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HISTORIOGRAFÍA - CRÓNICAS DE AUTORES PARAGUAYOS

  HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY LA COMPAÑÍA DE JESÚS - II (NICOLÁS DEL TECHO)

HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY  LA COMPAÑÍA DE JESÚS - II (NICOLÁS DEL TECHO)

HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS - VOLUMEN II

Autor: NICOLÁS DEL TECHO
Editorial: A. de Uribe y Compañía
Año: 1897
Versión digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY


TOMO SEGUNDO
HIPERVÍNCULOS


(Tomo II) LIBRO TERCERO (195 Kb.)
(Tomo II) LIBRO CUARTO (155 Kb.)
(Tomo II) LIBRO QUINTO (137 Kb.)
TODO EL TOMO SEGUNDO



CONTENIDO DEL TOMO SEGUNDO

(Tomo II) LIBRO TERCERO (195 Kb.)

CAPÍTULO PRIMERO.– La provincia del Perú es dividida en otras dos.
CAPÍTULO II.– El P. Claudio Aquaviva erige el Paraguay en provincia de la Compañía.
CAPÍTULO III.– Primeros años del P. Diego de Torres y lo que hizo en las Indias.
CAPÍTULO IV.– Lo que hizo en Juli el Padre Torres y cuando fué Rector en Cuzco.
CAPÍTULO V.– Lo que llevó á cabo el Padre Diego de Torres en varios lugares de la provincia del Perú.
CAPÍTULO VI.– Es nombrado Procurador el P. Diego de Torres.
CAPÍTULO VII.– Funda la provincia de Quito.
CAPÍTULO VIII.– Se dirige á fundar la provincia del Paraguay.
CAPÍTULO IX.– El P. Diego de Torres lleva misioneros á la nueva provincia.
CAPÍTULO X.– Celebración de la primera Congregación provincial.
CAPÍTULO XI. – Llegan nuevos religiosos de Europa á la provincia del Paraguay.
CAPÍTULO XII.– Establécese la Compañía en el puerto de Buenos Aires.
CAPÍTULO XIII.– Lo que hicieron los Padres del Colegio de la Compañía en Chile.
CAPÍTULO XIV.– Misiones de los Padres jesuitas en Arauco.
CAPÍTULO XV.– Descripción del Arauco y costumbres de sus habitantes.
CAPÍTULO XVI.– Son evangelizados los araucanos.
CAPÍTULO XVII.– Navegan los jesuitas á la isla de Santa María.
CAPÍTULO XVIII.– La Compañía se establece temporalmente en la isla de Chiloé.
CAPÍTULO XIX.– Ejercen su ministerio los jesuitas en el pueblo de Castro.
CAPÍTULO XX.– Recorren los jesuitas la isla de Chiloé; fruto que sacaron de sus misiones.
CAPÍTULO XXI.– Vejaciones que experimentó la Compañía por oponerse al servicio personal de los indios.
CAPÍTULO XXII.– Establécese la Compañía en la ciudad de Mendoza.
CAPÍTULO XXIII.– Los indios de Cuyo son instruídos en la fe cristiana.
CAPÍTULO XXIV.– Persecusiones que sufrieron los jesuitas de Córdoba por oponerse al servicio personal de los indios.
CAPÍTULO XXV.– Retírase de Estero la Compañía con ocasión del servicio personal.
CAPÍTULO XXVI.– Funda un Colegio la Compañía en la ciudad de San Miguel.
CAPÍTULO XXVII.– Pacifica la Compañía el valle de Calchaquí, y lo recorre, merced á su constancia.
CAPÍTULO XXVIll.– El P. Diego de Torres ejerce su ministerio en la ciudad de la Concepción, en los límites de los frentones.
CAPÍTULO XXIX.– Estado del Paraguay.
CAPÍTULO XXX.– Descripción del Guairá.
CAPÍTULO XXXI.– Los PP. José Cataldino y Simón Mazeta recorren algunas poblaciones del Guairá.
CAPÍTULO XXXII.– La Compañía funda en el Guairá dos pueblos.
CAPÍTULO XXXIII.– Los Padres de la Compañía se encargan de evangelizar la región del Paraná.
CAPÍTULO XXXIV.– Fúndase una población entre el Paraná y el Paraguay.
CAPÍTULO XXXV.– La nueva reducción sufre los males de la guerra.
CAPÍTULO XXXVI.– La reducción es trasladada á otro sitio durante la guerra, y recibe el nombre de San Ignacio.
CAPÍTULO XXXVII. – Costumbres de los guaicurúes.
CAPÍTULO XXXVIII. – Los Padres de la Compañía exploran la región de los guaicurúes.
CAPÍTULO XXXIX.– La Compañía se establece en el país de los guaicurúes.

(Tomo II) LIBRO CUARTO (155 Kb.)

