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HISTORIOGRAFÍA - CRÓNICAS DE AUTORES PARAGUAYOS

  HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY LA COMPAÑÍA DE JESÚS - I (NICOLÁS DEL TECHO)

HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY  LA COMPAÑÍA DE JESÚS - I (NICOLÁS DEL TECHO)

HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS - VOLÚMEN I

Autor: NICOLÁS DEL TECHO

Editorial: A. de Uribe y Compañía

Año: 1897

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY


TOMO PRIMERO

HIPERVÍNCULOS

PROLOGO DE BLAS GARAY (336 Kb.)
PROLOGO DEL AUTOR (40 Kb.)
(Tomo I) LIBRO PRIMERO (209 Kb.)
(Tomo I) LIBRO SEGUNDO (151 Kb.)

 

CONTENIDO DEL TOMO PRIMERO

PROLOGO DE BLAS GARAY

I. EL P. NICOLÁS DEL TECHO
II. ESTABLECIMIENTO DE LOS JESUITAS EN EL PARAGUAY.
III. DESCRIPCIÓN DEL GOBIERNO ESTABLECIDO POR LOS JESUITAS EN SUS REDUCCIONES.
IV. EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS.

PROLOGO DEL AUTOR

AL EXCMO. PRESIDENTE É ILUSTRES CONSEJEROS DE INDIAS.
PREFACIO DIRIGIDO Á LOS PADRES JESUITAS DE EUROPA.
APROBACIÓN DEL ORDINARIO.
LICENCIA DEL REVERENDO PADRE PROVINCIAL.
PROTESTA DEL AUTOR.

(Tomo I) LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO PRIMERO – Objeto de la obra; implórase el favor divino.
Capítulo II. – Los portugueses exploran el Paraguay por vez primera y su expedición tiene un éxito desgraciado.
Capítulo III – Los españoles toman posesión de los ríos de la Plata y del Paraguay en nombre del rey Católico.
Capítulo IV – Los indios se levantan contra los primeros colonos del Río de la Plata.
Capítulo V. – Primera pelea por cuestión de límites entre los españoles y los portugueses.
Capítulo VI. – D. Pedro de Mendoza coloniza el Río de la Plata y el Paraguay. Capítulo VII. – Fundación de la fortaleza de Buenos Aires; desastrosa pelea con los indios.
Capítulo VIII. – Los nuevos pobladores sufren hambre; muere el gobernador D. Pedro de Mendoza.
Capítulo IX. – De las cosas que acontecieron durante la administración de Juan de Ayolas y de la muerte de éste.
Capítulo X. – Domingo Martínez de Irala es elegido gobernador; trátase de abandonar la ciudad de Buenos Aires y de fundar la metrópoli del Paraguay.
Capítulo XI. – Fundación de la ciudad de la Asunción capital del Paraguay.
Capítulo XII. – Los indios del Paraguay se sublevan contra los colonos de la Asunción.
Capítulo XIII. – El gobernador Alvar Núñez conduce una expedición de emigrantes al Paraguay.
Capítulo XIV. – El gobernador explora el país; después es conducido preso á España.
Capítulo XV. – Fundadores de las ciudades del Paraguay.
Capítulo XVI. – Descripción del Paraguay.
Capítulo XVII. – De las ciudades del reino de Chile y de sus fundadores.
Capítulo XVIII. – Descripción del reino de Chile.
Capítulo XIX. – De las particularidades del Tucumán.
Capítulo XX. – De los que descubrieron el país del Tucumán y fundaron sus ciudades.
Capítulo XXI. – Estado antiguo de las regiones mencionadas.
Capítulo XXII. – Alábase el celo de los Reyes Católicos por la propagación de la fe cristiana.
Capítulo XXIII. – Establécese la Compañía en el Tucumán.
Capítulo XXIV– Llega la Compañía al Tucumán; sus primeros trabajos.
Capítulo XXV– Los PP. Francisco de Angulo y Alonso de Bárcena desempeñan su ministerio en la capital dei Tucumán.
Capítulo XXVI. – El P Alonso de Bárcena convierte á los indios de Esteco.
Capítulo XXVII.– Los PP. Francisco Angulo y Alonso de Bárcena evangelizan en el país de Córdoba.
Capítulo XXVIII. – Llegan los jesuitas procedentes del Brasil después de haber sido vejados por los corsarios en su viaje.
Capítulo XXIX. – Los PP. Alonso de Bárcena y Manuel Ortega trabajan con fruto en el país de Córdoba.
Capítulo XXX. – Portentoso viaje que realizaron los PP. Alonso de Bárcena y Manuel Ortega.
Capítulo XXXI. – Los indios del río Salado se ponen bajo la dirección de la Compañía.
Capítulo XXXII. – Primeras misiones de los jesuitas en el Paraguay.
Capítulo XXXIII. – Los PP. Manuel Ortega y Tomás Filds evangelizan el Guairá.
Capítulo XXXIV.– En el año 1589 invade la peste el Paraguay y los Padres jesuitas hacen muchas cosas dignas de memoria.
Capítulo XXXV. – El P. Manuel Ortega bautiza muchos millares de personas.
Capítulo XXXVI. – Los Padres jesuitas se establecen en Villarica.
Capítulo XXXVII. – Provechosas tareas del P. Juan Saloni.
Capítulo XXXVIII. – El P Alonso de Bárcena pacifica el valle de Calchaquí.
Capítulo XXXlX. – El P. Alonso de Bárcena convierte á los lules y á otros pueblos.
Capítulo XL. – Llegan al Tucumán los Padres Pedro Añasco y Juan de Fonté.
Capítulo XLI. – Primeras misiones de los Padres de la Compañía en el país de los frentones.
Capítulo XLII. – Misiones de la Compañía en la región de los mataraes.
Capítulo XLIII. – Los PP. Bárcena y Añasco aprenden muchos idiomas de los indios.
Capítulo XLIV. – Obstáculos que se opusieron á la entrada de los jesuitas en el país de los frentones.
Capítulo XLV. – Establécese la Compañía en el reino de Chile.
Capítulo XLVI. – Laudables trabajos de los misioneros en Chile dentro y fuera de las poblaciones.

(Tomo I) LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO PRlMERO – Llegan al Paraguay y al Tucumán nuevos misioneros.
Capítulo II. – Los PP. Lorenzana y Saloni recorren el Paraguay.
Capítulo III. – Los Padres de la compañía fomentan la piedad y la religión en la ciudad de la Asunción.
Capítulo IV. – Los Padres de la Compañía recorren el Guairá.
Capítulo V. – Próspero estado de la Iglesia en las ciudades de la Asunción y Santa Fe.
Capítulo VI. – El P. Gaspar Monroy procura convertir á los omaguas.
Capítulo VII. – Piltipico y los omaguas hacen la paz con los españoles.
Capítulo VIII. – Varios sucesos acontecidos en el país de los omaguas.
Capítulo IX. – Los misioneros evangelizan en varios lugares del Tucumán.
Capítulo X. – Con motivo de las guerras de Chile se suspende en este reino la fundación de Colegios.
Capítulo XI. – Muere el P. Alonso de Bárcena: sus alabanzas.
Capítulo XII. – Muerte del P Juan Saloni.
Capítulo XIII. – De los muchos trabajos que sufrieron los PP. Ortega y Filds en el Guairá.
Capítulo XIV. – Los nuevos misioneros ejercen su ministerio en el Tucumán.
Capítulo XV. – Establécese en Córdoba la Compañía de Jesús.
Capítulo XVI. – Propágase la fe católica entre los diaguitas.
Capítulo XVII. – Una grande población de los diaguitas se convierte al cristianismo.
Capítulo XVIII. – Otros cuatro pueblos de diaguitas reciben nuestra fe.
Capítulo XIX. – La vida de los misioneros peligra entre los diaguitas.
Capítulo XX. – Los lules y otros indios son evangelizados.
Capítulo XXI. – El P. Esteban Páez visita las misiones del Paraguay y del Tucumán.
Capítulo XXII. – Los habitantes de la Asunción llevan á mal el que se retiren los padres de la Compañía.
Capítulo XXIII. – Vejaciones que sufrió el P. Manuel Ortega.
Capítulo XXIV. – Trabajos de los jesuitas en el Tucumán.
Capítulo XXV. – El P. Luis Valdivia intenta reconciliar á los chilenos rebeldes con Cristo y con el Rey.
Capítulo XXVI. – Procura el P. Valdivia sosegar los indios rebeldes.
Capítulo XXVII. – Memorable fuga de una mujer cautiva y su hijo.
Capítulo XXVIII. – El P. Luis Valdivia se embarca para España.
Capítulo XXIX. – La Compañía de Jesús se establece nuevamente en la capital del Paraguay.
Capítulo XXX. – Ofensa que recibió el Padre Lorenzana y castigo de culpable.
Capítulo XXXI. – Muere el P. Pedro de Añasco: sus alabanzas.
Capítulo XXXll. – Trabajos de los restantes jesuitas en el Tucumán.
//

 

HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

PRÓLOGO  - POR BLAS GARAY

I
EL P. NICOLÁS DEL TECHO

 

La obra que hoy sale a luz por tercera vez (en castellano por la primera) no es, a despecho de su título, una historia en el sentido propio de la palabra. Exento el autor de espíritu crítico; fácilmente accesible a inverosímiles y absurdas narraciones que abundan en su libro; con fe ciega en los procedimientos de la Sociedad a que pertenecía, y ganoso de perpetuar el recuerdo de lo que reputaba por sus más altos timbres de gloria, contrajose a componer menuda crónica de los sucesos de la Compañía en el Paraguay, recogiendo sus noticias de los mismos interesados en exagerar su mérito, sin someterlas a la depuración que razones de origen y de disconformidad con lo real hacían necesaria.
Verdad que el P. Techo escribió desde punto de vista determinado y que sobre él necesariamente hubo de influir su calidad de copartícipe en la gloria que la Compañía recogiese. Eran también tiempos aquéllos en que ciertas creencias circulaban como moneda de ley, y nadie se atrevía a discutirlas por los graves, gravísimos riesgos a tamaña temeridad consiguientes. Pero estas consideraciones no bastan a disculparle, que el sentido común nunca fue privilegio de determinada época, y el P. Techo riñe con él con deplorable frecuencia. Su credulidad excesiva para aceptar los hechos más extraordinarios, credulidad que, siquiera en menor escala, se observa en otros posteriores cronistas de la Orden, es bastante a menoscabar la autoridad casi irrecusable, que de otra suerte fuera lícito concederle; y mucho más, cuando ella tiene vehementes caracteres de ser deliberada y voluntaria, pues lo que en un hombre rudo y falto de estudios se concibe, no se explica en quien por los suyos hallabase preparado para la exacta apreciación de las cosas y para no comulgar en los mismos errores que el vulgo.
 No se crea por esto que la obra del P. Techo no suministre interesantes noticias y no merezca el crédito de que la abundante copia de documentos que tuvo a la vista para componerla la hacen acreedora. Lunar es el que señalé, entonces frecuentísimo, y que ha ido atenuándose, mas no desapareciendo del todo, en los escritores sucesivos. Pero cuenta el P. Techo en su abono, para que se le otorgue fe en cuanto claramente no aparezca falso por imposible, la circunstancia de su proximidad a unos sucesos y su participación personal en otros, y el haberse robustecido su testimonio con el de los cronistas que, después escribieron y que en la Historia de la provincia del Paraguay bebieron su inspiración.
Poco más sabemos del P. Techo sobre lo que él quiere decirnos de sus trabajos en el Paraguay, en donde vivió casi todo el tiempo que estuvo en América. Sus mismas obras contadas veces aparecen citadas por los que de la misma materia escribían, sin que pueda creerse que fuera a causa del idioma en que estaban escritas, más divulgado entonces que hoy.
Nació el P. Nicolás du Toiet en Lille el año de 1611, y en 1630 profesaba ya en la Compañía de Jesús. Dedicado algún tiempo a la enseñanza de Humanidades, se embarcó en 1649 para el Paraguay, en donde llegó a ser más tarde Provincial, y murió en 1680. Era más conocido por la forma castellanizada de su nombre, que adoptó definitivamente y llevan sus obras. Su Historia fue impresa en Lieja en 1673. Su cubierta y colofón dicen así:
«Historia/ provinciae/ ( Paraquariae/ Societatis Jesv/ authore/ P. Nicholao del Techo/ ejusdem Societatis sacerdote/ Gallo-Belga Insulensi/ (Escudo del impresor, que representa un árbol, en el cual hay una mujer cuyo cuerpo termina en serpiente; al pie una calavera, y en una piedra escrita esta palabra: cavete)/ Leodii, Ex ófficina Typog. Mathiae Hovii sub signo Paradisi Terrestris. M.DC.LXXIII.»
«Leodii, ex officina typographica Joannis Mathiae ad insigne Paradisi Terrestris. M.DC. L,XXIII.»
Es un volumen en 4º doble; consta de trescientas noventa páginas numeradas y veinte hojas sin foliación al principio y diez al fin. En la Biblioteca Nacional de Madrid existe un manuscrito de este mismo libro, primorosamente hecho por indios guaraníes, imitando los caracteres de imprenta; y es muy de presumir que fuera el que sirvió para la primera edición, ya que nadie se entretendría, poco después de publicada la obra, en copiarla. Tiene cuatrocientas noventa y seis hojas en folio, y su signatura es Q –315.
La segunda impresión de la Historia del Paraguay se hizo, traducida al inglés, en el tomo VI de la Collection of Voyages and Travels, de Churchill (London, 1704).
Dos obras más conozco del P. Techo. La primera, titulada Quinque Décades Virorum illustrium Paraquariae Societatis lesu, ex Historia Provinciae et aliunde depromptae, es, como indica su título, casi una copia de la Historia, razón que acaso haya influido para que no fuera publicada hasta ahora. Se conserva el manuscrito también en la Biblioteca Nacional de Madrid (Q-316); lleva en el primer folio la firma autógrafa del autor, y está hecho igualmente por los guaraníes, imitando los caracteres tipográficos. Es una maravilla de paciencia y de habilidad. Consta de doscientas setenta y cuatro hojas en folio.
La segunda, que forma parte de la obra Relatio triplex de rebvs Indicis. Antverpiae, apud Jacobvm Mevrsivm, an. 1654 (páginas 32 - 47), se titula así: Relatio de Caaiguarum gente, caepta ad fidem adduci, ex litteris R. P. Nicolai del Techo, alias du Toiet, Insulensis Maioris ad Vruaicam fluviurn provinciae Paraquariae, anno 1651.
Con ser tan extensa y minuciosa la Historia del P. Techo, falta en ella lo que hay de más interesante en la obra de los jesuitas en el Paraguay: los detalles de la organización que dieron a sus célebres reducciones, detalles hoy más que nunca necesarios, por el preferente lugar que entre las materias que son objeto de las investigaciones de los sabios ocupan el socialismo y el colectivismo y sus casos. Siquiera en Lozano vemos sus comienzos en las órdenes é instrucciones del P. Torres; mas en Techo todo falta, sin embargo de que ya entonces estaba la constitución jesuítico-paraguaya, si no enteramente desenvuelta, avanzadísima, como se ve por la relación que de ella hace el Padre Xarque en su notable libro. Y como sin esos detalles no puede llamarse esta Historia completa ni conocerse cabalmente lo que fueron las misiones, pareció indispensable que alguien los expusiera. Tal es la razón de este prólogo, que hubiera deseado, a no merecerme la verdad tantos respetos, que pudiese inspirar a los lectores juicios diametralmente opuestos a los que después de leerle formularán, si son imparciales. Mas por mucho que escritores notabilísimos, pero mal informados, ensalzasen el gobierno de la Compañía de Jesús en el Paraguay, poco valen sus hueras afirmaciones ante la autoridad irrecusable de quienes las desautorizan; y yo, que honradamente busqué entre tan encontrados pareceres la verdad, holgué de haberla hallado, mas lamenté que fuera tal como es.

 

PRÓLOGO DEL AUTOR


AL EXCELENTÍSIMO PRESIDENTE E ILUSTRES CONSEJEROS DE INDIAS: SALUD.

