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HISTORIOGRAFÍA - CRÓNICAS DE AUTORES PARAGUAYOS

  HISTORIA DE LOS ABIPONES - VOLUMEN III (Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER)

HISTORIA DE LOS ABIPONES - VOLUMEN III (Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER)

HISTORIA DE LOS ABIPONES - VOLUMEN III

Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER,

Traducción de la Profesora CLARA VEDOYA DE GUILLÉN

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE

FACULTAD DE HUMANIDADES

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

RESISTENCIA (CHACO) - 1970

 

 

La publicación de la traducción castellana de estos relevantes tres tomos, que recoge un tesoro de información sobre la vida, la lengua y la historia de los abipones, se debe al esfuerzo de la Universidad del Nordeste - Resistencia, y complementa otros títulos sobre la historia del Gran Chaco. Las crónicas de Dobrizhoffer han inspirado a Robert Southey a escribir el poema “A Tale of Paraguay”, publicado en Londres en 1826. El poema consta de cuatro cantos, con un total de 224 estrofas de nueve versos. Anota Efraím Cardozo: "comprende todas las facetas del complejo cultural abipón; se adentra en su psicología, escarba sus orígenes étnicos, analiza su organización familiar, sus juegos, vestimenta, bebidas, higiene, y se asoma al mundo de las hechicerías y supersticiones". Lafone Quevedo escribió a su vez: "Confieso que Dobrizhoffer me ha dejado enamorado de los abipones, ni quiero preguntar si es cierto todo lo que dice, y como los abipones son los primeros indios que van desapareciendo, prefiero suponer que por mejores les sucederá así". Sin ser una novela, ni mucho menos, tiene todo el atractivo de la novela: y a pesar de estar escrito en un latín rústico y de sacristía, lleno de cláusulas pedregosas y de párrafos expresados a la alemana, subyuga al lector y no le deja abandonar la lectura, una vez comenzada. Martín Dobrizhoffer nació en Friedberg, Alemania Occidental en 1718. Había terminado los estudios humanísticos a los 18 años cuando ingresó en la Compañía de Jesús, en octubre de 1736. En Viena estudió lógica o primer año de filosofía, y acabado el trienio en este estudio, fue destinado al Colegio de Linz, donde enseñó latín y griego, en los cursos inferiores. Al año, fue destinado al Colegio de Steyer, y, durante medio año, fue profesor de sintaxis latina, y durante la otra mitad del curso, enseñó también retórica. En 1747 y 1748 le hallamos en Gratz, cursando teología, y como ayudante del director de la Congregación Mariana de los estudiantes mayores, cuando, a su pedido y en vísperas de su ordenación, fue destinado al Río de la Plata. Hombre de buenas fuerzas físicas, reservado, de buen criterio y espíritu, nos dicen que era apto para enseñar y para gobernar. Esas dotes lo hicieron elegible para misionero entre infieles. No llegó a ser lo que él había deseado y lo que de él esperaban sus superiores, aunque haya sido un hombre heroico, un varón santo y un gran historiador, etnógrafo y filólogo. Durante dos años estuvo con Brigniel en el pueblo de San Jerónimo, y allí aprendió el abipón y el medio de doblegar a los belicosos indios abipones. Destinado a la reducción de San Fernando, ubicada donde en la actualidad se halla la ciudad de Resistencia, capital de la provincia del Chaco, subió Dobrizhoffer desde lo que es ahora Reconquista, por río a su nuevo destino. También se encontró allí con otro alemán de la pasta de Brigniel, el P. José Klein. "Lo que trabajó y sufrió durante unos veinte años, asevera Dobrizhoffer acerca de Klein, es cosa más fácil de ser imaginada que de ser escrita. Pudo vencer todos los peligros y miserias, despreciando los primeros con gran valentía y sufriendo las postreras con indecible paciencia. Gracias a los subsidios, que anualmente recibía de los indios de las Reducciones Guaraniticas, pudo establecer una magnífica estancia sobre la costa opuesta del Paraná. Con los productos de la misma se alimentaba y vestía toda la población" "El pueblo estaba rodeado de esteros, lagunas y bosques demasiados cercanos; el aire era ardiente de día, y de noche; la casa del Juegos de Carros misionero era tal que no tenía ventana alguna, aunque sí dos puertas y con un techo de palmas, tan mal hecho, que llovía adentro igualmente que afuera. El agua potable se sacaba de una zanja vecina donde todos los animales bebían y a donde iban a parar no pocas basuras del pueblo." "Mi mal comenzó por no poder dormir, a causa de los mosquitos. Me levantaba de noche, me ponía a caminar de un extremo a otro del patio. Así no dormía, y tampoco podía comer. Me puse tan delgado y pálido que parecía un esqueleto, revestido de piel. Se opinaba que no viviría yo sino dos o tres meses más, pero el Provincial me salvó la vida, enviándome a las tranquilas y encantadoras Reducciones Guaraníticas". Una vez restablecido, se le destinó a la nueva reducción de indios Itatines y Tobas, llamada San Joaquín de Tarumá (entre los ríos Monday y Acaray), al este de la Asunción, donde actuó durante seis años. La reducción, aunque distante como cuarenta leguas al norte de los pueblos de Guaraníes, era un oasis, en comparación con los turbulentos pueblos de Abipones. En 1763, cuando ya existían las reducciones abiponas de Concepción, San Jerónimo y San Fernando, se fundó una cuarta mucho más al norte, sobre el río Paraguay y en lo que es ahora la Provincia de Formosa. Una parcialidad de Abipones, cansados de sus guerras contra los españoles, y contra los guaraníes de las Reducciones, enviaron a tres delegados para pedir al Gobernador de la Asunción que les formara pueblo y diera misioneros. José Martínez Fontes, que era Gobernador a la sazón, acogió el plan con entusiasmo y sobre todo el comandante Fulgencio Yegros aplaudió y apoyó la idea. Esta reducción se llamó de San Carlos, o del Timbó, o del Rosario, que con los tres apelativos fue conocida. Allí se asentó Dobrizhoffer, en aquella soledad, rodeado de salvajes y de fieras, "confiando tan solo en la protección de Dios", y con algunos presos paraguayos que le habían acompañado desde la Asunción, obligados a trabajar en la construcción de la iglesia y casas. A fines del año 1765, como queda dicho, o a principios del siguiente, volvió Dobrizhoffer a la reducción de indios Itatines, denominada de San Joaquín, donde había estado años antes y asumió el gobierno de la misma "Entre éstos neófitos Itatinguas del pueblo de San Joaquín pasé primero seis años y después otros dos (1765-1767) no sin placer y contentamiento de mi parte". Las tribulaciones sufridas en el Timbó, y los sucesos adversos de 1767-1768 (expulsión de la Compañía), le postraron en el lecho, e impidieron embarcarse con los otros 150 jesuitas. A fines de marzo del año 1768 pudo Dobrizhoffer unirse, a bordo de la fragata La Esmeralda, con sus hermanos de religión. Dobrizhoffer y los demás jesuitas alemanes fueron recluidos en el convento de los Padres Franciscanos en Cádiz, y de ahí partieron, unos con rumbo a Holanda, y otros en dirección a Italia. En agosto de aquel mismo año de 1769, llegó Dobrizhoffer a su querida ciudad de Viena. Desde el primer momento, se alojó en la Casa profesa que, en esa ciudad, tenía la Compañía de Jesús, y comenzó a trabajar con ardor y asiduidad en todos los ministerios espirituales, pero muy particularmente en la predicación. La reina María Teresa, que conoció y trató a nuestro ex - misionero, gustaba grandemente de su conversación, y de oírle contar sus peripecias y aventuras en tierras americanas. Fue ella quien indujo a Dobrizhoffer a poner por escrito sus recuerdos y dar al público las valiosas noticias etnográficas e históricas que tenía atesoradas en su privilegiada memoria. Felizmente cumplió Dobrizhoffer los deseos de la cultísima reina y, entre 1777-1782, escribió su “Historia de Abiponibus” en tres nutridos volúmenes, aunque no llegó a publicarla hasta el año 1784. (extractos de la advertencia editorial del Prof. Ernesto J. A. Maeder y de la noticia biográfica del Académico R. P. Guillermo Furlong S. J.)

 

HIPERVINCULOS CON LA EDICIÓN DIGITAL EN LA BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY ( www.bvp.org.py )

 

Capítulos del I al X(198 kb.)

Capítulos del XI al XXIII- (207 kb.)

Capítulos del XXIV al XXXVII- (177 kb.)

Capítulos del XXXVIII al XLVI- (285 kb.)

Indices Onomástico, Toponímico y de Voces Indígenas.- (101 kb.)

 

 

VOLUMEN III

 

Capítulo I - Sobre el odio mortal de los abipones hacia los españoles y sobre algunos de sus aliados mocobíes.

Capítulo II - Porqué motivo llegarían a tener plena posesión de los caballosy cómo en virtud de éstos se harían temibles para sus vecinos.

Capítulo III - Cuántas crueldades soportarían las ciudades de Santa Fe y Asunción.

Capítulo IV - Cuán dañinos resultaron los abipones para las misiones guaraníes.

Capítulo V - Lo realizado por los abipones en el campo de Corrientes.

Capítulo VI - Sobre las excursiones de los abipones contra los pueblos de Santiago del Estero.

Capítulo VII - Sobre las excursiones de Francisco Barreda, jefe de los santiagueños contra los abipones y los mocobíes.

Capítulo VIII - Sobre algunas fallas de los soldados santiagueños, sus oficiales y jefes de caballería.

Capítulo IX - Sobre las atrocidades de los abipones contra los cordobeses.

Capítulo X - Expediciones de los cordobeses contra los abipones.

Capítulo XI - Constantes esfuerzos de nuestros hombres para llevar a los abipones a la obediencia del rey y a la santa religión.

Capítulo XII - La reducción fundada para los mocobíesy luego, la ocasión de las reducciones de abipones.

Capítulo XIII - La primera reducción de San Jerónimo, fundada para los abipones Riikahés.

Capítulo XIV - Las cosas más dignas de recordar acerca de Ychoalayy Oaherkaikin, autores de la guerra.

Capítulo XV - Más cosas en alabanza de Ychoalay.

Capítulo XVI - Sobre la incursión hostil que intentó Debayakaikin con sus bárbaros federados contra la fundación de San Jerónimo.

Capítulo XVII - Otras expediciones realizadas por Ychoalay contra Oaherkaikin y los demás abipones nakaiketergehes.

Capítulo XVIII -  Nuevas perturbaciones de la fundación que siguieron a la victoria obtenida.

Capítulo XIX - Ychoalay, junto con los españoles toma el ejército de los abipones enemigos; otras veces pelea exitosamente con Oaherkaikin.

Capítulo XX - Todo el pueblo abipón es reunido en tres reducciones. Pero desgraciadamente distribuido entre los guaraníes por una guerra con españoles.

Capítulo XXI - Expedición de los españoles contra los abipones salteadores.

Capítulo XXII - El cacique Debayakaihin es muerto por Ychoalay en combate, y su cabeza suspendida de una horca.

Capítulo XXIII - Origen y comienzos de la reducción de abipones llamada de la Concepción de la Divina Madre.

Capítulo XXIV - La fuga y la vuelta de los abipones de la Concepción.

Capítulo XXV - Vicisitudes y perturbaciones de la reducción.

Capítulo XXVI - Mi viaje a la ciudad de Santiago por asuntos de la reducción.

Capítulo XXVII - Mis gestiones en Santiago. Viaje de nuestro cacique Alaykin hasta el gobernador de Salta.

Capítulo XXVIII - La repetiday molesta vuelta a mi reducción.

Capítulo XXIX - Constantes turbaciones de la reducción de Concepción.

Capítulo XXX - Llegada de Barreda. Traslado de la fundación al río Salado.

Capítulo XXXI - Calamidades y perpetuas mutaciones de la nueva reducción fundada junto al río Salado.

Capítulo XXXII - La reducción habitada por abipones yaaukanigás, llamada de San Fernando o San Francisco de Regis.

Capítulo XXXIII - Progresos de la fundación de San Fernando, retardados por Debayakaikin.

Capítulo XXXIV - Nuevas perturbaciones provocadas desde afuera y por los mismos pobladores.

Capítulo XXXV - Origen y ubicación de la reducción llamada del Sauto Rosarioy de San Carlos.

Capítulo XXXVI - Los comienzos de la fundación.

Capítulo XXXVII - Increíblesy varias calamidades sucedidas a la fundación.

Capítulo XXXVIII - Continuos tumultos de guerra.

Capítulo XXXIX - Distintas incursiones de los mocobíesy tobas.

Capítulo XL - La peste de las viruelas fue semilla de nuevas calamidadesy ocasión para nuevas agrupaciones.

Capítulo XLI - Cuarenta jinetes españoles, unidos a los abipones, atacan a numerosos grupos de tobas.

Capítulo XLII - Preocupaciones de los abipones por la venganza de los tobas. Contagio de la fiebre terciana.

Capítulo XLIII - Asalto de seiscientos bárbaros el 2 de agosto de 1765.

Capítulo XLIV - Corolario de este asunto. Controversia sobre la llegada a América del Apóstol Santo Tomás.

Capítulo XLV - Cuán arduo resultó llevar a los abipones a las misiones y a la religión de Cristo.

Capítulo XLVI - Frutos no escasos recogidos en las misiones de abipones, pese a haber esperado otros mayores.

 

Capítulo XXIV

LA FUGA Y LA VUELTA DE LOS ABIPONES DE LA CONCEPCION/217

 

El curso de los acontecimientos fue sumamente favorable durante los primeros meses en la nueva fundación. Todo transcurría seguro y tranquilo. Pero una súbita tempestad e infeliz naufragio siguieron a tan gran calma. Llegaron hasta los abipones rumores nada vagos acerca de la idea que tenían los españoles de trasladar la fundación y mover sus límites más cerca de la ciudad. Considerando que tal vecindad de los españoles les resultaría peligrosa para sus vidas cuando menos para su libertad, comenzaron a pensar en la fuga, sin que los Padres recelaran semejante cosa. El mismo día en que partían, Alaykin se presentó al Padre Sánchez diciéndole que él y todos los suyos estaban listos para partir y le dice que él conoce el motivo de tal decisión aunque no se lo manifiesta. Pide que les sea concedido un rebaño de ovejas de dos mil cabezas. El Padre queda tan asombrado como asustado con el imprevisto anuncio y no pudiendo retener a la tribu ya montada en los caballos, les concede de buena gana el rebaño de ovejas para que no robaran los demás ganados y porque consideraba un mayor beneficio salvar la vida propia y la de sus compañeros. Todos los indios se fueron al momento pero quedaron escondidos tres abipones de reconocida audacia para matar esa noche a los Padres de la fundación, saquear el templo y alzarse con el bagaje. Pero, como ya escribí en otro lugar, Ychoalay llegó ese mismo día en auxilio de los Padres, de los instrumentos sagrados y domésticos y los condujo/218 hasta San Jerónimo. El Padre Lorenzo Casado se volvió a la ciudad de Santa Fe con el guardián del ganado, de donde fueron enviados mensajeros a las ciudades de Córdoba y Santiago para que anunciaran la fuga de Alaykin. En ambas ciudades se produjo gran alboroto, pues nadie dudaba de que los bárbaros, nuevamente funestos, repetirían sus latrocinios. Desde entonces se levantó una pequeña fortaleza de los cordobeses tal como hoy la vemos en el Campo del Tío (un lugar entre Córdoba y Santa Fe) hecha de ladrillos cocidos para defenderse contra las incursiones de Alaykin.

José Sánchez esperaba en San Jerónimo ansioso la llegada de Barreda con un grupo de santiagueños, no dudando que éste, en conocimiento de la fuga de Alaykin, haría volver a los fugitivos, o si éstos se negaran, los reduciría por las armas. No pasaron muchos días cuando se vio humo hacia el cielo de la ciudad de Santiago que anunciaba la marcha de soldados que se acercaban, entonces se dirigió a caballo a la desierta reducción de Concepción acompañado por un indio cristiano. Fue observado en el camino por algunos abipones que deambulaban por una selva y determinaron darle muerte en la reducción abandonada; como no podía conciliar el sueño en la cama a causa de las pulgas, se acostó a descansar echado en el suelo en el patio de la misma casa sin más compañía que la del indio sirviente. Cuando los dos estaban dormitando irrumpieron en el lugar tres bárbaros; uno de ellos ya empuñaba la lanza para, asestar el golpe fatal al Padre quien despertado casualmente tomó el fusil y puso en fuga al agresor con sus dos compañeros. Así como Hércules salió vencedor contra dos adversarios, éste, solo, fue capaz de ahuyentar a tres/219 mostrándoles solamente el fusil. Y así ahorró tanto la pólvora como la vida de los asaltantes. Y comprendiendo que no se veía ni la sombra de un jinete santiagueño regresó ileso a San Jerónimo. Pasaron no pocas semanas hasta que Barreda llegó por fin con algunos cientos de sus jinetes. Colocando defensas a la vista de la colonia desierta, delega a Landriel, ya ponderado por mí, con unos pocos para que vaya al campamento de Alaykin que se hallaba muy lejos. Este, como era conocido y querido por los abipones, les perdona la fuga en nombre de Barreda con la condición de que vuelvan sin demora a la reducción abandonada. Los convence de que los temores que los habían inducido a tal actitud eran vanos; que los rumores sobre el traslado de la fundación a otro sitio eran fútiles y ficticios. Les cuenta que su amigo Barreda, cargado con regalos para los dóciles, se acerca rodeado de un formidable número de soldados. Prefieran, si son sabios, tenerlo de amigo antes que de enemigo; y atempera prudentemente las amenazas con promesas y las promesas con amenazas. Los abipones se entregaron a los argumentos de elocuencia del buen hombre (hablaba por medio de un intérprete) y deponiendo su temor volvieron al antiguo lugar de la reducción acompañados por Landriel. Barreda no sólo abrazó amistosamente a los que volvieron, sino que los obsequió liberalmente con los acostumbrados regalitos. Dirías que desconocía o había olvidado la reciente deserción. Todos los buenos admiraron la prudencia del varón que trató a los bárbaros, aunque culpables, con la suavidad de los niños. Estos en verdad, más propensos a los chiches que a las amenazas y a los golpes, si se apartan del camino recto, son encaminados a los mejores frutos. Hubo/220 otros que abiertamente criticaron no sin orgullo a Barreda su debilidad para con los prófugos. Estos guerreros que encanecieron entre las paredes de su casa y que a diario lucharían solo contra los mosquitos y las pulgas parecían Catones, desconociendo lo que podrían los abipones airados en la guerra.

Barreda debe ser elogiado por haberse abstenido de un rigor inoportuno, pero acaso sea digno de censura porque más blando que justo ofreció a los jefes abipones cosas que nunca pudo darles. Los abipones envalentonados por la indulgencia de los españoles y creyendo que éstos los temían, se mostraron más osados que antes. Valga un ejemplo por todos: Barreda abandonó la reducción llevando algunos bultos de tela de lana que distribuiría entre los guardianes del ganado, los conductores de las mercaderías y los españoles acaudalados ya que entre éstos no es abundante ni común esta tela. Los abipones, llevados por engaños de las cautivas, creyeron que Barreda destinaba esta tela para sí y hablaban de matar al Padre si no les daba. Como pasaran las noches sin dormir entre el estrépito de una orgía, el Padre temió que los borrachos prosiguieran deliberando acerca de su muerte; y pensando en su seguridad, al día siguiente entregó a los bárbaros, ávidos y temibles, toda la tela que tenía en su casa. Pocos días después llegué hasta allí desde San Javier por orden del Provincial, acompañado en el viaje de tres días por quince mocobíes. Y me asombré cuando vi que se me acercaba una multitud de jinetes abiponesy otros muchos vestidos con ropas de estos colores. Esta llegada provocó sospechas de insidia y hostilidad. Completamente rodeado por los jinetes abipones y casi oprimido por ellos, llegué a nuestra casa. [pos. aprox:/221]

El Padre José Sánchez, cuando me vio, corrió a abrazarme. Su figura y el aspecto de su cuerpo y de sus ropas me dieron primero temor, después conmiseración. Cubierto con un sombrero de paja, con una sotana desaliñada, gastada por el uso y casi sin color; una barba más negra que una pez, espesa y larga, en sus ojos se dejaba ver la aflicción de su alma. "Soportaría una vida más tolerable cautivo entre los moros – me decía – que entre estos bárbaros que me rodean". Estos lamentos fueron su saludo. ¿Acaso yo tendría ánimo para esto?

