en el rancho como hiciera en otras ocasiones, no pensaba que la muchacha pudiera estar aguardando la visita de Gringo, tanto como ella ignoraba no solamente los designios del intruso sino hasta los del mismo patrón. Pabla lo respetaba, y si bien se permitía intimidades con él, lo hacía muy de vez en vez, quizá como gesto de obediencia, en ocasión de alguna enfermedad o ausencia de la señora, atenuante reiterado en los últimos tiempos, debido a los frecuentes viajes de doña Flora a Loma Verde. Pabla lo respetaba, aunque tal vez lo amaba, a su manera, claro está. Ahora se veía sucia y humillada. Él, por su parte, nada podía decirle que no fuese una grosería postrante. Pabla lloraba dolorida por haberse entregado una vez a Gringo, si bien sólo fuera por miedo, y reía al propio tiempo vengada al verlo huir derrotado. Don Panta, muy nervioso, apenas le echó una mirada y la dejó. Fue de inmediato en busca del alazán, lo ensilló, repuso al arma la carga perdida en el vano tiroteo, y salió buscando refugiarse en la soledad de la llanura donde pudiera pensar. Siempre que tuviese problemas lo hacía.

     Ahora lo inquietaba la duda acerca de lo actuado. Pudo fácilmente haber eliminado a Gringo si se decidía. Y era su segunda oportunidad desaprovechada, razón demás para sentirse frustrado. Le faltaba valor para matar. Dominar a la gente con su sola presencia no era el método que había de servirle de ahora en más. Sus tiros habían sonado tardíos dando escapada a un mortal enemigo. Su eficaz pistola le estaba resultando una carga inútil. Habría podido liquidar al tipo con todo derecho, y no lo hizo. Llegado a este punto de las conjeturas, atravesósele Pabla por la mente. Si él no estuviera presente en ese momento, ella copulaba con el intruso, abriéndole no solamente las piernas sino además un fácil acceso a la casa a través del rancho. «La tipa está metida con él», concluyó. Cada momento que pasaba, el problema se le enredaba más. Si dejaba las cosas como estaban, sólo un oscuro desenlace podía esperar. El caso de Pabla no le otorgaba tiempo para vacilaciones. Don Panta dobló el rumbo y galopó.

     Sonándose llorosos mocos, Pabla apantallaba el fogón de la cocina cuando escuchó pasos y el familiar cencerreo de espuelas. No se volvió. Él entró, habló:

     -Agarrá tus cosas y andate.

     La voz del patrón sonaba seca y quebrada. Y Pabla recibió en lo hondo de su casi animal simplicidad la cuchillada de gracia. Don Panta le dejó la paga sobre el fogón y salió. Ella tornó al dormidero, hizo con sus bártulos un hato y se puso en camino mansamente.

     Arturo, obligado por el tiroteo a dejar la cama, y al tanto de lo ocurrido aunque sin comprenderlo todavía, se sintió particularmente afectado por el despido de Pabla. La siguió hasta perderla de vista. Para él, que apenas bordeaba la confusa telaraña que involucraba a todos, la sanción era simplemente injusta. Buscó al padre en procura de alguna explicación, lo miró al rostro, quería hablarle, manifestarle su angustia, pero el padre, sin tomarlo en cuenta, montó y partió nuevamente. Pabla representaba la amistad sencilla y sin condiciones, un poco de alegría fácil reservada para alguien que nada exigía, un retal de vida amable ahora súbitamente devuelta al submundo de donde había venido. Y sintiendo que un nudo se le hacía dentro, largose lo mismo que su padre por la senda del campo, sin rumbo. Pese a sus largas ausencias de la hacienda, un afecto poco menos que carnal lo ligaba a Pabla. Desde muy pequeño, en todos sus primeros recuerdos, estaba presente esa cara distinta, diría única, en la precoz pizarra de la fantasía. Por ella fue aprendiendo atrayentes cosas de la vida real, adentrándose en sabidurías que lo aproximaban a la deslumbrante Naturaleza, al sentido del celo, a la excitante cópula entre macho y hembra, a la maravilla de la gestación, o a la totémica artería mentada contra las pestes, contra las víboras o contra las incursiones del fatídico pombero. Pero muy principalmente los ligaba el tema sexual, verdadero tabú en el trato familiar, tema que merced a ella había ganado destacado lugar en su mente. Todo eso hacía que pabla fuese para él algo así como la tierra en que se sustentaba una importante porción de sus raíces. Y esa vez, sin que nadie lo advirtiera, porque todos vivían demasiado sustraídos por los brutales aconteceres, la partida de la muchacha cortaba un sensible nexo entre él y la realidad.

     Y bien, Pabla se fue. Bajó por Bolascuá. En las claras aguas con susurros de pycazú se dispuso a serenar su abatimiento, esa suerte de total orfandad a que se veía nuevamente condenada. Un día, años atrás, esperanzas a cuesta y en dirección contraria, había cruzado por allí. Los años corrieron como las aguas, sólo que el arroyo renovaba su juventud y pujanza de lluvia en lluvia, mientras ella, dejando atrás lo mejorcito que conoció en su vida, retomaba el camino del irremediable ocaso. Pocos trapos traía; diría que el mismo bulto de antaño. Todo igual, excepto ella que tornaba a la peor miseria imaginable sin ánimo para soportarla, con una impía quemadura ocupándole el sitio de la resignación.

     Esteban llegó al refugio galopando sobre el caballo de Gringo. Llegó furioso.

     Quitó los arreos a tirones, propinando finalmente un par de patadas al animal. Luego un escupitazo. Todo eso lo haría en homenaje a Gringo. Al menos, éste lo entendió así. Levantose del charco en que lo arrojara su nueva derrota para descargar su veneno a latigazos contra el indio. Lo mataría a berrencazos al añamembyré tecacá por escupir a su caballo. Lo mataría por darle patadas. De todos modos, lo mataría... Pero, más veloz, el furioso indígena logró escabullírsele, ganando el camino como bala. Gringo se abalanzó detrás dando gritos:

     -¡...tebaaaaa, ...tebaaaaa!

     Esteban, sordo de rencor y decisión, huía envuelto en polvareda rumbo al monte. Ante sus ojos desorbitados, la umbrosa maraña crecía: su amada libertad que le abría verdes y anchos brazos. Terrones de arcilla seca le laceraban los pies, pero él sólo sentía ansias de volar y esfumarse de la maldita cañada.

     Gringo volvió por el arma. Corría gritando desaforado, llamando a sus capangas:

     -¡Laaacúuuu! ¡Mbooopíiii! ¡Seraaapioooo!

     Pero ninguno respondía. Seguramente, ofendidos por la preferencia demostrada hacia los indios, habrían partido en procura de nuevas bandolerías. Y Gringo, más furioso cada vez, agarró el wínchester, montó su caballo en pelo y galopó hasta bien cerca del bulto polvoriento que a punto estaba de ganar la espesura.

     Un disparo y otro y otro repercutieron largamente de extremo a extremo de la cordillera. Alguno de los poderosos proyectiles del wínchester, silbando como siniestro pájaro, de pronto estalló abriendo un cráter de carne y huesos.

     Esteban se desplomó de boca sobre el árido lodo, crispó los dedos en vana desesperación por clavar las uñas en la vida que se le escapaba por el agujero. Sólo breves temblores duró el esfuerzo. Oscuros hilos de sangre, brillosos en la claridad del sol recién asomado, surgieron y se agotaron chupados por la tierra sedienta, antes aún de que el retumbo de los disparos se deshicieran contra los pedernales del Ybytyruzú.

     Y llegó el silencio. Llegaron las hormigas, los grillos y jejenes. Llegaron a jugar en el pequeño charco en que se ahogaron las ansias de vivir de un indio.



CAPÍTULO III - YAPÁ TARAZA 

 

     En ancas del alazán de don Panta, llegó un día procedente del cerro Mymyi. Adolescente de piel color canela, se tiró del caballo con agilidad de puma. Giró la cabeza de lado a lado, escrutando con ojos azorados el contorno y enseñando en una tímida sonrisa su dentadura felina. Arturo, primero en el grupo de curiosos, viéndola tan niña por su estatura, sintió el ánimo a punto de la decepción. Y como todos, se limitó a sonreír.

     Sin Pabla en la casa y vuelto por fuerza hacia los peones, Arturo empezaba a compartir con gustos sus tareas y sabrosas pláticas. Habían transcurrido no sólo las vacaciones sino además un nuevo año escolar completo. Nadie pudo conseguir con él que volviese a Loma Verde. Tenía su motivo, desde luego, aunque no lo dijese. Y era que el sólo pensar en la tía «beata» lo sumía en amargura. Ni aun el recuerdo de sus amigos de allá, cuyas imágenes continuaban enteras en su afecto, servían para inducirlo a volver. Todos ellos y su aventurada vida citadina habían pasado a la categoría de cosas para recordar y contar. Los habían superado en magia el húmedo reverbero del campo abierto y las abras encantadas. Cada día más, Arturo se sentía decididamente integrado al violento color lugareño. Y don Panta, lejos de enfadarse por ello, desdeñaba el afán de su mujer por convertirlo en un pulcro señorito de ciudad, pudiendo hacerse un recio trabajador de la hacienda. «Dejalo en paz -la regañaba-; él nació aquí, y nada malo tiene que le guste continuar el trabajo de su padre». Y así, otro marzo sin colegio llegó y pasó para desasosiego de doña Flora.

     Arturo se aproximó a la nueva criada explorándola con interés de receloso cachorro. Y al sentir en ella la fetidez indígena que traía en el cuerpo, algo en él se cerró. Ese hedor, mezcla de humores y grasas de la selva, se sumaba así bruscamente a su íntimo descontento. En ese momento no se le ocurría pensar que, necesariamente, a falta de otro más indicado, él sería el encargado de introducirla en la maraña de sus futuros quehaceres.

     A la hora del almuerzo, el problema del alojamiento para Yapá acaparó la escasa plática entre doña Flora y su marido. Arturo, presente, callaba.

     -Instalarla en el rancho del fondo sería condenarla a la misma suerte corrida por Pabla, o algo peor -dijo la madre.

     Don Panta sintiose discretamente aludido. Dijo:

     -No creas. Gringo no volverá por aquí jamás.

     Obviamente, doña Flora no sólo pensaba en Gringo.

     -Cualquier individuo que anduviese por la casa podría verse tentado -adujo-, ¿no te parece?

     Él no respondió. Y ya no se habló del tema hasta el término de la comida. Entonces, don Panta se levantó de la mesa dejando la solución del engorro a cargo de su mujer. Ella, al menos, así lo entendió. Al rato ordenó al hijo fuese con la india al rancho para traer el catre y ponerlo en el cuarto vacío, destinado a huéspedes, que quedaba en un extremo de la casa grande.

     Arturo y la india así lo hicieron, y asunto resuelto.

     -Esta será tu cama -le dijo Arturo a Yapá, con la impresión de estar hablándole a un perro.

     Salió de la pieza, y cuando regresó, la india se revolcaba muerta de risa, probando el artefacto insólito. Arturo la llamó con un ademán.

     -Tenemos que ir por leña -le indicó mirándola fijamente al rostro.

     Y ella, como si lo entendiese, dejó el catre y lo siguió. Tomaron por una senda que cruzaba un vasto pastizal. Se dirigían a la serrería, lugar boscoso y lleno de fosas donde los rollos eran cortados en tablas, dejando abundantes recortes muy buenos para el fogón. Arturo caminaba delante, a largos pasos, dudando aún acerca de la incomunicable mozuela que lo seguía. Fue entonces que ésta, inesperadamente, soltando un gorjeo sólo por ella comprensible, salió de narices al viento, a toda carrera.

     Arturo, sumamente asustado al creer que huía, se largó detrás llamándole a gritos. La india parecía incontenible. Atravesó a zancadas un bajío pantanoso, ganando rápidamente la colina del otro lado, en tanto su seguidor, enredado entre la maleza, perdía toda esperanza de alcanzarla. Felizmente, al llegar a la parte más alta y tan de súbito como había partido, Yapá se detuvo, poniéndose a recoger del pastizal algo totalmente insospechado de cuya existencia se había percatado desde la altura opuesta. Resultó que no huía.

     Antes de que Arturo pudiera llegar, ya ella estaba de regreso. Traía las manos en alto, colmadas de exóticos niñoazotés, maravilla yuyera cuya fragancia había captado su excelente olfato. Y Arturo, más desconcertado cada vez, no pudo evitar una nueva sorpresa: Yapá, muerta de risa, le llenó de flores la ropa y los cabellos, imponiéndole de esa singular manera un candoroso pacto de confianza. Luego, ambos quedaron turbados. Por un momento, se miraban confusos, debido seguramente a la barrera del habla. Pero pronto la risa acudió, primero en ella, después fue recíproca y franca, poniendo fin al recelo y dando inicio así a la que había de ser una curiosa historia. Quizá, en aquel instante, cada uno a su modo descubría, o al menos percibía en lo íntimo, la magia universal del extraño lenguaje del corazón.

     De vuelta a la serrería, ya la densa sombra ponía un toque de crepúsculo a pesar de ser apenas la media tarde. Arturo y Yapá comenzaron arrancando tiras de bejucos de los árboles. Ambos hablaban sin entenderse y reían. Pero ambos al mismo tiempo trabajaban. Juntaron la leña seca en un haz tan grande como sus dos cuerpos juntos. Arturo se dispuso a dividir la carga, pero Yapá, oponiéndose como ella sabía, la acomodó de un envión sobre su cabeza, y sin dar tiempo a que su compañero renovase el asombro, ya emprendía el trotecito del regreso.

     La amenaza de violencia dominaba la atmósfera de Perulero. La vida apacible y fácil había quedado para el recuerdo. Y para colmo, un misterioso mal que mucha gente de la zona presagiaba desde tiempos atrás comenzó a gravitar irremediablemente en la sangre y en los espíritus, haciendo desaparecer la alegría de todas las caras. En Puesto Guerra, la única persona que permanecía invariable pese al gran miedo, era Yapá. A ella, con tal de estar cerca de Arturo, nada le alteraba su sensación de gozo. Arturo comenzaba a sentir esa realidad. También él la buscaba. Su compañía le procuraba una suerte de oasis al margen de la angustia imperante.

     La incomunicación, poco a poco había sido superada gracias a la increíble facilidad con que la india se apropiaba de cuanta expresión podía captar, para incorporarla a su pintoresca jerga personal. Y con esa jerga, la querencia fue adquiriendo inevitable fuerza.

     Yapá, por otra parte, se anticipaba a las órdenes y a los menores deseos de Arturo, compartiendo todas las tareas con él. Así, pronto llegó a igualarlo en destreza y eficiencia.

     En los duros trabajos, en los juegos que siempre hallaban ocasión, y aun en los breves descansos exigidos por los rigores del clima, se los veía juntos, tanto que los peones cuchicheaban al respecto y doña Flora renegaba sin saber qué hacer, comenzando su ojeriza a la muchacha.

     Y pasó algún tiempo. Las dificultades empeoraron. La vida cambió, incluso para los jóvenes. Ya ni la magia de los juegos calientes podía evitar que repercutiera en sus vidas el miedo que pendía en el aire, violentaba los ánimos y extremaba la intolerancia opresiva.

     Yapá estaba marcada. Huérfana de amparo, resultó ser la más expuesta a sufrir las consecuencias de la neurosis desatada, coincidiendo aquello con la etapa de su plena ambientación. En su afanoso andar por la casa, y a medida que crecía en confianza, la aborigen hallaba demasiadas tentaciones al alcance de las manos; cosas novedosas para ella; cosas que, naturalmente, la atraían. Y si acabó por tomar lo ajeno, lo hizo llevada por el instinto, sin duda, con la misma candidez con que, en su vida cerril, solía tomar los frutos de la libre Natura. Actuando con toda su silvestre simplicidad, Yapá no pudo haber pensado en el castigo que la acechaba porque no conocía el delito. Así al comienzo y así por siempre. Ni los meses transcurridos en el servicio ni la suma vocación correctiva de los señores pudieron cambiar su conducta. Al contrario, la dócil Yapá se tornó rebelde. Y desde entonces, como consecuencia de sus intolerables hábitos, era a menudo encerrada y sometida al suplicio del látigo, al cabo de cuya aplicación, sus flageladores, antes que satisfechos, quedaban fatigados y asombrados. Yapá soportaba el castigo encascarada en una suerte de vegetal silencio. Y al cabo de la tunda, cuando la india reaparecía en la puerta donde Arturo aguardaba mordido de consternación, se la veía dilacerada de pie a cabeza, pero sus ojos permanecían sin una lágrima, como si nada sucediera.