Claros son los motivos que me impulsaron á dedicar este libro al rey Católico; cuando lo escribía, pensaba al mismo tiempo que no podía relatar hecho alguno que no fuera comenzado, ó cuando menos llevado á cabo sin la protección del monarca, derivándose de éste cual de una fuente; justo es que todo se refunda en aquello de donde salió. Mi pequeñez me hizo titubear antes de consignar al frente de la obra nombre tan excelso. Propio es de las águilas, en las regiones superiores de la atmósfera, fijar su vista en el Sol; pero las aves más pequeñas deben contentarse con volar menos alto y bañarse en la luz del día. Con todo ello, no encuentro remedio á mi insignificancia. Los rayos de la luz, contemplados lejos de su foco, pueden ser tolerados sin temor á ceguera; pero si los vemos cerca del Sol, del mismo modo que éste, ofuscan nuestros ojos. El rey Católico es el Sol, iluminando todo el mundo con su clemente gobierno; sus Ministros son los rayos de luz, más semejantes á él cuanto más próximos del mismo están. Vosotros casi vivís mezclados con el Sol, y vuestra dignidad es iluminada por la regia diadema, de tal manera, que apenas se distinguen los rayos del Sol. En vosotros reside el espíritu de la regia majestad; Real es el nombre de vuestro cargo, Real el sello, Reales los decretos, Real todo. Mas no está en mi mano el retroceder; se escapó de mi poder la obra que os consagré, y me veo obligado, con débil vista, á resistir vuestro resplandor. Una cosa me alegra en vuelo tan audaz, y es que, después de haber visto vuestros resplandores, me acostumbraré algo á ellos, y con esto, aunque me tiemblen los párpados, miraré el resplandor regio acercándome á él, y no por necesidad, cuando antes me lo retardaba el conocimiento de mi pequeñez. Hablaré más claramente; el monarca es la fuente de donde emana toda potestad, y vosotros, como acueducto, la repartís con igual autoridad y con laudable prudencia, teniendo en cuenta lo que es debido á las distintas exigencias de lugares y personas; hasta ahora, la dispensáis en el Paraguay de tal manera, que merecéis infinito agradecimiento, el cual os patentizaría con la pluma, si no considerase que si mucho hacen los arcaduces, más todavía la fuente; sin embargo, con alabar los arroyos, nada pierde el manantial. Por tales razones, aunque os dedique mi libro, entiéndase que lo hice, para por medio de vuestros méritos dar las gracias y alabanzas debidas á la Majestad Católica que proporcionó ancho campo, á vosotros de hacer bien, á mí para escribir, y á la Compañía de gobernar apostólicamente los países meridionales de América. Y en verdad, tiempo hace que la Provincia de nuestra Compañía en el Paraguay, deseaba ocasión de mostrar su gratitud; ahora se alegra de tenerla, y cree que será gratísima al rey y á vosotros, que habéis tenido siempre interés grande por la propagación del Evangelio entre los infieles, y que las puras costumbres se conserven entre los españoles; en esta historia pondré de manifiesto cuanto han realizado los misioneros para secundar vuestros deseos. Una vez que os hayáis dignado mirarla, espero que por vuestra mediación sabrá el rey cómo la Compañía, después de buscar la mayor gloria del Señor, nada ha procurado tanto como el servicio de Su Majestad, con buena fama y con mala, sufriendo indecibles trabajos por mar y tierra, muertes dolorosas y otros males. Al pediros esto, nada creo que perderá vuestra dignidad, pues cuando el rey lo sepa por vuestro conducto, conocerá lo que merecen vuestras virtudes y prudencia, dado que por complacerle favorecísteis los misioneros, los defendísteis con vuestro poder, los alimentásteis y protegísteis contra los maldicientes y calumniadores, y así pudieron realizar muchas cosas admirables; la mayor parte de la gloria os corresponde; soy de opinión que después del rey os es debido todo, porque sin vuestro auxilio, consejos y socorros poco ó nada habría podido la Compañía. A fin de que esto sea más evidente, examinaremos el asunto en su origen, donde lo seguiré cual por sus canales.
Luego que la Providencia quiso entregar casi toda América al poder y religión de los españoles, el primer cuidado de los reyes Católicos fué elegir ministros á quienes confiasen la administración del Nuevo Mundo, cuyo peso requería los hombros de Atlante. Hasta ahora han sido tan dichosos en la elección, que parece milagro el que tan vasto imperio se haya, no solamente conservado, sino ilustrado, con envidia general de Europa, y robustecido. Es verdad que los principios fueron turbulentos, cosa que aconteció igualmente en otros países; pero no tanto que la prudencia de los togados, favorecida por Carlos V, fuese incapaz de establecer el orden. Acabadas las guerras civiles se fortaleció el Nuevo Mundo de tal manera, que cuando al siglo siguiente muchos hombres codiciosos de oro y plata se lanzaron sobre él, nada consiguieron los enemigos del pueblo español, ni éste perdió un palmo de sus inmensos dominios. Y aunque gran parte de esto se deba atribuir al celo de los reyes Católicos y á la fortaleza del pueblo español, nadie negará que la mayor alabanza corresponde al Consejo de Indias, el cual hizo construir castillos, cerrar los pasos, nombrar generales valerosos, escoger soldados aguerridos, preparar naves y armas, y administrar todo con tal tino, que admira ver tanta perspicacia y vigilancia en pocos hombres que, viviendo á tres mil leguas, defienden aquel país mejor que otros islas pequeñas y cercanas. Con más felicidad habéis defendido lejanas tierras, que otros exiguas y próximas provincias. Y en lo que atañe á la cultura y gobierno, ¿qué diré? El esplendor de las ciudades principales, la majestad de los Consejos provinciales, el bienestar de autoridades y hombres particulares, las glorias de los reinos americanos, son lenguas que declaran cómo el rey y sus consejeros, íntegros y moderados, en vez de enriquecerse con el Nuevo Mundo, lo han embellecido y adornado. Pero esto es lo de menos mérito, si consideramos la introducción y progreso de la fe católica en América, hasta ahora conservada. Agotó sus fuerzas España y no dudó en exponer sus flancos á las embestidas de sus enemigos, con tal de afirmar la religión en América. Podían los reyes Católicos, podía el Consejo de Indias, una vez recibido el encargo de civilizar el Nuevo Mundo, descargar sus conciencias, enviando á los pueblos y regiones de éste los misioneros estrictamente necesarios; otras naciones así lo hubieran hecho; pero los gobernantes del imperio americano, bajo los auspicios del rey Católico, no pararon hasta que, de tribus antes bárbaras, hicieron naciones tan cristianas y cultas como lo es España. Casi diez y siete siglos fueron necesarios para que los reyes y príncipes de varios Estados y hombres y mujeres célebres, ilustrasen el viejo continente, creando obispados y fundando monasterios y otros piadosos establecimientos; pero en la centuria pasada se hizo otro tanto en América, y de tal manera, que la Iglesia debe tales favores á los monarcas de España, con haber sido pocos, y á sus consejeros, como en el continente europeo á los que han creado y dotado los templos. Los Sumos Pontífices concedieron privilegios y condecoraciones á muchos emperadores, porque éstos consagraron sus esfuerzos y dinero á la defensa y ornato de algunas iglesias; mas lo que llevaron á cabo no puede compararse con lo que hizo el Consejo de Indias, una vez que por su voto el rey Católico dotó con largueza los arzobispados, obispados, canonicatos y otras dignidades de las iglesias catedrales americanas; sin tener rivales en tal empresa, erigieron seminarios, organizaron certámenes literarios, baluartes de la fe, y casas que son refugio de la piedad, y no contentándose con ello, enriquecieron tales establecimientos. En tan inmensa región no hay ministro alguno de la Inquisición, cuyo oficio es quemar las úlceras de la religión; ningún párroco de españoles, indios ó negros, que no reciba estipendio del monarca español. ¿Qué convento de religiosos ó monjas no recibe liberalidades de éste? ¿Qué armada ó nave suelta va á América que no lleve maestros de la doctrina cristiana á expensas del rey y provistos de cartas del Consejo de Indias? ¿Qué región tan apartada, qué rincón del Nuevo Mundo, qué playa tan distante de las hispanas hay, que no experimente la munificencia de su soberano? Dignos son, en verdad, de regir las ciudades del nuevo continente los que han civilizado éste, antes inculto y bárbaro, sometiéndolo al yugo español y al de Cristo. ¡Pero Dios inmortal, á qué precio! Lo diré en pocas palabras; tres veces más se gasta en propagar, conservar y defender la religión y la justicia en el Nuevo Mundo, que entra en el erario español. Quien no crea esto, vaya á América, y cincuenta tesoreros Reales le dirán que cuanto metal precioso ha salido de las entrañas del Potosí y de otras minas de oro y plata, se ha invertido íntegro en la prosperidad de le fe católica, hasta el punto de quedar las arcas vacías. Si preguntáramos á dichos tesoreros por qué destinan á este objeto tanto dinero, contestarán unánimemente que lo hacen obligados á ello por innumerables Reales cédulas y despachos del Consejo de Indias, en los que se les ordena no reparar en gastos cuando se trata de introducir ó propagar la religión cristiana. Creó Dios el Nuevo Mundo y lo entregó á los españoles para que lo administraran. En civilizar el viejo continente tardaron los pueblos de Occidente muchos siglos; uno solo bastó á España para hacer lo mismo en América, y tratándose del cristianismo fué tan pródiga en sangre como en oro. Si acudimos al origen de esto, veremos que todo se debe atribuir al rey Católico y á sus consejeros de Indias; de ellos proceden las determinaciones referentes al bien de la religión. He hablado con prolijidad de estas cosas para demostrar lo que me proponía, á saber, que los jesuitas del Paraguay se mancharían con la ingratitud si cuando toda América ve en los reyes de España y en los consejeros de Indias los propagadores y conservadores del cristianismo, ellos no lo reconocieran así. A fin de que no caiga sobre nosotros tal borrón, cuanto brillo ganamos en la evangelización de la América austral lo reflejaré en el monarca español y en vosotros, Excelentísimo Presidente y magníficos Senadores, confesando que sin vuestra protección estas regiones yacerían aún en el seno de la infidelidad y de las tinieblas. Y aunque esto se hará patente en el discurso de mí historia, debo exponer algunos hechos anticipadamente, en demostración de nuestra gratitud y de vuestra generosidad.
Cuando por inspiración del Señor, la Compañía de Jesús se esparció por todo el mundo, dedicada á la tarea de convertir á Cristo las almas, Felipe II, prudentísimo juzgador de los méritos de todas las personas, la envió espontáneamente y á su costa al Perú. Desde allí comenzaron á recibir la Fe los reinos de Chile, Tucumán y Paraguay, sepultados en los errores de la idolatría. Los jesuitas, por espacio de veinte años, hicieron expediciones apostólicas á los mencionados países, sin fijarse en lugar alguno, y ayudados por los gobernadores y tesoreros Reales se dedicaron á la salvación de las almas; más tarde pensó la Compañía en fundar la provincia llamada del Paraguay. Esta fué protegida en sus principios por Felipe III, el más piadoso de los reyes, quien costeó el viaje á cerca de ciento veinte misioneros que fueron allí desde España. Bajo los auspicios y á expensas de Felipe IV, pasaron otros doscientos en varias ocasiones. Todos los cuales, tan luego como llegaron á Buenos Aires marcharon á costa del Erario público á remotísimos países, con la protección Real, á publicar el Evangelio en las tierras bárbaras, ayudados en la construcción de poblaciones y defendidos en las ya edificadas; además, se les proveyó de las cosas necesarias para el culto, cual era aceite con que alumbrar el Santísimo Sacramento, y medicinas para curar los enfermos. Estos y otros muchos beneficios hechos á nuestros colegios y residencias, si algún desocupado quisiera enumerarlos, hallaría un cúmulo inmenso de regias liberalidades, y confesaría que el monarca nos ha, por, decirlo así, amamantado á sus pechos. Cuánta parte tuvo en lo mencionado el Consejo de Indias, lo saben los que consideren, cómo éste inclinó el ánimo de Su Majestad á expedir cédulas de pasaporte en favor de los misioneros, y cartas en que los recomendaba á los gobernadores y demás magistrados; que disolvió las maquinaciones de los calumniadores, removió los obstáculos y facilitó todo; si alguna vez la Compañía tardaba en pedir socorros, la excitaba á gozar de su regia liberalidad. Aunque los jesuitas del Paraguay deben mucho á los consejeros que administraron en vida de los pasados monarcas, nadie negará que tiene más que agradecer á los de Felipe el Grande y á este mismo, pues estando exhausto el Tesoro, dieron tres veces más que los poderosos en ocasión oportuna. Cuando los enemigos del poderío español hacían la guerra por donde quiera; cuando el sueco, el holandés y el inglés se enfurecían; cuando Francia acometía las fronteras de la parte que corresponde á nuestra metrópoli en Italia, Alemania y Bélgica, y aun las mismas españolas; cuando los reinos rebeldes turbaban también la paz del interior y no parecía sino que brotaba de la tierra gente nacida de las semillas de Cadmo; cuando España sostenía contra tantos adversarios seis ejércitos y cuatro flotas, y se colocaban guarniciones en los límites de tan vasto imperio, y el erario, con pagar tan excesivos gastos estaba agotado, entonces, digo, no faltaron el rey ni los consejeros de Indias á su propósito de transportar y alimentar los heraldos del Evangelio en Tucumán y el Paraguay. ¿Hay obra tan piadosa como ésta? Esto es, lisa y llanamente, posponer los reinos y los imperios á la religión. Pero no me detendré aquí, sino que subiré á tratar de cosa más laudable. Acción meritoria y piadosa es, que los reyes Católicos en los pasados siglos sostuvieran con magnificencia el culto en América; que esto hicieran en el Perú y en México podrá explicarse, diciendo que al fin y al cabo, de estos países obtenían pingües rendimientos; pero Tucumán y el Paraguay no dan á España oro ni plata; antes bien se gasta allí más que se recauda; así, no hay palabras que ponderen bastante la generosidad de Felipe IV al ayudar á tales provincias, estimulado solamente de su celo religioso, y en las azarosas circunstancias que hemos enumerado, y que aún lo continúe haciendo. Tan singular piedad recuerda lo que dijo Felipe II, cuando instándole algunos cortesanos para que abandonase las islas Filipinas, donde los españoles habían empezado á propagar el Evangelio, y poniéndole como argumento el que se consumía en ellas más que producían, de tal modo que eran un gravamen del fisco, replicó que él gastaría con gusto en defensa de una iglesia, ó por conservar un neófito, todo el oro de las Indias y aun las rentas de España, y que por suma pobreza en que pudiera verse, no descuidaría la predicación del cristianismo, pues no ignoraba que tenía estos deberes que cumplir. Lo que en tiempos felices y de paz manifestó el más prudente de los reyes, lo ejecutó constantemente el gran Felipe IV en medio de furiosas tempestades y estando exhausto el erario con repetidas guerras, y su gloria fué mayor por cuanto el Paraguay y Tucumán producían menos aún al Tesoro que las islas Filipinas. Esto es rayar en los límites de la grandeza. Esto es tener ministros como vosotros, Excelentísimo Presidente, y Consejeros ilustres de Indias, que aconsejáis rectamente. Esto es aplicar el ánimo á los negocios con el propósito de aumentar la gloria de Dios. Esto es dedicarse á la política con fin bien distinto de los que buscan en el culto á Dios el engrandecimiento del Estado, y hacer que la religión católica llegue á las últimas regiones conocidas. Esto es conquistar la gloria de apóstoles.
Si San Gregorio Magno mereció bien de la posteridad porque envió á Inglaterra unos cuantos sacerdotes á predicar nuestra fe, ¿cuánto más corresponde á Su Majestad y á vosotros, que no mandásteis á un pequeño reino pocos misioneros, sino que, con piedad continuada por muchos años, enviásteis y mantuvísteis numerosos sacerdotes que redujeron á Cristo las naciones más bárbaras é incultas del orbe? ¿Qué cosa tan justa como que, en nombre de la Compañía del Paraguay, os dedique la historia de la introducción del cristianismo en la parte austral de América, confesando que cuanto ella realizó á vosotros es debido? Si la victoria se atribuye á los jefes que dirigen la guerra, aunque se hallen fuera del campo de batalla, ¿con cuánta más razón os corresponde el honor del triunfo en que por vuestro consejo y ayuda fueron ahuyentadas las falanjes del demonio? De esta manera, sin peligro de ostentación y vanagloria, reseñaré los hechos preclaros de los misioneros, pues toda alabanza redundará en vosotros como capitanes de tales empresas. Yo lo haré con mi pluma, cual si fuera tocada á la piedra imán, recorriendo todos los grados de vuestros méritos hasta descansar en su polo. Este es el rey, cumbre de tantas grandezas, al cual por más que lo llamase Sol de la religión que ilumina ambos mundos, Atlante de la fe, principal estrella de la Iglesia católica y lustre de ésta, no haría sino bosquejarlo, sin describirlo. Diré, para terminar, Excelentísimo Presidente y Consejeros ilustres, que ojalá gocemos mucho tiempo de ministros como vosotros, bajo cuyo mando corramos á pelear en las filas del Señor. Defendidos con vuestro patrocinio, no nos apartarán de las heróicas empresas las calumnias y los embustes de nuestros adversarios. Con la regia protección, la pesadumbre del trabajo no retardará los esfuerzos por la salvación de las almas. Bulle aún en muchos pechos la sangre generosa consagrada á Dios y al monarca español.
Ninguno languidecerá en casa renegando de la gloria de sus antepasados. No nos basta haber evangelizado, según referiré en mi libro, los indios de Itatín, Paraná, Uruguay, Guayrá Jujui, é islas de Chiloé y Chono; fundado tantos pueblos en una provincia que en sus comienzos medía ochocientas leguas de extensión; atravesado lagunas, peñascales, selvas vírgenes y vastos desiertos, y penetrado en cuevas. Iremos al Chaco, país situado más allá del Paraguay, donde ya ha empezado á correr la sangre de los sacerdotes, y renovaremos las victorias alcanzadas en vida de Felipe IV. Mientras que en esto trabajamos, inflamados con sacro fuego, hacemos fervientes votos al Señor para que éste premie al rey Católico, por haber propagado el cristianismo en el Nuevo Continente y principalmente en las regiones australes, dilatando su imperio en Europa y otras partes; deshaga las resoluciones de sus enemigos; multiplique sus victorias, y á vosotros os conserve incólumes bajo el gobierno de monarca tan grande, hasta que, semejantes á las estrellas que ilustran á muchos, subáis á brillar en el cielo eternamente. Así lo desea con toda su alma vuestro más humilde y obediente servidor,
 
NICOLÁS DEL TECHO,
Sacerdote de la Compañía.

 

 

 

  CAPÍTULO PRIMERO

LLEGAN AL PARAGUAY Y AL TUCUMÁN NUEVOS MISIONEROS.  