Al entrar en su pieza, siempre estaba rodeado por una turba, uno de ellos metía ávidamente sus manos en un cofrecillo que saqué con las cartas del Obispo que había traído para el Padre; no solo curioseaba todo, sino también con idea de robar algo si hubiera podido burlar mi vista y si la reverencia de los circunstantes no lo hubiera cohibido. Después de una breve charla, toda la calle se llenó del sonido de las trompetas, de relinchos de los caballos, de gritos de las mujeres. Cuando les pregunté el motivo de todo esto, me contestaron que los mocobíes bárbaros se acercaban. Por aquel tiempo se desató una tormenta de truenos y las tinieblas de la noche multiplicaron su horror. "¡Ah! – me dijo el Padre – todos los días tenemos que vivir entre estos tormentos. A ellos, quieras o no quieras te conviene acostumbrarte". Allí tuve como habitación un vasto tugurio de palos, paja y barro o mejor dicho pasto seco por techo, una tabla por ventana,y otra sin cerradura por puerta, una madera apenas pulida por mesa, una piel de vaca suspendida de cuatro ramas por lecho y tierra taladrada por las hormigas en todas partes como piso. Me/222parecía que había entrado en una cárcel, no en una pieza. Grandes grietas en las paredes y en el techo permitían el fácil acceso, tanto del viento, el polvo, la lluvia y el sol como de serpientes, mosquitos y sapos. Es increíble cómo día y noche se sacudían las palmas que sostenían el techo carcomidas por los gusanos que llenaban de un polvo amarillento los ojosy las orejas. De un golpe se desprendió un tremendo pedazo de barro de unas treinta libras de una pared y hubiera sido mas grande si no hubiera sostenido otro pedazo con mi cuerpo. Sobre la comida ¿qué diré? se limita a carne de vaca al almuerzo y a la cena todos los días. Si encontrábamos un grano de maíz, nos podíamos considerar epulones. Y no nos quedaba tiempo para cultivar los campos o la huerta porque debíamos defendernos constantemente. Pan, ni soñarlo nunca. Agua, el río nos la proporcionaba. Vino, hasta el necesario para el Sacrificio nos faltaba muchas veces. Y no debe atribuirse a nuestra negligencia esta carencia de las cosas más necesarias, porque hay que recordar que la ciudad de Santiago, donde debían conseguirse todas las cosas, distaba de nuestra fundación ciento setenta leguas, y Santa Fe, sesenta, y el camino se volvía intransitable por las molestias de las lagunasy por los peligros de los bárbaros que se nos cruzaban. Este era el aspecto de aquella fundación que fue para mí entre los abipones mi noviciado y palestra de paciencia durante dos años. Estas cosas resultan duras al europeo y casi intolerables; pero se suavizan con la misma costumbre y se endulzan con el recuerdo de Dios al que nos consagramos por propia voluntad en América. No solo la penuria de comida y de vivienda, sino más la volubilidad y dureza de los bárbaros nos acosaban.

 

Capítulo XXV/223

VICISITUDES Y PERTURBACIONES DE LA REDUCCIÓN

 

Todo nuestro empeño se dirigió a encaminar las mentes de los bárbaros hacia la civilización y las leyes de la santa religión. En ello pusimos todas nuestras industrias y cuidados. Pero nos lamentábamos de que los frutos no respondían a nuestros esfuerzos. Los abipones, exceptuando unos pocos, angustiados por eludir o atacar a diario a los enemigos, no solían prestar oídos ni hacer ningún esfuerzo. Día a día surgían nuevos desórdenes. Las antiguas enemistades con los mocobíes, aunque parecían superadas, recrudecieron una y otra vez con nuevas injurias. Con frecuencia se presentaban para robar tropas de caballos o matar a los que encontraban a su paso. Pocos días antes de mi llegada, uno de nuestros abipones mató con la lanza a dos de estos piratas, lo que los abipones atribuyeron más a la suerte que a la fuerza. No pasó mucho tiempo y numerosos mocobíes, deseando vengar la muerte reciente de los suyos, robaron un gran rebaño de caballos que estaban en campos apartados sin que nadie los sintiera. Dueños de los predios, y sin temer ya nada hostil, cruzaban la selva en rápida marcha cuando fueron vistos por unos abipones nuestros que estaban recolectando algodón por allí y oprimidos en súbito ataque unos fueron muertos, otros heridos y los demás puestos en fuga. Los nuestros, vencedores, hicieron su/224 entrada en la plaza de la ciudad según el rito de los triunfadores. Elevaban como trofeo los caballos que recuperaron o quitaron al enemigo. Vi que entre éstos era conducido un caballo bayo pequeño, que arrebatado por uno de los nuestros al jefe de los mocobíes, parecía el mejor porque estaba provisto de montura y adornado con plumas de avestruz, lo ostentaban en nombre de los demás despojos, además de arcos, flechas y una lanza muy larga que pertenecía también al jefe mocobí. Sólo uno de los nuestros fue herido con una pequeña herida, en el brazo por una flecha enemiga. Se llamaba Pabañari, era un joven valiente y fue el principal instrumento de esa victoria. De este incidente se hace evidente cuánto pueden unos pocos contra muchos desprevenidos o movidos por terror repentino.

Sin sentirse atemorizados por estas muertes adversas, los mocobíes repitieron los ataques tanto en grupos pequeños como grandes. El día de San José, al atardecer, un gran ejército de mocobíes se deslizó por los escondites de los bosques cercanos. Alguno de los abipones por casualidad descubrió sus asechanzas y advirtió a todos los demás. Avanzaban en una filay casi durante dos horas todo el campo se estremeció con las corridas de los mocobíes que huían y los abipones que los perseguían y resonó con el estruendo de las trompetas de guerra. Un grupo de débiles mujeres con sus hijos se escondió mientras tanto con grandes lamentos dentro del cerco de nuestra casa y yo era la única defensa apostado a la puerta. El calor de la negra noche y los truenos de una terrible tormenta del Sur, no sé que horror agregaban. Como yo no podía ver nada en tan gran oscuridad, ya estaba a punto de disparar un fusil cuando advertí cerca de la puerta, colgado de un escalón, al primer jinete. Cuando pregunté:"Miek akami?"/225 – ¿quién es? – reconocí por la voz que era Alaykin, el cacique de la reducción, que separándose de los demás había venido providencialmente para vigilar alguna posible insidia por la espalda. Se apagaron por fin las trompetas, y por el gran silencio en que quedó el campo, no me cupo duda que los mocobíes habían sido expulsados muy a lo lejos. Entré en mi pieza para dormir y no me había acostado todavía cuando se oyó un nuevo tumulto de jinetes en la plaza, nueva gritería, lamentos de mujeres en nuestra casa, casi creí que los bárbaros habían cortado cabezas por todos lados. Tomando las armas corrí a la calle. Los enemigos que habían querido huir en precipitada fuga hacia el Norte, perdidos por las tinieblas, se habían dirigido hacia el Sur, y habían sido conducidos por un grupo de abipones que los perseguían hasta la plaza misma. En medio de tantos gritos de perseguidos y perseguidores, no fue derramada ni una gota de sangre por estos héroes. Yo no sé. Lo que sí sé es que me pasé toda la noche insomne velando a la puerta de nuestra casa para tranquilizar a las viejas. Mi compañero que debía sucederme en la guardia estaba atacado por un acerbísimo dolor de muelas. Y en verdad me congratulaba de su ausencia, pues me resultaba más temible que ningún enemigo teniéndolo a mi lado, pues usaba un fusil roto que había que encender con un tizón. Llevaba para su fusil toda la pólvora que hubiera en la casa encerrada en un cuero de vaca, si llegaba a caer por casualidad una chispa del tizón ardiente en aquel cuero, nos mandaría a ambos hasta la luna. Muchas veces le aconsejé que preparara una caja para cada porción de pólvora como yo, pero nunca lo convencí. Por el fusil de este infeliz, podrás reírte de/226 los historiadores que tanto han mentido sobre las armas y los armamentos de los misioneros paracuarios. Canjeando un libro de un célebre autor que traje de Europa adquirí un fusil tan necesario para mí en los pueblos de los bárbaros; lo usé durante muchos años para defender a los habitantes y atemorizar, nunca matar a los enemigos. Juro que nunca toqué ni un pelo de un hombre, aunque volví de América con una gran cicatriz. Es digno de recordar aquel día en que fue burlada una nueva incursión de los mocobíes por nuestros abipones. Aquéllos fueron descubiertos a tiempo cuando meditaban el ataque a la fundación en un campo cercano. Nuestros abipones, salvo siete, estaban todos diseminados por las selvas dedicados a la caza, como suelen hacerlo. El cacique Alaykin, montado en un caballo y portando una lanza, comprendió su soledad. Mirando la ciudad vacía de varones: "¿Qué haremos? – me dijo – no tengo guerreros". Hamihegemkin, tan pequeño de cuerpo como grande de espíritu, respondió: "Como nos faltan varones y fuerzas deberemos pelear hoy con ingenio". Y sin demora se vistió con ropas de español y se fingió español. Y amenazó a los mocobíes con sus siete compañeros en rapidísima carrera. Estos, creyendo que se trataba de soldados santiagueños, prefirieron la fuga a la lucha Con este engaño se superó un momento difícil. Sería infinito si recordara todas las incursiones mocobíes de este tipo. Con frecuencia los bárbaros antes de atemorizarse, vuelven con más descaro, como las moscas. Cansan a otros y ellos se cansan.

Como los mocobíes comprendieron que estas expediciones de pequeños grupos les resultaban no sólo inútiles sino también nocivas, se resolvieron por fin atacar nuestra ciudad con todas sus fuerzas, oprimir a sus habitantes y matarlos de/227 un solo ataque. Atrajeron a su amistad y alianza por las armas a cuantos tobas, lenguas, mataguayos, malbalaes, yapitalakas y vilelas pudieron. Se reunió un gran número de bárbaros de todas las tribus. La mayoría, por la multitud de los aliados o por la superioridad de los jefes, pensó no tanto que se dirigían a la lucha, sino más bien a la victoria, y a un óptimo botín de todo tipo de ganado. Y en verdad se pusieron en camino una, y otra, y otra tercera vez; pero sea por falta de agua o porque los campos estuvieran anegados como una laguna, o porque los caballos se les extenuaran por el calor, debieron regresar. Aunque los enemigos no pudieran llegar a nuestra ciudad, sin embargo el rumor sobre su marcha y su gran número llegaba a nosotros y conturbaba los ánimos de todos más que su presencia. Como se dieron cuenta, de la desigualdad con tan gran ejército de bárbaros, poco a poco fueron abandonando la fundación con sus familias buscando seguridad en escondites conocidos. Sin embargo para no perder u oscurecer la fama de intrépidos que celosamente cuidan, algunos pospusieron su propósito de fuga a su temor. En todas las fundaciones yo he observado esta astucia de los abipones cuando se veían urgidos por el temor. Los muchos que se dispersaban eran suplidos por los pocos que quedaban envalentonados por el terroryel peligro. Estos nos llenaban todos los días los oídos con los funestísimos rumores de la próxima llegada del enemigo, de modo tal que nos viéramos en la obligación de permanecer en guardia ante la probabilidad de peligro por si alguna vez nos atacaran. A nadie le estaba permitido dormir sin vigilancia ni salir de la ciudad sin armas. El temor suele presentar los males más cercanos y todo se hace/228 sospechoso a los que están asustados, sobre todo entre los bárbaros de América, que, cuando menos se lo espera, hacen sus asaltos. De modo tal que todo es más peligroso cuanto más seguro y tranquilo parece. Aleccionado por frecuente experiencia, aprobé la sentencia de Cicerón: "Malo timidus videri, quam esse parum cautus, decía (18). A la permanente guerra con los enemigos de fuera, hay que agregar las luchas intestinas de abipones contra abipones. Las antiguas enemistades y divisiones de los abipones riikahes con los nakaiketergehes obstaculizaron terriblemente los progresos de las nuevas colonias. La vecina reducción de San Jerónimo por aquel tiempo era acosada por continuos tumultos, ya que Debayakaikin permanentemente la atacaba o amenazaba, tal como expuse en otro lugar. Ychoalay siempre turbó con ánimo implacable y acerbo a nuestro Alaykin porque se consideraba su enemigo y conocedor de las cosas que maquinaba contra los riikahes. No dejó de amenazarlo por los problemas que Alaykin ocasionaba a sus compañeros; pese a que se jactara de que él hacía eso por congraciarse con los españoles. Nos ayudará referir desde su origen el principio o las causas de estas discordias y desórdenes. Fácilmente quince meses después de haberse establecido en la reducción de la Concepción nuestros abipones, aunque "acostumbrados desde su juventud a las muertes y robos, no volvieron a provocar ningún daño a los españoles, custodios fidelísimos de la paz jurada. Pero así como un solo caballo fue la ruina de Troya, uno solo trajo la perdición a esta reducción: uno de los soldados españoles que nos había llevado dos mil vacas compradas por el gobernador de Santa Fe, robó a escondidas un caballo grande. El abipón dueño del caballo se lamentaba muchísimo de su pérdida y no sólo por venganza/229 sino también como compensación, una noche robó de los predios de Santa Fe catorce de los mejores caballos. Ychoalay tuvo conocimiento del hecho porque siempre mantenía vigilada nuestra misión; entonces se presentó con el español dueño de aquellos caballos y los condujo nuevamente a su casa sin que ningún abipón se le opusiera. Este hecho llevado a cabo no sin amenazas y mutuas injurias fue como trompeta de guerra, porque nuestros abipones apenas acostumbrados a la paz, fueron excitados nuevamente a repetir los robos de ganado.

Como comprendieron que Ychoalay, apoyado por los españoles no los iba a temer, los abipones más jóvenes recorrían los campos de Santa Fe en grupos para robar tropas de caballos, mientras nosotros ignorábamos esto porque los demás abipones destacados por su edad o por su posición no se oponían ni se atrevían a delatarlos pese a que la paz había sido firmada con todos, estableciéndose que se abstendrían totalmente de las rapiñas. Pero ¿qué iban a valer las palabras de los sacerdotes en estos bárbaros a los que de nada habían servido durante casi dos siglos las armas de toda la provincia para someterlos? Ychoalay, indignado por la noticia de los caballos que nuestros ladronzuelos habían robado una y otra, vez, voló a nuestra misión solo y casi desarmado aunque podríamos decir que iba armado de amenazas e indignación. Subido a su caballo a modo de tarima reunió a la multitud allí congregada para decirles que debían restituir los caballos a los españoles. La mayoría de los presentes lo desaprobó a gritos. El taimado Alaykin, con voz clarísima para que todos lo oyeran, lo insultó y su hijo Pachieke, cabecilla de los ladrones, en duelo singular lo hirió al tirarle una lanza ya que Ychoalay, desdeñando su juventud le había presentado el pecho desnudo. Enojado por estas cosas, se dirigió a nuestra casa, y/230 me decía: "Los tuyos no me oyen, ya que no los convenzo por las palabras los obligaré por las armas. Si al cabo de tres días no devuelven los caballos, volveré para pelear". Me apresuré a reunir en mi casa todos los guerreros que pude. Después de pasar la noche con nosotros volvió enfurecido a su pueblo. Fueron vanos los esfuerzos y exhortaciones con que procuramos aplacarloy apartarlo de su propósito. También nuestros abipones, con ánimo obstinado aunque les rogamos muchísimo, prefirieron intentar cosas extremas antes que devolver a sus dueños los caballos que habían robado y ya cada día se preparaban para la lucha. Para que el asunto no pasara de allí y presintiendo algo muy funesto, mi compañero José Sánchez se dirigió a San Jerónimo por caminos expuestos al ataque de los bárbaros para aplacar el ánimo de Ychoalay. Pero hubiera sido como contar un cuento a un sordo si el cacique de los mocobíes, Chitalin, que por entonces había llevado a San Jerónimo a sus tropas por temor a Debayakaikin, y ya cristiano no hubiera inspirado consejos más calmados al furioso Ychoalay. Y en verdad algo apaciguados, aunque no extinguidos los odios, aquella breve colma fue presagio de terribes tempestades, de las que ya hablaré en otro lugar.

 

Capítulo XXVI   /231

MI VIAJE A LA CIUDAD DE SANTIAGO POR ASUNTOS DE LA REDUCCIÓN

 

Tal era el estado de cosas por la que cruzaba la fundacióny sea por odios mutuos o por los ataques de los enemigos exteriores, parecía que cada día sería destruida. "Uno de nosotros – me decía el padre Sánchez – debe ir a Santiago para poner al tanto al gobernador de Tucumán y a Barreda del peligro que corremos, pedir consejo y, si lo hubiere, remedio para esta situación". El viaje, como sabéis, es de ciento setenta leguas llenas de molestias y de peligros donde fuera de los bárbaros errantes que andan en busca de botín, casi no encontrarás vestigios humanos. Además, cuando se piensa en estos viajes ya se prevé uno sofocado en las lagunas o deshecho por la dureza de los caminos. El, franca y amistosamente me recordaba estas cosas. Sin embargo, pese al temor que esto me producía, preferí ir como embajador a la ciudad antes que permanecer como custodia o defensa de la amenazada reducción. Porque pensé que si en ausencia de mi compañero fuera destruida, los españoles me culparían a mí. Pues lo habitual en los gobernadores de Paracuaria es que si los asuntos en las reducciones de indios salen favorablemente, reclaman toda la gloria para sí y reciben premios del Rey, pero si tienen curso funesto,/232 la atribuyen a la timidez o aspereza o dejadez de los Padres que las regentean. Considerando tales cosas, pensé que era mejor emprender el peligroso viaje antes que exponer mi fama y la del pueblo germano a la mordacidad de los murmuradores.

Inicié el viaje lleno de grandes dificultades con tres indios matarás, cristianos, pero más incultos que cualquier bárbaro. Hablaban la lengua quichua, desconocida para mí, y no sabían el español. A estos tres se sumó otro hijo de español y africana. Este había robado de un carro que conducía plata para los mercaderes de Perú dos mil imperiales españoles; fue puesto en un grillo en Santiago y se fugó de la cárcel; para que pagara su crimen el gobernador le ordenó que se presentara en nuestra reducción como guardián del ganado. Y te ruego que no creas que esto es raro. La misma ciudad nos había mandado otros cuatro homicidas, condenados a custodiar nuestros ganados. Aquel convicto de robo y fugitivo de la cárcel me resultó en el camino el más obsequioso. ¡Ah! ¡Qué excelente guardián y sirviente! Se dedicó a velar por lo que yo necesitaba. El camino que debíamos recorrer está lleno en su mayor parte de lagunas cubiertas por juncos y cañas altísimas que crecen enmarañadas a causa de las continuas lluvias; los caballos casi no podían vadearlas y eran constante motivo de tropezones por sus profundos pozos y montículos de hormigas escondidos debajo del agua. El resto del campo, cubierto de agua como un lago no nos dejaba lugar, ni para dormir de noche ni para pacer los caballos. Durante los tres primeros días de camino, una horrible lluvia nos molestó/233 día y noche. Las ropas, el mismo cuerpo, y hasta el breviario destilaban agua. Nuestra única comida era carne de vaca ya putrefacta que empezaba a llenarse de gusanos. Una vez que se calmó el cielo y comenzó a soplar un viento del sur, la carne puesta a secar colgada de una cuerda, despedía un olor tan fétido que ninguno de nosotros se atrevió a soportarlo ni de lejos. Pero como en tan vasta soledad no había ni esperanza ni abundancia de otras provisiones, debimos llevarnos esa carne, aunque podrida, para no morir de hambre. Los indios que nos acompañaban pescaron un enorme pez en el río Salado y se lo comieron solos, sin darnos una migaja, pese a que desfallecía de hambre; de ahí puedes deducir su inhumanidad. La lluvia caída durante tantos días hizo desbordar el río y su travesía no sólo nos resultó ardua, sino peligrosa. El cuero de vaca que usábamos a modo de barca para cruzar el río se había ablandado tanto por la lluvia de tres días, que si no lo hubiéramos afirmado por todas partes con ramas de árboles no hubiéramos podido usarlo. Y consideramos un favor y un milagro que hubiéramos podido escapar a los ojos de los bárbaros que por allí deambulaban. Pues, aunque por todas partes encontramos huellas recientes de los caballos que habían robado a los españoles, no fuimos descubiertos por ellos.

Los caballos que habíamos llevado en buena cantidad, después de tantas fatigas del camino, de nadar y pasar hambre, no soportaban ya ni la montura. Los vasos se les ablandaban por estar constantemente en el agua. En los últimos días, en el espacio de cinco horas, se nos murieron cuatro caballos; de tal modo estaban extenuados por la marcha constante en el agua. No negaré que me sentía increíblemente/234 fatigado de tanto andar bajo un cielo siempre lluvioso. Las ropas, siempre mojadas, pegadas al cuerpo día y noche, crean grandes molestias. Mis compañeros solían quitarse las ropas que llevaban para secarlas al aire o al fuego, quedando totalmente desnudos, lo que yo nunca pensé que me estaría permitido por las elementales reglas de pudor. El hambre de tantos días agostaban no poco nuestras fuerzas. A falta de toda otra comida, apenas probaba cada día unos bocados de esa carne pútrida como ya dije. Al décimo tercer día de camino llegué a un rancho abandonado y acosado por el hambre, aunque no encontré más que un melón y tres espigas de maíz, cuando los comí me pareció que revivía. Tardamos en total diez y seis días de viaje, y por fin vimos la ciudad de Santiago la víspera de la Pascua tres horas antes del mediodía, pero nos separaba de ella el río que llaman Dulce. Este, por la creciente anual, nadie había visto otra mayor en veinte años, se había desbordado de tal manera que resultaba temible hasta a los nadadores más diestros. Se dice que es alimentado por todos los arroyos de Tucumán. Tenía un curso rapidísimo y arrastraba enormes troncos de árboles y chozas arrancadas de sus riberas, que golpearían o romperían el cuero de vaca en que navegábamos. Debo al próvido Barreda el haber cruzado semejante piélago incólume, aunque no sin peligro y temor.

