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GÉNERO : ENSAYOS DE ESCRITORES PARAGUAYOS

  LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (1ª PARTE) - Ensayos de VIRIATO DÍAZ-PÉREZ

LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (1ª PARTE) - Ensayos de VIRIATO DÍAZ-PÉREZ

 LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY

(1ª PARTE)

(ANTECEDENTES HISPÁNICOS, DESARROLLO).

Ensayos de VIRIATO DÍAZ-PÉREZ

Editorial: Palma de Mallorca,

a cargo de Rodrigo Díaz-Pérez, 1973. 95 pp.

Versión digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY 
 


HIPERVÍNCULOS
VIRIATO DÍAZ PÉREZ  POR JOSÉ RODRÍGUEZ-ALCALÁ
PRIMERA PARTE  (179 KB.)
 
CONTENIDO DEL LIBRO : CARTA DE EFRAÍM CARDOZO - NOTA INICIAL
 
CAPÍTULO I :
ESTADO CULTURAL DE ESPAÑA EN LOS DÍAS DE LAS COMUNIDADES.
 
CAPÍTULO II : ESTRUCTURA DE LA COMUNIDAD.
 
CAPÍTULO III : EL CONFLICTO ENTRE LA LIBERTAD Y EL AUTOCRATISMO.
 
CAPÍTULO IV : LOS COMUNEROS Y CARLOS V.
 
CAPÍTULO V : EL MOVIMIENTO COMUNERO

 

PRIMERA PARTE

CON UNA CARTA DE EFRAÍM CARDOZO

Segunda Edición

PALMA DE MALLORCA

1973

EN ESTA SERIE

1.. ENSAYOS. NOTAS. DOS CAPÍTULOS.

2.. LAS PIEDRAS DEL GUAYRÁ.

3.. LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (PRIMERA PARTE).

4.. LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (SEGUNDA PARTE).

EN PRENSA:

5.. EL VIEJO RELOJ DE RUNEBERG (EN PRENSA).

©RODRIGO DÍAZ-PÉREZ

 

PRINTED IN SPAIN

IMPRESO EN ESPAÑA

 

I.S.B.N. 84-85048-05-9

Depósito legal: P.M. 683 – 1973

Imprenta Mossèn Alcover.– Calatrava, 68 – Palma de Mallorca (España)

 

 

«y el más humilde de los paraguayos sabe más que muchos que corren plaza de advertidos. Se pregunta Vuestra Ilustrísima, quién los dirigió desde que yo salí, quién los ha enseñado. Fue el Derecho Natural que a todos enseña, aún sin maestra, a huir de lo que está contra él, como la servidumbre tiránica y la sevicia de un gobernador».

(Fragmento de una carta de Antequera al Obispo Palos)

«...Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese se diera en merced indios, para los trabajos de las minas y para trabajos como esclavos, y se revocaran las que hubiesen hecho...».

(Petitorio formulado al Rey por la Junta Santa de los Comuneros de Avila)

«...de la bandera de la Germanía, figuraban, por curiosísima coincidencia, las bellas y típicas palabras de PAZ Y JUSTICIA que asimismo figuran en el escudo paraguayo».

(De esta obra)

 

EFRAÍM CARDOZO

Manuel Domínguez, 155

Asunción, 22 de diciembre de 1972

 

Sr. Dr. RODRIGO DÍAZ-PÉREZ

Ann Arbor

Michigan, U.S.A.

48104

Mi querido amigo:

El correo me trajo como preciado regalo de Navidad el libro «Ensayos-Notas. Dos capítulos» y su carta del 10 del corriente. Muy acertada la iniciativa de reeditar las obras de su padre. Esta primera entrega rescata del desconocimiento general (no del olvido) varias de las más delicadas producciones del Dr. Viriato Díaz-Pérez. Fue el gran maestro de varias generaciones, entre ellas la mía. Nos enseñó, en pleno y retardado auge del positivismo spenceriano, que sólo lo espiritual podía explicar las cosas, y sobre todo el ser paraguayo. Ahora con la divulgación de sus escritos se renovará ese magisterio. La colaboración de nuestro gran amigo Bareiro Saguier asegurc un, mayor éxito a la empresa.

Me honra mucho la invitación para prologar el tomo que contenga «Las comunidades peninsulares en su relación con los levantamientos comuneros americanos y en especial con la Revolución Comunera del Paraguay». También me pide notas críticas y bibliográficas. Para mí será un compromiso que acepto y trataré de cumplirlo en homenaje a mi sabio maestro y a sus hijos, mis queridos amigos. Verdaderamente el libro del Dr. Díaz Pérez merece una reedición, pues hoy es una rareza bibliográfica. Poseo un ejemplar, datada la afectuosa dedicatoria («A mi culto amigo Efraím Cardozo. Viriato Díaz Pérez. As., IV. 1930») en el mismo mes del lanzamiento del libro. Ese volumen es una de las joyas de mi biblioteca. Estudié el tema de los antecedentes de la Revolución cuando preparaba mi ensayo sobre la fundación de la «Ciudad» en 1541, y me fue de suma utilidad el libro de su padre. Me dio muchos indicios para dirigir mis pesquisas hacia el lado de las formulaciones de los teólogos españoles, y publiqué al respecto – citando siempre al Dr. Díaz-Pérez – varias monografías. Es un tema apasionante y para mí será muy grato volver sobre esas cuestiones en recuerdo de mi ilustre amigo y a fin de valorar, como es debido, su importante contribución a la bibliografía paraguaya. Ahora que ya no soy presidente del P.L.R. dispongo de mayor tiempo, y tan pronto terminen mis vacaciones me pondré sobre mi mesa para laborar el prólogo. No creo necesarias las notas críticas, pero sí las bibliográficas. Vd. me dirá para que época necesitará los originales.

Mis mejores augurios de felicidad para Vd. y los suyos. Un gran abrazo.

EFRAÍM CARDOZO

 

NOTA INICIAL

La edición primera de este ensayo, apareció en Asunción del Paraguay en 1930. En el postfacio de la misma se indica que los capítulos que forman el libro, fueron presentados como parte de un cursillo libre de «Historia y literatura Hispánicas», propiciado por el Instituto Paraguayo, de Mayo a Octubre de 1921, y se hace notar que hasta dicha fecha, la bibliografía nacional del Paraguay no había aun registrado una sola obra donde se estudiara la Revolución Comunera en forma aislada, como material de un trabajo monográfico o como un tema independiente.

En esta oportunidad, la reedición que presentamos, hubo de ser prologada por un eminente historiador paraguayo, el Dr. Efraím Cardozo. El súbito e inesperado fallecimiento de tan querido maestro – estando ya esta edición en vías de salir – me obligan a realizar una tarea de actualización bibliográfica, que pudo ser cumplida merced a los servicios de la Biblioteca Nacional de México, donde me fue posible ubicar gran parte de las obras mencionadas por el autor, referencias que él lamentó no haberlas podido incluir en la primera edición. En casos aislados, nos permitimos agregar algunas noticias relacionadas a los autores mentados, cuando consideramos estos datos de alguna ayuda al lector. No obstante nuestro esfuerzo y buena voluntad, las referencias han quedado incompletas y esperamos alguna vez poder hacer una labor más detallada. Por ahora contamos y rogamos la indulgencia de los lectores y críticos, ya que no queríamos detener este impulso que nos permite de a poco, salir adelante y avanzar con nuestro anhelo de lanzar en diez y seis volúmenes, las obras completas de Viriato Díaz-Pérez.

Dejo constancia de mi sincero agradecimiento a los empleados de la Biblioteca Nacional de Ciudad de México, quienes muy pacientemente me ayudaron.

Fiel a las sugerencias que nos dejó el autor durante amables e inolvidables charlas a la sombra de los nísperos de Villa Aurelia, algunos conceptos han sido convenientemente actualizados, y el lector sagaz o curioso, podrá notar mínimos cambios que en nada disminuyen ni varían la obra y que fueron realizados con el único propósito de dotar a este ensayo del dinamismo exigido por el mundo cambiante que nos toca vivir. La semántica – que el autor nos enseñara desde la cátedra – se encarga, en más de una oportunidad, de variar el sentido de algunas ideas o palabras. Estamos seguros – por ley filológica elemental – que alguna vez, y de nuevo con las mejores intenciones, podrían volver a renovarse los giros o algunas expresiones que hoy agregamos.

La primera edición vio la luz merced al mecenazgo de tres caballeros argentinos que no podemos dejar de mencionar: los doctores Rogelio C. Fumasoli, Roque H. Fumasoli y José A. Brancato. Van para ellos las renovadas expresiones de nuestro más sincero agradecimiento.

RODRIGO DIAZ-PÉREZ

Ciudad de México, Abril-Mayo de 1973.

 

CAPITULO PRIMERO

ESTADO CULTURAL DE ESPAÑA EN LOS DÍAS DE LAS COMUNIDADES

Vinculaciones de la Historia de España y la de Hispanoamérica.– Estado de la cultura ibérica en el período de gestación de las Comunidades.– La sorprendente civilización de esta época y la «España Negra» de la leyenda.– Esplendor de la Ciencia española: Astronomía: elementos propios y únicos, de investigación; la Casa de Contratación de Sevilla; los grandes matemáticos españoles de la época: Sánchez Ciruelo en la Sorbona; Núñez y el nonias.– La enseñanza: es obligatoria en España bajo sanción penal» en el siglo XV; implantación, por vez primera en Europa, de la enseñanza de defectuosos: Ponce de León inventa la de sordo-mudos. Las Academias.– La Imprenta y sus especiales privilegios en España.– El Ejército: el Gran Capitán y los orígenes de la ciencia militar moderna; la Guerra de Granada; el ejército español según Cantú.– El sentimiento de democracia y libertad en los días de las Comunidades.– La España de la tolerancia.– En la península «la libertad es lo antiguo y el despotismo lo moderno».– Remoto origen de las Cortes españolas.– El discutido juramento aragonés.– Palabras de las Siete Partidas.– En las Cortes está representado el pueblo en los días en que el siervo anglo-sajón llevaba al cuello las iniciales de su amo.– El menosprecio de las libertades hispanas por parte de los monarcas extranjeros como concausa de la decadencia española.– Las Cortes, el Municipio, y las Comunidades son instituciones de carácter ibérico.– El origen de las Comunidades.– Las Comunidades como pequeño organismo autónomo, foco de libertad administradora y representativa.– Comunidad equivalente a libertad.–

Si hay temas de investigación difícil dentro del campo de la historia hispana e hispanoamericana, uno de ellos es el de las llamadas Comunidades peninsulares estudiadas en extenso por diversas autoridades nacionales y extranjeras, pero siempre aisladamente y no en sus relaciones con los movimientos Comuneros americanos. Pensando, empero, que los horizontes históricos suelen variar de aspecto con el tiempo, con el avance de la labor general, y aun nos atreveríamos a decir con las latitudes, abordamos la recordación de este gran momento del pasado, lleno de significativas y aprovechables enseñanzas para todos, hispanos e hispanoamericanos, que formamos en último análisis y lirismo aparte, un solo grupo, vinculado a través de siglos, – como actualmente sostienen ilustres pensadores – por una historia común.

Un ejemplo de ello nos lo proporcionará la evocación que sirve de materia al presente trabajo, en el que al estudiar las Comunidades españolas encontraremos algo que podría servir de antecedente para la mejor comprensión de interesantes hechos del pasado americano, especialmente el paraguayo, ya que, como es sabido, cuenta éste entre sus páginas la célebre Revolución de los Comuneros, complejo y extraño movimiento que hizo sonar gloriosamente el nombre del Paraguay en todo el Continente y en Europa.

Previamente, y en honor a la mejor exposición de los hechos, exige nuestro trabajo una rápida revisión del estado cultural de la época en que fueron gestándose estas célebres Comunidades. Tanta sombra hemos proyectado unos y otros sobre nuestro ayer étnico que ello se hace preciso si hemos de entendernos.

No era la época de que vamos a ocuparnos la de la España llamada «negra», con tanta delectación y fantasía descrita por propios y extraños. La «España negra» apareció más tarde. Vino de fuera con el Despotismo y el Absolutismo, que eran extranjeros y fueron injertados en Castilla a sangre y fuego; con la Inquisición, que era asimismo extranjera, contraria al libérrimo espíritu de los reinos españoles, y también a sangre y fuego aclimatada; con las guerras europeas de familia, que como deplorable legado, aportaron las extranjeras dinastías... De nada de esto vamos a ocuparnos. Sólo deseamos recordar que la España de las Comunidades no era aún la de la dolorosa y trágica decadencia.

No era la Península, en aquellos tiempos, el país anticientífico que con relativa razón, pero con más encono que razón, vino describiendo una crítica parcial: era el solar todavía indiscutiblemente glorioso, emporio de cultura, donde en astronomía, por ejemplo, mientras en el resto de Europa aun se utilizaban las viejas Tablas insuficientes, se admitían de inmediato las teorías de Copérnico y Galileo; y es de recordar que éste, recibía en los calabozos de la Inquisición italiana cartas españolas de aliento y consuelo que más de una vez llevaron a su ánimo, es cosa sabida, la idea de trasladarse a Castilla en busca de libertad... ¡Glorioso y grato recuerdo para el pueblo que había de pasar a la historia como inquisitorial por antonomasia, el de este hecho honroso y significativo!

Contaba entonces España con medios propios y únicos para la investigación científica. Uno de ellos, la Casa de contratación de Sevilla, ideada para satisfacer las nacientes necesidades culturales de una época asombrosa, en que se complicaban los estudios, con el resurgimiento por una parte de las viejas disciplinas soterradas en el medioevo; por otra con el advenimiento de la ciencia nueva. Participaba este gran mecanismo cultural, único en su tiempo, de establecimientos de enseñanza; de observatorio y taller de instrumental científico, y oficina cartográfica; y de cuerpo consultivo en materias de ciencias. Sabido es que los profesores de esta casa alcanzaron fama europea y fueron gloria de su estirpe como lo fueron las Academias viejas y nobiliarias de la época. En aquellos centros de investigación se registraron por vez primera los misterios de la brújula, desconcertada al señalar latitudes nunca antes concebidas; en ellos se consignaron los enigmas de la astronomía revolucionada; en ellos fue rehaciéndose la geografía que España estaba destinada a completar por vez primera, en un momento solemne de la Historia, con sus estupendos hallazgos; en ellos, fue ampliándose la botánica, ciencia hasta entonces semi-oriental, transmitida, por la España arabizada, al resto de Europa, como las sublimidades algebraicas de la matemática, los secretos de la química, y las maravillas de la física naciente y de la historia natural. La singular posición de España en el mundo de entonces le permitía realizar esta obra magna que pocas veces ha sido reconocida. Sin poder puntualizar nombres y hechos en este breve relato, sin amplificar lo que la extensa bibliografía sobre la materia revela, que es asombroso, podemos afirmar apoyados en indiscutible documentación, que a la España de que hablamos, corresponde la gloria de haber amalgamado, en síntesis estupenda, el saber heredado de Oriente y transmitido por la ciencia árabe, con el de la Europa renacentista, añadiéndole el aporte insospechado en el mundo antiguo, de los descubrimientos realizados mediante el hallazgo del Nuevo Mundo.

Extraño puede parecer esto hoy a quienes hemos sido educados en el menosprecio suicida del gran pasado de la estirpe; pero en realidad, estas palabras son exactas y aún parcas.

Parece hoy forzado pero debemos recordarlo y repetirlo (tanto esto como otros innumerables hechos que cierta crítica se obstina en ignorar y soterrar) que fue, por ejemplo, en un lugar de La Coruña, donde en 1550 el español Rojete trabaja en la construcción de uno de los primeros telescopios; que fueron españoles de aquella época los que más se señalaron en la investigación matemática; que el famoso profesor Pedro Sánchez Ciruelo (1450-1550), catedrático de matemáticas en la Sorbona escribe el primer tratado de cálculo; y Pedro Núñez (1492-1567) inventa el nonius, instrumento de su nombre, para medir las fracciones de la unidad longitudinal, que tres siglos de progreso no ha podido superar; que el español Esquivel fue el verdadero propulsor de la triangulación geodésica; que la geografía americana, en general, y la oriental de los primeros tiempos, es obra marcadamente hispana, donde hay páginas como las del madrileño Ruy González del Clavijo, descriptor de sus viajes por Oriente, en 1405.

Los maestros de primeras letras – y recordemos esto bien especialmente –, los maestros, decimos, gozaban de privilegios especiales en aquella España tan poco europeizada, en los días en que en Francia, por ejemplo, estaban considerados como «domésticos municipales». Y – ¡quién, lo dijera! – en el país donde – después de varios siglos de esplendorosas dinastías extranjeras – la ilustración había de caer tanto, en el lejano siglo XV, la enseñanza, con enorme anticipo cronológico, era obligatoria bajo sanción penal. Y fueron tales los progresos de la pedagogía española, que extendiendo sus beneficios a los alienados y defectuosos, crea y propaga los primeros reformatorios y manicomios y es un ilustre español, Pedro Ponce de León, quien recaba el honor de haber ideado por vez primera en Europa, en 1584, la enseñanza de los sordomudos. Sabido es, por lo demás, que en las Universidades extranjeras abundaban profesores españoles. Y, hecho curioso: las grandes Academias, cuyas tradiciones se pierden posteriormente en la península (hasta el punto de que tienen que ser de nuevo instauradas por los Borbones) por singular paradoja tuvieron su origen en España, que en este sentido se anticipa en cierto modo a la misma Italia oficializando su Academia de Farmacia en el año de 1441.