     Al año de haber llegado a Puesto Guerra, Yapá estaba cambiada. También Arturo, ahora mareado tras ella y decidido a no ceder en su alarmante desatino. Cada día más apasionado, se alejaba de sus padres en manifiesta causa común con la criada a medida que endurecían el trato que le daban. Doña Flora se ponía histérica. Condenaba lo que llamaba la indiferencia de su hombre al no despedir de una vez a la salvaje. Y como ésta, pese al maltrato no se disponía a marcharse, la señora se desvelaba noches enteras con la pesadilla del mal camino en que estaba metido el hijo. Días y noches maldecía la hora en que don Panta fuera a buscarle tamaña yunta nada menos que en las tolderías.

     Una de las tantas noches, el hombre, ya muy molesto por las presiones que la mujer venía ejerciendo, sentenció con ira:

     -Bueno, ¡ya basta! Tu temor es estúpido. ¿Querés que mande a la india y que tu hijo se dedique a la masturbación? Él tiene que ser macho. Y eso se aprende con una hembra.

     Doña Flora quedó dolorida. No aceptaba que fuera una salvaje la que enseñase al hijo el camino del hombre. Para don Panta, en cambio, el problema no pasaba de ser una cuestión de tirria de su mujer. Por eso renunció a seguir golpeando a Yapá.

     -Ni yo ni nadie más la volverá a golpear -dijo con firmeza-. Y si Arturo tuviera que montarla en su debut, que lo haga. Total, la que ha de embarazarse es ella, no él.

     Eso le bastaba. La madre, sin embargo, pensaba en otras consecuencias.

     -Esa india puede estar podrida -adujo-. Prefiero la muerte antes de ver a mi hijo lleno de purgaciones en plena adolescencia.

     Pero nada más dijo. Y desde esa noche, a cada intento de volver sobre el tema, don Panta le salía con palabrotas. Ella callaba.

     En su juventud había sido maestra. Por un codazo del destino, ahora se veía ordeñando en el barro, compartiendo estiércol con los cerdos y reventando días y noches en el trabajo, hecha casi una bestia. Había llegado al extremo de perder la mínima destreza para indagar el mundo de su propio hijo y señalarle el rumbo a seguir. Un día de esos, rabiando contra sí misma, se dijo: «Es hora de que despiertes, Flora, o te cagarán las indias». Pero todo quedó allí. Pasó el tiempo y los problemas empeoraron. La naturaleza, no siempre leal, se complacía utilizando a los habitantes de Perulero como simples ejecutores de su designio. Ni Yapá ni Arturo escapaban a ese crudo determinismo que los conducía precisamente hacia el consabido extremo donde doña Flora veía el pozo de la concupiscencia. Las travesuras de la precoz pareja, menos inocentes cada día, apuntaban al irremisible desenlace, obvio a los ojos de la madre, la que, responsable en parte, sentíase sin fuerzas para intervenir con eficacia, limitándose a mortificantes conjeturas, en tanto vanamente se repetía: «¡Dios mío! ¿En qué irá a parar todo esto?».

     Podía imaginarlo, por supuesto, pero ante un problema cuya solución, la única posible, le exigía doblegar la tozudez de don Panta, acababa desesperándose sin avanzar un paso. El sólo pensar que por obra suya pudiera agravarse el ya deprimente clima de la casa, la anonadaba. Y a ese temor se sumaron todavía otros que surgieron todos a un tiempo. Pensaba, entre otras cosas, en su inminente parto -que también de eso se trataba-, y lo hacía con una tremenda sensación de orfandad, segura de que nadie más que ella habría de soportar sus incidencias. Un lamentable humor la dominaba pese a ser ella la mujer mejor dotada en muchos kilómetros a la redonda.

     Una tarde, sintiéndose física y anímicamente enferma y sin coraje para seguir aguantando tanta angustia, hizo de sus nervios un arma e intentó enfrentar a su empecinado compañero. Pero éste, consciente desde hacía semanas de las progresivas penurias debidas a la gravidez, vivía a la expectativa y, al producirse la esperada crisis en su mujer, la encaró con sorprendente calma, logrando neutralizar su efecto. De ese modo, nuevamente, el intento de doña Flora no pasó de un ingrato bochorno. Y otra vez, por toda conclusión, murmuró: «¡Dios mío!». Y se replegó en sí misma.

     Desde los enredos entre Pabla, don Panta y el odiado Gringo en oscura concurrencia, también ese episodio se le agregaba zumbándole por dentro vomitables pensamientos, a tal punto que a veces repudiaba su función de mujer.

     En su penoso recogimiento, luego de la primera crisis, de pronto se vio sacudida por la idea de que pudiera nacerle una niña, y en azorado afán por protegerla, oprimiose con los brazos el abultado abdomen mientras gemía delirante: «¡No, una niña no!». Y lúgubres presentimientos le llenaron el pecho de redobles que la suspendían sobre un abismo de terror.

     A partir de entonces, atrapada por continuas pesadillas, veía en su desvarío un horrible submundo donde los sexos -el de Pabla, el de Yapá, el suyo, el de todas- pululaban en deyecciones pestilentes, a punto de alcanzar al fruto de sus entrañas. Apenas intentaba descansar, la invadían visiones donde la supuesta niña, todavía en su vientre, era víctima de aquello tan bestial que abominaba. Tan horrendo se le figuraba el monstruo dominante en el ámbito de su obsesión, que ya por último se resistía a dormir. Permanecía postrada en su abatimiento, ahogada de soledad, apretando su tenso vientre y gimiendo. «Dios mío, ¿cuándo amanecerá?».

     Aliviada por momentos, y viéndose libre de coitos gracias a su avanzado embarazo, suspiraba agradecida. Pero apenas lograba relajarse y se le entornaban los párpados, la entelequia invulnerable que en su delirio regía toda índole de puterías y desgracias, estaba allí. Se abría paso por entre las maderas del techo y bajaba, bajaba, ¡bajaba!, ¡ay! Doña Flora lloraba como una niña presa de terror. Se desvelaba y temblaba porque la hija, esa que aún ignoraba si lo sería, no fuera a sufrir la suerte de tantas otras en brazos de los cojudos del yuyal. Ojerosa, hacia el alba, veía bajar desde el Ybytyruzú otro día cargado de presagios.

     Finalmente acobardada, estaba a punto de abandonar Puesto Guerra cuando una nueva premonición, ésta de algo más calamitoso todavía, aunque ella ignorase de qué se trataba, la paralizó. Tal vez una inminente desgracia, una epidemia, una muerte. No podía saberlo pero se mortificaba. En verdad, su preñez tóxica y neurótica era la mayor culpable de su progresivo tormento, de que se auscultase las vísceras y maldijese aquello que, fabuloso o no, para ella configuraba algo brutalmente real y tangible, jamás una mera obsesión. Y últimamente, recogiendo rumores de gente no menos aterrada que ella, pudo detectar por fin la verídica amenaza de algo monstruoso. Sus presagios estaban pues a punto de confirmarse. Tratábase de un mal tremendo que se movía evidentemente fuera de sus delirios, venía sembrando muerte de tiempo en tiempo, desde mucho antes de los cañadenses y los Guerra.

     En el rancherío de La Cañada, todas las penurias, aun las más atroces, fueron de golpe superadas por el terror de verse cada cual ante el último charco de la vida. Invisible, invencible, incontenible, el mal demoníaco se desplazaba hacia el lugar tumbando víctimas de trecho en trecho. Se presentaba trágicamente disfrazada de epilepsia, entrando luego el apestado a derramar hiel hervida por todos los orificios del cuerpo, sin que entonces quedara más remedio que romperse de una vez el cogote o disponerse a soportar la más horrorosa agonía.

     Entre vano lamento y rezo sin sentido, los cañadenses aguantaban sus interminables noches apretados contra el fuego, temblorosos, escrutando maleficios, representaciones del Añá del infierno. El propio Gringo, diarreico de miedo, corrió a refugiarse en el fondo de alguna quebrada de la cordillera.

     Y un aciago día, el pánico estalló de repente. Dos pobres párvulos, simultáneas víctimas del flagelo, fueron abandonados en plena agonía. Sus padres y hermanos huyeron empavorecidos, atropellando montes y zarzales, mientras los infelices apestados perecían de la manera más horrenda y eran luego devorados por las ratas hambrientas.

     La noticia cayó como un rayo en Puesto Guerra, y don Pantaleón, como única y drástica medida, armó cuanto pudo a sus cuatro peones y los mandó a bloquear los vados del Bolascuá. La orden era matar si los cañadenses avanzaban. Y los peones, visiblemente fruncidos por el miedo, hubieron de acoquinarse todavía más con el temor de que las víctimas pudieran ser sus propios parientes. Así, los del lado opuesto del arroyo quedaban sin un hilo de esperanza, condenados al desbande.

     Pero en la hacienda de los Guerra, tampoco nadie podía sentirse a salvo pese a la férrea barrera profiláctica. Al anochecer, el más viejo de los peones, Gervasio, llegó tartajeando una excusa. Abandonaba la guardia del arroyo, según decía, debido al hambre y a la sed. Don Panta -la negra pistola al cinto y los brazos cruzados a la espalda-, oteaba desde el portón. Gervasio vacilaba como un niño. Al fin dijo: -¿Llegó la acanundú guazú, ayé che patrón?

     No esperó respuesta. En realidad, él sólo necesitaba llamar al miedo por su nombre, y lo hizo. Al rato llegaron otros. Mientras comían y bebían como si lo hicieran por última vez, entró don Panta.

     -Terminen ya y vuelvan inmediatamente al arroyo -ordenó.

     Y al no escuchar respuesta, continuó:

     -Sé que ustedes tienen miedo. Pero el miedo es peor que la peste. Hay que impedir que la gente entre. Si porfían, hay que meterles balas. No hay otro remedio. De lo contrario, morirán todos ustedes y también yo. ¿Entendido?

     Siguió un elocuente silencio. Gervasio masticaba su bocado final acodado en el apero, sin prisa por volver al arroyo. Llegó el último peón. Este, más que comida y agua buscaba aliento.

     -¿La acanundú guazú pico, che patrón? ¿Ayé nico, che patrón?

     Sordo a la insistencia, don Panta continuaba dando órdenes. Llegaron Yapá y Arturo asombrados por lo acontecido en La Cañada. Don Panta dejó de hablar. Los peones intercambiaban miradas. Ya nadie dijo nada sobre el tema de la fiebre maldita. Pero uno de ellos, tal vez buscando atenuar el propio miedo, al ver a la india y al muchacho que entraban en la cuadra, lanzó una broma procaz:

     -¡La puta que anda caliente la yegüita...! -dijo-; ¡y el cojudito ma catu!

     Era Gervasio. Otro, aprovechando para descargar el temblor acumulado dentro, acotó parco:

     -E la enfermedá del chancho, che patrón.

     En la penumbra del galpón resonó una risotada imbécil. Gervasio, con visible intención de dar largas a la partida, se mandó otra broma tonta, esta vez dirigida al más flaco de los peones: Pancho.

     -¡Ohooo, bolsa de güeso, cha...! Vamo mba-éna ante que la india te come con lo ojo...

     Y al decírselo, en un descuido, le acarició la espalda con la yapa del látigo, mala gracia para el flaco que, obligado a un enojoso esguince, pegó un bufido poco común en él.

     -¡Viejo vyro! -farfulló rabioso y escupió.

     Fue todo.

     Don Panta, viéndolos evadidos del crucial problema por un momento, remedó una sonrisa compasiva. Pero, enseguida, volviendo a su natural severidad, repuso el orden en la cuadra.

     La noche no tardó en llegar, invitando al reposo a cada cual donde estuviera, incluso a los encargados de la vigilancia, a quienes ayudó a recuperar cierta calma. Apenas invadió el crepúsculo, éstos buscaron el amparo de cualquier matorral y, como de previo acuerdo, tranquilamente se durmieron. Tal vez fuera mejor así, mientras podían, ya que desde el día siguiente habían de encontrar escasas ganas para tan siquiera echarse un sueño.

     En efecto, al promediar aquel día, la abominable enfermedad revelóseles tal cual era. Nadie, ni el propio Panta Guerra, había cesado de presagiarlo y sufrir su influjo irremediable desde los malhadados insomnios de doña Flora.

     La fatalidad eligió precisamente al más humilde y débil, al infortunado «Bolsa de Güesos». A nadie se le ocurrió huir. Nadie salió disparando hacia los campos y montes como en el caso de los párvulos de La Cañada. Era inútil huir. Si el mal había llegado a Puesto Guerra, sin duda estaba en todas partes. Allí se quedaron como petrificados, incluso la india y Arturo, inmovilizados por el terror y la total indefensión, tiesos testigos del ataque, hasta que la galopante fogarada interna, los retorcijones y alaridos desesperantes amenguaran, y oscuros hilos de sanguaza evacuaran el cuerpo de la víctima. El pobre Pancho acababa así cocinado vivo dentro del magro cuero, pialado sobre una alfombra de boñigas. Los lazos que le habían impedido fuese en su desesperación a sumergirse en la laguna, le ceñían los miembros de tal modo que los tendones iban quedando descubiertos. Del color cobrizo pasaba a un blanco ocráceo, idéntico al color de la tierra estéril que lo recibiera del seno materno. Expiró cuando ya sólo era jirones de cuero, huesos y trapos. Una agónica pregunta desorbitaba los ojos de cada uno de los presentes: «¿Ahora, quién?».

     Muerto Pancho, Arturo corrió a encerrarse en su cuarto. Jamás habría imaginado tanta cruel tortura para un ser enteramente inocente y bueno. Una desoladora sensación de frío le atacaba las vísceras. Presa de espanto, yacía suspendido sobre un remolino de brutales imágenes. Tembloroso, lloraba.

     Yapá, en cambio, quizá debido a su elementalidad y pese a su natural estupor ante la muerte, pudo zafarse prontamente de la conmoción general. Producido el desenlace, se apartó y lo dejó de lado, regresando de inmediato a la posesión de sus peculiares facultades. La quema del despojo (cualquier despojo era quemado en Puesto Guerra habiendo peste), último descomunal espectáculo para quienes allí permanecían con el corazón en la boca, no le interesó. Atravesando alambrados y empalados, ganó la laguna, la misma donde el infecto Pancho no pudo llegar por impedírselo un par de lazos en un bárbaro empeño por evitar que la peste contaminara el agua.

     Totalmente desnuda, se metió entre los llantenes. Se sumergió cuanto pudo aguantar, reapareciendo y volviendo a sumergirse, estimulada por la frescura que le acariciaba las ingles y por el olor a barro y flores acuáticas. Había recobrado intacta su paz. Jugó con las mariposas y libélulas que revoloteaban curiosas a su alrededor. Volvió a sumergirse y reaparecer hasta el cansancio, y entonces, juntas las manos a modo de silbato, se detuvo soplando, soplando, con la esperanza de que Arturo pudiese oírla. Pero éste, tan abatido como estaba en su encierro, no pudo percatarse del mensaje. Sin embargo, al cabo de mucho insistir, la india se abrió en súbita alegría al captar finalmente la respuesta. Era que Arturo, habiendo percibido vagamente la señal, mantuvo tenso el oído por un momento hasta constatar aquel son inusual. Nadie más que Yapá sabía emitirlo de esa manera, y si de ella provenía, era que estaba llamándolo. Sin pensar más, abandonó el encierro, precisó la dirección, emitió su respuesta y echó a correr.

     Yapá estaba tendida sobre la hierba acuática, brillosa de sol, entretenida contemplando una flor de aguapé cuyo almibarado néctar atrapaba cuanto insecto se posaba a libarla. Vio al muchacho llegar, y una cazadora sonrisa se le pintó en el rostro, viva expresión de deseo que él debió afrontar por primera vez. Aproximose absorto, mientras un sol impetuoso le recorría las venas. Ella saltó fuera del agua, hermosa en su desnudez. Y él, fijos los ojos en ese cuerpo cuya magia provocaba el violento despertar de sus bisoños ardores, maquinalmente se desnudó a su vez.

     -Vení py... -urgió la india incitándolo, y desapareció zambulléndose por debajo de los llantenes para emerger varias brazadas adentro, distancia que Arturo cubrió nadando como podía.

     Unas manos tibias, manos de doméstica, hechas para todo trabajo, de pronto suaves e idílicas, lo recibieron. Y en seguida, una sin igual emoción bordeaba el delirio. Anudados en inédita cópula, en ellos sólo se reproducía sin embargo el fenómeno bajo cuyo influjo la exótica flor de aguapé se apropiaba del insecto fecundador que la libara, bien que la flor fuera luego descuajada por él, cumpliéndose de todos modos la simple voluntad del supremo amor.

