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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  LA PESADILLA (Cuentos de SANTIAGO DIMAS ARANDA)

LA PESADILLA (Cuentos de SANTIAGO DIMAS ARANDA)

LA PESADILLA

Cuentos de Dimas Aranda, Santiago (1924-)
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Manuel Ortiz Guerrero, 1980.
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CUENTOS DE SANTIAGO DIMAS ARANDA
 
 
 DE LA PESCA Y LOS PESCADOS

    Roto el frente por conflictos de predominio entre sus propios conductores, algunos más temerosos del triunfo popular que de la derrota, las acosadas milicias civiles desbandáronse dejando dolor y pánico en las poblaciones rurales donde la esperanza había cobrado forma activa durante el tiempo compartido con las fuerzas insurrectas.

     El éxodo arrastró al campesino, miseria a cuestas, rumbo a la ciudad o al extranjero. Los paupérrimos barrios abarrotáronse. Y el hambre salió a mostrar los dientes por las sucias calles.

     Algunos, los menos relacionados a causa de la indigencia, buscaban asilo a orillas de los arroyos o ríos aledaños donde la naturaleza todavía demostraba algo de prodigalidad. Bagres y bogas bajaban por las oscuras aguas a paliar el hambre de los parias. Los campesinos más listos, armados de un par de remos Dios sabe cómo, escogían las fronteras fluviales, donde se instalaban a la insólita pesca de fugitivos, los que, al [29] amparo de las noches y las tormentas, caían de tanto en tanto, pagando lo que tuvieran por cruzar el río.

     Cirilo y el rengo, dos de esos pillos rurales, expertos en poco tiempo y en dudosa sociedad, hicieron puerto de embarque en cierta parte no tan accesible de la ribera sur, riacho de por medio, a un kilómetro escaso de cierta unidad armada, abonando la tolerancia con soplidos oportunos y supuestos. No podían hacer casa, porque un rancho cualquiera les reportaría derecho de ocupación. Pernoctaban a la intemperie. Pero en los comienzos, cuando los prófugos asomábanse a razón de uno o más por noche, Cirilo subía al pueblo bien forrado, visitaba el prostíbulo de una tal Ña Juana Overa, compraba butifarras, caña, yerba, cigarros, y regresaba, a veces hasta la orilla para regocijo del rengo, a veces hasta donde la borrachera se lo permitía.

     Todo empeoró bruscamente con la estúpida providencia de los gendarmes de la otra orilla bloqueando el ingreso de los fugados y devolviendo algunos al punto de partida. Desde entonces, el pasero Cirilo y su amigo rengo, un tanto peores de humor cada mañana, cada noche más tristes, más harapientos y enfermos con los meses, aviniéronse a hincar uno que otro bagre, hervirlos en el parapití, y sin sal, sin pan, tragarlos y tumbarse.

     Fue en una de esas, acaso la peor noche, que a Cirilo se le pusieron los ojos duros de insomnio. Algún presagio lo poseía; alguna oscura remembranza. Y próximo al alba, del todo desvelado, decidió hacer fuego. A la luz de la primera llama, con la importancia, tal vez, con que se cuenta días de vida, contó los últimos fósforos que le quedaban. Puso el Parapití sobre la llama. Y yéndosele el ojo hacia el rengo ahí dormido, le envió un puntapié sin importarle la parte en que se lo daba. El infeliz retorciose sin comprender lo sucedido hasta que pudo despertar. Y entonces, el dolor se incorporó al hilo argumental de cierto suculento sueño interrumpido por la patada. Enfadado, oprimiéndose el estómago agredido, farfulló: ¡Increíble! Se arrastró junto al fuego, miró por encima de las humosas llamas hacia las barrancas. El viento sur azotaba sin freno haciendo estallar las estrellas entre las ondas del río.

     -¿Qué soñaste o qué?

     Ambos casi ancianos, uno más acabado que el otro, estaban acostumbrados a dormir poco o nada debido a los mosquitos [30] y al lúgubre rumor de las tripas. Esa noche, el rengo había dormido como nunca, desde el crepúsculo. Esa, más que otra cosa, sería la causa del pésimo humor de Cirilo. Lo envidiaba.

     -¿Qué soñaste o qué?

     -El asado, esta ve el asado, y con mandioca. ¿Para qué pio me depertaste?

     A la agónica luz del fuego, Cirilo lo miraba sin decir 'A'. El rengo gemía.

     -¡Claro! Comiste el asado; comiste demasiao.

     -¿So etúpido o qué lo que tené en tu cabeza?

     Cirilo escupió en la brasa y atizó las llamas. El rengo parecía realmente enfermo. Sufría de verdad. A Cirilo, repentinamente, le asustó la idea de que se le muriese.

     -Entonce pué, ¿qué te pasa?

     -El hambre, infelí; el hambre. ¿Vo pio me depertaste?

     Cirilo volvió a escupir en la brasa. Estaba visto que el rengo ignoraba lo del puntapié.

     -Te va hacer bien un matecito caliente. Pero no tiene yerba; puro yuyo nomá. ¿Queré uno?

     Los dedos ganchudos del rengo atraparon el mate, recibiéndolo una y otra vez. El agua hervida subía por la bombilla de lata quemando. Él, no solamente lo soportaba sino además lo gozaba arrojando un vaho denso después de cada trago.

     -Parece menta.

     -El zumo te va sanar. ¿Un naco?

     El dolorido cortó con la parte no podrida de la dentadura la punta del cigarro negro del lado no quemado, devolviendo la sobra. Comenzó masticándolo despacio y aceleraba a medida que el sabor le invadía las glándulas, surgiéndole la saliva abundante. Escupió. Se frotó la barriga.

     -Toy mejor, mucho mejor. Pero, ¿para qué me depertaste?

     -¿Yo pio acaso te deperté? Güeno, mejor, así hablamo.

     -¿Hablamo de qué? ¿Al pedo nomá?

     -Tengo una idea.

     -Dejate de joder. Por causa de esa idea ya andamo así.

     La dolencia del rengo, debida simplemente a la patada de Cirilo, cedía. Este, que le espiaba el semblante a la luz del fuego, se tranquilizó.

     -Tengo una idea en serio, nada de montonera; eso ni loco.

     -¿Qué clase de idea entonce? Decí nomá. Sudor del perro debalte, seguro.