 

En el mismo año que la Compañía de Jesús se estableció en el reino de Chile, el P. Provincial Juan Sebastián Parra ordenó que fueran al Tucumán y al Paraguay los PP. Juan Romero, Gaspar Monroy, Juan Viana y Marcelo Lorenzana (150), todos sacerdotes, que hacía tiempo habían llegado de España; iba con ellos el lego Juan Aguilar. Acababa de declarar el General Claudio Aquaviva que los jesuitas que habían ído del Brasil con el P. José Anchieta cinco años antes, estaban sujetos á la potestad del Provincial del Perú, y así, en ausencia del P. Juan La Fuente, fué puesto al frente de los misioneros del Paraguay y del Tucumán el P. Juan Romero, quien ciertamente era digno de tal cargo. Lo primero que hizo, obedeciendo el mandato de su jefe, fué vender una finca que la Sociedad poseía en la ciudad de Salta del Tucumán y había adquirido por donación su antecesor; decía que dedicados los nuestros á tareas apostólicas, no era bien que se distrajeran administrando predios. Hecho esto, el P. Juan Romero distribuyó de esta manera los misioneros: Alonso de Bárcena, Juan Saloni, Marcelo Lorenzana y Juan Aguilar fueron destinados á la Asunción; Manuel Ortega y Tomás Filds quedaron en el Guairá; Pedro Añasco y Gaspar Monroy recibieron el encargo de evangelizar á los omaguas; Francisco Angulo y Juan Viana hubieron de ir á la metrópoli del Tucumán. Habiendo ocupado de esta manera una tan dilatada región con poca gente, él no fijó su residencia en punto alguno, dispuesto siempre á presentarse donde hiciera falta.

  

CAPÍTULO II

LOS PP. LORENZANA Y SALONI RECORREN EL PARAGUAY. 

 

Permaneció el P. Saloni en la capital del Paraguay por espacio de cinco años, reprimiendo los deseos que experimentaba de acometer más arduas empresas, pues juzgaba que nada sería tan grato á Dios como el que los habitantes de la Asunción y aldeas vecinas cumplieran sus deberes. Mas luego que llegaron nuevos misioneros, rogó al P. Bárcena que le permitiese ir con el P. Marcelo Lorenzana por las orillas del río Paraguay, penetrando por los bosques y pantanos para propagar el Evangelio entre los pueblos gentiles. Consiguió lo que pedía, y así ambos se pusieron en camino, llevando escasas provisiones. Indecibles son los trabajos que padecieron, atravesando ciénagas con agua hasta la cintura, desgarrándose sus carnes y vestidos en las cañas, siempre expuestos á las fieras y animales venenosos; aconteció no pocas veces que yendo á través de tierras inundadas tuvieron que soportar lluvias copiosas; en ocasiones oían rumores como de torrente que venía hacia ellos, y en una de ellas, al encender algo de pólvora para ver en medio de la noche (cosa que allí se acostumbra á hacer), las llamas envolvieron al P. Saloni, quien se abrasó el rostro, y especialmente las pestañas, por lo cual estuvo varios días como ciego y con horribles dolores. Al mismo tiempo cayó gravemente enfermo el P. Lorenzana á causa de los ardores del sol, de la nube de mosquitos que le picaban día y noche, de la humedad y de mala calidad de los alimentos. Repararon ambos sus fuerzas, y alejándose hasta cien leguas de la Asunción, evangelizaron á los indios del Jejuy y á los de Guarambaré, Piray, ltatín y Atir, quienes vivían dispersos en la extensa región del Paraguay y desprovistos de sacerdotes. Y por cierto con muchísimo fruto. Recorrieron las selvas de las riberas, penetraron en los escondrijos de los indios y lanzaron á los cuatro vientos la palabra de Cristo. Al volver de tan próspera expedición, estuvieron á punto de perecer á manos de los bárbaros, conjurados para darles muerte; mas enterados de lo que sucedía por medio de un niño, evitaron el peligro desviándose del camino, y aunque anduvieron treinta leguas por el país de los guaicurúes, entonces sublevados contra los españoles, protegidos por Dios salieron ilesos.

 

CAPÍTULO III

LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA FOMENTAN LA PIEDAD Y

LA RELIGIÓN EN LA CIUDAD DE LA ASUNCIÓN.

 

Entre tanto, el P. Alonso de Bárcena, sin darse un momento de reposo, procuraba el bien espiritual de indios y europeos, ya con pláticas llenas de fuego, ya con la administración de los Sacramentos. Pasado algún tiempo, llegó á la metrópoli el P. Juan Romero para inspeccionar lo que hacían los misioneros, habiendo recorrido un camino de cuatrocientas leguas, en el cual recogió abundantes frutos por lo que se refiere á la santificación de las almas. Abrazó tiernamente al P. Alonso de Bárcena, que estaba convaleciente de una enfermedad y extenuado por el excesivo trabajo, mandándole descansar algún tiempo. A los PP. Saloni y Lorenzana, que habían regresado de su expedición, no sin correr graves peligros, los recibió paternalmente, y alabó al primero por el celo con que desempeñó en la Asunción su ministerio por espacio de cinco años. Hecho esto, distribuídos entre los misioneros los diferentes cargos, según se acostumbra en la Compañía, comenzó á reformar todas las clases sociales. Reconcilió con el Vicario del Obispo á los sacerdotes de la capital, los cuales se habían alborotado contra aquél en su mayor parte; removió cuanto pudiera escandalizar la juventud, y corrigió las costumbres licenciosas, ya por sí, ya por medio de niños, que con libertad cristiana se enteraban de las conversaciones obscenas y de quienes perjuraban ó cometían cualquier falta. Acerca de este particular, me es agradable recordar el ejemplo que dieron dos de ellos á otros tantos ciudadanos, reprendiéndoles porque en el templo doblaban tan sólo una rodilla delante del Santísimo Sacramento; los amonestados, en lugar de ofenderse, les regalaron uno un caballo y el otro unas ricas calzas, lección que debieran aprender muchos europeos afeminados. El ministerio de la predicación no apartaba al P. Romero de la enseñanza de los muchachos, á la que era tan sumamente inclinado y para la que tenía tal aptitud, que nunca quiso que le reemplazara en esta ocupación el P. Bárcena, con ser varón insigne por sus méritos y el Apóstol del Perú y del Tucumán. Solía decir que, bien considerada, la juzgaba de tanta utilidad, que si tornara á ser joven se dedicaría á ella con todas sus fuerzas más que á predicar, siquiera fuese ante auditorio numeroso y escogido. Pero en lo que más empeño ponía, era en proteger á los indios. Al mismo tiempo, estudiaba con ardor el idioma guaraní; aconteció que habiendo salido el P. Bárcena de la capital á los pueblos cercanos por breves días, lo oyó predicar en dicha lengua, y fué tal su gozo que sin poderse contener le besó los pies. Nobles, plebeyos, ancianos, mujeres, indios, negros y españoles, reconocían unánimemente que, después de la llegada de los Padres de la Compañía, había cambiado por completo el aspecto de la sociedad. Vieron los principales de la ciudad que no se debía apreciar solamente el bien presente, sino también el que era de esperar en lo venidero, y movidos de este pensamiento, acordaron trabajar á fin de disfrutar siempre lo que tenían entonces accidentalmente. Así, pues, los funcionarios públicos escribieron al rey Católico una carta llena de alabanzas para los misioneros jesuitas, pidiéndole en ella que enviase al Paraguay los más de éstos que le fuera posible, interponiendo su autoridad; lo mismo solicitaron del General Claudio Aquaviva y del Provincial Juan Sebastián Parra. No satisfechos con esto, poniendo mano á la obra, compraron á expensas del Municipio un solar en sitio á propósito para en él edificar una iglesia y su casa adyacente. Mientras se echaban los cimientos, el P. Juan Romero, no olvidándose de sus deberes, envió á los PP. Juan Saloni y Marcelo Lorenzana para que visitaran los misioneros que vivían en el país de los indios guaranís.

 

CAPÍTULO IV

LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA RECORREN EL GUAlRÁ.

 

Cinco años hacía que moraban en Villarica los PP. Manuel Ortega y Tomás Filds, cuando ya se disponían á salir de ella. El camino que conducía á dicha ciudad desde la Asunción no tenía menos de ciento cincuenta leguas, y á causa de las tempestades é inundaciones estaba casi intransitable. Mas todos los obstáculos fueron vencidos por los PP. Saloni y Lorenzana, yendo unas veces á caballo, otras embarcados y no pocas nadando y atravesando á pie incómodos pantanos. Verdad es que á su paso recogieron en los pueblos de los indios abundantes frutos espirituales, mediante la administración del Bautismo y de los restantes Sacramentos. En Ciudad Real, que estaba desprovista de sacerdotes, oyeron en confesión á todos sus habitantes, indios y españoles, repartiéndoles después el Pan celestial; bautizaron muchos infieles, y los unieron luego con el vínculo del matrimonio. Hecho esto, recibidas cartas de felicitación de los PP. Ortega y Filds y algunas provisiones para el camino, entraron en canoas y subieron por el río sesenta leguas. Mientras viajaban de esta manera, hallaron á su paso cerca de seis pueblos que desconocían nuestra fe, á los que convirtieron á ella con éxito satisfactorio. Llegados á Villarica después de recibir las enhorabuenas de costumbre, empezaron á investigar lo que los dos misioneros habían llevado á cabo, hallando que esto excedía con mucho á las fuerzas humanas. Estando encargados de una inmensa provincia y sin coadjutor alguno, sus tareas eran enormes; administraban los Sacramentos á los españoles; recorrían los aislados pueblos de neófitos; penetraban en los bosques haciendo que sus agrestes habitantes aprendieran nuestras creencias y alguna civilización, y regeneraban con las aguas del Bautismo á los que así lo deseaban. Aun esto era poco si lo comparamos al cuidado con que atendían á la muchedumbre de gente que acudía á Villarica; no descansaban de día ni de noche, y, sin embargo, les era imposible confesar á todos los penitentes, siquiera fuese una vez al año. Con ser capaz el templo, tenían que instruir en la plaza á los neófitos y catecúmenos que en número de más de cuatro y cinco mil concurrían en días señalados. Si la peste invadía el país, los Padres no se daban un instante de sosiego; trepaban por las montañas más ásperas; atravesaban ríos y torrentes con grave peligro de la vida; entraban en las selvas y por sitios retirados que se juzgaban malditos; buscaban solícitamente en las aldeas los enfermos, á fin de curar también sus almas. Cerca de Villarica fundaron dos pueblos con los gentiles que habían convertido, á quienes protegían con todas sus fuerzas, como hijos suyos que eran en Cristo. No por estar abrumados de trabajo descuidaban su propia perfección, ni dejaban de observar las reglas y costumbres de nuestra Orden. Brillaba el Padre Manuel Ortega por la santidad de su vida, constancia en los trabajos y favores divinos, mereciendo ocupar un lugar insigne entre los más esclarecidos hijos de la Compañía. Después que los PP. Saloni y Lorenzana permanecieron un mes en Villarica, cumpliendo los preceptos de su Superior, despidiéndose afectuosamente de sus compañeros, prosiguieron á pie su viaje por los pueblos y campos guaranís. De regreso confirieron á muchos el Bautismo y otros Sacramentos, y fué notable la victoria que alcanzaron cerca del río, convirtiendo á un famoso hechicero que había dado muerte á dos niños indios y á uno español, y á más dos de sus hijos, por imitar supersticiosamente el sacrificio de Abraham. Ni es de omitir lo que acaeció á otro gentil, quien ansiando vengarse de un su enemigo, cuando oyó que la religión cristiana ordena el perdón de las injurias, se opuso á recibir el Bautismo antes de reconciliarse con su adversario. Llegaron á la Asunción los PP. Saloni y Lorenzana seis meses después de su partida, y refirieron las cosas admirables que habían visto. Cuando las escuchó Alonso de Bárcena, no dudó en llamar á boca llena apóstol de los guaranís al P. Ortega; y aunque él era un anciano venerable por sus virtudes, se propuso imitar á éste en sus heróicas acciones. Luego que los PP. Saloni y Lorenzana descansaron algún tiempo, volvieron á empezar sus campañas espirituales, recorriendo los pueblos del Paraguay, ya antes visitados apostólicamente por los PP. Romero y Bárcena.

 

CAPÍTULO V

PRÓSPERO ESTADO DE LA IGLESIA EN LAS CIUDADES DE LA ASUNCIÓN Y SANTA FE.

 

Por aquel tiempo edificábase en la Asunción un templo de manera admirable; las autoridades habían repartido el trabajo entre los ciudadanos de tal modo, que ninguno de ellos quedaba exento; los ricos enviaban sus siervos, y los pobres tomaban parte en las obras sin más recompensa que el alimento; los albañiles renunciaron á su jornal, y tanto los españoles como los indios, los niños como las mujeres, llevaban sobre sus espaldas la tierra y demás materiales, diciendo con frecuencia que la iglesia en construcción debía ser hecha por todos; así lo deseaba también el P. Romero. Indicó éste que, á fin de no gravar con gastos excesivos la fortuna de los particulares, se edificara la iglesia con modestia, á lo que le replicaron que en aquella ocasión nada debían escatimar ni ser avaros, por cuanto lo más útil era gastar las riquezas en honor de Jesucristo. Aún estaba sin acabar de construir, cuando en el año 1595 fué llevado á ella con toda solemnidad el Santísimo Sacramento. Por entonces el P. Juan Romero, habiendo dejado al P. Marcelo Lorenzana para que estuviese al frente de los misioneros residentes en Villarica y la Asunción, marchó á la ciudad de Santa Fe por los ríos Paraguay y de la Plata, y allí, por espacio de ocho meses, hizo otro tanto que antes en la metrópoli del Paraguay. Tal fruto obtuvo en los españoles y los indios, que la ciudad, vistas las maravillosas conversiones de unos y otros, rogó encarecidamente al Provincial del Perú que el P. Romero con algunos de sus compañeros fijara en ella su residencia. El lego Juan Aguilar era sumamente útil en los oficios domésticos; su piedad puede conjeturarse con saber que durante su noviciado hacía al día cincuenta actos de amor de Dios; murió en la Asunción, y allí fué sepultado, precisamente el mismo día que al P. Bárcena le acometió un síncope que duró más de seis horas.

 

CAPÍTULO Vl

EL P. GASPAR MONROY PROCURA CONVERTIR Á LOS OMAGUAS.

 

Mientras acontecía lo referido en el Paraguay, la Compañía de Jesús procuraba con tanta fortaleza como con buen éxito reconciliar á los omaguas con los españoles y con Cristo. Habitaban los omaguas la parte del Tucumán que se extiende hasta el Perú. Cuando los nuestros se establecieron en dicha provincia, fueron los mencionados indios sometidos, y recibieron nuestra fe muchos de ellos. Mas hacía ya treinta años que se habían rebelado, dando muerte á los sacerdotes y á no pocos españoles; con sus robos y asesinatos hacían imposibles de transitar los caminos que van al Perú, y tenían consternadas las villas y aldeas próximas. No se hallaba medio de reprimir la ferocidad de este pueblo. Por todas partes ejercían crueldades sin cuento los omaguas. Tanto los gentiles como los bautizados vivían según las antiguas costumbres, atentos sobre todo á no caer en manos de los europeos por temor á la venganza. El P. Gaspar Monroy, deseando una muerte gloriosa, á pesar de los consejos que le daban sus amigos para disuadirle del temerario proyecto que había concebido, penetró en el país de los omaguas, llevando por toda arma una cruz y por único compañero el lego Juan de Toledo. Quiso Dios, contra lo que era de esperar, que fuese benévolamente recibido por los indios. Su predicación tuvo tan feliz éxito, que cinco caciques autores de homicidios y sacrilegios pidieron ser instruídos en la religión cristiana y recibir el Bautismo. Poco después se convirtieron seiscientos omaguas, hechos corderos de lobos que eran antes, y doscientos diez y ocho renegados abjuraron sus errores, casándose luego como ordena la Iglesia. El celo de los misioneros fué ayudado por el Señor con un prodigio acaecido en cierta aldea: había sido convertida y catequizada una mujer, quien negándose á ir al lugar designado para recibir el Bautismo, falleció de repente en el campo, á la vez que un hijo que tenía escondido á fin de evitar que lo iniciasen en la religión católica. Aterrados los bárbaros con estos castigos del cielo, acudieron en tropel al P. Monroy, procurando con la conversión alejarlos; una cosa notable se observó mientras los catecúmenos recibían el agua de salvación, y es que muchos perros ladraban de manera insólita, arrojando copiosa espuma por la boca; no parecía sino que los demonios estaban en sus fauces, y bramaban de rabia por la presa que los Padres les arrebataban.

 

CAPÍTULO VII

PlLTlPlCO Y LOS OMAGUAS HACEN LA PAZ CON LOS ESPAÑOLES.

