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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  EL NOMBRE PRESTADO - Novela de SUSANA GERTOPAN

EL NOMBRE PRESTADO - Novela de SUSANA GERTOPAN

EL NOMBRE PRESTADO”
 
Novela de  SUSANA GERTOPAN
 
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
 
Diseño de tapa: BERNARDO ISMACHOWIETZ
 
Editorial Servilibro,
Asunción-Paraguay, 2005
 
Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

 


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“En esta fascinante novela, la autora profundiza la crisis generacional ya presente en su novela anterior "Barrio Palestina".  Los conflictos de identidad existentes entre padre e hijo se ahondan y llegan a un clímax sorprendente. ** Se mantiene durante toda la narración -a través de una confrontación implacable de cosmovisiones antagónicas- un suspenso y una intriga casi policial que lleva al lector a reflexionar íntimamente sobre las tradiciones y las creencias que heredamos de nuestros antepasados.
 
El enigma de la obra "El nombre prestado" se revela recién al final de esta obra de relevantes méritos literarios que busca dilucidar -con valentía y sinceridad- la problemática existencial que se presenta entre padres e hijos en los tiempos modernos. Dos mundos dispares y anacrónicos se enfrentan aquí dentro de una familia que puede pertenecer a cualquier sociedad compuesta por jóvenes y viejos.
 
La búsqueda de sentido en un mundo vertiginoso, con cambios en valores morales e ideológicos es uno de los temas encarados por Susana Gertopan a través de un diálogo brillante y una atmósfera y un color local muy bien logrados.  El amor también es importante protagonista de esta historia de final inesperado y fuerte dosis de dramatismo”.
OSVALDO GONZÁLEZ REAL
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EL NOMBRE PRESTADO
 