Asimismo, el sentimiento de Hogar y de Familia, viejo orgullo nuestro, era desde el punto de vista del recato, de la honestidad y de la moralidad, superior al del resto de Europa, de donde más tarde había de infiltrársenos la relajación de diversas cortes fastuosas y corrompidas.

Es por entonces cuando florecen aquellas célebres escritoras españolas, como la genial Luisa Sigea, alabada por Hemsio; o la Sabuco de Nantes, y otras, que en días de tristísima servidumbre para la mujer, se anticipan en varios siglos al movimiento feminista, desempeñando cargos, luchando en las lides del pensamiento, y regentando cátedras, con asombro de Europa.

La Imprenta, que andando el tiempo había de verse amordazada por el cesarismo, gozaba en la Península, en sus primeros tiempos, de libertad amplísima y alcanzaba prestigios y privilegios, precisamente cuando en la Sorbona era tachada de «arte peligroso» en una petición al rey, y el populacho parisién perseguía hasta la hoguera a los impresores de una Biblia donde se empleó para los versículos la numeración arábiga.

Y con la Imprenta, las bibliotecas alcanzan un esplendor de todos conocido, comenzando entonces el libro hispano a difundir por Europa los acentos del habla de Castilla que empieza a adquirir flexibilidad y tiene hecha ya su cimentación en la Celestina, en la insuperable rítmica de Jorge Manrique, en el Romancero, y en el interesante y extraordinario Diálogo de las Lenguas, más tarde...

En arte, no obstante no haberse producido aún la maravillosa efloración del siglo de oro con su genial Velázquez, nuncio de la pintura veintieval, ya se distingue España con sus ingenios; ya triunfa con sus blancos esmaltes y mayólicas, de Mallorca transmitidos a Italia; ya descuella por su orfebrería, forja, temple, adamasquinado, armería; ya por industrias peculiarísimas, algunas de las cuales, como las de lanas y tinte, eran tan genuinamente hispánicas que se habían hecho notar en la misma Roma.

Mucho se ha hablado del Ejército español, que en Italia y Flandes deja leyenda de pujanza y heroísmo. Y bien, no formaban este ejército sino los restos del que produjera España, en un batallar de siglos contra la morisma.

En los días que preceden al levantamiento de las Comunidades, aún corrían de boca en boca las hazañas del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba que unió a su fortuna como general invencible, una tal genialidad estratégica, que a él hay que acudir para estudiar los orígenes de las artes militares. Asimismo, con razón se ha dicho que la evolución del arte militar como ciencia tiene lugar en la guerra de Granada, donde se pone en práctica, por vez primera, en actuación conjunta y sistematizada, la acción perseverante del ejército permanente, el empleo metódico de la artillería, y la utilización de la administración y sanidad militares, ya organizadas. Dice a este propósito el meritísimo historiador Picatoste: «Los asombrosos triunfos de Italia no fueron debidos al valor, sino a la ilustración y superioridad de nuestro ejército, compuesto de caballeros y hombres ilustrados, de poetas y de profesores, que no podían en manera alguna compararse a los soldados mercenarios suizos, ni a los franceses, etc.». En cuanto a éstos, es Brantôme, francés, quién al describir el ejército de aquella época, en el cual servía, dice, que abundaban en él los galeotes con las espaldas marcadas. En el hispano, por lo contrario, eran arcabuceros el duque de Pastrana o los hijos del duque del Alba, y Parma, y la nobleza de la sangre y de las letras...

Y para que todo sea extraordinario ante nuestras actuales miradas humilladas por la contemplación deprimente del llamado mal pasado, señalaremos en esta ocasión, con orgullo legítimo y sano, que, en la España ibera y, valga la frase, repleta aún de sangre aborigénica y de instituciones autóctonas, en esta Hispania no contaminada aún con los odios de religión que vinieron de fuera, ni con los rencores de casta y jerarquía que enconó el absolutismo, ni amedrentada todavía con el horror de la Inquisición, no existía ni era concebible, ¡oh paradoja! aquel fanatismo religioso con el que para desdicha de la península había de hacérsele después pasar a la Historia.

Desde antiguo les fuera dado a católicos y arrianos convivir en íbero suelo. Y los judíos con su Pentateuco y los árabes con su Corán convivieran largos siglos con los cristianos, en ciudades donde coexistían las iglesias, las sinagogas, y las mezquitas. En el Fuero Real de Castilla, del año 1250, se dan razones para que «los judíos se mantengan en nuestros sennorios... e puedan haber heredades... para sí... e para sus herederos». Este era el sentimiento de Castilla en el siglo XIII acerca del Grupo religioso que más se había de perseguir posteriormente en todo el mundo.

Pero en aquello que la España de las Comunidades alcanza excelsitud inimaginable, es, sobre todo y ante todo, en el sentimiento de la Libertad y de la dignidad política.

Acredita la Historia que nunca fue nueva la Libertad en España, donde, vencida a veces pero nunca extinguida, supervivió desde los días de Viriato y la calumniada civilización ibérica, hasta los del Cid y de las Comunidades.

Con más razón de lo que parece, y sin paradoja alguna, se ha dicho que, en España, la libertad, es lo antiguo, popular y autóctono; y el despotismo, lo moderno, importado y oficialista. Una vez más lo demostrará el recuerdo de lo que fueron las viejas Cortes. Puede afirmarse documentalmente que no sólo el sistema parlamentario era conocido en Castilla antes que en Inglaterra, sino que España tenía ya sus Cortes en una época en que los anglosajones, según frase del estudioso J. S. Bazan, «estaban aún como los iroqueses actuales, cubiertos de pieles, en las orillas del Támesis» (Las Instituciones Federales en los EE. UU.) . Por extraño que hoy parezca el hecho, es incontestable que, cuando entre los antecesores del libre pueblo inglés, creador del Habeas Corpus, los siervos llevaban al cuello collares de hierro con la marca del dueño, en España este mismo siervo poseía en cierto sentido su representación en las Cortes. Como los Cabildos, como los Municipios, y las Comunidades, las Cortes son una página de honor. No ha faltado quien ha querido mermar originalidad y autoctonismo a estas representaciones nacionales: es el caso de siempre: son los cultivadores más o menos interesados de la Leyenda Negra, ávidos de aminorar en lo posible el patrimonio moral e intelectivo de España. Es inevitable, en esta ocasión autocitarnos y repetir algo que antes de ahora sostuvimos sobre este tema.

Bastaría examinar a la luz de los estudios modernos la historia de las primitivas Cortes castellanas para vislumbrar nuevos horizontes. Bastaría la simple lectura de la vieja literatura de Las Siete Partidas, por ejemplo, para poner de manifiesto cuán profundas raíces tuvieron ciertas ideas en el antiguo pueblo íbero. Ningún alma sincera podrá leer hoy sin emoción, ni estudiar sin asombro, aquellas toscas palabras con las que don Alfonso el Sabio habla de la libertad, del pueblo, del derecho... en pleno siglo XIII, cuando la más espantosa barbarie azotaba a Europa. Ya en aquellos lejanos días del medioevo, en que no existía siquiera idea de otro poder que el del monarca, las Cortes reales castellanas, eran verdaderas asambleas políticas.

«Corte es llamado el lugar do el Rey et sus vasallos et sus Oficiales con él, que lo han cotidianamente de consejar... et los omes del Reino que se llegan hí, o por honra del, o por alcanzar derecho; o por facerlo, o por recabdar las otras cosas que han de ver con él».

«Otrosí es dicho Corte segun lenguaje de España, porque allí es la espada de la justicia... (Part. 2ª Ley 27)».

Ideas que van muy en consonancia con las del famoso y discutido apóstrofe (no sin base) que dícese dirigían los «ricoshombres» de Aragón al Rey en el acto de la jura: Nos, que valemos tanto como vos e juntos más que vos, os hacemos nuestro Rey e Señor, con tal que guardéis nuestros fueros e si non, non; palabras sobre las que existe una bibliografía y que, aún discutibles en su relación, están virtualmente contenidas en el Fuero Juzgo.

Desde la época visigoda, suena en nuestra historia política la expresión «Asambleas de senyeres». En tiempos anteriores, los mismos Concilios hispanos fueron asambleas civiles, verdaderos «estados generales» de la nación.

Más tarde, a medida que la reconquista dibuja los horizontes de su misión homérica, y se entrevé la grandiosa obra del porvenir, señores, nobles y reyes, comprenden el papel del pueblo en sus empresas de vida o muerte contra las huestes orientales y le conceden una importancia de que careció en otras naciones. Cuando en toda Europa el pueblo vivía bajo el azote del feudalismo, en España, lanzándose de un salto a través de los siglos, penetra en las Cortes. Asiste a las de Toledo en 1135; y a las de Burgos en 1169 «acuden ciudadanos» y todos los Ayuntamientos de Castilla.

Hay más: las Cortes de Castilla y León, se componían de «nobleza, clero y estado llano» llamados los tres brazos del reino. Y sin la asistencia de uno de los tres elementos no eran válidas. Las ciudades designaban sus representantes denominados «procuradores» que tenían voz y voto.

La historia de las Cortes peninsulares seria la historia de la libertad.

Las Cortes de León de 1220, obtienen para el pueblo, mediante las Behetrias, el derecho de cambiar de asiento, de trasladar sus bienes y el de inviolabilidad del domicilio.

Las de 1188, resuelven, «que sólo a las Cortes compete declarar !a paz y la guerra».

Las de 1282, en Cataluña, «obtienen la facultad de hacer e interpretar las leyes, no pudiendo derogarlas ni el Rey».

Las de 1258, en Valladolid, limitan los gastos reales.

Las de 1314, en Zaragoza, suprimen el tormento.

Las de 1397, en Briviesca, igualan la nobleza y el clero ante el presupuesto.

Las de 1388, en Palencia, nombran una comisión de diputados para fiscalizar las cuentas públicas.

Las de 1390, en Guadalajara, rechazan un proyecto real sobre división de España en dos reinos.

Y como la historia peninsular es una, acontece el mismo fenómeno en el pueblo lusitano donde, previamente, los municipios se dirigen enérgicamente a la realeza. Y en las Cortes de Lisboa, de 1372, se exige, entre otras cosas, «que el rey no haga guerra ni acuñe moneda sin consentimiento de los tres estados».

¿A qué quedaría, en suma, reducida la conquista de los tiempos constitucionales si examinásemos las libertades obtenidas y practicadas en las antiguas Cortes peninsulares? ¿Qué se obtuvo en los tiempos de las Cortes de Cádiz que no fuese una reconquista de lo que existía en los días de los Reyes Católicos? ¿Necesitaba España ir a solicitar allende fronteras lo que ella poseyó antes que nadie? Al encontrarse sin reyes y recurrir a congregarse en Cortes ¿necesitaba del ejemplo extranjero? ¿No sería más lógico y menos apasionado sostener que no hizo otra cosa que volver a sus antiguas tradiciones? La respuesta documentada a estas preguntas, no es de este lugar, ni por otra parte después de los datos rápidamente recordados, sería necesaria...

¿Cómo entonces – se preguntará – vino la decadencia de 1808? A consecuencia del absolutismo y cesarismo de los monarcas de la Casa de Austria, en primer término.

Cuando Carlos V se encuentra con que las Cortes le niegan dinero para sus guerras, le reclaman la reducción del ejército, o la independencia del poder judicial, o la reducción de letrados, días de fiestas y conventos, las disuelve violentamente. Mata las libertades escritas, con la disolución de las Cortes, como mata las libertades vivientes en Villalar. ¡Qué obra la suya comparada con la de los monarcas castellanos!

Así se inicia la decadencia. No la que el vulgo pseudo erudito conoce, sino la verdadera. Una original decadencia que, para mal de las teorías sociológicas, ¡coincide con el apogeo de la grandeza histórica!

Decadencia moral, por debilitación del elemento autónomo, por aplastamiento de los gérmenes libertarios, por menosprecio de las hidalgas ideas democráticas regionales, por ultraje al antiguo derecho (a) regional; (b) municipal; (c) individual, genuinamente íbero. Fue un momento fatal, deplorable, aquél en el cual la dinastía de los Austrias ¡ahoga en sangre los sentimientos populares! De entonces en adelante, todo será posible. Desde el cadalso de los Comuneros, la sangre de las Comunidades inundando los campos españoles, llevará con ella el terror y el absolutismo.

***

Pues bien: como con las Cortes, sucede con el Municipio, el Concejo, el Ayuntamiento. Este Municipio que luego es Concejo, Comunidad, que también es la «Honrada» congregación de la Mesta pastoril, (singularísima asamblea rústica que tiene algo de las juntas arcaicas de los framontanos celtíberos) es netamente hispano. Aunque la palabra es latina y Roma la propaga en lo antiguo; aun cuando Roma decreta oficialmente el establecimiento del organismo en España, la institución en lo que tiene de esencial, desde los días de Indibil y Mandonio hasta los del Alcalde de Zalamea, o los de Don Andrés Torrejón, fue siempre íbera, como lo hace suponer la lectura de Estrabón, lo evidencian estudios modernos y lo afirma la crítica nueva.

Roma no hizo sino dar nombre latino a una arcaica organización peninsular, de tan profunda raigambre que nunca desapareció de ella, superviviendo y transformándose a través de los siglos desde la nebulosa era prehistórica hasta nuestros días.

Y como ella, y con ella asimismo entretejida, transmutándose a través de diversos aspectos políticos, podríamos estudiar el sentimiento de hermandad popular y autónoma que sirvió de base a las congregaciones denominadas Comunidades.

Qué fueron éstas, en lo externo, es sabido de todos; y sólo ensayaremos concretar en algunas palabras sus caracteres en los primeros tiempos.

Ante todo, conviene advertir, que las Comunidades no tuvieron su único momento en el doloroso episodio de los Comuneros de Castilla. Éste fue la obra trágica de ellas. Nada de común tuvieron, por otra parte con los modernos movimientos del comunismo o del comunalismo como alguien por el nombre pudo imaginar.

El origen de las Comunidades de Castilla y Aragón, como tales, arranca de los primeros siglos de la Reconquista española, cuando el pueblo peninsular, desde las asperezas del Cantábrico, comienza a disputar palmo a palmo el suelo patrio al oriental invasor. Alcanzan notoriedad en el siglo XII.

En esta época se denominaba Comunidad al régimen especial de un territorio cuyos habitantes, mancomunados en obligaciones y derechos, formaban una suerte de hermandad dependiente en lo político de una ciudad libre importante, que, a su vez, no dependía de otro señor fuera del mismo rey.

Era entonces lícito a los Monarcas, donar un territorio, bien a un noble, bien a una entidad religiosa, bien a una ciudad. Constituía lo primero, un feudalismo solariego; lo segundo, un feudalismo monástico o abacial. Pero lo tercero, engendraba algo muy diferente; originaba la Comunidad, que venía a ser una entidad popular y colectiva en la que se confundían los pobladores en una igualdad de derechos y deberes, constituyendo una especie de célula autónoma en la que convivían las energías todas del Municipio, del Concejo, del cual dependían y al que tenían obligación de defender por igual, nobles y pecheros, en caso de peligro y ofensa. En representación de este Concejo y en pos del pendón popular, que era el de la ciudad, acudían las Comunidades a la guerra. Así se vio durante la larga y cruenta epopeya de la Reconquista junto a las banderas de los magnates, o las mesnadas de los belicosos obispos y abades, las enseñas de las Comunidades, enarboladas, a la par que las de los nobles, contra el enemigo común.

Así se les vio adquirir prerrogativas, prestigios y fuerza en largos años de lealtad, sacrificio y adhesión a la causa real, que era la de la liberación del territorio patrio, o bien el castigo de la nobleza ambiciosa, desordenada o rebelde.

No falta (E. Martínez de Velasco: Comunidades, Germanías y Asonadas) quien asegure que en su origen, las Cortes españolas teniendo por base más o menos remota el Municipio, el Concejo, hallaron en las libertades locales recabadas por los fueros de cada Comunidad, de cada ciudad libre, la vitalidad, la energía y conciencia de propia fuerza, que les caracterizaron.

En estas Comunidades españolas, en el siglo XII, cuando toda Europa era feudal, los honrados vecinos del Concejo se reunían cada tres años y elegían los cargos de Regidores, ¡nada menos que por el hoy tan decantado sufragio popular!

Y en estas asambleas en las cuales había, pues, un Regidor (y hay que detenerse en la estructura de esta palabra. «Regidor», el que rige) en estas asambleas concejiles de las Comunidades, debatíanse desde los intereses de la administración local hasta las cuestiones más o menos elevadas, incluso algunas que rozaban con el mismo poder real.

Porque, no otra cosa venían a ser las Comunidades que un pequeño estado popular en cierto sentido autónomo, en aquellos tiempos de opresión realenga, y abacial – descritos a lo vivo por Walter Scott, en Ivanhoe, por ejemplo –; ellas eran desde el punto de vista de la libertad así como el oasis sedante en las llanuras del desierto.

Sí; fueron las Comunidades una extraordinaria creación democrática, gloriosa para nuestros antepasados, tanto, que no se daban, que no eran posibles sino en condiciones especiales de libertad. Donde existía feudalismo no podía coexistir Comunidad. El noble o el abad, hacían imposible esta hermandad o fraternia [1] del pueblo. Las ciudades constituidas en Señorío, como Toro o Molina, carecían de Comunidad. Un poder excluía al otro...