 

En las comarcas interiores de los omaguas gobernaba Piltipico, hombre cruelísimo y obstáculo grande para la predicación del Evangelio. Treinta años hacía que se entregaba á toda clase de crímenes; se había manchado las manos con sangre de sacerdotes, quemado los templos, derribado las cruces, saqueado las poblaciones de españoles, robado á los caminantes cuantas veces caían en sus garras y muerto violentamente á varios de éstos. Nada aprovecharon para reprimir tales desmanes los esfuerzos del gobernador del Tucumán, ni el coraje de los españoles irritado con una guerra pertinaz, ni halagos, ni promesas, ni el recuerdo del Bautismo que en otro tiempo había recibido. El P. Gaspar Monroy, conocedor de la índole de este monstruo, no sabía qué resolución adoptar, pues si se presentaba ante el tirano era indudable que recibiría la muerte, y si no hablaba con él se veía imposibilitado de ir un paso adelante. Decidióse, por fin, lleno de cristiana audacia, á conferenciar con Piltipico, y se puso en camino acompañado de un religioso, siendo recibido por aquél con soberbia; juzgando el Padre Monroy que la arrogancia del indio sería quebrantada con la firmeza y abnegación cristianas, le habló de este modo: «Puedes, oh Piltipico, apreciar el deseo que tengo de tu salvación, al ver que conociendo tu insolencia y la de tus súbditos, no he vacilado en presentarme indefenso delante de tí, sin temor alguno de la muerte; ningún sacerdote ha sobrevivido á tu crueldad en el país que habitas; á todos los asesinaste fieramente; además incendiaste las iglesias de Cristo, destruíste las cruces y mezclaste las cosas profanas con las religiosas. Haría una reseña de tus crímenes si, en vez de intentar que te arrepientas, pretendiera encender tu cólera. He despreciado los tormentos para ver si, logrando tu conversión, apartas la ira del Señor que te amenaza. Nadie ama la muerte, sino quien espera eterna recompensa. Elige entre las dos cosas que te muestro: tu salvación ó mi muerte; ambas están en tu mano; morir por Cristo será para mí una dicha inmensa, y librarte de la perdición alegría inexplicable.» Dichas estas palabras con grande energía y presencia de ánimo, ponderó el enojo de los españoles y advirtió que Piltipico, depuesto el ceño, se mostraba más humano y le ofrecía vino que tenía en una calabaza; aunque el P. Monroy no acostumbraba á beberlo y era poco agradable aquel brebaje, como hecho con trigo turco molido por los dientes de mujercillas y después fermentado, lo probó, deferencia que agradeció mucho el tirano, y tanto que se inclinó saludándole; permitióle ejercer su ministerio en aquella localidad, y como le suplicara el permiso para penetrar en los países del interior, lo dió de buen grado. Después que el P. Monroy predicó la buena nueva entre los omaguas, vió de nuevo á Piltipico, el cual manifestó deseos de hacer paces con los españoles. Sabedor de esto D. Juan de Velasco Ramírez, gobernador del Tucumán, escribió al P. Monroy dándole en forma auténtica facultades para firmar treguas con los indios, enviándole impresas las condiciones de ellas, á fin de que las explicase á Piltipico. Acabado este negocio felizmente, las inmediatas poblaciones de los españoles significaron su agradecimiento al P. Gaspar Monroy, pues le debían el disfrutar tranquilamente de las ciudades, de los templos, bienes é hijos, con otras cosas igualmente dignas de estimación.

 

CAPÍTULO VIII

VARIOS SUCESOS ACONTECIDOS EN EL PAÍS DE LOS OMAGUAS.

 

Entre tanto, el P. Añasco caminó doscientas leguas, bautizando innumerable gentío, y llegó desde los límites de los frentones á las ciudades del Tucumán; aquí tenía orden de unirse al P. Gaspar Monroy. Ambos recorrieron muchos pueblos de los omaguas, no dejando de hacer cuanto es propio de varones apostólicos. Convirtieron á numerosos indios y reconciliaron otros tantos con Cristo. Si no me es infiel la memoria, Piltipico fué grande obstáculo para que los omaguas abandonasen por completo las antiguas supersticiones, pues aunque había celebrado sinceramente un tratado de paz con los españoles, no quería reconciliarse con Dios por amor de su gentílica libertad. Sus depravadas costumbres eran imitadas por los jefes del pueblo, entre los que se encontraba Diego Teluy, hombre principal; consecuencia de esto era que la inmoralidad cundía en la plebe, que procuraba imitar en su vida la de sus caciques. Trabajando por remediar tales males, el P. Monroy cayó enfermo con fiebre en la ciudad de Jujuí, y fué cuidado en su dolencia por el P. Añasco. Mientras ambos allí permanecían, corrió la voz de que los omaguas, excitados por Piltipico y Teluy, se habían aliado con los chiriguanas, gente belicosa, á fin de, unidos, asaltar y devastar la ciudad de Jujui; aunque tal noticia resultó inexacta, motivó el que los españoles, valiéndose de astucias, sacasen á Piltipico y á Teluy de su valle y los pusieran presos. Después envió el gobernador una compañía de soldados para que echaran mano á otro cacique poderoso y turbulento, quien luego se convirtió á la fe católica, movido por las exhortaciones de los Padres jesuitas, y se bautizó, con suma alegría de militares y ciudadanos; también se hicieron cristianos setenta omaguas que habían ido á la ciudad para visitar á sus señores. Y porque se vea la infinita misericordia de Dios, sucedió que aquel Piltipico, reo de tantos sacrilegios y parricidios, aquejado por los remordimientos de su conciencia, se reconcilió con el Creador estando gravemente enfermo en la cárcel, y murió al poco tiempo; Diego Teluy permaneció constante en la fe. Muy diferente fué la suerte de otro cacique, quien no pudiendo hacer apostatar á un hijo suyo, mozo de excelente carácter, se arrojó al agua, donde espiró; algunos amigos del hijo y éste quemaron el cadáver del suicida para terror del pueblo. Pasado algún tiempo, conociendo el gobernador del Tucumán que las costumbres de los omaguas dependían de las que tenían los caciques, hizo que éstos trasladaran su residencia á las inmediaciones de la capital, medida tan provechosa y eficaz que en adelante dichos indios omaguas vivieron sujetos á los españoles y no opusieron resistencia al Evangelio. Hecho esto, los PP. Montoya y Añasco predicaron en varias partes nuestra religión: el primero, en unión del P. Juan Viana, fué al país de los tonocotés, convertidos antes por el P. Bárcena, y allí bautizaron no poca gente.

 

CAPÍTULO IX

LOS MISIONEROS EVANGELIZAN EN VARIOS LUGARES DEL TUCUMÁN.

 

Mientras los mencionados jesuitas en tales cosas se ocupaban, el P. Juan Romero dispuso que todos los religiosos dispersos en el Tucumán se reuniesen en la metrópoli: corría entonces el año 1597. La causa de esto fué el que se pensó discutir y examinar las expediciones futuras, lo cual se conseguiría mejor oyendo el parecer de cada uno; también, á fin de que los Padres reparasen sus fuerzas haciendo los ejercicios que prescribe San Ignacio, pues dicen los maestros de la vida ascética que las ocupaciones exteriores, aunque sean muy buenas, debilitan el vigor de las virtudes, y que las mismas excursiones apostólicas enervan la voluntad, si de cuando en cuando no se destina algún tiempo en el descanso á la oración y á la meditación de cosas piadosas. En cumplimiento de lo cual, los misioneros robustecieron su espíritu con los santos ejercicios, y luego trataron de las expediciones que debían hacerse, de cómo se podrían abolir las supersticiones y con qué industria purificarían las conciencias de indios y españoles. El P. Juan Romero distribuyó así el personal: á petición del gobernador, encargó á los PP. Pedro Añasco y Antonio Vivar que sin cesar recorriesen el país de Santiago, habitado por innumerables gentiles; á los PP. Gaspar Monroy y Juan Viana residir en la capital; al P. Francisco Angulo, comisario del Santo Oficio, vigilar porque la pureza de la fe se conservase entre los españoles. Él, en compañía del P. Eugenio Baltodano, fué á convertir los indios de Salta y Jujui. En el año 1598 los PP. Francisco Angulo y Eugenio Baltodano se dirigieron al río Bermejo; Gaspar Monroy y Antonio Vivar al valle de Salta; Pedro Añasco y Juan Viana al país de los cacarois; Juan Romero y Juan Toledano á Estero; todos preparados á trabajar sin descanso alguno. Entre pocos hombres quedó repartido el Tucumán, región tan grande como España, la cual recorrían incesantemente, visitando selvas, escondrijos, cavernas y montes retirados. Estimulados por el deseo de salvar las almas, despreciaban con magnanimidad los peligros corporales, ningún caso hacían de comodidades y tenían en poco la misma vida. Si los que se afanan por las mercancías de América y por sus ricos metales á todo se atreven, ¿cuánto más aquéllos que saben el precio de los espíritus rescatados con la sangre de Cristo? Luego que se dispersaron los religiosos, el Padre Romero se encaminó á las orillas del río Dulce y logró que el lugar de los indios llamado Repení, antes célebre por sus crímenes, se convirtiera en modelo de piedad. Oyó en confesión á todos los moradores de aquella tierra; entonces ocurrió un hecho memorable: cierto neófito que deseaba con ansia recibir el sacramento de la Penitencia, estuvo para conseguirlo tres días sin comer y otros expuesto á las inclemencias del tiempo por no perder la ocasión de realizar sus aspiraciones; hubo quienes por la misma causa llegaron donde residía el P. Romero, pasando á nado ríos cuya agua estaba casi helada. Visitó el P. Romero el país de los malquesies y quesosies, lleno de pantanos é infestado de enojosos mosquitos, procurando la conversión de los indios. Carezco de datos ciertos sobre lo que llevaron á cabo los restantes misioneros en el Tucumán hasta el año 1600; aquellos héroes ejecutaban cosas que merecen constar en el Libro de la Vida, y olvidándose de sí mismos, en lugar de buscar su honra, sólo ambicionaban la gloria del Señor.

 

CAPÍTULO X

CON MOTIVO DE LAS GUERRAS DE CHILE SE SUSPENDE EN ESTE REINO LA FUNDACIÓN DE COLEGIOS.

 

De otra manera andaban las cosas en Chile, donde los feroces indios devastaban lo sagrado y lo profano. Por entonces ya los españoles habían ocupado todo el país, con doce poblaciones que fundaron á igual distancia unas de otras, y extraído en diversos parajes gran cantidad de oro; desgraciadamente excitados por la bondad de la tierra, se dieron al lujo y la molicie. Los jesuitas que residían en el Colegio de Santiago, recientemente establecido, trabajaban con ardor dentro y fuera de la ciudad, haciendo frecuentes excursiones y procuraban arrancar los vicios y fomentar la virtud. El gobernador quería que la Compañía residiese en la ciudad que llevaba su nombre, por haberla él creado; otras poblaciones deseaban lo mismo. Tal aprecio y estimación se granjearon los misioneros con sus heróicas fatigas, que algunas personas notables les ofrecieron cien mil escudos de oro si querían morar en la indómita región araucana. No aceptó dicha suma el P. Juan Sebastián Parra, Provincial del Perú; pero sí mandó á los religiosos que lo antes posible fuesen al Arauco, cual presintiendo que muy pronto sobrevendrían allí graves trastornos. Principiaron éstos cuando fué muerto el gobernador á últimos del siglo pasado, por haber penetrado en el país de los indios con más confianza que debía; no tan solo pereció él, sino que perdió casi todo el reino. Referiré lo que aconteció en la parte que me atañe, para que lo sepa la posteridad. Luego que los rebeldes mataron al gobernador D. Martín de Loyola, asaeteándolo en su tienda durante la noche, pues no quiso fortificar el campamento contra la perfidia enemiga, y además iba con escaso acompañamiento, los indios excitaron á la guerra todo el país y se prepararon á cometer mayores atrocidades. Con buena dirección se habría contenido al principio el furor de los bárbaros; mas cuando falta la cabeza, es inútil pedir al cuerpo sabias resoluciones. Perdióse tiempo en disponer el ejército y en consultas; los rebeldes entonces se lanzaron sobre los españoles consternados, y llevaron el estrago por donde quiera. La ciudad de Melipulli fué abandonada por los soldados españoles despavoridos; Angol y Chillán experimentaron la furia de los sublevados, quienes casi las redujeron á cenizas; ciento cincuenta soldados con la gente indefensa se refugiaron en un fuerte improvisado, y allí sostuvieron más de una vez con increíble heroísmo el cerco de los enemigos, que eran ocho mil; felizmente pudieron retirarse á lugar seguro. La Imperial fué sitiada un año entero; sus habitantes, consumidos los alimentos, se vieron precisados á comer cosas repugnantes, que originaron mil enfermedades, y de ellas murieron más personas que de las saetas que llovían de continuo. El valor de los españoles, ayudado por Dios en medio de tantas calamidades, logró abrirse camino. Con tablas de puertas y de arcas, hicieron barquichuelas para ir á demandar socorro; faltando pez con que unir las rendijas, el vino se convirtió milagrosamente en dicha substancia; en tales esquifes navegaron los sitiados por el litoral, y llegando á la ciudad de Valdivia, que ignoraban estar en poder de los indios, una tempestad los alejó mar adentro, y los llevó á playas donde los rebeldes no imperaban; las borrascas, perdición de muchos navegantes, fueron salvación para ellos; Dios gusta de conceder á los mortales sus beneficios, cubiertos con el manto del terror. Mientras los sitiados esperaban refuerzos, padecieron hambre; se encomendaron á la Virgen, y desde entonces acudió á la ciudad tal abundancia de pájaros, que fueron éstos suficientes para que no muriesen los cercados, quienes después que acudió el gobernador desde la Concepción con tropas auxiliares, se refugiaron en lugar seguro, pero la ciudad cayó en poder de los bárbaros, que la desolaron. La misma suerte cupo á Valdivia, destruída por el hierro y las llamas; así lo quiso la ira divina. En el asalto de esta ciudad hizo una cosa memorable cierto fraile dominico; tomó el copón con las Sagradas Formas y saltó por una ventana, cayendo en medio de los enemigos, los cuales no se atrevieron á tocarle; se encaminó al puerto y en una barca fué á buscar el navío dispuesto para la fuga. Sin daño alguno puso en salvo al Creador del Universo. El P. Juan Bocarti, de la Compañía, hizo en Amberes una cosa parecida, y por eso el P. Fabián Estrada lo comparó á Cayo Fabio, cuando huyó audazmente del Capitolio llevándose los objetos sagrados; mas yo, siguiendo mi costumbre, refiero las cosas sin digresiones de ningún género. Luego que los indios se hartaron de verter sangre, destinaron cuarenta matronas y doncellas á ser concubinas y siervas de ellos, y esto á vista de los maridos y padres de las desgraciadas, sacadas de entre las ruínas de la ciudad; los que antes eran servidos fueron condenados á esclavitud. En ningún punto de América abunda el oro tanto como en Valdivia; allí se cebó la rabia de los sublevados, de modo que donde el afán de metales preciosos era mayor, se experimentó más duro castigo. Perdióse también Osorno, ciudad de españoles; éstos se consolaron en su aflicción, pensando que del campamento en que se hicieron fuertes los salvarían sus hermanos. Entonces, según he leído en autores respetables, tuvo lugar un admirable ejemplo de pureza. Juntamente con los ciudadanos de Osorno se refugiaron en la improvisada fortaleza las monjas de Santa Clara, cuya suerte no era mejor que la de señoras y doncellas láicas. En ocasiones, cuando la necesidad apremiaba, salían en busca de yerbas y raíces por los próximos campos para aplacar el hambre. Una de ellas cayó en poder de los indios que estaban emboscados. No logró con voces ni con llanto que la dejasen en libertad; arrebatada por la fuerza, su raptor la cedió como excelente obsequio á un opulento guerrero, quien la llevó á la casa en que vivían sus concubinas, pues conviene advertir que los chilenos principales se casan con varias mujeres. No pasó mucho tiempo sin que se enamorase de la religiosa, que si era bella de alma, también de cuerpo. Ya se disponía á violarla, cuando ella, con ánimo sereno y reposado, dijo al seductor estas palabras: «Si conocieras ¡oh bárbaro! la dignidad de mi condición, reprimirías tu lascivia; si no me escuchas te sobrevendrán graves males. El abrasado amor que profeso á Dios Todopoderoso, me elevó sobre la suerte de las demás mujeres y me hizo esposa de Cristo, á quien he guardado hasta ahora mi virginidad sin mancha. No me es lícito abrazar á mortal alguno ni casarme con nadie, pues injuriaría á mi Esposo inmortal. El anillo puesto en mi dedo y el vestido que llevo, distinto del usado comunmente, son arras del matrimonio que contraje con el Hijo del Señor, el cual te castigará si me ofendes. Así como los mortales guardan sus esposas, así mi Amado, para quien todas las cosas sirven de instrumentos de muerte, defenderá mi castidad.» Lenguaje tan elevado conmovió al indio y aplacó su lujuria, quedando admirado de aquellas nupcias entre Dios y una muchacha. Trocada la sensualidad en reverencia, el que pensaba violar á la virgen del Señor hizo propósito de respetarla y defender su honestidad; lo cumplió en efecto, y jamás consintió que nadie tocara á la monja, y él se guardó muy bien de molestarla; la tuvo en su casa como sér consagrado á la divinidad, reputándose dichoso por cuanto una de sus esposas merecía serlo del Hacedor Supremo. Es más: le preguntó si tenia necesidad de ejercer su religión en la manera que podría siendo esclava, y de cumplir con su instituto; ella respondió que le hacían falta un libro de Horas y un hábito, insignia de su Orden; el indio adquirió en seguida ambos objetos hallados en el botín, comprándolos á un soldado á buen precio, y los ofreció á la monja, gozoso de que ésta se entregase, mediante la oración y otros ejercicios, á su celestial Esposo. Si alguna vez la cautiva se mezclaba con las criadas y concubinas para guisar ó lavar ropas, su dueño, reprendiéndola cariñosamente, la enviaba á su habitación, pues decía que una esposa de Dios merecía ser servida y no trabajar en oficios caseros. Aún llegó á más la piedad del indio: pareciéndole que no debía retener á su lado aquella doncella, fué á escondidas á verse con los españoles, temeroso de ofender á sus compatriotas, y les dijo que salieran á su casa, distante poco espacio del campamento, cual si fueran en son de guerra, y se apoderasen de la cautiva, pues ésta mejor serviría á su Amado entre los cristianos que entre los gentiles. Los nuestros siguieron al indio, y como estaba convenido echaron mano de la monja, la cual tornó á los suyos; más tarde fué trasladada al convento de Santa Clara, en la capital de Chile, donde vivió y murió con fama de virtud. El gentil de que nos hemos ocupado, ilustrado por el cielo, huyó á los españoles, recorriendo un camino de ciento cincuenta leguas; recibió el Bautismo y toda su vida se consagró al servicio de la religiosa, que fué su cautiva un año entero, en lo cual se echó de ver que nadie gana á Dios al hacer beneficios, pues derrama sus mercedes sobre los que respetan el pudor de las vírgenes y sobre éstas cuando son fieles. La rebelión, á manera de huracán, azotaba todo el país; los indios destruyeron las ciudades españolas en el espacio de cien leguas y dominaban sin obstáculo. La misma capital estaba en peligro y habría caído en poder de los rebeldes si una conjuración que se tramó no se descubriera; los iniciadores de ella fueron castigados, y las autoridades conjuraron el riesgo. La guerra de los indios con los españoles tomó un carácter horrible, y sin duda éstos lo pasaran muy mal á no ir á Chile por disposición del rey Católico D. Alonso de Ribera, famoso en las campañas de Bélgica, por haber tomado la ciudad de Amiens á los franceses en la jornada de las Nueces; éste, después de haberse encargado del Gobierno, construyó muchos fuertes en las fronteras enemigas como se acostumbraba en los Países Bajos, y desde ellos salvó con frecuentes incursiones la vida de no pocos españoles que se defendían entre los adversarios, refugiados en sitios favorables y causó bastante daño á los sublevados. Pero yendo á mi asunto, diré que muerto D. Martín de Loyola y destruías tantas poblaciones, se desvaneció la esperanza de fundar como se pensaba un Colegio en la ciudad de Oñate, y una residencia en Arauco al mismo tiempo que otros establecimientos. Sin embargo, no desmayó el ánimo de todos; mientras la guerra desolaba el país, el P. Manuel Frías, Rector del Colegio de Santiago y más tarde Provincial del Perú, echó los cimientos de un magnífico templo, antes de los mejores edificios que se contaban en América y hoy lastimosamente estropeado por los terremotos. Gracias á los desvelos de los misioneros, es de suponer que ganaran la gloria eterna muchas personas, pues aquéllos por espacio de algunos años continuaron en la ciudad de Santiago y su distrito, haciendo bien á las almas con el Bautismo, la Confesión y pláticas devotas.