I

Volví de la universidad como todos los atardeceres, cansado y hastiado de tanto trabajo. Cada vez me resultaba más difícil desarrollar mis clases, por la falta de interés y atención de los alumnos, característica propia de la juventud de esta década.
Abrí la puerta de mi departamento y sin encender la luz, bajé mis cuadernos sobre el escritorio. Así, casi a oscuras, puesto que desde afuera entraba una tenue claridad, caminé hasta el balcón con mucho cuidado para no tropezar. Siempre que llegaba a estas horas a la casa, y en tales condiciones, repetía lo mismo, iba hasta ese lugar. Necesitaba aire puro, y luna. Pasaba largo tiempo observando el mundo desde ese pequeño espacio.
Descorrí la cortina y abrí la puerta. Era una noche tibia la de aquel último viernes de setiembre. Miré la calle, a las personas que andaban, algunas con pasos ligeros, otras con pasos lentos, de diferentes edades y condiciones, hombres, mujeres, niños, ancianos, mendigos parados en las esquinas, evidenciando sus miserias, artistas harapientos ofreciendo su música, ofertando su arte como en una improvisada subasta callejera. Automóviles de todo tipo, grandes, pequeños, lujosos o estropeados circulaban a gran velocidad, abriéndose paso con luces altas y bocinas estridentes.
La avenida estaba ruidosa, congestionada de gente, de olores, de atropellos, de pobreza, de dolor, de alegría, de vida.
Era casi final de semana. Algunos caían rendidos en el sopor del cansancio, otros, en la euforia previa a un feriado. Levanté la vista y me distraje con las luces de los letreros. Luces que dormitaban y despertaban como si no se resignaran a desfallecer. Subí la mirada y me encontré con el cielo. Por fin el cielo, aquel cielo con luna. Una luna novísima, lúcida y arrogante. Respiré hondo como si liberara una congoja. Quise permanecer allí, en aquel espacio pequeño, por siempre, pero el teléfono sonó y mi deseo se interrumpió. Despacio, sin apuro, caminé hasta el salón, tomé el tubo y respondí la llamada.
-¡Hola! -dije con desgano.
-¡Hola! ¿Iósele?
-Sí, papá, soy yo.
-¿Cómo estás, hijo?
-Bien, papá.
-¡Qué suerte Iósele! Gracias a Dios. ¿Pero me lo dices de verdad o para no preocuparme?
-Te lo digo de verdad. Estoy bien.
-¿Te olvidas qué día es hoy?
-No, no lo olvido, es viernes. Tampoco me olvido la hora, son las ocho en punto de la noche.
-Hijo. ¿Ya prendiste las velas?
-Papá, las velas del viernes las prenden y las rezan únicamente las mujeres, y acá no hay ni una sola mujer. ¿O no te acuerdas que vivo solo? Además está escrito: "Sólo a través de la mujer las bendiciones de Dios son concedidas a una casa".
-Igual, lósele, igual tú las puedes prender. O si no ¿cómo sabes que es viernes a la noche? ¿Cómo diferencias ese día de los otros días?
-Tienes razón, papá. Cuando corte la comunicación, voy a prenderlas y bendecirlas. También bendeciré el pan y el vino. -Si molesto, hijo, te llamo más tarde, o mañana, no quiero interrumpir tu trabajo.
-No, papá, no interrumpes nada, además, estaba esperando tu llamada.
-Sabes, lósele, que faltan unas semanas para Rosh Hashaná (Año nuevo judío) y como acá no hay ni un solo shil (Sinagoga) cerca, quería saber si puedo ir a tu casa unos días. Te prometo, hijo, que no voy a molestar.
-No tienes que pedirme permiso, papá, todos los años pasamos juntos esa fiesta. Además está también es tu casa.
-Esa fue mi casa, hijo, ahora es tuya, yo te la regalé.
-Papá, cuando quieras venir, llámame y yo voy a buscarte.
-Entonces yo te llamo cuando voy, así me vas a esperar.
-Solamente me avisas qué día llegas y en qué tren.
-Te olvidas, lósele, que nunca subo a un tren.
-Sí, pero me parece que ya tienes edad de perder el miedo a los trenes.
-No es miedo, es otra cosa.
-Bueno, no importa, ven en lo que tú quieras, pero llámame, y si no estoy en casa, deja un mensaje en el contestador.
-Si no estás, yo te vuelvo a llamar, yo no hablo con máquinas, hijo.
-Está bien papá, yo espero tu llamada.
-Pero si voy a molestar hijo, no voy, me quedo y el año que viene, si Dios quiere pasamos juntos, yo por eso no me enojo.
-Papá, yo te espero, y por favor, no te preocupes por nada.
-Entonces nos vemos pronto lósele.
-Así es papá.
-Adiós, hijo.
-Adiós, papá.
Hacía más de veinte años que mi padre se había ido a vivir a un pueblo pequeño en las afueras de la capital. Después, de cerrar su negocio, decidió mudarse a una casa. No quería volver a saber nada de los espacios pequeños. Buscaba un patio, aire para sus pájaros y sol para sus plantas. Nunca terminé de entender aquella decisión de ir tan lejos, y a un lugar tan inseguro, sobre todo para un hombre de su edad, casi anciano. Tampoco entendía su terquedad de viajar siempre en colectivo, pudiendo hacerlo en tren, en menos horas y más cómodamente, pero intentar persuadirlo de que estaba equivocado era igual que creer que el Mesías estaba por llegar.
Conecté el contestador automático, y fui hasta la cocina a fijarme en el calendario hebreo, cuánto tiempo faltaba aún para la festividad de Rosh Hashaná. Me quedaban un par de semanas. Suficientes para arreglar el departamento, dejarlo limpio y encontrar un lugar cómodo para mi padre.
Cada vez que él me visitaba para mí significaba un desgaste físico y emocional enorme y después de su partida quedaba exhausto. Siempre discutíamos sobre lo mismo, mi profesión, mi trabajo o mi estado civil, ya que él nunca aceptó que yo, siendo un sociólogo, carrera que tampoco entendía de qué se trataba, me ganara la vida dando cátedras de literatura y de filosofía en una universidad, o también que después de haber estudiado periodismo, trabajara como columnista cultural en un diario vespertino poco leído. Sobre todo le disgustaba que me dedicara a escribir poemas, cuentos, y una novela que siempre estaba en proceso de creación. Para él los escritores éramos personas con mucha sensibilidad pero con poca inteligencia. Tampoco entendía mi fuga de la religión, y el tiempo que estábamos juntos lo utilizaba para censurarme sobre mi carrera, mis trabajos, mi nombre, mis ideas, mi escritura, y sobre todo por amar a Laura.
La conversación con mi padre me dejó con cierto nerviosismo y ligeramente ansioso. Durante mucho tiempo hice lo posible e intenté de diferentes maneras mejorar mi relación con él, inventando diálogos, escuchando atentamente sus relatos, y hasta traté de prestarle más atención a su salud, pero continuamente caíamos en interminables e irreconciliables discusiones.
Sentí un vacío en el estómago y decidí prepararme algo de comer. Fui de nuevo hasta la cocina, abrí la heladera y elegí dos huevos para hacerlos revueltos. Aquella receta me hizo recordar a mi madre. Ella siempre me preparaba huevos revueltos, y a veces le agregaba papas o cebollas. Me senté a la mesa, frente al plato de comida, y cuando llevaba el tenedor a la boca, distraje la mirada, como si buscara a alguien. Dejé los cubiertos en el plato y volví a sentir algo extraño. Oía una voz. Era como si alguien me hablara. Di vuelta el rostro y no encontré a nadie. Tuve miedo, sentí mucho miedo, miedo de caer de nuevo en la trampa que me tendía la soledad. No, no quería volver a caer en aquel estado. Entonces decidí salir.
Yo vivía en el quinto piso de un edificio sin ascensor, y con un portero que sólo trabajaba medio turno. Mi departamento era el único ocupado de ese piso.
Era un barrio muy particular, donde el dueño de la farmacia era judío, el verdulero era judío y la dueña de la confitería también era judía. En aquel lugar se habían radicado muchas familias de inmigrantes que llegaron de Polonia, de Rusia, de Alemania y de otros lugares de Europa. De pronto uno se cruzaba con personas  que hablaban en yiddish (Idioma de los judíos de Europa Oriental), o con religiosos ortodoxos que parecían haber venido de Meashearim. (Barrio de religiosos ortodoxos en Jerusalén). Cuando se acercaba el viernes o alguna importante festividad, el viento traía olor a pescado, a cebolla frita y a torta de miel. Fue por esa razón que mi padre había comprado el departamento en ese lugar hacía mucho tiempo atrás. Él necesitaba estar cerca de sus paisanos para sentirse seguro.