     Sin embargo, en rengo se puso serio y escuchó. En su rostro lucían los diabólicos cabrilleos de la llama, rosa y violeta sobre el amarillo sucio. Cirilo chupó unos mates más a tragos gruesos. Eructó. De pronto le dio por hipar.

     -Me parece que ya dormiste demasiao -hipó-. Y como vo tené habilidá con la carimbatá, me antoja que te conviene esta madrugada oscura. Alí está la idea. Por si acaso sale uno grande, carneamo y vendemo como si juera surubí. Seguro que vendemo. Total, nadie sabe quién somo.

     -Carimbatá no se come. Carimbatá no vale para vender. Pssshhh, yo creía que alguna cosa seria tenía en tu cabeza.

     -Te digo que nadie sabe quién somo.

     El rengo avivaba el fuego. Quedose pensativo. Se diría que reflexionaba. Volvía la cara de un lado a otro esquivando el humo. De golpe reaccionó:

     -¿Vo pio quién so últimamente? ¿Mi patrón o qué? Así que yo me mojo el culo... ¿y vo? ¿Qué vasa hacer mientratanto?

     -Tengo una idea.

     El rengo se rió con una risa agresiva, procaz. Sin embargo le corrían lágrimas, lágrimas amarillentas a la luz de las llamas. Las limpió con la mano forrada de mugre perpetua. Y volviose a reír amargo, tartajeando:

     -Así que... otra idea, otra zoncerada seguramente.

     Y guardó silencio. Los labios le temblaban. La cara toda se le contraía en un mohín de infinita tristeza.

     -Una lástima que no so prebero. Si era, le podía macanear a mucha gente por plata. Pero no so; so una porquería nomá, como yo.

     Hablaba con voz tiplada, entrecortada, conteniendo el moco. Y el otro, contagiado de tan súbita amargura, también cayó al borde del sollozo.

     -¿Qué via hacer? Se nace así, con mala suerte. Yo no tengo la culpa. La partera luego nio ya le dijo a mi mamá...

     -¿Y qué lo que le dijo?

     -Le dijo, cuando me vio nomá, ¡ayjesunga!, la cabeza cupií tacurú, la barriga anguyá letrina, y la pata ¡ayjesunga!, la pata catu tajhachí coguá che ama, eso vaser tu hijo, tajhachí, jajajajay...

     La risa de ambos, débil, insignificante, apenas levemente diseminada, se extinguió aplastada por la humedad, como el humo del agónico fuego.

     -¿Y por qué no so tajhachí entonce? Así, anquesea tenía un número de lata. ¡Tajhachí número tal! ¡Presente! Y le metía garrote a lo prójimo.

     Carcajeó una risa como de asco. Y un silencio humoso se tendió entre ambos.

     -¡E claro! Entonce hubiera sido perro, pero hubiera sido mejor. Nunca vi un tajhachí limosnero. Pero mi taitá no pensaba en eso. Me parece que le estoy oyendo: Este e mi hijo porque e patudo, tiene sangre de capuerero, va servir para tumbar lo barbecho... Y aquí me tené... ni capuerero ni nada; una mierda, igualito que... güeno, somo iguale.

     El rengo tenía la mano en la boca como perro mordiéndose el pique. Permaneció así buen rato. Cirilo insistió:

     -¿Por qué no te dejá de joder y agarrá mi idea?

     -¿Otra ve pio con tu idea?

     Apoyándose en la muleta que usaba como almohada, se levantó poco a poco. La grotesca figura que iba formando en la semi claridad, a medio pararse, pierna y muleta apuntalando un tronco famélico rematado en enorme cabeza enmarañada y cerosa, ojos perdidos en las cuencas, boca desdentada de sapo, era la de un trágico espantajo.

     -Decime primero que vasa hacer vo.

     Cirilo, las sarmentosas manos como pantallas contra el fuego, contemplaba con una suerte de asombro ese adefesio humano, su compañero de penurias que apenas podía con su espequeto, harapo abandonado tras la derrota, juguete de la iniquidad, imagen del desamparo. El viento sur agitaba las llamas y las greñas. El rengo alzó la voz repitiendo:

     -Decime primero que vasa hacer vo.

     Miráronse como dos perros vencidos. Los unía el fuego. Nada más tenían en común a no ser la desgracia de haber nacido.

     -¿Yo? Yo nio sé lo que via hacer. El hambre co e mal compañero, ¿sabé, pa? Y yo no tengo solamente hambre sino también se y ni una esperanza de conseguir un trago. Pero via procurar.

     El rengo continuaba de pie contra la noche. Lo flagelaba el viento. Su única pierna parecía pronta a doblarse. Nada fuerte había en él, salvo la muleta. Se aferraba a ella como si fuera la vida. Cirilo daba por descontada la aceptación [33] final de su idea. Miraba esa cosa con suma resignación y le hablaba como haciéndolo consigo mismo ante el turbio espejo de la inconciencia.

     -Mientratanto que vo clavá carimbatá, yo pesco aquí por si acaso. No sé por qué malicio que algún desajuciado va caer.

     -¡La puta qué oscuridá!

     -Puede ser nomá que haiga alguno con vida.

     -¿Lo carimbatá?

     -No, vyro; lo rebelte desajuciado. Hace mucho que no vemo, ¿ayé pa?

     -Hace mucho. ¿Qué pa será lo que pasa?

     -¿Qué pio va ser? E que ya no pasa ma nada. Iba pasar, ¿sabé pa? Así co e la política. Se acabó, ¿sabé pa?

     El rengo comenzó rascándose la cabeza, luego la panza, la nalga, la entrepierna. Cirilo, como contagiado, púsose a hacer otro tanto. Un ritmo agónico armonizaba sus movimientos.

     -Decime, ¿vo pa sabé la política?

     El rengo dejó un instante de rascarse. Cirilo insistió:

     -¿No sabé pio la política? ¡Qué bárbaro!

     Al rengo le hubiera gustado sentarse en cuclillas como Cirilo y calentarse como él la panza. Pero debía conformarse con estar parado con la muleta o tirado en el pasto. La pierna inválida le impedía sentarse si no era sobre algo elevado como una silla. Como no la tenían y el asiento del bote era lo único que le servía, durante el día se pasaba allí, en la orilla del agua, acurrucado como buitre. Se arrodilló con dificultad a fin de echarse junto al fuego, pero Cirilo lo contuvo.

     -¡Epa! ¿Y lo carimbatá? Acordate que sin eso estamo cagado.

     -Güeno, eperá. Primero me decí lo que e la política.