     Sobre la masa líquida, el sol estallaba en llamaradas a cada movimiento. En lo alto de los laureles y palmeras, cotorras, piriritas, calandrias, carpinteros, cardenales y benteveos tornaban puro jolgorio la media tarde. En un fondo de fosforescencia verde ceniza, el inmenso Yvytyruzú se pincelaba de oro y sombras, y entre sus corcovos reverberaban millones de mariposas filigranando de arabescos el vasto cielo. Y allí, no lejos, a sólo doscientas zancadas del agua, lardosos flecos de humo se diluían en el aire, surgiendo del redondel donde los últimos vestigios de quien en su miseria fuera Pancho, se consumían.

     El peor espanto conocido en siglos acababa de sacudir a Puesto Guerra, y sus lóbregas huellas quedarían allí durante largo tiempo, en cuyo transcurso nadie osaría susurrar el nombre de la peste maldita sin antes echarse a la boca una cruz.

     Los sucesos desbarataban el sueño de la gente, más aún el de los jóvenes Yapá y Arturo, quienes bruscamente maduraron. Él, desde entonces, sentíase un desconocido con imborrables experiencias de lo mísero y lo sublime adquiridos en el lapso de un mismo día. Y Yapá, pura naturaleza con apenas un leve barniz racional, desde la tarde aquélla, debido seguramente a su innata propensión, se convirtió en la más insaciable de las hembras. Todas las ocasiones, en adelante, habían de ser propicias para continuar el juego iniciado en la laguna. El fogoso deseo buscaría llenar invariablemente el cuenco de la alegría o la desazón. Entre ambos habían descubierto una exclusiva isla donde la agonía generalizada no tenía lugar.

     En cuanto al muy repudiado Gringo, también él fue duramente afectado por la macabra presencia. Caídos varios de sus seguidores, debió huir hacia las profundas quebradas, donde el agua, la vegetación lujuriante y alguna caza le aseguraban la supervivencia. Mientras tanto, numerosos cañadenses convertidos por él en calificados delincuentes habían dejado los huesos entre bostas de buitres en las aguadas negras. Pero la peste, en tanto los sobrevivientes rezaban y rezaban en descargo de sus propias condenadas almas, tan de repente, no habiendo transcurrido más de una quincena de su llegada, y sin que nadie pudiese creerlo todavía, alzó su tenebroso vuelo, alejándose. A pesar de la total carencia de medidas sanitarias, la endemoniada cesó el ataque tan pronto como los cañadenses hubieron resignado su miserable diezmo. Nadie podía dudar de que fuese un milagro de Tupá Ñandeyara el que puso en fuga al terrífico Añá, inoculador de fuego líquido en las menudencias del cristiano.

     Y fue entonces que, cuando ya nadie lo esperaba, el fugitivo Gringo, de repente, volvió. El favor de una nefanda suerte, un arma nueva e impensada le caía del cielo para recomenzar. Era que en el dominio de los Guerra sólo había que lamentar una víctima: Pancho, contra una veintena y algo más en La Cañada. Gringo se congratulaba a medida que maduraba el propósito de utilizar el curioso fenómeno. Tranquilamente se las arregló para difundir la versión de que Pancho había muerto porque la noche víspera, en vez de hacer la guardia en el arroyo, la había pasado en cama de Vitó, hembra de mentado furor, también cañadense y víctima del mal. Tal argucia respondía, desde luego, al deseo de mejorar en algo los reventados ánimos de sus amigos.

     De nuevo eufórico, demostraba la entusiasta seguridad de que la buena vida continuaba intacta en el próspero dominio de Panta Guerra. Nuevamente, con agresiva locuacidad y sin importarle evidenciar sus peores intenciones, vociferaba frente a cada ranchete:

     -Hay que dejar enseguida esta cañada de porquería... ¡Hay que mudarse allá, carajo! El peste co no se va del todo en la puta vida. Por eso hay que ganar la tierra sana, allá... Para no cagar fuego...

     Apenas detenía su caballo, cuidando no pisar las boñigas apestadas, mientras miraba y miraba hacia la hacienda de los Guerra, como pronto a saltar allá.

     Con astuta destreza manejaba el terror de la gente atribulada. Las infelices mujeres no cesaban de repetir en su indefensión: «¿Qué pio, che Dio, vamohacé si viene otra ve? Sin culanrero siquiera, ¿qué pio, che Dio, vamohacé?».

     El único curandero conocido en la zona, un tal Pa-í Salú, no daba, en efecto, señales de vida. Lo más seguro era que no se había salvado. Tan decrépito como andaba el prójimo, por otra parte, bien poca fe ya merecían sus exorcismos.

     ¿Adónde pa entonce rebuscarse pue? ¿Adónde? La respuesta urgida por cada llorosa mirada, por cada vacía boca, estaba allí, siguiendo las pisadas del caballo de Gringo, que les mostraba el camino. La solución era ocupar Puesto Guerra. Pero, ¿cómo?

     Sin ánimo para discernir, todos tragaban el cuento de la dormida de Pancho con la Vitá y su mortal consecuencia. De no haber sido cierto, obviamente, el pobre «Bolsa de Güeso» no estaría hecho cenizas... Otra cosa no quedaba más que creer. Era evidente que nadie más muriese en Puesto Guerra, lugar mimado por la mano de Dios -todos, aún a disgusto, lo decían-, donde ni enfermedades habían ni hacía falta remedios; donde, sin que nadie imaginase cómo y por qué, la vida se veía harto más humana.

     Explayándose sobre el mentado caso del contagio de Pancho por vía sexual, Gringo llegó a convencerse a sí mismo de que tenía razón. Tanto más todavía, tomando en cuenta las degeneradas costumbres de la muerta.

     Testigos, decía tener de sobra. Y que no le dejarían mentir. Y que habrían corroborado sus afirmaciones si no hubiesen corrido todos, ¡lástima!, la misma negra suerte de Pancho y Vitó.

     El duelo calaba hondo. Nadie con fe y temor de Dios habría osado nombrar en falso a los muertos. Y si Gringo los tomaba por testigos, el hecho en sí probaba su verdad.

     «Hay que juir nomá, che hijo cuera» sollozaban las precoces viejas. Gringo no hacía sino arrojar su siembra y seguir su camino, dejando a los infelices enfermos de desesperanza, atrapados los ojos por el imán sombrío del arroyo barrera, límite de la desgracia y trinchera armada de la codiciada buena vida. E impulsados a las cansadas, y soliviantados por la extrema impaciencia, comenzaron a apoderarse de sus tendones unas oscuras ganas de matar.

     Efectivamente, hacia el lado posterior de Bolascuá, la peste había pisado tierra muy de paso, con la mínima consecuencia conocida. El miedo, sin embargo, una vez en el oasis de los Guerra, allí quedó. Flotaba en la atmósfera plomiza de las vigilias, casi palpable, empeorando día tras día, con cada ataque de los cañadenses traducido en creciente cuatrerismo. Detrás de cada uno de ellos -se sabía- estaba la mano que los empujaba. Pero también los empujaba el hambre, el afán por sobrevivir.

     Volviendo a doña Flora, tal vez debido al tremendo shock del espanto, se veía increíblemente mejorada, sufriendo sólo una real preocupación, la de tener que afrontar el parto sin tan siquiera una rústica partera, ello debido al aislamiento de Puesto Guerra, sitiado por el odio de los vecinos.

     Pero un día, una inesperada carta llegada del pueblo en manos de don Panta puso fin al desasosiego. Provenía de la tía Juana y, precisamente, en ella le ofrecía compartir la casona de Loma Verde durante el parto y sus días de reposo, pudiendo además utilizar los servicios de su médico. Doña Flora no vaciló en aceptar la oferta. Se dispuso a partir cuanto antes pese a don Panta, quien sostenía que su alejamiento podría ser interpretado como signo de debilidad o de miedo, con el consiguiente estímulo para Gringo. A ella, en esos días, más que la salvaguarda de la hacienda, le importaba la seguridad de su bebé y la propia.

     Dadas las circunstancias, don Panta debió derivar su rotundo 'no' de los comienzos hacia una resignada cooperación para activar los preparativos del viaje.

     Aparte de todos los problemas conocidos, doña Flora, pensando principalmente en la instrucción de sus hijos, había venido madurando desde tiempos atrás un secreto proyecto, casi un sueño: el de instalarse en Loma Verde, en una casa propia, ya que, al parecer, don Panta poco apreciaba su afán por dar a los suyos estudios, títulos, cultura. Y bien, ahora dispuesta a partir, de pronto, aquello que casi fuera un mero sueño se le ponía al alcance de las manos. Desde luego, algún dinero poseía, juntado moneda sobre moneda. Pero había algo acerca del cual vacilaba, y era si debía decírselo a don Panta. Más tranquila y segura desde que leyera la carta, sentía el ánimo bien dispuesto hacia él, hasta el punto de volver a sonreírle con naturalidad. Esa noche -cosa insólita en ella desde hacía meses- buscó la caricia del hombre. Él le hizo el amor tierna, delicadamente. Ella olvidó su extremo embarazo, olvidó su repulsión y se remontó hacia los ardores de su juventud. Y fue en ese momento del renacer de su ternura que no pudo resistir el deseo de hacerlo partícipe de sus planes, Pero, a su recuperada confianza, él sólo respondió con el silencio. Doña Flora pensó entonces que si don Panta le hubiera dicho 'no' se habría sentido peor. Pensó que ese silencio quizá fuera su forma de consentir pese a la decisión virtualmente asumida ante la cual ella lo colocaba. Ambos dejaron pasar el momento crítico, y él habló:

     -Pienso que un terreno, sí, lo podrías comprar. Están baratos en Loma. Si te sobra algo, lo reservás para los muebles. De la casa me encargo yo. Mandaré unos carros con los materiales necesarios. Piedras y maderas tenemos aquí de sobra. Además, te daré una carta para Alejandro López, el constructor. Hablá con él y explicale tu deseo. Quiero que empiece cuanto antes. Así te ahorrás penurias.

     Doña Flora lo escuchaba en la penumbra, llorosa de emoción. Acababa de descubrir un nuevo Panta, comprensivo y solidario. También él estaba emocionado. No la quería perder.

     En pocos días, el trajín entre Loma Verde y Perulero cobraba inusual frecuencia. En tanto don Panta se esforzaba por imprimir celeridad a la construcción, doña Flora soportaba su grávida espera y los desasosiegos de doña Juana, afligida ésta, entre otras cosas, por la situación en que quedaban el hermano Panta y el sobrino Arturo «¡con una india en la casa!».

     Mientras tanto, y como nunca faltan perros que ladren, apenas las grandes voces de Alejandro López comenzaban a delinear las bases de la obra, ya sus ecos habían llegado a oídos de Gringo, Dios sabe cómo. Y Gringo, que no cejaba empujando a los cañadenses a fin de hacer de sus huesos una pasarela para sus propósitos, trató enseguida de precipitar las acciones tendentesa clavar las garras en el preciado botín, aun sabiendo que el disfrute de su éxito quizá no fuera enteramente suyo, ya que estaban, por un lado los impacientes cañadenses, y por el otro, el misterioso mandón a cuyo servicio actuaba y que no le perdonaría una mala jugada.

     Eran los días del gran ajetreo. Don Panta cabalgaba con prisa cruzando el cañadón de Lemos, a medio camino de Perulero. Frente al boliche de Juan Larrosa, tentador paradero a la orilla de un bosque, se apeó, sacó de la alforja una limeta vacía, saludó a varios, y ni bien se aproximó al mostrador e hizo su pedido, lo sorprendió una noticia llegada en boca de cierto arriero que allí bebía y hablaba en alta voz. El sujeto se refería a una propiedad llamada Puesto Guerra, la cual estaría siendo ocupada por la «autoridá» para ser repartida a los pobres...

     Don Panta regresaba del pueblo donde pasó dos días. Se avispó de golpe, aunque nada dijo. El individuo, seguramente, no hacía otra cosa que repetir algún comentario del muy hablador Gringo con respecto a la hacienda Guerra, aderezándolo a su gusto y manera. Pero, ¿quién podía saber si en ese momento, el maleante no estaría tratando de cumplir su amenaza? Don Panta volvió a su caballo y partió al galope.

     Media hora después, al internarse en el crepúsculo de Perulero, torció el rumbo acostumbrado y apretó espuelas.

     Solo ante sí mismo y contra todos los riesgos, encaminábase a enfrentar de una vez por todas la realidad sea cual fuera. Ya mucha desazón le había costado conservar aquella heredada vida diferente; muchos disgustos, aun confiando en la ley y sabiéndola de su parte, convencido de ser un tipo correcto y hasta ecuánime. Para él, Puesto Guerra constituía algo por el cual debía pelear si necesario fuera y, acaso, morir. Por fuerza, tal convicción se había hecho en él un credo, una verdad, la suya, si bien su real validez todavía estaba por ser demostrada. Ahora se dirigía a ponerla y ponerse a prueba. Iba resuelto a borrar de La Cañada al responsable de su zozobra constante.

     En Puesto Guerra, últimamente, buena parte de las tareas venía siendo cubierta por Yapá y Arturo. Los hombres, cuatro en total, entre ellos el capataz Juancho Sosa, un correntino contratado hacía un par de años, se encargaban de la vigilancia y la vida del ganado. Bajo el control de Juancho, sujeto algo nervioso pero leal como un perro, cada cual cumplía su trabajo. Nada debía dar lugar a que se notara la frecuente ausencia del patrón.

     La tarea más ingrata resultaba sin duda la de mantener a raya a los menesterosos de La Cañada, consigna prioritaria en la hacienda. Los pobres diablos -niños y adultos- reptaban a través de los cardales como lagartos hambrientos, asomándose sigilosos al arroyo para luego huir espantados. Daba lástima echarlos a tiros en lugar de ayudarlos, pero era la orden y se la debía cumplir. Detrás de cada sombra en movimiento cabía suponer la presencia del tortuoso enemigo.

     Y la callada mortificación debida a la impiedad inevitable afectó a todos en diversa medida. Cada uno, aunque dolorido por dentro, debía mantener el dedo en el gatillo, murmurando a solas, para darse ánimo, repetidas invocaciones a la esperanza. Alguna vez, un destino mejor debía existir.

     Hasta el rudo Juancho Sosa, sobre cuyos hombros cargaba la parte mayor del compromiso, e incluso Arturo, hijo del propietario, que a pesar de su enredo con la india se ensamblaba duramente en la armazón del múltiple quehacer, sentíanse a menudo con un pie fuera del mundo, dominados por algún tirón de íntimas rebeldías, o caían en hondas fugas, llevado Dios sabía por qué oscura decepción. Y así todos.

     En cuanto a Yapá, la más insignificante pero menos permeable al desaliento, la que tomaba de la vida lo vital y nada más, huyendo en ocasiones, a su manera, de una suerte de contagiada agonía, volaba en alas de una nostalgia muy particular, trasponía quebradas y despeñaderos y aterrizaba en su entrañable Yatebó, allá donde los suyos pervivían de espaldas a la civilizada maldad. Y era más. Frecuentemente, como sigiloso barreno de urgencia, se le metía el secreto propósito de huir en verdad e irse a su valle. Ansiaba, aunque sólo fuera por algún instante, volver a los latidos de su silencio antiguo, al ardor desnudo de su querencia. ¡Ir a Yatebó!

     Pero, para esa fuga real, necesitaba convencer a Arturo. Necesitaba que la siguiera pese a deberes y obediencias. Porque irse sin él se le hacía una insufrible idea, porque Arturo se había vuelto parte inseparable de sus ganas y antojos. Además, ir sola no le convenía porque bien pudiera su gente no dejarla regresar.

     Y sucedió en una de ésas que don Panta había partido mucho antes del alba. Y Yapá se pasó desde entonces largas horas padeciendo un mal que ella desconocía: vacilaba. No atinaba cómo hacer posible su temerario empeño, hasta que, finalmente, ya alto el sol, se dio cuenta de que Arturo continuaba durmiendo. Sin pensar más, corrió a verlo, se acostó a su lado, lo abrazó con fuerza e hizo que la sintiera enteramente hembra suya. Con toda la calidez de que era capaz, le susurró al oído en su lengua exclusiva:

     -Te quiero, te-quie-ro...

     Arturo le acarició los pechos pequeños y erectos, el vientre de gatita montaz, el sexo liso y húmedo. Pero ella, hembra al fin, se le zafó de los brazos, desafiándolo a que la tomara si podía. Arturo, jadeante de ardor, trató de dominarla, y estaba a punto de conseguirlo cuando la imprevisible fierecilla, toda olorosa de sexo, cerrándose violenta, le declaró:

     -Hacer si ir a Yatebó con Yapá.

     -¿Irnos a Yatebó?

     -Ir con luna, venir con sol, ¿ayépa?

     Partir de noche y regresar con el sol, era la propuesta. Arturo, aunque asombrado, no pudo decirle 'no'. Irremediablemente atrapado en la fogosa red, ninguna obligación ni su compromiso con el padre pudo haber torcido en él un comportamiento cuyo impulso emanaba de la sangre.