 

CAPÍTULO XI

MUERE EL P. ALONSO DE BÁRCENA; SUS ALABANZAS

 

Con gusto dejo de continuar la relación de las calamidades que sobrevinieron al reino chileno, antes floreciente. Mas donde quiera que me dirijo, no faltarán cosas tristes que se pongan delante, achaque propio de la condición humana. Hallándose el P. Alonso de Bárcena enfermo y oprimido con el peso de los años, recibió una carta del Provincial Juan Sebastián, en que le invitaba á retirarse al Perú y descansar algún tiempo. Obedeció al punto el P. Bárcena, por respeto al Superior más que por amor al reposo, y emprendió el viaje. De paso tornó á visitar los mataraes y alegró con su presencia á la ciudad de la Concepción, que había sufrido un largo asedio por los bárbaros. Luego atravesó el Tucumán, donde, según él mismo afirmara, en otro tiempo bautizó veinticinco mil indios; entró en el Perú, y después de un camino de quinientas cincuenta leguas llegó á Cuzco. En esta ciudad, antes corte de los reyes Incas, tiene la Compañía un Colegio tan provechoso á los españoles como á los indios; el P. Bárcena, que sabía á la maravilla el idioma de éstos, aunque anciano, ejerció entre ellos su ministerio, y por cierto que con feliz éxito. Una cosa notable hizo, y fué inculcar los principios cristianos al último de los Incas, heredero directo de los antiguos monarcas; lo bautizó y exhortó á morir piadosamente. Cuando meditaba planes para lo sucesivo, llegó su último día. Había nacido en Córdoba de padres honrados; en la niñez y adolescencia se distinguió por la bondad de sus costumbres, y mereció que el P. Juan de Avila, portento de vida apostólica, le contara entre sus más ilustres discípulos. Bajo la dirección de semejante maestro, y dotado de claro entendimiento, memoria tenaz en grado increíble y de ingenio acomodado á recibir toda enseñanza, progresó mucho. Ya dispuesto á cosas grandes, sintió que Dios en su interior le llamaba á la conversión de los infieles; por consejo del P. Juan de Avila entró en la Compañía el año 1565, y no ingresó antes porque, efecto de dificultades domésticas, los Superiores le estorbaron el ingreso durante quince años; en seguida mostró ser digno de empresas heróicas. Anduvo predicando en las principales ciudades de Andalucía, y se granjeó fama de orador elocuentísimo, y tanto que, sin ser de mucha edad, le oyeron con aplauso en la Catedral de Sevilla. Mas él, anteponiendo á la gloria mundana el deseo de convertir idólatras, logró que San Francisco de Borja, á la sazón General de la Compañía, lo enviase al Nuevo Mundo en el año 1569. Llegado al Perú, aprendió algunos idiomas del país, y dió muy pronto pruebas de su celo evangélico. Recorrió aquella extensa región, administrando los Sacramentos á los neófitos; bautizó paganos, destruyó ídolos, ilustró á los párrocos y cambió los concubinatos en santo matrimonio. Donde con más celo trabajó fué entre los uroquilas, que vivían en las playas del lago de Chucuito y montañas vecinas. Cuando iba á las ciudades de españoles, se multiplicaba y atendía él solo á todo. Es innegable que con su elocuencia hizo arrepentirse á muchos, que levantó á los caídos y que durante bastantes años proporcionó grandes bienes á todas las clases sociales. Sus trabajos fueron aplaudidos por la utilidad que de ellos reportaban indios y españoles; el virrey le tuvo en mucha estima, y según afirman Sachino y Alegambe, fué llamado el Apóstol del Perú. Entre mis papeles conservo documentos con pensamientos suyos, prueba del fuego que le abrasaba. Solía exclamar: «¡Ojalá que los indios peruanos careciesen de párrocos ó éstos los descuidasen, á fin de que yo me encargase de ellos; no desistiría de mirar por su bienestar; atravesaría montes, escalaría peñascos, y fatigado penetraría en cuevas hasta que mi cuerpo pereciese!» El Perú, región dilatada y por entonces necesitada de enseñanza, le parecía campo estrecho; en frecuentes cartas rogaba á sus Superiores que lo enviasen á las inexploradas y vastísimas tierras ocupadas por los gentiles, diciendo que tenía vocación divina que le consumía día y noche con ardor irresistible y le impulsaba á difundir el Evangelio. Dos años antes de que fuese al Tucumán, afirmó que presentía el cumplimiento de sus anhelos, pues el Señor lo destinaba para una expedición á países idólatras. Destinado al Paraguay y Tucumán, ejecutó lo que hemos referido. Asegura Alegambe que más de una vez se mantuvo sin otro alimento que el Cuerpo de Cristo. Levantábase á orar en medio de la noche, y por diez años sufrió vejaciones del príncipe de los demonios, consiguiendo de éste innumerables victorias; una noche le arrojó con desprecio el bastón, y el diablo, bribón y embustero, no se volvió á presentar en algún tiempo. Otra vez, Satanás se le apareció en forma horrible cuando meditaba convertir á Cristo tribus ferocísimas, pero lo confundió con estas palabras: «¡Demonio, si eres más digno que yo de sentarte en la silla que ocupo, aquí la tienes!» Al ver tanta humildad, el rey de las tinieblas echó á correr dando alaridos. Dios lo salvó con frecuencia de inminentes peligros. En varias ocasiones anunció lo venidero y descubrió los ocultos pensamientos de algunas personas. A Francisco de la Cruz, entonces muy celebrado en el Perú, pronosticó un día que lo vió disputar públicamente, que si no se moderaba en su temeridad sería quemado por hereje, y así aconteció. Fué muy familiar de Dios y de la Virgen. Recordaba á menudo con ternura las cosas del Niño Jesús; tenía una imagen de éste á la cabecera del lecho en su última enfermedad, y como suplicase al que le asistía que se la diese y éste no lo oyese, el mismo Jesús descendió, y llamándole cariñosamente anciano, le dijo: «¡No te fatigues; aquí estoy yo contigo!» Murió el día del Dulce nombre de Jesús, 17 del mes de Enero, á los setenta años de edad, aquel varón memorable por sus heróicas y cristianas virtudes, digno de que no tan sólo el Perú, mas también los pueblos del Tucumán, lo consideren su Apóstol. Supo hablar once lenguas de América; en ellas dejó varios libros muy útiles para los que se dedican á catequizar los indios. Tal era su memoria, que, según dicen, sabía al pie de la letra el Viejo y el Nuevo Testamento. Después de muerto se apareció á varias personas por él bautizadas en el Paraguay, reprendiéndoles su inconstancia en la verdad y en las buenas costumbres. Un indio que se cayó del carro en que iba y quedó con profundas heridas, curó invocando la intercesión de nuestro misionero. Con placer me detendría hablando de tan piadoso varón, celebrado por el P. Nieremberg y otros escritores; mas no quiero exceder los límites que me propuse, y torno al Paraguay donde me esperan otros funerales.

 

CAPÍTULO XII

MUERTE DEL P. JUAN SALONl.

 

En el año 1599 falleció el P. Juan Saloni, natural de Valencia, después de hacer los votos solemnes en la Compañía. Su caridad le adelantó la última hora; hallándose enfermo fué á socorrer á un hombre que agonizaba, á la sazón que llovía copiosamente; se mojó, y la humedad le agravó el mal que padecía. Antes de espirar es fama que se le aparecieron la Virgen y algunos santos. Su cadáver fué sepultado, con llanto y luto general. Después que murió, su rostro apareció más hermoso que cuando vivía y ostentaba no sé qué de sobrehumano, de tal manera, que mientras el obispo del Tucumán decía la Misa de difuntos por el alma del finado, dijo, llenos de lágrimas los ojos, estas palabras; «¿Dónde, oh muerte, está tu victoria?» Y en verdad que las virtudes y hechos gloriosos de varón tan esclarecido merecían los favores del cielo y de los hombres, pues convirtió á Cristo, ó al menos reconcilió con éste, millares de indios; fué el primero que introdujo en el Paraguay la Compañía de Jesús, y esto basta para que lo celebre en el presente libro. No consta, ciertamente, de qué padres nació, ni las costumbres de su adolescencia, ni si entró en la Compañía en Portugal ó en España, como tampoco si profesó antes ó después de ir al Brasil. Lo cierto es que en el Brasil se portó cual bueno y se granjeó la estimación de sus superiores, y tanto que hizo los cuatro votos. Fué destinado por el P. José Anchieta, Provincial del Brasil, para establecer la Compañía en el Paraguay y llevar los beneficios de ésta á las regiones australes de América, en compañía de pocos religiosos. Por fallecer el P. Saloni no quedó en la capital del Paraguay otro misionero que el Padre Marcelo Lorenzana; él compensó con su diligencia la falta de jesuitas. Fué perseguido por el gobernador, quien se creía aludido en las pláticas que pronunciaba contra los vicios. Mas el P. Lorenzana se mostró constante, y le comunicó, por medio de un hombre que le había indicado sus quejas, que él predicaba en general, sin referirse á persona determinada. «Supongamos, decía, que las autoridades de una ciudad son lascivas, injustas ó no respetan los bienes ajenos, ¿por ventura, los sacerdotes dejarán de condenar el mal que ejecutan otros ciudadanos por temor á la susceptibilidad de los que mandan?» El gobernador, que tenía claro entendimiento, se dió por satisfecho con tales explicaciones.

 

CAPÍTULO XIII

DE LOS MUCHOS TRABAJOS QUE SUFRIERON LOS PADRES ORTEGA Y FlLDS EN EL GUAIRÁ.

 

Seguían estos misioneros cumpliendo su cometido sin mostrar cansancio en ocasión alguna. Su ardor creció con motivo de quedar desolado el país por la peste y las inundaciones. Cuando el contagio era más temible, salieron los dos de Villarica, recorriendo, según acostumbraban, los campos, penetrando en las cuevas y en los bosques, subiendo á las montañas y no omitiendo esfuerzo de ningún género para salvar las más almas que pudieran. A veces no sabían dónde dirigir sus pasos, pues los bárbaros, atacados de la enfermedad ó temerosos de ella, salían en gran número de las espesuras para recibir los Sacramentos. Otras llegaba á su noticia que los enfermos yacían sin fuerzas en el camino, mientras muchos neófitos solicitaban la Confesión y los gentiles el Bautismo. Ellos hacían cuanto estaba en su mano para atender á males tan grandes, y derramaron el agua regeneradora sobre muchos miles de moribundos. No había desaparecido la peste cuando sobrevino otra calamidad, producida por las tempestades y las inundaciones. El río tenía entonces dos brazos, los que, hinchándose con las lluvias, sumergieron primeramente el campo cercano y más tarde todo el espacio comprendido entre ellos. A medida que las aguas crecían, iban desapareciendo debajo de ellas los bosques, de tal manera que sobresalían nada más que los árboles elevados, á los que subían los indios saliendo de sus chozas inundadas. El P. Ortega y su criado, mozo de pocos años, se vieron precisados á encaramarse en uno de ellos, desde el cual veían cómo los que se hallaban en otros menos altos tenían medio cuerpo en el agua; parecía aquello la imagen del diluvio. Por todas partes se veían árboles donde se habían refugiado sanos y enfermos, quienes con lamentables voces se quejaban de la muerte próxima que les esperaba; sucedíanse de día y de noche los truenos y relámpagos unos á otros sin interrupción; las fieras y los animales venenosos sobrenadaban en aquel mar. Una víbora de magnitud enorme se dirigió al tronco en que se hallaba el P. Ortega, quien habría perecido si el reptil no experimentara una sacudida y se fuese á otra parte. Dos días pasaron de esta suerte y la tempestad no mostraba indicios de calmarse, cuando al resplandor de los relámpagos vió el P. Ortega que un indio iba nadando hacia donde él se encontraba, anunciando que tres neófitos y otros tantos gentiles, á la sazón enfermos de gravedad, estaban en un árbol esperando que les administrase el Bautismo y la Penitencia. No vaciló un momento el P. Ortega en lo que debía hacer; á fin de evitar que su criado cayese al agua por falta de fuerzas, lo ató fuertemente á un tronco, después de haberle absuelto de sus pecados, por si acaso moría, y desnudándose, confiado en lo bien que nadaba, se arrojó á la corriente con el mensajero. Era la noche obscura en extremo; los dos se abrían camino entre ramas flotantes y espinas, cuando una de éstas se le clavó en una pierna al P. Ortega, quien prosiguió su expedición hasta llegar al término de ella. Ya estaban casi espirando los tres indios paganos; preguntóles individualmente si creían en los dogmas de nuestra religión, y como respondieran afirmativamente, los bautizó. Al poco tiempo murieron y cayeron en las ondas, pasando sus almas á mejor vida. Dos de los neófitos, después de confesar sus pecados, se ahogaron á vista de nuestro misionero, quien tornó á su árbol y halló que á su criado llegaba el agua al cuello; subidos ambos á un tronco más alto, esperaban una muerte segura; afortunadamente se calmó la tempestad y la inundación disminuyó bastante. Entre tanto, se le empezó á inflamar al P. Ortega la pierna que tenía herida, en la cual sentía crueles dolores, por lo cual, apenas puso pie en tierra, quiso que lo llevaran á donde pudiese atender al restablecimiento de su salud. Conducido á Villarica, aunque le extrajeron la espina que había penetrado de un lado á otro de la pantorrilla, nunca dejó de tener dolores en los veintidós años que vivió después, ni se cerró la herida. Como afirma el P. Juan Rho, llevó este contratiempo con resignación. No decayó en adelante el vigor de ánimo del P. Ortega; una vez curado, recorrió en unión del P. Filds todo el país de los guaranís conocido por los españoles, yendo por caminos difíciles; juntos desempeñaron su ministerio sagrado en Jerez, que carecía de sacerdotes; después que se estableció aquí un presbítero, se dirigieron á la Asunción, llamados por el P. Lorenzana, quien se reconocía impotente para atender él solo á una ciudad tan grande. Así regresaron á la metrópoli, con harto sentimiento de los españoles, después que trabajaron en el país durante ocho años. Allí ayudaron al P. Lorenzana en su empresa de inculcar las máximas del Evangelio, tanto en público como privadamente, á neófitos, gentiles, europeos y negros.

 

CAPÍTULO XIV

LOS NUEVOS MISIONEROS EJERCEN SU MINISTERIO EN El TUCUMÁN.

 

En el año 1600 llegaron del Perú los Padres Juan Darío, Fernando Monroy y Juan del Arco, sacerdotes, y el lego Juan Rodríguez; el P. Juan Romero los distribuyó de manera que atendiesen á las principales regiones del Tucumán. El P. Gaspar Monroy, hombre muy sagaz, y un lego, fueron á Salta, frente á los omaguas; el P. Juan Viana y otro lego, á la tierra de San Miguel; los PP. Pedro Añasco y Juan del Arco permanecieron en Estero. El P. Francisco Angulo, yendo de un lado á otro, cumplía con su oficio de inquisidor. El Padre Romero, en unión de los PP. Juan Darío y Juan Rodríguez, se estableció en Córdoba. Todos concebían grandes esperanzas de que el demonio sería vergonzosamente derrotado, y ciertamente que los hechos correspondieron á ellas. Nada más que cinco jesuitas armados de la divina espada y fuertes con el escudo apostólico, después de algunas escaramuzas contra el infierno, convirtieron á Cristo multitud de bárbaros á quienes administraron el Bautismo y otros Sacramentos. Me abstengo de enumerar las victorias que cada uno logró de Satanás por no cansar con la relación de cosas parecidas; sólo diré que en dos años que duró la excursión, los misioneros nada omitieron de cuanto pudiera contribuir entre indios y españoles al aumento de la gloria del Señor y quebranto del diablo. Aunque narrare con mayor extensión lo que hicieron los jesuitas en Córdoba, no será debido á que allí hicieran cosas más notables que en otras partes , sino porque Córdoba está destinada á ser capital de nuestra provincia del Paraguay, cuya historia escribo, y creo prudente emplear suma diligencia en echar los cimientos antes de poner la techumbre.