CAPÍTULO PRIMERO.– Llegan nuevos misioneros de Europa; la Compañía se establece definitivamente en Buenos Aires.
CAPÍTULO II.– Establécese la Compañía en la ciudad de Santa Fe.
CAPÍTULO III.– Es canonizado San Ignacio de Loyola; su fama y milagros.
CAPÍTULO IV.– El P. Diego de Torres da bastantes disposiciones útiles para la provincia.
CAPÍTULO V.– Son evangelizadas las islas de Chiloé.
CAPÍTULO VI.– Los PP. Juan Darío y Diego de Boroa pacifican á los diaquitas y les predican.
CAPÍTULO VII.– El servicio personal de los indios es abolido por disposición del Rey Católico.
CAPÍTULO VIII.– Un hijo del jefe de los guaicurúes recibe el Bautismo.
CAPÍTULO IX.– De algunas cosas que sucedieron en la ciudad de la Asunción.
CAPÍTULO X.– Vuelve la Compañía á Santiago, capital del Tucumán.
CAPÍTULO XI – Primeros años de la vida del P. Antonio Ruiz.
CAPÍTULO XII.– Prosigue la vida del P. Antonio Ruiz.
CAPÍTULO XIII.– Los misioneros propagan el cristianismo en el Guairá.
CAPÍTULO XIV.– Florece la religión en el Guairá, no obstante algunos disturbios que hubo.
CAPÍTULO XV.– Los Padres jesuitas recorren la región del Paraná.
CAPÍTULO XVI.– Sumisión de los guaicurúes.
CAPÍTULO XVII.– Misión que llevó el Padre Luis Valdivia al Rey Católico.
CAPÍTULO XVIII. – El P. Luis Valdivia reconcilia los pueblos cercanos con el Rey Católico.
CAPÍTULO XIX. – El P. Luis Valdivia reconcilia los pueblos del interior con el gobernador.
CAPÍTULO XX.– Trátase de enviar misioneros al Arauco.
CAPÍTULO XXI.– Martirio de los PP. Martín Aranda, Horacio Bech y Diego Montalván .
CAPÍTULO XXII.– Vida del P. Martín Aranda.
CAPÍTULO XXIII.– Hechos memorables de los PP. Horacio Bech y Diego Montalván .
CAPÍTULO XXIV.– Fundación de cuatro Colegios á expensas del Monarca.
CAPÍTULO XXV.– La Compañía es vejada pública y privadamente.
CAPÍTULO XXVI.– El P. Diego de Torres visita el Paraguay.
CAPÍTULO XXVII.– Son evangelizados los guaicurúes.
CAPÍTULO XXVIII.– El P. Romero va al país de los guaicurutíes.
CAPÍTULO XXIX.– El P. Martín Javier Urtazun muere en el Guairá.
CAPÍTULO XXX. – Los misioneros prosiguen sus tareas en el Guairá, á pesar de varios obstáculos.
CAPÍTULO XXXI.– Principio de la expedición al país de los guarambarés; progresos y fin de ella.
CAPÍTULO XXXII.– De lo que sucedió con los restos del P. Baltasar Sena.
CAPÍTULO XXXIII.– De los Colegios que había en la nueva provincia del Paraguay.
CAPÍTULO XXXIV.– De los primeros religiosos que residieron en la provincia del Paraguay.
CAPÍTULO XXXV.– De los bienhechores que tuvo la provincia del Paraguay.

(Tomo II) LIBRO QUINTO (137 Kb.)

CAPÍTULO PRIMERO. Comienza el P. Pedro de Oñate á gobernar la provincia del Paraguay.
CAPÍTULO II.– Trátase de si conviene que la Compañía establezca residencias entre los indios.
CAPÍTULO III.– Descripción de la provincia del Paraná.
CAPÍTULO IV.– El P. Roque González predica en la parte inferior del Paraná.
CAPÍTULO V. – Fundación del pueblo de Itapua por el P. Roque González.
CAPÍTULO VI.– El P. Roque González concede á los franciscanos el pueblo de Santa Ana, que antes había fundado.
CAPÍTULO VII.– Costumbres de los guaraníes.
CAPÍTULO VIII.– De varias cosas que sucedieron en el Guairá.
CAPÍTULO IX.– Lo que pasaba entre los guaicurúes.
CAPÍTULO X.– De los asuntos del reino de Chile.
CAPÍTULO XI.– Cuestiones que se suscitaron con motivo de la fundación de un convento de monjas en la provincia del Paraguay.
CAPÍTULO XII.– Bula y sentencia de Paulo V acerca del mencionado asunto.
CAPÍTULO XIII.–El Gobernador del Paraguay intenta tomar las armas contra los indios.
CAPÍTULO XIV.– Origen de la reducción de Yaguapúa.
CAPÍTULO XV.– Turbulencias que hubo en el pueblo de San Ignacio.
CAPÍTULO XVI.– El P. José Cataldino echa los fundamentos de una reducción en el Guairá.
CAPÍTULO XVII.– El P. Marcelo Lorenzana visita el Guairá.
CAPÍTULO XVIII.– De las cosas que pasaban entre los indios guaicurúes.
ACAPÍTULO XIX.– De la procuración del Padre Juan Viana.
CAPÍTULO XX.– De los Colegios y residencias que había en las ciudades de españoles.
CAPÍTULO XXI.– Muerte del P. Diego González Holguín.
CAPÍTULO XXII.– Establece la Compañía dos residencias en el valle de Calchaqui.
CAPÍTULO XXIII.– Costumbres de los calchaquies.
CAPÍTULO XXIV.– El P. Roque González explora por vez primera la región superior del Paraná.
CAPÍTULO XXV. – Recorre el P. González la parte inferior del Paraná.
CAPÍTULO XXVI.– Expedición que se hizo al país de los tucutíes en el Guairá.