     -¿La política? Güeno, mirá, pensá que estamo en un gallinero.

     -¡Dio quiera!

     -Güeno, vo pensá. Lo de arriba son lo gallo, lo tendotá, lo capo. Abajo, nosotro, cagado, una mierda.

     -No entiendo,

     -Güeno, mirá, otro ejemplo. ¡Ta carajo! No me viene. Güeno, mirá, e como la mujer; si e güena, una felicidá y si e mala, una degracia.

     -Ahora ya entiendo. Entonce, a nosotro, ¿qué importa la política?

     -¿Por qué no?

     -Pero no tenemo mujer.

     -Pensá entonce en el gallinero.

     -Pero estamo ajuera pue.

     Cirilo se acaloró, y para no continuar echose sobre el pasto dando la espalda al rengo. El silencio los condujo a recorrer el ancho cielo sembrado de puntitos claros, tal una pradera en agosto. El rengo, igualmente tirado boca arriba, la pata tullida apuntando el cielo, pensaba en el gallo, el tendotá, el capo. Sea el que sea, se dijo, nosotro vamo ser siempre lo cagado.

     Cirilo continuaba inmerso en el misterio, la inmensidad, la gran quietud, esa hora sin sueños y sin ilusiones, hora inhumana, vacía. Repentinamente se vio transportado a otro erial, a otro tiempo de muerte. Noches así, infinitas, las noches del Chaco en guerra. No estaba solo, por cierto. Eran miles los atrampados allá, pero frente al cielo estrellado o a la muerte, cada cual estaba solo. Maquinalmente miró a su rededor. Faltaban las trincheras, el fusil, el enemigo. ¿El enemigo? Cuando se es víctima del hambre, todo el mundo es enemigo. Trató de ubicar su estrella entre el infinito enjambre. Uno de esos puntos... tal vez... nunca se sabe...

     -¿En qué pensá?

     Cirilo pensaba en la muerte. No lo dijo. Continuaba lejos de sí mismo, de su presente abominable, de su hambre de perro.

     -¿A vo no te mandaron a la guerra?

     El rengo alzó la muleta y golpeó la pierna inválida.

     -E mi condecoración.

     Regresaron a las estrellas. ¡Estaban tan altas, tan en la parte de arriba y ellos tan en el fondo!

     Las manos del rengo se movían acariciando la muleta. A Cirilo se le movían los labios como si rezara. Ambos frente al mismo enemigo, la soledad. El rengo gruñó para dentro tragando el zumo amargo de algo que no acababa por comprender.

     -Así que somo la parte de abajo, el culo. ¿Y la patria, y la tierra?

     -Defendimo nosotro, ¿ayé pa? Se redamó mucha sangre.

     -¡Y cuánto muerto al pedo! ¿Ayé pa?

     -Todo morimo y se acabó el coraje.

     -¿Cómo? Hablá ma fácil.

     -Nosotro todo morimo. Apena somo jusamenta que se arrastra.

     -Yo mataba para no morir.

     -¿Y ahora?

     -Cierto, tené razón.

     -¡Qué lindo buscar a todo lo veterano y preguntarle eso!: ¿Y ahora?

     -Lo gallo de arriba están frequito, ¡carajo! No se apeligra nunca, no mata sino que manda matar. Lo gallo de arriba no tiene pecado.

     -Te mata a vo y a mí poco a poco.

     -Poco a poco. Eso no e pecado.

     -Eso e asigún la concencia. Pero un güen día, Dio quiera que no güelva el plomo que tragó la tierra, porque entonce, ¡ayjesunga lo de arriba!

     El rengo emitió una risa semejante a un graznido en la noche. Cirilo, puesto de codo, atizaba el fuego. Había puesto de nuevo a calentar el parapití. Lentamente, como si sólo la noche lo oyese, desenterraba palabras oscuras.

     -Somo vencido, pero un güen día ha de nacer el que tumbe el gallinero.

     Se levantó, carraspeó y se dispuso a otear la oscuridad. Silbaba una melodía triste pasada de moda. Repentinamente suspendió la tonada y dijo:

     -El tiempo cambia.

     -¿En qué cambia para nosotro, viejo zonzo?

     -Para mí, sí. Ante yo era una persona, ¿sabé? La vida era linda, era como capuera florecida, llena de promesa. Así era. Por eso digo que el tiempo cambia. Todo se jue a la mierda poco a poco.

     -Todo era sueño nomá.

     -Todo no. La guerra no era sueño. Ni la do revolución. Despué de eso, la vida se quedó con cara de perro. Figurate que perdí hasta mi mujer.

     -Si se jue con un pyragüé, vale meno que un naco.

     Cirilo hundió la mirada en lo oscuro del áspero bañado que los iba tragando sin apuro. Una sombría pantalla, la memoria, comenzó reproduciéndole imágenes indelebles. Regresaban voces como resurgiendo de remotas heridas. La bien timbrada voz de una mujer, la suya, llegó como siempre, como todas las noches, taladrándole la sien insomne. Ella, al comienzo, se resistía, se defendía del prepotente intruso. Así fue al comienzo, cuando Cirilo tenía puesta en ella toda su confianza. Él desconocía ese sabor que ahora le quemaba la lengua, la derrota. Apenas podía recordar el rostro amado, aunque la voz llegase constantemente a su memoria. ¡Qué desgracia, carajo, la revolución! Aunque ya terminaba, él seguía en la montonera. La derrota no había puesto aún su negro huevo en las almas. La esperanza mantenía su lumbre todavía. Él podía ver a su mujer sólo de tarde en tarde. Llegaba con tiempo justo para proveerse y partir. La dejaba con el deseo hecho una lágrima seca y quemante. Ella odiaba esa revolución. No podía comprender eso que le quitaba su pan y su cariño. Antes de llegar a su casa, él se detenía, escudriñaba, y si notaba una presencia extraña cualquiera, se alejaba, se iba sin verla tan siquiera. Deshecha finalmente la gran batalla, aplastada la antorcha insurrecta, la montonera entró en agonía. Él rondaba su casa cada vez menos. A veces oía voces, la de su mujer que en vano trataba de olvidar; la del intruso, prepotente, libertino, ¡oh ganas de matar! Y entonces huía al monte tapándose los oídos, aún pensando que en tales casos matar no podía ser pecado. Tanta sangre se pudría sobre la patria huérfana, tanta que el asco le había llegado a frenar la bravura. Matar a sangre fría, ya no.