     A don Panta se lo esperaba de regreso recién al anochecer del día siguiente. Todos estaban enterados de que era la fecha probable del parto de doña Flora. Por lo tanto, él, se vería retenido en Loma Verde por lo menos un día más de lo acostumbrado. Y Yapá, pensando que esa coyuntura quizá no se repetiría, resolvió no dejarla pasar.

     A partir del acuerdo efusivamente logrado con Arturo, la excursión comenzó a prepararse con prisa y entusiasmo. Entre ambos acometieron las tareas sin perder un instante. Ir a Yatebó, al misterioso valle de Yapá, era el motor del ahínco. Reían excitados, ganándose en prontitud por acabar cuanto antes. Aves, ovejas, terneros y cerdos los aturdían con la barahúnda del hambre. Repartir el pienso, ordeñar, limpiar y cocinar eran algunas de las muchas tareas por atender. Ningún descanso habían de darse si en verdad se proponían salir al anochecer.

     Y, efectivamente, recién a esa hora cesó el trabajo para ambos. Los hombres, luego de haber tomado el último alimento del día, lentamente se dirigieron a sus puestos de guardia con el agobio de una pesadumbre inseparable. Ninguno, salvo tal vez el capataz, pudo advertir la escapada de Yapá y Arturo. Ensimismados y lejanos, esos hombres parecían haber perdido el interés por todo. Desde las amenazas de Gringo y la brutal presencia de la peste, habían alterado hasta sus ancestrales costumbres. Ya no se entretenían, como en otros tiempos, a esa misma hora, recontando peripecias y hazañas cargadas de fantasía. La existencia simple y llana de otrora, rodeada del vasto recogimiento de la naturaleza, había cambiado. Ahora, la quietud se poblaba de presagios y las mentes de sombras agresoras. Y sólo un par de temerarios como la india y su mancebo pudo aprovechar el desolado crepúsculo para desaparecer sigilosamente rumbo a la selva. Se necesitaba para ello una buena porción de insensatez o una ponchada de amor. Entre otras cosas, la tentación que no cesaba en ellos les exigía romper los lazos de la quieta obediencia. Y lo hicieron.

     Al cabo de una noche de inolvidables aventuras vividas en la jungla inhóspita, y habiendo logrado el enorme gozo de visitar juntos Yatebó, aparecieron a la mañana siguiente de regreso en Puesto Guerra. El sol había dejado la cima del Ybytyruzú y empezaba a picar las espaldas.

     A pesar de la fatiga que traían, pasaron directamente el corral donde el ordeño estaba a punto de terminar. Juancho Sosa, responsable principal ante don Panta, al no haberlos encontrado en la casa ni en los alrededores, y viéndolos ahora llegar visiblemente cansados, los recibió con expresiones de franco enojo. Pero sus reproches, tanto como sus indagaciones, cayeron en el vacío. Y al verse rabiando solo frente a dos que no mostraban el mínimo deseo de darle satisfacción, escupió un oscuro gargajo de tabaco, señal de que algo acababa allí, y los dejó.

     Arturo y la india cambiaron miradas de momentáneo alivio. Aún quedaba por verse si el capataz llegaba a la perrada de contárselo todo a don Panta. Pensando en eso, Arturo se encaminó hacia el trabajo que lo esperaba, al tiempo que Yapá, azorada por algo que acababa de ver, corrió a detenerlo, indicándole se fijara hacia el apeadero de la casa donde don Panta Guerra en persona se disponía a desmontar. Habría dejado Loma Verde muy temprano para que pudiera llegar a esa hora. Al verlo, Arturo sintió un súbito temblor. Sabía que su padre, ansioso por conocer novedades, no tardaría en reunirlos y averiguar cosas.

     Así ocurrió, efectivamente, y la tensión en espera del probable soplido del capataz se hizo insufrible. La primera pregunta la dirigió don Panta a su hijo, y el momento crítico se precipitó. Y fue la india, la menos asustada quizá, quien se adelantó afrontando la situación.

     -Señor Panta -dijo en su jerga-, el despertador no funcionó.

     Burdo el lenguaje como burda la excusa, pero su enredado y triste acento impresionó a Juancho, quien, deseando evitarle dificultades, intervino.

     -Sí, che patrón, el depertador no funcionó. Por eso Arturo se levantó recién.

     Don Panta, con una sonrisa que lo llegaba a serlo, miró a su hijo, en cuyo rostro el cansancio era inocultable. Pero, no queriendo malquistarse con él, se calló, aunque le pesaran los que creía evidentes excesos del muchacho en sus expansiones con la india.

     Así concluyó la visita de la pareja a Yatebó, tal un hermoso sueño llegado a su fin.

     Y Juancho Sosa quedó contento. Nada de lo sucedido lo afectaba, y lo tranquilizaba sentirse libre de la ojeriza de Arturo. Dejó la reunión sofocando en el pecho una suerte de risa cómplice. Al rato, don Panta lo llamó privadamente. Lo puso en conocimiento del comentario escuchado en el boliche de Lemos y de un frustrado intento suyo de visitar nuevamente a Gringo.

     -No debía irse solo, che patrón -le dijo Juancho, afligido-. Ese tipo es un asesino. Y le amenaza de vera.

     -Lo sé muy bien -replicó don Panta-, pero esta vez iba decidido a eliminarlo, y se me adelantó. Abandonó el rancho. Seguro habrá ganado el monte. Hay que redoblar la vigilancia, Juancho.

     -Pierda cuidado, che patrón. Y, a ese Gringo, un día le v'arreglar la cuenta yo...

     Pasaron dos semanas. Y nuevamente viajando en horas inusuales, don Panta arribaba a Puesto Guerra en compañía de doña Flora, ésta con un bebé en brazos. Al desmontar la madre, la criatura echó a llorar. Yapá, que aún dormía, se sobresaltó, se levantó de un salto, y presa de emoción incontrolable, corrió al encuentro del crío llorón. Arturo también se despertó. Los miraba desde la ventana de su cuarto. La llegada de la niña (estaba seguro de que lo sería) no lo fascinaba como a Yapá.

     Desde ese día soplaron aires nuevos en la hacienda. Aires de mudanza. Muy a pesar de don Panta, doña Flora esperaba ocupar su nueva casa en un mes. Arturo, por su parte, lejos de todo entusiasmo, se debatía entre la pena y la duda. Sobre todo, le preocupaba Yapá, ausente, por supuesto, de los planes de doña Flora. Yapá, punto de partida en su camino de hombre. Yapá, su alegría. Pero nadie más podía comprender lo que la india representaba para él. Inusitadas experiencias había vivido con ella. Y ahora tenía que dejarla. Al comienzo no sabía si pedir a su padre lo dejara en Perulero o aceptar el penoso alejamiento. Luego, la misma Yapá hizo posible que su actitud cambiara. Sucedió que la última en enterarse del plan en marcha fuera ella. La noticia le cayó en lo hondo de su almita oscura como piedra soltada desde un alto cerro. Doña Flora y Arturo se mudarían a Loma Verde. A Yapá, nadie le había dicho nada. Tampoco Arturo le dijo nada. Señal de que nadie contaba con ella. Por otra parte, ella no deseaba ese viaje. Aunque doña Flora o Arturo se lo pidiesen, su respuesta no podía ser sino un rotundo 'no'. Definitivo. Era mucha distancia, mucha para su esperanza de volver a Yatebó.

     De ahí en más, Yapá se encerró en sí misma, en la evocación de su valle y su gente, los que, por cierto, a partir de su fugaz visita, gradualmente la venían ocupando hasta recuperarla entera. Ella no tenía dudas al respecto, aunque una profunda melancolía la oprimiese en su hermetismo. Huraña, cada día más, acabó por apartarse como animal enfermo, rehusando con brusquedad la compañía de Arturo. Y éste, despechado, la abandonó. Para colmo, vacía de interés y de ganas para todo, Yapá se dio al hábito de quedarse dormida en cualquier parte, aun en pleno trabajo, provocando la renovada ira y aun las azotainas. Y Arturo, en vez de apiadar se y animarla como antes, al verse rechazado por ella, optó por dejarla en su indefensión y buscar olvido en otras cosas.

     Uno de esos ingratos días, poco después que amaneciera, la bronca anticipaba violencia contra la india. Según rabiaba doña Flora, la tipa se emperraba en la cama mientras los berridos y bramidos ensordecían y el ordeño se atrasaba por falta de brazos. Doña Flora se enfurecía más y más.

     -Ya está mal acostumbrada -rezongaba-. La muy perra no ha de levantarse sin antes recibir su buen guascazo.

     Cansada de gritar, se armó de un látigo y fue a buscarla. Pero, aun antes de pisar el umbral, se detuvo perpleja, resistiéndose por un instante a creer lo que veía. La puerta del cuarto donde dormía Yapá, totalmente abierta, rechinaba quedamente movida por la brisa. Y en el fondo, entre sucios harapos, el catre vacío mostraba su correaje despellejado como penosa osamenta.

     Poco a poco, Yapá se había dado cuenta de que su alejamiento de Yatebó carecía de objeto. Desde luego, bien pudo también ella crecer en razón bajo el acicate de la cruenta vida soportada en los últimos tiempos. Desde su breve visita al valle natal, sus ojos venían viendo las cosas de un modo distinto. Su ilusión respecto a una vida mejor, un ambiente mejor y un ancho espacio vital como el llamado «campo libre» venía desvaneciéndose, cayéndosele a jirones, al igual que su única pollera de percal, a través de los pajonales del feudo Guerra. Incluso el amor vivido en esa exuberante tierra, deslumbrante al comienzo como sol que nace, encontraba al final apenas diferente del apareo conocido en la promiscuidad indígena.

     De toda su ilusión, solamente le quedaba un cansancio cargado de soledad, un desierto de esperanzas. Debía pues elegir, simplemente, entre alguna otra pollera de percal para romperla en los duros trajines entre azote y azote, o el escueto culero de syrybí, prenda insuperable para su abigarrado mundo de quebradas.

     Yapá no podía vacilar en su elección porque allá, entre rocas y ramazones pobladas de misterio, había quedado su emoción de adolescente que aprendió a transitar por la vida sin nada a cuestas más que la magia de no necesitar ni siquiera desear otra cosa que el magro fruto del roquedal para apaciguar el estómago, y poder dormir, aun fuese con un solo ojo, pero dormir sin el peso del mañana opresivo.

     Ahora que su almita montaraz renunciaba a Arturo, ya nada había en ese lugar que la llenase. Y se fue.


CAPÍTULO IV - CUANDO MUERE LA ESPERANZA

     Si bien doña Flora nunca lo dijese, Pantaleón Guerra era para ella, además de su hombre, su único benefactor. Una tarde, de ésas que nunca podría olvidar aunque quisiera, huyendo sin rumbo, huérfana de todo humano apoyo, lo había encontrado por mero azar. Y cabalgaron juntos durante una interminable travesía hasta arribar al caserón de Perulero que, luego lo supo, se llamaba Puesto Guerra. Bien que allí fuesen a morir sus juveniles ímpetus, era ése al menos un refugio desde donde otearía soñados horizontes. Las decepciones y amarguras posteriores no cuentan. Fueron, claro está, parte de otra historia.

     Oriunda de Borja, tenía veinte años, la llamaban Florita y era maestra; una maestra un tanto rebelde, hecha a prueba de ingratitudes y privaciones. Salpicada en su adolescencia por audaces ideas que prendieron y florecieron en ella, involuntariamente había lastimado los inefables hábitos familiares y los de la candorosa clase dominante del lugar. Debía reconocerlo después, con pena.

     Persuadida de que algo olía a corrupto en el ambiente social, indujo a varios de sus coetáneos a secundar sus afanes de renovación. La juventud, sangre limpia, debía sanear la vida. Y tamaña temeridad la convirtió en blanco de una hostilidad maligna. La beatería local tomó [66] la iniciativa. Mostrando una unanimidad digna de mejor causa, buscó afanosa la forma, cualquiera fuese, para acabar con la «anarquista». ¿Y cuál mejor que empujarla al charco de la deshonra? Por coincidencia, cierto don Juan forastero venía rondándola sin disimulo y con una tímida anuencia de ella.

     Todas las compueblanas estaban sumamente excitadas. Pero, naturalmente, ellas se veían incapaces de hacer daño alguno. En cambio, él... Y la cosa comenzó del modo más cordial. Las más allegadas, las amigas, las parientes, le implementaron un cumpleaños, sí, el suyo, pues, casualmente, Florita cumplía años, pero, no andando en buenos términos con la familia, prefería olvidarlo. De ahí que el generoso gesto la llenara de reconocimiento. Una ofrecía su casa, otra la música, otra, una modista, la invitaba a probarse un vestido, un regalo especial a ser estrenado en la fiesta que le ofrecerían. Tierno camuflaje cubría la trampa. La soñadora maestrita rural, amiga de los niños y del numeroso pobrerío, estaba marcada. Había ofendido, por cierto. Las mujeres debían ser sumisas y obsecuentes como lo habían sido tradicionalmente, jamás intrépidas y justicieras. Florita repudiaba la humillación, los falsos temores, el conformismo. Florita proclamaba como símbolo de vida, la alegría. Los niños la adoraban, sentíanse iguales a ella. Era la más abierta, la más comprensiva, la más libre de la escuela. Y resultó que todo eso estaba mal, todo eso relajaba el orden, la disciplina, las buenas costumbres.

     Cuando golpeó en el portón de la modista, ésta se dejó oír desde los fondos.

     -Entrá, querida... entrá nomás, quitate la ropa que enseguida voy a probarte el vestido.

     Y Florita pasó adelante, se aligeró de ropas, esperó. Ante la excesiva demora, entró en instintiva duda. Escrutó su alrededor. No veía indicios de costura en parte alguna de la pieza. Veía sí la máquina de coser cerrada y cubierta de polvo, las perchas vacías, el maniquí desnudo. Y más que nada, le llamó la atención un colchón tirado en un sector del piso.

     La modista no aparecía. Súbitamente, alguien cerró la puerta de entrada, dejando la pieza en penumbra. Florita lo comprendió todo de golpe. Quiso huir por el patio, pero la puerta de ese lado también se cerró. Una sombra subrepticia la tomó por la cintura y una voz masculina le habló al oído:

     -Es mejor que te entregues a las buenas. Si gritás, los vecinos van a enterarse.

     Florita forcejeaba defendiéndose y pidiendo auxilio a la demorada modista. Hubiera gritado ni bien apareció el hombre si no temblara por temor al escándalo. Ella que condenaba los prejuicios, que proclamaba la lucha, temía al escándalo. Pero al verse ya vencida y a punto de ser violada por el sujeto, cesó de pensar en lo que «la gente dirá» y con toda la potencia de sus pulmones gritó: ¡Sooocooorrooo! ¡Soocooorrooo! El violador, fuera de control, emprendió a bofetadas para acallarla, pero ella continuaba clamando: ¡Sooocooorrooo! ¡Sooocooorrooo!

     Finalmente, los vecinos acudieron, agolpándose a saber lo que pasaba, y el frustrado violador tuvo que darse a la fuga. Florita, entre tanto, no salía de su terror y turbación. La canallada de que era víctima la anonadaba. Los vecinos la acosaban con preguntas. Nadie aún podía saber a ciencia cierta lo que adentro había sucedido, cuando la modista apareció en escena vociferando toda indignada:

     -¡Pero qué escándalo! ¡Tanto alboroto, si él es tu novio y se va casar contigo...! ¿Por qué tanto grito entonces, si vos le querés? ¡Tanto lloriqueo, ni que fueras una chiquilina!

     Y la modista seguía. Florita abandonó la casa cayéndose de vergüenza. Ahora los vecinos reían. Le hacían preguntas obscenas. Ella, ni llorar podía.

     Cuando los padres se enteraron, montaron en furia, la golpearon sin piedad y no le permitieron explicar los reales hechos. Decididamente, la cosa tenía que haber sucedido tal como la gente decía. La culpa de todo debía tenerla ella. En conclusión, Florita fue arrojada a la calle. Durante toda su vida llevaría oscuras cicatrices como recuerdos del cumpleaños aquél.

     Y sola entonces, cubierta de lodo, sin nada por delante más que el camino, aquella calurosa tarde partía soportando torvos dardos en el pecho. Dejaba atrás las blancas casitas de Borja, la romántica estación del ferrocarril, las amigas ahora enfermas de maldad, montones de recuerdos de la niñez, los sueños de la adolescencia ahogados entre la bruma de un incierto porvenir. Todavía le seguían los pasos peregrinas miradas. Las íntimas de ayer la lapidaban con los ojos. Florita tragaba nudos de sollozos reprimiendo su peor desencanto. Llegada al límite del poblado, tendió la vista campo afuera y avanzó.