Esto fueron originalmente, en esquema, las primeras Comunidades españolas.

Qué desarrollo alcanzaron, cuáles fueron sus anhelos, cómo se planteó la guerra que declararon al centralismo despótico y absolutista, cómo prende esta guerra en el continente americano, serán temas que estudiaremos en los capítulos siguientes.

 

CAPITULO II

ESTRUCTURA DE LA COMUNIDAD

La Comunidad en su relación con otras antiguas instituciones democráticas peninsulares.– Antecedentes remotos de ellas.– Palabras de Aparisi y de Bender, referentes al «pueblo» en España.– La Hermandad.– La Comunidad.– Las Cortes en los distintos reinos o estados peninsulares: Aragón; Cataluña; Navarra; Vizcaya.– El advenimiento del régimen absolutista y centralista hiere las véteras [2] tradiciones democráticas hispanas y engendra la Guerra de las Comunidades.

En el estudio de la Comunidades peninsulares, recordaremos ante todo que no hay que confundir tal institución con otras más o menos entretejidas en la oscura organización política del medioevo durante la complicada gestación evolutiva de los antiguos reinos hispanos.

Las distinciones que antes de ahora indicamos, no son las únicas; y conviene insistir sobre el punto, aunque no es fácil delimitar características netas, ya que dichas instituciones populares vienen a tener algo en común, heredado acaso, como hoy empieza a sospecharse, de antiquísimos organismos íberos.

El historiador Lafuente, que tan extensamente estudia la contienda de las Comunidades, deja en la penumbra la estructura y organización de las mismas, y aún emplea en alguna ocasión los términos Hermandad y Comunidad indistintamente, cuando en realidad se trata de entidades diferentes. Martínez de Velazco, que estudia las Comunidades castellanas y las Germanías de Valencia, se apresura a diferenciarlas y, a la vez, a distinguir las antiguas Comunidades de lo que se denominó el levantamiento Comunero contra Carlos V.

Ahora bien: diferentes son, en cierto modo tal vez, Comunidades, Germanías, Hermandades, agrupaciones de Gremios y otras entidades; pero, si entre estos términos, como entre los de Concejo, Municipio, Ayuntamiento y otros, es conveniente y científico en un estudio detallado, establecer las distinciones que los separan, en una visión de conjunto, al examinar lo esencial de las instituciones, sólo en cierto sentido es posible determinar un cuadro de diferencias. Antes por lo contrario; sin perjuicio de especificar en lo imprescindible, nos atrevemos a sugerir previamente, que todas estas entidades estuvieron hermanadas más o menos visiblemente por un sentimiento común de agrupación popular, democrática, de núcleo colectivo más o menos autónomo, y revestido de autoridad, privilegios y derechos, recabados de los distintos poderes, de la nobleza, de los mismos monarcas.

Sugeriremos asimismo, que a nuestro modesto modo de ver, esta cierta ideal semejanza que señalamos podría encontrar sus remotos, o mejor aún, atávicos orígenes, en la propia naturaleza del antiguo elemento popular español, diverso social y políticamente del de otros pueblos de Europa. En ninguna otra nación, en realidad, alcanzó el siervo la independencia y prerrogativas que en España, porque en ninguna parte fue tan absolutamente imprescindible su cooperación para la vida de la patria y de los monarcas.

En la península, durante los siglos de la Reconquista, los reyes españoles necesitaban más que esclavos de la gleba para utilizarles en su feudos, soldados abnegados, aguerridos y leales, capaces de realizar la gesta romancesca de disputar, palmo a palmo, el suelo patrio y la vida, al ajeno invasor. La Reconquista hizo en España libre al hombre del terruño, y aún hizo nacer el hijodalgo en Castilla, el hombre de pariatge en Cataluña, verdaderos ciudadanos que en el tenebroso siglo XI, ya se acercan a las puertas de las Cortes reclamando representación para sus hermanos del estado llano. Y si la guerra de siglos revela al siervo español su valía y le redime, asimismo engendra en él, naturalmente, el sentimiento de las agrupaciones populares para reclamar y conseguir mayores libertades y derechos. De aquí la importancia, transcendencia y fuerza de los antiguos Municipios hispanos. De aquí aquel sentimiento de autónoma potestad, tan típicamente español, que se descubre en toda institución más o menos popular ibérica, en algunas de las cuales, el humilde labriego en tanto Alcalde no cede en sus derechos ni frente al Rey.

Por eso dijo Aparisi (Obras, t. IV pag. 110): «El pueblo español fue el pueblo más Rey que hubo; en tanto que en Inglaterra para ascender a cualquier dignidad, y hasta para poder llevar la bandera de un Regimiento, era necesario ser noble, en España, los hijos de los pecheros llegaban a ser Generales, a ser Prelados, a ser Consejeros, a ser Ministros».

Por eso dice Pedro José Pidal (el primer Marqués de Pidal en sus Adiciones al Fuero Viejo de Castilla): «En España, primero que en ninguna otra nación, se desarrolló el antiguo germen municipal; se erigieron los primeros concejos; se les dio asiento antes que en los demás estados, en las Cortes o Asambleas nacionales; se desterró la esclavitud y servidumbre solariega y se desarrolló aquella enérgica y poderosa clase media en que rebosaban nuestras ciudades del siglo XV y que tanto contribuyó a extender por toda España y los confines más dilatados y remotos del globo nuestra fe, nuestra habla y nuestra civilización».

Con razón observa el erudito Juderías Bender (en su originalísima y notable obra tantas veces citada La Leyenda Negra) que el principio dominante en la historia de España es el de la intervención del pueblo en los negocios públicos.

Esta intervención, que toma mil aspectos a través de los tiempos y que se amolda y adapta, para supervivir, a las exigencias y necesidades del ambiente, quiere entreverla una escuela novísima, arrancando de la prehistoria misma española, en el clan de aquellos pueblos que según Estrabón poseían anales de 6000 años, los framontanos o pastores trashumantes, celtibéricos y lusos, que en interesante monografía, rarísima, estudia el extremeño Paredes y Guillén. Esta intervención del pueblo, de que hay huellas en España hasta en la prehistoria, la veremos en el Municipio de la dominación romana, en la que se da nombre latino a organismos autónomos; la hallaremos en el Fuero, en la Behetria; la encontraremos en las Hermandades, en las Merindades, en la curiosa congregación de la Mesta...

Ciertamente, que no pertenecen todas estas afirmaciones a la historia oficial al uso, pero trabajos modernos las autorizan como tesis de estudio en las avanzadas de la investigación.

El cualquier caso, el hecho incuestionable es que, en las viejas Cortes según vimos, interviene el estado llano, acudiendociudadanos, yrepresentantes, de todos los Ayuntamientos de Castilla a las de Burgos, en 1169; y obteniendo en las de León, en 1020, el derecho de cambiar de asiento transportando sus bienes, y la inviolabilidad del domicilio, casi un siglo antes que el Rey Eduardo de Inglaterra convocara el Model Parliament en 1295. El más antiguo allende Pirineos.

Pues bien: independientemente de las garantías de las Cortes, magna representación de las diversas fuerzas nacionales, y del Municipio, símbolo de las energías locales, siempre el pueblo español gozó del beneficio de diversas agrupaciones democráticas dotadas de mayor o menor autoridad y autonomía y que le eran característicos.

Fue una de ellas la Hermandad «rara institución peculiar a Castilla» según la llamó Prescott.

Esta Hermandad oSanta Hermandad, como también se dijo, no fue primitivamente el cuerpo ya transformado en policial en 1476 por los Reyes Católicos, o sea el de aquellos maleantes cuadrilleros de que tan frecuente mención hace la literatura picaresca del llamado Siglo del Oro. Estos cuadrilleros fueron la degeneración de la Hermandad en los decadentes días de los siglos XVI y XVII.

En su origen, la Hermandad, tal como la descubre Prescott, era, una «confederación de ciudades principales unidas entre sí en solemne liga y alianza para la defensa de sus libertades, en los tiempos de anarquía civil».

«Sus actos eran dirigidos por diputados que se reunían en determinados períodos, y que despachaban sus asuntos bajo un sello común. Daba leyes que hacían transmitir a los nobles y aún al mismo soberano. Esta especie de justicia agreste, tan característica de un estado turbulento, obtuvo repetidas veces la sanción de los legisladores; y, por más formidable que semejante máquina popular pudiera parecer a los ojos del monarca, éste hubo de fomentarla muchas veces ante el sentimiento de su propia impotencia y para utilizarla frente al arrogante poder de los nobles contra los que iba dirigida principalmente».

Se ve, por las descripciones existentes, que las Hermandades eran sociedades populares en las que, los ciudadanos, amenazados en lo externo por los agarenos [3], y en lo interno por los atropellos del clero y la nobleza, se ponían a cubierto de tantos enemigos organizándose en defensa de sus libertades, y armándose, y combatiendo hasta la muerte, a toque de campana, en asociaciones tan potentes que a veces recibieron el nombre exagerado de Cortes Extraordinarias.

Si se recuerda la descripción primera que hicimos de las Comunidades se verá el por qué de las confusiones originadas y se descubrirá el típico sello hispano que en cierto modo unifica agrupaciones tan diferentes.

Las Comunidades tienen, en verdad, un origen distinto, que habría que ir a buscar, según Martínez de Velasco, en Castilla, hacia los días de Alfonso VI, el de la Jura de Santa Gadea, el del Cid (1073-1109); y en Aragón, por los tiempos de Don Alfonso el Batallador (1104-1134).

Suele decirse comúnmente que existían por entonces en Castilla cuatro clases de Señoríos: el de realengo, en que los vecinos no dependían sino de la autoridad del rey; el abadengo, que era la dependencia de una entidad religiosa; el solariego, en el que los vecinos dependían de un señor; y el de behetria (bene-factoría) o privilegio, por el que los pueblos podían elegir o abandonar a voluntad un señor o una jurisdicción.

Pero podríamos decir en esta ocasión que existió además otra especie de señorío de origen popular: el de las Comunidades, nacidas de las alianzas del pueblo con los reyes, para contrarrestar el poderío feudal, enemigo común.

Eran pues las Comunidades, según ya dijimos, el régimen especial de un territorio cuyos habitantes mancomunados en obligaciones y derechos, formaban una especie de agrupación, dependiendo en lo político de una ciudad libre, que, a su vez, no dependía de otro Señor que del Rey. En esta entidad popular, verdaderamente democrática, nobles y pecheros convivían asociados en una especie de igualdad de deberes y derechos, y al amparo de los fueros y privilegios que todos por igual conquistaban para el Municipio, cuyo pendón, era la bandera común. Insistiremos en que en estas Comunidades, ya en el siglo XII, vale decir en pleno feudalismo, los vecinos elegían los cargos de Regidores por sufragio popular y que en sus asambleas se trataban desde las cuestiones locales hasta las relacionadas con el poder real.

Mediante esta mancomunidad popular de un territorio acogido a los fueros de una ciudad, que venía a ser su capital, engendrábase no una especie de feudalismo, sino un régimen de relativa autonomía local. Era la pequeña célula, dotada de vida, dentro de organismos más complejos también vivientes. Era la pequeña libertad de la vida del Concejo, como los Fueros regionales eran las grandes libertades de los reinos. Eran una necesidad política dentro del autonomismo innato, estructural, del pueblo íbero.

Comparad esta entidad política, en sus esenciales tendencias, con las restantes de los diversos reinos españoles, y, a pesar de sus diferencias, descubriréis un mismo sentimiento de Libertad, de Autonomía, que es el que hizo, y hace, de España, una nación de idiosincrasia regional y federativa como lo demuestra su historia y su geografía y como sostuvo con más genialidad que fortuna política, el sereno y grande maestro don Francisco Pi y Margall de venerable memoria.

Tan netamente fue del terruño la institución de las Comunidades que éstas existieron en larga y próspera vida en toda Castilla y Aragón; y, si admitimos su parentesco con otras asociaciones, tales, por ejemplo, como las Germanías de Valencia, podría hallárseles infiltradas en la vida general de la península.

Las más antiguas de Castilla eran las de Avila, Salamanca, Segovia y Soria. La de Avila abrasaba 210 pueblos; la de Segovia 130 y sus limites llegaban hasta Alcobendas y Fuencarral en Madrid; la de Soria constaba de 151 pueblos. En Toledo no existía apenas Comunidad. En Madrid, sí. Lo que podría llevarnos a demostrar el espíritu aristocrático de la imperial ciudad toledana, y, a la inversa, el democrático y siempre chispero de la alegre Villa del Oso y el Madroño, sobre todo si recordamos la correlación que establecimos entre «ciudades» y «comunidades».

Resumiendo:

No es ésta, ocasión para discutir las conveniencias o los inconvenientes de un régimen histórico. Nuestra finalidad, por el momento, es otra. Lo que no podremos evitar es que nos encontremos en el transcurso de la ligera reseña que iremos trazando, con que la libertad fue característica de las antiguas instituciones peninsulares, y que España fue próspera mientras el destino le permitió evolucionar en un ambiente que parecía ser el suyo.

Este ambiente era el de las Comunidades; el de las libertades políticas garantizadas por las Cortes; el de las franquicias de las ciudades y autonomías de los municipios...

Coexistían en aquella época reinos poderosos unidos en lo fundamental, autónomos en lo accidental.

Gobernábase Aragón dentro de sus leyes. Sus Cortes no podían ser disueltas por el rey. Los tribunales reales estaban sujetos a la suprema decisión del extraordinario y curiosísimo magistrado llamado el Gran Justicia, dignidad sin equivalente en Europa y acerca de la cual existe una extensa bibliografía jurídica. Todo aragonés que se creía agraviado podía apelar a este magistrado supremo que poseía potestad para hacer suspender cualquier sentencia si la estimaba contraria a los fueros del reino. El Gran Justicia no era responsable de sus decisiones sino ante las Cortes; y ya sabemos lo que eran éstas si recordamos el célebre y discutido juramento terminado con el solemne: e si non, non.

Cataluña gozaba asimismo de sus antiguas libertades. Se administraba con la autonomía que aún hoy añora el desde entonces herido pueblo catalán.

Las Cortes catalanas, como las aragonesas y navarras, se diferenciaban de las de Castilla en el punto esencial de que compartían con el monarca la potestad legislativa; es decir que gozaban de las mismas facultades que las Asambleas modernas.

Navarra se gobernaba de acuerdo con sus Fueros que databan de 1090. Su Consejo Real, era soberano y el rey no podía llevar a él sino un solo castellano.

En cuanto a las Provincias Vascas, que formaban el señorío de Vizcaya, sus antiquísimos y famosos privilegios eran excepcionales. Todo vasco era noble de nacimiento y no podía ser juzgado fuera de su provincia. Gozaban los Vascos de absoluta libertad de comercio; el rey no podía establecer impuestos ni estancos en el Señorío; ni construir casas fuertes sin consentimiento de los habitantes. Poseían éstos finalmente, el curioso privilegio cuya fórmula era: «obedecer las órdenes del rey sin cumplirlas», cuando eran contrarias a los Fueros.

Coexistían en suma en la España anterior a la dinastía llamada austríaca, gremios, germanías, comunidades: autonomismos; todos ellos en armonía con el etnos, la historia, la tradición, el habla, y las costumbres de la península, multiforme, varia, en su geografía y en sus pueblos.

Todo ello había contribuido a hacer posible aquella España próspera y grande, a la que el destino de las naciones confiara el hallazgo y la civilización de un mundo nuevo.

Pero este mismo destino, quien sabría por qué severo designio, quiso dejar amenazada dicha grandeza mediante un hecho que había de ser fatal al porvenir de la raza: el advenimiento de un régimen que había de destruir las antiguas libertades nacionales, injertando extraños brotes de una flora exótica en el roble autóctono y arruinado del bosque secular.

Me refiero, al advenimiento de la Casa de Austria, con su genial y tan genial como fatal Emperador, el omnipotente e invicto César y Majestad, Carlos V, en cuyas manos veremos desvanecerse todo un mundo de ideales y de conquistas democráticas, a costa de tan generosos sacrificios obtenidas, dando lugar a la contienda cruenta que se llamó Guerra de las Comunidades.

 

CAPITULO III

EL CONFLICTO ENTRE LA LIBERTAD Y EL AUTOCRATlSMO

El democratismo en las páginas de Las Partidas y en las del Fuero Juzgo.– La libertad religiosa en la España anterior a los Austrias.– La Pragmática de Arévalo, de 1443, documento único en la historia del siglo XV.– La sorprendente tolerancia religiosa hispana de la época.– La Intolerancia, como la Inquisición y el Absolutismo, penetran en España desde el extranjero venciendo enormes resistencias internas.– Carlos V y el extranjerismo. Una contemplación inusual del grande y fatal Emperador.– La dinastía austriaca.– Carlos V aunque representativo de la casa Austria-Borgoña, no es un austríaco sino un francés.– El afrancesamiento hispano debido a la casa de Borgoña, según Antón del Olmet.– Incompatibilidad de las tradiciones liberales peninsulares y el autocratismo de Carlos V.– Incomprensión del pueblo español por parte del Emperador.– Torpeza de los primeros actos de éste.– Aristocracia y favoritismo.– La protesta castellana.– El burgalés doctor Juan Zumel, símbolo del descontento.– En Burgos se repite el Juramento del Cid.