     El intruso acosaba a su mujer, la instaba al amor ofreciéndole un cómodo pasar a la sombra del pillaje triunfante. Por otra parte, ya deshecha la montonera, él no osaba llegar a su casa. Oculto en los alrededores, aguardaba la oportunidad de llevarse a su esposa. Moríase de rencor viendo al intruso disponer en su casa como en la propia y oyéndolo porfiar: «Te llevaré a la ciudá donde vasa vivir como reina» o bien: «Tu marido e un prófugo, un condenado». Él aguantaba todo sin poderlo remediar. Y cuando tuvo al intruso a tiro pudiéndolo matar si quisiese, no lo hizo porque ya entonces había renunciado a la sangre y prefería aguardar con paciencia. ¿O era suprema confianza en ella o cobardía suya aquello que le frenaba el pulso? El milico estrechaba su cerco amoroso más y más. Y si al comienzo ella resistía firme pensando en su hombre que no andaba lejos, vinieron después el hambre, el desaliento, la desesperación. Cuando buscó un apoyo, él no estaba en la casa pero si el otro. El otro a quien ella finalmente confesó: No sé qué hacer; mientra Cirilo ande cerca, no puedo... Y el tipo la tranquilizó: Eso se arregla fácil... Y la besó sin hallar oposición. Era el fin, la derrota definitiva. Ella demostraba una clara intención: entregarlo. Ella amaba al enemigo. Y sin pensar nada más, el montonero Cirilo la dejó para siempre.

     La borrosa imagen desapareció en la cerrazón del recuerdo y penosamente emergió de su éxtasis, a leguas de distancia de sí mismo donde, pese a la presencia del otro paria, él hablaba consigo.

     -Una mierda. Yo estaba desajuciado. El hijueputa tenía plata. Y mandaba.

     -A lo mejor, ella tenía razón. Con ese julano no le iba faltar comida ni la otra cosa.

     -Vo solamente decí zoncerada.

     -Pero qué va ser zoncerada. La mujer pue no cambia al pedo nomá; por hambre, sí. Y hay mucha clase de hambre pa sabé.

     -La culpa e de la política. Así que jui con esta ropa y mi caballo viejo. Por él hice igual como hizo mi mujer por mí. Como no me daba de comer, le cambié por una canoa, ésa que duerme entre lo camalote.

     -Que no da de comer tampoco.

     -Al principio sí. ¿No te acordá de la botifarra y la guaripola? Hasta de mi Manuela me olvidaba en aquel entonce.

     Manuela se llamaba la traidora. El rengo hizo gesto de enfado alejándose con torpe balanceo de robot. Paró junto a unos cardos donde se dispuso a desabrocharse la braga. Hablaba gruñendo. Tampoco le importaba ser oído.

     Cuento viejo; el miedo jodió a todo el mundo; nadie ma no se anima ni a cruzar el río.

     No podía orinar, hacía fuerza; de pronto le salió un grito:

     -¿Te acordá? Ante se cruzaba como hormiga.

     Cirilo interrumpió su propio soliloquio para responder:

     -Y se moría como hormiga; por eso vino el miedo; e la política de hoy en día.

     El rengo tartajeaba regresando a saltitos con la muleta:

     -No puedo entender la política; ma fácil entender la miseria.

     -Eso porque tené la cabeza dormida; dormí demasiado.

     -Devera; ya no e ma como ante; e ma puerqueza, pa sabé. Ahora no se puede ma. Ya no e más como ante; cuanto ma la vida e cara, valemo meno.

 

ENTRE EL AMOR Y LA MUERTE

     El agua se vino tibia debajo de los cuerpos. El tiempo soportado en tan horrible trance hubiera parecido un siglo si el herido y la enfermera no encontrasen en una singular conjunción el portentoso aliado contra todo mal. Reptando a través del mar de cortaderas y barro, dilacerados por la maleza y curtidos por la herrumbre del agua fangosa, ahogaban dolor y angustia en el denuedo de una pasión desesperada, casi inhumana, que ni el miedo ni el hambre ni la fiebre podían amenguar.

     El miliciano solitario jugaba al tiro blanco paseándose por la orilla del pantano. Probaba la puntería en las flores acuáticas, las mariposas mareadas de viento, los fugaces pájaros o en simples antojos ópticos originados en su delirio homicida. Renovaba la carga del fusil, silbaba su tonadita, la misma, como si ella fuese su respiración natural, como si la vida presente no le comunicase su atrocidad brutal sino apenas una melancólica tonada.

     De rato en rato volvían los de la loma con sus bromas soeces y sus risotas.

     Uno que de pronto llegaba se burló:

     -¿Todavía pio seguí coleando fantasma?

     Y otro que lo seguía, agregó:

     -¡Boludo pa que so! ¿Cómo pio vasa agarrar fantasma de día?

     El solitario, firme en su afán de dar caza a las insólitas cabezas que aseguraba haber visto, replicó enfadado:

     -Digan lo que digan, no me importa. Yo sé que no vi fantasma. Vi bien do cabeza y le he de arreglar la cuenta. Usteden tal ve se asuste. Yo no.

     La pareja escuchaba tensa, confundida en un todo con el silencio, con el vegetal sosiego en que sólo medraban los gusanos. El sol había traspasado el cenit hacía buen rato, resbalaba sin prisa, se iba. A remezones, el viento gambeteaba entre las cortaderas. Ayudados por él, los fugitivos iniciaron sigiloso intento de seguir. Enteramente desgarrados piel y ropas, empeñando la vida por la vida, dejaron el refugio.

     El silbador solitario, por su parte, no demostraba la mínima intención de retirarse. Quienes quiera fuesen los que [39] creía haber visto, tenía que tumbarlos. Manipulaba a cada instante su magnífico Mauser, en tanto su fantasía volaba con los sones de la polquita. El viento la llevaba y traía en su vaivén por todo el bajío. El viento, el viento, el viento. Su frecuencia empezó a fluctuar a la caída del crepúsculo. Amainaba, vacilante entre dejar la maleza o quedarse danzando en ella. La noche, la anhelada, yacía como clavada allende el horizonte. Los fugitivos reptaban con lentitud de insectos pugnando por alcanzar un nuevo matorral que se espesaba cerca. Y en medio de la tensa brega, poco a poco, el herido fuese de nuevo empeorando. Esta vez lo abatía un retorcijón espasmódico. Y entonces, Dalma, con increíble serenidad y decisión, enganchose al cuello un brazo del enfermo consiguiendo arrastrarlo lentamente hasta el nuevo matorral. Al hambre, a la sed, a la fatiga infinita, ahora se sumaba el espasmo. Solamente el miedo se notaba en desmedro. ¿Acaso tenían tiempo de pensar tan siquiera en él, aunque fuese por él empujados que se debatían desesperadamente?