     Sin saber para dónde, huía montada en una picaza, regalo de una tal doña María Vera, su madrina muerta. No podía recordar cómo era ella, pero en tan crucial circunstancia le estaba agradecida. De pronto, pensando, se le antojó que la carretera se desplazaba y ella quedaba demorada en esa tierra hostil. Hubiera querido desaparecer de un soplo, volar, borrarse de su pequeño espacio y de su tiempo, pero jamás habría pensado suicidarse. El suicidio no le cabía en la mente. No huía de la vida. Huía de la maldad.

     A bastante distancia de su pueblo natal, en pleno desolado campo, cierto desconocido montando un brioso alazán la alcanzó. Luego del usual saludo, emparejó su cabalgadura al trote cansino de la picaza. Es que, pensaría seguramente, en un largo y desértico camino, un hombre no debería dejar atrás a una mujer, máxime siendo ésta bien parecida y joven. Y no debería mantenerse callado. Resulta aburrido andar acompañado y en silencio. Generalmente, uno comienza preguntando a dónde va. Y, generalmente, la conversación surge espontánea.

     El desconocido dejó de serlo al presentarse como Pantaleón Guerra, sonoro apelativo para una gallarda estampa. Hombre ducho, un tanto entrado en años, don Pantaleón hablaba con aplomo y lucía calidad, mas no se mostraba locuaz. No platicaron más que lo necesario para que él se ubicase en la difícil coyuntura que afrontaba la viajera. Ciertamente, mal habría quedado un hombre como él si no le ofreciese albergue.

     Florita despertó a la mañana sobresaltada por un rumor de voces extrañas. Al dejar la cama y saltar al aire libre, vio centenarios árboles, palmeras agitando verdes penachos cargados de pájaros, vio un mar de aves de corral, cerdos y vacas. Más allá, campos, montes y la abigarrada enormidad de la cordillera. De repente veíase transplantada en un paraje de ensueño con siglos de ignorada historia. En su derredor, todo hablaba de prosperidad, en un lenguaje de pasados tiempos. Todo allí provenía de un respetable ancestro. En ese casual refugio debía desanudar su angustia, soltar sus ideales en azules retazos de cielo e iniciar el contaje de los días sin nombre.

     Y transcurrieron soles, lunas, buenos y malos tiempos. El primer confidente de sus escondidas lágrimas llamose Arturo, fruto de gratitud y desasosiegos, producto de un inusual albergue.

     Florita, tierna, exuberante, se prodigaba en esfuerzos sin importarle que sus primores amustiasen en el tórrido trajín de Perulero. Sus angustias ya no eran las de su juventud incomprendida. Los problemas eran otros.

     Mientras tanto, en el alejado pueblo de Borja también los temas eran diferentes. A ninguna de las pintorescas damitas de clase media le pesaba en la hueca mente el recuerdo de Florita. Borja continuaba sumida en su decrépita quietud, y en el ámbito familiar, el bochorno con respecto a la maestra defenestrada todavía sellaba las bocas.

     E imprevistamente arribó un desconocido que decía llamarse Juan Sosa. Se trataba de un correntino seriote que iba de parte de «doña Flora» con encargo de conducir a Perulero lo que le quedaba del legado de la madrina muerta: unas cuantas vaquitas; y de transportar en la carreta que al efecto traía los modestos muebles que la joven había logrado con los ahorros que le permitiera su magro sueldo de maestra. Y el avispero borjeño zumbó con la noticia. Renovada la inquina, habían quienes mostrábanse contentas y vengadas al enterarse de que «la pobrecita» ¡ay! fuese a parar de concubina en una hacienda.

     Las vaquitas de doña Flora, pintaditas y mansas, como de suave cera y hechas al tacto, caminaron sumisas hasta muy cerca de la noche, cuando avistaron el caserón de Puesto Guerra. Al arribo, la emoción y el cariño les salieron al encuentro. La dueña las nombraba una por una y las abrazaba como si fueran pedazos de su persona. Enseguida las condujo al establo donde comieron, bebieron y se dispusieron a pasar la noche. Y esa noche, de contenta que estaba, doña Flora no pudo conciliar el sueño. Acostada en su propia cama y con la presencia de sus vacas en el establo, se sentía de nuevo fortalecida, al punto que sus preocupaciones por la incesante hostilidd de los cañadenses quedaron de momento relegadas a segundo lugar. Esa noche, la vigilia, aunque larga, se le hizo feliz. Y habiendo apenas amanecido, ya ella estuvo nuevamente junto a sus vacas, nombrándolas. Pero ahora las notaba molestas, incómodas, como temerosas de quedarse allí. Bramaban tristemente, buscando salida a lo largo de la cerca, una tras otra, como pidiendo las devolvieran a la lejana querencia. Y doña Flora se detuvo impresionada observándolas, comprendiendo o quizá compartiendo esa desazón tan semejante a la suya propia, reprimida sin cesar. Por un instante la invadió un sentimiento de profundo dolor por haberse equivocado en hacerlas venir. Y esa idea la devolvió bruscamente a la realidad dominante, de continuas amenazas e inseguridad. Trayendo consigo a su ganado, seguramente pensaba ella inyectar alguna fuerza a su vacilante esperanza respecto a que pudiese renacer la paz, no obstante haber gastado inútil y numeroso esfuerzo en buscarla, desde los comienzos de la hostilidad. Tiempo atrás, cuando ya le parecía todo bien encaminado, cuando los cañadenses habían llegado a simpatizar con ella y admirarla por su juventud y dinamismo, de pronto, una gran sequía sumó desesperación al hambre, y la esperanza se desvaneció. Ahora, la cosa iba de mal en peor. Parte de la culpa, desde luego, ella le achacaba a don Panta, éste que en tren de precautelarse echó postes y alambró la parte fértil. Resultado: odio más odio. Y cuando Gringo puso los pies en La Cañada, no hacía falta sino atizar el descontento ya existente hasta volverlo hoguera. Ya por entonces, doña Flora vaticinaba las consecuencias.

     Observando el comportamiento de sus animales, empezaba pues a dudar de su acierto al hacerlos venir, «justo ahora» pensaba, «justo en momentos en que la mudanza al pueblo se prepara». La sobresaltó la voz de don Panta, detenido a sus espaldas, tratando de adivinar su vacuno coloquio.

     -Habrá que ponerlas en el potrero chico -le dijo-. Allí el pasto es mejor y eso ayudará a que se adapten. Además, estarán más seguras.

     A doña Flora le preocupaba otra cosa. Y hacia aquélla derivó la conversación.

     -Deberías tomar la iniciativa -comenzó persuasiva mirando hacia La Cañada-. Ellos pasarían a ser tus aliados si les dejaras trabajar una parcela de tierra buena. Ellos te ayudarían a defender lo tuyo en vez de ser tus enemigos. Cualquiera reconoce cuando se le tiende una mano generosa. ¿Por qué no probás?

     Don Panta la miró de una manera rara, como preguntándose qué bicho la picaba. Ella se le aproximó, le apoyó la cabeza en el pecho y continuó con tono triste:

     -Hacelo por tus hijos, Panta. Te lo ruego. Intentá la paz con ellos ayudándolos para que puedan vivir. La miseria vuelve malo a cualquiera, Panta. Sólo un poco de buena voluntad puede salvarlos a ellos y también a vos.

     Al parecer, las últimas palabras de su mujer lo sacaron de quicio. Muy afectado, se apartó de ella.

     -¡Qué mierda! -gruñó-. Haré lo mismo que hicieron mi padre y mi abuelo. Defenderé lo mío. Y lo haré con mi sangre si fuera necesario. Vos no te preocupes de eso. Es mi problema.

     La dejó. Doña Flora sintió hondas palpitaciones en la herida que en silencio le crecía dentro. Temblaba como en sus peores momentos. Don Panta volvió a la casa, se puso el sombrero, y ya salía cuando vio al correntino Juancho que llegaba al galope. Ni bien éste se apeó, habló precipitadamente empeorando su malísimo español:

     -Se perdió dos vaca más, patrón; ya buscamo por todo lao; no'stá, patrón. Seguro que ha de ser el Gringo, seguro...

     Se lo veía a punto de llorar. Don Panta le espetó:

     -¿Y ustedes, tropa de infelices, qué hacían mientras tanto? ¡Vayan a traer esas vacas, aunque tengan que sacarlas de las tripas de Gringo, sigan pues, carajo!

     Confuso y humillado, Juancho dio media vuelta y volvió por donde vino. En el portón encontró a Gervasio, el más viejo de los peones, que llegaba muy triste, con mal aspecto. Cerrándole el paso, le dijo:

     -Se perdió dos vaca más. Tenemo que ir a buscar y traer de donde estén.

     El viejo respondió con un gesto de hombros, negándose. Juancho escupió y siguió viaje.

     Cuando Gervasio se aproximó a la puerta principal, don Panta llenaba la casa con su bronca. «¡Conque ayudar a esos miserables! ¡Vaya! ¡Les voy a meter plomo, eso sí!» El viejo se detuvo esperando a que se calmara. Al rato se decidió.

     -Con su licencia, che'patrón -dijo al entrar, humildemente-. Estoy enfermo, y no quiero irme de usté. Yo pasé aquí toda mi vida, primero con su papá, despué con usté..., y siento que ya falta poco para irme de este mundo. Por eso, che'patrón, vengo a pedir un lugarcito para un rancho. Tengo vergüenza de morir como un perro despué de trabajar tanto, ¿ayépa nio, che'patrón?...

     Don Panta se abrochaba las polainas resoplando con dificultad. Al acabar, levantó la vista enrojecida, fijándola en Gervasio, y sin medir la amargura contenida en la súplica de su servidor, reaccionó colérico:

     -¡Basta, viejo malagradecido! -le dijo-. Parece que Gringo te convenció también a vos... Aquí tenés comida y cama. ¿Qué más querés? Y si te vas a morir, ¿para qué mierda querés un rancho? No te hagas problema; te podés morir cuando quieras. Pero, lo que ahora importa es que vayas con los otros a buscar las vacas perdidas. Eso sí, es importante. Así que, ¡siga nomás!

     A su tristeza senil se le sumó el rencor. Gervasio abandonó la casa. Su matungo tascaba el freno dormitando a la sombra de una palmera. Lo montó y salió al tranco, dirigiéndose a la carretera. Allá se detuvo, tendió la mirada hacia uno y otro confín, quedó mirando en dirección a La Cañada, vaciló un instante y apretó las espuelas. Avanzó sin importarle lo que hacía. No lloraba porque en su condición ya ni eso valía la pena. Perdido bajo la inmensidad de los cerros, flanqueó los promontorios dando un largo rodeo para evitar encuentros con Juancho u otro cualquiera de los hombres de Puesto Guerra, y entró finalmente en el áspero pergamino de la aridez por la parte rocosa. A un costado tenía la presencia oprimente del Ybytyruzú. Al otro lado, atravesando el arroyo y la vasta maleza, borroso en medio de un blancuzco paisaje, entre espinillos y erizados cactus, atisbaba el mundo de Gringo. Sin dar tiempo a las vacilaciones, allá se encaminó.

     El hombre lo vio aproximarse lentamente, y pensó enseguida que Panta Guerra lo largaba por muy viejo, porque ya no le servía. Le salió al encuentro con expresiones de simpatía y regocijo. Lo invitó a bajar, a tomar asiento. Gringo lo necesitaba. A él sí le podía ser útil. Gervasio era un libro abierto en lo referente a las rutinas de la hacienda, y en lo concerniente, además, a sus debilidades y fortalezas. Había gastado allá la vida entera «¡al pedo!» Gringo sí le prometía la pronta tenencia de la tierra que Panta Guerra le negaba, buena tierra, al otro lado del arroyo, donde él eligiera nomás, muy pronto... Por fin, alguien le reconocía su derecho.

     -¡Claro que vasa tener! -le aseguró paternal el hombre-. Vasa tener la tierra y el rancho también... ¡claro! Por lo pronto vasa andar con los muchacho, y cuando liquidamo al tipo, ¡jhe!, vasa tener tu parte.

     Gervasio entró a compartir un cubil tapizado de boñigas y minado de pulgas, bastante peor que el cobijo abandonado en lo de Panta Guerra.

     «Por lo pronto, ¡claro!», se dijo a sí mismo metiéndose bajo la jerga, dispuesto a dormir. O, al menos, a continuar soñando. Gervasio llenaría por algún tiempo el espacio dejado por el indio muerto.

     Conocía Perulero como la palma de la mano. Cada atisbo de su esperanza había desaparecido por asfixia bajo la férula patriarcal de los Guerra. Así pensaba él a su manera, pero amaba Perulero. Amaba el verde y ocre desparramados en infinita gama por los llanos y faldas. Y amaba el sol que surgía de la cordillera y daba sensación de parto. Desde niño, sólo conocía esa tierra, sus bellezas y sus males. En cuanto a la propia tristeza, él mismo la había gestado y parido mil veces, a solas, a través del campo, sin lágrimas, porque llorar no era de hombres. Y todo por una cándida confianza: la de llegar a poseer un día un pedacito soleado donde clavar un rancho. En ocasiones, un nudo de dolor le bloqueaba el pecho. Durante las siestas, lo oprimía el gemir del viento en las palmeras y el plañido de los halcones hambrientos. Sentía entonces como si la naturaleza llorase por él. Al crepúsculo se evadía de su angustia contemplando la inmensidad de la cordillera. La imaginaba un fabuloso toro largamente acostado rumiando su fiereza eterna. Siempre las noches fueron sus enemigas. Echado sobre la jerga, solo, las pasaba matando pulgas. Pero al alba, al sacudirse la modorra inútil, oía relinchos en el campo. Amaba el campo y los caballos. Apenas la penumbra del amanecer se lo permitía, galopaba aspirando aromada brisa. Le venían ganas de gritar y echaba un largo grito con falsete, poniendo en él toda su alma. Ahora recordaba con pena a Juancho Sosa. Lo apreciaba por callado y duro. Él todavía hubiera podido ser como el correntino de no haberle atrapado la maldita vejez, y de no sentir en los huesos una lastimosa necesidad de quietud. A esa edad, desde luego, al hombre le pasa como a los laureles negros. Se le pudren las raíces y se abaten. Esa sensación dominaba a Gervasio, esa visión de desplome. Por fin, pese a las infinitas pulgas, quedose dormido.

     En enero, doña Flora se mudó a Loma Verde, dejando en Perulero muchos años de lucha estéril y un vacío imposible de llenar. Era el comienzo de la década del treinta que entraba con signos trágicos: la sequía y la inminente guerra. En la ciudad no se hablaba de otra cosa.

     Pero volvamos a Perulero. Por primera vez, los arroyos y aguadas quedaban hechos polvo, menudeando pavorosos incendios de campos y bosques. Al cabo de mucho sufrimiento, muy de tarde en tarde, algún aguacero se insinuaba, y era como una gracia de Dios, pero sólo se insinuaba.

     A las interminables y sofocantes jornadas lidiando tras animales desesperados que ganaban los profundos fangales donde se atascaban y eran comidos vivos por los buitres o cazados por las huestes de Gringo, sucedían noches igualmente atroces en que la gente desvelada sudaba con el dedo en el gatillo. Desde la noche que siguió al exabrupto de don Panta, Juancho las pasaba enfermo de frustración. Ni bien amanecía, ensillaba su montado y salía como huyendo, con pésimo humor. Uno de esos días, perdido en conjeturas acerca de su situación, llegó a las aguadas y barreros desérticos de las estribaciones. Cabalgó difícilmente sobre el duro y cuarteado lecho de arcilla, se metió en el cauce de arena y piedras del arroyo seco, y al cabo de un rato reapareció sobre la barranca. Rastreaba con pocas esperanzas las últimas reses desaparecidas y otras que quizá corrieron la misma suerte. El suelo profusamente agrietado resonaba al peso de su cabalgadura. El bosque chamuscado y el campo sin verdor le llenaban de congoja. En las hoyadas hediondas, el viento arremolinaba el polvo y las briznas, sepultando diminutos pececillos y caracoles. Ni un solo trino se dejaba oír. Las aves, salvo las rapaces, habían emigrado o murieron.