Bajé despacio, escalón por escalón. Me detuve en todos los pisos, y parado frente a la puerta de cada departamento traté de adivinar, como en un juego de acertijos, qué podía estar sucediendo detrás de cada una de ellas. Pensé que quizás en algunas habitaba la soledad, tal vez en otra la alegría, el desamor, o la tristeza. En el cuarto piso me crucé con una mujer que vivía sola con su perra. No tenía marido ni hijos, pero sí un animal tan viejo y tan feo como
ella, a quien rigurosamente sacaba a pasear todas las mañanas y todas las tardes, aunque lloviese o cayeran granizos. Nos saludamos amablemente y después yo seguí mi descenso. En el departamento "A" del tercer piso vivía Don Samuel. La suya era la única puerta de todo aquel edificio que tenía clavada una Mezuzah (Objeto que se pone en las puertas de los hogares judíos, que contiene un rollo de pergamino con una bendición de la Biblia). Era un hombre viudo que había venido de Europa, según me contaron, en el mismo barco en el que vino mi padre, y por ello, desde entonces, eran amigos. Cuando nos encontrábamos me obligaba a visitarlo. Siempre tenía alguna comida o bebida para ofrecerme o algunas historias que contar sobre Nalevki, una perdida calle de Varsovia, antes de la guerra. Don Schmuel como lo llamaban sus amigos, ya no trabajaba. Vivía de su jubilación y la mayor parte del día pasaba en el bar buscando a quien relatar sus recuerdos, o discutiendo de política con José, o con Carlos, el dueño del bar. Cuando la estación se lo permitía iba hasta el parque a jugar dominó o a las cartas con algún otro jubilado como él. En las noches escuchaba ópera con el  volumen más alto del tocadiscos y no había forma de persuadirlo de que lo bajara. Igual que mi padre, iba a casa de sus hijos solamente para la celebración de alguna festividad o para la fecha de su cumpleaños. En el departamento "C" frente al de él, vivía una pareja de recién casados. Siempre se los veía reír y besarse. Todavía eran felices.
Bajé al segundo. En ese piso vivía una joven bonita pero muy tímida que había venido sola desde el interior del país a estudiar en la capital. En el departamento contiguo habitaba también una joven sola, que continuamente recibía visitas de personas extrañas y que todas las mañanas, antes de ir a trabajar, se perfumaba con una colonia de aroma muy fuerte.
Seguí mi descenso. En el primer piso me encontré con dos niños que volvían del parque. Uno de ellos llevaba una pelota en las manos. Los vi y les envidié la edad y su condición. Vivían con sus padres y con dos hermanas más pequeñas. Eran, igual que yo, los únicos inquilinos que habitaban ese piso. El otro departamento, el "A", estaba desocupado desde que su dueño falleció, y el "B" lo utilizaba una famosa imprenta como depósito de papeles. En la planta baja estaba un local en el que había un negocio de venta de colchones, y otro de venta de electrodomésticos.
Salí a la calle, caminé unas cuadras y me detuve a comprar cigarrillos antes de llegar al bar, el único lugar seguro donde mi soledad no era atacada por la melancolía y donde calmadamente transcurrían mis horas con la lectura de algún libro o periódico, o de lo contrario me enredaba en discusiones que se improvisaban durante las interminables tertulias de los escritores que se juntaban todas las noches en aquel lugar. En otras ocasiones me detenía a mirar simple y pacientemente, irse el tiempo, desde la ventana.
Entré y ocupé la mesa del centro. Pedí un café, pero antes de que el mozo me lo trajera se sentó a mi lado José, un viejo profesor de violín, judío que había pertenecido a la intelectualidad rusa y que todavía creía en la ideología política de Trotsky y en la revolución Bolchevique. Era uno de esos rusos que seguía prendido a la teoría de que el comunismo era la única salvación para los medios de producción y para la clase obrera, y creía además que con la supresión de las clases sociales la pobreza iba a desaparecer y el hombre dejaría de sufrir hambre definitivamente.
Los dos pedimos café y como de costumbre discutimos de los temas habituales. En otra mesa se encontraba una pareja tomada de la mano y hablándose al oído. En otra estaban sentados tres poetas frente a unos cuantos libros y periódicos, esperando al resto para empezar la tertulia.
Pasada la media noche, José y yo decidimos terminar con el café, los cigarrillos y con la conversación, cuando de pronto entró al bar una niña que iba prolijamente vestida. Llevaba el pelo suelto
y un ramo de flores en las manos. Todas eran rosas, de tallos largos, muy largos, envueltas cada una en papel celofán y acompañadas de unas hojas de ilusión. Tímidamente se acercó a las mesas a ofrecer a cada hombre una flor.
-¡Para su amada! -decía- mientras sus ojos grandes y negros recorrían los platos buscando restos de comida.
A mí no me ofreció, cómo si adivinara mi estado. Me despedí, pagué la cuenta y salí.
Regresé a mi casa cansado y con deseos de dormir. Antes de acostarme tomé un libro sobre la hipnosis de Charcot. Siempre me interesó aquel método de acercamiento al inconsciente. Quedé atrapado por aquel tema, hasta que por la claridad que se filtraba por la ventana, noté que estaba amaneciendo. Para poder descansar me levanté, descorrí la cortina, apagué la luz del velador y volví a la cama. Me cubrí con la sábana y por debajo, con la mano, toqué suavemente el ancho, frío y vacío espacio que me rodeaba, aquel espacio en el que me encontraba solo y desvelado. Extrañaba a Laura.
Me levanté cansado y con mucha tos, después de un oscuro sueño. Fui a tomar un baño, pero antes me miré en el espejo del botiquín, el único espejo en toda la casa. Siempre pensé que una casa donde vivía un hombre solo era simplemente eso, una casa sin gracia y en desorden. Por el contrario la casa donde habita una mujer, es un hogar. Mi piel y mis dientes tenían el tinte amarronado que deja la nicotina. Cada vez que me levantaba con aquella tos desagradable, prometía dejar de fumar- desde ese mismo instante, pero después de tomar el desayuno, que consistía en una rigurosa taza de café negro y fuerte, no concebía empezar mi maòana sin un cigarrillo. Después era otro y otro, y al final del día era una cajetilla, o tal vez más.
El olor a comida y el ruido de la familia del primer piso terminaron de despertarme. Era terrible vivir en un edificio de departamentos donde habitan muchas personas, puesto que uno se ve obligado a recibir y a sentir diferentes ruidos y olores, aunque yo ya estaba acostumbrado a este tipo de agresiones. De tanto convivir con ellos, los reconocía con mucha facilidad. Identificaba la colonia de mi vecina del segundo "B", con la que se rociaba todas las mañanas antes de ir a trabajar, o el barullo infernal que hacía la familia que vivía en el primero cuando los niños mayores se preparaban para ir a la escuela todos los días. Junto a los gritos de su madre, eran un real tormento sumado a los ladridos de la perra del cuarto cuando la dueña se atrasaba en su paseo habitual.
Más tarde, entonces la mañana tomó su ritmo y las personas sus compromisos, yo me senté a trabajar, frente al papel blanco, desafiante y limpio. Y como estaba atrasado con la entrega de los artículos decidí dedicarme solamente a ellos, a poner al día mis comentarios sobre algún libro escogido por mí y también sobre los últimos libros lanzados, novelas, ensayos y poemarios. Pero de pronto frente al teclado de la máquina de escribir pensé que durante todo ese tiempo que llevaba trabajando como periodista, jamás me propuse escribir sobre otros temas que no fueran estrictamente literarios, y sobre los que yo también tenía conocimiento, como ser el socialismo, el comunismo, el anarquismo, el liberalismo, derechismo, sionismo, como si temiera tocar temas políticos. Era un resabio de cobardía que nos quedó a todos aquellos que crecimos bajo la represión de las dictaduras de los gobiernos militares.
Aparté aquella inquietud y volví a mi trabajo rutinario. Toda aquella mañana la dediqué a analizar el libro LA ESTATUA DE SAL de A. Memmi.
Después de haber estado escribiendo aquella crítica, y de haber fumado durante un par de horas, sentí cansancio, y para distraerme salí de nuevo al balcón. Observé el día. Se había puesto particularmente oscuro y las calles también se hallaban increíblemente quietas, calladas.
De nuevo pensé en mi padre y en lo que significaba su visita para mí.
 