     Y de vuelta la espera. Exigiendo de sí todo el ingenio de que ni ella se sabía capaz, Dalma se aplicó a oler y probar cuanta hierba tocaban sus manos. Y de pronto, ¡oh imponderable casualidad!, mirando desorbitada a su dolorido compañero, exclamó a media voz: ¡yerba de la vida! Y se puso a cavar el barro en busca de las que resultaron ser unas pequeñas tuberosas, las que, una vez limpias, tenían exquisito sabor dulzón. Sí, esto sirve para el estómago, confirmó al probarlas otra vez, ya verás; masticalas y tragá el zumo de a poco. Él obedeció sin resistencia. El sabor le agradaba y eso contribuyó a la cura. A medida que ingería la dulce medicina, su entusiasmo crecía. ¡Caramba; es increíble!, dijo al rato. Ambos continuaban masticando. Ambos sentíanse mejor. Era que la inocente savia con secreto poder analgésico también contenía una piadosa mentira para el estómago hambriento. Por todo comentario, Pablo preguntó: Mi vida, ¿dónde conociste este prodigio? Shhhh, respondió ella y susurró: En la escuela de la pobreza, andando sola, sin padres, por los caminos. Conocí muchos; me refiero a las hierbas y a los caminos. ¿Por ahí te graduaste de enfermera? Sí, y también de mujer. Las hierbas, macanudas, aunque no tanto los caminos. Las hierbas, sí; los caminos que conocí, ninguno fácil. Si llegamos con vida, Pablo, entonces, éste será el mejor.

     Entre tanto, el mal había pasado. ¡Increíble!, como decía Pablo.

     Finalmente, la noche se daba prisa, llegaba. Los fugitivos habían avanzado bastante sin ser advertidos. De tanto en tanto, el silbido del perseguidor, lejano, triste bajo el crepúsculo, poblaba el aire de quejoso erotismo. Detrás de las totoras, más altas cuanto más próximas al arroyo, sumidas en un mar de sombra cenicienta, morían las moradas raíces del poniente. Lentamente caminaban, ¡por fin de pie!, abrazados y sostenidos entre sí; ganaban la orilla ya a punto de completar la marcha. El monte estaba ahí, como tendiéndoles sus vegetales manos. Pablo pensaba en las palabras de su compañera. Tal vez ese sendero inmundo que acababan de abrir a riesgo de sus vidas fuera verdaderamente el mejor. Tal vez el único practicable en su caso.

     -¿Se habrá marchado el camionero?

Dalma pensó un momento antes de contestar. Lo hizo con voz grave, quejosa.

     -Te juro que lo estoy deseando. ¡Dios mío! Ni el amor se salva del veneno político.

     Pablo la miraba. La comprendía. A Dalma, la inminente separación comenzaba a contrariarla. Ya en tierra firme, detuviéronse a descansar. Ya podían hablar a voz plena y eso les devolvía cierta paz. Pablo, volviéndose hacia los matorrales dejados atrás, mudos testigos de un amor salvaje y de la inhumana condición de los caínes, pensó en voz alta: Jamás, nadie creerá lo sucedido en este pirizal. Nada lo atestiguará. Ya vendrán tiempos nuevos, Dalma, también para el amor.

     Inadvertidamente, Dalma pensaba en el miserable perseguidor decepcionado, pobre peón de sucios intereses, tanto menos hombre cuanto más servil, tanto más feroz cuanto más ignorante. Aguantó hambre y sed como nosotros, se dijo; ni las fieras aguantarían tanto.

     Tensaron los oídos tratando de captar el silbido. El pantano recuperaba su quietud poblada de misterios, sin la polquita melancólica, sin tiros de fusil. Sus propias voces cobraban sonoridad extraña en medio de tanta calma.

     -Parece que se fue. ¿Se habrá convencido de su bestialidad?

     -Eso es difícil. Ni volviendo a nacer.

     -Si no se fue, se irá. Creo que estamos fuera de su alcance. Anduvimos como un kilómetro en el barro.

     -Quizás una legua.

     Tornaron sin embargo a detenerse y aguzar oídos. Resultaba inverosímil esa paz venida como una gracia, ese poder hablar normalmente y andar sobre los pies, ese poder llegar a destino. De pronto, Dalma suspiró.

     -¿Vendrá alguna vez lo que vos llamás tiempo nuevo?

     -Se está viniendo.

     -Y cuando llegue, ¿no habrá ya veneno en las mentes de los hombres?

     -El pueblo es un organismo enfermo. O expulsará poco a poco la infección o morirá.

     -¿Y el amor?

     -Creo que al menos podrá realizarse sin miserias y sin miedo.

     Marchaban con dificultad, sobre terreno cubierto de zarzas y lianas pero firme. La prieta línea del monte se ensanchaba y el viento les traía un rudo aroma vegetal. Dalma, que empezó a hablar desde que pudo hacerlo, decía sin parar cosas que le pasaban por la mente, como si debiera decirlas ahora o nunca; decirlas o empezar a sufrir callando; decirlas o dejarse atrapar por la oprimente soledad que ya la invadía al sólo pensar en ella. El tema del amor la obsesionaba. Tornaba con insistencia a él.

     -Pablo, amor hay uno solo, el que se da sin condiciones, el que sostiene en las derrotas, el que florece en los pantanos.

     Bañada por la fosforescencia del cielo crepuscular, su rostro lucía particularmente bello. Pablo la besó, primero tiernamente; luego el rescoldo parecía pronto a estallar. Dalma se opuso.

     -Ahora no. Tenemos que llegar.

     Pablo continuó besándola. El fétido barro que la cubría no lograba alterar el aroma de su joven carne.

     -Dalma, mi amor, ¿te casarías conmigo?