 

Capítulo XXVII

MIS GESTIONES EN SANTIAGO. VIAJE DE NUESTRO CACIQUE ALAYKIN

HASTA EL GOBERNADOR DE SALTA/235

 

Después de los saludos de costumbre, el Teniente del Gobernador Barreda, amigo mío como pocos, fue puesto diligentemente al tanto de los asuntos de nuestra misión, y consultado acerca de los remedios inmediatos que vendrían al caso. Pocos días después fue enviado un mensajero con cartas nuestras al gobernador de Tucumán, Juan Victorino Martínez del Tineo, con sede en la remotísima ciudad de Salta. Y otro fue enviado a Jujuy, donde suelen residir los guardias del erario real. Mientras ambos correos llegaban a uno y otro, permanecí en Santiago, aunque no ocioso. Mientras me ocupaba en los asuntos de la misión, me dediqué, casi a diario, a escuchar las confesiones de penitentes españoles y negros, máxime en tiempo pascual. Tengo la experiencia, también en tres sitios, de que se llegaban más a mí de todas partes, porque me sabían de paso y próximo a partir. El gobernador Martínez nos pedía en sus cartas que les mandáramos a Alaykin y a otros caciques abipones a Salta para que lo visitaran; esperaba que conversándoles afablemente, ponderándoles y regalándoles generosos dones, doblegaran sus ánimos. Y en verdad los bárbaros/236 son tan suspicaces como meticulosos y recelan de que bajo la amistad de los españoles se escondan engaños e insidias. Alaykin fue muchas veces invitado pero siempre se esquivó. Pero convencido no sé porqué motivos mientras yo estaba ausente en Santiago, de pronto se decidió y llegó allí con dos de los mejores abipones, y después de descansar tres días emprendió el viaje a Salta, sede del Gobernador. El previsor Barreda le hizo acompañar por dos españoles de los cuales uno le serviría como guía del camino y el otro como intérprete y ambos como defensores contra cualquier agresor. Este viaje fue aprobado de mala gana por Barreda y menos por mí. Porque si cualquiera de estos abipones llegara a morir atacado por los fríos frecuentes de esa zona rocosa, por la fiebre terciana que es sumamente frecuente allí por las aguas insalubres o por cualquier otra cosa, no hay duda de que todo el pueblo abipón proclamaría que murió por las artes maléficas de los españoles y de esa sospecha surgiría enseguida simiente de nuevas guerras. El primer día en que los abipones llegaron a Santiago pocos había que no les atribuyeran siniestras intenciones para con los españoles. El día de Corpus Christi se realizaba con solemne ceremonia la procesión con el Santísimo por las calles, y unos iban rezando con clara voz, otros cantando y otros como David frente al Arca danzando con toda modestia. Para sumarse al júbilo general se hacían explotar aquí y allí fuegos de artificios en las calles. Los abipones, ignorantes de las ceremonias de este tipo, pensaron que los españoles los recibían con tiroteos, pero yo los saqué de su error. Durante la procesión algunos daban vuelta con ridícula vestimenta de bufones (los paracuarios los llaman/237 Cachidiablos) y flagelaban ruidosamente a los plebeyos sobretodo si hubieran cometido sus faltas a escondidas o contra la modestia. ¿Qué pasaría si alguno de esos estúpidos bufones descargara un solo golpe sobre los abipones que andan desarmados? ¿Quién pondría fin a su lamento por la injuria recibida de los españoles? ¡Qué gran motivo para romper la paz y renovar la guerra! Puede decirse en general que los bárbaros, aunque amigos de los españoles, raramente viven en las ciudades sin peligro; pues la amistad de aquéllos se quiebra con facilidad, como el vidrio. Se imaginan insidias aunque los españoles no los hostiguen y se ofenden de la sombra.

Revolviendo estas cosas en mi ánimo, no pude lograr, de Barreda, el permiso para acompañar a los abipones que iban a Salta. Pues si el gobernador les reprochaba las culpas de que los acusaba el Padre Sánchez, pensarían equivocadamente que los había acusado yo a quien antes habían querido y me declararían digno del odio de todo el pueblo. Por eso me opuse también a que Barreda les aconsejara ese viaje. Alaykin fue tratado por el humanísimo gobernador con liberalidad y perfectamente bien y vestido como el más noble español, con no poco gasto, pero sin ningún provecho. Al volver a su tierra, mostraba las ropas espléndidas de un paño rojo y recordando los honores que les había prodigado el servicial gobernador, todos exclamaban: "¡Ah, cómo lo temen los españoles!", interpretando tontamente las muestras de humanidady generosidad como indicios del temor de los españoles. Y los hombres españoles del pueblo, mirando con ojos resentidos a Alaykin,/238 condecorado por el gobernador con ropa a la española tan elegante, decían: "¡Ah! ¡A éste, digno de mil horcas otorga premios por sus incendios, por las muertes perpetradas y por sus robos!". Sin embargo el mismo Alaykin, no se aturdía por el esplendor de la ropa española, y muy conforme con la de los bárbaros, a la que estaba acostumbrado desde niño, la arrojó a un canasto; apenas llegado a la colonia, se mostraba a los españoles que llegaban con la ropa de español, pero sin camisa ni zapatos ni medias, más por reirse que por lucirse.

Lo digno de recordar es que por aquel tiempo en que Alaykin era tratado con toda consideración por los españoles, otros abipones recorrían los predios cordobeses para robar caballos, aunque fueron puestos en fuga por un soldado que pasaba por allí. Uno de ellos, compañero de Alaykin, fue apresado y encerrado en la cárcel de Córdoba. Pero Barreda intercedió, porque yo le mandé unas cartas pidiendo su libertad, y se le permitió volver no mucho tiempo después a los suyos, para que los bárbaros no se desquitaran de su cautividad derramando sangre española. Yo vi a este hombre en nuestra misión, pero no recuerdo su nombre. Un tiempo después se anunciaba que un grupo grande de abipones habían atacado a unos santiagueños que estaban recogiendo miel y cera en la selva llamada del Fierro. Entre otros que fueron capturados y muertos, fue miserablemente asesinado el soldado Lisondo, del que ya en otro lugar he hablado suficientemente, célebre por su fama militar. Esta incursión aunque tuvo por jefe a Oaherkaikin, fue atribuida a Alaykin y sus compañeros que estaban ausentes, a las maquinaciones de nuestra reduccióny a la envidia de su fundador Barreda. Para que su malicioso comentario fuera creído dijeron que los españoles habían visto a Quataypin, habitante de la reducción,/239 en el ejército enemigo; y sin embargo éste, en el momento de la agresión estaba en ella y el mismo Padre Sánchez y todos los demás lo atestiguaban. De modo que la fábula fue descubierta y condenada por todos. Los mismos cautivos, puestos por fin en libertad, manifestaron públicamente que habían sido conducidos por Debayakaikin y que otros habían sido muertos, de modo que no hubo lugar a dudas. Este siniestro rumor acerca de nuestra fundación, me afligió no poco a mí, que estaba detenido en la ciudad de Santiago.

 

Capítulo XXVIII

LA REPETIDA Y MOLESTA VUELTA A MI REDUCCIÓN/240

 

Cumplidos mis asuntos como había podido, Barreda ordenó que me acompañaran a mi regreso cuarenta soldados que me servirían de defensa contra algún ataque de los bárbaros al mismo tiempo que se encargarían de velar por el cultivo del campo en lugar de los abipones hasta, que los sucedieran otros. Me dijeron que los soldados me esperarían en el campo de Alarcón, distante unas treinta leguas de Santiago, pero allí sólo encontré a nueve. Y su oficial Galeano me aseguró que no vendrían más conmigo; entonces me decidí a emprender el viaje con esos pocos, pero poco después me arrepentiría. Pues los soldados, aterrados por su escaso número, estaban obsesionados por ejércitos bárbaros que nos atacaban, por muertesy sangre. Cada vez que nos acercábamos a los escondites de los indios aumentaban su temor. Si veían de lejos una columna de humo no dudaban que fuera una asechanza enemiga. Las cosas llegaron a un punto en que se negaron tenazmente a proseguir. Y a duras penas fueron convencidos por su oficial a continuar el viaje. Ese mismo día, debiendo hacer noche, elegimos el lugar que nos ofreciera más reparo contra los repetidos ataques. El río Salado nos ofrecía de frente una ribera sumamente escarpada, y por la espalda una selva montuosa. Pero a la caída del sol, en cuanto largamos los caballos a pastar/241 retumbó un griterío de bárbaros cuando estábamos sentados a la hoguera. Eso fue como trompeta de guerra para nuestros aterrados soldados, pero no para entrar en pelea sino para huir; y sin demora, alguno de ellos tomó el más rápido de los caballos; yo, hablando a los que se apuraban por escapar, les decía que consideraran detenidamente lo que iban a hacer; que si se dispersaban, los indios los matarían uno por uno sin mayor trabajo, pero si permanecían en ese lugar reunidos en un solo grupo no tenían nada que temer. Nosotros teníamos fusiles y los bárbaros no se atreverían a nada si sentían el olor de la pólvora. De ese modo les pedí que se estuvieran quietos conmigo allí y así lo hicieron, como las moscas, pero dispuestos a disparar al primer movimiento del enemigo, sosteniendo en la mano los caballos ensillados. Así fue de agitada esa noche. Uno de los soldados, más corpulento y buen mozo que los demás, lloraba: "¿Deberemos morir esta noche?", y repetía su queja una y otra vez. Ninguno de nosotros se acordó de cenar por más que teníamos hambre. A mí me asustaba, lo diré francamente, no tanto la amenaza de los bárbaros, como el terror de mis compañeros. Pues, para no quedar solo y a pie en esa soledad si ellos huyeran abandonándome, yo les había ordenado que prepararan el más veloz de mis caballos que sería el instrumento de mi seguridad con el que seguiría a los que huyeran. Cansado por la cabalgata de todo el día, vencido por el sueño, dormí plácidamente tirado en el pasto casi toda la noche sosteniendo las riendas del caballo y el fusil. El extremo cansancio y la firme convicción de que los bárbaros no intentarían nada contra nosotros, me transportaron a un tiempo/242 y lugar muy lejanos.

Al amanecer, cuando se hicieron visibles las huellas de los indios impresas en la arena a orillas del río, desdeñando las órdenes y los ruegos del jefe, los soldados volvieron a su ciudad en precipitada carrera y yo los seguí contra mi voluntad por no perecer en esa peligrosa soledad de cerca de cien leguas. Volví a recorrer más de noventa y cuatro leguas que nos separaban de la ciudad. Los soldados, para ahorrar camino, llegaron conmigo a su patria a través de las selvas inexploradas de Turugón, campos anegados donde no había ninguna seguridad para sus caballos y con frecuencia ningún vado, como si huyeran. El párroco de aquel lugar, Clemente Jérez de Calderón, varón conocido por sus costumbres tradicionales y la probidad y justeza de sus obras, abrazándome con ternura, me consolaba de mi queja por la vuelta intempestiva de los soldados fugitivos, y me decía que yo había llegado sin querer a esa ciudad por inspiración divina para predicar el sermón de la Santísima Virgen, porque se acercaba la fiesta de la Virgen del Carmen que allí se celebraba con gran solemnidad desde hacía nueve años. Para ello llegan personas de toda aquella, provinciay como por la escasez de lugar no caben todos los miles de peregrinos, la mayoría pasa las noches en el campo entre los arbustos a cielo descubierto, y los más nobles son hospedados por el Párroco. Me parecía ver el pueblo judío acampando en el desierto. El templo, aunque muy pequeño, provisto de todos los ornamentos sagrados, está adornado con tanto oro como raramente verás en los templos europeos. La mayor parte de éste la obtuvo el Párroco como herencia de un canónigo pariente del Perú que puso todas sus riquezas y posesiones en su iglesia. ¡Ojalá tuviera muchos/243 Párrocos y Obispos por imitadores en América y aún en Europa! Así prediqué en ese día un sermón de una hora ante numerosísimo auditorio, en presencia del Teniente de Gobernador y de los nobles de la ciudad, los que, terminado el sermón me llevaron con todo honor a la casa del Párroco en medio de fuegos de artificio; allí, según es costumbre, se distribuyó entre los soldados españoles abundancia de vino cremado y cigarros que éstos fuman. Yo me abstuve de ambos, aunque como título de honor yo se los entregué por haber estado a cargo de la prédica; Barreda aprobaba de modo admirable esta abstinencia propia, de un sacerdote. Los doce días que me detuve allí contra mi voluntad, fuera del tiempo dedicado a dormir, comer o a mis oraciones sacerdotales, los dediqué a confesar desde el alba hasta el anochecer siempre a campo abierto junto al templo. La temperatura aumentaba las molestias habituales, aunque éstas estaban llenas de consuelos celestiales. Hasta el mismo Párroco, hombre probísimo y más rico que docto, me confió en el sagrado tribunal las faltas de toda su vida con aquella confianza que siempre me manifestaba.

Mientras tanto, por orden de Barreda fueron llamados los cuarenta soldados que deberían acompañarme en mi regreso y designado el campo donde deberían reunirse distante unas cuantas leguas de Salabina. En ese lugar, con unos pocos soldados esperé tres días en vano a los demás bajo continuas lluvias (allí el mes de julio es invierno) y con el peligro de los tigres. Por lo menos veinticinco llegaron arrastrándose/244 por fin, uno de los cuales, la primera noche del viaje huyó después de haber robado unos cuantos caballos del oficial Galeano. La mayor desgracia en esa provincia de aquellos que se dedican al ejército es que apenas la mitad de los soldados llamados para cualquier expedición se presentan a cumplirla. Es rara la obediencia porque es tanta la impunidad de los que no obedecen. Cruzando a nado el río Turugón, como es habitual, entramos en la provincia del Chaco, sede principal de los bárbaros; y para que no se nos presentara algún peligro inesperado, envié por delante cada día siete vigías que al atardecer debían informar a su jefe de cualquier cosa que observaran. Estos descubrieron un ejército de tobas y mocabíes que con las tropas de caballos que habían robado de los predios de Santa Fe marchaban apresuradamente a sus escondrijos, dando la impresión de que huían y no que atacaban. Para avisar a sus compañeros de su regreso por medio del humo, incendiaban los campos y las selvas por donde iban pasando. Pasamos aquella noche insomnes, porque por todas partes, de frente, por la, espalda o los costados, la llama que se arrastraba nos amenazaba con su destrucción sin darnos posibilidad de huir. Aunque el fuego no nos atacó directamente, poco faltó para que todos fuéramos cegados y sofocados por él. El viento que se levantó al amanecer alejó de nosotros el fuego y el peligro. Estos incendios de los campos son en Paracuaria frecuentísimo peligro para los viajeros, los animales y los carros. Tanto en este viaje como muchas otras veces, para no ser quemados vivos, nos fue necesario correr en medio de las llamas con los caballos apenas ensillados y las riendas muy flojas, ya que ni podíamos extinguirlo ni eludirlo. El fuego que encienden los que hacen un viaje al mediodía o a la noche, o muchas veces encendido por descuido, se aviva al soplar un viento algo fuerte e incendia el campo. Las plantas de trigo, muy altas y secas como estopa, los juncos y las cañas/245 que se extienden por doquier ofrecen pronta materia al incendio que se propaga por espacio de varias semanas. Las selvas, que reciben la mayor parte del año los fuertes soles, abundan en árboles ricos en pez y variadas resinas, de allí que rápidamente ardan y tarden mucho en apagarse. Dirías que todo el orbe está envuelto en llamas. A menudo el humo oscurece tanto el cielo que en pleno día parece de noche. Del humo que flota como nubarrones nacen repentinamente nubes y fuego; yo mismo lo he observado muchas veces cuando pasaba la noche a campo abierto. De ningún modo hay que enojarse con los rústicos indios que para procurarse lluvia, suelen prender fuego a los campos, porque saben por experiencia que el humo más denso sube a las nubes y de ellas cae agua. Sin embargo, o siempre el incendio de los campos, si no se agregan otras causas, es remedio e instrumento seguro para las lluvias, pues durante aquella sequía de dos años que soportamos ardían una y otra vez campos íntegros y bosques, y no obtuvimos nunca agua del fuego. De allí que el Padre Brigniel opinara que estos incendios frecuentes de campos tan extendidos eran causa de sequía tan prolongada, porque el humo y el calor secaban y consumían los vapores de la tierra que otras veces subiendo al cielo se condensan en nubes para provocar las lluvias. Pero yo mismo he observado que el humo condensado se convierte en nube al poco rato y comienza a relampaguear y tronar. Dejo al juicio de los físicos qué fenómeno sea este. Yo debo seguir mi viaje con los santiagueños.

No quiero callar un caso que primero nos dio temor y después risa. En un campo cubierto por selva poco tupida/246 estaban muchos abipones con sus familias secando unas pieles de nutria que habían cazado en un lago cercano. Al amanecer, en cuanto oyeron que pasábamos, pensando que se trataba de un ataque de los españoles, comenzaron con sus acostumbrados griteríos. Los santiagueños, asustados por los gritos repentinos, creyeron que los bárbaros puestos en acecho esperaban nuestra llegada. Fue increíble el terror. Yo sospeché de qué se trataba y dije al oficial que ordenara que colocaran los caballos que venían detrás de nosotros en medio de la columna de soldados para que los indios no los robaran. Cambié mi caballo algo débil por otro más fuerte y tomé conmigo dos soldados con los que me adelanté para observar y avisar si se veía algún indio. No había nadie que comprendiera la lengua abipona ni mocobí más que yo. El oficial con los suyos me seguía de lejos con paso lento y sin hacer ruido, y le pedí que me dejara hablar a mí si se presentaba la ocasión. El oficial Galeano, como era inteligente, accedió gustosamente a los consejos prudentes. Seguí un poco a un jinete abipón que venía con paso callado para observarnos y lo vi armado; pero cuando se me acerca reconozco que es un habitante de nuestra reducción (si mal no recuerdo se llamaba Cañalí); lo saludo, le explico mi viaje y le aseguro que los españoles que me acompañan son muy pocos y de absoluta confianza, y le pregunto por mi compañero el Padre Sánchez, por el cacique Alaykin y otras cosas de nuestra reducción. [pos. aprox:/247] Él, ya desechadas las sospechas y más tranquilo, me dice que él y los suyos están allí ocupados en recolectar miel en las selvas cercanas y en cazar nutrias en el lago; y nos invita a que visitemos a sus compañeros. Los cuatro soldados que el oficial mandó, viendo cómo andaba el asunto y cómo los abipones nos obsequiaban abundante miel, volvieron apurando el paso. Pero haber disipado el temor de un ataque enemigo fue más dulce que cualquier miel. Algunos soldados novatos, asustados por primera vez por los gritos de los bárbaros, se habían escondido entre las malezas y los veteranos se reían de ellos. Otros, más animosos, hubieran agredido a los indios amigos como si fueran enemigos si yo no los hubiera hecho desistir. Y todo nos salió bien esa vez porque de la vecina reducción de Concepción, un grupo de abipones se dirigía para atacar a esos pocos españoles. Aunque no atacaron, habían visto que yo estaba acompañado por españoles y se nos acercaron en grupo con los rostros pintados para el combate y rodeándonos nos condujeron a la misión. Habían sabido que ellos fueron falsamente inculpados de las muertes de santiagueños perpetradas recientemente en las selvas y sea por esto o por temor a la venganza, recibieron a los soldados que llegaron no como huéspedes, como otras veces, sino como enemigos que maquinan cosas siniestras en su ánimo.

 

Capítulo XXIX

CONSTANTES PERTURBACIONES DE LA REDUCCION/248 DE CONCEPCIÓN

 

Regresé después de cinco meses que tardé entre ir, volver y mi estadía en Santiago, y fui recibido con grandes muestras de alegría del pueblo. Aumentó su alegría una gran cantidad de bolitas de vidrio, cuchillos, tijeritas y otros regalos de este tipo que tanto estiman ellos y que les di liberalmente. Los asuntos de la fundación siempre estaban en el mismo estado. Como antes, todo estaba conturbado, sin esperanza de tranquilidad y no parecía haber remedio. Los mocobíes, aliados con otros, siempre amenazaban y muchas más veces molestaban y perjudicaban. Los abipones mayores, aún cuando apenas se abstenían de las excursiones con los españoles se mantenían a diario en las acostumbradas borracheras. Los más jóvenes, como debían quedarse en sus casas sin poder participar, hacían sus delicias en vagar y robar. Las viejas, siempre obstinadas en las antiguas supersticiones, no sólo ellas mismas aborrecían nuestra religión, sino que hacían lo posible por apartar a los demás. Ninguno ponía los pies en el templo a no ser llevado por la esperanza de algún regalo y muy pocos solían presentarse para las instrucciones del mediodía. La mayoría se mantenía ocupada en unos u otros cuidados y preocupaciones. Las expediciones militares se sucedían unas a otras.