 

CAPÍTULO XV

ESTABLÉCESE EN CÓRDOBA LA COMPAÑIA DE JESÚS.

 

En el año 1573, un español llamado Jerónimo Luis Cabrera, nacido en Córdoba, de padres nobles, fundó una ciudad á la que dió el nombre de su patria, al pie de ásperos montes, distantes ciento veinte leguas del puerto de Buenos Aires. Allí no caen lluvias en invierno; pero bastan las del verano y las nieblas para fertilizar la tierra. Cuando Córdoba fué edificada, se contaban en sus inmediaciones cuarenta mil indios guerreros, de los cuales, en el año 1600, ocho mil estaban sujetos á la ciudad; los demás habían perecido, ó tenaces en defender su libertad y conservar las primitivas costumbres, se habían rebelado contra los españoles. Fueron á Córdoba los jesuitas y hallaron á sus vecinos bastante fríos, efecto de infundadas sospechas. Mas una vez disueltas éstas como ligera niebla, los cordobeños lamentaron su credulidad y repararon su sequedad en el recibimiento de los misioneros, haciéndoles generosos obsequios; les dieron un campo espacioso cerca de la ciudad, una casa y una capilla adyacente, de todo lo cual tomó posesión el P. Romero, á condición de que el Provincial del Perú aceptase la donación. Luego que los jesuitas se establecieron en su domicilio, comenzaron á ejercitar su ministerio entre gentes de todas condiciones, con tal aprobación de las autoridades, que deseando éstas la permanencia de la Compañía trataron de fundarle un templo á expensas del Erario público. Mientras lo edificaban los cordobeños, el P. Romero con sus compañeros recorrió las tierras próximas á la ciudad, que son ásperas y cuyos montes pedregosos esconden su cumbre en el cielo; después del P. Bárcena ningún religioso de la Compañía había allí administrado los Sacramentos, por cuya razón los neófitos practicaban de nuevo sus antiguas costumbres, y gran parte de los indios gemía todavía bajo el yugo del demonio. Gracias á las ímprobas tareas de los jesuitas floreció otra vez el cristianismo; fueron bautizados los niños y adultos, convertidas en matrimonio las uniones pasajeras y absueltas muchas personas de sus pecados. Con igual éxito trabajaron en otros países y lo que en ellos realizaron fué publicado extensamente en las Cartas ánuas. Una cosa notable referiré, y es que no pocos neófitos bautizados por los PP. Bárcena y Ortega, en medio de la barbarie, conservaron por espacio de diez años la inocencia, sin recibir Sacramento alguno. También haré mención de un indio que, encenagado en los torpes deleites, no se movía á penitencia por los ejemplos de sus compatriotas ni por las conminaciones de los predicadores; la casualidad hizo que un día adorase con piadoso afecto la Cruz, y sintió al momento tal dolor de sus culpas, que en seguida arrojó de su lado la manceba con quien vivía ilícitamente desde seis años antes, no obstante que ella se opuso; después corrió en busca de un sacerdote para confesar sus pecados. Rabió Satanás al ver que le quitaban la presa, por lo cual, usando de sus viejas artes, tomó la forma de la concubina citada y se apareció al indio, quien recurrió al sacerdote, y aleccionado á poner en fuga al diablo con la señal de la cruz, tornó á su casa y quedó victorioso; murió á los ocho días, y es de suponer que subiría su alma al cielo. Tanto fruto sacaron de las misiones de los jesuitas los indios, que agradecidos se prestaron espontáneamente á llevar los materiales con que construir el templo de la Compañía en Córdoba, á fin de tener cerca sacerdotes que con más frecuencia los instruyesen. Acabada la iglesia, conservó ésta el primitivo nombre que tenía de los Santos Tiburcio y Valeriano, patronos luego del Colegio de Córdoba. El P. Romero nombró Rector de éste al P. Juan Darío, italiano, varón eminente por sus apostólicas virtudes. En verdad que convenía á tal casa, destinada por Dios á ser la cabeza de aquella provincia y semillero de hombres heróicos, ser dirigida al principio por un sacerdote ilustre, de quien se pudieran tomar ejemplos de vida religiosa, y de quien aun todos los ánimos conservan gratos recuerdos. Entre tanto, el P. Romero preparaba una expedición al país de los diaguitas, distante doscientas leguas.

 

CAPÍTULO XVI

PROPÁGASE LA FE CATÓLICA ENTRE LOS DIAGUITAS.

 

Luego que por la intervención del P. Bárcena, de la cual hemos hablado en otra parte, se hizo la paz entre los españoles y los calchaquíes, los bárbaros se mostraron más dóciles que antes; mas no en tal grado que consintiesen en servicios ni en que alguien viajara por sus tierras, pues consideraban que cumplían de sobra con no rebelarse de nuevo. Algunos de ellos se acercaron al P. Romero, diciéndole que si la Compañía visitaba su valle sería muy bien recibida; pero el P. Romero retardaba tal empresa por desconocer el idioma del país y la condición de éste; por lo demás, de ningún peligro huía. Sabedor de todo D. Juan de Abreu hijo de un ex-gobernador del Tucumán, deseoso de civilizar á los diaguitas, ofreció dirigir la expedición y llevar domésticos que fuesen intérpretes de la lengua kaka; el Padre Romero aceptó la oferta y se puso en camino para el valle en compañía del P. Gaspar Monroy y armado solamente de la Cruz. Apenas llegaron los misioneros, arrebataron al demonio ochenta indios, en parte gentiles y en parte cristianos por vivir cerca de los españoles; alegres con tales principios, convirtieron un pueblo de doscientos habitantes, todos los cuales, recibido el Bautismo, ingresaron en el seno de la Iglesia. Fueron después á otro lugar y lo hallaron despoblado, notando cosas que denunciaban una emboscada pérfida, pues vieron en la plaza una cruz cubierta de saetas, cual si por desprecio hubieran hecho blanco de ella. Pronto se desvanecieron tales sospechas; por la noche tornaron al pueblo sus moradores, que habían salido al campo con objeto de espantar de sus sembrados los loros que suelen devorarlos. Ningún indio se resistió á la conversión, de modo que doscientas personas prometieron recibir la fe católica y el Bautismo. Trataron los jesuitas de averiguar la causa de estar la cruz llena de saetas, y nada se puso en claro, por lo cual creyeron prudente disimular en vista de las circunstancias, y se contentaron con que, reunidos los indios, detestasen la maldad cometida y adorasen el árbol de la Redención. Corrió la noticia de haberse convertido aquellos gentiles, y al momento muchos pueblos vecinos, imitando á sus compatriotas pidieron á los misioneros que les administrasen el Bautismo, pues querían profesar la religión cristiana, lo cual hicieron de buen grado los jesuitas, quienes obtuvieron de los conversos promesa de abandonar sus antiguas costumbres y recibir las leyes de la Iglesia.

 

CAPÍTULO XVII

UNA GRANDE POBLACIÓN DE LOS DIAGUITAS SE CONVIERTE AL CRISTIANISMO.

 

Realizado sin dificultad lo narrado, los religiosos fueron llamados por los indios á un pueblo crecido, cuyos habitantes eran bastante soberbios; más de mil almas se contaban en él; los diaguitas salieron al encuentro de los jesuitas cuando éstos se acercaban, llevando todos en la mano cruces en demostración de que las adoraban. Fuera del lugar habían adornado parte del camino con arcos triunfales y flores, bajo los cuales anduvieron los misioneros en medio de bailes, felicitaciones y voces de alegría, hasta llegar á la casa que les tenían preparada, donde fueron regalados con varias legumbres y con pollos, obsequios de los indios. Alabó á éstos el P. Romero y pronunció una plática elocuente exhortándolos á recibir la fe católica; todos aplaudieron con gritos y palabras el discurso del misionero. Esto sucedía por la mañana; á la tarde cambió el aspecto de las cosas; sea efecto de que bebieron vino en demasía, sea obedeciendo á las maquinaciones de los hechiceros, el hecho es que los principales del lugar se dirigieron á la casa de los Padres con igual aparato que el acostumbrado en los sacrificios humanos y tumultuosamente; mostróse á ellos con intrepidez el P. Romero, y valiéndose de intérprete, les rogó que dejasen la antigua barbarie y se convirtiesen á Cristo, no fuera que por su pertinacia perdiesen la ocasión de sacudir el yugo infernal. Otras cosas iba á añadir, cuando un indio le interrumpió diciendo con ferocidad y en alta voz que él jamás permitiría á sus compatriotas despojarse de la cabellera y corona de plumas, lo cual solía ordenarse á los cristianos, pues creía que tales adornos eran insignias del orden militar, y le parecía indigno quitarse las plumas antes de entrar en la iglesia, para llevar la cabeza desnuda cual los españoles; añadió que los indios deseaban guardar sus viejas costumbres. Apenas acabó de hablar, toda la turba desapareció apresuradamente. No dudaron un momento los jesuitas de que se hallaban en grave riesgo, por cuyo motivo se encomendaron al Señor, aguardando de manos de Éste la vida ó la muerte. Eficaz fué su oración, pues á la mañana siguiente los bárbaros, ya disipada su borrachera con el sueño, se presentaron á los misioneros disculpándose de lo que por estar ebrios hicieron el día anterior. Lo mismo afirmaron los varones principales del pueblo; y como todos los moradores de éste ofreciesen sus hijos para que recibiesen el Bautismo, los jesuitas, que vieron conjurado el peligro, cobraron ánimos, y disimulando las pasadas injurias, concedieron permiso á los adultos para que llevasen cabellera larga, siempre que renunciasen á las costumbres supersticiosas y vivieran cristianamente. ¡Cosa admirable! En pocos días más de mil indios abrazaron nuestra fe y recibieron el Bautismo; trescientos neófitos contrajeron legítimas nupcias.

 

CAPÍTULO XVIII

OTROS CUATRO PUEBLOS DE DIAGUITAS RECIBEN NUESTRA FE.

 

Súpose muy pronto en cuatro lugares no lejanos de diaguitas lo acontecido, y enviaron mensajeros á los jesuitas, diciéndoles que si iban á visitarlos, estaban dispuestos á ser cristianos, y en señal de obediencia cortarse las melenas, cosa que los demás indios habían rechazado. Aceptaron los misioneros la oferta y se dirigieron á las aldeas mencionadas, cuyos habitantes, para honrar y servir á los sacerdotes de Cristo, salieron y arreglaron el camino por espacio de tres leguas, recibiéndolos por todas partes con grandes muestras de alegría; todos los indios recibieron el Bautismo. Investigaron los religiosos qué dogmas profesaba aquella gente, y averiguaron que adoraban al Sol, y su culto consistía en rociar con sangre manojos de plumas colocados en los edificios destinados á templos. Creían que las almas de los caciques irían á los planetas; las de los plebeyos y de los animales á las estrellas. Queriendo los Padres tener pruebas de cómo en verdad aquellos hombres habían renunciado á las antiguas supersticiones, les mandaron echar á tierra el templo que tenían. En efecto: los diaguitas acometieron contra éste, arrancaron los objetos que antes veneraban y lo demolieron, escupiendo sobre los restos de la construcción en prueba de desprecio y luego los quemaron. Lo mismo se hizo en las demás poblaciones, donde se erigieron cruces, al pie de las cuales recibían sepultura los cuerpos de los neófitos, y se recitaban las preces de la Iglesia todos los días. Rabiaba Satanás viendo elevarse el signo de la Redención, allí donde tantos años usurpó tiránicamente el honor que corresponde al Señor.

 

CAPÍTULO XIX

LA VIDA DE LOS MISIONEROS PELIGRA ENTRE LOS DIAGUITAS.

 

No pudo el diablo contener su despecho y excitó graves tempestades contra los religiosos. El gobernador de Salta, creyendo que los diaguitas, con la presencia del P. Romero, habrían depuesto su altivez, les ordenó que prestaran servicios fuera del valle; tanto se irritaron con esto los indios, que tramaron una conjuración contra los jesuitas, atizada sobre todo por los hechiceros, quienes decían voceando que una misma cosa se proponían españoles y sacerdotes: reunir sus fuerzas para esclavizar á los indios; afirmaban que la religión cristiana era el camino por donde se perdía la libertad; que el hijo del ex-gobernador del Tucumán iba en compañía de los misioneros, para con la protección y sombra de éstos explorar el país y las fuerzas de sus moradores; que precisaba extinguir el mal en su nacimiento. Mientras éstas y otras cosas se propalaban, los vecinos de un pueblo, tomando las macanas y las saetas, corrieron á matar á los misioneros, y lo habrían realizado si un anciano muy respetado entre los suyos no los contuviese, amonestándoles que mirasen lo que hacían, no sea que les sobrevinieran grandes calamidades, pues los jesuitas eran muy queridos de los españoles; y aunque éstos se guardaran de tomar venganza, Dios castigaría el martirio de sus embajadores los sacerdotes. Las palabras del anciano no solamente reprimieron el ímpetu de los conjurados, mas infundieron en ellos un hondo pesar de su delito; depusieron las armas, y presentándose á los misioneros excusaron su ferocidad con el amor que profesaban á la independencia, la cual era para ellos la cosa más codiciada en la tierra. Los religiosos manifestaron ignorar lo tocante al servicio que se pedía á los indios, y prometieron trabajar á fin de que ningún neófito sufriese vejaciones; antes de que el mal creciera se apartaron del peligro y tornaron al punto de salida. Apenas habían partido cuando supieron que sublevados los habitantes de otro pueblo querían, darles muerte, en vista de lo cual, aceleraron su marcha, yendo con temor continuo de ser alcanzados por los parricidas. En esto, vieron correr hacia ellos un indio con el rostro turbado, quien dándoles voces, les rogó que volviesen al interior del valle, donde el cacique de una aldea estaba casi espirando y solicitaba el Bautismo. ¿Qué resolución tomarían los jesuitas? Si regresaban, acaso perecerían; si no lo hacían, el alma del enfermo quizá descendería á los infiernos. Venció la caridad el temor de los peligros, y así dejaron que el guía los llevase por abruptos montes, y recorridas diez y seis leguas hallaron que el cacique agonizaba; lo bautizaron, y también á doscientos niños, todos los cuales acometidos de la peste murieron, yendo á gozar del Paraíso. Mientras lo referido acontecía, los conjurados que salieron, siguieron el camino que suponían llevarían los Padres á quienes anhelaban sorprender: no hallándolos, regresaron furiosos al pueblo. El P. Romero huyó por sendas apartadas; Dios lo salvó de aquel peligro, pues lo conservaba para más arriesgadas empresas.

 

CAPÍTULO XX

LOS LULES Y OTROS INDIOS SON EVANGELIZADOS.

 

Escribió el P. Romero al obispo del Tucumán, rogándole que proveyese de pastor al nuevo rebaño; mas no se halló entre los clérigos ninguno que se quisiera entregar al furor de los diaguitas. Los PP. Fernando Monroy y Juan Viana fueron al país de los lules, famosos por su barbarie, llevados de su celo por la salvación de las almas y despreciando la muerte. Ningún sacerdote había estado entre los lules desde que el P. Bárcena bautizó á muchos de ellos, doce años antes; así que los misioneros trabajaron lo indecible para reducirlos de nuevo á Cristo. No digo en particular cuántas fatigas arrostraron, pues ya escribí detalladamente las del P. Bárcena en otro capítulo. Sólo añadiré que en aquel país, lleno de calamidades y donde todo consuelo humano faltaba, Dios suministró á sus atletas regocijos celestiales con tal abundancia, que según los religiosos escribían al Provincial, temían recibir tantos premios con detrimento de la recompensa en la gloria; y añadía el P. Juan Viana que tales goces interiores eran tan intensos, que sin la bienaventuranza les hubieran compensado los trabajos que padecían. El fruto que se consiguió de la expedición á los lules fué, después de recorrer todos los pueblos, convertir á Cristo bastantes indios aún paganos; autorizar innumerables matrimonios; administrar el Sacramento de la Penitencia á los neófitos privados de él por espacio de muchos años, valiéndose de las lenguas quichua y tonocoté; á los que hablaban el idioma kaka los confesaban por medio de intérprete. Entre tanto, otros misioneros menos famosos llevaban sus armas triunfales por el Tucumán combatiendo el reino de Satanás.

 

CAPÍTULO XXI

EL P. ESTEBAN PÁEZ VISITA LAS MISIONES DEL PARAGUAY Y DEL TUCUMÁN.