     La pregunta cayó en una laguna de silencio. Ella desvió su pensamiento hacia el infeliz perseguidor que habría regresado a su base hundido en la decepción, mascando su inconsciente odio, sus cavernarias ganas de matar. Pensó luego en el hombre que amaba, que la estaba invitando a cruzar la frontera y vivir. Pensó en sí misma, sin hogar, derrotada su esperanza, ayudando a su hombre a dejarla. Y pensó en sus compañeras, dos leonas en defensa de la vida, a quienes había prometido regresar, a quienes no podía defraudar. Volverá. Ella volverá. Cumplirá su promesa. Y entonces, vivamente representósele la desgarrante tragedia que albergaba aquel hospital, aquel desesperante montón de heridos, de despojos que clamaban por ella cada vez que la fiebre les permitía distinguir la cara de la muerte en asedio

     -No, Pablo. Ahora no puedo. No podré mientras quede un herido rebelde en mi sala III. Di mi palabra, Pablo, y la cumpliré

     Se moría por unirse a la suerte de su hombre, por seguirlo a donde fuera, pero había algo más fuerte, hecho carne en ella, su convicción. Ambos callaron. Sólo la fatiga de los pulmones y el chasquido de los pies en el barro revelaban sus pasos en la oscuridad creciente, densificada por la vegetación. Y por fin, ¡el arroyo! Era como decir el infinito. Estaban a salvo. Pablo olvidó el desaire. Ambos olvidaron cansancio, hambre, fiebre, todo, y se besaron. Echados en el agua, nuevamente anudáronse en una increíble cópula, absurda ya en las condiciones en que estaban, pero inevitable como el sangrar de una herida, inevitable ante la casi muerte, el adiós, la separación que pronto iba a ser horrible realidad

     Pasado el lapso inenarrable, bebieron agua rumorosa y dulce. ¡El arroyo! ¡El arroyo! Pasado el instante mínimo que eclipsa todo humano dolor, quedáronse en silencio. ¿Para qué hablar? Acaso el recuerdo valdría más, el recuerdo que magnifica la maravilla encerrada en un minuto de amor. ¡El arroyo! Y sobrevino una calma líquida y transparente

     -Dalma, no te duermas.

     -No estoy dormida.

     -Sos el verdadero amor. Gracias por generosa, por inmensamente generosa.

     Y la quietud se alteró. La calma cobró temple humano.

     Dalma reaccionó como lo haría cualquier mujer en desagravio de lo íntimamente suyo.

     -Esto no se agradece; se prodiga simplemente y se corresponde.

     -¿Y después, Dalma?

     -¿Creés que no habrá después?

     -Sí, después la soledad. Ambos sufriremos pudiendo ser felices.

     -El instinto me dice que éste no será el final.

     -Dios lo quiera

     Levantáronse y anduvieron por el lecho del agua. Pero el agotamiento podía más que la ansiedad por llegar a ese punto final que tornaríase pronto el punto inicial de una nueva angustia, la que Dalma empezaba a padecer desde ya. El torrente les dominaba por momentos las menguadas fuerzas. Finalmente optaron por echarse y reptar. Pero más fácil resultaba quedarse, esperar.

     -Dalma, no te duermas; si no llegamos el camionero se irá.

     A Dalma le hubiera gustado le importasen a Pablo un poco más esos mínimos, fugitivos minutos que le quedaban con ella, el saldo de esa vida cuyo después más valía no acariciar. Sin ocultar su ánimo, se puso de pie.

     -Podés estar seguro de que no se irá, le dijo, pero más vale que lleguemos cuanto antes para tu tranquilidad. Y callados reanudaron la marcha. Caminaban probando el fondo y buscando a lo largo del cauce cierto vado que, según indicaciones del camionero, debían encontrar en esa zona si no estaban errados. Y en efecto, al cabo de un buen trecho aguas arriba, de pronto notaban la maraña menos densa, y a poco pudieron distinguir, destacándose en la oscuridad, una ancha y clara explanada arenosa. Y a cierta distancia de los árboles, resaltando sobre el fondo blancuzco, yacía el bulto cuya forma inconfundible, pese a que esperaban verla a cada instante, dioles un impacto, mezcla de alegría y dolor

     -¡¡Allá está!!

     Fue casi un susto, y silencio. Vencedores al fin, sobrevenía en ellos lo natural aunque inexplicable, una súbita necesidad de llorar

     El tiempo del amor huía inexorablemente. La verdad les castigaba como otra derrota. Pablo se iba. Dalma quedaba sin más amparo que la noche. En ese acerbo momento, sobre el cerro lejano, encendido y muy bello, nació un lucero, premonición de venturanza si la realidad fuese otra, si ella y él no tuvieran que desgajarse como dos ramas rotas del árbol que amaban.

     El hueco para el pasajero estaba improvisado debajo de un doble fondo bien oculto una vez completa la carga de arena y asegurada la compuerta trasera. El herido se introdujo sin demora hasta la base de la cabina. Y ya el incomparable don Cátulo Mencia se disponía a clausurar el hueco tal una tumba, cuando Dalma, en impulsivo rapto, detuvo la mano del viejo y colose al interior en compañía de su hombre. Ninguna razón hubiese podido contenerla. Sólo después trató de explicarse

     -Lo hago por mi tranquilidad. Necesito verte cruzar

     Y nada más. El camión emprendió la marcha a través de la maleza, tomando por lo más abrupto, por lo más desértico, por donde sólo se atreverían ñandúes y ganado salvaje. El conductor parecía animado por la misma exagerada cautela practicada por Dalma, despreciando toda carretera abierta y prefiriendo lo desconocido. Andar por vías normales, al parecer, no era para gente normal en tan furioso tiempo, menos aún de noche. ¿Cómo evitar que el miedo se materializase a cada instante, trocando en soldados y caballerías todo aquello que la horridez transfiguraba, todo aquello que don Cátulo debía dejar atrás acometiendo a ciegas? En el interminable traqueteo, cortar alambradas o saltar zanjas o derribar árboles no pasaban de una fantástica rutina a lo largo de la noche, en tanto los de abajo, los aún menos afortunados, los del hueco, soportaban lo insoportable, una constante lluvia de arena que los barquinazos tornaban tempestad. En el peor encierro imaginable, libraban su horrible lucha empujando el insistente polvo por las hendiduras, pues el aire penetraba cada vez menos, y a medida que faltaba, sentían como si también el motor se ahogara, como si de momento a otro fuese a parar. Y de pronto paró en verdad y una pánica quietud cobró cuerpo en todo. El zumbido, muy amortiguado por un enorme silenciador de construcción casera, escasamente dejábase oír a metros de distancia pero en el hueco sí repercutía en tal forma que los fugitivos ni siquiera pudiesen conversar. Ahora cesaba de golpe, y Dalma, presumiblemente para quitarse los malos pensamientos, habló.