Alaykin, como había testimoniado su confianza en los españoles y había depuesto sus recelos, se dirigió con un/249 escogido grupo de los suyos contra Oaherkaikin y no sé si con amenazas o con promesas, logró arrancarle los niños cautivos que hacía poco habían sido llevados de la selva donde habían muerto Lisondo con otros santiagueños. Los envió custodiados desde nuestra reducción a su patria y a su casas. Después que se estableció una cierta amistad más bien simulada, los abipones de San Jerónimo vinieron en nuestro auxilio uniéndose a ellos el anciano Debayakaikin y combatieron en dos expediciones con más daño que beneficio. En ese tiempo hubo una alianza de armas entre nuestros abipones con los de San Jerónimo, pero nunca hubo acuerdo sincero. Pues a nuestros nakaitergehes, tan partidarios de Debayakaikin nunca se les ocurrió optar entre Ychoalay vencedor o Debayakaikin vencido. Tan inclinados para con éste como duros con aquél porque les ponía toda clase de obstáculos para que no robaran caballos a los españolesy se los hacía devolver a sus dueños. Exacerbados por esto duplicaron sus astucias e ingenio para robar, no tanto para resarcirse de las pérdidas anteriores cuanto para demostrarle a Alaykin que no tenían interés en ser dirigidos por él. Este torrente de altercados, estas constantes disputas, nos oprimían día y noche. El oficial del ejército, Miguel Ziburro, Piedra Buena y otros dueños de predios habían venido desde Santa Fe con un pequeño grupo de soldados por obra de Ychoalay para recuperar los caballos que los indios nos habían robado. Ychoalay sabía los campos donde habían escondido a pastar las tropas de caballos recién robados y llegó de noche con algunos de sus hombres y españoles para sacarlos a escondidas, pero su esperanza fue frustrada. Pues, nuestros/250 abipones, advertidos a tiempo por alguien de la llegada de los españoles a la colonia de San Jerónimo y del propósito de Ychoalay, condujeron cuantos caballos poseían al otro lado del río, en remotísimos escondrijos y dejaron a la vista, para burlar a Ychoalay, los caballos macilentos, viejos, rengos y llenos de úlceras y gusanos. Aquél, no habiendo encontrado los caballos que buscaba, resolvió atacar a los ladrones. Al amanecer se acerca a la colonia con los suyos, pero viendo una multitud de abipones que corren velozmente y con feroz impulso, para que no lo ataquen, dice con astucia que había venido a la colonia no para matar a los españoles sino para hablar con sus habitantes. Oyendo esto, los nuestros repliegan las puntas de las lanzas con las que lo amenazaban y tranquilizados le concedieron una tregua. El oficial español, de más edad y ánimo intrépido habló en nuestra choza con el cacique Alaykin por medio de un intérprete: "¿Por qué elegisteis este lugar de vuestro pueblo para robar todos los caballos que quisisteis de nuestros predios?" – decía –. "No me presentes quejas y acusaciones de este tipo" – decía el cacique –. "Mientras estábamos en guerra salimos iguales, reprimimos la fuerza con la fuerza. Pero firmada la paz, celosísimamente cuidé de vosotros y de vuestras fortunas". "Sabemos que eres inofensivo – dijo el oficial –. Pero en verdad tu hijo Pachieke es el principal ladrón". "Esto es culpa vuestra, contesta Alaykin. Establecida la paz, mis compañeros la han observado religiosamente. Pero vuestro soldado que les robó el mejor caballo fue el primero en violarla. Los míos siguieron su ejemplo para robaros los caballos que sabían mal custodiados". A lo que el oficial responde: "Pero tú debías impedir la rapacidad de tus súbditos". [pos. aprox:/251] Y el cacique, riéndose: "Esto es más fácil decirlo que hacer. Mis jóvenes me dicen que van a cazar caballos salvajes y traen de vuestros campos caballos domésticos sin que yo lo sepa ni pueda hacer nada. Vuestra obligación es vigilar vuestros predios para castigar a los ladrones. No es facultad mía vigilar todos los campos a lo largo y ancho y observar las manos y los pies en los recorridos de mis camaradas. Vuestros soldados, que están pagados, recorran diligentemente todos los caminos y si encontraran robando a alguno de los míos, los autorizo para que lo arrastren a una pieza oscura (que en la ciudad llaman cárcel pública), lo flagelen lo flagelen todo lo que quieran, y después lo manden a su casa. Nuestros jovencitos, atemorizados por la vigilancia y severidad de los españoles, se abstendrán en lo futuro de todo robo". "Está bien – contesta el español – seguiré tus consejos; pero yo les ordeno que restituyan todos los caballos que han robado". "Yo no tengo ningún caballo que os haya pertenecido" – dice Alaykin –. Ordénales a los otros que los devuelvan, te los devolverán si quieren. Yo no puedo obligarlos. Los abipones, por una costumbre recibida de sus mayores, hacen todo a su arbitrio no al de su cacique, Yo los dirijo, pero no podría perjudicar a ninguno de los míos sin perjudicarme; si usara las órdenes o la fuerza con mis compañeros enseguida me volverían la espalda. Prefiero ser amado por ellos y no temido. Id, pues,y si queréis obtener vuestros caballos emplead las armas. Los míos están listos para la lucha en la plaza". El oficial escuchó impávido al cacique mientras le hablaba de ese modo en mi presencia y en seguida hubiera entrado en acción si dos notables españoles que no pertenecían al ejército, atemorizados por el aspecto de los abipones no lo hubieran convencido del silencio, la paz y el pronto regreso más preocupados por/252 conservar la vida que por recuperar los caballos. Rechazando el almuerzo al que los invitábamos, se alejaron sin gloria apresuradamente a la colonia de San Jerónimo con Ychoalay que habló conmigo en otro lugar. Nunca habría conducido a los españoles si hubiera sabido que Alaykin contaba con tantos hombres. Con la precipitada retirada de los españoles nuestros abipones se sintieron más seguros y no dudaron de enviar a uno de los suyos para que los observara y les aconsejara que aceleraran el paso para que no vinieran todos los demás a sorprenderlos por la espalda si se detenían en el camino. Entre tanto se desató una tormenta que entre truenos, agua y fuego, acompañaba a los apurados españoles. Nuestros abipones al mismo tiempo celebraban entre cantos y copas la victoria porque no se había derramado sangre, muy contentos por haber atormentado y burlado a Ychoalay. Yo me compadecía de los españoles, para quienes la salida de su ciudad no sólo resultó inútil sino tan deshonrosa y llena de temores; y se lo atribuía sobre todo a su imprudencia. Pues cuando se vieron rodeados por un círculo de airados abipones que los reprimían, yo les había dicho a los que se refugiaron en mi casa: "Reconoced, amigos, que no habéis pensado bastante vuestras acciones. Pues si vinisteis pocos para pelear, sois demasiados para hablar con los indios. ¿Acaso os creeré que estáis acá sólo para hablar, irrumpiendo en nuestra misión al amanecer, armados y con Ychoalay a la cabeza? ¿No son éstos claros indicios de agresión hostil? Vinisteis en el tiempo y modo como lo hacen los enemigos con lo que daréis pie a que nuestros abipones os persigan con guerra, cuando en su mayor parte son más amigos de vosotros que los demás. No dudo de que si hubieran llegado los españoles solos a pleno día para hablar/253 con los abipones sobre la devolución de los caballos, hubieran sido recibidos con todos los honores sin el tumulto de las armas y hubieran sido invitados a sus brindis. Pero viendo que Ychoalay los acompañaba, todo el pueblo se armó porque no tolerarían ser vencidos por él".

Esta inoportuna llegada de los españoles con Ychoalay nos resultó sumamente perniciosa y casi fatal. Pues nuestros indios quedaron convencidos de que nosotros estábamos al tanto de su intento, y nos atacaron como a enemigos y traidores. Ya ninguno de ellos puso más el pie en el templo ni en nuestras casas, ya ninguno nos dirigió la palabra, de modo que no dudamos de que nuestra vida estaba en peligro. Aquella sospecha que concibieron respecto de nosotros fue absolutamente tonta y vana. Pues ni siquiera soñábamos en el viaje de los españoles. Aquella misma noche que ellos nos amenazaban yo estaba componiendo unos zapatos rotos, únicos que tenía, para defender los pies de la lluvia que el aspecto del cielo nos preanunciaba. El repentino bochinche de los jinetes me hizo salir de la pieza para ver qué pasaba. Vi a nuestros abipones con los rostros teñidos como suelen hacerlo para la guerra, armados de lanza, montados a caballo recorrer la plaza en larga fila, y me asombré, pues no sabía que hubiera enemigos ni habían venido las mujeres a refugiarse en nuestra casa provistas de sus chucherías como otras veces. Por fin vi entrar en la ciudad a los españoles mezclados con los abipones de Ychoalay y desperté al Padre Sánchez que ni soñaba semejante cosa. De esto se deduce cuán estúpidamente los indios nos consideraban partícipes de los enemigos e informados/254 de los asuntos de los españoles.

Ychoalay, perdida la esperanza del éxito, enfurecido, decía abiertamente que pondría todo su empeño en destruir nuestra reducción hasta sus cimientos. Enterados nuestros abipones de estos temores, se apuraron a escapar en grupos de la ciudad, con sus familias. ¿Cuál sería nuestro ánimo? Usando de su astucia enviamos a Santiago un mensajero con cartas para Barreda en las que lo enterábamos de estos asuntos, mientras nosotros esperábamos un oportuno, aunque tal vez tardío remedio a nuestra aflicción. Pero sabiendo la blandura que usaba Barreda con sus soldados y lo que tardarían para emprender un largo camino, temimos, y con razón, que mientras Roma deliberara, Sagunto perecería.

 

Capítulo XXX

LLEGADA DE BARREDA. TRASLADO DE LA FUNDACIÓN AL RIO SALADO/255

 

Informado Barreda de la pronta ruina de la fundación, se lamentó pues sabía cuánto trabajo darían los abipones a los españoles siendo sus enemigos y de qué modo su amistad conservaría la tranquilidad en toda la provincia. Sin tardanza se puso en camino con cuarenta de los suyos pensando que si tranquilizaba a la fundación acerca de los peligros de Ychoalay, la apartaría de la ciudad de Santa Fe trasladándola más cerca de Santiago. Hizo un viaje sumamente arduo, pues en los primeros días, hasta unas veinte leguas, no encontró ni una gota de agua ni para los pájaros, ya que los arroyos y lagos estaban exhaustos por una prolongada sequía. Y en los días siguientes, una constante lluvia dejó los campos sumergidos de tal modo que día y noche debían cabalgar en el agua y si los urgía el sueño, dormir en ella. Deseaban ansiosamente encontrar alguna colina que se hubiera secado ya. No pocos soldados pasaron las noches en los árboles, como los pájaros, cuando no preferían la tierra más dura que les proporcionaban los túmulos de los hormigueros y a veces encendían entre las ramas de los árboles las fogatas para calentar el agua con que cebar sus mates. Cruzaban a nado los ríos, más anchos que de costumbre. Llegaron por fin a nuestra reducción el mismo día de Pentecostés poco antes de mediodía. Con/256 las ropas chorreándole agua, se bajó del caballo Barreda y se me presentó en el templo cuando estaba oficiando, como brillante ejemplo para los soldados presentes y para los indios; siempre en cualquier parte, se manifestaba muy piadoso. Pensó que para remediar la afligente situación de la reducción y para que no se destruyera totalmente debía ser trasladada a orillas del río Salado a unas ochenta leguas de distancia de su primer emplazamiento. Pero nos pareció que este remedio sería más duro y peligroso que la misma enfermedad, porque sobre todo en los americanos es dulce el amor a la patria.

Y en verdad Alaykin, el jefe de todos los demás condenaba resueltamente y con toda prudencia semejante migración porque consideraba que el sitio elegido no era en absoluto conveniente. "¿Quieres – decía a Barreda – que bebamos agua amarga, que ni nuestros caballos pueden beber? El río Salado, aunque dulce en su fuente, recibe tanta sal por sus arroyos afluentes y se vuelve tan amargo, máxime cuando falta el agua de lluvia, que ni las mismas bestias quieren beberla". Los demás abipones, contrarios al pensamiento de Barreda, siempre amaron su suelo natal, abundante en frutos y animales para sus delicias y en escondites para su seguridad, como a su propia Troya. Y rechazaban siempre la vecindad y servidumbre de los españoles, por la experiencia de otros pueblos. Zapancha, del que ya hablé más arriba, mató a cuchilladas a su mujer mientras cenaba, porque la imprudente mujercita aprobó aquel cambio de la fundación. De tal modo no querían ni mencionarla. Y pese a los regalitos y dulces promesas con que Barreda quiso conquistar sus, ánimos, de ningún modo logró convencerlos. Hasta que regaló al/257 cacique Malakin una manta de lana pintada artísticamente en variados colores con que se cubría de noche. Usó de este regalo como anzuelo para ganarse su beneplácito, y le sirvió como un encanto mágico. El bárbaro, cubierto con el elegante manto, cambió en el instante prometiendo que migraría con los suyos adonde Barreda quisiera. Y convenció al cacique Ypirikin de que lo siguiera con los suyos. De tal manera los dones pueden más que las palabras.

Los súbditos de los caciques Alaykin, Oaikin, Machito y Zapancha temían sin embargo que los españoles los obligaran contra su voluntad a marchar también, y que el airado Barreda los atacara como enemigos porque se obstinaban en su negativa. Por eso, preocupados por el fin que tomarían los acontecimientos, llaman a escondidas en su auxilio al cacique Ychamenraikin, jefe de San Jerónimoy antiguo amigo de ellos. Este llegó con un escogidísimo grupo de los suyos para saludar a Barreda con todo honor, según dijo. Repetidas las consultas que éste había tenido con nuestros caciques, intervino Ychamenraikin y disuadió ardentísimamente hasta donde pudo con la fuerza de sus palabras y de sus argumentos de esta migración. Pero reprochado suavemente por Barreda porque metía su guadaña en mies ajena, se encendió terriblemente. Aunque ahogando con su silencio delante de los españoles la indignación de su espíritu exasperado, resolvió en el momento remitir un anuncio de la amistad con éstos, una vez hechas las conversaciones con Alaykin. Había pensado dar la espalda a San Jerónimo y una vez muertos los dos sacerdotes Brigniel y Navalón, volver a sus conocidos escondites y declarar la guerra a los españoles. Y para ensayarlo procuró que un grupo de los suyos robara de noche a los soldados de Barreda un selectísimo grupo de caballos. Y en verdad/258 hubiera cumplido enseguida la meditada muerte de los Padres, el incendio de la misión y la fuga con todos los suyos, si el cacique de los mocobíes, Chitalin, iniciado en la religión y familiar suyo no lo hubiera apartado de su nefasto propósito. Este había llegado oportunamente de San Javier para hablar con Barreda acerca de unos hombres suyos que estaban cautivos de los españoles y por este motivo se desvió hasta la reducción San Jerónimo que dista de la nuestra solo diez leguas. Su amistad pesó tanto en Ychamenraikin y tanta sirvió su elocuencia que quitó completamente de su ánimo tan impíos pensamientos. Parecía que la divina providencia lo había enviado para salvar la vida de nuestros sacerdotes y defenderlos del peligro. Ychamenraikin, ya cambiado su ánimo, se preocupó enseguida de enviar con Ychoalay a Santiago los caballos robados a los soldados de Barreda y cultivó nuevamente la amistad con los españoles.

Durante un mes se desencadenaron una tormenta y una lluvia constantes que parecía convertir todo el campo en lago. Los caballos, sumergidos día y noche en las aguas, con las pezuñas infectadas morían más de los que vivían, no sosteniéndose ya sobre sus patas. Imposibilitados de proseguir la marcha debieron abandonar en el camino unos trescientos. No pocos soldados que habían venido con diez caballos se quedaron sin ninguno, debiendo tomar algunos de [los de] sus compañeros. Entre estas tormentas y los tumultos del pueblo que se indignaba cada vez que se les mencionaba la migración, pasaron meses más tristes para mí que aquellos nueve meses que debí pasar en el océano a la deriva en medio de la tempestad. Barreda, también impaciente por la demora, sin esperar el fin de las lluvias, resolvió partir con los abipones y sus familias que quisieran seguirlo. La víspera de la partida/259 envió por delante cuatro carros cargados con los utensilios domésticos de la reducción, los ornamentos sagrados y las puertas y ventanas de la casa. Para arrastrar cada uno de los carros fueron necesarios cinco puntas de bueyes y más de veinte caballos para que los ayudaran a causa de las aguas que había en el camino. Cuando por fin no fueron suficientes todas las fuerzas ni todas las industrias para arrastrar los carros, hubo que dejar en el camino las puertasy todo lo que fuera de madera.

Ya preparados nosotros para la partida, los abipones se quedaban quietos en sus chozas. Barreda, ya a caballo, pasó revista conmigo a cada uno. Les decía con voz siniestra y amenazante, teniéndome por intérprete, que consideraran una y otra vez lo que estaban por hacer. Que quienes lo siguieran serían considerados sus amigos, pero quienes quedaran allí serían obligados por las fuerzas vengadoras de Ychoalay y los españoles de Santa Fe; que él atacaría duramente a cuantos violaran la paz establecida. Pero contó un cuento a sordos. Tuvo por respuesta un triste silencio y torvos rostros. Pensando Barreda que no debía tardarse, en parte por los soldados que había enviado por delante y en parte por los que lo seguían, partió de la misión donde debió quedar mi compañero José Sánchez atacado por una repentina inflamación intestinal; pero al día siguiente se nos unió. Al primer día de marcha, el cacique Malakin, cuya voluntad ya dije más arriba que había sido comprada con la elegante manta y el otro cacique Ypirikin nos siguieron con sus familias. Cuánto alegró al ánimo de Barreda la llegada de éstos y cuánto dolor le produjo la ausencia de Alaykin que se quedaba obstinado en su propósito en su suelo nativo con su numerosísimo pueblo, rehusando seguirnos para perjuicio suyo, como enseguida comprenderás.

Cuántas dificultades debimos superar en el camino,/260 fácilmente deducirás si recuerdas lo que escribí más arriba sobre mi viaje a la ciudad de Santiago. El segundo día de nuestro viaje terminó la lluvia y fue el comienzo de la tranquilidad. Pero treinta días de lluvia continuada habían anegado todos los campos por naturaleza planos y sin declive. Creerías estar en un mar. No encontramos en todo el camino un palmo de tierra seca. Con el agua hasta las pantorrillas cuando no hasta las rodillas cabalgamos veintiún días. Para que la constante humedad nos dañara menos y para que los pies respiraran con mayor libertad, nos descalzamos llevando colgados de la montura los zapatos y las medias. Pues yo he observado en otros que el agua que penetra en los zapatos produce en América súbitas depresiones, debilidades de estómago, úlceras, dolores de cabeza y otras enfermedades que yo mismo he conocido por propia experiencia. Usábamos como remedio contra la humedad, cada noche, y eso fue nuestra salvación, hojas de tabaco masticadas mezcladas con saliva que nos poníamos en las plantas de los pies. También para este fin se consideraba no sólo útil sino necesario echar sobre los pies humo de tabaco. Pasamos frías noches a la intemperie cubiertos sólo con el rocío mientras dormíamos, pues el mes de junio es invierno en Paracuariay en el territorio de Santiago, próximo a la cordillera de los Andes que separa la Paracuaria de Chile sopla un viento frío que, aunque sin nieve es con frecuencia tan frío como el Austro. Era la máxima felicidad y suerte encontrar un sitio que, aunque lleno de lodo, tuviera menos agua./261 Debimos cruzar a nado o en cueros de vaca, algunos ríos que salidos de madre se habían extendido vastamente. Y más trabajo y tiempo, nos costó cruzar sin balsa ni puente grandes lagunas con varios miles de ovejas, vacas y caballos.

Lo que muchas veces me asombró fue que en medio de las cotidianas inclemencias del tiempo y de las fatigas, ninguno de los españoles se hubiera. enfermado. Sin embargo, uno de los abipones, llamado Hemakié sucumbió. Este habitante de San Fernando, no muy virtuoso e infame entre los españoles por el reciente robo de caballos, como temiera a las fuerzas de Ychoalay, había llegado a nuestra fundación para protegerse. Pocos días después de la migración pedía suplicante a Barreda que le permitiera marchar con nosotros. Ya entonces tenía sus fuerzas quebradas y se sentía enfermo e incapaz de cabalgar, fue conducido en un carro. Para cubrirlo mejor lo tapé con la manta de mi cama, pero no soportando el traqueteo del carro se arrastraba a caballo antes acostumbrado a volar sobre él. Le prodigamos todo tipo de piedad. Agravada la enfermedad lo adoctrinaron en las verdades de la religión y lo bautizaron a campo abierto con el nombre de Don Gil, y expiró plácidamente. Dios ecnam caógarik grkauagiikam!, Dios letè ukauagraniapegalge, "¡Dios creador, ten piedad de mí!, ¡Madre de Dios, intercede por mí!", fueron sus últimos y repetidos gemidos. En el sitio donde se le cavó la sepultura había tanta agua por todas partes, que más podría decirse que fue sumergido que enterrado. Aquel día se celebró la ceremonia fúnebre de acuerdo a la costumbre, con lúgubres lamentos de las indias y resonar de calabazas. Nosotros consideramos una gracia extraordinaria de Dios aquella buena muerte/262 de un hombre que sabíamos había llevado una pésima vida.

Aquellos soldados cansados del camino se dispersaron en fuga. Otro que deseaba ardientemente volver a su casa, procuraba increíblemente acelerar su regreso. Supo que los detendría un tiempo en la construcción del nuevo pueblo. Para impedir los deseos de Barreda, simulando benevolencia y conmiseración, convence a los abipones de que huyan y vuelvan rápidamente a su patria y les asegura que Barreda los alejó del suelo patrio con el solo fin de matarlos a todos con insidias impunemente en la primera ocasión que encontrara; de modo que debían cuidarse del trato con los españolesy partir sin demora a los antiguos escondites de su tierra. Los suspicaces bárbaros aceptaron estos consejos del infame hombre con mayor prontitud porque siempre llevaron profundamente grabado en sus espíritus ese temor. Al día siguiente ninguno de los abipones pareció moverse para continuar el viaje. Barreda, asombrado por este repentino cambio, averiguó la causa, pero no logró nada en absoluto, hasta que por fin una mujer, antes cautiva de los españoles, explicó el descarado consejo del soldado a los abipones, pero aunque se le pidió con muchos ruegos y promesas, no delató al soldado. Barreda prometió mil muertes al peor de los pícaros entre los hombres, cualquiera que él fuera y desaprobó la ridícula credulidad del cacique Malakin. [pos. aprox:/263] Y, para darle nuevo testimonio de su amistad para que prosiguiera el camino, le entrega dos cintitas de plata con las que se ceñía las mangas para que viera que ya nada más tenía que darle. Y aquella minucia de plata, como antes la manta, fue como imán que cambió a los indios para seguirlos. Pero también hemos sabido por experiencia que las cosas con violencia no duran. Cuanto más se acercaban los abipones a los límites de los españoles, tanto más acrecía su recelo y temor porque se alejaban de la patria. Una noche, Malakin y algunos de los suyos, sentados con nosotros al calor del fuego en el suelo, decía a Barreda que no aprobaban esas tierras ni les resultaba conveniente a todos sus compañeros, que les parecía peligrosa y temible la vecindad del pueblo español. Se lamentaba de que allí faltaran árboles, frutos, raíces y hierbas indispensables para las mujeres. Barreda usó de toda su elocuencia para destruir las objeciones y mantener sus ánimos vacilantes. Les favorecería con mayor liberalidad de lo que podía creerse, la vecindad de las ciudades españolas, los beneficios, las ganancias, la seguridad y no sé que más. En verdad estas magníficas y tan amplias promesas nos revolvían el estómago. Pues mientras los indios habían experimentado tantas cosas contrarias a las promesas, sabían que el español es mentiroso y más generoso con las palabras que con los hechos. Y en efecto, el sitio donde se estableció la nueva reducción fue para nosotros triste semillero de miserias.