 
 
II
 
 

 Suponer que los acontecimientos se desarrollarían de acuerdo a como uno los imaginaba siempre me pareció muy infantil, aunque más de una vez, siendo ya adulto, igualmente caía en la red de los deseos irrealizables. Creer que finalmente alcanzaría un buen entendimiento con mi padre era uno de esos ideales inalcanzables, igual que confiar en que él cambiaría de actitud durante su próxima visita.

     Siempre ocurría lo mismo. Una semana antes de su viaje me llamaba todas las noches para recordarme que tomaría el colectivo de las cuatro de la tarde y que dejaría a sus pájaros al cuidado de la vecina de enfrente y a sus plantas con la vecina de al lado. Esta vez me propuse no discutir con él y tratar de cumplir lo mejor posible mi papel de hijo, pues en definitiva serían sólo unos días los que compartiríamos.

     Nuestra relación nunca fue del todo buena. Cuando mi madre vivía, ella se encargaba de acercarlo a mí y también de ocupar su lugar en muchos aspectos, como si conociera alguna razón por la que él se comportaba así, razón que yo desconocía, que nunca percibí, y por la que se convirtió en un hombre ausente y solitario.

     De niño lo veía como a un señor extraño que nos visitaba diariamente a mi madre y a mí. Pocas fueron las veces en que estando solos los dos, él se preocupó de preguntarme sobre mis estudios o sobre mis gustos. Nunca jugó ni estudió conmigo. Tampoco aprendió el nombre de mis amigos, ni de la escuela a la que yo iba. Mi madre siempre encontraba la causa para justificar esas ausencias. Era el excesivo trabajo, o de lo contrario afloraba su dificultosa adaptación a Sudamérica, pero desde aquel viaje ya habían pasado muchos años. Además mi madre también era europea y nunca supe que ella hubiese sufrido dificultades con la adaptación.



     En realidad mi padre era una persona distante a la que pocas veces oí reír. Después de varios meses de no vernos, de nuevo nos encontraríamos los dos, él un anciano solo, queriendo mantener vivo al judaísmo en mí, su único hijo, y yo un hombre también solo buscando un espacio de libertad.

     Aquella madrugada me desperté antes de que el timbre del despertador sonara. Era muy temprano. Las luces de los letreros todavía alumbraban. En realidad no sé si desperté, porque seguía somnoliento y cansado, como si no hubiera dormido en toda la noche. Perezosamente saqué la mano por debajo de la frazada, bajé la perilla del reloj para evitar que sonara aquel chirrido tan molesto. Me fijé en la hora y aunque todavía faltaban algunas para ir a la terminal de ómnibus a buscar a mi padre, quedé pensando y preocupado porque el departamento se viera limpio y estuviera suficientemente arreglado. Faltaba controlar que en la heladera no hubiera restos de jamón ni de ninguna otra comida que no reuniera la pureza ritual de un alimento, pero seguí acostado, mirando aquel mueble que se encontraba frente a la cama mientras pensaba en lo difícil que me resultaba levantarme aquella mañana. Deseaba continuar así, con la mirada clavada en esa antigua cómoda, con el cuerpo en reposo, inmóvil, con la mente vacía y sin ninguna duda,  pero tenía que movilizar mi cuerpo, dispersar mis dudas y concentrar mis ideas para enfrentar el día. Con gran esfuerzo me levanté, me vestí, me puse los anteojos y fui hasta el salón. Todo a mi alrededor estaba en total descuido. Intenté poner orden, pero por más que trataba no era posible arreglar aquel departamento. El desorden llevaba años. Algunos objetos estaban envueltos en una capa de polvo y cubiertos de telarañas. Había libros esparcidos por todos los lugares, en el dormitorio, en la cocina y en el salón, sobre la mesa, sobre el escritorio y hasta en el piso. Para dejarlo en buen estado necesitaría más tiempo del que disponía. El piso estaba convertido en un basural, en una inmensa papelera. Junté los papeles arrugados, vacié los ceniceros, ordené algunos libros. Luego fui a la cocina, lavé la vajilla sucia, tiré los restos de comida y en el momento en que estaba terminando de asear el dormitorio, sonó el teléfono. ¡Tan temprano! ¿Quién podría ser? Intranquilo, contesté:

     -¡Hola!

     -¿Iósele!

     -Sí.

     -¡Soy tu padre!

     -¿Qué te sucede papá?

     -¿No te olvidas que tienes que ir a buscarme, verdad?

     -¡Papá! Por favor, cómo me voy a olvidar que llegas hoy a las cuatro de la tarde y que dejaste a tus pájaros con una vecina y que otra vecina quedó al cuidado de tus plantas

     -Bueno hijo. Entonces nos vemos a las cuatro, si Dios quiere. ¿No necesitas nada? ¿Tienes todo?

     -Sí, papá. Tengo todo.

     -¿No quieres que te lleve un poco de queso? ¿O algunas frutas?

     -Acá hay todo, gracias.

     -¿No necesitas frazadas? Hace frío, hijo.

     -Papá, tengo que cortar porque estoy apurado. Me estaba bañando y salí mojado del baño.

     -Hijo ve, ve pronto y cuídate, pero cuídate de verdad, Iósele, para que no te tome una gripe, justo ahora que voy a visitarte.

     -Adiós, papá.

     -Adiós, hijo, y cuídate.



     Prendí un cigarrillo, y traté de no alterarme. Descorrí las cortinas, abrí las puertas, las ventanas y el sofá, para convertirlo en cama. Saqué algunas ropas de la cómoda y dejé suficiente espacio para las de mi padre. Siempre traía tanta que le alcanzarían como para usarlas en las cuatro estaciones.

     El teléfono sonó nuevamente. ¡No! No podía ser otra vez mi padre. No respondí. Conecté el contestador automático y me alejé.

     Inmediatamente después golpearon a la puerta, y como no la abrí, insistieron con el timbre. Una y otra vez sonaba y sonaba.

     -¿Quién? -pregunté.

     -Yo -respondió una voz de mujer.

     -¿Quién eres?

     -Soy Lili, la del segundo.

     Abrí la puerta.

     -Entra -dije-, pero disculpa el desorden, estaba arreglando el departamento porque hoy a la tarde llegará mi padre de visita.

     -No te preocupes. Mi teléfono no funciona y quisiera usar el tuyo, si me lo permites.

     -Adelante, ahí está.

     La dejé sola para que hablara con tranquilidad, pero a los pocos minutos de nuevo escuché su voz llamándome:

     -¡Alejandro! ¡Alejandro!

     -¿Qué pasa?

     -El teléfono no tiene tono.

     -Me había olvidado que estaba puesto el contestador. Apágalo.

     De pronto, cuando apretó la tecla, se oyó una voz de mujer distinta a la de mi visitante, más gruesa y que pausadamente decía: -Soy Leah Baron, no sabía que ahora te llamas Alejandro. Te dejo un número de teléfono donde me puedes encontrar. Llámame.

     Lili se quedó mirándome, sorprendida después de oír el mensaje, y yo asustado frente al teléfono, sin saber qué decir. Nunca antes había escuchado tal nombre. No podía asociarla con ninguna mujer a quien yo conociera. Tampoco podía ser una llamada equivocada, puesto que coincidían el número al que llamó y mi nombre. Además, ella estaba al tanto de algo de mi pasado que muy pocos sabían. La curiosidad me dejó como me deja el miedo, torpemente quieto.

     Lili se fue sin avisarme y sin hacer su llamada, y cuando escuché el golpe de la puerta la seguí, pero ella ya había bajado lo suficiente como para no escuchar mi llamado.

     Apagué el cigarrillo y permanecí pensando, no podía alejar aquella llamada de mi mente. ¿Quién era Leah? Me preguntaba una y mil veces. ¿Leah Baron? Nada me decía aquel nombre.

     El teléfono sonó de nuevo. No podía creer que me pasaran todas esas cosas en menos de una hora. La preocupación porque mi padre encontrase la casa en buen estado, todo ordenado, la visita de Lili, la llamada de Leah, y ahora... ¿quién más se confabularía con el resto para seguir fastidiando mi mañana?

     -¡Hola!

     -¡Hola! ¿Iósele? Soy Jane, tu tía Jane.

     No, no podía creerlo. No podía ser tanta casualidad. Sólo faltaba esto, la llamada de la tía Jane. Parecería que todos, absolutamente todos se hubieran puesto de acuerdo para molestarme.

     La tía Jane sólo llamaba una o dos veces al año, y casualmente eligió esta mañana. Era como si los malos espíritus bailaran alrededor de mí.

     -Sí, tía Jane. ¿Cómo estás?

     -Bien, Iósele. ¿Y tú?

     -Muy bien, tía, sobre todo porque hoy viene papá a visitarme.