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HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

 TOMO SEGUNDO 

 

LIBRO QUINTO

 

CAPÍTULO PRIMERO

COMIENZA EL P. PEDRO DE OÑATE Á GOBERNAR LA PROVINCIA DEL PARAGUAY.

 

Este religioso, ya célebre por las obras de Teología que publicó en Roma, después que fué secretario del Provincial en el Perú y se dedicó á doctrinar los indios, como también á la enseñanza de los novicios en Lima, cuando fué nombrado para suceder al P. Diego de Torres tomó algunos jóvenes del Colegio de San Martín, en la ciudad mencionada, y con ellos y el P. Domingo González navegó con rumbo á Chile, donde llegó felizmente en Febrero del año 1615. Desde allí se dirigió á Córdoba, y cumpliendo con su oficio, investigó si algunas corruptelas se habían introducido en la provincia, y halló que á varios jóvenes de claro entendimiento, quitándoles la esperanza de alcanzar los primeros puestos de la Compañía, los tenían ocupados en la evangelización de los indios sin cursar antes las ciencias; que se omitía el tercer año de aprobación en la mayor parte de los casos; que en los Colegios no se llevaba cuenta de los ingresos y los gastos y que todos ellos consideraban sus bienes como comunes. Y aunque algunas de estas cosas fueron hechas á sabiendas del Provincial no faltaba quien las exagerase con más celo que prudencia, sin tener en cuenta que es distinto fundar una provincia de reformarla ya establecida. De esta manera pensaba el P. Oñate, quien excusaba la conducta de su predecesor con cuantas razones se le ocurrían, comparando las provincias con los hombres en punto á edades. «Los tiempos de fundación, decía, son cual los años de la infancia, en los que será ocioso buscar formalidad en las costumbres; el mismo San Ignacio permitió ciertas cosas al nacer la Compañía, que luego prohibió. ¿Quién ignora que el sacar los novicios de sus Colegios y encargar la provincia á hombres nuevos, quienes en seguida desempeñaron arduos cargos sin previos estudios, no reconoció otra causa que la escasez de misioneros?» En vista de esto se declaró al P. Torres libre de mala nota; al contrario, recibió alabanzas por haber propagado la Compañía con prontitud y éxito notables, en tan inmensa región, y fué nombrado por el P. General rector del Colegio de Córdoba. Entonces se hallaban el P. Juan Romero, en el Colegio de Chile; el P. Luis Valdivia, en las residencias de Arauco y Chiloé; el P. Juan Darío, con los jesuitas de Estero; el P. Luis Leiva, en el puerto de Buenos Aires; el P. Marcelo Lorenzana, en el Colegio de la Asunción; el P. Cataldino, ocupado en el Guairá; el P. Pedro Romero, entre los guaicurúes; el P. Roque González, gobernando el nuevo pueblo de San Ignacio. A todos animó el Provincial para que cumpliesen con sus deberes, poniéndoles como ejemplares los primeros misioneros que predicaron la fe católica en la América austral y haciéndoles considerar que aún había materia abundante en qué ejercitarse los varones apostólicos, pues si bien era verdad que la Compañía residía en países dilatados, no los tenía explorados completamente, y luchando con la fortaleza de los religiosos anteriores se reducirían á nuestras creencias innumerables indios; les exhortó á que preparasen sus almas con el ejercicio de las virtudes, sin lo cual nada se conseguiría; además, les suplicó que no cambiasen la felicidad de los principios en éxito funesto por efecto de la pereza. Pero á decir la verdad, poca falta hacía aguijonear la voluntad de los Padres, ya de suyo inclinados á las misiones.

 

CAPÍTULO II

TRÁTASE DE SI CONVIENE QUE LA COMPAÑÍA ESTABLEZCA RESIDENCIAS ENTRE LOS INDIOS.

 