Hemos entrevisto resplandores de libertad, gestada en las viejas asambleas populares de Castilla y León, iluminando las tinieblas del siglo XII. Hemos oído hablar de fueros y derechos y comprobado la entereza y tenacidad con que los recabaron, el pueblo y las distintas instituciones organizadas frente al señor feudal, omnipotente e inaccesible en otras naciones. Y hemos especialmente señalado, – literatura y lirismo aparte – cómo dicho sentimiento de sana y honesta libertad venía entretejido fuertemente y bien de antiguo en el alma íbera trasuntándose en sus costumbres, leyes e instituciones.

Le hemos encontrado en las pergaminosas páginas de Las Partidas, como pudimos hallarle en los vetustos folios del Fuero Juzgo visigodo, el código venerando, donde el curioso de nuestros días podría descubrir entre la torpeza y balbuceo de la ruda y tosca fabla [4] romanceada, antiquísima, anticipaciones de un democratismo desconcertante.

«La Ley govierna la cibdad – dicen aquellos remotos legisladores de los Concilios de Toledo – e gobierna a omne en toda su vida, e así es dada a los barones cuemo a las mugieres; e a los grandes cuemo a los pequennos; e así a los sabios cuemo a los non sabios; e así a los fijodalgo cuemo a los villanos e que es dada sobre todas las otras cosas por la salud del principe e del pueblo, e reluce cuemo el sol en defendiendo a todos» (Ley 3; t, 2; lib. I).

Y dicen también, (en la Ley 2, t. 1º «fecha en no octavo concello de Toledo», vale decir en el año 653) estas palabras estupendas:

«Faciendo derecho el rey, debe aver nomme de rey: et faciendo torto, pierde nomme de rey. Onde los antiguos dicen tal proverbio: rey serás, si fecieres derecho, et si non fecieres derecho, non serás rey...».

¡Y hay quienes se obstinan en dudar – autenticidad aparte – hasta de la posibilidad del famoso y discutido juramento aragonés, existiendo antecedentes como los de estas indubitables palabras!

Pero aun hemos visto más; a saber: cómo hasta la misma libertad religiosa que algún día llegaría poco menos que a extinguirse en la Península – cuando los Felipes hicieron de ella la ciudadela del catolicismo contra la heterodoxia – cómo hasta la misma tolerancia, aún hacia los credos exóticos y entonces aborrecibles de los grupos orientales perseguidos, tuvo en España su honroso momento de gloriosa realidad del que hay tan interesantes vestigios en las leyes, en las costumbres, en la literatura. Existe, por ejemplo, aunque casi nunca sea mencionada, la célebre Pragmática dada en Arévalo, en 1443, por Don Juan II de Castilla. «Es un documento único en la historia del siglo XV», según dice Nido y Segalerva (y nosotros diríamos único en la historia antigua) en el cual el rey castellano toma bajo su guarda «como cosa suya e de la sua cámara – tales son sus palabras – el amparo del pueblo judío».

¡Qué distancia entre los sentimientos hispanos de esta famosa Pragmática, y los romanistas y ultrapirenaicos [5], que ya desde los Reyes Católicos, se infiltran en el ambiente nacional, hasta adueñarse de él, transformarle y hacerle propicio a la persecución, la intolerancia y el Santo Oficio!

Pues bien, y una vez más quede ello consignado: merced a aquella antigua tolerancia, y al calor de aquella prístina libertad, defendidas con energía y tesón por reyes y súbditos, fue creándose, aun entre los obstáculos gigantescos de la Reconquista, la grandeza hispana y hasta fue posible que se destacasen los reinos españoles entre los demás de su tiempo.

Sin macular, sin menoscabar en nada su piadoso y sincero cristianismo, supieron los antiguos reyes hispanos convivir humanamente con propios y extraños. Y supieron algo mas, que posteriormente vino a ser cosa inconcebible: ser hospitalarios con aquellos sabios emigrados de Oriente que en sus libros de ciencia importaban los secretos, ignorados en Europa, de las viejas civilizaciones índica y egipcia, caldea y helénica, árabe y hebrea, haciendo de Sevilla, Toledo y Córdoba, emporios sorprendentes de cultura, y de España puerta por donde penetra el saber oriental en Europa.

Venían entonces a las hispanas Academias, célebres en la cristiandad, los estudiosos de otras naciones y de ellas salían hombres que, como Silvestre II, el Pontífice, habían sido educados en España por moros y judíos, los cuales podían ser españoles en una patria aun tolerante, amplia y común. (Nido y Segalerva. La libertad Religiosa, Madrid, 1906).

Era entonces proverbial la hispana tolerancia, de la que – entre otras autoridades – hablan extensa y calurosamente Renan y Michelet, en varias de sus obras (El porvenir de la Ciencia, Averrores y el Averrorismo, La Bruja), cómo eran proverbiales sus libertades; porque ¡oh ironía de los tiempos! todavía el Santo Oficio, no había penetrado en tierra española, ni aún se había encendido en ella el odio a los judíos, ni a la «herejía», odio, que – observemos y registremos el hecho curioso y significativo –, se introduce en la península, infiltrándose por Aragón, con el rey Don Fernando, y transmitido desde el Mediodía de Francia, donde ya se había ensañado con los Albigenses y otros creyentes desgraciados.

Vino, pues, de afuera a Castilla, el virus de la intolerancia, como el mal del absolutismo, como las tendencias antidemocráticas, contra las cuales se levanta en movimiento de protesta nacional la cruenta guerra de las Comunidades. Y penetró no sin resistencia este mal del despotismo anti-íbero, transmitido por la extranjería y por el romanismo primero por una debilidad lamentable que constituye la única sombra del reinado de los Reyes Católicos y, finalmente, por designio del destino que, al extinguir la vida y la razón de los que habían de ser nuestros gobernantes, hace posible el advenimiento de monarcas extraños a nuestro suelo, tradiciones y anhelos históricos.

Del primero y más grande de ellos, el Emperador Carlos Quinto, vamos a ocuparnos en esta ocasión, sino extensamente, tampoco al modo usual – permítasenos decirlo, ya veremos en razón de qué –; hay un aspecto de su personalidad que es para nosotros de imprescindible necesidad estudiar, si hemos de pretender explicarnos algunas características del momento histórico que venimos investigando.

En cuanto a la originalidad a que aludimos, claro está, que no será nuestra, sino de la escuela, por así decirlo en que vamos a apoyarnos. Maestro inimitable, en ella es el brillante escritor don Fernando Antón de Almet, Marques de Dos Fuentes, en cuya obra Proceso de los Orígenes de la Decadencia española, vamos por un momento a inspirarnos.

De los hechos que sostiene el culto investigador Antón de Olmet – con más bríos y también con más arte y modernidad que otros émulos suyos – podría deducirse y afirmarse que un torpe e intempestivo extranjerismo vino siempre en España a interrumpir, a desviar, el curso natural de la verdadera historia nativa; extranjerismo que más de una vez reaparece en nuestro pasado, ya en los días de Alfonso VI con la introducción del Rito Romano que altera la estructura íbera de la Iglesia española e inicia instantáneamente las persecuciones religiosas; ya en el reinado mismo de Isabel y Fernando, a quienes acusa Olmet de haber contribuido a introducir en España el absolutismo, (con el Santo Oficio, el Monarquismo absorbente y la expulsión de los judíos), y el espíritu romanista y cesáreo.

Claro está, que aun hubiera sido excusable en homenaje a indiscutibles virtudes y elevados anhelos que todos conocemos, el atenuado autoritarismo de estos reyes españoles; o, de los que en lo sucesivo hubieran podido ir armonizando – al modo hispano – las tradicionales libertades y la especial organización de los estados españoles, con las nacientes tendencias de aquella época en Europa, encaminadas, como es sabido, hacia el monarquismo absoluto, hacia la constitución de grandes imperios, el primero y más extenso de los cuales había de ser el del mismo Carlos V.

Pero, es curioso y digno de ser mencionado, el hecho de que, España tuviera la desdicha de ver contrariados sus más íntimos y arraigados anhelos históricos y étnicos por mano extraña que en holocausto a intereses nebulosos y ventajas no pocas veces quiméricas y más bien de índole externa, que fundamental e íntima, vinieron a deshacer de golpe y sin compensación positiva la penosa y sabia labor de la raza a través de los siglos, desviándola de sus ideales y torciendo el curso claro y natural de la Historia.

Sería de una vulgaridad imperdonable, y de un simplismo unilateral, anacrónico en nuestros días de historia y critica con pretensiones cienticistas, el incurrir en la defensa de figuras históricas, o en ataques a personalidades excelsas, por lo demás definitivamente consagradas por el inapelable tribunal de los siglos. Grande y genial fue Carlos V. Su figura en la historia universal es única: no cabe acerca de ella ni el líbelo ni el panegírico; pudiera decirse acerca de este genuino héroe carlilano que la grandeza de su gesta integral le colocó más allá de la censura y de la loa, pues fue la de un verdadero hombre representativo y simbólico. Los hechos de sus días son grandiosos cuando no decisivos; las hazañas de sus súbditos, estupendas, fantásticas, rayanas en lo maravilloso de los libros de Caballería; las que el César acomete y gloriosamente remata, brillantes y transcendentes... Grande este monarca, en suma, en su vida hazañosa, que supera en lo rutilante mismo, la de un clásico Imperator pagano, lo es también en su muerte en el retiro monacal del caserío extremeño de Yuste, donde el que fuera Majestad Cesárea quiere contemplar sus funerales en vida, y se desprende, no ya de todo poder terreno sino de esta vida misma, con la grandeza alegórica de una parábola cristiana, evocando en los espíritus a través de los siglos, la meditación, como una página de Kempis...

Pero, en realidad, por encima de todo, por sobre la grandeza histórica y estética de este Emperador, padre de Felipe II, está, desde el relativo pero también respetable punto de vista hispano, el hecho incuestionable de que, para España, su misma grandeza fue fatal.

Ha dicho, con razón, el erudito historiador y crítico, Picatoste, en su Estudio sobre la grandeza y decadencia de España en el Siglo XVII (Parte II) que: «En los hechos históricos como en los físicos, hay que tener en cuenta el impulso primitivo, y, la velocidad adquirida. Una pequeña variación de la aguja lanza un tren por un nuevo camino, precipitándolo tal vez un pequeño impulso: una pendiente llega a ser, al final, una fuerza enorme. Carlos V fue el primer impulso: su política fue la aguja que varió la dirección de nuestra patria, equivocadamente».

Nada más cierto. En realidad y desde un punto de vista elevado no fueron malos ni mediocres gobernantes los Austrias. Grandes fueron Carlos V y Felipe II; Felipe III y Felipe IV fueron reyes caballerescos, cultos, artistas, laboriosos, y no exentos de bondad... Pero aquella desviación inicial de que hablamos, les fue conduciendo por rumbos, peligrosos por lo menos, y desde luego contrarios a los que se diría la historia tenía reservados al pueblo español.

Y como pequeñas causas engendran grandes efectos, ocurre pensar en esta ocasión, si no podría incluirse entre estas pequeñas concausas que habían de producir los tristes efectos de nuestra decadencia, la violenta aniquilación de las Comunidades; la separación del pueblo español de la causa, sagrada otrora para él, de las empresas nacionales y de los negocios públicos; su alejamiento – forzoso en un monarquismo absoluto – de los ideales que dejan entonces de ser populares para devenir políticos y de Estado, y pierden así, en lo sucesivo, para el pueblo de las Cortes y de los Fueros – enemigo del gubernamentismo rígido y teocrático – aquel interés que le prestó otrora la coparticipación democrática en las empresas y luchas de sus reyes.

Carlos V, a manos del cual vamos a ver cómo caen aniquiladas las Comunidades y con ellas las antiguas libertades españolas, aun con todo su genio, hay que atreverse a decirlo, no era, no podía ser el hombre que reclamaba en aquella hora grandiosa y solemne – henchida de anhelos gestados desde el misterio del pasado –, el pueblo español, que nada tenía que resolver en Europa, y al que, por lo contrario, el destino le emplazaba frente al Africa, que le había invadido ( ¡Testamento de Isabel la Católica! ) y le colocaba entre las manos el dilatado imperio del mundo Americano...

Carlos V era un monarca obsesionado con la idea del predominio en Europa: la idea más opuesta a las del testamento de Isabel la Católica; y a ella lo sacrificó todo. Dice a este propósito Weis (España desde el reinaldo de Felipe II. Madrid, 1843): que consumió su vida persiguiendo la quimera de la monarquía universal; y es cierto.

En realidad todos sabemos que, en vez de hacer único y verdadero centro de su sistema imperialista, España, que por el Atlántico comunicaba con América, por el Mediterráneo con Africa, y por los Pirineos con Europa, gobernó, pudiera decirse, con los ojos puestos en Flandes, verdadero eje de su política. Ésta le obliga a trasladarse de los Países Bajos a España, de España a Italia, de Italia a Francia, de Francia a Alemania, reuniendo asambleas, presentando batallas cercenando, si era preciso, libertades en toda la Europa, una gran parte de la cual dependía de sus órdenes.

Y esta obsesión del predominio en Europa, que viene a la península, evidente es, con la casa de Austria-Borgoña, y que había de contribuir tan poderosamente a la ruina de España, es a la vez concausa que influye necesariamente en el descuido, ya que no en el atraso, de nuestra obra civilizadora en América; porque los problemas del Nuevo Mundo para los monarcas extranjeros en España, fueron por lo general y en cierto sentido, cosa secundaria.

Hechas estas aclaraciones en conjunto, veamos ahora, finalmente, los antecedentes necesarios para comprender cuál fue y cuál tenía que ser, en España, la actitud del primer Austria-Borgoña, y cómo esta actitud tenía que provocar el levantamiento Comunero y la ruina de las Comunidades, señalándose ya bien visiblemente en el polarismo de la Historia de España, aquella desviación inicial que tan lamentables resultados había de producir en el porvenir patrio.

Carlos I de España y V Emperador de Alemania, hijo de Doña Juana llamada la Loca y de Felipe el Hermoso, y, por tanto, nieto de los Reyes Católicos y de Maximiliano de Austria y María de Borgoña, no era español, sino nacido en Gante (1500) y allí criado sin jamás haber puesto los pies en España donde su abuelo Don Fernando, en carta célebre, se lamentaba de no haberle nunca visto.

Se le denominó a este monarca, de Austria, a causa de su ascendencia paterna, pero en realidad, estudiando sus orígenes se ve que bien poco habría en Don Carlos que justificase el apellido. Antón de Olmet, le denomina en virtud de esto, Borgoña, apoyándose en razones indiscutibles. Felipe el Hermoso padre de Carlos V, ya había sido criado en los estados de Doña María de Borgoña, su madre, sin apenas conocer a su padre el Emperador Maximiliano. Era su idioma el francés; francesa su guardia y franceses el oficio y etiqueta de su Casa, dicha de Borgoña, así como era borgoñona la orden del Vellocino, llamado «Toison» en Francia. Como en casi todas las casas reales, se dio en esta de Borgoña una tónica histórica: la tendencia al predominio y a la intervención, a la ambición y al despotismo.

Esta Casa, que no obstante denominarse de Austria, es francesa por su espíritu y tendencia, por su habla y tradiciónes, es la que en realidad se sentará en el trono de los Alfonsos y de los Fernandos, en España. La influencia de ella lejos de germanizar, por así decirlo y como podría suponerse a la península, la afrancesa. Como el idioma de la Casa de Borgoña es el francés, con él – dice Antón de Olmet –, en párrafos que extracto y sobre los que ruego especial atención –, vendrán a España ya desde Felipe el Hermoso, «todos esos barbarismos o por mejor decir galicismos cuyos orígenes se desconocen hoy, hasta el extremo de que algunos de ellos son empleados por alarde de estilismo. De entonces provienen el bureo, que es el bureau; como el chapeo, (que es el chapeau), manteo (manteau) y el meson. De aquí el Sumiller de Corps, el Contralor y el Grefier. De aquí el cadete, como el fruitier, el busier el potaier, el furrier, el guarda manguier, y en fin, el castiller y el acroi... De aquí el gentilhombre, por camarero, de aquí la Guardia de Corps, llamada borgoñona, para ingresar en la cual se exigía ser borgoñón, siendo forzoso hablar la lengua walona, con cuyo cuerpo fueron reemplazados los Continuos, así llamados por su servicio permanente, al lado siempre de la persona del Rey.

«El francés pasa a ser en cierto modo lengua oficial de los monarcas de España. No solamente es la lengua de la guardia personal, Guardia de Corps, sino que en francés se escriben, y esto aun perdura, los nombramientos oficiales de Caballeros de la Orden del Vellocino, esto es, de la Toison. En francés son redactados los decretos que se dirigen al gobierno de Flandes...».

«De esta manera será la cruz de Borgoña, esto es, las aspas de San Andrés, la que lleven, en lugar de los castillos y las barras, las banderas del Ejército español de mar y tierra, como será el Vellocino de Borgoña «la Toison d’or» la que colgará del cuello de los monarcas de España, desde entonces, preteriendo y humillando la Orden gloriosa de Santiago de la Espada, creada, en memoria del Apóstol nacional, a cuyo grito heroico e invencible reconquistaron los españoles la patria íbera, en ocho siglos de cruzada».

«En vano el pueblo español se quejará a Carlos I, que prefiere apellidarse V, de mantener y acrecentar en nuestra patria esa Casa de Borgoña, fastuosa y costosísima, sobreponiéndola a la Casa de Castilla».