     Juancho cruzó finalmente el cauce muerto del Bolascuá y avanzó sin prisa paralelamente al curso del arroyo. Al rato, en un claro donde predominaban espinillos y uñadegatos amarronados y crujientes, vio alzar vuelo una pareja de caranchos, abandonando la osamenta que despellejaban. Juancho la examinó y continuó su cauteloso movimiento. Enseguida, por entre la maleza que escrutaba minucioso, pudo entrever algo moviéndose más adelante, en una hondonada cercana. La maraña le dificultaba la visión, pero al punto oyó sonar los ollares de un caballo. Apartó cuidadosamente una rama y, en efecto, allí se veían dos jinetes; rabiaban enredados en una zanja, procurando vanamente levantar una res echada que se negaba a seguir. Juancho pudo distinguir un revoltijo de lazos, y ya no le cupo la menor duda. Se trataba de cuatreros. Y la bestia, por su comportamiento, debía ser una cerrera. Desmontó con sigilo, inspeccionó de una ojeada el terreno, preparó el Winchester, dio unos pasos, y olvidando de golpe sus reconcomios, apuntó. Al primer disparo, uno de los caballos cayó con estrépito. Obviamente, Juancho no era buen tirador. Se preparó a fijar nueva puntería. El segundo proyectil cortó el lazo que estaba tenso, azar que lo puso contento. Mientras tanto, el hombre del caballo caído se dio a la fuga revólver en mano, sin haber disparado. Probablemente, no pudo precisar de dónde provenían las balas. El segundo hombre quiso seguir al fugitivo pero fue alcanzado por un tercer cartucho y se desplomó. Su caballo huyó espantado llevándose a rastras el lazo roto. Juancho se acercó al herido sin dejar de apuntarlo. El infeliz gemía, y resultó ser -¡cosa increíble!- el mismísimo Gervasio. Juancho, padeciendo la peor consternación de su vida, quedó mirándolo.

     El viejo se ligó con el cinto el muslo traspasado por la herida, sin tan sólo una mirada para el agresor parado frente a él, y lentamente reptó hacia el arroyo seco, donde se taponó la herida con arena, alejándose luego, a duras penas, a través del monte. Su desconcertado ex-compañero lo dejó ir. Antes que impedírselo, prefirió ayudar a la res echada en la zanja. Le quitó el lazo, le aplicó un fuerte mordisco en la cola, y la vacuna fiera pegó un salto. Al verse libre, clavó la vista hacia el cerro y emprendió la corrida.

     Ya en Puesto Guerra, Juancho callaba. No podía denunciar ni siquiera mencionar un hecho que, además de resultarle estúpido, lo desmoralizaba. El resto del día se pasó tragando hiel. A la noche -mal entre males que llegó como cualquier otra cubriendo de subido oscuro la existencia gris-, acabada la cena, descargó el wínchester, lo limpió y renovó la carga, tarea de rutina sin la menor participación del ánimo. Esa noche le tocaba montar guardia en la taperita, otrora alojamiento de las domésticas, ahora criadero de avispas. Actuaba sin prisa y sin entusiasmo, en parte, quizá, por verse dueño de la iniciativa, la que le importaba ciertamente muy poco. Don Panta había partido a la madrugada rumbo a Loma Verde, donde su mujer y sus hijos estaban instalados desde hacía un mes. En Puesto Guerra esperaban que su ausencia durase cuanto menos hasta la mañana del día siguiente.

     Llegado el momento, Juancho se acomodó en su puesto de guardia. Se acostó levantando la cabeza y disponiendo las manos a modo de almohada contra un horcón. Tenía el arma cruzada sobre el cuerpo, la mirada perdida en la penumbra, el espíritu inmerso en profunda desolación. Que los peones a su cargo hayan o no cubierto debidamente sus puestos de vigilancia tampoco le importaba. La alta hierba seca de los alrededores le limitaba la visibilidad a unos pocos metros, además de retener la escasa brisa, empeorando la temperatura. La opaca luna, por su parte, muy poco encanto le ofrecía y debía soportar, además, la fragancia del yuyo marchito mezclado con el olor a bostas. Debía soportarlo porque ni siquiera podía evadirse durmiendo. En realidad, era su instinto de conservación, más que otra cosa, el que le quitaba el sueño. Sin embargo, pasadas unas horas, la modorra se le hizo sentir en los párpados, y no tardó en hacerse irresistible su carga. Y ocurrió que, en el momento preciso del primer cabeceo, un brusco sobresalto lo despabiló. Ruidos de cascos o de botas fueron la causa. Y, ya un tanto asustado, Juancho pudo entrever de inmediato cierto bulto que le sugería -miedo de por medio- la silueta de un hombre, alta silueta dibujada por la media luz lunar sobre la borrosidad del herbazal. Tratárase o no del esperado intruso, Juancho prefirió no vacilar. Tomó posición, dispuso el arma, y gritó:

     -¡Alto!

     Al cabo de un silencio insufrible, sólo poblado del cuchicheo de insectos y los latidos de la propia sangre, veía que la sombra se estremecía, que luego daba un traspiés y avanzaba. Como un relámpago, a Juancho se le cruzó por la mente lo trascendido en ocasión de la no muy lejana pero sí muy mentada aventura de Gringo, y era que el sujeto había elegido justamente el camino ése, entre la serrería y la taperita, donde él, Juancho, bien prendido al gatillo, lo aguardaba ahora. Y pensando en voz alta, dijo «¡Va'la puta!», y apretó el disparador con furia.

     Tras la descarga cerrada, la sombra quedó planchada con crujidos inusuales. Y el capataz, con la misma ansiedad que lo dominaba aquella mañana, cuando acababa de balear al viejo Gervasio, corrió, dedo en gatillo, a cerciorarse de si el caído estaba bien caído. Y sí, lo estaba, pero no se trataba de cristiano alguno, ni tan siquiera de un mal cristiano como lo serían Gringo o algún capanga suyo. Infortunadamente, no. La víctima no era sino el garañón malacara, un hermoso purasangre, ejemplar que fascinaba a Panta Guerra, habiéndolo costeado a precio de excepción, en un enredado remate judicial. Estaba allí tendido, tan largo como esbelto fuera en vida.

     El animal, empujado por la sed, llegaría buscando agua. Y Juancho, conturbada la imaginación por obra de los nervios, vio en él no sólo estatura humana con fornido tronco, sino, además, cara humana, blancuzca, y orejas y crines convertidas en perfecto sombrero, de la justa forma con que solía darse pinta el malquisto Gringo. Y lo mató.

     Gimiendo de pura decepción al comprobarse atrapado por el influjo de la desgracia, maldijo desconsoladamente, renegando de su propia vida, «jue añá membyré», y preguntándose rabioso «¿qué puta vía'cer pue con el justamenta?». Por cierto, había que borrarlo de la vista, hacerlo desaparecer. Arrastrando el arma tras de sí, más rengo que si en su persona recibiera la descarga, trotando se metió en la penumbra de la caballeriza, ensilló, cabalgó y regresó junto al potro muerto, momento en que los demás hombres llegaban alarmados y presurosos, luego de abandonar cada cual su guardia para acudir en ayuda del correntino. Y las risotadas estallaron inevitables en plena cara del capataz, cuyo lamentable ánimo ni cabal discernimiento le permitía. Efectivamente, el infortunado acabó explotando en insultos y amenazas contra cualquiera que pudiese comentar lo allí ocurrido.

     -¡Y güeno py, carajo! -concluyó rabioso - ¿qué vía'cer? ¡añambembyré! Ayuden py a sacar el jusamenta de aquí... ¡Hay que ayudar py, chamigo!

     -E claro -dijo uno-. Y bien lejo hay que llevar de aquí, hacia'l barrero o qué... Así solamente lecayá va creer que e un porqueriá de Gringo.

     -Güeno py, pero hay que traer otro caballo ma, enseguida...

     Anudados los lazos al cuello y patas del potro muerto, hombres y caballos tiraron a través del campo y de la noche. Y al cabo del penoso bregar, cuando al fin llegaron a la aguada seca que daba nombre al lugar, el alba estaba próxima. Libre de las cuerdas, el «jusamenta» quedó allí en espera de los buitres y caranchos que habrían de llegar más puntuales que el sol. Los jinetes dieron media vuelta y regresaron al trote.

     -Ya grita catu los pájaro -bostezó uno.

     -Ahorita nomá va llegar lecayá jhina -acotó otro con voz temblona.

     -¡Ney py entonce! -cortó Juancho, algo mejorado de humor, aunque con ningún optimismo-. ¡Cada uno a su puesto py entonce!

     Él, por su parte, tan pronto llegó de vuelta, desensilló y se dejó caer sobre el apero, rendido y acosado por los peores pensamientos. Aguardaba el alba y con él al patrón. Oía piafar impaciente a su caballo en el cobertizo. Pero pronto lo dominó el sueño. Poco antes de que aclarase el día, en tanto lechuzas y teros alborotaban la escasa brisa, quedó profundamente dormido.

     Horas después, ya encendidos mechones de sol llegaban desde la cima del Ybytyruzú, los peones llenaban el corral de palabrotas, y el olor a bosta y leche ordeñada enardecían los berridos provenientes de los chiqueros, cuando, de pronto, un estridente relincho puso hielo en el aire. El alazán de don Panta, galopando sin el amo a cuestas, arribaba al portón. Todos los ojos a un tiempo se clavaron en él.

     Desde el cobertizo, el caballo de Juancho respondió con otro relincho parecido. Y el capataz, arrancado de su amanecida soñarrera, cojeando y apenas despabilado, corrió hacia el portón, viéndose, igual que todos, ante el espanto de que allí sólo llegaba un estropeado y nervioso alazán con partes de la montura y las riendas hechas pedazos. Olvidando el ordeño, menudearon conjeturas y vaticinios a gritos alrededor del caballo. El pasmoso suceso transformaba de golpe las resonancias de la hora temprana en huérfanas y asustadas voces que se agolpaban en desorden:

     -A lo mejor co está un poequito apintonado nomá y se cayó...

     -¿Y por qué entonce el alazán se juyó y vino?

     -Sí, el animal está asustado. Alguna desgracia pasó seguramente.

     -A lo mejor, lecayá se jue a dormir con Pabla catu, quién sabe...

     Ciertas cosas afloran en voz alta sólo en circunstancias especiales. Ahora, pese al desconcierto, hablaba la urgencia por encontrar a don Panta. Y ubicar su paradero exigía barajar todas las probabilidades, aunque fueran a revolver la privacidad.

     -No, seguramente que está en el boliche de Larrosa -insistió el primero-. Anda con tomando demasiado despué que le dejó s linga ña Florita.

     Se calló al notar que la intención reidera no cuajaba. Cada uno mascullaba interiormente una oscura certeza, la que ninguno osaba expresar. Ahora que había graves indicios de que don Panta ya no estaba, no era raro que se sintieran al borde de la indefensión ante las amenazas. Juancho puso fin a las especulaciones y aprensiones empezando a repartir secas órdenes:

     -Güeno, vos te vas por Coloña, vos por Larrosa, vos por Paso Dulce, y vos te quedás a preparar la comida y la carreta. A la hora del rancho nos juntamos todos aquí.

     Él tomó el alazán de don Panta, le cambió las riendas rotas y le aplicó espuelas. Ante todo, deseaba dar la noticia a doña Flora. Ella debía ser la primera en saberlo. Si el caballo aguantaba, estaría allá a media mañana y podría regresar de inmediato. Sus presentimientos respecto al patrón no le permitían ilusiones. Había notado algo que a los demás escapó: manchas de sangre debajo del polvo que cubría la grupa. Se volvió a mirarlas nuevamente, y sí, estaba en lo cierto. Eso no era simple barro. Además, ¿qué barro podía haber en semejante sequía? Sólo por un milagro podría don Panta estar vivo. En los últimos días, para colmo, había venido cambiando de itinerario en cada viaje, por precaución, claro está, mas no pensaba que sus enemigos eran numerosos y conocían todos los recovecos, como para tenderle cuantas trampas quisieran. Juancho sofrenó de golpe y estuvo pensando brevemente. Le venía a la memoria cierta referencia de don Panta con respecto a un tal Paso Oculto, un vado en desuso que bien pudiera haber escogido ese día. A punto de torcer hacia el paraje aquél, recapacitó. De todos modos, a la vuelta podía pasar por ahí. Y reanudó galope rumbo a Loma Verde.

     A media mañana, con el rechoncho correntino a cuestas, el alazán sudaba a chorros galopando de regreso hacia Perulero. Mientras tanto, en la nueva casa, doña Flora, corriendo de un lado a otro, se desesperaba, temblaba, gemía, se mordía los labios conteniendo el grito. El dolor le hinchaba la garganta y el pecho. Todos sus incesantes vaticinios y temores acudían en tropel embarullándola, a tal punto que no atinaba qué hacer ni resolver. Al igual que Juancho, ya no podía pensar en un Pantaleón Guerra con vida. «¡¡Dios mío, Dios santo, ¿por qué tanto castigo, por qué?!!», estalló finalmente en desconsolado lamento. Junto a ella sollozaba su hijo mayor, Arturo, testigo de sus tribulaciones.

     En Puesto Guerra, algunos jinetes regresaron cerca del mediodía, comieron y otra vez partieron al galope. La misma extraña sensación dominaba a todos. Algo estaba cambiando de repente, para bien o para mal. En el fondo de la excitación y la angustia propias de la súbita coyuntura, se incubaban gérmenes de un sentimiento impreciso. Esa brusca urgencia los reconciliaba en cierto modo con la vida. Estaban cansados de tan torturantes prevenciones y vigilias. Por fin, la artera realidad se presentaba mostrándose tal cual la imaginaban.

     En Loma Verde, una mujer envejecida veinte años en media hora, aplacaba el llanto de su criatura obligándola a succionar sus flácidospechos. Y besándola con obsesiva lástima, le empapaba de lágrimas el pequeño rostro. Arturo, rojos los ojos y tragada la voz, ensillaba el «moro chu-í», al que apenas un mes atrás había traído consigo para quedarse. La vecina Lugarda, mujer ya anciana pero fuerte, dispuesta al servicio de quien la solicitara, alarmada por los lamentos, aproximose preguntando a voces:

     -¿Qué pio lo que pasa, che Dio...?

     Y al enterarse de la triste novedad, exclamó: «¡Juesú, che señorá..!», segura también ella de que la fatalidad se había plantado en Puesto Guerra. Acabó ofreciéndose a cooperar en lo que fuera menester. Doña Flora, agradecida, aceptó el ofrecimiento, encargándole de inmediato el cuidado de su niña y de su casa.

CAPÍTULO V - EL CANTO FUNERARIO DEL TERO-TERO

     Intenso brillo lunar transparentaba la humareda tendida sobre la llanura muerta. A lo lejos, entre cenicientos borrones, alzábanse los esqueletos de los montes quemados. Y en el confín, entre cascadas de luna y humo, la gigantesca fachada del Ybytyruzú se insinuaba. Parejas de teroteros y yacaverés desvelados y exhaustos, lanzaban su alboroto alertante de tanto en tanto. Voces ahogadas por la sed. Voces agónicas de la tierra misma, sofocadas entre el polvo del campo abrasado.

     De pronto surgió una voz humana.

     -Mira, creo ver un montecillo a la izquierda. Ojalá haya agua, aunque sólo sea para el caballo.

     Era la voz esperanzada de Arturo. Doña Flora, que marchaba adelante, se detuvo a observar, y ambos, en silencio, desviaron hacia el bulto que se veía. Pero, a medida que se aproximaban, las esperanzas, de tan pequeñas, se diluían entre la bruma. La madre finalmente habló:

     -En la seca, la sed hace ver cosas raras; a veces montes y hasta lagunas.

     Como la voz del terotero, la suya sonaba quebrada por la tristeza. Pero Arturo había visto un montecillo. Él no soñaba. Y cuando llegaron al charco seco, y tocaron con las manos unas hojas enormes y rígidas, recién entonces pudieron comprobar que estaban secas. Nudosos tallos serpenteaban sobre la arcilla cuarteada y atravesada por oscuras raíces que se internaban en vana búsqueda del agua. Arturo desmontó desalentado. El caballo, al sentirse libre de su carga, lanzó un débil relincho sondeando la soledad. Arturo caminó unos pasos y se detuvo a escuchar. Del penoso relincho, ni un temblor quedaba en la atmósfera.

     -Todo muere en la seca, hasta el güembé -suspiró la madre-. Lucha inútilmente contra la arcilla, lucha hasta el fin. Mejor hubiera vivido como parásito en el monte, pero prefiere la tierra con sol, con viento.

     También ella se detuvo a escuchar. Luego agregó:

     -Tu padre era porfiado, y ahora ha muerto, en plena seca, como el güembé. Estoy segura de que está muerto.

     Estaba desesperada, pero la desesperación le daba fuerzas y aun coraje. Arturo venía pidiéndole repetidamente que montara. Ella, ante la insistencia, respondía:

     -Habrá tiempo para montar... El camino será largo para nosotros, hijo...

     Ni la fatiga ni la distancia a cubrir le importaban.