Mucho se disputaba acerca del mejor modo de instruir á los indios; sobre todo si procedería que dos ó tres jesuitas solamente, y separados por largas distancias de los Colegios, viviesen á estilo de párrocos en las tribus indígenas. Los que se oponían á esto no tomaban en consideración el peligro de la vida ni el tedio y penas de la soledad y otras molestias propias de trabajos apostólicos; decían que en las grandes casas el ejemplo de unos era acicate para otros; el rector y los síndicos, con penas suaves, reprimían la inclinación de las voluntades á una vida más libre que la permitida; que si el espíritu perdía el fervor, lo recobraba inmediatamente con los ejercicios piadosos de costumbre; que los rectores velaban para que los demasiados negocios no absorbieran por completo la atención de los Padres; que fuera de los Colegios había el peligro de que los misioneros, dedicados á viajes y ocupaciones exteriores, viviendo en medio de una atmósfera corrompida y de gente libre y desnuda, cometiesen alguna culpa, en tal caso más se perdería con la caída de pocos que se ganaría con los hechos heróicos de muchos; que los Padres del Perú no quisieron encargarse de doctrinar á los indios, aunque por esto se resintió el virrey, porque se imaginaban ser incompatible tal ocupación con las reglas de nuestro instituto; añádanse á lo expuesto las vejaciones sufridas por la defensa de los indios confiados á nuestra dirección, y las que de nuevo padeceríamos, y parecerá, en vista de tales razones, que sería lo mejor hacer excursiones desde los Colegios sin residir los misioneros definitivamente entre los gentiles. Los que opinaban lo contrario, afirmaban que les favorecía la experiencia de bastantes años; que enviar á las misiones solamente hombres adiestrados á la guerra espiritual, parecía temer demasiado los riesgos; que si se recelaba la pérdida del fervor y la vuelta á los antiguos hábitos, nada se oponía á que los religiosos fueran de cuando en cuando á los Colegios y allí reparasen las cansadas fuerzas de su alma y se encendiesen con los ejercicios espirituales; que siempre fué costumbre de los Superiores cuidar con preferencia de quienes, dejando su patria, padres y otros alicientes mundanos, se condenaban á destierro voluntario entre bárbaros antropófagos sin intento hallar recreos humanos; si alguno caía, no por eso la Compañía quedaría manchada, y Judas era buen ejemplo, pues su traición á ninguno dañó de sus compañeros. Por otra parte, constaba que las expediciones hechas desde los Colegios eran útiles para los pueblos que tenían sacerdotes; mas no á los que carecían de éstos, á causa de que recibían los indios sin dificultad el Bautismo, pero conservaban poco tiempo las costumbres cristianas, á menos que los sacerdotes con frecuentes pláticas les fortalecieran la voluntad; que los demás Sacramentos y la palabra divina eran el alimento que sustentaba el alma de los neófitos, sin el cual perecerían. Estas razones movieron al Papa San Pío V á decretar que se tuviera moderación en bautizar gentiles donde no hubiera sacerdotes que los siguieran doctrinando. Los Padres jesuitas del Perú, obrando con prudencia, se disculparon de regir las parroquias de indios á causa de contarse bastantes presbíteros seculares en aquel reino, juzgando que la Compañía solamente debía atender á los países desprovistos de todo auxilio espiritual. Además, el temor de litigios y persecuciones no debía inducir á retroceder ni á ser perezosos y cobardes, pues siempre los generosos propagadores del Evangelio estuvieron sujetos á tales contradicciones, en medio de las cuales creció la Compañía, mereciendo alabanzas por su paciencia, y más teniendo en cuenta que el rey y su Consejo de Indias, movidos por el celo de aumentar la gloria de Dios, se hallaban dispuestos á defendernos contra las calumnias de los maldicientes. En lo referente á otros peligros, convenía recordar que desde los tiempos de San Ignacio fueron enviados á distintas regiones dos misioneros, y aun uno solo en ocasiones, y considerar que empresas tan grandes no se llevarían á cabo midiendo antes con rigor escrupuloso los riesgos consiguientes. Peor era la situación de los jesuitas en Inglaterra, Escocia y Holanda, naciones donde, viviendo entre herejes, se veían precisados á vestir de seglares y morar en casas particulares, y, sin embargo de no haber Colegios ni residencias cercanas, eran enviados por los Generales de nuestra Orden. San Francisco Javier, con pocos compañeros, predicó en todo el Oriente; el P. José Anchieta fundó en el Brasil muchos establecimientos, con dos ó tres religiosos cada uno; lo mismo hizo el P. Oviedo en Africa. ¿Quién se negaría á seguir las huellas de varones tan esclarecidos? Finalmente, decían que el P. Claudio Aquaviva conocía bien la condición de la provincia y sabia que no había allí Ciudades de españoles capaces para crear en ellas grandes Colegios, y, sin embargo, acordó fundarla por no dejar abandonada tan extensa región, antes bien, con ánimo de trabajar en su evangelización por medios extraordinarios. De esta opinión participaba el P. Torres quien gustaba de tales residencias, y solía decir que las virtudes de los jesuitas establecidos entre los indios eran comparables a las de varones muy santos, y que tales Padres acreditaban la Compañía más que los residentes en los Colegios. Así, pues, se acordó que los misioneros residiesen en países de gentiles y neófitos, como hasta entonces se acostumbraba.

 

CAPÍTULO III

DESCRIPCIÓN DE LA PROVINCIA DEL PARANÁ.

 