«El espíritu francés de la llamarla Casa de Austria... se impondrá a todo y saltará por todo. Franceses, llamados aquí flamencos, son los Lannoy, son los Croy, de Carlos V, son los señores de Chievres... Esta turba asoladora será la Corte que traerá Carlos I, cuando venga como a país conquistado a recoger la herencia del Rey Católico. El Rey de España no habla el español... El espíritu del nuevo soberano no está en España, ni lo estará jamás. Su abuelo Maximiliano ha muerto, y él ha sido elegido: todo su afán está en marchar a coronarse. En vano es que las Comunidades castellanas le supliquen que no se ausente de sus reinos. El «Imperator», el «César», el «Augusto» y «Rey de Romanos» no conoce más leyes ni más fuente de derecho que el capricho, según los cánones del Derecho Romano»

«Las relaciones entre el Rey y las Cortes quedan rotas, violados todos los preceptos que regulaban la función legislativa de Castilla. El rey de España sale para Alemania. Carlos I no será más que Carlos V».

«Pero no será por eso un alemán; Carlos I no será sino un francés antifrancés... La Casa de Borgoña, esto es Carlos I, que continúa atribuyéndose el Ducado... vuelve en el César a rivalizar audaz, pretendiendo con el Ducado la intervención en los negocios franceses».

«De esta manera, Francia entrará en nosotros. El despotismo francés será implantado».

«A la protesta de las Comunidades, al alzamiento de Castilla pisoteada, al grito unánime de las libertades patrias, responderá el César declarándoles la guerra, ahogando en sangre el movimiento, estrangulándolo, decapitando a Padilla, a Bravo y a Maldonado, ejecutando a aquel obispo rebelde, último representante del clero íbero, de la Iglesia nacional, de los Prelados feudales españoles, no los de Corte, sino los de Diócesis, que cabalgaban al frente de sus tropas, sembrando el pánico en las huestes agarenas, peleando por su Patria».

«Es que la Casa de Borgoña, conoce ya cómo se hacen estas cosas; tiene ya hecha la mano a estas andanzas. Ella ya sabe cómo se huellan los Fueros, y lo que vale la ley ante la fuerza; ha practicado durante dos centurias, la humillación de todos los privilegios, y sabe cómo Brujas y Amberes y Bruselas, ciudades libres, Repúblicas insignes, han inclinado sus potentes cervices y han soportado el dogal del tirano. Y así hará Carlos de Borgoña en España».

«Cuando las Cortes de Castilla, las más rebeldes, las únicas audaces contra los desafueros del déspota francés se opongan a la prevaricación de los Ministros extranjeros, a las impúdicas depredaciones de los Chievres; y alcen su voz arrogante los Grandes y los Prelados (haciendo causa común con la nación y triunfando entre éstos la Iglesia Nacional sobre el influjo del clero romanista) ambos serán, los Prelados y los Grandes, arrojados para siempre de las Cortes, violando así, como dijo Jovellanos, el precepto más antiguo de la Constitución nacional...».

* * *

Ahora bien; ¿cuándo y cómo se produce el inevitable conflicto que había de degenerar en la sangrienta Guerra de las Comunidades y Germanías? Teniendo presente lo que entre líneas revela el cuadro que acabamos de trazar, y siguiendo a de Olmet, puede decirse que el conflicto se plantea desde los primeros momentos de la llegada de Carlos a España y en la forma que era de esperar dada la incompatibilidad absoluta entre el modo de ser y regímenes políticos hispanos y del nuevo gobernante.

El gran hispanista irlandés Martin Hume (Historia del pueblo Español) estudiando esta época ve en Carlos V, el flamenco, el extranjero, que ignora no sólo el español, idioma de sus súbditos, y las leyes del suelo que va a gobernar, sino hasta el carácter, cualidades y virtudes de sus habitantes. «No cabe duda – dice – que Carlos vino a España, en un principio, con una idea muy falsa del país y del pueblo, a quien le habían inducido a mirar como una nación de semisalvajes, que podía ser gobernada mejor por flamencos... ».

Nada tan exacto como estas palabras. No había sido el primero, ni había de ser el último gran mandatario absoluto que se equivocase ante nuestro extraño pueblo. Como Carlos V, siglos más tarde, otro genial e invicto emperador, el gran Napoleón, había de fracasar por la misma incomprensión y el mismo prejuicio.

Nacido, criado y educado, Carlos V, en Flandes, joven inexperto, rodeado de una corte orgullosa y fastuosa, y en poder del noble Guillermo de Croy, señor de Chievres, su ayo, que despreciaba las letras y detestaba a España (contra la que peleó en Italia al servicio de reyes franceses) no era de esperar de su parte otra cosa que las torpezas que acompañaron sus primeros actos de gobierno en España, que fueron enormes.

No bien noticioso de la muerte del Rey Católico, su abuelo, se hace proclamar en Bruselas y contra toda norma en España, Rey de Castilla y Aragón, y obrando como tal se dirige al Rey de Francia, Francisco I, al que denomina «Padre y Señor» contrariando espinosísimas cláusulas de documentos españoles. Por otra parte, sin moverse de Flandes, y dilatando indefinidamente su ida a España ya comienza a disponer en unión del ambicioso ayo Guillermo de Croy, de los cargos y destinos de Castilla, como si tratase de privado patrimonio... Un año tarda en venir a España, entrando en Valladolid el 18 de noviembre de 1517, y a los 18 años de edad, rodeado de una numerosa corte de consejeros y palaciegos flamencos, orgullosos e insolentes.

Aquel joven monarca, que como tal se presentaba y titulaba, no sabía que para ser admitido en su regia autoridad en España, necesitaba el imprescindible reconocimiento formal y solemne de las Cortes, y el juramento aquel – uno de aquellos juramentos íberos – que se acostumbraba a prestar al iniciar cada reinado. Procuraron – aunque sin conseguirlo – los nobles flamencos, esquivar la antigua y venerada costumbre que para ellos no era sino vana «formalidad embarazosa e impertinente» según gráfica frase de Lafuente. Por fin, en enero de 1518, se celebraba una sesión preparatoria en el Convento de San Pablo de Valladolid (que aun hoy existe) a la que concurrieron los Procuradores y diversos representantes del Reino. Grande fue la sorpresa y más grande la indignación que produjo entre estos representantes, encontrarse tan augusta Asamblea invadida por el funcionarismo flamenco.

Carlos V, en efecto, había continuado repartiendo prebendas entre sus amigos de Flandes y así resultaban monstruosidades tales como la de venir a ser sucesor del gran Jiménez de Cisneros en la dignidad de Arzobispo de Toledo, primado de las Españas, el joven de veintitrés años Guillermo de Croy, sobrino de Chievres; otro flamenco, Sauvage, el más odiado de la comitiva, Canciller mayor de Castilla; y así los demás agregados a la camarilla extranjera.

Fue entonces cuando surgió la figura netamente castellana, más aún, típicamente burgalesa de aquel famoso Doctor Juan Zumel, símbolo y voz del general descontento.

Era Zumel, diputado por Burgos «hombre enérgico, vigoroso y firme» y no vaciló en exponer claramente la queja contra la intromisión de aquellos ambiciosos en la nacional asamblea, a la que agraviaban. Las amenazas – incluso la muerte – que de los poderosos flamencos partieron, fueran bastantes a disminuir los bríos de cualquier espíritu que no fuese el de Juan Zumel. Este respondió afirmándose con entereza en sus palabras. Los demás procuradores hicieron causa común con él y decidióse formular una petición al Rey. Los consejeros de éste se manifestaron sorprendidos de que se presentaran peticiones antes de tener conocimiento de lo que el Rey pensaba ordenar. A ello contestó Zumel estas palabras:

Bueno será, que S. A. esté advertido de lo que el reino quiere y desea, para que haciéndolo y observándolo, se eviten contiendas y alteraciones.

Aquellas enérgicas palabras eran la voz de Castilla, voz que, de haber sido escuchada, quién sabe si no hubiese cambiado el destino de España. Para Carlos V no aparecieron sino como la presión de una insólita y punible osadía...

Por fin se celebró la sesión regia, el 3 de febrero de 1518. En ella, Carlos de Austria-Borgoña juró explícita y terminantemente guardar y mantener los fueros, usos y libertades de Castilla; los mismos y las mismas, que ¡oh vergüenza e ignominia! habían de ser aniquiladas por sus propias manos de déspota y perjuro...

Y he aquí un hecho asombroso, algo inesperado, que aparece un incidente de romance y que fue empero una realidad.

En aquel juramento había de producirse un verdadero caso de avatar – valga la palabra –, de revivencia, de atavismo, o mejor de ancestrismo misterioso y simbólico.

¿Recordáis cuando en la misma legendaria ciudad de Burgos don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, tomara su triple juramento al Rey, en Santa Gadea?

Bien. En esta misma sede de la vieja Castilla, solar de España, otro burgalés se levanta en igual ocasión, como en aquella ceremonia solemne, y ante Carlos V, como Rodrigo Díaz, ante Alfonso VI, con la grandeza de una figura de leyenda manifiesta que, se esquivan algunas cláusulas. Este burgalés, es el diputado don Juan Zumel, que insiste en que jure el monarca todo, en términos explícitos:

A ello contesta el rey «un tanto demudado»: Esto juro.

Observad que estamos ante el segundo juramento de un monarca y que este monarca es Carlos V. Pues bien: esta frase no llega aún a aquietar a los procuradores castellanos que la califican de ambigua, y sólo es aceptada, teniendo en cuenta que el nuevo rey no puede expresarse en castellano.

En la entereza de los hombres que así procedían hay quienes no han visto grandeza, y sus anhelos hay quien los reputara secundarios. Así se escribe la historia.

 

CAPITULO IV

LOS COMUNEROS Y CARLOS V

Las grandes figuras guerreras y los pueblos.– La política del Imperio y España.– Las razones de Estado y las de la Libertad.– Clarividencia de los Comuneros.– Lo que representa la derrota de éstos según el hispanista Hume.– Las peticiones de los representantes castellanos exteriorizan una vez más el sentimiento democrático peninsular.– Reclaman contra los procedimientos de la Inquisición; el abuso de las Bulas; la cesión de bienes al clero y la provisión de cargos desde Roma. Débil atención concedida por el Rey a los asuntos españoles.– Nuevas dificultades de Carlos V en Aragón.– Descontento general.– La lucha para obtener subsidios.– Sumas ingentes extraídas de España.– Carlos es proclamado emperador de Alemania.– Nuevas arbitrariedades.– Menosprecio hacia los emisarios de Toledo y Salamanca.– Cortes galaicas.– Carlos parte para Alemania.– Indignación popular.– El ideal Comunero según las peticiones de la Junta Santa de Avila.– Un programa de liberalismo: puntos de vista sobre economía nacional, garantías ciudadanas, moralidad política, libertad de creencias, humanidad para con los indios, autonomía nacional en lo religioso, igualdad de derechos, etc.

 

Ante los hechos extraordinarios que llenan de gloria el transcendente reinado del Emperador Carlos V, sus admiradores experimentan el natural deslumbramiento que en el impresionable espíritu humano producen esas figuras esplendorosas, que imprimen sobre los pueblos huella potente, dominándoles o transformándoles.

Y acontece, que dicha explicable admiración se presta en ocasiones a disculpar y aún a justificar los momentáneos eclipses de lucidez y las desviaciones accidentales, en homenaje a la grandeza del esfuerzo integral realizado. No por otra razón, historiadores de nota, tratan por ejemplo como en un plano secundario y penumbroso, del nefasto influjo que ejerció sobre España la dirección desorbitada, errónea y peligrosa, que a pesar de la oposición por parte del pueblo, imprimió la política europeísta, de Carlos V, adversa totalmente al antiguo espíritu patrio.

Por elevados que fueran los anhelos internacionales del César y por brillantes que pudieran aparecer sus empresas de superdominio en el viejo mundo, no fue cosa secundaria como algunos creen, ni excusable frente a razón alguna, el aniquilamiento del antiguo y glorioso régimen tradicional español. No lo fue para la Europa misma, donde pudo cooperar o influir en los acontecimientos generales más beneficiosamente una España a la antigua usanza, que la sometida al régimen de los Felipes. No lo fue, sobre todo, para la nación española hasta entonces grande y respetada pero no aborrecida, y que en breve desviada de su verdadera ruta, comenzó a decaer. Y no lo fue tampoco – según veremos en los últimos capítulos – para el naciente mundo americano que, hallado y poblado mediante el esfuerzo y, aunque se afirme lo contrario, el idealismo hispano, debiera haber sido ante todo y sobre todo el sagrado primordial objetivo de la labor civilizadora española, en el aporte general humano.

Por otra parte, ante ninguna razón de las llamadas de estado – tenebrosas y ominosas no pocas veces – ni ante ninguna conveniencia de momento, puede ser jamás secundaria cosa alguna que contraríe los fecundales beneficios de una sana libertad, o que engendre la violencia y el dolor, o que afecte la libre evolución de un pueblo, sino, por lo contrario, cosa esencial y principalísima. Entenebrecer los claros y nobles sentimientos de autónoma y libre existencia de una nación es siempre peligroso; entorpecerlos es dañino; pretender extirparlos es fatal. Ellos son fuente de vitalidad para el total organismo. Así, antes que primar sobre Italia o Francia, o sobre los Países Bajos o Alemania; antes que hacer predominar en Europa un dogmatismo religioso sobre otro, o una política frente a su contraria, la nación española necesitaba para el desarrollo ulterior de sus grandes ideales y el acertado cumplimiento de su misión de pueblo transmisor de cultura, el pleno goce de sus propias íntimas libertades, de su autonomía espiritual ideal y política, conquistada a costa de tan nobles y sostenidos esfuerzos a través de los tiempos.

Y pocas veces más claramente que en los días de la protesta comunera, se transparentó en la vox populi, la extraña y divina intuición que tan a menudo se menciona.

A modo de interesante presentimiento, y con la fuerza de un verdadero fenómeno de conciencia de las cosas, algo y aún mucho de esto entrevieron y adivinaron aquellos hombres que desde sus agrupaciones populares, sus Comunidades y sus Germanías, lanzaron la voz de alerta primero, formularon con clarividencia sus reclamaciones y burlados por último se armaron contra el amenazante despotismo que había de aniquilarles para su desgracia y la de su patria.

Ya vimos en el acto de la jura de Carlos V en las Cortes, cómo la voz del diputado Zumel se levanta en la solemne asamblea exigiendo por dos veces al monarca el juramento de que serían respetadas las véteras libertades patrias. Es que se sabía lo que ellas habían costado y lo que representaban para el porvenir y se dudaba de que ellas no hubiesen de ser violadas. Es que se había visto con sorpresa y disgusto la prisa y precipitación del joven mandatario por declararse rey sin contar con la voluntad de sus súbditos y sin detenerse ante la consideración de que aún vivía la recluida reina madre Doña Juana, aquejada de dudosa dolencia, que aún hoy es un misterio. Que una turba de rapaces y ambiciosos flamencos se repartían, como en tierra conquistada, los dineros y dignidades de la nación, hollándolo todo: respetos, tradiciones y normas. Es en suma, que se veía amenazado por doquier, el viejo y sabio equilibrio hasta entonces existente en España, entre el poderío de la realeza y los derechos de las ciudades y los ciudadanos.

Y se temía, en suma, con razón, la catástrofe que representaría el atropello de las antiguas instituciones, de los viejos fueros y libertades tan heroica y noblemente recabados; el retroceso que ello implicaría, que representaría mucho más desde el punto de vista patrio y de la verdadera vida íntima nacional, que un predominio nebuloso y un imperialismo brillante pero aleatorio sobre los demás pueblos de la tierra.

Los que al historiar el período de Carlos V, no han querido o no han sabido ver en el movimiento de las Comunidades otra cosa que un levantamiento local de relativa transcendencia, tal vez puedan conocer la historia del resto de Europa, pero están incapacitados por su ceguedad para comprender la de España.

Para ésta, con la derrota de los Comuneros, según afirma el gran hispanista Martín Mume «queda muerta por más de 290 años la esperanza de un gobierno representativo».– ¡Y esto es algo grave en la historia de un pueblo! Tanto, que al pueblo hispano, este algo, a manera de un mal que corroe y no mata, fue sumiéndole en la decadencia de todos conocida.

No había empero de llevarse a cabo fácilmente la tarea de cercenar ten nobles y antiguos derechos.

Las sostenidas pretensiones de los llamados Comuneros, y la trágica defensa de ellas, nos lo demostrará, como nos lo evidenciará la nobleza esencial de los designios y la justicia de la causa de estos Comuneros el examen de las quejas que formularan, más significativas en su desnuda sencillez que si hubieran sido ataviadas con la elocuencia de doctos comentaristas. Apartándonos por un momento de críticos e historiadores podemos saber qué eran realmente estos Comuneros y cuáles fueron sus anhelos, porque poseemos sus exposiciones al monarca. Por ellas nos es dado comprender, sin interpolaciones de criterios extraños, cómo pensaban acerca de la cosa pública aquellos luchadores. Por estas sorprendentes peticiones se nos revelará, de una parte, cuáles eran los abusos contra los que se protestaba; y de otra hasta dónde se elevaban en aquellos obscuros ciudadanos la capacidad ideológica y moral y la comprensión transcendente de las cosas.