     Era medianoche, la búsqueda del desaparecido, comenzada por la mañana, parecía sin éxito. Desde que se sumaran a la tarea, ningún rastro hallaban de la gente que exploraba áreas distintas. Arturo volvió al caballo y continuaron. A la luz lunar, la desolación tornaba tétrico el rostro de la madre. Dos lagrimones le surcaban el polvo de las mejillas. Los cabellos, también sucios de polvo, le caían desordenados sobre los hombros. Pequeña y metida en su dolor, no se permitía otro pensamiento que no fuese el de su exclusivo drama, el de su vida volviendo la página hacia otra desconocida y posiblemente peor. A medida que pensaba, enmudecía. Y Arturo, que no le quitaba la vista, no osando interrumpir su hondo platicar consigo misma, tampoco hablaba. Así anduvieron buen trecho de la noche, como si, en realidad, la búsqueda no existiera, hasta que, de pronto, madre, hijo y caballo quedaron paralizados, fijos los ojos hacia un mismo punto, tratando de confirmar ciertos brillos metálicos que les parecía haber visto, o acaso meramente se les figuraba; brillos entrecortados, quizá provenientes de unas llantas girando a la luz de la luna, a través de la vastedad humosa.

     Apresuraron los pasos en aquella dirección y, prontamente, la duda se disipó cuando alcanzaron a distinguir la forma de una carreta y pudieron oír las voces del picador y demás hombres que lo seguían coreando una inconfundible tonada mortuoria, muy oída en nuestros campos en noches de tayazúes y otros pajarracos malagoreros y cómplices de la muerte.

     La sombra avanzaba lenta, creciendo en rechinar de ejes, en quejidos lastimeros bajo su lúgubre carga.

     -¡¡Son ellos!!

     Lo dijeron a una sola voz.

     Don Pantaleón, finalmente hallado cadáver en el menos previsto de los parajes, era transportado en la carreta. Juancho se apeó, balbuciendo a modo de condolencia:

     -Lástima, el patrón. Encontramo el cuerpo en Paso Oculto.

     Retuvo la mano de doña Flora, oprimiéndola con gesto solidario. Ella no pudo más. Echose sobre el difunto deshecha en lamentación.

     -¡Don Paaantaaa! ¡¿Qué va a ser de nosotros, don Paaantaaa?!

     El desesperado y vano lamento hendía la humareda de esa noche inmensurable, tendiendo un lúgubre sudario sobre la llanura muerta.

     Se hizo un alto. Bueyes, caballos y hombres se dieron un descanso y se repartió a tragos corridos la sobra de caña contenida en la guampa que Juancho había llenado a su vuelta del pueblo. La luna y una mecha improvisada con el negro sebo de los ejes más un jirón de camisa rasgada en homenaje a la piedad humana, iluminaban el cadáver. El descolorido pañuelo que le ceñía el rostro fue al punto reconocido por Arturo, y era el que a Juancho le faltaba en el cuello. En la boca del muerto, desencajada por el impacto del proyectil expansivo, asomaba un espumajo negro.

     -¡Don Paaantaaa! ¿Qué va ser de nosotros, don Paaantaaa?

     -Tero, tero, tero, tero, ter, ter, ter, te, te, te, t, t, t, t.

     Las aves querían saber de qué se trataba. Sobrevolaron brevemente al grupo hasta cerciorarse de que nada importante sucedía; nada más que angustia de gente atribulada, nada más que lamentación sin consecuencia. Y entonces, empecinados en prolongar los menguados estertores, volviéronse en silencio hacia el reducto elegido.

     Cuántos insomnios le había costado a doña Flora vaticinar ese final funesto. Cansada de insistir, de cargosear, de impacientar a su hombre con los presentimientos, había resuelto refugiarse en Loma Verde. Y, transcurrido apenas un mes, aquello sucedió. «¡Vaya palabra hueca de mujer plagueona!», protestaba por dentro. El golpe asesino fue llevado a cabo tal cual ella lo temía. «Desde luego -solía decirle al finado-, a enemigo grande no se le juega de frente; se lo mata como a las fieras».

     Además, doña Flora siempre había pensado cuán absurdo era poseer tanta tierra inexplotada, viviendo rodeado de tan prolífica miseria. Aunque sin derecho a opinar autorizadamente sobre el problema, pensaba que luchar por conservar todo eso sin ofrecer a los infelices vecinos más que plomo, sin darles tan siquiera lo que allí sobraba, tarde o temprano debía traer aciagas consecuencias. Era que aquellos parias no mostraban el mínimo deseo de abandonar La Cañada. Prendidos de esa aridez como garrapatas, sin otro patrimonio que el hambre y sin más alternativa que robar, acechaban. Gringo les había dicho con claridad brutal: o liquidaban al que creían culpable de esa situación, o serían barridos por simple acción del tiempo. Aguardaban desde entonces, tomando de tanto en tanto, a manotazos, lo que la oportunidad les deparaba. A veces era la naturaleza, magramente pía, la que les ofrecía su maná providencial. A veces, un descuido de don Panta. Pero, siendo bastante numerosos los cañadenses, cualquier presa sólo les alcanzaba para una panzada. Habían acabado incluso con los animalejos de las lagunas. La caza era tema olvidado. Ni comadrejas quedaban en pie. Ahora, en el duro verano, los niños se escabullían a través de los montes de Puesto Guerra, se llenaban las panzas de guabirá o pacurí, y si la suerte los acompañaba y no eran salpicados de pólvora, eso les duraba unos días o semanas. E inmediatamente arribaba febrero con cara de perro.

     Silbantes las tripas, tornaban entonces a los viejos rastrojos, donde la presencia hostil del hambre no lograba abatir los mástiles del mbocayá, el de la melena siempre verde pese a todo, prodigio de Natura cuyos cocos eran sustento y su tallo y hojas abrigo, libre de los alambrados de la hacienda y su ley omnímoda. Maduraban sobre el hirsuto lomo de los cardales, completando el conjunto decorativo de la extrema pobreza. Por otra parte, la fauna inquieta de Puesto Guerra, en verano escapaba constantemente a pesar de los alambrados limitantes.

     Los cerdos, paridos por decenas en los pajonales fangosos, ganaban los montes, se volvían cimarrones y ya no había cerco que los contuviera. Atrás dejaban el buen pasto y las raciones de engorde para marcharse en manadas a compartir la anarquía de los hambrientos, las frutas miserables, las aguas podridas, las siestas caniculares en los cocotales, disputando el consuelo estomacal a unos parvulotes desnudos e igualmente cimarrones, y acabando por contraer diarreas bacilares, anticipo de muerte. A menudo, también escapaban los perros: un par de galgos brillosos o un gordo San Bernardo. Llegaban al rancherío correteando incontenibles, jugando con cuantos famélicos y apestados los acogían, comiendo carroñas increíbles e inmundicias humanas, chapuzándose en las aguadas negras, revolcándose en orinales y letrinas, para luego regresar a casa con olores que espantaban a medio mundo.

     En los últimos tiempos, la supervivencia exigía constante sangre. Ya un rapazuelo perecía estrangulado en su disputa con cerdos furibundos. Paciencia. Pronto, algún cerdo también habrá caído pese a sus feroces colmillos y pezuñas. Así, sangre por sangre, Puesto Guerra era obligado a sufrir la represalia, aplacando pasajeramente la animosidad de los estómagos vacíos.

     Hechos tan atroces eran sólo partes de una reciprocidad patética y compleja, la que, finalmente hizo que doña Flora, no pudiendo soportarla ya, se marchara con sus hijos a Loma Verde en busca de paz.

     -¡¡Don Paaantaaa!! ¡¿Qué va ser de nosotros, don Paaantaaa?!

     Desde la mudanza, ésa era su primera visita a Perulero. Venía para sepultar a don Pantaleón Guerra, su único benefactor y padre de sus hijos, nada menos.


CAPÍTULO VI - FUEGO Y RELÁMPAGOS

     -¡Siiigaaa, Guaaapooo, Cieeervooo, siiigaaa!

     Los bueyes marchaban rumiando sed y cansancio y soltando espesa baba. Los ejes rechinaban lúgubres bajo la penosa carga.

     Por el lado del Ybytyruzú se veía subir una negrura inquietante. La luna se ocultó de prisa. Y doña Flora, Arturo, Juancho y demás acompañantes continuaron lentos, envueltos en densa polvareda, perforando el agobio de una noche de pronto tormentosa. El viento apagó la vela y nadie la volvió a encender. No valía la pena. Iluminaba el cadáver el fulgorde los relámpagos cada vez que el negro cielo se agrietaba. Vadeado el último arroyo -seco y oliente a carroña-, restaba por andar solamente media legua. Las nubes renegridas traspusieron la cordillera, y grandes gotas comenzaron a golpear las doloridas espaldas. Al asomarse el campo de Perulero, Arturo giró súbitamente sobre el apero, exclamando:

     -¡Miren..., hay fuego en Puesto Guerra!

     Todos quedaron paralizados. La fogarada se alzaba ahuecando el horizonte en la dirección indicada. Coincidentemente, un fiero rayo despejó las nubes bajas y pudo verse a lo lejos el caserón en llamas.

     -¡Por amor de Dios! -gritó doña Flora, bañada por los sucesivos relámpagos, dirigiéndose a los hombres-. ¡Vayan a salvar lo que sea posible!

     Las respuestas sobraban. Juancho hincó los ijares, y todos, incluso Arturo, partieron a campo traviesa. La carreta prosiguió su cansina marcha, con la desconsolada doña Flora por única acompañante.

     La lluvia se desencadenó de inmediato cubriendo el contorno con una cortina de agua enloquecida. Cesaron de gemir los ejes, pero sí gemía el viento y estallaba enfurecido el cielo. Al cabo de tanta mezquindad, ahora se desplomaba en torrentes.

     Los jinetes avanzaron con gran dificultad, castigados por la lluvia y la tormenta. Atropellaban charcos y malezales, enderezando el rumbo cuanto podían. Luego, el viento cesó, pero el agua continuaba golpeando sin piedad. Cuando al fin pudieron llegar, el incendio se había extinguido. La violenta precipitación impidió que Puesto Guerra fuese borrado por el fuego. Juancho entregó a Arturo el arma que perteneciera al difunto, y él preparó su wínchester. Los otros, cada quien con el dedo en el gatillo, entraron a tomar posiciones. Inspeccionados los alrededores, los corrales, caballerizas y la cocina, se introdujeron en la casa grande. Las puertas no habían sido violentadas. Los faroles estaban en sus sitios; los prendieron. Nadie parecía haber estado allí, ni encontraron nada que no fuese rastro del siniestro curiosamente comenzado por los cuatro costados del caserón. El agua del cielo había irrumpido poco antes de que el robusto maderamen fuera seriamente afectado.

     El lento cortejo arribó por fin. Doña Flora se adelantó a ver los destrozos del incendio. Y pese a su inmenso infortunio y a su dolor, exclamó «¡gracias a Dios!» al comprobar que los animales -olvidados en su encierro desde la mañana- estaban sanos y salvos, y que no todo el techo de la casa había sido dañado de gravedad. Juancho comentó a media voz:

     -Don Panta mandó la lluvia; es hijo de bendición.

     Todos, incluso el cadáver, estaban empapados. En el comedor, cuyo techo se había perforado pero aún servía, los hombres acomodaron la gran mesa tallada proveniente de los Guerra del pasado. Doña Flora la cubrió con una sábana, y encima, cuidadosamente, fue depositado el cadáver en espera del cajón. Dos de los hombres empezaron a construirlo, usando tablas sin cepillar. Doña Flora y Arturo cortaban charques y pelaban mandiocas, disponiéndose a cocinarlos. Juancho, mientras tanto, servía mates. En fin, la vida continuaba.

     Hacia el tercer canto de gallos, la rústica obra de carpintería estuvo terminada. Entre tanto, ya los estómagos se habían apaciguado con trozos de carne y mandiocas hervidas. El velatorio reunió a la desolada gente de Puesto Guerra bajo el pedazo de techo salvado por la lluvia. Doña Flora, ojerosa y abrazada a su hijo, se pasaba contemplando el cadáver. Ya ése no era don Pantaleón Guerra. Simplemente tratábase de los despojos de su propia malograda esperanza, una más, concluida. Los hombres rezaban en un murmullo de colmenar deshecho: Pagre nuestro quetás en lo cielo... en lo cielo... en lo cielo... Ave María, magre de Dio... de Dio... de Dio... Luego, las siete oscuras, inescrutables palabras del Señor, aprendidas en el anquilosado léxico de la tierra. De pronto, del murmurio se destacó el plañido de la única mujer presente: Dios Padre... Dios Hijo... Dios Espíritu Santo... Y el coro de patéticas voces masculinas respondió poseído por la presencia de la muerte: Acuérdate de nosotro... de nosotro... de nosotro...

     La lluvia no cesó durante el resto de la noche. El rezo se hacía clamor cada vez que una centella derramaba fulgor hacia todos los vientos. Sin duda, Dios les estaba haciendo sentir su poder omnímodo, como siempre lo hacía en esas latitudes: Dios a veces benévolo, con mansa lluvia salvadora de vidas; Dios a veces malvado, con fogaradas arrasadoras o bofetadas de agua sobre el huérfano rostro de la tierra. Este Dios, el que aplastaba y hundía, desbarataba sueños y propósitos, jugaba con esos hombres empequeñecidos por la tragedia de vivir, dejándolos luego, como un niño deja los juguetes, abandonados, desparramados, maltrechos.

     Amaneció rojizo y húmedo. Sobre el campo de Perulero caía el eco rumoroso del día. La tierra había succionado con avidez toda el agua caída, resarciéndose así de la vasta sed soportada. Como en los mejores días, guiños de sol estallaban entre las hojas de las palmeras y laureles negros. Los pájaros, repentinamente felices, recuperaban el canto, tendiendo una cortina de holgorio tras el sufrimiento pasado, olvidándolo tan fácilmente como si fuesen hombres.

     Muerto don Panta, surgían sentimientos que doña Flora no esperaba. La efectiva solidaridad del personal, de esos rudos jinetes de la pobreza, impedía que ella se viera en total desamparo. Fue, pues, necesaria la desgracia para que la humana igualdad renaciera.

     A media mañana, sorteando minúsculos aguachares, últimos vestigios del aluvión, lleváronse entre todos el enorme cajón a través del campo, hasta el olvidado cementerio de los antepasados, invadido por el denso pajonal.

     Al borde de una fosa oliente a barbecho fresco fueron dichas las últimas oraciones, y el difunto bajó al regazo de la tierra que amara más que a su propia vida. Y lo cubrieron terrones humedecidos con lágrimas.

     Ya caminando de regreso y notablemente dolorido, Juancho dijo con voz tiplada:

     -Ahora tenemos que poner el cruz en Paso Oculto.

     Poco antes del entierro, una alta cruz de lapacho aserrado se acababa de armar y era pintada al alquitrán. La agobiada doña Flora, negándose a quedar en la casa y descansar como le suplicaba Arturo, lenta, silenciosa, casi ausente, los acompañó al lugar.

     El fatídico Paso Oculto, realmente oculto entre barrancos y enmarañado monte, había sido esa vez elegido por don Panta en su vano afán de burlar a la muerte. Su cadáver, testimonio del postrer error, pudo ser hallado tras denodada búsqueda. El capataz había pasado y pasado por el vado sin poder ubicarlo. Y recién al atardecer, la presencia de los buitres que rondaban desde el aire, ayudó a encontrarlo. La impresionante cruz de lapacho alquitranado, constancia perpetua de aquel error, había de ser implantada allí, en el punto más alto del barranco, tal vez porque desde esa altura cumpliría mejor su cometido de recordar a quien quiera por ahí cruzase el sitio preciso donde acabaran la vida y la potestad de un hombre a quien sus pocos amigos y sus muchos enemigos llamaban Pantaleón Guerra.

     Transcurrida una escasa quincena, Gringo obtuvo aquello que durante largo tiempo acariciara. Debido al homicidio, muy comentado en Loma Verde, las autoridades entraron a preocuparse por la seguridad de los habitantes de Perulero. Y fue creado el cargo de comisario. A poco llegaban armas y municiones. Además, material humano: Lacú, Mbopí y Serapio, hombres de confianza pese a todo, prestos volvieron al servicio de Gringo, ahora conocido por su nombre completo: don Eliseo Smith. Y aunque nadie creyera, al novel comisario se le encomendó prioritariamente investigar el alevoso asesinato. Días más tarde llegó el juez, don Benigno Santa Cruz, coautor indiscutible de la paz en que yacía Loma Verde. Debía levantar inventario de los bienes del difunto, para cuyo efecto lo acompañaba Gringo, flamante autoridad. Luego, concluido el procedimiento judicial, correspondía nombrar un depositario, y, como era de esperar, el nombramiento recayó en la persona más espectable del lugar, cuyo nombre huelga repetir. Desde ese momento arrancaron los tejemanejes de la sucesión.