     -Ya lo sé, Iósele, por eso te llamo. Tu padre ya me avisó que llegaba hoy, porque la semana que viene es Rosh Hashaná.

     -Sí, viene para estar juntos.

     -Yo te llamaba justamente para invitarlos a cenar a mi casa, después del templo. Porque también tú vas a ir al templo y después vas a venir a mi casa, ¿verdad, Iósele?

     -Por supuesto, tía Jane. Voy a ir. Siempre voy a la sinagoga, tía, todos los años, es extraño que no te acuerdes.

     -No sabía que siempre ibas.

     -Todos los años, tía.

     Terminaba de mentir. Hacía mucho tiempo que no necesitaba emplear el engaño para evitar una discusión.

     -Van a venir todos mis hijos, Báshele y su familia, Mírele y su familia y Léibele con sus hijos. No te olvides de avisar a tu padre.

     -Jamás, tía. ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante?

     -Tú eres muy distraído, Iósele.

     -Ya no más, tía. ¿Quieres que llevemos una botella de vino o algún postre?

     -No hace falta nada, gracias a Dios habrá suficiente comida y bebida. Yo voy a preparar pescado relleno, sopa, pollo al horno, knishes  de papa, gargantita de pollo rellena, y hasta el pan voy hacerlo sola. Léibele traerá el postre, Báshele la Jalá  redonda como se come en Rosh  Hashaná y Mírele una torta de miel. Así que no va a faltar nada, si Dios quiere.

     -Está bien, tía, después de la sinagoga papá y yo iremos a tu casa, para la cena.

     -No te olvides, Iósele, y ahora que lo estoy pensando mejor, para que no vengas con las manos vacías, ¿por qué no traes una torta? Aunque habrá muchas, pero mejor es que no falten.

     -Está bien tía, vamos a llevar una torta.

     -Bueno, y ya que van a traer una torta, mejor que sea de queso, esa que a todos nos gusta.

     -Voy a llevar una torta de queso como a todos les gusta.

     -A ustedes también les gusta esa torta, ¿verdad?

     -Sí, tía, a nosotros también nos gusta la torta de queso.

     -Porque si no, pueden traer una de manzana, o de chocolate, también puede ser de frutas, para nosotros es lo mismo.

     -Mejor vamos a comprar la de queso.

     -Está bien. ¿Sabes dónde comprar, verdad?

     -Sí, en la confitería donde siempre compramos.

     -Hasta luego, Iósele, espero que también el año que viene vengas, pero con tu propia familia. Ya es tiempo de que te cases nuevamente y tengas hijos.

     -Haré lo posible, tía.

     -Adiós, Iósele, y no olvides de llegar a tiempo a la terminal a esperar a tu padre.

     -No lo olvidaré. Adiós, tía.



     La comunicación se cortó y pensé en esa antigua costumbre que todavía mantenían mi padre y los tíos de seguir llamándonos con aquellos nombres en yiddish como cuando éramos niños.

     En todas las ocasiones que hablaba con la tía repetía siempre lo mismo, que tenía que volver a casarme, que tenía que formar mi familia, y tener hijos. Nuestro parentesco venía de parte del tío Itsic, marido de la tía Jane. Él y mi madre fueron hermanos. Esa era la única familia de mi madre, y la única que nos quedaba a mi padre y a mí, pues a la suya la había perdido completa en Europa, durante la guerra. Tanto mi padre como mi madre llegaron de la misma ciudad de Polonia. Los dos vivían en Lomza. Allá se conocieron y acá, en América, se casaron.

     Me senté, prendí otro cigarrillo, descansé unos minutos, y cuando decidí continuar con mi labor sonó de nuevo el timbre. Era una maldición, no podía ser de otra manera. Caminé enojado hasta el recibidor, y con furia abrí la puerta, pero la sorpresa fue que detrás de ella estaba Laura. ¡Laura! ¡Por fin Laura! Tiernamente la abracé y por unos minutos permanecimos así, juntos, muy juntos.

     Se quedó toda aquella mañana. Arreglamos el departamento, preparamos comida para varios días, fuimos al mercado, a la confitería, a la panadería. Volvimos, descansamos, y más tarde, nos amamos.

     Era casi mediodía cuando el cielo se puso oscuro, de un gris opaco. Un viento inoportunamente frío, comenzó a soplar.

     -Será mejor que me vaya antes de que caiga una lluvia fuerte, y no me pueda mover de acá -dijo Laura, levantándose de la cama.

     -Por favor, quédate un rato más.

     -¡No! Me tengo que ir. Me voy.

     También me levanté y mientras ella se vestía pregunté:

     -¿Es por mi padre?

     -Es por el mal tiempo.

     -Evitas encontrarte con él.

     -A él no le será grato encontrarse conmigo.

     Laura se despidió, volvió al hospital y yo fui a buscar a mi padre a la terminal de colectivos. Era una tarde mojada. Las personas corrían desesperadamente en busca de refugio en medio de un apabullador ruido de sirenas de ambulancias y de bocinas de automóviles que viajaban con las luces de los faros prendidos, como si fuera de noche. Las calles estaban más congestionadas que nunca. En medio de aquella repentina oscuridad recordé un dicho del Talmud que mi padre me había leído y que decía: «Vivir en una metrópolis es un castigo».

     Bajé del colectivo y cuando iba cruzando la calle frente a la Terminal, vi a lo lejos a un hombre cuya figura se parecía mucho a la de mi padre. Me detuve, arreglé mis anteojos, miré más detenidamente y quedé sorprendido al notar que no era solamente un parecido. Aquel hombre que estaba parado en la puerta principal bajo un paraguas negro, rodeado de bolsas y de una enorme valija, que llevaba zapatos de lluvia, un sobretodo gris y un sombrero de fieltro, era mi padre.