Tales peticiones nos revelarán asimismo, una vez más, la existencia de una tradición liberal ibérica que se exterioriza siempre que le es posible, y que late lo mismo en las toscas frases del Fuero Juzgo, o Las Partidas, que en los acuerdos de las diversas instituciones hispanas, más o menos populares, y que irán superviviendo hasta los días epopéyicos de las mismas Cortes de Cádiz...

Antes de que se redactaran las peticiones de que vamos a ocuparnos ya habían formulado otras los procuradores o representantes de las ciudades en las Cortes de ValladoIid que jurara Carlos V.

En ellas se solicitaba en primer término, que la ilustre madre del monarca firmase todas las provisiones juntamente con el Rey, y en primer lugar, como propietaria que era de la corona, y exigiéndose, según sus propias frases de los representantes, que «fuese tratada como correspondía a quien era señora de estos reinos». Y como es lógico suponer que no se pide lo que se posee, hay que admitir que si los representantes tal dijeron fue necesario. No insistiremos sobre el punto, que revela oscuras facetas en la brillante personalidad del joven rey.

Otras significativas reclamaciones, de entre las ochenta y ocho que se le dirigieron al monarca, sí exigirán, por nuestra parte, alguna atención. Eran éstas principalmente:

«...4ª.– Que confirmara el Rey las leyes, pragmáticas, libertades y franquicias de Castilla, y jurara no consentir que se estableciesen nuevos tributos;

6ª.– Que los embajadores de estos reinos fuesen naturales de ellos;

8ª.– Que no se enajenase cosa alguna de la corona y patrimonio real; – Que mandase conservar a los Monteros de Espinosa sus privilegios acerca de la guardia de su real persona;

16ª.– Que no permitiese sacar de estos reinos, oro, plata ni moneda, ni diese cédulas para ello;

39ª.– Que mandara proveer de manera que en el Oficio de la Santa Inquisición hiciese justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los Obispos fuesen los jueces conforme a la justicia;

42ª.– Que mandara plantar montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de los que había;

48ª.– Que tuviese consulta ordinaria para el buen despacho de los negocios, y diese personalmente audiencia, a lo menos dos días por semana;

49ª.– Que no se obligase a tomar bulas, ni para ello se hiciere estorsión, sino que se dejara a cada uno en libertad de tomarlas;

53ª.– Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital, ni cofradía, ni ellos lo puedan heredar ni comprar, porque si se permitiese, en breve tiempo todo sería suyo;

57ª.– Que los Obispados, dignidades y beneficios que vacaren en Roma volviesen a proveerse por el Rey, «como patrón y presentero de ellos» y no quedasen en Roma;

60ª.– Que mantuviera y conservara el reino de Navarra en la Corona de Castilla, para lo cual le ofrecían sus personas y haciendas...».

* * *

De este articulado se desprenden conclusiones honrosísimas para aquellos viriles representantes que en breve habían de convertirse en airados Comuneros.

Por lo pronto amparaban los derechos de una mujer: la propia madre del rey.

Querían conservar su régimen tradicional, prefiriéndolo como resguardador de derechos nacionales.

Se oponían a las dilapidaciones del tesoro.

Exigían, nada menos, que el Tribunal de la Inquisición hiciese justicia no a la manera tenebrosa que le era peculiar, sino de acuerdo con los cánones y el derecho común; y se oponían a que la autoridad inquisitorial romanista primase sobre la nacional de los Obispos.

En verdad que estas palabras y este criterio vendrán a resultar sorprendentes para los numerosos escritores más o menos hispanófobos que nunca han querido ver en España otra cosa que el país del Santo Oficio. Pero fueron, sin embargo, palabras y criterio netamente hispanos; es más: de la antigua y gloriosa iglesia española, la iglesia ibérica de los Concilios y de la Reconquista, liberal y patriota, suplantada por la romanista, y por la espeluznante Inquisición, contraria al espíritu peninsular.

Pretendían también aquellos representantes amparar cierta libertad de creencias, protegiendo al ciudadano contra las bulas abusivas. Y atajábanle el camino a la Iglesia en su tendencia poco evangélica de acumular bienes, afirmando que si se le permitiera – observad la expresión castellana y cruda – «en breve tiempo todo sería suyo». No olvidemos, cuando oigamos hablar de la España «frailuna» que estas palabras fueron posibles en unas Cortes del año 1518, en la nación que había de pasar a la historia con la triste característica de ser el «antro monacal» de Felipe II, y de Carlos el Hechizado.

Querían asimismo aquellos procuradores del año 1518, que las dignidades eclesiásticas fuesen provistas por el Rey, volviendo así por los derechos de la iglesia nacional.

Solicitaban, finalmente, que el regio mandatario concediese audiencia personal a la usanza hispana; y, que conserve el reino de Navarra, para la cual le ofrecían sus vidas y haciendas... Y es de observar que los mismos que con tanto trabajo acordarán después subsidios al Rey, para sus contiendas europeas, y que hasta los negarán en ocasiones, ofrecen cuando es preciso su propio peculio, y su vida, para el logro de una empresa que estiman nacional.

Fueron algunas de estas medidas aceptadas, por lo menos aparentemente, por parte del Rey. Y cabe hoy creer, que de haberlas puesto en práctica consagrándose primordialmente al gobierno de los reinos peninsulares inspirándose en el célebre testamento de la Reina Isabel y los prudentes consejos de Cisneros, hubiera salvado a España, fundamentando el natural Imperio Ibérico, y no el artificioso europeo, y acaso hubiera encauzado más beneficiosamente el curso de la Historia. No estaba en su genio el hacerlo.

Su obsedante preocupación de dominio en Europa, en perjuicio evidente de España y del Nuevo Mundo, le desvió de tan magnífico destino que sacrificó – como suele acontecer entre los héroes de su temperamento – al estruendo de una gloria estéril y a los sinsabores de una ambición superhumana insaciable.

Así, pues, celebradas las Cortes castellanas, necesitó el monarca presentarse aun ante los aragoneses para el reconocimiento por parte de ellos. Y también, – no lo olvidemos – para recabar subsidios. Pero, solamente después de vencer nuevas resistencias los obtuvo. También allí le fue preciso jurar como en Castilla, que respetaría y guardaría los fueros y privilegios del reino.

De Aragón pasó a Cataluña donde la oposición fue aun más violenta, negándose los catalanes a reconocerle en tanto viviese Doña Juana, la madre. Aceptado, al fin, aunque «de mala gana» según dice Lafuente, de allá hubiera regresado dispuesto a inaugurar verdaderamente su gobierno, ya reconocido en los diversos estados, si un acontecimiento que a él le pareciera fausto, aunque para los españoles, en realidad fue funesto, no hubiese venido a reagravar todavía la ya penosa marcha de los sucesos.

Y fue, que estando el Rey en Barcelona, se recibió la noticia, sensacional en Europa, del fallecimiento de Maximiliano de Austria, Rey de Romanos, Emperador de Alemania y abuelo del Rey.

Por este fallecimiento podía la corona imperial de Alemania pasar a poder de Carlos que resultaría así el Primero de este nombre en España y el Quinto en Alemania. Vencidas grandes y complicadas intrigas y poderosas rivalidades – entre ellas la de Francisco I, de Francia, que tan perjudicial había de ser posteriormente a España – fue, en efecto, Carlos reconocido Emperador.

Indudablemente había en tan extraordinario acontecimiento motivos más que suficientes para hacer perder la fría y reposada visión de las cosas.

Pocas veces habría de presentarse caso semejante en la historia. Y comprensible es, el influjo que el excepcional evento ejerció en nuestro gobernante. Quien no debiera haber sido otra cosa que Rey de las Españas comenzó de inmediato y sin contar con la opinión de sus súbditos peninsulares, a denominarse Majestad. Era ya el Emperador: la «Sacra, Católica, Cesárea, Majestad» que había de guerrear más tarde hasta con el Papa.

Ni los estados españoles, ni los dilatados y fabulosos dominios del Nuevo Mundo, le interesarán en lo sucesivo gran cosa, a no ser – ¡oh fuerza prosaica del oro! – para obtener urgentes recursos que recabará en Castilla, Aragón y Cataluña y que destinará inmediatamente a sus negociaciones en Europa, engendrando en España desconfianzas, que no se extinguirán. Así – observa acertadamente el hispanista Hume – durante el resto de su vida, la tribulación principal del Emperador será obtener dinero de España... Sabe ya bien, ésta, que sus doblones serán arrojados por mano del César al lago sin fondo de las inacabables contiendas europeas...

Y es curioso observar, cómo mediante una de esas paradojas que suele brindar el azar, cuando el Rey Carlos era solemnemente reconocido como sucesor de Maximiliano en el legendario solio que le proporcionaba preeminencia sobre los demás príncipes de la cristiandad, los Estados de España le aceptaban trabajosamente, previos sendos juramentos, escatimándole su auxilio las Cortes...

Es que el estado de cosas engendrado en España no podía ser más deplorable a consecuencia de las numerosas torpezas cometidas desde los primeros momentos. Reinaba el descontento por doquier. Los favorecidos flamencos eran insaciables, habiendo acaparado las dignidades y el dinero. En corto espacio de tiempo, dos millones y quinientos cuentos de maravedies de oro – suma entonces fabulosa – habían sido extraídos de la península. Los célebres doblones de los Reyes Católicos llamados de «a dos» – por tener dos caras emigraban de España. Por entonces, se origina la irónica coplilla con que se saludaba la posesión de aquellas monedas acuñadas con el oro más puro de Europa y que decía:

Salveos Dios

ducado de a dos,

que rnonsieur de Xevres

non topó con vos...

Pues bien; en tan difíciles momentos Carlos V colma la medida anunciando que necesitaba partir para Alemania, reclamando nuevas sumas para los gastos de su coronación y comunicando que reuniría Cortes en Santiago de Galicia, lugar desusado y excéntrico.

Es por estos momentos cuando estalla la sangrienta revolución de las Germanías, que estudiaremos a su tiempo, y cuando fermenta la agitación de las Comunidades. Tanta es la anormalidad, que estando el Rey en Valladolid, el Ayuntamiento le pide ante la general efervescencia, desista de su viaje a Alemania. Por toda respuesta, el Rey acelera obstinadamente su salida sin querer escuchar a los emisarios de ciudades tan importantes como Toledo y Salamanca. Les hace decir dará audiencia en Tordesillas, pueblo a seis leguas de la Capital.

Entonces se produce un motín en ésta, que es sofocado con tremendos castigos. Todo ello al inaugurar un reinado, y contra las quejas de un pueblo que lo que pedía era no le abandonase su soberano.

¡Qué palabras podrían describir, entre otras anormalidades del momento, la de la humillante peregrinación de los tenaces emisarios castellanos que desoídos por el Rey y malamente recibidos ante el maléfico favorito Chievres, el de los doblones, no desisten de su comisión y atraviesan España, jadeando hasta Santiago! ¡Vientos de orgullo y absolutismo comienzan a marchitar a la sazón las viejas tradiciones señoriales ibéricas!

Las Cortes en Santiago (Marzo de 1520) trasladadas por temores de la camarilla a La Coruña (25 Abril), terminan sin otros resultados que la obtención de los consabidos nuevos subsidios. Y clausurada la asamblea, el Rey embárcase para Alemania.

Y es, entonces, cuando estalla el general alzamiento, la lucha cruenta que en la Historia de España se denomina Guerra de las Comunidades.

Los partidarios, héroes y mártires de este movimiento, denominados Comuneros, serán los esforzados defensores beneméritos de los derechos populares, que las Comunidades fueran gestando siglo tras siglo. Estos Comuneros, voz del Municipio, del Concejo, escribirán una página de gloria, que aun ocultada por unos, oscurecida por otros, y en parte, ignorada por muchos, siempre representará un título de honor en la historia de la democracia universal, a la vez que una mancha en el blasón de los Austrias-Borgoña, creadores en España del despotismo organizado.

Y ahora ya, antes de describir el aspecto dramático de la lucha y el desesperado esfuerzo que en pro de nobilísimos ideales se realizara, interrumpiendo por un momento el orden cronológico de los hechos, examinemos el ideario social, moral, y político de estos luchadores. Y para deducir cual fuera éste, consultemos las propias palabras de ellos, para lo cual ningún documento será más revelador que las peticiones formuladas por la Junta Santa, de Avila. Eran las principales, éstas.

«Que el rey volviera pronto al Reino para residir en él como sus antecesores, y que procurara casarse cuanto antes para que no faltara sucesión al Estado;

Que cuando viniera no trajera consigo flamencos, ni franceses, ni otra gente extranjera, ni para los Oficios de la Real Casa, ni la guarda de su persona, ni para la defensa de los Reinos;

Que se suprimieran los gastos excesivos y no se diera a los grandes los empleos de hacienda ni el patrimonio Real;

Que no se cobrara el servicio votado por las Cortes de La Coruña contra el tenor de los poderes que llevaban los diputados, ni otras imposiciones extraordinarias;

Que a las Cortes se enviasen tres procuradores por cada ciudad; uno por el clero, otro por la nobleza, y otro por la Comunidad o estado llano;

Que los procuradores que fuesen enviados a las Cortes, en el tiempo que en ellas estuvieran, antes ni después, no puedan por ninguna causa ni color que sea, recibir merced de sus Altezas, ni de los reyes sus sucesores que fuesen en estos reinos, de cualquier calidad que sea, para sí, ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de muerte y perdimiento de bienes.

Y deseando recalcar bien el espíritu de esta petición; añadíasele la explicación que sigue: ...Porque estando libres los procuradores de codicia, y sin esperanza de recibir merced alguna, entenderán mejor lo que fuese servicio de Dios, de su Rey, y el bien público...

Que no se sacara de estos Reinos oro ni plata labrada ni por labrar;

Que separara los consejeros que hasta allí había tenido y que tan mal le habían aconsejado, para no poderlo ser más en ningún tiempo y que tomara a naturales del Reino, leales y celosos, que no antepusieran sus intereses a los del pueblo;

Que se proveyeran las magistraturas en sujetos maduros experimentados, y no en los recién salidos de los estudios;

Que a los contadores y oficiales de las Ordenes y Maestrazgos se tomara también residencia para saber cómo habían usado de sus empleos y para castigarlos si lo mereciesen;

Que no consintiera predicar Bulas de Cruzada ni composición, sino con causa verdadera y necesaria, vista y determinada en Cortes y que los párrocos y sus tenientes amonesten, pero no obliguen a tomarlas;

Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese se diera en merced, indios, para los trabajos de las minas y para tratarlos como esclavos, y se revocaran las que hubiesen hecho;

Que se revocaran igualmente cualquiera mercedes de ciudades, villas, vasallos, jurisdicciones, minas, hidalguías, etc., que se hubiesen dado desde la muerte de la reina Católica, y más las que habían sido logradas por dinero y sin verdaderos méritos y servicios;

Que no se vendieran los empleos y dignidades;

Que se despidiera a los Oficiales de la Real Casa y Hacienda que hubieran abusado de sus empleos, enriqueciendo con ellos más de lo justo, con daño de la República o del Patrimonio.

Que todos los obispados, y dignidades eclesiásticas se dieran a naturales de estos Reinos, hombres de virtud y ciencia, teólogos y juristas, y que residan en la diócesis. »

Que anulara la provisión del Arzobispado de Toledo; hecha en un extranjero sin ciencia ni edad;

Que los señores pecharan y contribuyeran en los repartimientos y en las cargas reinales, como cualquiera otros vecinos.

Que tuviera cumplido efecto todo lo acordado al Reino en las Cortes de Valladolid y La Coruña.

Que se procediera contra Alonso de Fonseca, el Licenciado Ronquillo... y los demás que habían destruido y quemado la villa de Medina.

Que aprobara lo que las Comunidades hacían para el remedio y la reparación de los abusos...».

* * *

A la simple exposición de las anteriores peticiones se comprenderá que no debieron ser redactadas sin que verdaderas exigencias del alterado ambiente, les diese carácter de necesidad nacional; y que no pudieron ser concebidas al mero impulso de un vulgar interés utilitarista de obtener ventajas. Se observará por lo contrario, en cierto modo, en ellas algún contorno de lo que hoy se denominaría un programa político; programa, por desgracia, de una política que se deseaba ver realizada, ya que les estaba vedado el implantarla a quienes la proponían. Venía a ser el articulado un tanto inconexo de un plan de gobierno que se desea, en el cual, sin la literatura por lo general mendaz, de los documentos de la política de oficio, se reclamaban clara y rústicamente, pero también clarividente, medidas, reformas, y leyes convenientísimas, relacionadas con la administración pública y la hacienda, la moralidad política, el problema religioso y canónico, el ejercicio de la justicia, el trato de los nuevos súbditos de América, la igualdad de derechos entre las clases sociales, etc., etc.

Y justo es reconocer que en estas peticiones, formuladas por los Comuneros en momentos de pasión y de lucha, predominó un espíritu de cordura y de serenidad tal, y un criterio tan humanitario, que distingue honrosamente al célebre documento, entre otros más o menos parecidos, ya que no son precisamente característicos en los días de reclamaciones populares, gratos a la demagogia, ni el comedimiento ni la cordura.

Se protestaba en este documento de los gastos excesivos; exigíase se estableciese la responsabilidad a los funcionarios de cualquier categoría; se proponía no confiar las magistraturas sino a personas experimentadas y respetables.

Pedían los Comuneros en punto a sus libertades políticas la persistencia, en las Cortes, de los tres clásicos representantes: del Clero, la Nobleza y la Comunidad o estado llano. Y exigían para los representantes la prohibición de recibir mercedes por su oficio, deseando que éste fuere libre en lo posible «en servicio... del bien público».