 

El P. Esteban Páez, varón esclarecido, después que inspeccionó como Vicario la provincia del Perú, fué al Tucumán y ordenó que se reuniesen en Salta los Padres de la Compañía. Luego consultó con éstos si sería conforme á los estatutos de la Orden el que continuasen las misiones en dicha región y el Paraguay lo mismo que hasta allí, pues opinaban algunos que era opuesto á nuestras reglas el no tener residencia fija y andar errantes lejos de la vista del Provincial. Mientras los jesuitas discutían este particular, recibieron cartas de casi todas las poblaciones del Tucumán suscritas por las autoridades, diciéndoles en ellas con cuánto dolor habían sabido que se trataba por el Visitador de llamar todos los Padres al Perú, y rogándoles por lo más sagrado que se renunciara á tal proyecto. Era notable la escrita en nombre de la ciudad de Santiago, pues se decía en ella que era de temer que faltando los jesuitas viniesen calamidades cual sobre Sodoma tan luego como Lot fué puesto en salvo; añadiendo que después de Dios, en aquéllos consistía la constancia de los indios en la fe católica. Movido el Visitador por tales razones, ya no trató de suprimir las misiones, sino de continuarlas hasta que decidiese el Padre General, procurando en tanto que estuvieran en armonía con las reglas de la Compañía. De acuerdo con los religiosos presentes, decidió que los misioneros dispersos por el Tucumán se reunieran todos los años en alguna población y vivieran cuatro meses no interrumpidos al modo de los demás Colegios; los restantes podían dedicarlos á excursiones apostólicas, cuidando de conservar las casas que tenían, con la esperanza de fundar algún día provincia aparte los Padres de aquella región. Cuando se trató del Paraguay, no hubo modo de convencer al P. Sebastián Páez para que hiciera lo mismo, pues distando la Asunción más de setecientas leguas de Lima y novecientas el Guairá, le era imposible atender á país tan lejano, y así fué de opinión que quizás convendría más encomendar el Paraguay á los jesuitas brasileños. Hecho esto, se dirigió á Lima, llevando consigo al P. Diego de Torres, elegido para Procurador en la Corte Pontificia por la provincia del Perú; antes contestó á las cartas que había recibido de las ciudades del Tucumán, en las cuales fueron acogidos los misioneros á su regreso con tal satisfacción que no es posible pintar con palabras; y para que en adelante no estuviesen sujetos á inspecciones, solicitaron del General varias ciudades que los Padres fijaran allí su residencia.

 

CAPÍTULO XXII

LOS HABITANTES DE LA ASUNCIÓN LLEVAN Á MAL EL QUE SE RETIREN LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA.

 

No se arreglaron tan bien las cosas en el Paraguay, en cuya capital apenas se divulgó la carta del Visitador ordenando que salieran los jesuitas, un inmenso dolor se apoderó de todo el mundo, quejándose de perder inesperadamente sus directores espirituales. Algunos prorrumpían en más amargas lamentaciones, diciendo que se recompensaba mal lo que todos habían hecho tomando parte activa en la construcción del templo para la Compañía. Entre el vulgo corría la especie de que ésta se deleitaba en habitar las ciudades opulentas y despreciaba las poblaciones menos importantes. Otros añadían que alrededor de la Asunción, por espacio de más de mil leguas cuadradas, había aún muchas tribus gentiles que se convertirían á nuestra fe si los Padres proseguían en sus apostólicas tareas, de manera que en ninguna región de América hallarían mies tan abundante. Estas y otras cosas decían, impulsados por el dolor más que pensando cuerdamente, pues ya sabían desde mucho tiempo antes que los jesuitas no tenían preferencia por lugar alguno, de cualquier naturaleza y condición que fuese; sólo querían que al residir en él no se quebrantaran las reglas de su instituto. En cuanto á lo que se dijo de los misioneros que vendrían quizás del Brasil, nadie lo aprobó, pues aparte de que, según era notorio, las leyes impedían pasar desde dicho país al Paraguay por mar y por tierra, no habían los portugueses de mezclarse en los asuntos de las colonias españolas. Hubo quien propuso retener por la fuerza á los Padres negándoles embarcaciones. Mas todo esto era en vano y de ningún provecho tratándose de hombres como los nuestros, atentos siempre á obedecer fielmente los preceptos de sus Prelados. Las autoridades civil y eclesiástica en nombre de la población, y los principales de ésta en el suyo, dieron cartas á los Padres dirigidas al General de la Orden, al Provincial del Perú y al Visitador, haciendo ver lo mucho que los misioneros podían hacer en el Paraguay para la salvación de las almas y suplicando humildemente que éstos regresaran prontamente. Los PP. Lorenzana y Ortega, después de caminar trescientas leguas, se unieron á sus compañeros del Tucumán.

 

CAPÍTULO XXIII

VEJACIONES QUE SUFRIÓ EL P. MANUEL ORTEGA.

 

Llegado que fué el P. Manuel Ortega al Tucumán, recibió una citación de los inquisidores de Lima por la que se le mandaba comparecer ante el Tribunal del Santo Oficio. Cuando tal documento llegó á su poder, se hallaba á quinientas leguas de la ciudad mencionada, á la cual se dirigió prontamente; apenas entró en ella, con asombro de todo el Perú fué encarcelado: nadie sabía la causa de esta resolución. Ya hemos contado cómo lo arrojaron al mar los piratas en la desembocadura del río de la Plata, y cómo entonces se condujo heróicamente, profesando con denuedo la fe católica á riesgo de ser martirizado; también sabemos que convirtió en el Tucumán y el Paraguay muchos millares de gentiles; aquel admirable viaje en el que recorrió en once horas un camino que de ordinario dura ocho días; que por su paciencia en los trabajos se hizo ilustre, de manera que justamente era contado entre los hombres insignes de la América meridional. Ninguno, sin embargo, se atrevía á censurar la disposición del Santo Oficio, esperando en silencio el resultado del asunto. Cinco meses estuvo en la cárcel el P. Ortega, pasados los cuales, los jueces tuvieron con él más consideración; lo recluyeron en el Colegio de la Compañía en Lima, bajo condición de que mientras durase la causa no pudiese celebrar Misa. Por dos años se prolongó esta suspensión, hasta tanto que quien lo acusó de haber quebrantado el sigilo sacramental enfermó gravemente en Villarica, ciudad del Guairá, y delante de testigos, por escrito y de palabra, se retractó de su denuncia, manifestando haber calumniado al venerable misionero, porque este rígido censor de los vicios le había reprendido los suyos con vehemencia. Fué enviado á Lima el documento que contenía la retractación, y entonces los inquisidores declararon la inocencia del P. Ortega. No parece sino que Dios permitió que la falsedad hiriese á nuestro misionero, para que éste, vencedor ya de la herejía, de la infidelidad y del demonio, hollase las calumnias en la ciudad principal del Nuevo Mundo entre el aplauso de los mas nobles Ciudadanos. La Compañía hizo cuanto pudo á fin de honrar al P. Ortega; teniendo en cuenta su paciencia, sus apostólicas fatigas y su pericia en los idiomas indígenas, lo admitieron, aunque ya era anciano, á los votos solemnes; mas él lo rehusó humildemente. El virrey del Perú, conde de Monterrey, le encargó hacer una entrada peligrosa á los chiriguanás, pueblo ferocísimo, la cual tuvo alegres comienzos que parecían indicar la pronta difusión del cristianismo entre los gentiles; las cosas cambiaron luego, y no obstante que el P. Ortega se expuso mil veces á la muerte y luchó intrépidamente, los chiriguanás siguieron apegados á sus antiguas costumbres. Sin embargo, perseveró juntamente con el P. Jerónimo Villarnao en región tan perversa, por espacio de dos años, sin conseguir frutos notables; recrudeciósele la herida que tenía en una pantorrilla, causada por una espina que se le clavó, y tuvo que ir á Chuquisaca para curársela; allí, aquel excelente viejo lleno de dolencias, en medio de piadosos ejercicios, llevó á cabo muchas cosas útiles á los de fuera y dentro de la ciudad, hasta que en el año 1622 voló al Paraíso el alma de tan insigne varón digno de ser enumerado entre los más ilustres, atendidas sus virtudes. Descendía de noble familia portuguesa, y siendo muy joven se educó en el Brasil. Tuvo por compañero en sus misiones al P. José Anchieta; siendo de bastante edad, predicó egregiamente en Tucumán y Paraguay; el Perú fué teatro de sus triunfos. Los PP. Nieremberg y Juan Rho lo pusieron al lado de los religiosos más notables. Creemos piadosamente que Dios en el cielo habrá premiado sus heróicos hechos. Yo hice lo que pude por su gloria, siguiendo sus pasos fuera de la provincia para ensalzar á quien fué estrella del Paraguay. Aún diré más de él: nació en el Brasil de hidalgos padres; un tío suyo fué obispo; su madre, que era matrona respetable, hizo inmensos beneficios á la Compañía, cosa que me consta. Cuando ingresó en ésta, se oponían á ello sus padres y tío; mas él, inflamado en deseos de salvar las almas, sin atender á los vínculos de la sangre, voló á donde era impelido por el Señor; su vocación creció mientras se dedicaba á los estudios y á los ejercicios piadosos. Luego que aprendió el idioma de los indios y estuvo preparado para lanzarse al campo, recorrió provechosamente muchas regiones del Brasil. En una expedición anduvo cien leguas, y á duras penas se libró de las asechanzas que le pusieron los indios furibundos. Dos años fué secretario del P. Anchieta, Provincial del Brasil, de cuya portentosa vida apostólica fué discípulo más que espectador, y con cuya anuencia navegó á los países australes de América y aumentó la fama de la Compañía con las proezas que en otros lugares he referido.

 

CAPÍTULO XXIV

TRABAJOS DE LOS JESUITAS EN EL TUCUMÁN.

 

Hacia el mismo tiempo que el P. Ortega fué al Perú, el P. Juan Romero, en cumplimiento de lo ordenado por el Visitador, congregó los religiosos en la ciudad para que reparasen sus ánimos con ejercicios espirituales, y de nuevo los envió á los distintos países del Tucumán. Repitióse lo mismo todos los años, y es indecible el fruto que sacaron con tal práctica españoles é indios. Mientras estaban juntos los misioneros, se inflamaban mutuamente con palabras y ejemplos, aprendían varios idiomas, el modo de vencer la obstinación de los gentiles y de echar á tierra las maquinaciones del demonio y á resolver los casos de conciencia. Cuando salían á pelear en defensa de la verdad, su caridad se ejercitaba en hombres de todas condiciones. El P. Juan Romero traspasó las fronteras del Tucumán, y atravesando una llanura desierta de ciento veinte leguas de longitud llegó al puerto de Buenos Aires, donde ejerció su ministerio. Acudieron á oirlo muchos indios, cosa poco frecuente; entonces el obispo comparó la Compañía al imán, pues por una virtud oculta atrae á sí los hombres que parecen de hierro. La mayor parte de los años 1603 y 1604 transcurrió en varias excursiones apostólicas, en las cuales se administraron los Sacramentos á muchos millares de indígenas. Omito los detalles de éstas, por no cansar á los que desean relación de hechos nuevos.

 

CAPÍTULO XXV

EL P. LUIS VALDIVIA INTENTA RECONCILIAR Á LOS CHILENOS REBELDES CON CRISTO Y CON EL REY.

 

Gracias á la fortaleza del gobernador Don Alonso de Ribera, mejoró el estado de la guerra en Chile el año 1605, y era de esperar una pronta paz; mas inoportunamente se vió precisado á renunciar el cargo que tenía. Él había instruído á los soldados en la táctica seguida en Bélgica; reprimido á los indios insurrectos, construyendo cerca de las fronteras castillos cercanos entre sí y bien guarnecidos; derrotó á los enemigos con frecuencia; en varias excursiones redimió no pocos españoles hechos esclavos por los bárbaros; sus preclaras empresas obscurecieron la gloria de los gobernadores que antes de él hubo. Acrecentó las glorias de la milicia española, pero le perjudicó la confianza en sus méritos. Prohibían las leyes á los gobernadores casarse con mujeres del país que regían, no fuera que la balanza de la justicia se inclinase por el peso del parentesco. D. Alonso de Ribera se atrevió á enlazar en matrimonio con una dama nobilísima de Chile. Por eso el rey Católico le despojó del mando, á fin de evitar que el ejemplo de varón tan ilustre contagiase á los demás; es verdad que mitigó la pena nombrándolo gobernador del Tucumán, dignidad poco inferior á la que perdía. Encargóse el gobierno de Chile á Don Alonso García Ramón, el cual, yendo á Lima, por mediación del virrey, consiguió del Provincial de la Compañía que el P. Luis Valdivia, profesor de Teología, le acompañase á Chile para ver de ajustar la paz. Ambos se embarcaron en la misma nave, y casi perecieron efecto de una tempestad y un incendio que se declaró; éste fué extinguido, gracias al P. Valdivia, quien en noche borrascosa vió una llama en popa, gritó á los marineros y apagaron el fuego; de la tormenta salieron libres invocando la protección de San Ignacio. Pasados dichos peligros, llegaron al puerto de la Concepción, ciudad pequeña donde residía el gobernador de Chile, situada en la costa del mar Pacífico; el terreno de su jurisdicción que se extiende hacia la capital del reino es dilatado; el que mira al país rebelde es corto; el segundo lo habían ocupado D. Alonso de Ribera y otros jefes con fuertes situados á iguales distancias, merced á los cuales, si bien con harto trabajo, los indios de las cercanías estaban sujetos. Apenas llegó el nuevo gobernador, hizo publicar un decreto de Su Majestad invitando á los rebeldes á deponer las armas, concediéndoles amplia amnistía de todo lo pasado. Luego fué á visitar los castillos de los españoles y los pueblos de indios sometidos á los conquistadores por la persuasión ó la fuerza; hallólos tan ofendidos á éstos que más parecían adversarios que otra cosa; ninguno, aunque se llamaban amigos, se alistaba en nuestras armas sino obligado, y no es bien fiar mucho en quien obedece cohibido por el miedo. El gobernador iba defendido por compañías de soldados, pero tenía más confianza en un hombre solo: en el P. Luis Valdivia, pues los indios tenían visto y entendido cómo éste siempre los defendía contra las injurias de los militares y de los duros servicios personales. Así, pues, donde quiera que llegaba el P. Valdivia se acercaban los principales del país llamándole su padre y tutor y el más grande consuelo en lo temporal y espiritual. Aprovechóse de la ocasión nuestro misionero y reconcilió á cuantos pudo con el monarca y con la religión. Veinte caciques acudieron al castillo denominado Levo; después que el P. Valdivia les habló de la inmortalidad del alma y de otros misterios de la fe, demandaron ser cristianos; sus niños fueron al momento bautizados, y á los adultos se les reservó la administración del Sacramento para cuando hubiesen dado pruebas de constancia.

 

CAPÍTULO XXVI

PROCURA EL P. VALDIVIA SOSEGAR LOS INDIOS REBELDES.

 

Cerca de Paicavi, fortaleza de los españoles, moraban cuarenta caciques tucapeles, de los cuales con razón se dudaba si eran amigos ó enemigos; á decir verdad, nada tenían de lo primero sino el nombre. El gobernador, creyendo que sería mejor luchar con adversarios manifiestos que con quienes tenían el ánimo de tales, si bien disimulaban, los amenazó con la guerra. Intervino el P. Valdivia y consiguió que dichos caciques cambiaran su mala fe en paz y amistad con los españoles. Recrudecíase en otras partes la guerra ocasionada por las injurias mutuas de las partes combatientes; el P. Valdivia, fiando más en la protección divina que en el conocimiento que tenía de los bárbaros, penetró en las tierras de los sublevados para ser árbitro, llevando por todo acompañamiento cinco soldados. Recibiéronlo benignamente los indios, y muchos caciques volaron á saludarle. Hechos los cumplimientos de costumbre, el P. Valdivia pronunció un elocuente discurso tratando del distinto fin que tienen los buenos y los malos; un bárbaro le interrumpió preguntándole de dónde había tomado aquella doctrina; el misionero contestó: «Del Hijo de Dios.– Luego vuestro Dios tendrá mujer, puesto que es padre,» replicó el indio. Entonces el P. Valdivia desenvolvió en magníficas palabras el misterio de la generación divina, y explicó de tal manera los misterios de la Trinidad y de la Encarnación, que los indios quedaron asombrados de tanta elocuencia y de la luz de la verdad. Después trató otras varias cuestiones y las dilucidó; ocupándose de la embriaguez, le interrogaron por qué la condenaba el cristianismo; decían: «Si los que duermen no pecan, ¿cómo nos convencerás que es delito la borrachera, que es semejante al sueño?» Demostróles el P. Valdivia que quien se privaba voluntariamente de la razón, pecaba no menos que el que se cortase un brazo. Pasando los indios de la embriaguez al vicio inseparable de ésta, preguntaron por qué la ley cristiana condena el casarse con varias mujeres. El P. Valdivia retorció el argumento diciéndoles: «¿Por qué á vuestras esposas no les toleráis muchos maridos?» Todos replicaron que tal cosa era torpe en las mujeres, mas no en los hombres, pues lo autorizaba la costumbre. El P. Valdivia probó que ésta no cambia la naturaleza de los hechos. «Pongamos, añadía, un ejemplo: si entre vosotros se acostumbrara á matarse unos á otros para arrebatarse las concubinas, ¿dejaría de ser un crimen, no obstante que lo aprobárais?» En semejantes discusiones pasó la mayor parte de la noche; al amanecer llegaron los caciques de veinte pueblos apartados, y los saludó el P. Valdivia con alegría, abrazándolos; luego les declaró el indulto regio; granjeóse el aprecio de ellos, redactando por escrito las quejas que tenían á fin de defenderlos cuanto fuese justo. Avilo, el cacique de más autoridad entre los recién llegados, cuando oyó decir al P. Valdivia que el Dios de los cristianos era el creador de todas las cosas, dijo con indignación á voces que jamás consentiría se hiciese tal injuria á Pillán, divinidad de los chilenos y verdadero autor del mundo. Interrogóle el misionero acerca de las condiciones y grandezas de dicho dios, y contestó que eran llevar los caciques y militares insignes por su valor, después de la muerte, á un paraje donde bailaban y bebían sin cesar por siglos sin fin; colocar la sangre de los guerreros que perecen en el campo de batalla, alrededor del Sol, y formar con ella las nubes rojas que se ven al caer la tarde; en cuanto á los hombres plebeyos y pobres, ninguna recompensa les daba. Entonces, riéndose el P. Valdivia, dijo: «¡Qué injusto es vuestro Dios! Siendo cierto que los magnates y los militares están manchados con más vicios que los plebeyos, ¿quién no se burlará de él al ver que es benévolo con los criminales y desprecia á los buenos?» Mentras de tales cosas hablaban, supo nuestro religioso por sus compañeros que los indios le tendían asechanzas, en vista de lo cual con disimulo se retiró al campamento de los españoles; pero las sospechas eran infundadas: los caciques fueron á expresarle el inmenso dolor que los indios habían concebido al saber la causa de su alejamiento, y á decirle que si quería ir al interior del país, lo nombrarían árbitro para hacer la paz, y defenderían su vida. Aceptó las ofertas de los indios el P. Valdivia, y fué á la tierra enemiga confiando en aquellas personas para él casi desconocidas. Caminaron por abruptos montes, por lagunas y sendas tortuosas, hasta llegar á donde estaban congregados los más notables insurrectos. Habló á éstos del indulto publicado por el rey Católico, del modo de afirmar la paz con los españoles y de la promulgación del Evangelio; se conoció entonces claramente que si los chilenos no sufrieran vejaciones, sin dificultad se convertirían al cristianismo. Cerca de allí, tres caciques prometieron á nuestro misionero ser obedientes á España. Una india que se hallaba agonizando, recobró la salud con la recepción de los Sacramentos; el prodigio fué prueba que demostró á los bárbaros la verdad de la fe católica; dicha mujer parió más adelante, y como enfermase el niño, se oponía á que lo bautizasen por temor de que muriese; aseguró lo contrario el P. Valdivia, y en efecto, apenas derramó el agua sobre el infante, éste se puso bueno. Conmovida con el milagro la tatarabuela del niño, que tenía más de cien años, se hizo cristiana. Finalmente, el P. Valdivia convirtió numerosos gentiles y volvió, acompañado de los indios, al campamento español.