     -¿Cómo te sentís?

     -Entumecido.

     Ajustose a él todavía más procurando transmitirle lo que de calor la quedaba.

     -Tratá de moverte cuanto puedas; no te quedes tieso.

     Entre tanto se inquietaba: Ojalá lleguemos con vida. El vehículo retomó la marcha luego de duros manijazos y maldiciones. Dalma repitió para sí varias veces: Dios mío, tú que ayudas al que lucha, ayúdanos. Revivía así una vieja frase modulada en la voz de quien en vida fuera tan sentenciosa y creyente, su madre. Era como si la viese y estuviese oyendo. Y al punto sintiose sacudida como si emergiera de un letargo. ¿Será que estaba soñando? ¡Dios mío!, murmuró nuevamente y reanudó su lucha contra la arena que tapaba insistentemente la escasa entrada de aire.

     Entre tumbos y tumbos y repetidos manijazos y renovadas maldiciones habían hecho tres o cuatro horas de marcha. Ya el conductor parecía en extremo precipitado de nervios e interminable el traqueteo que los de abajo soportaban cuando un brusco barquinazo puso fin al infernal galope y dio paso al uniforme ronroneo del motor, cadencioso hasta el sueño. Pero los del hueco, en vez de alegrarse por el grato cambio, quedáronse azorados ante la sorpresa de verse marchando sobre ruta, lo cual consideraban una locura.

     Ahora, para colmo, por las rendijas de las tablas llegaba cierta claridad sólo atribuible al reflejo de las luces, de las que venían prescindiendo como lógica medida de extrema vigilancia. ¡Qué bárbaro! exclamaron a una sola voz. O a don Cátulo poco le importaba que cayeran, o resolvió, en vista de las dificultades que tuvo, jugarse por entero sin tomar en cuenta el peligro no sólo a la propia vida. Pero ni Dalma ni Pablo, aún sofocados y preocupados, podían evitar que la laxitud venciera sus nervios y el sueño los dominase poco a poco. Así, dejaron de sentir, dejaron de padecer.

     Bien pasada la media noche, el camión corría sin contratiempos. Don Cátulo empezaba a tranquilizarse pensando que todo el mundo dormía; que hasta los sigilosos pyragüés, en armas, a esa hora estarían en brazos de la amada sombría, sendas caramañolas por almohadas. Empero, cuando ya la brisa madrugueña, pese al sueño que lo agobiaba, le insinuaba el retorno de su paz habitual, una descomunal descarga abatió su ilusión sacudiendo de repente cielo y tierra. Y enseguida un paralizante grito: ¡Allltoooo!

     A don Cátulo Mencia se le subió toda la sangre al cuero cabelludo. Pisó violentamente el freno y la arena llovió en el hueco

     ¡Pare el motor!

     -¿A dónde va?

     -¿A esta hora?

     -¡Su documento!

     -¿Por qué viaja de noche?

     Caían preguntas como latigazos. Las respuestas del conductor eran tan tenues que los del hueco apenas pudieron oír la última:

     -Se me descompuso el camión.

     Bastaban como pruebas las manos negras, relucientes de grasa a la luz de las linternas, pero el milico que mandaba ordenó inspeccionar el vehículo.

     Un hombre trepose por la parte trasera. Los zapatones hendieron la arena y haces de luz de linternas pasearon vanamente por todas partes. Sobre la superficie, el viento arremolinaba suavemente el polvillo ingrávido. Y el hombre bajó de un salto con ruidos de cerrojo al tocar tierra. Luego, la patrulla partió. Hay tiempos en que los milicos no pueden imaginar a una pareja con vida, palpitante de esperanzas, bajo un espeso colchón de arena. Después, el ronroneo de la máquina siguió sobre la ruta. Al rato, pasado el susto y vuelto el sueño, Dalma y Pablo fueron perdiendo la noción del tiempo y hasta del peligro.

     Don Cátulo Mencia llegó al paraje convenido muy de madrugada. Viró el camión hacia unos bosquecillos desde donde se veía a lo lejos espejarse la franja plata del río, frontera natural del país, frontera también de la muerte o la vida según la suerte. Los aromos crecidos al borde de los bañados ponían un festón plomizo al paisaje nocturno. La abertura trasera del camión se abrió, y mientras la arena se escurría lenta, el viejo bebía a pulmón pleno el oloroso viento de la ribera. Todo era calma en ese redondel donde las estrellas del alba parecían más altas. Él, don Cátulo Mencia, camionero a su madura edad, sin otra esperanza que seguir tirando con ese viejo vehículo, fue de pronto capaz de arriesgarlo todo, hasta la propia vida, en favor de un tipo cuyo ideal no llegaba a comprender y de una mujer que lo seguía por amor. Lo impelía más palabra empeñada, más hombría que convicción. ¡Él, en trance heroico, salvando vidas rebeldes! Cada vez menos comprendía cómo pudo asumir semejante compromiso. Ya despejada la abertura, metió la cabeza y anunció: ¡Hemos llegado, a Dios gracias! Mas no tuvo respuesta. Vamos apúrense, tendrán que cruzar el bañado antes del amanecer.

     Estarán dormidos, pensó el viejo bostezando. Pero luego de insistir con igual resultado entró a sospechar lo peor. Y a tirones violentos los bajó sobre el pasto. La asfixia estaba a punto de acabar con ellos. Por fortuna, en esos parajes nunca falta el agua, aunque turbia. Don Cátulo se largó a buscarla y a poco sus zapatones atropellaron el primer charco. Con ayuda del agua y con flexiones y masajes, que por suerte algo de eso conocía, logró salvarlos. Y diose prisa en dar manija al camión.

     -Tienen que cruzar el bañado enseguida. ¡Buena suerte!

     Y diciendo así, aceleró y partió. Dalma y Pablo se desplazaron de a poco ganando el montecito a fin de reponerse sin sobresaltos en tanto el zumbido lejano del camión diluíase en la húmeda madrugada.

     A unos pasos comenzaba el bañado, valla tendida a lo largo de la ribera, imprecisa, desconocida, ancha casi un kilómetro. Bien podía constituir el umbral de la libertad, bien la trampa. Detrás, reptil dormido, ojos líquidos, piel fosfórica, majestuoso en la apacible sombra, el río.