Proponían por otra parte una suerte de igualdad social reclamando «que los señores pecharan y contribuyan... como cualesquiera vecinos».

Con humanitarismo superior a la época, e inspirándose en el antiguo criterio hispano exteriorizado tan gallardamente por los Reyes Católicos, extendían sus manos compasivas hacia los indios del Nuevo Mundo, súbditos del Rey al igual de ellos y tan hombres libres como ellos, y reclamaban en beneficio de tan lejanos hermanos, el que no pudiesen ser utilizados en las minas entregados como esclavos...

¡Qué interesante problema evocan estas nobles y avanzadas palabras, este «abolicionismo» tan espontáneo, de la España de los Comuneros! ¡Qué duda aporta a la vieja y apasionada controversia que dejó para siempre establecida como verdad inconcusa, la ferocidad y crueldad españolas para con el aborigen!

Precisamente, de la España de esta época salieron los más discutidos conquistadores; y mal se compadece lo de que en Castilla, reclamasen piedad para con los indios y en América no la conociesen, hasta el punto de proceder como fieras, según afirmó el lamentable y fanático Las Casas...

 

CAPITULO V

EL MOVIMIENTO COMUNERO

Grandeza del movimiento Comunero en su aspecto ideal e interno.– La indiferencia de los tratadistas.– Los abusos y el abandono de Carlos V provocan desórdenes.– Toledo y Segovia.– El «individualismo» íbero y la "unidad nacional" en los días de las Comunidades, como en los de la Independencia.– El pueblo y la plebe. Cunde la revolución: Zamora, Madrid, Avila.– Ferocidad aristócrata en Cuenca.– Burgos.– El ingenuo sentimiento monárquico español.– El tristemente célebre Alcalde Ronquillo.– Segovia pide auxilio.– El epopéyico episodio de Medina del Campo.– Incendio y ruina de Medina.– Dos cartas impresionantes.– La lealtad Comunera y el antiguo espíritu íbero. Se agrava el encono popular.– Qué fue la «Junta Santa», de Avila.– Declara caduca a la Regencia.– El momento brillante de la Revolución.– La ingenuidad y nobleza de los Comuneros fue su pérdida.– Carlos V y los emisarios de la «Junta Santa».– Las órdenes cesáreas, – Los «Grandes» de España abandonan a los pequeños.

Tornamos a los hechos extraordinarios y dramáticos que ejercieron tanto influjo sobre el destino íbero. Registrará después de ellos tal marasmo la historia hispana, que precisa dejar esclarecido – a modo de saludosa despedida a la grandeza pretérita – todo lo levantado del espíritu de las instituciones por las que se luchara, lo liberal del mancomún en que ellas se produjeron, lo amplio del ambiente ideológico en que se gestó la cruzada comunera, de la cual el aspecto episódico y externo, ha sido mejor comprendido, generalmente, que el contenido ideal al que venimos concediendo preferente atención.

Produce sorpresa, en efecto, constatar cómo a investigadores de renombre les pasó poco menos que inadvertido este momento de la historia hispana, hasta el punto de que Guizot, por ejemplo, al estudiar en su Civilización en Europa, las comunas en la Edad Media, apenas si cita las Comunidades que, como todo lo español fueron terra incógnita para los tratadistas extranjeros, no especializados. Ya recordamos cuanto daño nos infirieron, empero con sus juicios afectados de ignorancia censurable.

Lamentábase el gran Plutarco – según recuerda en cierta ocasión la extraordinaria escritora Blavatsky – de que los geógrafos de la época al trazar sobre sus mapas infantiles las líneas de los países que no conocían, acompañabanlas de notas en las que generalmente estos países resultaban poblados de monstruos o de hombres salvajes... Algo parecido a esto que aconteció con la geografía primitiva ha venido produciéndose, dentro de los estudios históricos peninsulares hasta casi nuestros días. Sólo así se explica la ignorancia que subsiste aun respecto a aquellos momentos en que nuestros antepasados llenaban con abnegación páginas tan honrosas como ésta en que venimos inspirándonos.

Sólo habiendo sido poco menos que ignoradas aquellas estupendas «Peticiones» – por ejemplo – que formula la Junta Santa de Avila, articulado liberal reformista y atrevido que presenta el pueblo español frente al absolutismo, ensayo glorioso en los anales del liberalismo universal, noble anhelo de autonomía opuesto al retardatario centralismo; o, habiéndose perdido nuestra gesta en el caos de mistificaciones que vino a ser el haber histórico español, se explica, decimos, que no haya sido ella por lo menos reconocida, ya que no cantada como debiera, por los que loaron los ensayos liberadores de los pueblos.

Son empero bien dignas de recordación las primeras luchas del pueblo español ante la visión inminente de la ruina de sus tradiciones.

Se recordará el descontento que siguió a aquellas Cortes excéntricamente celebradas por Carlos V en La Coruña, antes de partir a coronarse Emperador, descuidando los intereses positivos del Reino español, a cambio de los quiméricos del Imperio Alemán, con su forzosa secuela de guerras europeas, sepultura de la grandeza española.

El disgusto de castellanos, galaicos, aragoneses, catalanes y valencianos era justificado. Consideróse aquel abandono como mal presagio. No era la primera vez que un Rey de España postergaba los primordiales intereses del Estado a causa de vinculaciones con una corona extranjera, que – ¡coincidencia curiosa! – era esta misma de Alemania. Ya el gran Alfonso el Sabio – tan ilustre realmente por su inmensa cultura como desdichado en sus empresas políticas – acarreó profundos perjuicios a la causa patria con sus pretensiones al trono alemán.

Pedían pues, los súbditos españoles, que no se abandonara el reino.

No fueron atendidos.

Partió el Monarca dejando, según frase del prelado Sandoval, «a la triste España, cargada de duelos y desventuras». El país quedaba en manos de Adriano de Utrech, aquel débil regente extranjero que luego fuera Pontífice, y que no tuvo otra preocupación en su gobierno sino impedir la entrada en España de los libros de Lutero. Quedaban las arcas nacionales saqueadas; esquilmado el tesoro por el propio monarca, que no reunió Cortes ni recorrió la nación sino para extraer caudales; y además herido el sentimiento nacional por los favoritos extranjeros que no deseaban ya sino abandonar cuanto antes las playas españolas cargados de botín.

Navegaba Don Carlos hacia las costas de Flandes con sus caros flamencos, cuando estalló en Castilla el incendio de cuyas primeras chispas llegaron vislumbres al mismo Rey, en La Coruña, como le llegaron también ecos de las Germanías, estando en Barcelona.

La primera ciudad que se levantó contra los desafueros reinantes fue Toledo, el legendario emporio de cultura hispana, la ciudad señorial y sabia que con la famosa Córdoba dio justo renombre en la cristiandad a la ciencia española. Era por el momento Toledo la ciudad más ofendida, pues lo fuera en las personas de sus emisarios, que rechazados en Valladolid, peregrinaron media España, hasta La Coruña, implorando inútilmente la audiencia real.

Eran regidores, populares en la ciudad, el después célebre Juan de Padilla, y Hernando Dávalos. Con motivo de una procesión celebrada en rogativa – se dijo – de que la Providencia iluminara al obcecado monarca, éste hizo comunicar a dichos regidores que compareciesen inmediatamente en Santiago. Y ya salían ambos del terruño cuando el pueblo se opuso, tomándoles bajo su custodia y poniendo en armas siete mil hombres...

Se habla frecuentemente de lo que algunos han denominado el feroz individualismo español, que separa los hombres, aísla las regiones y antagoniza las ciudades. Probablemente este individualismo es cierto; tal vez, por lo contrario, no lo sea tanto, según también se dice; pero lo que resulta indudable es que en determinados momentos este individualismo desaparece. ¿Recordáis cómo las aisladas regiones españolas de los días de Napoleón, después de la tragedia del 2 de Mayo, van levantándose por doquier sin previo acuerdo, espontáneamente, como si mediara secreta consigna – que sin embargo no existió – hasta transformar la nación de un confín al otro en formidable organismo de protesta? Pues este mismo curioso fenómeno se produce entre los hombres de las Comunidades, lo que podría demostrar a nuestro juicio que entraban en juego sentimientos profundamente nacionales.

Así, al levantamiento de Toledo siguió, el de Segovia la ciudad del bello alcázar doresco, para nosotros; el importante centro fabril castellano de entonces. Y en ella, ya el pueblo comenzó a macular la causa con torpes represalias ahorcando a dos pobres corchetes y victimando al procurador Tordesillas, que fue arrastrado y colgado sin que bastara a contener la ira de las turbas la presencia de un hermano de la víctima, franciscano austero, que con la Sagrada Forma en la mano imploró inútilmente la salvación del perseguido...

No será ésta la última vez que la plebe ensombrezca la causa de la Comunidad. Es acaso uno de los castigos más graves que lleva en sí el delito del despotismo: el de engendrar esas repelentes represalias que suelen acompañar a las reacciones de la plebe, la que como todos sabemos, no es el pueblo. Este es justiciero, aquélla es vil y no representa sino la virulencia que efervesce en las alteraciones populares, como el despotismo y la tiranía no son a su vez sino una morbosidad que por desgracia, suele producirse frecuentemente en el ejercicio del poder...

La agitación en marcha plegóse a la causa, juntamente con la ciudad de Toro, la famosa Zamora, tantas veces cantada en las rimas de los viejos romances. Y con ello comienzan a sonar los nombres novelescos del levantisco Obispo de Acuña, prelado y capitán, y el del sanguinario imperialista Alcalde Ronquillo que había de llegar a ser después símbolo del golilla despótico, opuesto al noble Crespo, el héroe calderoniano, el alcalde de Zalamea.

Dando nota interesante plegóse también Madrid, donde Juan Zapata erigido en Justicia supremo, puso cerco al Alcázar «famoso» como diría Moratin; le tomó, y gobernó la ciudad en régimen netamente comunero...

Extendióse el pronunciamiento de las Comunidades por Guadalajara, Alcalá, Soria, Avila y Cuenca. Y si hay que convenir con quienes sostienen que no siempre fue espontánea la causa del pueblo, fue quedando, sin embargo, triunfante por doquier.

En el transcurso de esta propagación no ocultaremos que hubo de registrarse más de un exceso por parte de las turbas; pero también se entremezclaron más de una vez las represalias.

Cuenca, por ejemplo (que durante la guerra carlista había de alcanzar tan triste renombre, cual si fuera lugar predestinado a ello), fue teatro de horrores en el período de las Comunidades. Allí fue donde la esposa del aristócrata Carrillo, dio la nota vergonzosa de simular amistad con los cabecillas comuneros, invitarles a comer y a pernoctar, y después asesinarles exponiendo los cuerpos en los ventanales de su palacio, demostrando así, que el salvajismo no siempre es patrimonio de las clases inferiores. Citamos estos casos porque ellos revelan el estado de encono que ya por doquier dominaba los ánimos.

Aunque tardíamente, sublevóse también Burgos, cabeza y solar de Castilla, y terruño del Cid.

La prisión de dos artesanos por el corregidor, sublevó allí al pueblo que allanó y arrasó las viviendas de varias autoridades imperialistas. Y nos apresuraremos a consignar la nota honrosa, en medio de tan deplorables desmanes, que nunca éstos fueron agravados con el pillaje; a la inversa de lo que solía acontecer con las tropas imperiales, en las que junto al elemento español, existían numerosos mercenarios extranjeros habituados al botín y al saqueo, usuales entonces fuera de España. Dice Lafuente a este propósito: «Vengábanse los revoltosos en demolerles (a las autoridades) las casas, quemando antes las alhajas y muebles, en lo que demostraban más ira y encono que deseo de pillaje y de enriquecerse con lo ajeno, cosa extraña en tales desbordamientos y más mezclándose en ellos gente plebeya y pobre».

La razón de semejante estado de cosas estaba en que el pueblo, herido por el menosprecio real y traicionado ahora en sus anhelos, por su malos representantes, entreveía lo difícil de la cruzada reivindicadora [6]. Su causa, en lo que tenía de justo, era compartida empero por no pocos nobles, elementos religiosos y diversos organismos políticos; porque este pueblo que atropellaba las malas autoridades no era sin embargo, como no había de serlo nunca a través de la Historia, enemigo del Rey, al que sólo pedía libertad y justicia. Su grito era el de Libertad, y el de «¡abajo los malos ministros!» que apenas nacido por así decirlo, tórnase por la fuerza de las circunstancias grito de rebeldía, y que – dando la razón a quienes entonces le proferían – vendría a ser con el tiempo algo así como cosa típica y propia de España. Monárquico por sentimiento y gloriosa tradición, el pueblo español será víctima a partir de esta época de una política que le vence pero que él no acepta. Desde los días tan brillantes de Carlos V hasta los deplorables de Fernando VII e Isabel II «la de los tristes destinos», este pueblo protestará y clamará incesantemente contra el favoritismo de los Chevres y de los Adrianos innumerables, que en ininterrumpida sucesión se interpondrán entre él y el monarca, ¡entronizándose para siempre en la política!

Y, he aquí cómo las antiguas instituciones de vida democrática que eran las Comunidades, nexo otrora entre el Rey y el pueblo, vienen a transformarse en núcleos de protesta y de ellas surge con timbre de guerra el nombre de Comunero, que no es el representante de las clásicas Hermandades, de las agrupaciones nacidas al calor de los viejos municipios, sino el reivindicador airado de los derechos populares, de los fueros comunales, de la vida autónoma, de las antiguas instituciones amenazadas...

Hubiera sido aun tiempo de evitar males mayores si en el Regente y sus consejeros no hubiese primado el régimen del rigor, con el que quisieron reprimir el estado general de protesta. Pero al regresar de la sede vallisoletana terminadas las Cortes de La Coruña, nombraron para el sometimiento de Segovia, al inexorable y odiado alcalde Rodrigo Ronquillo, cuyo nombre era ya una provocación, y que, ora manejando la vara, ora la lanza, no hizo sino aumentar el encono, declarando rebelde a la ciudad, ahorcando a cuanto infeliz hallaba en los caminos, talando campos y pregonando odios.

Segovia nombra entonces capitán de la Comunidad al después heroico mártir Juan Bravo, y pide auxilio a las demás poblaciones castellanas.

De ellas, acuden Toledo con Juan de Padilla al frente de dos mil trescientos hombres; y Madrid con Juan Zapata caudillo de cuatrocientos comuneros; que dispersan las fuerzas imperiales.

Ante el peligro de Segovia, solidarízanse con ella ciudades como Salamanca, en la que se pronuncia Pedro Maldonado, el digno compañero de Bravo y Padilla; o bien León; y propágase el alzamiento por el sur hasta Murcia.

Es en estos momentos cuando se inicia el aspecto epopéyico de la lucha con el episodio de Medina del Campo.

Era esta gloriosa población, cuya grandeza pasada aún revelan al viajero los restos imponentes de sus murallas y la mole majestuosa del evocador Castillo de la Mota, el emporio comercial más notable de Castilla y uno de los más importantes de la época, con sus ferias famosas y sus enormes depósitos de mercaderías nacionales y exóticas. Unía a su importancia comercial, grande y singular nombradía tradicional ya que en el célebre castillo de la Mota había fallecido la Reina Católica y habitado su hija la desventurada Doña Juana, y en él estuvo preso el malvado César Borgia, modelo de Maquiavelo para su Príncipe siniestro.

Poseía esta ciudad fuerte artillería, y el Regente la reclamó para utilizarla contra Segovia, enviando a incautarse de ella al general Alfonso de Fonseca y al sanguinario Ronquillo. Pero los habitantes de Medina anunciaron que no entregarían sus cañones para emplearlos contra sus hermanos de Segovia. Y se fortificaron, dispuestos a la resistencia.

Las tropas de Fonseca atacaron la ciudad, en tanto los moradores se juramentaban dispuestos a perecer, antes de permitir saliese un cañón de la plaza. Los soldados imperiales irritados ante la tenaz resistencia deciden – ya sabemos lo que es una guerra civil – incendiar la ciudad. Y lanzan sobre los edificios alcancías de alquitrán y fuego hasta que las llamas se apoderan de la población.

«Y los medineses – dice Lafuente describiendo el suceso – como otros saguntinos (g), vieron impávidos arder sus moradas, devorar las llamas sus riquezas, perecer sus haciendas y sus hijos, antes que rendirse al incendiario Fonseca y al feroz Ronquillo, que al fin se vieron precisados a retirarse con afrenta, sin otro fruto que la rapiña de la soldadesca y el baldón de haber sido rechazados después de haber destruido la ciudad más opulenta de Castilla».

«Como otros saguntinos» dice la frase; y a fe que no pudo ser más gráfica y evocadora de tan estoica abnegación. Exactamente como aquellos íberos primitivos que por lealtad hacia su aliada Roma se arrojaron en la hoguera iliádica de Sagunto [7], éstos sus descendientes de Medina del Campo, por lealtad también – que es virtud fundamental de la estirpe – por adhesión a otra ciudad amiga, ven arder sus tesoros y haciendas. He aquí, una vez más uno de esos casos típicos de sacrificio y resistencia a lo numantino [8], a lo zaragozano [9], que suele ofrecer la historia hispana como supervivencia del aborigenismo arcaico, que tantas veces hemos citado.