 

Capítulo XXXI

CALAMIDADES Y PERPETUAS MUTACIONES DE LA/264

NUEVA REDUCCIÓN FUNDADA JUNTO AL RIO SALADO

 

Pasaron más de veinte días hasta que por fin llegamos al lugar designado para la reducción. Los españoles lo llaman Rincón de la Luna, Rincón del Yacaré o la Fragua. Son varios los orígenes de los distintos nombres que no es momento de explicar. Pero bajo sus muchos nombres se oculta un hecho. Limita al Este por las costas del río Salado, al Oeste se abre en el campo extendido, y al Norte y al Sur está cerrado por bosques. En este sitio se extiende un campo de unos cuatrocientos pasos de ancho, y se los eligió para la fundación por el declive elevado de la ribera del río, porque no había otro mejor a la vista. El agua del río, pese a que por las prolongadas lluvias ensancha su cauce, en el invierno se vuelve salado y amargo. Después que el cauce desciende, por el calor del sol, todos nos dábamos cuenta de que nos faltaría el agua indispensable. Barreda, que estaba conforme con el lugar encontrado, escuchó apenado estas tristes verdades, tan ciertas. Al que no le guste esta agua, decía airado, que vaya a beberla al río Paraná a cien leguas de distancia, yo lo autorizo. Había que conformarse a sus deseos, ya impaciente por el regreso. En procura de esto se construyeron para mi y para mi compañero unas chozas de palos cubiertos con pasto seco; y una tercera, de ese mismo material que por el momento haría las veces de templo. Los abipones habitarían/265 bajo esteras como las que suelen usar en sus viajes. No más. Partió Barreda con sus soldados y ya todos lo proclamaron fundador del nuevo pueblo, ante el gobernador de Tucumán, el Virrey del Perú y el Rey Católico.

Abandonados en aquella vasta soledad, a la miseria y al diario peligro de la vida, los mismos prudentes españoles decían que nos debíamos al sacrificio de la obediencia y a los milagros de la paciencia. Si hubiéramos contado con algunos admiradores y ayudantes, nos hubiéramos considerado bien,y nuestros abipones maravillosamente. Vivimos misérrimamente en total ocho meses. Nuestras casas, semejantes a cuevas de codornices, estaban totalmente expuestas al viento, al sol, las lluvias, las serpientes, los sapos, las ratas y lo que es más peligroso, los tigres. Dos aberturas hacían las veces de puertas y ventanas y las tapamos con unos cueros de vacas colgados. Carecíamos asimismo de materiales y herramientas para preparar mesas. Era grande la cantidad de tigres que se escondían en la selva cercanay mayor aún su audacia. No pocas veces, para protegerse de la lluvia o del frío, o contra las aguas y el viento, irrumpían según su costumbre, en las esteras de los indios. También alguna vez intentaron entrar en nuestras chozas porque descubrí junto a la puerta, abundantes huellas de ellos. Pero fueron ahuyentados por un perro que yo usaba como guardián. Algunos caballos que los indios suelen tener atados a estacas junto a sus chozas para tenerlos a mano, fueron dispersados o muertos. Muchos tigres parecían acudir a vengar la muerte de sus compañeros heridos por las lanzas de los abipones. Las ratas, grandísimas y acuciadas por el hambre afluían a nuestras habitaciones, y no encontrando/266 nada para comer, roían toda la madera, lana o hilo que encontraban. El sitio de la fundación, a orillas del río Salado, era asimismo asiento de innumerables sapos que sobresalían tanto por su tamaño como por su veneno. Al ser golpeados o pisados arrojan una orina sumamente perjudicial a la vista. Al anochecer salen de sus escondites a montones, y cubriendo todo el suelo, lo dejan resbaladizo como el hielo. Este es el emporio de arañas, ¿qué diré de las nuestras?

Nuestro diario alimento se limitaba a carne de vaca, y ésta en cantidades ínfimas. A veces nos deleitábamos con algún avestruz que cazaban los indios. Si alguna vez, rarísima, nos llegaba de la ciudad un poco de pan, en pocos días nos lo quitaban los indios siempre famélicos e inoportunos mendicantes. Vino, fuera del de Misa, era escaso o nulo. Debíamos teñir nuestras ropas viejas gastadas por el uso. Pero esta pobreza que nos afligía nos resultaba llevadera. Lo que nos resultaba durísimo era carecer de las cosas indispensables para ayudar y recrear a los indios. Fuera de carne de vaca, y ésta magra por los largos caminos que debían soportar los animales y de sabor sumamente desagradable, no teníamos nada en nuestra despensa para ofrecerles. Solían aplacar su hambre cazando avestruces en los campos cercanosy recogiendo miel que encontraban bajo tierra. Nunca veíamos por allí jabalíes, ciervos, osos hormigueros, frutos de palmeras u otros árboles, raíces alimenticias que tanto abundan en otras partes del Chaco. Un numeroso rebaño de ovejas que nos proveía de lana para nuestras ropas, desapareció en una sola noche./267 Buscados diligentemente por abipones a pie y a caballo en selvas y campos remotísimos, no se encontraron ni vestigios de ellas. A los ocho días de la fuga, sólo se encontró un carnero. Adónde habían ido tantos cientos de ovejas, no se sabe hasta hoy; a no ser que alguien haya volado con ellas ya que nunca se encontró ningún rastro.

A esta extrema pobreza, se agrega una constante perturbación: los comerciantes que transitaban por el camino real que une Tucumán con Santa Fe, frecuentemente nos robaban nuestros caballos y vacas que pastaban por los campos de pastoreo. Y lo mismo, hacían grupos de bárbaros vagabundos. Alguna vez tomé a estos piratas pero como las iras son vanas sin la fuerza, fue inútil la vigilancia de los guardianes de los predios. Llegaron unos emisarios de Alaykin para explorar el lugar de la fundación y otros asuntos y querían convencer a Malakin, nuestro cacique, de que hiciera regresar a su pueblo. Si no obedecían inmediatamente a sus deseos por las buenas, intentarían un ataque hostily otros actos extremos. Malakin, siempre consecuente consigo mismo, despreció tanto las amenazas como las promesas; pero algunos de sus compañeros, sea cansados de las miserias, sea atemorizados por la conminación recibida, o atraídos por la dulzura del suelo patrio, se volvieron junto a Alaykin; y de aquel lugar se nos unieron una y otra vez. Como flujo y reflujo del mar, así cada día iban y venían bárbaros. Los movía la esperanza o el temor para cambiar de morada, siempre amantes de la vagancia.

Alaykin, que de ningún modo había soportado el cambio de la fundación, se estableció con un gran número de/268 sus abipones en todos los caminos existentes entre Córdoba y Santa Fe para atemorizar a los españoles, resultando no solo temible a cualquiera que por allí pasara, sino también fatal. Algunos mercaderes españoles fueron muertos, otros asaltados, otros retenidos y otros vejados. Los cadáveres mutilados sin cabeza de Barassa, un santiagueño, y sus compañeros fueron arrojados a un lago para ocultar el crimen en un camino que recibe el nombre de los Porongos; pero poco después otro transeúnte los descubrió por casualidad. Un pregonero de estos piratas que seguían a Alaykin se atrevió a llegar a nuestra misión donde jactándose de los crímenes de los suyos contra los indefensos españoles, mostraba su opulento botín, desaprobando ante sus congéneres nuestra tontería y la miseria que allí había. Agregó amenazas a esta ostentación: un apretado ejército de la flor de los abipones se aprestaba a llegar para destruir a la inútil fundación, si arrojando el yugo de la servidumbre española no volvían enseguida al suelo patrio. Dijo esto, y más rápido que un rayo voló en su caballo a sus escondites. Si se atrevieran a cumplir tanto cuanto amenazan, ya debiera haberse llorado por nuestra vida. Vivíamos a campo abierto, sin casas como en otros lugares, ni empalizadas que nos defendieran de los enemigos, expuestos por todos lados a las llamas que solían arrojar con sus flechas. Teníamos poquísimos abipones que pudieran repeler la fuerza con la fuerza. El mismo lugar era apropiadísimo para los ataques enemigos, porque las selvas que lo rodeaban ocultaban su marcha. De modo que nosotros suplimos con vigilancia lo que nos faltaba de seguridad.

Rápidamente envié a Barreda un mensajero que lo pusiera al tanto de las muertes, robos, intentos y amenazas de los abipones enemigos, para que refrenara hasta donde/269 pudiera la licencia de aquéllos y viniera para deliberar acerca de nuestra seguridad y la de los españoles que viajaban. Nos envió una y otra vez grupos de jinetes para que nos ayudaran contra los enemigos o para que arreglaran las casas. Todos los soldados u operarios que debían cumplir con sus trabajos, tomaban en sus manos el fusil, la lanza o la guadaña; pero debe decirse que nunca nos robaron más caballos y vacas de nuestro campo, nunca tuvimos mayor peligro y trabajo que cuando estuvieron esos pocos soldados allí. Con frecuencia pasaron noches enteras en armas; pero dejo de lado muchas anécdotas que merecen risa. Esos bárbaros se creían vencedores cada vez que veían que los españoles se alejaban de ellos cansados y aterrados. Yo mismo por fin fui a ver a Barreda con doscientos jinetes, para pedirle que nos construyera dos chozas de ladrillo crudo y maderas; y una tercera, aunque más adelante, destinada al templo. No fuimos solo espectadores de toda su construcción, sino activos ejecutores: consumimos días íntegros ocupados de pies, manos y sudores en el barro y la madera. No hay quien desconozca que el único director de la obra fue mi compañero José Sánchez.

Lo que más debía dolernos era que las viviendas preparadas con tanto trabajo debían durarnos pocos meses. Yo fui trasladado poco después a la reducción de San Jerónimo por orden de los superiores; y el Padre José Sánchez y los indios debieron finalmente emigrar a otro sitio; pues habiéndose secado los ríosy los lagos cercanos por una gran sequía, o poseyendo agua salada, los campos estaban sin pasto, y antes/270 de que los hombres y los ganados se consumieran por el hambrey la sed, hubo que trasladar la reducción a orillas del río Dulce, distante muchas leguas. Allí, una repentina creciente nunca vista antes por ningún indio oprimió una noche a los abipones establecidos en ese lugar, y poco faltó para que los ahogara. Cada vez que el agua subía o bajaba, se pensaba en mudar la reducción. Por estas constantes migraciones, da pena recordar cuántas calamidades redundaron en los indios y en los sacerdotes que los cuidaban, cuántas pérdidas en los ganados. Después de catorce traslados según lo que el Padre Sánchez me contó por carta, se encontró por fin un lugar para ella en la costa occidental del río Dulce que habitan los españoles. Dista unas cincuenta leguas al sudeste de la ciudad de Santiago, y unas diez y seis del campo llamado de Los Porongos, donde el río Dulce es absorbido y se divide en lagunas. No hay otros campos de pastoreo más extendidos, en pocos años el número de vacas creció a treinta mil, aunque cada año se consumían muchísimas para alimentar a los abipones, sobre todo después que Debayakaikin con sus compañeros se unieron a la reducción, fugitivos de la de San Fernando. El nuevo huésped fue funesto para la reducción, porque la envolvió en nuevos disturbios por sus antiguas diferencias con Ychoalay, tal como ya recordé. El taimado bárbaro, hombre inquieto, sanguijuela de los predios, peste segurísima de todas las misiones en las que vivió, habiéndosele ordenado en Concepción que se portara bien, volvió a buscar con sus compañeros sus antiguos lugares en el Chaco donde, comoya dije en otro lugar, fue finalmente matado por Ychoalay en un combate.

La reducción comenzó por fin a respirar liberada de/271 los turbadores de la paz y a descansar; aunque los frutos no respondían al trabajo que durante cerca de veinte años el valiente Padre José Sánchez con varios compañeros realizaron; sin embargo, muchos adultos, sobre todo in articulo mortis, y muchísimos niños fueron bautizados, quedando los demás en la barbarie. Los españoles consideraron como un beneficio divino la paz y amistad con este pueblo, durante años tan dañinos para ellos. Comprendieron por fin que esto lo debían a nuestra paciencia e industria, después que nos expulsaron. Cuando nos remitieron de vuelta a Europa, con gran pena de toda Paracuaria, la mayoría de los abipones volvieron a su modalidad y fiereza antiguas, y apenas, y ni siquiera apenas, pudieron ser aplacados por los españoles.

 

Capítulo XXXII

LA REDUCCIÓN HABITADA POR ABIPONES YAAUKANIGÁS,

LLAMADA DE SAN FERNANDO O SAN FRANCISCO DE REGIS/272

 

La ciudad de Corrientes reducida a su último extremo por los bárbaros, prefirió, a ejemplo de otras ciudades, establecer rápidamente un pueblo para los abipones yaaukanigás que les sirviera de defensa contra los ataques de los mocobíesy los tobas. El Teniente de Gobernador Nicolás Patrón se ocupó de ello, contando con el consentimiento de Ychoalay, que antes se oponía, para preparar la nueva fundación. Los mismos indios eligieron un sitio no optimo, pero como no encontraron otro mejor, los españoles lo aprobaron. Es un pequeño campo en la ribera occidental del río Paraná, un poco más arriba [abajo] de su unión con el Paraguay, distante de la costa unas dos leguas. Tiene enfrente la ciudad de Corrientes, recostada en la margen oriental del mismo río, y por detrás el río Negro, navegable por barcos de pequeño calado, siempre insalubre por sus aguas amargas y saladas. Está rodeado por todas partes por selvas y grandes esteros que, pese a carecer de toda agua dulce, con excepción de uno de ellos, abundan en todo tipo de sanguijuelas, yacarés y culebras muy grandes. No encontrarás nunca ni la sombra d un pez, ya sea porque han huido atemorizados por los yacarés, o porque éstos se los han comido. Toda esta zona, cerrada por bosques y esteros, se prolonga en una planicie. Ofrece pastos ubérrimos/273 para los rebaños, sobre todo en el bosque de palmas (llamada por los abipones nebokekát, y por los guaraníes Carandaytï) [1], en la costa del Paraná, en una extensión de muchas leguas. La tierra, si se la cultiva convenientemente, ofrece en gran abundancia toda clase de granos. Hay árboles cargados con gran variedad de frutos, en donde habitan monos, loros parlanchines y bandadas de otras aves. Se encuentran a la mano jabalíes, ciervos, venados, varias clases de conejos, carpinchos (que los abipones llaman atopehenra y los guaraníes capiyguará) [2], patos, abundante miel, algarrobos, y lo que es fundamental, distintos árboles excelentes por su altura y dureza, por todas partes, muy a propósito para la construcción de barcos, carretas y casas. Nunca faltan tigres, ¡Ojalá faltaran! El cielo, hirviendo en calores insoportables, parece fundirse en tempestades, tormentas, truenos, rayos y lluvias con gran frecuencia. El viento, las aguas estancadas de las lagunas circundantes que emanan vapores nocivos e innumerables mosquitos, vuelven la vida desagradable y las noches intolerables a los habitantes.

Sin embargo, ésta fue durante muchos años, la sede de los yaaukanigás. Les pareció que mientras los sacerdotes se dedicaran a su enseñanza, ellos vivirían allí. El principal cacique era Naré, de noble origen e insigne por sus hechos militares, pero escaso de fuerzas mentales y físicas, notoriamente mujeriego y borracho. Más inclinado al ocio que al trabajo demostró siempre un espíritu indolente.

Sin embargo compensaba con una cierta virtud este defecto pues demostró siempre fidelidad a la paz pactada con los españoles, lo que sus seguidores, ávidos de botín, atribuían/274 no a su virtud sino a su temor. Lo cierto, y también muy raro si tienes en cuenta la índole de los abipones, es que Naré se abstuvo siempre de viajes inofensivos para visitar a sus vecinos o cazar ciervos o caballos, quieto en su casa como un zapatero, raramente montaba a caballo. Aunque no sobresaliera en nada, nadie se consideraba más diestro tirador de arco que él. Tuvo muchos hermanos menores; entre éstos el más célebre fue Pachieké, de gran audacia para cualquier hazaña, de sagaz ingenio y más temible que cualquier otro a los españoles cuando declaraba la guerra. Fue más grande de espíritu que de cuerpo. Sin embargo la fama de su grandeza se oscureció antes de ser iniciado en la religión romana, por la frecuencia de sus borracheras y por los repetidos repudios de sus mujeres. Nicolás Patrón se dejó aconsejar por él más que por otros cuando se trataba de la guerra. Nosotros también, cada vez que se nos presentaba un asunto con los enemigos, consideramos la conveniencia de guiarnos no menos por su sagacidad que por su valor. Algunos yaaukanigás, seguían, además de Naré, a los caciques Oahári y Kachirikin, tan vigorosos por su edad como arrogantes por su nobleza y destreza en el robo.

Unos sacerdotes sucedieron a otros en el cuidado de esta colonia. Todos llegaron con gran espíritu, pero pronto quebrantadas sus fuerzas, debieron volverse para recuperarse. Los primeros fundadores fueron los Padres Tomás y José/275 García; es increíble cuántas molestiasy peligros soportaron entre los feroces bárbaros. El insolentísimo Kachirikin corrió en un caballo muy rápido, al Padre José Sánchez, porque no lo dejó en libertad para matar vacas a su antojo e intentó arrojarle un lazo en presencia de los españoles. Después de algunos meses fueron remplazados por los Padres José Rosa y Pedro Ebia; uno volvió gravemente enfermo de los pies, el otro de la cabeza. Por fin el Padre José Klein, bohemio, aunque también afectado en su salud, fue capaz de soportar hasta el fin tan gran peso. Es más fácil pensar que decir cuántas cosas realizaría y soportaría durante cerca de veinte años. Sin embargo no es mi propósito hacer su panegírico sino escribir su historia. Con frecuencia me admiraba de que un varón encerrara en su cuerpo tan menudo (que dio origen a su sobrenombre) tanta grandeza de alma. Fue superior a todas las miseriasy peligros. A éstos los despreció intrépido, a aquéllas, las toleró tranquilo. Usó hábilmente los subsidios que cada año le entregaban las ricas colonias guaraníes. Bajo el cuidado del Padre Jerónimo Rejón estableció en la orilla opuesta del Paraná un rico predio del cual se proveía de todo lo necesario para alimentar y vestir a los abipones. Porque, aunque como ya dije en otra parte, de la paz y amistad de los bárbaros se logró mayor utilidad para las ciudades españolas, poco o nada contribuían éstas a conservar aquellas colonias, provocando su pobreza; de modo que todo el peso de la preocupación por el mantenimiento de los indios recaía sobre nuestros hombres. Si los correntinos hubieran debido velar por ella, la reducción de San Fernando hubiera perecido de hambre desde su mismo nacimiento por la carencia total. Todo lo que fuera utensilio sagrado para el templo, todo alimento para los indios debía ser buscado en nuestra despensa, cuando no recibido de la liberalidad de los guaraníes. Muchas veces el Teniente de Gobernador Nicolás Patrón fue ponderado, pero sobre todo debería ser ponderado por su ingenuidad. En efecto, cuando se trataba de fundar la reducción para los yaaukanigás, alguno de los nuestros/276 le preguntó: "¿Alguien alimentará este pueblo?". Rápida y cándidamente respondió: "Esto deberán procurarlo los jesuitas". Otros Tenientes de Gobernador nos prometían montañas de oro al establecernos; pero nos entregaban un ridículo ratón, porque su generosidad nunca respondió a sus magníficas promesas.

A menudo José Klein pasó muchos meses solo en esta fundación. Otras tuvo como acompañantes en distintas épocas a los Padres Gregorio Mesquida, Juan Quesada, y Domingo Perfetti, que recibían la orden de reemplazarlo por su enfermedad. Desde San Jerónimo donde pasé dos años, navegue en un misérrimo barquichuelo algunos días por un río Paraná adverso; debí entonces proseguir mi camino a caballo hasta la aldea correntina de Santa Lucía. Las prolongadas lluvias caídas, el cielo por entonces tormentoso y todo lo que de ahí se sigue: los caminos anegados, los arroyos desbordados la proximidad de los bárbaros charrúas, me hicieron el viaje sumamente difícil y en muchos aspectos peligroso. Fui conducido con toda distinción por el mismo Teniente del Gobernador a San Fernando. Lo primero que se ofrecía a la vista y que no escaparía a nadie, era un lugar rodeado por todas partes por esteros, lagos y selvas con aire caliente díay noche. Una choza sumamente estrecha, provista de dos puertas y ninguna ventana, con techo de palmas mal unidas que se movían de su lugar en cuanto soplaba el viento, de modo que cada vez que llovía caía tanta agua en la choza como en campo abierto. Para la comida se usa agua de una laguna/277 vecina que es extraída donde los perros, caballos y todo otros animales se lavan y beben, que recibe todas las heces del pueblo cuando llueve, y que está llena de sanguijuelas, por no mencionar otros bichos peores. Viendo estas cosas, admiré en verdad que no hubiera más sacerdotes quebrantados en su salud que los que me habían precedido y que los mismos indios no hubieran sido más atacados por las fiebres tercianas.