     Al margen de las rumbosas escrituras -poderes, tutelas y otros engorros-, doña Flora heredaba dos hijos: diez y seis años el mayor, Arturo; la menor apenas meses. Desde su casa de Loma Verde, seguía con estupor la acelerada evolución del poder de Gringo, convertido en instrumento de una insólita ley. Por ser madre soltera, ella carecía de voz jurídica. Sólo la sabia justicia arbitraría en su hora los derechos de los menores, sus hijos. Un día, por fortuna y mediante previa certificación, obtuvo la gracia de poder llevarse las vacas y objetos de su propiedad particular que Juancho condujera una vez procedentes de Borja, únicos bienes de que podía disponer merced a la ley, ley benévola al fin, aun teniendo a don Eliseo Smith por agente. Doña Flora soportaba un opresivo nudo en la garganta el día que se llevaba sus bienes personales, dejando definitivamente Perulero, su bello cielo arrebolado a ras del Ybytyruzú y su aromado campo libre. Desde lejos, no cesaba de contemplar el azulado rincón serrano entre cuya gleba, juntamente con los despojos de don Panta, dejaba enterrada media vida. Amargo -y redondo como un candado- se le hacía el nudo.

     Arturo conducía la carreta. Sentada sobre un tablón puesto a modo de pescante, doña Flora iba como dejando caer jirones de sí misma en cada trecho de la huella. Juancho cabalgaba delante con las vacas, silbando bajito una desentonada melodía campera. También él soportaba opresiones por dentro. Era, principalmente, porque ya no podía continuar sirviendo al nuevo amo de Perulero, de quien no cesaba de sospechar que fuese el asesino de don Panta Guerra. El depositario se daba cuenta de ello y lo odiaba. A propósito, horas antes, con motivo del viaje acompañando a doña Flora, le había dicho:

     -Ta bien... te podés ir nomás con la viuda. Pero, si no pensás volver, te vasa ir pelado como viniste. No vasa llevar ni una argolla.

     Y Juancho, con humilde firmeza, le contestó:

     -Vea don; mi caballo, mi apero y la argolla que usté dice son todito mío. Yo no monto caballo ajeno ni apero ajeno, aunque usté no puede decir lo mismo. No vine aquí pelado ni me voy a ir pelado. Y he e volver, no sé si mañana o cuándo. He de volver. Quiero estar aquí cuando venga otra seca, para ver cómo se muere la víbora.

     Don Eliseo no lo entendió, o quizá lo entendió muy bien, por eso calló. Juancho ensilló su caballo y se preparaba para el viaje, esperando alguna reacción del depositario. Pero nada pasó.

     Ahora, conduciendo las vacas en lenta marcha, pensaba en su propia vida. Nada dejaba en Perulero, ni recuerdos de juventud ni sueños. Si dejaba ese lugar sería casi como dejar un purgatorio. Aunque no conociese vida mejor, tal vez pudiera encontrarla si buscaba. Tal vez...

     Doña Flora y Arturo tuvieron que afrontar una nueva y dura lucha. Más hermanos en orfandad que madre e hijo, veíanse forzados a redoblar energías. Necesariamente, ella debía tornar a la juventud y él madurar. Todo aquello que una difícil subsistencia impone los unía. Debían superar temores, dolores, y renovar esperanzas.

     A lo lejos, el Ybytyruzú lucía intacto, inalterable a la acción de la maldad humana. Como siempre, día tras día, un niño sol nacía mojado de rocío sobre sus montes, y en las quebradas más altas, de tanto en tanto, se posaba como un huevo la luna llena.

     Si bien en Loma Verde no habían palmeras con racimos de pájaros que adormecieran tristezas al caer las tardes, en el arduo largor de los días no faltaban recuerdos que llegaran trayendo olor a selva virgen.

CAPÍTULO VII - LA "AUTORIDÁ" Y LA VÍBORA

     Nuevamente feraz el campo de Perulero, don Eliseo Smith prosperaba aceleradamente. Disponía de un potrero propio donde la vaquería se multiplicaba de semana en semana. En su carácter de depositario general, a menudo viajaba a Loma Verde, dejando un reemplazante en su rol de comisario. No viajaba por puro gusto, desde luego. Era que debía informar a la mayor brevedad acerca de cualquier daño o pérdida que afectaran a los bienes de la sucesión. Y él, claro está, no dejaba pasar el tiempo sin hacerlo, ello para evitar disgustos a la superioridad. Generalmente, el perjuicio se cobraba una vaquillona preñada o una vaca lechera, de las mejores.

     -El tigre, señor Jue, anda cebado... -repetía cada vez, muy descorazonado, el depositario.

     Y el señor Juez, aún en conocimiento de que tigres no quedaban en la zona desde años atrás, en presencia del secretario que tomaba debida nota de todo, trataba de infundir ánimo a don Eliseo, diciéndole invariablemente, como cosa aprendida de memoria:

     -Mi estimado señor Smith, tenga calma. Se hace lo que se puede. Se precisa más pertrechos, le daré una orden para el delegado. No es cuestión de enfrentar a las fieras con las uñas (¡caramba, en semejante paraje!). No se imagina usted, secretario, el tamaño de los mosquitos que hay allá. ¡Le chupan a uno como vampiros!

     El secretario, pluma alerta en mano, goteando pavadas de vez en vez, alzaba la cara de idiota útil, asintiendo mecánicamente:

     -Sí, señor Juez, me imagino, señor...

     De tanto en tanto, según lenguas disolutas, el juez se otorgaba merecidos asuetos, yendo montado en un cansino bayo a nutrirse la vista y el espíritu con las esplendideces del Ybytyruzú, pernoctaba nadie sabía dónde, y regresaba trayendo abundante carne fresca. En ausencia de S. S., el secretario -muy otro tipo en esas ocasiones-, se mofaba diciendo a quien quisiera oírlo que «la autoridad competente» andaba por Perulero cazando tigres.

     Luego, en una de ésas, el juez no regresó. Y fue don Eliseo Smith, el comisario, quien, en ejercicio de sus atribuciones, arribó reportando la mala noticia.

     -Le comió los tigres -dijo-. No se pudo encontrar su resto. Solamente su caballo. Está en el fondo de una quebrada descuartizado.

     -El secretario, para su coleto, dijo «no». También él sabía que en Perulero no quedaban tigres. Además, estaba al tanto de las andanzas de S. S. apadrinando al bandolero Gringo, ahora don Eliseo Smith por obra y gracia suya, y del incumplimiento por parte de éste de su compromiso de partir utilidades. Últimamente había pescado una acre discusión entre ambos al respecto. Para el secretario, a todas luces, el juez era la segunda víctima importante del bandolero. Pero prefirió callar.

     Entre tanto, en Perulero, los paupérrimos ex-aliados del Gringo, venían sufriendo una sorprendente atrocidad. Apenas había llegado a los cargos de comisario y depositario general, don Eliseo rompió relaciones con los cañadenses, mandando a su hombres alejarlos a tiros. Y sus hombres, ahora auténticos soldados con uniforme y todo, sudaban reprimiéndolos todo el tiempo. Pero ése no era el único trabajo que hacían. Sudaban, además, aserrando rollos y arreando reses. Jamás había salido tanta madera ni tanto ganado de Puesto Guerra como en la época de Eliseo Smith.

     Sin embargo, la bonanza no fue duradera para él. Al cabo de un par de años, nuevamente arribó la mala racha, la que siempre rondaba la zona desde la primera gran sequía. De nuevo se poblaron de buitres los potreros y aguadas. Al comienzo, don Eliseo trató de minimizarla persuadiéndose que sería pasajera. En traza de comisario, siempre bien borracho, iba de un lado a otro montando el alazán de Panta Guerra, luciendo sus arreos enchapados y sus polainas de charol, muy seguro de sí y despreocupado como cualquiera que manda. Pero sus problemas empezaron a incrementarse a desmedro de su prosperidad. No se limitaban a los meros efectos de la sequía. A ese engorro se sumaban cada vez más los vecinos. Sin tierra y sin agua, seguían allí con vida, esperando incansablemente la coyuntura que les permitiera caer sobre Puesto Guerra.

     Se le hacía increíble que esos infelices pudieran todavía continuar estorbándolo y fueran capaces de puercas raterías, tal como él mismo les enseñara en aquellos tiempos que no quería recordar. Diríase que lo aprendido por ellos del bandolero Gringo, ahora se volvía en contra de don Eliseo Smith, agente de la ley.

     Los malditos de allende el Bolascuá, soliviantados por los retorcijones del estómago, nuevamente dejaban las inmundas casuchas, igual como lo hicieran en vida de Panta Guerra, se daban mañas para carnear una que otra ternera, mostrando ahora llamativa preferencia por las que lucían la marca 'S' marca privada de don Eliseo Smith. Y si la sequía continuaba, nadie podía imaginar qué otras mañas irían a darse.

     Cada vez con mayor frecuencia, al depositario se le cortaba en seco la alegría de vivir al comprobar que los muy hambrientos acababan de ensañarse con alguno de los mejores ejemplares de su plantel. Para colmo, a medida que el agua faltaba y sus hombres resoplaban y se agotaban sin dar abasto, él, personalmente, debía también pasarse jornadas enteras rabiando con las estúpidas vacas, las que, adrede, se amontonaban en las hoyadas fangosas que quedaban del arroyo seco, desde donde sus vecinos fácilmente las podían cazar. Con furia impotente veía cómo la sed las empujaba sin que hubiera fuerza capaz de volverlas atrás.

     Una mañana, ya muy avanzada la sequía, en Perulero se coló el infierno. Don Eliseo se rasuraba para una visita urgente a Loma Verde. En la caballeriza, el alazán del difunto Panta, molesto por el calor, tentaba breves relinchos, como quejidos, de tanto en tanto. Nadie más estaba en la casa. Los hombres campeaban o monteaban afrontando las jugarretas de Natura. E inesperadamente, Crisanto, el más fogoso de los hombres de don Eliseo, llegó con aspecto agónico, pudiendo apenas tartajear una palabra:

     -¡Ju... u... ancho!

     Y se tumbó. Rojos borbotones le saltaban del tórax acuchillado.

     El comisario, a medio rasurarse y más pálido que el muerto, salió zancajeando en busca del alazán, el que, precisamente, minutos antes había dejado de inquietarse. Lo encontró tendido sobre las boñigas, degollado. Y la autoridad gritó gimiendo:

     -¡Juaaanchooo! ¡hijue la gran puta! Pero contuvo su rabia desesperada. Necesitaba serenarse. Necesitaba más que nunca todo el poder de su astucia. Tenía que acabar con el puerco, barrerlo de este mundo antes de que aquél lo hiciera con él. Le resultaba casi imposible creer que haya vuelto. Ya olvidaba lo que le había dicho antes de marcharse acompañando a doña Flora; que volvería en la seca; que quería estar allí para ver cómo se muere la víbora... ¿Qué quería decirle con eso el desgraciado?

     Pues, bien, desde aquella partida de Juancho Sosa, ni noticias tenía de su paradero, tanto que sus estériles ganas de matarlo, con el tiempo se le fueron pasando. Pero, a veces, andando por los vericuetos de su mal habida prosperidad, de repente se le antojaba la súbita aparición del correntino, y pese a su arrogante autoridad, un desagradable temblor le sacudía las tripas.

     Enredado ahora en un tumulto de vacilaciones a pesar del coraje que trataba de infundirse, abandonó el cadáver del alazán, y escudriñando desaforado en procura de algún otro caballo, de pronto, sus ojos se deslumbraron ante la más insospechada visión: alrededor, todo ardía. Puesto Guerra estaba siendo sitiado por el fuego. Ardían campos y montes. Alguien, favorecido por la sequía y el viento, propagaba el incendio a todo galope, pretendiendo atraparlo a él, justamente a él.

     Correr hasta su cuarto, prenderse las cartucheras y reaparecer cargando el máuser fue lamentable pérdida de tiempo, tiempo vital, tiempo aprovechado por las voraces llamas, varias de cuyas avanzadas apuntaban veloces al caserón. Y don Eliseo, comisario y depositario general según testimonios obrantes en Loma Verde, dominado por una suerte de pánico delirante, llegó al extremo de avistar entre la fogarada al fantasma de Panta Guerra montando el degollado alazán, guadaña encendida en la mano y enderezando hacia él. Y él sintió mojársele la entrepierna como cuando era bebé. Y sólo atinó a correr gritando:

     -¡Seraaapiooo, Laaacúuuu, Mbooopíii, dónde estáaan?

     El grito acabó sofocado y sin eco. Sus hombres quizá lo abandonaron. O quizá fueron asesinados igual que Crisanto. La humareda empezó a llegar densa y ardiente. Don Eliseo tosió, tosió, tosió... y continuó corriendo. Una sola vía de escape podía ver: una parte del arroyo lindero distante menos de un kilómetro, libre de fuego. Era justamente la zona lindante con los cañadenses, ansiosos ahora por desollarlo. No obstante, allá se dirigió.

     En tan crítica coyuntura, sólo le restaba cruzar como fuera el arroyo seco, ganar el monte y llegar al Ybytyruzú. Mal que le pese al fantasma de Panta Guerra que, creía él, galopaba persiguiéndolo, ya don Eliseo se aproximaba al vado seco, ya tenía en sus ojos el ocre de las barrancas, y entonces, dándose más prisa todavía, se lanzó pendiente abajo en supremo esfuerzo por escapar. Pero se encontró con que allí, a pocos pasos, a izquierda y derecha, ya la fogarada avanzaba, y eran sus propios hombres, con haces de paja encendida, los que completaban afanosos el increíble círculo de muerte. Y el pavor impidió al fugitivo tan siquiera usar el poderoso máuser. Para empeorar aún más su situación, al otro lado del cauce seco, sus malditos ex-cómplices aparecieron blandiendo [102] hachas y machetes. Pero, al verlos, Eliseo Smith olvidó su terror, y el odio le dio coraje. Preparó el arma y avanzó. Él no había nacido para ser ultimado por semejantes menesterosos. Apuntó. Apenas intentaban cerrarle el paso, él los hacía cadáveres. Y una vez llegado al otro lado, el monte era suyo... Sin embargo, agotado como estaba de nervios y cansancio, ni reparaba dónde ponía el pie. Así fue como pudo atropellar una enorme cascabel que huía del fuego, y desplomarse. El animal enfurecido se le enroscó a las piernas, hincándole los garfios cuanto podía.

     Escaso tiempo duró el mortal enlace entre la autoridá y la víbora. A medida que el hombre perdía la visión, entreveía multiplicadas las impías caras de sus victimarios encabezados por... ¡Juaaanchooo!

     Pronto dejó de ver, de oír, y la lengua se le anudó en la garganta. El feroz ofidio, al sentirlo finalmente inmóvil, comenzó a desenroscarse, momento en que un tiro sonó. La autoridad y la víbora quedaron hermanadas en la muerte, en tanto el círculo de fuego se cerraba.

     Los cañadenses se vindicaban disfrutando del espectáculo. Una mujer andrajosa escupió su naco y habló:

     -Ñandeyara castigo nteco, che caraí.

     Y todos asintieron. Tal castigo sólo podía provenir de Dios.

     Concluida la venganza, comenzaron a retirarse lentamente, rodeando a Juancho, héroe de pronto. Un rengo con el hambre en el rostro dijo con voz quebrada:

     -Ch'hermano Juancho, nde jha-é Ñandeyara remimboú.

     Y hombres y mujeres convinieron en que Juancho fuese un enviado de Dios.

     -Se murió el tapichá como tenía que morirse; eso nomá co es lo que pasó -señaló el correntino por toda respuesta. Implacablemente, su designio se cumplía. Había dicho una vez que quería ver cómo se muere la víbora en la seca.

     Y el rengo concluyó:

     -La mboi chiní aveí. Opotí oñondivé mocoivé añá rymbá. Jha peicha vaera vointe.

     Y todos convinieron en que estaba bien que mueran juntas ambas bestias del demonio.

     En Puesto Guerra sólo quedó una montaña de ceniza. El viento giraba en gris remolino esparciéndola hasta cubrir paulatinamente todo en varios kilómetros a la redonda. Los vengadores poseían ahora un ancho desierto. Tenía razón doña Flora cuando decía que la tierra debía ser trabajada por todos, para bien de todos. Sólo así sería realmente amada y cuidada. Si hubiera prosperidad verdadera, la de todos, también habría paz en Perulero.

 

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PRESENTACIÓN

CAPÍTULO I - CULPABLE DE NO ESTAR MUERTO

CAPÍTULO II - LA HUMANA FRONTERA

CAPÍTULO III - YAPÁ TARAZU

CAPÍTULO IV - CUANDO MUERE LA ESPERANZA

CAPÍTULO V - EL CANTO FUNERARIO DEL TERO-TERO

CAPÍTULO VI - FUEGO Y RELÁMPAGOS

CAPÍTULO VII - LA «AUTORIDÁ» Y LA VÍBORA

CAPÍTULO VIII - LOS BUFOS DE LA POBREZA

CAPÍTULO IX - EL CABECILLA

CAPÍTULO X - EL VENENO DE LA VINDICTA

CAPÍTULO XI - LA BOLSA DE GATOS

CAPÍTULO XII - A ULTRANZA 

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