 

CAPÍTULO XXVII

MEMORABLE FUGA DE UNA MUJER CAUTIVA Y SU HIJO.

 

Mientras el P. Valdivia estuvo en Arauco ocurrió un hecho notable. Después que, según hemos visto, los chilenos desolaron las ciudades del reino, muchas familias de españoles fueron reducidas á servidumbre por los indios. Heredia, hombre virtuoso, que de su matrimonio con Doña Marcela Grajal, noble dama, tenía dos hijos adultos, fué hecho esclavo y también su esposa; su dueño no era de los más tiranos, y así solamente les exigía que le elaborasen cierta cantidad de vino, y ellos, temerosos de mayores trabajos, cumplían con diligencia su cometido. Sucedió un día que, cuando Heredia componía la bebida, el indio le dirigió palabras insultantes; irritado el español con tales injurias, lleno de ira, cogió un hierro y con él dió muerte á su señor. Cometido el homicidio, echó á correr sin que lo alcanzaran los indios que iban en su persecución; lo buscaron luego por todas partes y nadie lo encontró; entonces, aquellos hombres fanáticos, deseando vengar á su compatriota, echaron mano del hijo mayor de Heredia, aunque era inocente, y sin reparar en el llanto de la madre, que se oponía tenazmente, lo quemaron vivo, diciendo al tiempo que se abrazaba: «Merece tal pena quien desciende de un español asesino.» Quedó el muchacho convertido en cenizas, y su madre se vió sin marido y sin hijo, abrumada por inmenso dolor; abrazada al otro hermano exclamaba: «¡Ay querido mío! ¿te llamaré consuelo de tu madre afligida ó en breve motivo de nuevas lamentaciones? Si basta para merecer el suplicio ser descendiente de un español, pronto perecerás abrasado. Y yo, ¿qué esperaré? Ser juguete de los bárbaros lascivos que se arrojarán sobre mí viéndome cautiva sin el amparo de mi esposo y de mis hijos.» Nada más habló, y tan luego como los indios se apartaron de la hoguera, invocó la protección divina y por la noche emprendió la fuga en unión de su hijo. No caminaban de día, temerosos de caer en manos de los perseguidores, refugiándose durante él en las cavernas y prosiguiendo su viaje al anochecer; se alimentaban solamente de yerbas silvestres; cuando andaban el miedo parecía que les daba alas; á los tres días llegaron desfallecidos á un bosque cerca del cual había una pequeña aldea; estando allí esperaban sin duda morir de hambre ó á manos de los indios. Acertó á encontrarlos una mujer que iba á recoger leña; Marcela le contó lo que hizo su marido, la venganza de los bárbaros y las calamidades que á la sazón padecían ella y su hijo, rogándole que se compadeciese, pues era la única persona que podía prestarles ayuda. La leñadora abrazó á Marcela con lágrimas en los ojos y le prometió socorrerla; «mas temo, le dijo, que nos vean otras mujeres que vienen por aquí en busca de leña y agua: si tal acontece, sobrevendrán nuevos trabajos.» Estuvieron ambas un rato pensando lo que harían, y acordaron que Marcela y el muchacho se escondieran en un hoyo cubierto con ramas hasta acordar lo más conveniente. Poco después volvió la india y les llevó de comer, ofreciéndose á ir con ellos al campo de los españoles y procurarles víveres en el camino. Marcela le prometió, si tal hacía, su amistad y mil cosas más. Cuando se creyó hora oportuna emprendieron el viaje. Anduvieron por sendas apartadas durante tres días, hasta que, gracias á Dios, llegaron á Arauco, campamento de los españoles. Hallábase allí el P. Luis Valdivia, quien alabó la caridad de la india y le aseguró que el Señor recompensaría largamente su noble acción; le dió un magnífico vestido y le preguntó si deseaba ser cristiana; ella contestó que nada ambicionaba tanto; inicióla en los dogmas cristianos, y la conversa, para retenerlos en la memoria, por cada uno se hacía un nudo en la cabellera, que pasaba de las rodillas; repitiólos sin vacilar á los tres días; le pusieron el nombre de María y recibió el Bautismo. La india estaba triste por la ausencia de sus padres y de su patria; el P. Valdivia, que esperaba arreglar pronto la paz entre chilenos y españoles, encargó á personas de confianza que la llevaran á su país.

 

CAPÍTULO XXVIII

EL P. LUIS VALDIVlA SE EMBARCA PARA ESPAÑA.

 

Nada preocupaba tanto al P. Valdivia como el negocio de la paz; valiéndose de un salvoconducto iba á los rebeldes, componía sus querellas, confirmaba los amigos en sus propósitos, y procuraba con todas sus fuerzas que los españoles no irritasen á los indios con demandarles servicios. Buscando para tan graves males remedios que él no podía alcanzar, pasado algún tiempo fué dos veces por mar al Perú para solicitar del conde de Monterrey, á la sazón virrey, y después que éste falleció, á su sucesor el marqués de Montesclaros, que se aboliera el servicio personal, pues era indudable que sin tal medida no se lograría propagar el Evangelio entre los indios. Pero como el marqués creyera que no tenía ni autoridad ni fuerzas suficientes para adoptar tal resolución, y las cosas en Chile iban á peor desde que mandaba el nuevo gobernador, el virrey, oído el parecer de la Audiencia, dispuso que marchara á España el P. Valdivia á fin de que intercediese con el rey Católico y éste viese el medio de concluir con tamaños males.

 

CAPÍTULO XXIX

LA COMPAÑÍA DE JESÚS SE ESTABLECE NUEVAMENTE EN LA CAPITAL DEL PARAGUAY.

 

En el año 1605, el Ilmo. Sr. D. Ignacio de Loyola, sobrino del Santo de este nombre y obispo del Paraguay, escribió al P. Juan Romero amenazándole amistosamente de quejarse al Sumo Pontífice, al rey Católico y al General de la Compañía, si los Padres de ésta no volvían á la Asunción, en lo cual tenía tal interés, que no habría aceptado la dignidad episcopal á saber que se habían retirado definitivamente los jesuitas. Hallábase en el Tucumán el P. Romero cuando recibió esta carta al mismo tiempo que otras del General Claudio Aquaviva y del Provincial del Perú, en las que se ordenaba, á petición de las autoridades de la Asunción, que fuese á esta población el P. Marcelo Lorenzana con el P. José Cataldino, nacido en la Romanía, el cual había de ilustrar los anales de nuestra Orden por espacio de medio siglo con hechos gloriosos. Navegaron estos dos por el río de la Plata, siendo sorprendidos por una horrible tempestad, pues conviene advertir que allí no son las tormentas menores que en el Océano; volcóse la embarcación en que iban y fué un milagro que no pereciesen, salvándose á nado con ayuda de los remeros, y según es de creer piadosamente protegidos por el cielo. Y para que se vea cómo la Providencia suele allegar manjares aun en medio del desierto, les sucedió luego que, habiéndoseles corrompido los alimentos que llevaban, nada tenían para sustentarse durante el viaje, largo en demasía; entonces el obispo Loyola, que bajaba por el Paraguay en dirección á Buenos Aires, arribó á la orilla donde estaban los náufragos, á quienes abrazó, dando gracias al Señor que le concedía el ver en su diócesis los Padres de la Compañía, y proveyó de víveres con largueza. Después que los misioneros hablaron largamente con el Prelado, recibieron de éste un documento solemne en que les confería amplias facultades en las cosas espirituales, y se despidieron de él afectuosamente. El P. Tomás Filds, anciano virtuoso, había permanecido tres años solo y enfermo en la Asunción, manteniendo el crédito y estimación de la Compañía más con la pureza de vida que con las letras. Mas tan luego gue llegaron los PP. Lorenzana y Cataldino, en quienes competían la virtud y la ciencia, y fueron recibidos con aplauso de todos, comenzaron á prodigar el bien en todas las clases de la sociedad, según era más oportuno. El P. Cataldino se hizo famoso prontamente con esta ocasión: hallábase enferma de gravedad una señora de ilustre linaje y no la podían persuadir religiosos, canónigos ni legos á que recibiese el Viático, por hallarse convencida de que esto le aceleraría la muerte; el P. Cataldino venció su resistencia después de implorado con breve oración el auxilio divino, y así aquella matrona confesó sus pecados y comulgó devotamente. Los demás Padres no eran útiles tan sólo en la ciudad, sino en los pueblos de los indios, á los que iban por turno algún tiempo á causa de no haber en ellos sacerdotes. Como los misioneros se abstenían del vino y de mirar á las mujeres, se granjearon no leve respeto y eran llamados por los indios abstemios. Tanta prosperidad fué alterada por las vejaciones de que fué objeto el P. Lorenzana, vueltas después contra el causante de ellas.

 

CAPÍTULO XXX

OFENSA QUE RECIBIÓ EL P. LORENZANA Y CASTIGO DEL CULPABLE.

 

Subleváronse los indios establecidos en la parte superior del río Paraguay, matando á traición algunos españoles. El gobernador se dirigió á castigarlos llevando la tropa necesaria; mas torció el camino y penetró en el país de los guatos, gente pacífica y amiga de los nuestros; dió muerte á muchos y redujo más á la servidumbre, con los cuales entró en la ciudad cual si acabase de alcanzar una victoria esclarecida. Como llegase la temeridad de algunos ciudadanos á quererse apropiar los indios como esclavos y esto sin rebozo alguno, indignado el P. Lorenzana, primero en conversaciones privadas y después en el templo, censuró duramente tan cruel avaricia, afirmando que si no se restituía la libertad á los inocentes guatos, Dios vengaría la sangre derramada y las violencias cometidas. Diciendo esto desde el púlpito, un canónigo que era Tesorero de la iglesia gritó con voz estentórea que no siguiese adelante, sino que se retirase al punto á su casa. Llevó el P. Lorenzana esta afrenta con notable resignación; sin conmoverse ni decir palabra alguna, dejó á un lado el bonete y salió inmediatamente del templo. Apenas hizo esto, cuando el canónigo se arrepintió de su atrevimiento y confesó delante del público la injusticia con que había tratado á un varón lleno de Dios. Tales fueron los remordimientos de su conciencia, que no pudo tener sosiego en adelante y murió sin que pasara mucho tiempo. Ni aun así descansó su alma; después de enterrado el cadáver, se vió muchas noches que una sombra humana vagaba por el templo, llevando á rastras una cadena que se extendía desde el púlpito hasta el coro de los canónigos, doliéndose á voces de haber perseguido al P. Lorenzana. Este prodigio impidió más las violencias contra los desgraciados indios, que si hubiera concluido el sermón interrumpido dicho jesuita.

 

CAPÍTULO XXXI

MUERE EL P. PEDRO DE AÑASCO: SUS ALABANZAS.

 

Nació el P. Añasco en la ciudad de Lima; estando enfermo antes de su profesión religiosa, mereció que se le apareciera la Reina de los Angeles, quien le abrazó y prometió su amparo y favor para que entrase en la Compañía. Cuantas veces recordaba luego tan señalado beneficio, se le llenaba el corazón de alegría, pareciéndole de nuevo contemplar á la que antes vió con los ojos corporales. Cuando sus padres le reprendían por cualquier falta que cometiera, al instante se acogía á los pies de María y hallaba consuelo. Si alguna vez omitía sus oraciones á la Virgen, le parecía experimentar una desgracia por su negligencia. Deseando padecer por Cristo, daba cosas á sus criados y esclavos para que le abofeteasen sin compasión. Tres virtudes poseía en grado eminente: la oración, á la cual dedicaba todo el tiempo que estaba ocioso sin perder un momento; la obediencia, por la cual dejaba el descanso, el sueño y hasta la suavísima conversación con Dios; su profunda humildad, que le hacía desear con anhelo desprecios é insultos. En sus excursiones apostólicas por el Tucumán, se le vió muchas veces curar á los indios pestilentes úlceras, limpiar los gusanos y pus que arrojaban éstas, y emulando la virtud de San Francisco Javier, beber, en presencia de los bárbaros estupefactos al ver tan heróica fortaleza, vasijas llenas de podre y otras cosas fétidas arrojadas por las llagas de los dolientes. Sus continuos ejercicios eran besar las úlceras de los enfermos, socorrer á los que sufrían, dar alimentos á quien los necesitaba, dormir poco, orar mucho, azotarse cruelmente y anticiparse siempre á servir á sus compañeros. Dice Alegambe en su libro sobre los escritores de la Compañía, que habló nueve lenguas americanas. En cierta ocasión acarició con la mano un tigre feroz, cual si fuese un manso perro. Gracias á su intercesión sanó el P. Juan Romero de unas fuertes calenturas que padecía. Por espacio de quince años hizo muchas expediciones por el Tucumán, y convirtió innumerables gentiles. Murió en Córdoba el año 1605 el día 5 de Albril, y fué enterrado su cadáver con llanto general. Sobre su sepulcro oraron graves varones que conocían las virtudes que le distinguieron. El P. Nieremberg lo coloca fundadamente entre los más esclarecidos hijos de la Compañía.

 

CAPÍTULO XXXII

TRABAJOS DE LOS RESTANTES JESUITAS EN EL TUCUMÁN.

 

Según costumbre, los misioneros continuaban con ardor en sus tareas. El P. Darío en los alrededores de Córdoba; el P. Romero entre los rupices; el P. Gaspar Monroy en otro país, y los PP. Fernando Monroy y Juan Viana, que hablaban las lenguas lule, kaka y quichua, entre los omaguas, lules y los indios de Salta, procuraban la difusión del Evangelio, careciendo de lo más necesario, hasta el punto de que se daban por felices cuando podían dormir en una red colgada y cubrirse con vestido grosero de algodón; todo su alimento se reducía á trigo turco cocido en agua. No pasaré adelante sin hacer mención de la piedad de varias españoles, quienes proporcionaron víveres á los Padres, no obstante que residían muy lejos de éstos, á fin de que no pereciesen de hambre en medio de la barbarie. Verdad es que tampoco se olvidaban los misioneros de los españoles. Estando en la ciudad de San Miguel los PP. Juan Viana y Fernando Monroy durante los días de Carnaval, congregaron á los fieles en el templo para apartarlos de las diversiones locas; un joven que se oponía á esto comenzó á cabalgar delante de la puerta haciendo ruido; cayó al suelo y se produjo una herida cuya curación fué cosa de muchos días. Por entonces fueron llamados al Perú los Padres Fernando Monroy y Juan Angulo. Este fué el primer prefecto de las misiones en el Tucumán y desempeñó loablemente el cargo de comisario del Santo Oficio. El primero compensó la corta duración de sus empresas con lo mucho y bueno que hizo; ambos marcharon al Perú dejando excelentes recuerdos. Cuéntase del P. Fernando Monroy, nacido en Lucilos, pueblo del reino de Toledo, que cuando en cierta ocasión puesto de rodillas entrelazaba una corona para la Virgen, se vió de repente envuelto en llamas y salió ileso implorando la protección de María. Tales son los hechos más notables de los misioneros, quienes por espacio de veintiún años difundieron la fe antes de fundarse la provincia. No me opondré á que alguno los compare á las escaramuzas que tienen lugar al principio de las batallas; así ellos ensayaban sus fuerzas para luego trabar recio combate contra el demonio. Aquellos principios semejaban al embrión que se va desarrollando hasta convertirse en un perfecto organismo.

FIN DEL TOMO PRIMERO DE ESTA HISTORIA

 

NOTAS

150- El P. Ruiz de Montoya, en su Conquista espiritual del Paraguay, y otros escritores, dan al P. Lorenzana el nombre de Marcial; pero el P. Techo lo llama siempre Marcelo, sin que de ningún modo pueda explicarse esto, porque no haya en latín forma peculiar de dicha palabra: fieles á nuestro propósito de traducir fielmente el original, no hemos creído conveniente introducir variación alguna.– (N. del T.)

 

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