     Mientras caminaba hacia él lo miré detenidamente y pensé que nuestro parecido era cada vez más sorprendente. Si no fuera por el exceso de bolsas que le habían crecido debajo de los ojos, por el pelo, que lo tenía escaso y completamente blanco, y una marcada curvatura en la espalda, seríamos iguales, aunque esa tarde lo noté particularmente envejecido, con una excesiva delgadez. Pensé que sería debido a su próxima decrepitud.

     Me acerqué a él y nos pasamos las manos. Ellas quedaron sujetas por un saludo cordial, que no tenía la intimidad y la emoción que produce un abrazo. Parecía un encuentro casual entre dos amigos, donde el único vínculo eran los recuerdos de momentos compartidos en un pasado lejano. Nuestro saludo carecía del contacto afectuoso que debería existir entre un padre y su hijo.



     -¡Papá! ¿Qué haces aquí?

     -¿No ves, Iósele? Te estoy esperando.

     -Pero si todavía faltan treinta minutos para la llegada de tu colectivo. ¿Qué te pasó?

     -Yo tomé otro, el anterior, así llegaba antes que tú, hijo.

     -¿Para qué, papá?

     -Para que no tengas que esperarme. No quería que te mojaras.

     -Por favor, papá, ya cumplí cincuenta años. ¿No crees que ya es tiempo de que dejes de cuidarme?

     -Vamos, Iósele, vamos a casa que hace frío.

     -Está bien, papá. Vamos.

     Mi padre levantó con dificultad las bolsas que estaban en el suelo, yo tomé la valija y después llamé un taxi. Subimos al auto y durante todo el recorrido hasta llegar a la casa, mi padre relató episodios ocurridos en los diferentes sitios por donde íbamos pasando.

     -Mira, Iósele. Acá fue mi primer negocio -dijo indicando con el dedo un antiguo local cerrado-. Más adelante. Allá, allá. ¿Ves hijo? Ese es el sanatorio donde tú naciste, Iósele. ¡Allá, allá, en aquel edificio que se está derrumbando vivieron la tía Jane y el tío Itsic! Y en el otro, en el edificio de al lado, vivían unos muy buenos amigos nuestros, Mendel y Dove. ¿Te acuerdas de ella, de su marido, y de sus hijos?

     No recordaba a esas personas, pero respondí: -Sí los recuerdo, papá.

     El auto dio unas vueltas más, durante las que mi padre se mantuvo callado y luego de unos minutos, finalmente llegamos a destino.

     El taxi paró y después de pagar bajé rápidamente el equipaje. Me apresuré en levantarlo para evitar que mi padre hiciera algún esfuerzo. Entramos al edificio.

     Subíamos las escaleras. Él iba adelante y yo lo seguía cuando, de repente, se detuvo, empezó a respirar con dificultad. Transpiraba y sus labios se veían amoretonados.

     -¡Papá! ¿Qué te sucede? ¿Es tu corazón? ¿No quieres descansar un momento hasta recuperarte?

     -No, hijo, no es nada malo, no te preocupes, es sólo el cansancio por el viaje. Pronto me sentiré mejor -dijo, y sacó un frasco de medicamentos de su bolsillo, tomó una pastilla, se la puso en la boca, debajo de la lengua. Después de unos minutos volvió a hablar:

     -Vamos, Iósele, subamos que ya estoy mejor.

     Ni bien entramos al departamento mi padre miró a su alrededor y repitió lo de siempre:

     -¡Iósele! Tu departamento se ve muy triste, necesitas poner algunas plantas, darle color, vida. Las paredes necesitan pintura, las cortinas están desteñidas. Dios mío, cuando yo y tu madre vivíamos en este lugar, todo se veía distinto, y después, cuando te casaste con Sofía también se veía lindo, limpio y muy agradable.

     -Yo no tengo tiempo de dedicarme a los arreglos, papá.

     -No es tiempo lo que tú necesitas, Iósele, lo que tú necesitas, es una mujer, una esposa. Sofía era una buena mujer, una esposa ejemplar. ¡Cómo te cuidaba! Igual como lo hacía tu madre.

     -Pero Sofía no era mi madre, era mi esposa.

     -Igual. Nunca vas a volver a encontrar otra mujer como ella, tan buena. No entiendo cómo la dejaste ir.

     Bajé la valija sobre el sofá, y mientras llevaba las bolsas a la cocina mi padre la levantó de nuevo y la puso sobre una silla.

     -¡Iósele!

     -¿Qué pasa papá?

     -¿Por qué dejas la valija sobre el sofá? ¿No es allí donde voy a dormir?

     -Sí, papá. ¿Por qué?

     -Entonces deja la cama libre.

     -¿No prefieres dormir en mi cama, papá? Ve a mi dormitorio. Allí vas a estar mejor, más cómodo. [30]

     -Nunca, hijo, no quiero sacarte de tu costumbre.

     Se sacó el abrigo, el sombrero, y los dejó colgados del perchero. Luego abrió la valija. Mientras iba sacando la ropa, me volvió la misma desesperación y angustia que me sofocaba cuando era testigo de la cantidad de prendas que traía.

     -¿Cuánto tiempo te vas a quedar, papá?

     -No te preocupes hijo, no me voy a quedar mucho tiempo, sólo unos días. Termina Rosh Hashaná y vuelvo a mi casa, si Dios quiere.