Aunque había pasado todos los años anteriores incólume entre tantas calamidades, poco faltó sin embargo para que ese lugar me resultara fatal. Escucha el origen de la enfermedad. Al atardecer, el aire hervía por innumerables mosquitos que en densa nube volaban en tropel hacia mi pieza. Cómo ésta nos servía de comedor, allí los alimentos de la cena estaban expuestos a los mosquitos, que suelen ser atraídos por la luz del candil. Me era imposible conciliar el sueño cada noche por su zumbidoy sus picaduras. Y de nada sirvieron cien remedios. El humo de estiércol de vaca ciertamente ahuyenta a los mosquitos, pero también a mí me ahuyentaba su hedor. Por fin ya se me hizo una costumbre pasar noches enteras insomne, o deambular por el patio de nuestra casa buscando aires más puros, por lo que poco a poco todo alimento me provocaba náuseas. De tal modo me vi agotado por las constantes vigilias y la falta de alimento que casi estaba puro hueso. Había quienes me presagiaban tres meses de vida. Y para que el final funesto no respondiera a los malos presagios, la piedad del Provincial lo impidió, ordenando que fuera trasladado a la antigua reducción de los guaraníes. No sin lágrimas dije adiós a los abipones, a los que me había acostumbrado en cinco años y cuya lengua medianamente conocía. Sin embargo, la esperanza de/278 volver junto a ellos cuando me curara, mitigaba el dolor de la separación. En Santa María La Mayor, entre los guaraníes, cuya lengua mucho más fácil que la abipona [y la] aprendí rápidamente, se desvanecieron en cuatro meses los dolores de estómago y recuperé totalmente la salud con sueño y comida, mientras que cuando estuve en la reducción del Paraná de nada sirvieron las artes e industrias de los médicos. De esto deducirás clarísimamente cuánto serviría para revivir los campos la temperatura y el cambio de clima. Aunque recuperada la salud, fui demorado entre los guaraníes nueve años, y nuevamente fui llamado para fundar una reducción para los abipones en el Timbó; pasados dos años fui enviado nuevamente a aquéllos. En pocas palabras: de los veintidós años de misionero, siete los pasé entre abipones, once entre guaraníes. Los misioneros, como los soldados, están al arbitrio de quienes los dirigen: van de aquí para allá, lo mismo que en otro tiempo los apóstoles.

 

Capítulo XXXIII

PROGRESOS DE LA FUNDACIÓN DE SAN FERNANDO/279

RETARDADOS POR DEBAYAKAIKIN

 

Los yaaukanigás, por ser más viles que los demás abipones, son más arrogantes y menos sumisos. Nosotros, que supimos moldear la roca, fundir el cobre y domar las fieras, nunca desesperamos de reducirlos al bien. Mientras estaban solos en su reducción, brillaba alguna esperanza. Los mayores ya se abstuvieron de sus acostumbradas excursiones contra los españoles. Y la mayoría se entregó al cultivo de los campos. El trato diario con nosotros mitigaba el ingenio de los bárbaros.

Después de algunos meses advertimos, no sin alegría como algo de humano florecía en esa hierba. Poco a poco desapareció el horror a las aguas bautismales, que antes consideraban mortales para ellos, y aunque se bautizaban los niños y jovencitos, comenzaron a tolerarlo sus padres. Grandes grupos de mujeres y de niños asistían a las diarias instrucciones de catecismo, de modo tal que en América las devotas mujeres podrían reclamar – y lo confirmarían – para sí las antiguas ponderaciones de su sexo.

Sin embargo, las viejas hechiceras, a las que yo ya hace tiempo había llamado sacerdotisas de los ritos bárbaros, consideraban nefasto para ellas mismas hasta pisar el umbral del templo y apartaban a cuantos podían de su entrada. Lo que/280 más nos costó fue hacer entrar al templo a los niños que andaban dando vueltas a caballo. Uno de los yaaukanigás, de edad avanzada, aceptó ser bautizado con toda su familia. Se le impuso el nombre de Juan Bueno, por ser un hombre excelente; ya que nunca apartó a ninguno de sus familiares de las cosas que podrías esperar del varón más probo. Nunca separó de los ejercicios de piedad a su mujer, a su hija ni a una esclava de origen africano que tenía.

Las óptimas esperanzas que concebimos sobre los progresos de la religión y de la reducción, casi dieron en tierra con la infausta llegada de Debayakaikin.

Ychoalay, recelando un ataque de su enemigo, se refugió con los suyos en esta fundación; ya que cuando estuvo bajo la custodia de los españoles, no se consideraba a salvo en absoluto. Pero pocos días después el mismo Ychoalay, acompañado por unos cuantos cientos de sus hombres se hizo presente para combatir contra Debayakaikin. Para evitar el derramamiento de sangre, el Padre José Rosa llamó al Teniente de Gobernador de Corrientes para que llevara a ambas facciones a la paz y estableciera seguras condiciones, tal como ya dije en otro lugar. De este modo por ese entonces se logró algo de tranquilidad; pero Debayakaikin, emigrando con los suyos a la Concepción, recrudeció la guerra, como ya escribí. Y ya de paso expondré cuán perniciosa sería para la reducción de San Fernando la unión de Debayakaikin con los yaaukanigás.

Estos, voraces y turbulentos, nunca satisfechos con la ración de carne recibida, mataban a escondidas y con gran perjuicio de los predios, vacas y hasta terneros; además,/281 implicaron a la misma reducción en sus luchas con los mocobíes y tobas vecinos. Un ejército de mocobíes atacó al amanecer al infeliz Alaykin que, habiendo abandonado la reducción de la Concepción, había acampado con sus compañeros, y caído en combate en dura lucha con siete de sus hombres, poco faltó para que se lo comieran asado en el mismo lugar. Los cuerpos de los otros siete que murieron en la pelea, jovencitos de catorce años, sirvieron de comida a los bárbaros. Pero las carnes de una vieja, cruzada por innumerables heridas, quedaron intactas, porque las consideraban muy duras y no aptas para comer. Muchos heridos se salvaron gracias a la rapidez de los caballos abipones, lo mismo que las mujeres que se refugiaron con sus hijos en los escondrijos de un monte cercano. Pachieke, hijo de Alaykin, para vengar con las arma la muerte de su padre, costumbre que observan religiosamente los abipones, llamó a los yaaukanigás y nakaiketergehes compañeros de Debayakaikin para una expedición que tenía proyectada contra los mocobíes; y aunque en ella casi no se derramó sangre, los mocobíes, hostigados por esta incursión hostil, conspiraron la muerte de todo el pueblo. Los ataques se repitieron día y noche, y continuaron durante muchos años con suerte cambiante. De muchos recordaré unos pocos.

Un amanecer irrumpió en la plaza repentinamente un gran ejército mocobí. Unos rodearon a Debayakaikín, que casi desarmado estaba con todos los suyos, entregado a abundantes libaciones, en medio del estrépito de calabazas resonantes, mientras otros robaban impunemente las tropas de caballos que vagaban pastando por el campo. Este robo dejó en sangre a unos cuantos; pues Pachieke, hermano del cacique Naré, montado en un caballo que encontró a mano, atacó la retaguardia de los enemigos que se retiraban y mató a algunos con su lanza que, cuando volvía, mostraba bañada en la/282 espumante sangre fresca. Otras veces los yaaukanigás, cuando dejaron sueltos los caballos en sus tierras, persiguieron por la espalda a los mocobíes que huían, y no sólo les quitaron los caballos que éstos acababan de robarles, sino los que tenían para su uso, mandándolos a su casa a pie, con lo que devolvieron heridas por robos y el triste anuncio de la muerte de los compañeros. En ocasiones los mocobíes no encontraban lugar donde echarse de noche por las prolongadas lluvias y la crecida de los arroyos; de modo que debieron construir sus lechos como parrillas con ramas tejidas en los árboles, y no sin peligro. Los yaaukanigás los encontraban de noche y mataban a unos, herían a otros, castigándolos por el robo de los caballos. ¡Ojalá la fortuna hubiera sido igual un once de diciembre! Acaso nunca se podrá borrar de mi memoria el recuerdo de aquel día fatal para los míos.

La víspera, el guaraní que custodiaba los ganados, notó vestigios de los enemigos y anunció al amanecer que en el campo faltaban muchos caballos. Los yaaukanigás, lamentándose de la pérdida, recorrieron por un rato el campo con el Padre Klein y dos muchachitos. Los mocobíes habían cruzado el Río Negro; lo notamos por las huellas impresas en la arenay el pasto pisoteado por la tropa de caballos. No hubo nadie que dudara que para ese entonces los enemigos ya estarían muy lejos con su presa, y tampoco nadie que no pensara perseguirlos. Más de una vez hice resonar la trompeta de guerra; a plena voz los chuceamos en lengua mocobí. Ellos, escondidos en las cercanías nos oyeron y nos vieron, pero/283 no nos atacaron porque pensaban realizar un asalto a la reducción al día siguiente. Al volver, íbamos discutiendo sobre la velocidad de los caballos que montábamos, y teniendo a uno por juez, hacíamos competencias. Corríamos con riendas sueltas, y las mujeres abiponas, al vernos, cerca del pueblo creyeron que los mocobíes nos perseguían y comenzaron a manifestar su terror con el acostumbrado griterío; recién se tranquilizaron cuando finalmente nos oyeron. Como nadie sospechaba de la proximidad del enemigo, todos dormimos profundamente. ¡Ah! Pero al día siguiente, a la hora de la siesta, los mismos mocobíes, usando los caballos que nos habían robado la víspera, se nos presentaron en la reducción para robar los restantes. La mayoría, de los yaaukanigás estaban ocupados en la caza o en sus bebidas, y nosotros durmiendo la siesta como es costumbre entre los españoles, dentro de la casa; cuando de pronto las mujeres, refugiándose en nuestro patio, lo llenaron con sus gritos y lamentos. Despertándonos, corrimos en seguida para repeler al enemigo, provistos ambos de fusiles, y ¿quién lo creería? amenazando a todo enemigo. El Padre Klein, armado con dos lanzas abiponas, se había adelantado un poco. Yo lo seguía, cuando un yaaukanigá borracho se me interpone tomándome del hombro: "¿Para qué te apuras?" – me dice con voz truculenta –. "Preferiría que te quedaras aquí para custodiar las casas, es preferible que los enemigos se roben los caballos antes que las mujeres y los niños". "Déjame – le respondí – otro se cuidará de ello".

Ya más lejos del pueblo, vi cómo el campo se llenaba de enemigos como si fueran una manga de langostas; sin embargo apenas me pude convencer de que tan grande multitud de jinetes bárbaros pudiera ser asustada por dos fusiles y ponerla en fuga. Até mis zapatos que hasta ese momento/284 usaba a modo de sandalia para no enredarme en ellos si debía huir apresuradamente hasta la reducción. Apresuré el paso hacia los enemigos, hacia los cuales ya se acercaba el Padre Klein. Los bárbaros, con un solo fogonazo de los fusiles, sin esperar el tiro, se aterraron y se dieron a la fuga robando numerosa tropa de caballos que ya habían enlazado aquí y allá cuando huían. Pese a que los enemigos habían sido dispersados, nos parecía que no había pasado el peligro de otro ataque, pues el polvo que se levantaba como una nube nos hacía recelar de la presencia de jinetes bárbaros en las selvas. Los yaaukanigás armados se constituyeron con nosotros en defensa de la misión, donde se esperaba el ataque durante un tiempo; hasta que por fin vimos que uno de los indios conducía los caballos que se habían salvado de los piratas. Montando rápidamente en ellos, nuestros hombres los llevaron a un lugar distante unas cuantas leguas hacia el oeste llamado Likinránala, de la Cruz. Sabían que los mocobíes habían de pasar por allí, y por eso tenía gran esperanza de castigarlos y recuperar los caballos. Pero al día siguiente volvieron con las manos vacías, burlados por la sagacidad de los enemigos que, advertidos por sus espías de nuestras intenciones, apresuraron la retirada con su botín por caminos otras veces inaccesibles, por los esterosy cañadas, desechando el lugar llamado de la Cruz, donde antes dejaron las monturas y todo lo que pudiera retrasar su rapidez. Los nuestros quemaron estas impedimentas enemigas para que los suyos no las usaran. Yo me lamentaba ciertamente de que me hubieran robado un caballo sumamente veloz; pero me congratulaba de una sola cosa: de que este ataque se hubiera llevado a cabo sin muertes. Aunque dudara de que todos los mocobíes/285 hubieran vuelto incólumes; porque muchas flechas yaaukanigás fueron arrojadas por los guardias del ganado contra los que habían entrado en nuestro patio, rodeado de estacas. Hasta ahora desconocemos el resultado de esos golpes.

 

Capítulo XXXIV

NUEVAS PERTURBACIONES PROVOCADAS DESDE AFUERA/286

Y POR LOS MISMOS POBLADORES.

 

Cierta vez se cernió sobre la colonia una peligrosa tormenta, pero felizmente fue disipada por la virtud de los yaaukanigás. Más de trescientos mocobíesy tobas nos amenazaban en rápido pero callado camino. Uno de ellos, desertando, avisó a escondidas a sus compañeros y a los abipones que seguían a Oaherkaikin, vecinos nuestros y no sé por qué causa amigos de él, advirtiendo el peligro que corríamos. De ahí que nos llegara oportunamente el aviso. El Padre Klein, siempre intrépido, comprendiendo que nuestras fuerzas eran muy desparejas con las del enemigo, cruzó en una barca el río Paraná, pese a estar terriblemente agitado por un fuerte viento sur, para pedir ayuda al Teniente de Gobernador de Corrientes. Mientras tanto yo excitaba a nuestros yaaukanigás díay noche a la valiente defensa del puebloy a que tuvieran confianza en la victoria, mientras ellos se dedicaban a sus bebidas como suelen hacer cuando saben que el enemigo se acerca. Yo vigilaba diligentemente enviando a las inmediaciones espías y vigías, no descuidando nada para la seguridad de la misión y de los predios. El domingo de quincuagésima, a las dos de la tarde, uno de los enemigos fue visto por nuestro Nahagalkin en un campo vecino, de donde dedujimos que el resto debería andar cerca. Todos los yaaukanigás,/287 aunque borrachos y casi sin poder tenerse en pie, subieron inmediatamente en los caballos que les aparejaron sus mujeres y partieron como un rayo sin ningún orden en turba hacia donde venían los tobas y mocobíes, arrastrándose hasta esconderse en la selva. Era un espectáculo, pero muy incierto el resultado; yo permanecí armado muy intranquilo por la salvación de la reducción, sin saber qué hacer. Pero un solo fusil vale más que diez lanzas entre los bárbaros. Los hechos, por la gracia de Dios, resultaron favorables, pues los enemigos se impresionaron por nuestra súbita aparición y no sólo ellos, sino a sus caballos instigaban a la fuga. Los mocobíes se dividieron trabándose en mutua lucha. Una pareja que huía hacia el Sur mató a dos mujeres abiponas que se encontraban en el campo recolectando algarrobas, llevándose cautivo a un niño de pecho. La otra parte que se dirigía al Norte fue perseguida por los nuestros hasta avanzada la noche. Como muchos de los yaaukanigás no desistieran de esa persecución, no llegaron a la fundación hasta el amanecer, y ya las mujeres los lloraban dándolos por muertos. Uno solo de los nuestros fue herido al comenzar la pelea. Y nadie supo a ciencia cierta cuántos enemigos fueron muertos o heridos.

Estarás esperando todavía saber qué pasó con las fuerzas de auxilio que la víspera el Padre Klein había ido a pedir a Corrientes a los españoles. Te lo diré. De allí deducirás cómo no debe tenerse absolutamente ninguna confianza en los auxilios de los españoles en situaciones extremas. Al atardecer, cuando ya nuestros indios habían puesto en fuga al enemigo, llegaron dos soldados españoles, tales que no merecían el nombre de soldados ni parecían españoles, ni siquiera/288 su sombra. Si Hércules pudo contra dos, ¿cómo, hazme el favor, podrían estos dos débiles e imberbes hombrecitos contra cuarenta bárbaros? a mí no me sirvieron para nada, y a mis indios, para risa. No logré convencerlos ni con ruegos ni con promesas de que se dedicaran a trasladar los ganados para que los enemigos no los robaran de noche en el apartado campo. Decían muertos de miedo que les resultaría fatal apartarse del cerco de nuestra casa. Toda la tropa fue llevada desde el campo hasta un lugar a la vista de la reducción por dos adolescentes mucho más valientes que los dos soldados, y vigilados diligentemente de noche para que no se dispersaran. Nosotros también pasamos toda la noche en vela, temiendo un nuevo ataque del enemigo, tal como otras veces había sucedido. Y en verdad al amanecer nuestros guardianes descubrieron rastros de mocobíes que habían merodeado de noche por los límites de nuestro predio.

Exacerbados los ánimos de los yaaukanigás por la muerte de las dos mujeresy por las excusas que los españoles pusieron para enviar ayuda, llamaron por medio de un mensajero al Teniente de Gobernador correntino a la reducción y le expresaron, con amenazas, que interpretaban como una violación a la amistad su demora y negativa. El miércoles de ceniza compareció Nicolás Patrón con el Padre Klein acompañado de dos soldados. Lo recibieron nuestros indios y sus vecinos, los hombres de Oaherkaikin, armados y con los rostros teñidos, como para la guerra y cuando se disponía a entrar en nuestra casa, le cerraron la entrada por ambos lados. Era evidente que ellos maquinaban pensamientos peligrosos para nosotros. El Teniente de Gobernador como era intrépido y de/289 buen genio, mirando a Pachieké, hermano del cacique Naré y querido para él como pocos, le dijo: "Antes de hablarme, lávate esa pintura con que te has teñido la cara". El le respondió con voz amenazante: "Porque ibas a hablarme, por eso estoy con el rostro teñido de negros colores"; y enseguida en nombre de todos le expresa violentamente los puntos principales de sus quejas: "Hemos accedido vencedores, contra nuestro gusto, a la paz que nos mendigasteis – dijo –. Rechazamos por un tiempo esta reducción que fundasteis para nosotros. Porque sabíamos que éramos inferiores en número a nuestros enemigos. Para liberarnos de esta preocupación, ¡cuántas y cuáles cosas prometisteis! Nuestros soldados – nos decías – serán vuestros. Tendré vuestros enemigos como propios. Firmada la paz con vosotros, se encendió el odio de los mocobíes y los tobas, que fueron nuestros amigos y aliados cuando os atacábamos y asediábamos. Ahora, años después, se atreven a las peores cosas contra nosotros: Los niños de pecho arrebatados del seno de sus madres, las esposas muertas. Cada día nos roban tropas de caballos. No nos es permitido respirar tranquilos ni de día ni de noche, asediados por el enemigo: y si no eludiéramos con constante vigilancia las asechanzas de los enemigos, tanto más numerosos, no sobreviviría ya ninguno de nosotros, ni nos quedarían ya caballos. No so te ocultan estos hechos. Has aceptado con oídos sordos y tranquilidad de espíritu nuestras muertes y calamidades y nunca se te ocurrió poner manos a la obra para ayudarnos. Mientras, para vengar las injurias, hace poco debimos rechazar las armas enemigas de un grupo de mocobíes, ¡qué duramente nos socorriste! Te cuidas en verdad de que los mocobíes heridos por nosotros, no vuelvan sus iras contra vosotros y ataquen el campo correntino. ¿Hasta cuándo querrás que vuestra seguridad se conserve a costa de nuestras cabezas? Estamos decididos, cualquiera sea tu oposición, a marchar contra los mocobíes y/290 cobrar con armas vengadoras los ultrajes recibidos. Pedimos esto y aparte de ti mismo como único testimonio de tu amistad y como premio de la nuestra, envías como auxilio a dos soldados españoles apenas provistos de armas de fuego".

El Teniente de Gobernador objeta muchas cosas a Pachieke mientras éste habla, y esquiva las cosas que él le dice amenazándolo con bromas fuera de lugar. "Vosotros en verdad – les dice – armados sólo con largas lanzas, pintados con distintos colores para despertar el terror, más devastadores que los avestruces, perjudicáis tanto los campos con las patas de vuestros caballos, si llenáis el aire con el terrorífico estruendo de las trompetas de guerra, entonces me parecéis ciertamente grandes héroes". Mientras agrega a estas cosas gesticulaciones que entre los abipones significaban la reprobación de la guerra, nace una increíble indignación entre los circunstantes. Uno más violento que los demás, llamado Kachinga: "Eh, tú, – le dice – cuídate de burlarte de nuestros cuernos y trompetas! Durante muchos años hemos podido espantaros con su sonido, y haceros temblar hasta los huesos a vosotros, españoles". El terrible murmullo de todos los indios, sus torvos ojos, sus rostros amenazantes, anunciaban al Teniente un peligro, y a mí, por quien finalmente todo se había producido, no poco temor. Para suavizar sus ánimos enfurecidos y reconciliarlos con él (yo se lo había advertido con señales) cambia rápidamente de tácticay de satírico se convierte en ponderador de los abipones. Los exalta abiertamente por su conocimiento de la guerra, su destreza en el uso de las armas y de los caballos. Agrega promesas a las alabanzas, aunque nunca las concretaría. Les dice que estaba envuelto en otra expedición (se hablaba de una contra los guaraníes) para satisfacer sus deseos; pero en cuanto volviera a su casa una vez terminada la presente/291 guerra, se dirigiría contra los mocobíes con algunos cientos de sus jinetes. Dijo esto y volvió a la ciudad alegando algún asunto, no sé cuál, no quedando de su venida ningún fruto, más que una mayor irritación de los indios. Las cosas quedaron en el mismo punto en que antes estaban. No hubo nadie que aportara un remedio a la misión afligida que se agotaba como un enfermo grave. Cada año surgían constantes incursiones o recelos entre los bárbaros, vacíos de descanso, plenos de calamidades.