Trabajaba el P. Roque González, esclarecido por sus gloriosos hechos, en la evangelización de los indios que vivían en la región del Paraná, y para mejor conseguirlo procuró establecerlos en una población. Mas antes de referir lo que hizo nos parece conveniente hablar algo del mencionado país. El río Paraná tiene de curso quinientas leguas antes de que desemboque en el Océano por una inmensa boca, cuya anchura no es menor de ochenta. Con razón se le ha dado el nombre que lleva, pues tiene la grandeza y majestad del mar. Por esto no opino lo mismo que el P. Acosta y otros, quienes afirman ser el río Marañón el mayor de América, una vez que, según confiesa el P. Acosta, cuando entra en el Atlántico dicho río, su álveo mide solamente treinta leguas. Las aguas del Paraná, por cierta virtud misteriosa, cambian los leños en piedras cual acontece con las del río Selo en Italia; es frecuente ver maderos sumergidos convertidos en peñas; una de éstas, que parecía enteramente columna labrada por el hombre, la tenía en el patio de su casa D. Hernando Arias, gobernador del Paraguay. En el Paraná se crían peces de tamaños colosales; el P. Ruiz, cerca del Guairá, vió algunos tan grandes como un buey. Es curioso ver los lobos marinos, que nadan en rebaños y sacan la cabeza cuando oyen silbar, para esconderla nuevamente. El capibara, animal anfibio parecido al cerdo, abunda mucho; su pesca es distracción muy agradable á los navegantes. En las márgenes, ya cubiertas de bosques, ya rasas, hay fieras y multitud de aves, especialmente perdices y loros que vuelan en bandadas; de éstos se cría una variedad notable, cuyos individuos, tres veces mayores que los de Asia, ostentan en el plumaje colores vistosos, y fueron antes venerados por los indígenas cual dioses. Hay también osos llamados hormigueros, por mantenerse de hormigas; tienen la cabeza alargada, y el hocico parecido al del cerdo, si bien doble de largo y más puntiagudo; sacan la lengua cual de una vaina, y metiéndola en los hormigueros, quedan adheridas á ella las hormigas. Algunas de éstas son de cuerpo muy grande, y las comen, tanto españoles como indios, tostadas al fuego, reputándolas por manjar delicioso. Ninguna población de importancia se levantaba á orillas del Paraná; los habitantes vivían esparcidos por el campo y en pequeñas aldeas. Constituían varias naciones uniformes (excepto la de los guaraníes) en las costumbres y carácter indolente, extrañas entre sí por la diversidad de idiomas que hablaban. Usaban con frecuencia un raro alimento, y era tierra de cierta clase, cocida y rociada con grasa de pescados. Desde doscientas leguas antes del mar es denominado el Paraná río de la Plata. El origen de este nombre es obscuro: dicen unos que es debido á la que recogió Gaboto en su expedición á la parte meridional de América; otros á las conchas plateadas con que se adornaban los indígenas, y no falta quien afirme que desaguan en el Paraná muchos ríos nacidos en el Perú, donde se extrae la plata, suelen arrastrar pedazos de escoria, tanto que, según cálculos, el Pilcomayo y el Tarapay, desde que se empezó á explotar el Potosí hasta el año 1611, habían acarreado mineral por valor de cuarenta millones; el mercurio que llevan dichos ríos, procede del empleado en labrar la plata, y es tanto, que envenena sus aguas por largo trecho y no crían peces. Lo cierto es que antes de conocer los españoles el monte Potosí, ya el río de la Plata llevaba este nombre. El Paraná, desde que deja de llamarse río de la Plata hasta su unión con el Paraguay, es navegable para las más grandes embarcaciones, y cuenta en sus márgenes tres ciudades que mantienen nuestra dominación sobre los indios. En su curso superior baña el Guairá y otras tierras en parte sometidas á España. Los habitantes de la región situada entre el Guairá y el río de la Plata, la cual está frente al Paraguay y tiene cien leguas de longitud, gozaban de independencia, prefiriendo consumirse en la guerra á soportar el yugo de los extraños. De nada aprovecharon las expediciones enviadas por el gobernador D. Hernando Arias, compuestas de muchos y escogidos soldados. El pueblo de San Juan, fundado en la confluencia del Paraná y Paraguay, sufría sus continuos insultos, y los neófitos de San Ignacio vivían en un continuo sobresalto. Los viajeros que iban del Tucumán al Paraguay tenían que caminar con escolta, pues los indios del Paraná se dedicaban al robo y la matanza. Quienes mayor crueldad mostraban eran los apóstatas, exacerbados con los gravámenes que habían sufrido; excitaban sin descanso á sus compatriotas para que odiaran á sus amos. A causa de todo esto los temían, no ya los españoles, mas también los indios convertidos al cristianismo. Hasta que el P. Roque González, por mandado del Padre Lorenzana, residió entre ellos por espacio de dos años, ningún sacerdote penetró en sus términos. Dudóse á quién atribuir la gloria de tal empresa, pues si bien es verdad que el P. González predicó por vez primera á los del Paraná, el P. Lorenzana había preparado el terreno con la fundación de un pueblo á quince leguas del río, y además de tratar con ellos, administró á bastantes el Bautismo. Yo por ninguno me decido ni quito al otro la palma, aunque declaro que el P. González hizo mucho con la constancia en el trabajo, la grandeza de ánimo, el desprecio de los peligros y su pericia en el trato de los gentiles.

 

CAPÍTULO IV

EL P. ROQUE GONZÁLEZ PREDICA EN LA PARTE INFERIOR DEL PARANÁ.

 