     -No, papá, no me preocupa el tiempo de tu visita, sino dónde vamos a guardar toda esta cantidad de ropa. Trajiste tanta que no te alcanzaría ni para usarla durante todo un año seguido.

     -Ni cuenta me di. Lo que sucede es que hay días en que amanece con mucho calor, y a la tarde cambia el clima, como hoy, viste, hijo, uno nunca sabe. Además estuve tan atareado con la mudanza de las jaulas, con la compra de comida para los canarios. ¡Pobres pájaros! ¡Me van a extrañar tanto! Tanto me quieren que cuando yo no les doy las semillas ellos no comen ni cantan. También tuve que regar las plantas y darle todas las indicaciones a la vecina, porque cada plantera necesita distinta cantidad de agua, y a cada hoja hay que limpiarla de diferente manera para que no sufra.

     -Te tomas demasiado trabajo, papá.

     -¿Trabajo? Todo lleva trabajo, hijo, todo lleva trabajo. ¿Acaso vivir no lleva trabajo, Iósele?

     -Bueno papá, deja eso ahora, después yo te voy a ayudar a ordenar toda esa ropa. Ven, vamos a preparar algo de tomar.

     Fuimos hasta la cocina. Puse en la pava agua para hervir. Después preparé té para él y café para mí. Nos sentamos en la pequeña mesa, frente a frente. Él abrió uno de los paquetes que trajo. Dentro había galletitas hechas con levadura y semillas de amapola que preparó especialmente para mí. Sabía que eran mis preferidas.

     Le serví el té en una taza, pero lo rechazó, e inmediatamente dijo:

     -Iósele, ¿no hay un vaso?

     -Sí, papá. ¿Para qué quieres un vaso, dime?

     -No sabes que yo tomo té en vaso, y lo endulzo solamente con azúcar en terrones.

     Me había olvidado de aquellos gustos de mi padre. Me levanté, cambié el contenido de la taza en un vaso, puse en un plato pequeño algunos terrones de azúcar que casualmente me habían quedado de su anterior visita y se los llevé.

     -¡Iósele! ¡Mit límene!

     Me volví a levantar, tomé un limón, lo corté en varias rodajas bien finas y las acerqué a mi padre. Él lo agradeció.

     De nuevo estábamos juntos los dos, mi padre con un vaso de té con limón y endulzado con un terrón de azúcar, y yo con una taza de café amargo y un cigarrillo encendido entre los labios.

     -¿?

     -¿Qué es papá?

     -¿Hasta cuándo vas a vivir solo, Iósele?

     -No lo sé, papá.

     -Iósele, sabes que no es bueno que un hombre esté solo. Tampoco es saludable que te acuestes solo todas las noches, y te levantes todas las mañanas de tu cama, solo. Así no debería ser la vida a tu edad. Eso déjalo para un viejo como yo.

     -No veo qué tiene eso de terrible. Y por favor, papá, no sigas llamándome de esa manera.

     -¿Cómo, Iósele?

     -Así. ¡Iósele! Me enferma.

     -Ese es tu nombre, el único, Iosef.

     -¡Tú sabes que ése ya no es mi nombre, pero igual insistes!

     -Está bien, está bien, si quieres decirlo en castellano dilo, José.

     -Ése también dejó de ser mi nombre.

     Me levanté, apagué el cigarrillo, encendí otro y volví a insistir:

     -Aprende que ahora me llamo Alejandro.

     -Mira, Iósele, entiende bien, mientras yo viva, tu nombre será siempre Iósele. Para mí siempre será ése tu único nombre y no otro. Por favor, sólo voy a estar unos días, no quiero empezar a discutir, porque me va a hacer mal a mi salud y voy a tener que volver a mi casa. ¿Te acuerdas, la última vez que vine?

     -Cómo iba a olvidarlo, si te escapaste como un ladrón, sin despedirte y sin avisarme. Llegaste esa mañana y a la noche cuando volví de la universidad ya no estabas.

     -Bueno, fue después de una discusión muy parecida a esta, así que por favor no me hables más de eso. Además soy mayor que tú. Soy tu padre y merezco respeto, mucho respeto.

     Mi padre nunca quiso aceptar mi cambio de nombre, ni mi divorcio de Sofía, ni mi relación con Laura, aunque apenas la conocía. Él hubiera preferido seguir viéndome casado, rodeado de hijos y estudiando Las Leyes Éticas y Litúrgicas de la Mishná  y no leyendo La crítica de la razón dialéctica de Sartre.

     -Vamos, papá. Vamos a dar un paseo.

     -Bueno, hijo. Vamos.

     -¿Adónde quieres ir?

     -A visitar a Schmuel y si mañana no llueve quiero ir a ver el negocio.

     -De aquel negocio ya no quedó absolutamente nada. Cambió todo, ahora es otro, con distinto letrero y con diferentes vecinos.

     -Igual quiero ir, y si tú no me puedes llevar me tomo un taxi, pero no te preocupes, hijo, también quiero ir al cementerio a visitar la tumba de tu madre.

     -Sabes que no me gusta ir al cementerio, papá.

     -No puede ser que no quieras ir a visitar la tumba de tu madre. No entiendo cómo no quieres recordarla.

     -No necesito ir a ese lugar para tener presente a mamá. Pero está bien papá, si tú quieres, te acompaño, y creo que será mejor que vayamos mañana a visitar a don Samuel. Hiciste un viaje largo. Ahora duerme y descansa, mañana será mejor día para pasear.

     -Está bien hijo, está bien.

 

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