Por estos enemigos de fuera se relajaba tanto la disciplina como la economía de los abipones, a los que en desgraciada sociedad se les había unido Debayakaikin. Movidos por su ejemplo o confiados en su número, no pocas veces se atrevieron a recorrer los campos cordobeses, los de Santa Fe y Asunción. Aunque se abstuvieran de matar, robaron caballos, cuando no vejaron descaradamente las misiones guaraníes más cercanas por cuya generosidad se vestían y alimentaban en su casi totalidad. Nosotros podíamos castigar, vetar y dolernos de estas incursiones de rapiña, pero no impedirlas. Sin embargo, nunca acarrearon ningún perjuicio al territorio correntino. Permanecieron en San Fernando no pocos compañeros del cacique Debayakaikin que, siempre inquieto, se fue a la Concepción. Otros se unieron a Oaherkaikin que estableció por un tiempo su sede casi a la vista de nuestro pueblo. Es imposible deplorar con lágrimas o exponer con palabras cuánto perjuicio acarrearía a nuestros campos, cuán grande peste se cerniría sobre las costumbres de nuestros yaaukanigás por esta vecindad de semejantes corsarios. Un tal Laagalà/292 de aquella tribu de bárbaros, fue para los rebaños muchísimo más rapaz que todo tigre. Para alimentar a los numerosos hombres de Oaherkaikin, robó a diario de nuestros predios cuantas vacas quiso. Nadie tenía ni una sospecha acerca del modo con que realizaba sus rapiñas, ya que nuestros yaaukanigás, siempre amigos de Oaherkaikin, promovían o disimulaban estos robos de ganado. El mismo Teniente del Gobernador, sabedor de estos hechos, no se atrevió a reprender a este jefe de piratas cuando con todo descaro se estableció en nuestra fundación y todavía lo halagó con regalitos. Si los jefes españoles, confiados en sus soldados, callaron por temor cuando hubieran debido castigar a los indios desmedidos, acaso deba admirarse que los Padres, destituidos de toda protección humana, expuestos a las flechas, a la voluntad y a las manos de los bárbaros, vencieran el temor; y los reprendieran cuantas veces pudieron esperar algún fruto de esa reprimenda si notaban algo contrario a las leyes. Escucha un ejemplo de los muchos que podrían aportar algo acerca de nuestros hombres. El Padre José Klein, como siempre impávido, exhortó amistosamente a un indio yaaukanigá, tenido por noble entre los suyos, tanto por su gran malicia como por su edad y por los daños, a que se abstuviera de hacer excursiones contra los españoles. Con el vigor de un joven le arrojó una clava con tanta fuerza que el Padre cayó en tierra fuera de sí y manando sangre, medio muerto. ¡Ah! tal fue, en la opinión de todos, el premio doloroso a la corrección. Ninguno de los soldados españoles que allí estaban, ninguno de los abipones osó poner encima su mano al peligroso sacrílego, que se retiró impune. Otro yaaukanigá dio una bofetada al mismo Padre./293 La anécdota demuestra qué poca importancia daban al Hacedor. El descarado bárbaro se atrevió a todo contra los abipones. Nuestro campo quedó exhausto por la continua rapacidad de estos ladrones y en dos meses desaparecieron muchos animales destinados a alimentar a los indios. Y no había ninguna esperanza de ayuda. Poco tiempo después le manifesté abiertamente al Teniente de Gobernador en la ciudad la penuria por falta de ganados, y que nos veríamos obligados a abandonar la fundación. Pero él me rogó por todos los santos y me exhortó a que ni pensemos en abandonarla. Porque, decía apartándoos vosotros, haréis que también se aparten los yaaukanigás y los malévolos interpretarán que vosotros los habéis aconsejado, de modo que nos cargaréis con nuevos enemigosycalamidades de guerra. No atiné a responder nada y como un tonto presté atención a semejantes objeciones. Los bárbaros no pueden ser encerrados en los límites de una reducción ni es posible impedírseles las correrías a las que están habituados desde niños si se les niega el alimento. Pues también a las fieras, cuando las encerramos, les ofrecemos la comida a la que están acostumbradas. En Europa los maestros alimentan a sus discípulos, en América los indios tienen a los misioneros como maestros mientras saben que éstos los alimentarán. Y nos darán la espalda a nosotros y a la reducción en cuanto se vean sin alimentos. Supieron que deambulando fuera de ella siempre conseguirían comida, cazando o robando. Consideran que les está permitido, como a las fieras del campo, tomar todo lo que produce la liberal naturaleza, todo lo que les ofrecen los predios de los españoles. De este modo era su cotidiana y siempre repetida queja: que ellos, como amigos de los españoles, pasaban muchas veces más hambre que en otro tiempo en sus escondites. El Teniente del Gobernador, ya/294 sea convencido por estas razones, ya sea atemorizado por la verdad del hecho, prometió muchas cosas para conservar la fundación; pero prometió tanto que todo hubiera sido sumamente útil si las posibilidades hubieran respondido a la voluntad de aquel óptimo varón. Habiendo yo puesto en conocimiento a nuestro Provincial, el Padre José de la Barrera, la extrema carencia de ganados que amenazaba con la inminente ruina de la reducción, sin demora envió mil vacunos destinados a alimentar por un tiempo a los indios. Por su liberalidad y con los auxilios de las misiones guaraníes, se estableció por fin un predio en la otra orilla del Paraná, el cual, no sufriendo las incursiones de los ladrones, en pocos años se enriqueció increíblemente con todo tipo de ganados.

Lo que sí es muy cierto es que esa reducción de yaaukanigás (ubicada a los 27º 80’ de latitud, 318º 15’ de longitud) fue conservada no por obray arte de los españoles, sino por las industrias, la vigilancia y sobre todo por la paciencia de nuestros hombres. Ella le debe muy poca ayuda a la ciudad de Corrientes; ésta a aquélla grandes ventajas, ya que desde los primeros días de instalada pudo por fin la ciudad respirar y descansar en paz de las incursiones de cuantos indios vivían en el Chaco. Les fue por fin permitido a los correntinos, reducidos a su último estado por la prolongada guerra, tal como ya expuse en otro lugar, dedicarse sin peligros a distintos trabajos y establecer predios donde les placiera, construir naves y carros con los árboles tan apropiados que abundan en la costa opuesta del río, donde estaba establecida nuestra reducción. Por esta débil población que les sirvió de defensa, recaía en nuestros propios peligros de seguridad y sus ventajas. En el año 1767, cuando fuimos expatriados a Europa,/295 contábamos con doscientos yaaukanigás cristianos y muchos otros habían muerto por la fiebre maligna, las viruelas o el sarampión. Es de hacer notar cómo, a nuestra partida, exacerbados los sobrevivientes contra los españoles, redujeron a cenizas el templo y las viviendas de los Padres, y abandonando la reducción que habían habitado durante diez y siete años, volvieron a sus antiguos escondrijos y robos. Un sacerdote franciscano que nos sucedió apenas salvó su vida huyendo a la ciudad. Las pocas semanas que vivió entre los yaaukanigás le parecieron al buen hombre toda una vida. De tal manera fue funesta nuestra partida para la misión, que durante diez y siete años nos había costado tantos sudores y miserias y también para los correntinos y todos los españoles contra los indios diseminados, [para que] en seguida retomaran las armas.

 

Capítulo XXXV

ORIGEN Y UBICACION DE LA REDUCCIÓN DEL SANTO ROSARIO Y DE SAN CARLOS/296

 

Algunos físicos afirman y otros lo niegan que una corrupción nace de otra, y que de la podredumbre nace la infección. Pero en verdad tal fue el origen de este pueblo, pues nació de abipones tránsfugas y desertores de la religióny de otras reducciones. Hastiados de la disciplina cristiana y del ocio de la paz, se dedicaron por un tiempo como sus antepasados a vejar las tierras habitadas no sólo con robos, sino con muertes de españoles y guaraníes. Procuraron lograrlo por las armas vengadoras tanto de frente como por la espalda; pero no disponían de escondites donde ponerse a salvo de Ychoalay que defendía a los españoles. En vistas de su seguridad resolvieron lograr pacíficamente lo que no pudieron por la fuerza. Envían a tres de los suyos como lenguaraces a Asunción, la capital del territorio paraguayo, los cuales debían pedir en nombre de los demás una reducción y sacerdotes maestros de religión. José Martínez Fontez, oriundo de Valencia, veterano oficial de caballería y recientemente nombrado gobernador, mostrando la mejor buena voluntad hacia el pedido de los versátiles legados, determina que se establezca para estos bárbaros una reducción con grandes esperanzas delante del rey. Fulgencio de Yegros, paraguayo y jefe del ejército no deja perderse a los delegados abipones; y para que el asunto quede allí, sorpresivamente aprueba los consejos del Gobernador y urge su ejecución./297 Otros españoles más sagaces rechazan abiertamente el propósito de fundar la misión. "Estos sinvergüenzas abipones (tal la opinión de todos ellos), hez de todas las tribus, por temor a la venganza y no por deseo de abrazar la religión buscan entre los españoles no una reducción sino asilo e impunidad para sus crímenes. Si fueran honrados nunca se les hubiera ocurrido volver la espalda a las reducciones donde vivieron muchos años habiendo sido bautizados, y retornar a sus robos". Adujeron con verdad que esta provincia, la más pobre en todo recurso, carecía de los subsidios necesarios para fundar y conservar la reducción. Esa fue la opinión de nuestros hombres.

Pero fueron recibidos con oídos sordos por el Gobernador ávido de gloria. Fue convocado el pueblo por orden suya a las puertas de la ciudad (los españoles lo llaman cabildo abierto) para que contribuyeran con alguna ayuda a dotar a la nueva reducción. Unos prometieron liberalmente hachas de la más pobre calidad, cuchillos y todo lo que perteneciera al quehacer doméstico; otros vacas y ovejas; otros caballos o yerba paracuaria que beben con agua caliente. Sin embargo, si entre las promesas y los donativos no hubiera habido tanto espacio como entre las palabras y los hechos, hubieran tenido más que suficientes cosas para la misión, pues, en verdad, para usar un adagio español: mucho era el ruido, pero pocas las nueces. Muchos no mantuvieron sus promesas, otros arrojaron descaradamente vacas débiles, caballos macilentos, mancos, moribundos, ovejas viejas, peladas, sarnosas, y otras cosas que apenas podían usarse. En la mayor parte de lo que se obsequió al/298 gobernador o faltaban los animales y cosas que se habían prometido, o la solicitud y constancia para conservarlas o reunirlas. Retuvieron algunas cosas como oculta ganancia; cambiaron las mejores que se reservaron para ellos, por las más deterioradas. De modo que no es de admirar que nunca haya existido en toda Paracuaria reducción más pobre y llena de calamidades, la cual debió luchar – y yo fui testigo de ello – durante dos años contra la extrema pobreza y contra la insolencia de sus bárbaros.

Velando por su seguridad los abipones mismos designaron el lugar donde se establecería el pueblo, distante de Asunción hacia el Sur unas setenta leguas y unas cuatro de la orilla occidental del río Paraguay; este sitio rodeado de ríos, arroyos y lagunas resultaba de muy difícil acceso a los españoles que debían cruzar aquel vasto río cada vez que quisieran llegar de su ciudad a caballo. Este campo se llama en lengua guaraní del Timbó, por la abundancia de este árbol que allí crece. Otros lo llaman La  Herradura, porque el río Paraguay, por una isla que lo intercepta hace una especie de vuelta como una herradura. Además, dos grandes arroyos (ambos traen agua salada) alimentan el lugar y a la vista de ella, desembocan en un cauce y forman un lago bastante grande que enseguida es arrastrado por el río Paraguay. Raramente encontrarás allí agua dulce o peces grandes sobre todo si se produce una prolongada sequía en este laberinto de aguas. Por todos lados podrás ver innumerables cocodrilos que comen o ahuyentan a los peces. Tampoco este sitio es de ningún modo apropiado para la habitación humana: los tobas se lo disputan como de su propio derecho y los abipones se lo atribuyen por el deseo de/299 ocultarse. Los españoles comprobaron desde el primer momento que los mocobíes y los tobas enemigos, cada vez que hacían recorridas contra los paracuarios tenían la costumbre de cruzar el ancho río Paraguay por ese lugar. Como si impedido el paso por los abipones de la nueva misión los bárbaros no hubieran podido encontrar otros igualmente oportunos.

En estos escondites destinados a la nueva fundación, los abipones pensaban morar entretanto hasta que dispuestas por fin todas las cosas y designados los sacerdotes, se fundara la misión. Se les entregaron las vacas con que se alimentarían. Y aunque las mujeres siempre se quedaban en ese lugar con sus hijos, todos los hombres se ocupaban en sus habituales excursiones de los predios de Santa Fe y de San Jerónimo, de donde robaban grandes cantidades de caballos. Pero el vengativo Ychoalay, acompañado por un grupo de sus jinetes, atacó una noche de luna llena al caserío de los ladrones y sin que nadie se le opusiera se llevó cuantos caballos encontró allí. Excitados por estos asaltos nocturnos, se resarcían totalmente de la pérdida de sus caballos con nuevas rapiñas. Y algunos españoles no se avergonzaban de comprar estos caballos producto de robos, y con este comercio los indios se animaban más ardientemente a proseguir con sus hurtos. Lo más digno de risa era que mientras estos buenos catecúmenos abipones no ponían fin a sus robos ni de día ni de noche, en la ciudad de Asunción ponderaban la integridad de Fulgencio de Yegros con grandes alabanzas que llegaban al cielo, que negaba o excusaba sus crímenes que estaban en boca de todos. Él mismo se llegó hasta el lugar con un numeroso grupo de soldados para construir la vivienda a los sacerdotes que deberían venir.

Después de aquella prolongada estadía en ese lugar,/300 y de haber consumido una increíble cantidad de animales destinados a la misión, los soldados construyeron apenas dos tugurios tan angostos, tan bajos y hechos con madera y barro tan inadecuados, que el mismo gobernador las consideró insuficientes hasta para albergar al indio bárbaro. Sin embargo, al volver a la ciudad Fulgencio se jactaba a plena voz ante la comunidad de los Padres Misioneros de haber fundado la reducción. No obstante él y sus compañeros debieron arrepentirse del camino emprendido, pues regresaron a sus casas sin los caballosy sin las pieles de ciervo que habían comprado a los abipones no sin gasto. En ambas orillas del río Paraguay abundan ciervos que no difieren de los europeos ni por el tamaño ni por la forma.

Nuestro Nicolás Contucci, por aquel tiempo Provincial y Visitador fue enviado desde Chile por el Gobernador José Martínez Fontez y el Obispo del Paraguay Manuel Antonio de la Torre, fue advertido por cartas en nombre del Rey que designara a los sacerdotes que deberían ir a la nueva misión de los abipones. Habiendo realizado les gestiones de práctica y consultado a otros que conocían los asuntos de la provincia y a mí, que dominaba a fondo la lengua abipona, declaró que de aquella provincia, teniendo en cuenta todas sus cosas, le parecía que podía esperarse nada de gloria, poco fruto y muchísimos trabajos. Ya entonces me vi lavando y regando a esos negros como áridas estacas. Aunque siempre había obedecido con alegría, esta vez me fue muy duro hacerlo, levantar la hoz para tan grande cosecha, y trasladarme desde las selvas tarumenses donde viví más de seis años con los indios ytatinguas en la fundación de San Joaquín y realicé un trabajo no totalmente inútil – que ya expuse prolijamente en el primer libro – buscando bárbaros entre los ríos Monday y Acaray y habiendo cumplido ya seis recorridas. Desde la nueva/301 misión fui llamado a la reducción guaraní de Santa Rosa, donde entonces se encontraba el Provincial Contucci y se me ordenó que acelerara mi viaje a la metrópoli de Asunción. Entre idas y venidas, cuando por fin llegué a dicha ciudad, en marcha continuada de casi trescientas leguas con muy pocos días de descanso, pasé con los mismos caballos los meses de junio, julio y agosto que allí son de invierno. Encontré los campos áridos por la prolongada sequía, con el espectáculo horrendo por doquier de cadáveres de animales. En el prolongadísimo trayecto casi no encontré pastos con que alimentar a mis caballos, y muy a menudo nos faltó el agua. Por fin, el 28 de agosto, fiesta de San Agustín, me presenté incólume en la ciudad de Asunción ante el Gobernador, amigo mío, el cual increíblemente contento con mi llegada, aprobó que me hubieran elegido a mí y declaró abiertamente a todos que si le hubiera cabido a él la facultad de elegir a alguien en toda la provincia, no hubiera elegido otro. Al día siguiente fui recibido con semejantes muestras de gran alegría por el Obispo en su mesa. Nosotros lo habíamos recibido como huésped pocos meses antes con todo tipo de atenciones en nuestra casa durante diez y seis días cuando visitó la fundación de San Joaquín. Pero ¡ah! ¡cuán inútil me resultó tanta premura por el viaje! Pues debí permanecer en la ciudad desde el 28 de agosto, día en que llegué, hasta el 24 de noviembre, fecha en que por fin el Gobernador preparó todo lo necesario para establecer la misión.

En medio de tan gran descanso, yo tuve a diario muchísimo trabajo. Durante todo aquel tiempo el Padre Ignacio Oyarzábal, cántabro, que durante casi treinta años recorrió con increíble fruto las principales ciudades del Perú y de Paracuaria como misionero había dicho una noche, ante una/302 apretadísima concurrencia, en presencia de todos los nobles, entre ellos el Gobernador y el Obispo: que todos los hombres debían hacer Ejercicios Espirituales, y casi no hubo quien no expiara su vida pasada en la confesión. Entonces me senté desde el amanecer hasta el crepúsculo en el sagrado tribunal, porque conocía tanto la lengua guaraní como la española, que usan desde los corrompidos hasta las señoras más dignas; y también porque como me sabían de paso y que pronto debía partir, muchos me prefirieron para alivio de su vergüenza, no sé qué confianza me tomaron que la mayoría de los concurrentes se me confiaban. Si algo de tiempo me dejaba el confesionario, lo pasaba escribiendo los rudimentos de la lengua abipona para el Padre Juan Díaz que había sido designado como compañero mío en la nueva misión, pero impedido por su mala salud se le ordenó volver a los guaraníes. Además, cansé las manos, los pies y la cabeza tanto cuidando como organizando las cosas del pequeño templo. Fuera de un cáliz de planta, que nunca vi otro más pequeño en la tierra, ninguna otra cosa fue provista por los que se jactaban de ser fundadores de la misión. El Rector de nuestra comunidad me regaló un alba, pero única, un Misal gastado por largo uso y una imagen de la Virgen. Yo mismo preparé un crucifijo de plomo derretido. Quisiera que dedujeras de estas cosas la pobreza del lugar.

 

Capitulo XXXVI

LOS COMIENZOS DE LA FUNDACIÓN/303

 

El Gobernador la designó con los nombres de misión del Santo Rosario y de San Carlos, tanto por expresar su devoción a la Virgen como para atraerse la gracia del rey español Carlos III. Aunque a esta miserable fundación cuadraría mejor que a cualquier otra de las que he visto un nombre tomado de las espinasy no de las rosas. De increíble pobreza, nada de real brillaba en ella. El veinticuatro de noviembre de 1763 descendí del barco con el gobernador; fuimos saludados con lanzas de hierro en las márgenes del río Paraguay. Nuestro acompañamiento se limitaba a 400 soldados de la provincia. Por tierra Fulgencio de Yegros dirigió a los jinetes. Los demás infantes, distribuidos en tres naves, habían venido con nosotros. El oficial de los vigías, superior Cavañas, preparó para nosotros la primera comida en una isla vecina. Cada noche y si nos era posible cada mediodía, tendíamos en tierra los lechos. El río Paraguay tiene por todas partes escollos y vueltas inesperadas; sin embargo su navegación de diez días tuvo, por los mosquitos, más molestias que peligros. Fulgencio nos esperaba en el campo que llaman Paso del Timbó con sus jinetes. Una vez desembarcados, llegaron nadando en grupos para saludarnos, los abipones que habitan la costa opuesta, y también sus mujeres, a pesar del terrible calor y en medio de los torbellinos del río, mientras los españoles/304 quedaban atónitos y recelosos por este espectáculo de las nadadoras indias que, como sirenas se presentaban semejantes a las furias de la Estigia por los estigmas del cuerpoy la forma de los cabellos. Trasladamos a la orilla opuesta algunas centurias de vacas, destinadas a alimentar a los soldados y a los abipones, como también todos los caballos de los españoles. En este trabajo debimos permanecer allí tres días; después seguimos por río lo que restaba de camino. Al atardecer una horrenda tempestad se desató con fuerte viento y estrepitosos truenos. Aunque ya habíamos entrado hacía varias hora en el lago que allí sirve de puerto, las olas nos sacudían miserablemente. La tercer nave que dejamos detrás estuvo expuesta al peligro durante la noche,y recién al día siguiente supimos que se hallaba a salvo. La. inmensa tempestad se prolongó tres días y nos mantuvo encerrados en la nave en medio de angustias. Unos inmensos cocodrilos que rodeaban la nave nos servían de espectáculo para matar el tiempo. El lugar donde debía establecerse la fundación distaba una legua del puerto; la recorrí a pie y sin compañía, impaciente por conocer el lugar. Todo el campo nadaba en agua. Acudió un grupo de jinetes abipones para saludarme y acompañarme; uno de ellos me ofreció su caballo; pero como sus monturas carecen de estribos, preferí proseguir el camino a pie. Después de haber visto todo, volví a la nave al atardecer, y le expresé al gobernador entre gemidos que este lugar elegido para la fundación, donde no nacía ningún tipo de pasto bueno, parecía más a propósito para las ranas que para los hombres.