Encargado del pueblo de San Ignacio el Padre González por disposición del P. Lorenzana, hizo cuanto pudo para quebrantar la contumacia de los indios; de algunos se hizo amigo con varios regalos y les administró el Bautismo: esto le inspiró buenas esperanzas. Así, llevando consigo una cruz y una imagen de la Virgen, conocida con el título de Conquistadora de los paganos, y pocos neófitos, se puso en camino á principios de año. Viajó por un terreno escabroso y casi intransitable hasta que se embarcó en una canoa para ir á la laguna de Apupe, denominada de Santa Ana por los conquistadores del Paraguay. Cerca de ella vivían numerosos gentiles, á quienes convirtió de tal manera, que solicitaron les designase dónde habían de fundar un pueblo. Pero como antes les habían predicado los franciscanos, deseoso de evitar cuestiones se dirigió á la ciudad española, situada entre el Paraná y el Paraguay. Allí convino con el Guardián de San Francisco, que si dentro de seis meses no enviaba misioneros el Provincial de éste, la Compañía estaba autorizada para reducir los ribereños del lago Apupe y edificar un templo. Dicho lago era considerado por el P. González como la llave del Paraná, y caso que no fueran bien las cosas, pensaba hacer del nuevo pueblo su refugio. Después salió del puerto de San Juan con ánimo de explorar la voluntad de los indios del Paraná y ver el sitio más á propósito para la construcción de un pueblo; en vano le representaron los españoles el grave peligro á que se exponía. Navegó por el río Paraná, y recorriendo las riberas de sus afluentes halló infinidad de gentiles, quienes cansados de continuas guerras y abrumados con mil calamidades, parecían dispuestos á convertirse al cristianismo si la Compañía fundaba una población. Cuando hubo subido por el Paraná cuarenta leguas, le salieron al encuentro, en un sitio estrecho formado por dos islas, muchos bárbaros, con el cuerpo pintado para inspirar temor, armados de macanas y saetas; estaban conjurados contra él y pensaban quitarle la vida; el jefe habló de esta manera al P. González: ¿Cómo eres tan audaz que te atreves á penetrar sin armas ni soldados donde jamás han podido entrar los ejércitos españoles? Ningún europeo ha pisado nuestra tierra que no haya recibido la muerte. ¿Qué premio esperas de tu arrojo? Si pretendes anunciar un nuevo Dios, te advierto que me injurias, pues yo solo soy señor de cuanto ves. Habiendo dicho estas palabras la multitud dió gritos feroces. Mas el P. González, con admirable firmeza, implorando antes la protección de la Virgen de la Purificación, cuya fiesta caía en aquel día, empezó con prudentes razones á negar la imaginaria divinidad que decía tener el jefe indio, demostró que no hay sino un Creador y Señor del universo, y prosiguiendo sin temor añadió: No soy tan cobarde que piense retroceder un paso; quien desea padecer el martirio por Cristo desprecia las macanas, saetas y otros instrumentos mortíferos; sabed que si viniera con intento de haceros daño, hubiese traído armas y soldados; pero vine solamente para predicamos la palabra de Dios, y espero, sin que me llaméis temerario, que os reduciré á una población y derramaré sobre vosotros las saludables aguas del Bautismo. Luego, con rostro sereno, añadió muchas cosas en defensa de la fe católica, con tan grande elocuencia que muchos indios, depuesta su natural ferocidad, solicitaron el Bautismo, y los restantes consintieron en dar paso al misionero. Salido éste del peligro que había corrido y acrecentada su comitiva, se embarcó y notó que la barca iba más de prisa que nunca: ignoraba la causa; pero cuando llegó al primer pueblo de indios supo que un niño recién bautizado acababa de espirar, yendo su alma á los cielos, donde oraría por sus conciudadanos. En otra aldea tuvo igual fortuna que el anterior otro párvulo. Poco antes de esto mostró su caridad cierto neófito que viajaba con el P. González, pues se despojó del vestido para ponérselo al cadáver de un indio á fin de que no lo enterraran desnudo. Los gentiles se oponían por doquiera á recibir el Bautismo y la civilización, profiriendo amenazas contra el religioso si no retrocedía; éste subió por el río cincuenta leguas y llegó á un sitio alto llamado Itapúa. Allí moraban cuatro caciques con buena suma de clientes, quienes al principio opusieron alguna resistencia, pero muy luego se ablandaron y prometieron fundar una población si los jesuitas se establecían entre ellos. Erigió el P. González con solemne pompa una cruz de gran tamaño, y á marchas forzadas fué á la Asunción para tratar con el gobernador y con el P. Lorenzana, rector del Colegio, de enviar al Paraná misioneros que ocupasen el país en nombre da Cristo y del rey Católico. Apenas se había ausentado el Padre González cuando los indios de la parte superior del Paraná, incitados por un apóstata, declararon la guerra á los caciques de Itapúa con motivo de haber hospedado á dicho Padre, y á la fuerza pretendieron derribar la cruz; cosa que hubieran hecho á no oponerse los itapuanos, quienes puestos alrededor de ella, aunque pocos en número, pelearon con tal suerte y valor que, sin morir ninguno, pusieron en fuga á los agresores. De esta manera probaron la verdad de su fe y se animaron mutuamente, acordando cumplir lo prometido al P. González. Entre tanto, éste narró en la Asunción los peligros que había corrido, la muchedumbre de idólatras que poblaban el Paraná, la esperanza que abrigaba de reducirlos, la conveniencia de esto para penetrar en el Uruguay y la inmensidad de selvas y campos que había atravesado. Muchos ponderaban el celo de la Compañía que enviaba sus hijos á tan graves empresas. Las autoridades decían que era necesario continuar las misiones, y se admiraban de que un hombre solo recorriera países nunca hollados ni aun por ejércitos durante un siglo.

 

CAPÍTULO V

FUNDACIÓN DEL PUEBLO DE ITAPÚA POR EL P. ROQUE GONZÁLEZ.