     Pudiendo apenas tenerse parados, deslizábanse paso a paso entre la maleza por un falso sendero bloqueado por los riachos cubiertos de zarzas y camalotes, en una nueva lucha no bien conocida todavía pero ya temible, abatidos por los dolores y el cansancio pero avanzando, avanzando, empujados por una renovada ansiedad, nuevamente en busca de supuestos amigos, supuestos salvadores a quienes no conocían y bien podían resultarles lo contrario. Dalma supo de tales amigos merced a confidencias de cierto marinero herido que decía ser rebelde y cuya buena fe no podía comprobar.

     Avanzaban con penuria creciente. Caminaban a tientas entre la breña y el agua plagada de alimañas, prendidos uno en otro, él cargado en el hombro de ella ya sostenida más por voluntad que por fuerzas, cuando de repente, el herido dio un grito de dolor, quedando atrapado por un fiero calambre a la pierna enyesada. Y ese percance lo irritó hasta el punto de perder la moral, gimiendo tirado en el barro, como un niño. Dalma trató de apaciguarlo, pero él no cesaba de quejarse y culparla de haberlo arrastrado por ese camino inmundo. Ella tragó su amargura. No podía enfadarse con el compañero cuyo estado de ánimo comprendía. No te impacientes, le repetía, por favor, estamos a punto de llegar. Y sintiendo que su propio abatimiento estallaba, que su desazón llegaba al llanto, alejose a largos pasos diciendo con voz tiplada: Esperame un momento; ya vuelvo.

Ahora, Pablo se reprochaba dolorido por la herida tontamente infligida a su compañera, en tanto forcejeaba con ayuda de la muleta procurando ganar una parte menos pantanosa, donde al fin dejose caer con más ganas de sepultarse allí que seguir arrastrando su empeorada invalidez, dominado cada vez más por la infección y los horribles tirones, estregándose los ojos que manaban agua caliente y viscosa, debida más que al haber llorado, a la arena y la fiebre y escupiendo el veneno que exudaban sus bronquios tapiados de fango. Tanto solía repugnarle otrora el desear la muerte, mas en ese momento de extrema debilidad, tal vez le pareciera lo mejor. Y quién sabe si no le andaría cerca. Por primera vez, desde la derrota rebelde, sentíase del todo bloqueado por esa obstinada sombra que lo rondaba. Y en medio de ella, nada veía claro salvo la propia osamenta. Siendo parte orgánica y sensible de esa derrota y no obstante sus atroces padecimientos, nada había logrado doblegarlo; nada, aún cuando los de su alma fueran insoportables; nada hasta ese límite de lamentable delirio en que había caído.

     Los pasos de Dalma que venciendo el sofoco regresaba le dieron de pronto una viva sensación de alivio. De veras, pues, la necesitaba. Y esa certidumbre lo llamó a la reflexión.

     Dalma regresaba. Llegaba exclamando con entusiasmo: ¡Pude ver fuego y oír voces; llegaremos antes del amanecer!

     Pablo se amasajaba el resentido tendón de la pierna lisiada. Le extrañaba que tratándose de gente amiga, le fuese posible cierta vida normal en una zona controlada. Creo, le dijo a Dalma, que más vale andemos con cuidado. Pablo razonaba. Evidentemente, la crisis nerviosa había pasado. Dalma lo besó. Su buen humor contribuyó a serenarlo. No sin esfuerzo, trató de ser objetivo. Pero ante sus ojos no había más que sombras. Él mismo, Dalma, sólo sombras confundidas con la maleza. Él, de dolor; ella, de esperanza, pero sombras. Él, sin embargo, nuevamente pugnaba por ahogar la ponzoña que la muerte inoculaba sin prisa en sus venas; ella, por su parte, no cesaba un minuto su denodado estímulo a ese penoso avance hacia la salvación. Él adujo:

     -Si no me equivoco, estamos nuevamente en zona militar. Se ve reflejos como de linternas. ¿Por qué elegirían un sitio así?

     -Precisamente porque siendo zona prohibida representa un refugio. ¿No te parece? Los que siguen dentro del perímetro son los que merecen confianza. Gracias a eso podemos valernos de ellos.

     -A esta altura, nadie que esté con ellos merece confianza.

     -No confundas, querido. Al que ayuda a cruzar sólo le interesa su negocio. No lo hacen por amistad. Sin embargo, puede haber entre ellos algún amigo.

     -De acuerdo, pero tratándose de uno como yo cuya cabeza vale diez mil...

     -No creo que la noticia haya llegado todavía hasta aquí. Además, es fácil hacer que no te reconozcan. ¡Ánimo, Pablo! Avancemos, no perdamos tiempo. Debemos aventurarnos, tener fe, así como un día, conociéndome casi nada, tuviste fe en mí.

     Reanudaron la lenta marcha, él cada vez más colgado del hombro de Dalma y de la muleta.

     -Todos somos distintos, pero en algo nos parecemos, el corazón.

     -A vos te miré con amor desde el comienzo. Ellos nos mirarán con miedo.

     -Todos tenemos miedo, pero sin la ayuda de alguien no estaríamos aquí, a dos pasos del río.

     -Tenés razón. Siempre tenés razón. En cuanto a mí, perdoname que te lo diga, lo que más temo en este momento es perderte. Comparto tus escrúpulos de militante, pero estoy seguro de que caerás si te vas de vuelta. Vos dijiste: «Todos tenemos miedo». Pues bien, ése es mi miedo mayor.

     -Tenés que compartir mi fe. Siempre habrá un después, mi adorado Pablo.

     Pero en el pensamiento de ambos, la oscura frase martillaba con ritmo de pies cansados, con agobio de espaldas dilaceradas, con jadeo de sofocadas gargantas: Todos tenemos miedo... todos tenemos... miedo... todos tenemos... miedo... La crueldad desfiguraba a todos. No solamente los rebeldes estaban vencidos. Lo estaban la tradición de hermandad, la tradición de hombría, la esencia de la raza. Vencedores y vencidos respiraban odio y miedo; odio y miedo que se cobraban un espantoso tributo cotidiano. Los harapos del mentado coraje nativo eran salvados por muy contadas aunque gloriosas excepciones como Dalma.

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- II - LA FUGA

- III - LA PALABRA EMPEÑADA

- IV - DE LA PESCA Y LOS PESCADOS

- V - ENTRE EL AMOR Y LA MUERTE

- VI - EL PRECIO DE LAS HORAS EN SOMBRA

- VII - EL DIENTE DE ORO

- VIII - DE SORPRESA EN SORPRESA

- IX - PERPETUA MEDIA NOCHE

 

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