Y no nos parece inoportuno recordar en esta ocasión, hasta qué punto ni aún tratándose de memorables instantes de sacrificio, fueron generosos en sus juicios acerca de la historia peninsular, sus enconados enemigos. Lo que se llamara virtud o heroísmo respecto de otros pueblos fue no pocas veces considerado ferocidad tratándose de lo ibérico. ¡Osadía le pareció a los secuaces de Carlos V la digna altivez española!

Salvajismofue la defensa de la existencia nacional para los cómplices de Napoleón. Simples salteadores fueron para los romanos los compañeros de Viriato y bárbaros extraños, cuya moral choca a funcionarios como Galba y produce sorpresa a Estrabón. Tiene éste un párrafo (en el Libro III de su Geografía) que delata una falla frecuente en el espíritu y en el corazón humano, cuando vencedores hablan de vencidos...

Refiriéndose a los cántabros (astures y vascos: de lo más noble que existe en la progenie terrícola) dice estas palabras: «... un hecho muestra bien hasta dónde llegan estos bárbaros en su exaltación feroz: cuéntase que los prisioneros de esta nación, clavados y supliciados en las cruces, entonan sus cantos de guerra». Y añade reflexivamente: «Hechos como éstos revelan con certeza algo de salvaje en las costumbres. Para compensar, sigue diciendo, vamos a presentar otros que, sin alcanzar aún el carácter de la civilización, no son empero propios de fieras...». Y menciona el hecho de que los íberos solían llevar habitualmente consigo un veneno que mataba sin dolor, como último recurso «ante los males inesperados»; y además que,ningún pueblo como ellos, (observad bien esta frase, que, por así decirlo, se le escapa a Estrabón). dedicaba mayor adhesión a sus amigos y superiores, hasta el punto de sacrificar la vida por ellos... A Estrabón, como se ve, le sorprendía la lealtad de los bárbaros íberos. Y habiéndoles declarado salteadores la civilizada Roma y clavándoles en cruces, por centenares, en las montañas y encrucijadas hispanas, le extrañaba a Estrabón que aquellos mártires llevasen consigo a la guerra un veneno «para los males inesperados».

Aplicamos algo que se desprende de estas ideas que nos evoca el episodio de Medina, a quienes no han sabido o querido comprender su grandeza, entre ellos, propios y extraños expositores.

A nuestro parecer hay en el drama de Medina del Campo rasgos que rayan ea lo shakesperiano si no prefiriésemos acordarnos del sin igual caballero, el gran Hidalgo...

Y tenemos la suerte, los hombres actuales, de que aún existan interesantes testimonios que pueden revelarnos como era el temple moral de los personajes que intervinieron en aquellos sucesos y que justifican las evocaciones que acabamos de hacer. Son estos testimonios las cartas que los Comuneros de una y otra ciudad se enviaron después de la catástrofe.

Estas cartas impresionantes, que podrían figurar en una antología y que tienen acentos de una entereza senequiana, en medio de su sencillez, revelan una vez más, la verdad clásica del si vis me flere... pues resultan hoy un verdadero fragmento literario de la grave y noble habla castellana, cuando no fueron sino la expresión natural de un sincero y acendrado dolor. Vamos a leerlas.

Dicen así, comenzando por la de los medineses:

«Después que no hemos visto vuestras letras, ni vosotros, señores, habéis visto las nuestras, han pasado por esta desdichada villa, tantas y tan grandes cosas, que no sabemos por do comenzar a contarlas. Porque aunque gracias a Nuestro Señor, tuvimos corazón para sufrirlas, no tenemos lengua para decirlas. Muchas cosas desastradas leemos haber acontecido en tierras extrañas, muchas hemos visto en nuestras tierras propias, pero cosa como la que aquí ha acontecido a la desdichada Medina, ni los pasados ni los presentes la vieron acontecer en toda España...».

Aquí refieren los medineses los atropellos de Fonseca y el go..lla [borroso] y continúan de este modo:

«... Por cierto, señores, el hierro de nuestros enemigos, en un mismo punto hería en nuestras carnes y por otra parte el fuego quemaba nuestras haciendas. Y sobre todo, veíamos delante nuestros ojos que los soldados despojaban a nuestras mujeres e hijos».

Y en seguida añaden estas frases que son elocuente evocación de ese algo innegable que forma el sedimento hidalgo del alma castellana:

«Y de todo esto no teníamos tanta pena como de pensar que con nuestra artillería querían ir a destruir a la ciudad de Segovia; porque de corazones valerosos es, los muchos trabajos propios tenerlos en poco, y, los pocos agenos tenerlos en mucho... »

«No os maravilléis, señores, de lo que os decimos, pero maravillaos de lo que os dejamos de decir. Ya tenemos nuestros cuerpos fatigados de las armas, las casas de todos quemadas, las haciendas todas robadas, los hijos y las mujeres sin tener do abrigarlos, nuestros templos de Dios hechos polvo, y sobre todo, tenemos nuestros corazones tan turbados, que pensamos tornarnos locos... »

«El daño que en la triste Medina ha hecho el fuego, conviene a saber: el oro, la plata, y los brocados, las sedas, las joyas, las perlas, las tapicerías y riquezas que han quemado, no hay lengua que lo pueda decir, ni pluma que lo pueda escribir, ni hay corazón que lo pueda pensar, ni seso que lo pueda tasar, ni ojos que sin lágrimas lo puedan mirar... no menos daño hicieron estos tiranos en quemar a la desdichada Medina, que hicieron los griegos en incendiar la poderosa Troya... »

«Entre las cosas que quemaron estos tiranos fue el monasterio del Señor San Francisco, en el que ardió toda la sacristía, infinito tesoro, y ahora los frailes moran en la huerta, y salvaron el Santísimo Sacramento, cabe la noria, en el hueco de un olmo...».

Y terminan, después de enumerar otras desventuras, despidiéndose de sus hermanos de causa, los segovianos, con estas palabras:

«Nuestro señor guarde sus muy magníficas personas. De la desdichada Medina, a 22 de Agosto, año de mil quinientos y veinte».

El sentimiento de noble indignación, con que fueron recibidas las tristes nuevas que esta carta transmitía a los habitantes de Segovia, está admirablemente reflejado en la contestación que a ella dieron.

Podría suponerse que las frases delicadas de la sentida epístola medinense, no habrían de encontrar términos adecuados para la correspondiente respuesta. Los hallaron empero. Como todas las grandes épocas de un pueblo, fue aquélla, rica en nobles emulaciones, como muy especialmente tendremos ocasión de comprobarlo en los capítulos posteriores, referentes a la tragedia castellana.

Hombres y ciudades rivalizaron en sentimientos y en palabras que rememoran en ocasiones las que nos ha transmitido la historia clásica al narrar los actos de sus héroes.

Ved qué respondieron los segovianos, a sus hermanos de la incendiada Medina, y aquilatad la gallarda y decidida actitud de compañerismo reflejada en las frases siguientes que se diría arrancadas del Romancero si no constase fueron escritas en aquellos momentos:

«Nuestro Señor – dicen – nos sea testigo, que si quemaron de esa villa las casas, a nosotros abrasaron las entrañas, y, que quisiéramos más perder las nuestras vidas, que no se perdieran tantas vuestras haciendas. Pero tened, señores, por cierto que, pues Medina se perdió por Segovia, o de Segovia no quedará memoria o Segovia vengará la injuria a Medina.

Nosotros conocemos que, según el daño que por nosotros, señores, habéis recibido, muy pocas fuerzas hay en nosotros para castigarlo. Pero desde aquí decimos, y a la ley de cristianos juramos y por esta escritura prometemos, que todos nosotros por cada uno de vosotros ponemos las haciendas e aventuraremos las vidas, y lo que menos es que todos los vecinos de Medina libremente se aprovechen de los pinares de Segovia cortándoles para hacer sus casas... Porque no puede ser cosa más justa que, pues Medina fue ocasión que no se destruyese con la artillería Segovia, Segovia dé sus pinares con que se repare Medina».

La ruina de esta población conmovió a las ciudades hasta entonces indiferentes, incluso Valladolid, sede de la Regencia, donde la agitación pública inquietó tanto a Fonseca y a su cómplice, que se vieron forzados a huir, no parando hasta Flandes, donde notificaron a Carlos V el estado de Reino.

La revolución que ya alcanza a Extremadura y Andalucía comienza ahora a organizarse. Las ciudades, por iniciativa de Toledo, alma del movimiento, acuerdan nombrar representantes y congregarse en un punto céntrico, siendo designado como tal la ciudad de Avila.

Acuden entonces a este centro, Comuneros representantes de todas las clases sociales: nobles, religiosos, profesores, artesanos, entre éstos un lencero de Madrid, un frenero vallisoletano y un pelaire o cardador, de la misma Avila, constituyéndose una asamblea con el nombre de Junta Santa, que venía a ser el Directorio, como hoy diríamos, del movimiento revolucionario. Fue designado Presidente de ella el caballero toledano Pedro Laso de la Vega, aquel regidor que rechazaron los flamencos en las Cortes de Santiago; y nombrado caudillo de las tropas Juan de Padilla.

Curioso es observar el hecho de que al calificativo de «Santa» de la Junta abulense, se uniesen otras particularidades también de vago tinte religioso cual si sus componentes – que nada tenían sin embargo de clericales – se sintiesen hermanados en un ideal de cruzados. Sobre que ya se reunían en la monástica Avila, en una carta que suele citarse, llegaron a manifestar que «siete eran los pecados que padecía España» entre ellos falta de paz, agravios, desafueros, impuestos y tiranía; a los cuales la Junta Santa, tendría que oponer correspondientes virtudes... Esto era el aspecto rústico, si se me permite la palabra, de la cuestión. Mas el primer acto de esta Junta Santa fue uno de anticipación cronológica; fue una decisión insólita entonces, y semejante a otra que tanta nombradía había de proporcionar a revolucionarios posteriores; o sea la de declarar caduca la jurisdicción del Regente Adriano y del Concejo Real, y constituirse en autoridad superior.

Y para oponer una personalidad real a otra, volvieron los ojos a la enferma reina Doña Juana, que hacía quince años vivía recluida en Tordesillas, acudiendo a ella Bravo y Padilla; y fue caso extraño el de que la noble anciana, ante tan estupendo acontecimiento recobrase parte de su débil razón y con ella un rescoldo de energías, que, desgraciadamente, no fueron duraderas.

Este fue el momento brillante de la revolución Comunera. No había de durar mucho, por desgracia. La misma nobleza de la tonalidad general de los designios llevaba en germen la pérdida de la causa.

Eran arrojados, eran heroicos los Comuneros y representaban una causa justa que, además, era la nacional; pero carecían de esa cualidad que – aun reñida generalmente con la moral –, es necesaria para ciertos triunfos: carecían de habilidad política.

Dueños del poder no quisieron adentrarse definitivamente en las arbitrariedades del mando. Quisieron proceder ordenada y legítimamente en el ejercicio de sus determinaciones. Su ideal elevado querían que fuese también legal. Redactaron y enviaron en consonancia con su ingenua buena fe las famosas 118 Peticiones de su Representación ante el Monarca, en las que, como se recordará, se hablaba de libertad, de mejoras populares, de garantías ciudadanas, de responsabilidades administrativas, de tolerancia y de autonomía religiosa, y de economía nacional, todo ello con criterio avanzadísimo para la época.

Quisieron, en suma, aquellos hijos de las Comunidades, reformar el reino, aliviar la suerte de los humildes, reafirmar sus liberales tradiciones...

Mas en vez de proceder como poder superior que en realidad eran, quisieron contar con el Rey-Emperador, sin concebir hasta donde era capaz de llegar éste en su natural despotismo.

Y sucedió algo que era inconcebible para la mentalidad española. Y fue, que cuando el primer emisario de aquellos inexpertos hidalgos, hijos de la acaso tosca pero caballeresca España se presenta en Flandes ante Carlos V, con la misión de la Junta Santa, la Sacra y Cesárea Majestad de Carlos V se apodera de este enviado, le prende y le encierra en la fortaleza de Worms. Los otros emisarios no llegaron ya.

Y como ante el absolutismo de Carlos V, aquella entereza hispana no era sino delictuosa osadía antimayestática, decidió castigarla mediante toda su fuerza y astucia.

Fulminó órdenes terminantes tendentes ante todo a impedir «se menoscabara un átomo de autoridad real». Y buscó para ello el apoyo de la nobleza a la que había protegido, asociando a la Regencia del flamenco Adriano, los nobles españoles, el Almirante Don Fadrique Enríquez, y el Contestable Don Iñigo de Velasco. Y dictó la disolución de la Junta Santa y la regresión al estado de cosas anterior a ésta...

Todo dependía en aquellos momentos de la Nobleza. En manos de ella estaba no ya la suerte de las pretensiones Comuneras sino realmente el destino de España.

La nobleza empero no hizo en tan memorable ocasión gran honor al conocido lema de «nobleza obliga». En vez de amparar al débil se plegó al poderoso. Los Nájera, los Benavente, los Lemos, los Infantado, los Oñate, en suma, los «Grandes» de España, fueron en aquella ocasión «pequeños». Y en vez de abrazar la causa de los desvalidos y acaso salvar la vieja patria, enderezando las extraviadas corrientes por su natural cauce ibérico, permitieron que el turbión del absolutismo extranjero devastase los campos, llevándose entre las ensangrentada aguas, las tradiciones, el esplendor y las energías populares.

 

SOLAPAS: EL AUTOR

Viriato Díaz-Pérez y Martín de la Herrería dedicó más de cincuenta años de su vida al Paraguay, enseñando o escribiendo sobre filosofía, literatura, filología o historia. Dejó su Madrid natal a principios de este siglo, en plena producción literaria. Escribió desde la muy temprana edad de trece años como siguiendo el ejemplo de sus progenitores; su padre, el fecundo escritor y cronista de Badajoz, don Nicolás Díaz-Pérez y su madre, la escritora doña Emilia Martín de la Herrería. Viriato Díaz-Pérez fue uno de los primeros críticos literarios que se ocupó de Juan Ramón Jiménez, apenas llegado éste de Moguer (Huelva) y siendo Juan Ramón casi desconocido en Madrid.

La generación de Viriato Díaz-Pérez – la del 1898 – ha dejado testimonios diversos de su presencia generacional en poemas o en páginas dedicadas a él. Doctor en Filosofía y Letras, egresó con nota sobresaliente en la Universidad Central de Madrid el 26 de noviembre de 1900. Presentó su tesis sobre Naturaleza y evolución del lenguaje rítmico.

Fue distinguido alumno de don Marcelino Menéndez y Pelayo por quien siempre sintió gratitud y profundo respeto. Colaborador asiduo de Helios, Juventud, Sophia, Hojas selectas, etc., en España. Fundó, dirigió y colaboró en numerosas revistas paraguayas y sudamericanas: Revista del Paraguay, Revista del Instituto Paraguayo, Revista del Ateneo Paraguayo, Alcor, etc., etc. Muchas publicaciones periódicas vieron sus trabajos en una larga proyección de más de medio siglo de afán cultural no interrumpido. En Asunción (Paraguay) fue profesor de literatura y filología en el Colegio Nacional, Colegio de las Teresas, Colegio Fulgencio Yegros, Facultad de Filosofía y Letras, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, etc.

El Gobierno español, poco antes de su fallecimiento, le extendió la Condecoración de la Cruz de Don Alfonso X el Sabio y la Universidad Nacional de Asunción le honró con un segundo doctorarlo, esta vez el de Honoris Causa. Amó la tierra paraguaya y nunca quiso salir de Asunción, ciudad de sus pesares y alegrías...

 

Viñetas de la cubierta: Xilografías catalanas, Siglo XVIII.

 

NOTAS DE LA EDICION DIGITAL

 

Del PEQUEÑO LAROUSSE ILUSTRADO. París : Ediciones Larousse, 1985

1.-) fraternia: No hallamos este término en el Diccionario Larousse Ilustrado ni en el Diccionario Enciclopédico Espasa Calpe. Madrid : Espasa Calpe, 1993. Se trataría de un neologismo o "personalismo" de fraternidad.

2] véteras: No fue hallada. Ibídem. Ibid. veteranas.

3] agarenos: moros,de "agar", personaje bíblico, esclava egipcia, segunda esposa de Abraham y madre de Ismael, el cual originó la raza árabe (ismaelitas).

4] fabla: Imitación del lenguaje antiguo.

5] ultrapirenaicos: Pirenaicos: adj. Relativo a los Pirineos. Allende los Pirineos.

6] reivindicadora: Ibídem nota 1]. reivindicatoria.

7] Sagunto: Célebre por su heroica resistencia a Aníbal, el cual se apoderó de esta ciudad después de un terrible sitio en 219 a. de J.C.

8] Numancia: Ciudad de la antigua España cerca de Soria, destruida por Escipión Emiliano después de un sitio memorable en 133 a. de J.C. Sus habitantes prefirieron perecer en las llamas antes que rendirse.

9] Zaragoza: Ciudad de España capital de la provincia del mismo nombre. En 1808 y 1809 resistió heroicamente el sitio de las tropas francesas.

 

 

 

 

 

 

 

 

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DOCUMENTO (ENLACE) RECOMENDADO:

 LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY 

(ANTECEDENTES HISPÁNICOS. DESARROLLO)

SEGUNDA PARTE

Autor: VIRIATO DÍAZ-PÉREZ

Editorial: Palma de Mallorca,

a cargo de Rodrigo Díaz-Pérez, 1973. 95 pp.

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY

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