 

Habiendo muerto D. Diego Marín Negrón, gobernador del Río de la Plata y del Paraguay, excelente protector de la religión cristiana y de la Compañía de Jesús, le sucedió interinamente D. Francisco González de Santa Cruz, hermano del P. Roque González, y deseando aumentar el lustre de su familia, pensó en dominar la provincia del Paraná, donde nunca habían penetrado las armas de España; conferenció con su hermano, y de acuerdo con el rector Lorenzana, dió autorización á la Sociedad para crear cuatro pueblos en las inmediaciones del Paraná y del Uruguay, fundar en ellos iglesias y establecer funcionarios civiles; el P. González fué encargado de misión tan honrosa. Recibió éste del P. Lorenzana los vasos sagrados que le serían necesarios, como también las herramientas indispensables para la construcción de nuevas poblaciones. Partió llevando todo esto por el mismo camino de antes y expuesto á iguales insultos; la víspera de la Encarnación llegó á Itapúa, lugar que dista por igual sesenta leguas de la desembocadura del Paraguay y de los confines del Guairá; su puerto es una laguna que desagua en el río. En los alrededores se contaban los indios suficientes para llenar un buen pueblo. Cuando entró en ltapúa el P. González, los caciques que defendieron la cruz le dieron una casa hecha con paja y lodo, al estilo del país; parte de ella se dedicó á iglesia. Comenzó el P. Roque á enviar emisarios por las cercanías y á recorrerlas personalmente, logrando que mucha gente viniese á morar en Itapúa. Al terminar el año, dos religiosos que volvían de una misión á los guarambarés, se le juntaron para ayudarle en sus tareas: uno de ellos, el P. Juan Salas, quedó en San Ignacio como coadjutor del P. Francisco del Valle, que allí ejercía la cura de almas; otro, el P. Diego Boroa, fué á Itapúa, en cuya población hacía que estaba solo el Padre González cuatro meses. Alegres estos dos misioneros viéndose juntos, designaron área para el nuevo lugar; construyeron un templo capaz para los habitantes, y también casas destinadas á los indios, haciéndose obedecer siempre más con el ejemplo que con las palabras, pues llevaban sobre sus hombros lodo y paja, partían maderos, y hacían de albañiles; mientras tanto vivían con pobreza tal, que su alimento se reducía á cardillos insípidos y agrestes y harina de madera; otras veces comían yerbas silvestres, alimento favorito de los papagayos, por cuya razón les daban este nombre los indios. Acabado el templo, fué colocada en él, con pompa solemne y danzas de los bárbaros, la imagen que con el nombre de Conquistadora llevaba consigo el P. González. Merece consignarse que tan luego como se celebró el santo sacrificio de la Misa, los demonios, antes molestísimos, cesaron de aterrar á los itapuanos con espectros. Los mismos espíritus infernales hicieron divulgar la especie de que los Padres no eran sacerdotes, sino que habían tomado el vestido de tales para someter los indios á una religión extraña y al yugo español, por lo cual muchos aborrecían á los misioneros; poco á poco se fueron disipando tamañas tonterías. No queriendo ser difuso en narrar las insolencias de los indios, el odio de los hechiceros, el temor que se tenía de los pueblos vecinos y los estragos de la peste, diré que ninguna calamidad faltó á los religiosos, de manera que parece cosa de milagro el haberse mantenido constantes en medio de tantas adversidades. Más de seis mil hombres recibieron el Bautismo. En San Ignacio los Padres trabajan sin descanso; pero las conversiones, no eran tan frecuentes cual en otras partes; solamente bautizaban cada año unas doscientas personas.

 

CAPÍTULO VI

EL P. ROQUE GONZÁLEZ CONCEDE Á LOS FRANCISCANOS EL PUEBLO DE SANTA ANA,

QUE ANTES HABÍA FUNDADO.

 