Al día siguiente, dejando algunos hombres al cuidado de las naves marchamos a caballo al lugar preestablecido para la misión. El mismo gobernador dijo que el tugurio que se/305 decía que había sido construido para dos sacerdotes, resultaba inhabitable. Y para subsanar esto él mismo vigiló que un grupo de soldados construyera otro mejor; fue edificado otro algo mayor, pero de ningún modo mejor. La impaciencia por el pronto regreso hacía que todo se hiciera sin demora. No les pesaría a los europeos conocer el modo de construir las chozas. Clavan profundamente estacas en tierra; aquí y allí las atan con mimbres y cuerdas a cañas y ramas, y cierran los espacios vacíos entre las caños con pedazos de madera o, si los encontraran a mano, de ladrillos, que amalgaman con una mezcla de barro y estiércol de vaca para que se afirme bien. Los españoles llaman a las paredes fabricadas de este modo "tapia francesa" y la emplean en todo lugar donde se carece de piedras o ladrillos. Si se las construye correctamente y se las blanquea con cal soporta el tiempo y apenas se reconoce lo ordinario de su material. El piso de las piezas tiene como único revestimiento el pasto. Las chozas y los templos construidos de este modo se usaron siempre en las nuevas fundaciones de bárbaros. Escucha la forma como se los cubría: a veces a modo de tejas se usan troncos de la palmera caranday cortados por la mitad y cavados. Su corteza es durísima y la madera posee filamentos puntiagudos y punzantes como espinas. La mayoría de las veces el techo se prepara con pastos maduros y secos atados en haces con lo que se cubren las cañas; como en otras partes con paja, que no abunda en Paracuaria. Los segadores secan las espigas de trigo al sol, después que han sacado enteras las cañas y las queman, usando las cenizas como abono. También suelen cubrir sus techos haciendo una masa con los mismos haces de pasto que amasan una y otra vez con barro; proceden de este modo para que el techo no esté/306 expuesto a las flechas encendidas que los bárbaros suelen arrojar; ya que ciertamente con este artificio de los bárbaros, muchas poblaciones de españoles fueron reducidas a cenizas. Pero los techos así fabricados, aunque sirven como defensa contra los incendios, no valen gran cosa para atajar la lluvia, tal como yo lo he experimentado en esta misión. El barro hecho así de pasto se ablanda con las lluvias prolongadasy con la fuerza del agua y comienza a abrirse de modo tal que al poco tiempo parece que dentro llueve con más fuerza que afuera; la choza que los soldados me construyeron muy pronto me resultó inútil, pues las cuerdas que habían sacado de pieles húmedas y frescas pronto se pudrieron y las cañas y el barro que ellas ataban comenzaron a caer de tal modo que en los huecos de la tierra donde habían estado las estacas se encerraban las aves; así se acabó mi choza y después para poder habitarla debí empeñar todos mis sudoresy trabajo. Hice el lado de la pared que había recibido más los ataques del viento sur y de la lluvia con una masa compuesta de lodo y sangre de vaca, resistente al agua como la cola. El templo era tan pequeño como desprovisto de ornamentos sagrados. Algunos que hice con mis propias manos fueron agregados al altar aunque no a su esplendor.

Los soldados hicieron con poca ciencia y mucha negligencia un seto a nuestra choza, necesario en toda fundación como defensa contra los ataques del enemigo. Como lo que más querían era rehacer el camino a sus casas, todo lo hicieron apresuradamente. El mismo gobernador se atormentaba mucho por el deseo de regresar a la ciudad. Una densa nube de/307 mosquitos punzaba su piel mucho más duramente que a su espíritu la preocupación por alguna agresión de los bárbaros. Por esto colocó día y noche en remotos lugares a jinetes vigías. Siempre tuvo preparados a las puertas de su choza además de cuatro cañones una guardia de diez infantes y dentro de la misma choza unos diez fusiles grandes y otros tantos pequeños. Pero todas estas cosas no fueron suficientes para hacerlo conciliar tranquilo el sueño. Ya entrada la noche, insomne y paseándose, exhortaba a los guardias a que no descuidaran su vigilancia. De tal modo desconfiaba de los mismos abipones para los que había fundado la misión. Pero la desconfianza era mutua; pues aquellos que suelen recelar de la amistad de los españoles se muestran cautos por propia experiencia, considerando que no les faltarían motivos de temer, ya que el gobernador había traído tantos soldados para establecer la misión y tan pocas vacas con que alimentarlos; "¿Para qué – decían abiertamente – un ejército de cuatrocientos jinetes? Si no planeara algo hostil contra nosotros, serían más que suficientes cien.

 

Si resolvió fundar esta misión, ¿trajo acaso más de trescientas vacas? Los españoles las consumen,y no quedan más para alimentarnos". Movidos por estos pensamientos consideraron que la presencia de tantos soldados les resultaría peligrosa. Para no exponerse a las insidias de los españoles colocaron sus chozas en un campo que distaba una legua de nosotros, pues allí tenían de frente el ríoy la selva que les servían de vallado y les cerrarían el súbito acceso a los españoles, o al menos lo retardarían. Como consideré ridículos aquellos temores y fútiles las sospechas, trabajé muchas veces por disiparlas, pero siempre mi esfuerzo fue inútil. Los indios conciben sospechas con la facilidad de una figura de cera; pero difícil y lentamente borran aquella idea esculpida con la dureza del mármol. Ni tampoco fue eficaz/308 para tranquilizar la mente recelosa del gobernador. Sirva de argumento lo que diré: llegaron a la fundación de San Fernando seis jóvenes yaaukanigás para ver el aspecto de la nueva misión. Me saludan cordialmente, ya que me conocían. Por orden mía se presentan sin armas delante del gobernador conmigo y lo veneran dándole un beso en las manos. Este atemorizado por la presencia de los huéspedes, manda en seguida a todos sus guardias que tengan pronta las armas. Ciertamente tomó a los huéspedes como enemigos o como emisarios de los enemigos; y no pude convencerlo de que depusiera esa actitud adversa. Pasada la Noche Buena, en medio de esas angustiosas preocupaciones, muy de mañana se confiesa conmigo y recibe de mis manos la sagrada Hostia dando ejemplo a todos los circunstantes de insigne piedad. Al salir de la capilla me dice que en seguida partirá con todos los suyos, cuando yo ni lo pensaba. Después del mediodía parte luego de haber preparado todas sus cosas; su partida fue más parecida a una fuga que a una marcha. Los abipones en cuanto saben esto vuelan a caballo de sus chozas para decir adiós al gobernador que poco antes había partido, siguiéndolo en rápida carrera hasta el puerto que distaba una legua; pero ya encontraron la nave a punto de partir. Tomando esta carrera amistosa de los abipones por una agresión hostil, ordena con tanta prisa que la nave sea alejada de la costa, que nos deja un carro que debía ser conducido en la misma nave a la ciudad. Deben perdonarse estas cosas a este varón valiente pero novicio entre los bárbaros americanos, de cuya voluble amistad y mudable fe había sido puesto en conocimiento, y que prefería precaverse y temerlos antes que exponerse. Movido por este pensamiento, nos ocultó el/309 momento de su partida, que acaso había meditado mucho en su espíritu. Este hombre de armas supo realmente que los pensamientos están seguros mientras están ocultos.

 

Capítulo XXXVII

INCREIBLES Y VARIAS CALAMIDADES SUCEDIDAS A LA FUNDACIÓN

 

Esta misión llamada del Rosario sufrió desde sus primeros comienzos espinas por todas partes. Después de la partida de todos los españoles con el gobernador, quedaba abandonada a la voluntad de los abipones y a cuántos enemigos bárbaros vagaban por la región, nunca sin embargo más segura, porque tenía como defensa al Soberano Señor. Hasta una distancia de treinta leguas no había ninguna ciudad de cristianos de donde podría esperarse ayuda contra las turbas de tobas, mocobíes y guaycurúes, cuyos campamentos estaban tan cercanos a nosotros que a diario podíamos observar sus humaredas; pues nuestra fundación, apoyada, en la margen opuesta del río Tebicuarí, afluente del Paraguay, está ubicada a los 26 grados 26 minutos de latitud, y 318 grados de longitud, y dista de la ciudad de Asunción setenta leguas. Los abipones se opusieron pertinazmente por un tiempo a trasladar sus tiendas al lugar establecido para mi fundación, donde deberían habitar. La repentina partida del gobernador, semejante a una huida, como ya dije, fue causa de tergiversaciones y simiente de mil sospechas. "Los españoles/310 se han ido hoy – decían – acaso para volver por otro camino para matarnos, en cuanto nos encuentren a campo descubierto. La naturaleza del lugar que ocupamos nos ofrece seguridad". Estas cosa decían a una voz, y como no veían que los españoles hubieran preparado viviendas para ellos, como suelen hacerlo en otras fundaciones, encontraron la peor ocasión de recelar. Pasé tres días solo; tres indios guaraníes viejos con sus hijos vivían dentro del cerco de mi casa. El gobernador los había dejado allí como sirvientes y guardianes de los ganados, ya que no servían para amos españoles. Ellos ocasionaron muchos mayores peligrosy gastos cada día, ya que nada hacían si no se les prometía un premio. También el gobernador me dejó un chico mestizo para que ayudara en los oficios divinos, porque en su tierra era dañino y de mala entraña; yo también lo había experimentado. Usé muchos argumentos para que los abipones abandonaran sus caseríos y se trasladaran adonde yo estaba. Cuando supieron por sus espías que los españoles estaban ya muy lejos, desechadas por fin las sospechas de una traición, se tranquilizaron.

Adonde volviera los ojos veía que carecía de las cosas más indispensables para míy para los indios, sin las cuales no podría soportarse la vida ni conservarse la misión. Las ovejas con que los españoles habían contribuido, habían llegado todas viejas, peladas y sarnosas. La mayor parte de ellas se mataron mientras estuvo el gobernador allí, de modo que no quedaban esperanzas de obtener la lana con la que las indias tejerían sus ropas. La carne de vaca, principal y casi único alimento, ofrecía a los habitantes diaria ocasión de queja por lo flaca y escasa. [pos. aprox:/311] Las vacas que eran enviadas con intervalo de varios años desde los más apartados predios de los españoles, llegaban enfermas y casi exánimes por la larga travesía, y no se les daba tiempo para engordar, ya que no había otrasy era necesario carnearlas. La carne, tanto asada como cocinada, resultaba tan sin gusto y sin jugo, que parecía una madera y hecha más a propósito para torturar que para recrear el paladar. A mi me producía tantas náuseas que durante muchos meses no comí más carne que las patas de vaca, ya que carecía de pan y de cualquier otro fruto que aún no era posible cosechar.

Fulgencio de Yegros estableció en la margen opuesta del río Paraguay un pequeño predio para los usos de la misión, pero de poca extensión y muy pobremente provisto de ganados, de modo que apenas alcanzaba para alimentar a los indios, y quedaban muy pocos animales para cría. Para cuidar a estos animales fue enviado desde la ciudad un individuo conocido entre los suyos por sus engaños y astucias. Llevaba de ciudad en ciudad española una imagen de la Virgen que decía que había encontrado no se porqué prodigio a orillas de algún arroyo. Adonde iba pedía una limosna para fundar un templo para ella; no había nadie que se negara; pero todos supieron que nunca llegó a levantarse tal templo. Otra vez el mismo taimado fue llevado con dinero del gobierno como vigía de los bárbaros que vejaban a los habitantes del río Tebicuary; había de cumplir con su misión y recorrer los campos más remotos en los que apareciera cualquier vestigio del enemigo vestido a la usanza bárbara, esto es semidesnudo y adornado con plumas; así se presentó más de una vez en los caminos, pero cuando estaba lejos de la vista de la gente, se apartaba a alguna selva muy segura y se pasaba dos o tres días sentado o durmiendo. Al volver a su tierra/312 contaba con palabras extraordinarias los peligros que había corrido, los indicios de enemigos que había encontrado y otras cosas maravillosas al pueblo admirado. De este modo había adquirido fama de hechicero entre el pueblo rudo. Cuando iba a explorar los caminos blandía en el lazo un látigo; decía que si encontraba en las cercanías algún enemigo, se laceraba con él su propio cuerpo. Yo supe sus engaños por un español amigo del que refiero, que me los contó.

Fulgencio designó como guardián de nuestro predio a este hombre, que tenía entre todos fama de hechicero urdida de fraudes y mentiras y que sólo pensaba en sus propias utilidades. Pero lo conocimos como al lobo. Solía matar para sus usos las vacas más gordas y vender el sebo y la grasa de ellas á los españoles, mientras nosotros padecíamos falta de ambos en nuestra misión. Usaba los caballos del predio como si fueran cosa suya para perseguir a los ciervos o cualquier otra pieza de caza. Acusado muchas veces por mí al gobernador pero nunca corregido, aunque confesaba sus múltiples hurtos y temiendo verse en mala situación, se dio por fin a la fuga. Nunca se me ocurrió considerar a este sinvergüenza como español, por más que él se dijera tal; pues su frente, sus ojos, su rostroy sus costumbres lo delataban como descendiente de africanos o americanos. En lugar de éste, Fulgencio envió otro, ciertamente de moral intachable, pero de mente no del todo sana. Cada día era sacudido por terroresy deliraba en pleno mediodía diciendo que alguna mano desconocida le arrojaba piedras. No cesaba de aturdir mis oídos con estos cuentos trágicos de sus lapidaciones cada vez que me encontraba. ¿Qué podrías esperar de un insano, tanto respecto de su curación como de su diligencia para cuidar el campo? Tales individuos nos enviaba Fulgencio para nuestro predio pese a nuestras protestas. El hecho de carecer siempre de un cuidador/313 apto para los rebaños, fue para nosotros no la última calamidad sino la primera raíz de nuestras miserias, ya que los abipones consideran que nada les falta para su felicidad si no carecen de abundante carne. Si ésta les falta, nunca se quedarán en la misión.

A estas miserias se sumaba el hecho de que era necesario trasladar a la misión a través del ancho río Paraguay las vacas necesarias para nuestra alimentación, ya que la hacienda estaba en la orilla opuesta a nosotros. Esto se hizo no sin grandes pérdidas de animales, ya que para ello eran necesarias no sólo barcas, sino caballos fuertes, jinetes diestros y varias industrias. Escucha cuales se empleaban: conducían una parte del rebaño hasta la orilla y los jinetes tomaban a cada animal con un lazo y lo ataban con su cuerda por los cuernos a los costados de los botes de modo que pudieran nadar mejor quedándose quietos al costado de la barca. Cuando la nave llegaba a remo a la orilla, opuesta, se los soltaban. Para que no se dispersaran enfurecidos por el campo, los jinetes los rodeaban. Según el tamaño de las barcas solíamos atravesar en un viaje más o menos vacas. Este cruce siempre me resultó molesto y lleno de preocupaciones, sobre todo porque carecíamos de las cosas necesarias para realizarlo. La reducción no tenía ninguna embarcación, ni siquiera una canoa. Encontrar en la fundación españoles versados en este tipo de trabajo era tan raro como encontrar eclipses en el cielo. Los abipones, aunque muy hábiles para hacer cruzar el río a tropas de caballos no servían para aprehender vacas, a las que temían, y menos para atarlas a los botes, sobre todo porque la mayoría de ellos no sabía conducir embarcaciones. Para disminuir las dificultades de la travesía construí con/314 árboles tiernos de timbó, ya que los más grandes no sirven, dos botes, aunque angostos, que fueron de gran utilidad para nosotros y los uní con unas estacas atravesadas. Pocos meses después, recorriendo un bosque cercano encontré un árbol de timbó muy alto y grande con que pudimos construir una barca de once codos de largo y uno de ancho que servía para trasladar en un solo viaje veinte vacas, y muy seguro por más picado que estuviera el río. Hubiera salido más largo y más ancho si el árbol hubiera sido derecho hasta la punta. Pero como la madera de ese árbol es blanca, rápidamente se pudre al estar en el agua. Si se le pone un pedazo de madera colorada a modo de médula al construir la nave, queda más dura y en consecuencia más durable. Toda la Paracuaria abunda en cedros muy altos y grandes y derechos desde la raíz hasta la punta, con los que pueden construirse embarcaciones bien grandes; pero las selvas vecinas a nuestra misión carecían de ellos. Se dice que Hernando Arias que fue gobernador de Buenos Aires y de Asunción, para navegar rápidamente desde una provincia a la otra lo hacía por los ríos Paraná y Paraguay en una nave de cedro de cuarenta remos, en la que viajaba una guardia de muchos soldados para su seguridad.

El mijo, las habas, las raíces y varias clases de frutos suelen ser, para los indios, condimento de la carne si la tienen; y si no, su reemplazante. Yo instaba a los abipones a cultivar los campos, pero en verdad carecían de los elementos necesarios para la agricultura. Teníamos muy pocos bueyes aptos para el arado, las hachasy otros instrumentos de hierro que se usan para carpir los campos eran escasosy deteriorados por el largo uso; las más de las veces no faltaban las mismas semillas. De la ciudad nos enviaron algo de mijo, pero/315 ya terriblemente carcomido por los gorgojos; también algunos sacos de habas, pero por descuido de los marineros comenzaban a podrirse por la humedad del río. De éstos ¿qué esperarías? Recibimos varias semillas de los bárbaros vecinos, aunque otras veces enemigos, tantas veces pedidas en vano a los españoles. El mismo campo, tal como a primera vista me había parecido, no resultaba apto para las plantaciones, ya que abundaba en greda. Con las fuertes lluvias quedaba como un lago; y cuando las aguas se retiraban, se secaba y endurecía. Los abipones lo araron y plantaron pero con ninguna ganancia. En las selvas, donde la tierra es más rica y la sombra de los árboles la defiende contra los ardores del sol, sin ningún trabajo obtuvieron mieses ubérrimas en variados frutos. Y he podido ver cómo ese suelo es admirablemente favorable para el tabaco cuando lo planté. Mucho busqué pero nunca encontré un sitio adecuado para el algodón que crece con facilidad en lomadas expuestas a los vientos o lugares arenosos o pedregosos.

La algarroba que los abipones emplean como bebida y comida, se encontraba sólo en bosques muy apartados. Sin embargo su escasez era suplida por una increíble abundancia de miel que se encontraba por todas partes. Eran también muy raros allí los frutos que en otras partes se encuentran fácilmente en los árboles. Los campos de la costa abundan en ciervos, gamos y avestruces; y los ríos vecinos en lobos, cocodrilos y carpinchos, pero carecen casi totalmente de peces, ya que en parte los cocodrilos lo han devorado y en parte han huido como ya dije. La parte del río Paraguay donde había pesca estaba muy distante de la fundación, y para poder llegar hasta allí en busca de ella, había que afrontar el peligro de frecuentes pantanos que se interponían, o la amenaza de tigres o bárbaros deambulantes. Lo singular era que en el río próximo a la misión afluía por algunos días todo tipo de los mejores peces que, como si huyeran de algún enemigo/316 que los acosaba, se deslizaban con gran rapidez y con mucho ruido por todo el río. Se podía tomar cualquier cantidad con las manos y sin ningún trabajo. Se cree que llegan hasta ese río desde el río Bermejo o Grande (Yñaté para los indios) que cada año desborda a través de los esteros intermedios. Ya de esto recordé más cosas cuando hablé del río Dulce.

Yo también he comprobado que las penurias de la fundación deben ser atribuidas no tanto a la pobreza del lugar, sino a la ciudad de Asunción que la había fundado. Otros Padres enviados para instruir a los bárbaros fueron provistos liberalmente por los gobernadores y los ciudadanos más ricos de las cosas que más sirven para captar la voluntad de los indios: telas de lino y lana, bolitas de vidrio, cuchillitos, tenazas, anillos, agujas, anzuelos, aros, elementos atractivos con los que se captan tanto los ojos como los ánimos de los bárbaros. Nadie pone en duda, a menos que no sea demasiado ignorante de las cosas americanas, que este tipo de pequeños obsequios han servido a nuestros hombres para llevar más de tres mil americanos a Dios y al rey español, más que los fusiles de los soldadosy sus cañones. ¿Quién podrá creer que cuando yo partí para fundar la misión no me dieron en la ciudad de Asunción ni una aguja ni ninguna otra cosa? Los españoles de Santa Fe y de Santiago regalaban a los Padres que partían para las nuevas misiones los caballos mejores para que los usaran. Los españoles de Asunción, olvidando su deber, me robaron los cuatro caballos excelentes que había llevado allí como regalo de los Padres que trabajaban con los guaraníes; y cuando el gobernador advirtió a los ladrones que debían devolver lo robado, los mismos españoles, como si fueran de lo más honrados, maldecían del crimen y de su impunidad. Los abipones, tan atrevidos para pedir lo que se les venía en mente, cuando a diario obtenían por respuesta/317 una negativa, me trataban de sordoy tacaño, de tal modo nunca me creyeron pobre. A menudo quieren tener en sus despensas saly hojas de tabaco que, mezcladas y trabajadas con la saliva de las viejas, los abipones de toda edady sexo suelen pedirnos para masticar. Como los españoles enviaban rara y parcamente los subsidios prometidos,y como los marineros muchas veces tardaban en llevárnoslos, o mal cuidados se echaban a perder en el camino, en la fundación dominaba una increíble indigencia. Nada podía yo esperar de las misiones de guaraníes, de donde redundaban tan ubérrimos beneficios para otras fundaciones de abipones, tanto por el infortunio de aquellos tiempos como por las tremendas distancias. Los pocos regalitos que me quedaban, que en otro tiempo había obtenido de la generosidad de mis amigos, como agujas, cortaplumas y bolitas de vidrio me fue gran utilidad en medio de tanta penuria para aplacar las quejas de los abipones que, movidos por la esperanza de mejor suerte ante las amplias promesas de los españoles habían llegado a esta misión, donde se lamentaban con razón de haber sido engañados, faltos casi de todo.

 

NOTAS

18-Prefiero parecer tímido que ser poco cauto.

NOTAS DE LA EDICIÓN DIGITAL

1] Carandaytï: Karandayty: Bosque de palmas Karanday.

 

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