Ordenados algún tanto los asuntos de Itapúa, quedó allí el P. Diego Boroa, y el P. Roque González se dirigió en el mes de Agosto á la laguna de Apupe, llamada también de Santa Ana, donde había muchos indios que todavía estaban sin bautizar. Distaba treinta leguas siguiendo el curso del río, las orillas del cual habitaban hombres feroces sobre toda ponderación; el P. González pasó por medio de ellos con más audacia que seguridad, predicando el Evangelio cuando lo creía conveniente; llegó sin novedad al término de su viaje. Los apupeños lo recibieron de buen talante, pues se hallaban convencidos de que nadie como la Compañía podría librarlos de toda clase de vejaciones. Habiendo transcurrido ocho meses sin que fuese ningún sacerdote franciscano, los indios edificaron un templo provisional y una casa para el P. González, reunieron la multitud que andaba dispersa, sembraron algunas tierras en comunidad y trabajaron en todo con tal actividad, que antes de cuatro meses se contaban en el nuevo pueblo seiscientas personas. Después de esto, el P. González partió á la Asunción en el mes de Noviembre á fin de conferenciar con D. Hernando Arias reelegido gobernador del Paraguay, sobre los negocios del Paraná. Poco tiempo hacía que la hermana del gobernador había contraído matrimonio con el hermano del P. González, lo cual, unido al afecto que ya el primero profesaba á la Sociedad, fué causa de que éste consiguiera fácilmente cuanto deseaba. Don Hernando Arias mostró vivos deseos de ir al Paraná. Procuró disuadirle de semejante pensamiento el P. González diciéndole que los bárbaros no estaban suficientemente preparados, que la precipitación perdía muchas buenas causas y que el nombre español, á consecuencia de las pasadas guerras, era aborrecido por los habitantes del Paraná; añadió que éstos sospecharían mal de los misioneros si en seguida llevaban europeos; que todo se reducía á tener paciencia, pues las cosas se arreglarían con el tiempo y sin peligro, pudiendo, entre tanto, ayudar con su autoridad al bien del Estado y al de la religión. Ningún caso hizo D. Hernando Arias de tales advertencias, pues juzgando que sería glorioso para él penetrar en el Paraná antes que nadie, envió delante al P. González para preparar los ánimos, y él se encaminó con cincuenta soldados. Llegado al río fué recibido en una barca por el P. González, y juntos lo atravesaron. Había el P. Boroa elevado una cruz grande en el pueblo de itapúa; tan luego como la vieron los españoles manifestaron su alegría con el estruendo de los arcabuces, adorando militarmente el signo de la redención que se alzaba donde tanto tiempo habían reinado los enemigos de España y de Cristo. Entró el gobernador en el pueblo, visitó la iglesia, que estaba adornada, y dirigió á sus compañeros estas palabras: Todos arrodillados demos gracias al Señor, pues merced al poder de la cruz pisamos hoy este paraje, que en muchos años no han podido conquistar ni la espada ni el valor de los españoles. Después felicitó á los PP. González y Boroa por el feliz resultado de sus misiones, prometiendo darles cartas de recomendación en favor de la Compañía para el rey Católico; encomendó los cargos concejiles á los indios más principales, y exhortó á todos que fuesen obedientes y respetuosos con los sacerdotes, á quienes para dar ejemplo besó la mano inclinándose. Llegó á su noticia que los indios de la otra parte del río estaban inquietos y que habían mostrado en alguna ocasión cierta prevención contra él, pues les molestaba su presencia, y así, el mismo día que llegó, salió, disfrazando tan precipitado regreso con el título de necesidad, siendo así que era motivado por el miedo. Mientras navegaba salieron al encuentro en el río cerca de trescientos indios armados de saetas y macanas, y le hubiesen acometido si el P. González no interpusiera su autoridad é influencia. Iban mandados por Tabaca, quien rogándole D. Hernando Arias que recibiese el bastón de mando en nombre del rey Católico para ser reconocido como jefe del Paraná, respondió soberbiamente que hasta entonces había ejercido el poder sin necesidad de bastón, y sin él lo ejercería en adelante. En lo cual vieron los españoles cuánto mayor era el poder de la cruz y los sacerdotes que el de los ejércitos. Poco después llegaron los nuestros á la laguna de Apupe. Allí el gobernador alabó la actividad y celo del P. González, pues en breve tiempo había construído un templo y un pueblo, y además reducido los indios del país, gente fiera. Entre tanto, llegaron los frailes franciscanos, y apoyados por D. Hernando Arias solicitaron que los habitantes ribereños de Apupe estuvieran bajo su dirección, pues años antes les predicaron el Evangelio; añadían que los establecidos en la nueva población serían trasladados á cierta aldea que cerca tenían y apenas contaba moradores. Pareció bien al P. González acceder sin controversia á tal petición, mucho más cuando no faltaban á los jesuitas tribus bárbaras en qué continuar trabajando, y ya se hallaban establecidos en medio del Paraná; dió, en efecto, á los franciscanos la jurisdicción sobre seiscientas personas que había reunido. De este modo la provincia del Paraná, siempre rebelde y feroz, fué domeñada; en lugar oportuno contaré los medios de que se valieron los religiosos para llegar á tal resultado. Mas como los pueblos del Paraná y del Guairá, con otros de regiones destinadas á ser recorridas por los jesuitas, son de la nación guaraní, hablaré de las costumbres de ésta.

 

CAPÍTULO VII

COSTUMBRES DE LOS GUARANÍES.

 

El país que se halla situado entre los ríos Marañón y Paraná, distantes entre sí más de mil leguas, está casi en el centro de la América meridional. En dicha región habitan los guaraníes, quienes pueblan además la tierra que se extiende desde el Paraguay y el Paraná hasta el virreinato del Perú. Sin embargo, es muy frecuente hallar en dicho país naciones que por su lengua y costumbres difieren de los guaraníes, á las cuales éstos orgullosamente llaman esclavas suyas. Con ellas mantienen de continuo guerra cruenta. Engordan cuidadosamente los prisioneros de guerra para luego devorarlos, y en tales banquetes, á fin de conmemorar sus hechos belicosos, toman un nombre nuevo. Habitan en pequeñas aldeas, donde mandan los caciques insignes por su nobleza hereditaria ó por su elocuencia popular. Cuando sobreviene la lucha, eligen un jefe que tenga fama de esforzado. Ignoran completamente en las peleas poner en las primeras filas los más esforzados, guardar el orden en ellas, buscar las ocasiones oportunas, elegir el día y lugar convenientes, aprovecharse del momento crítico y procurarse víveres. Con frecuencia dan una batalla inesperada, movidos de la cólera; mas si el primer ímpetu les falta, pronto se acobardan. En sus combates usan macanas y saetas; antes de ellos pintan sus desnudos cuerpos con negros colores. No conocen edificios de piedra ni cubiertos de tejas; construyen sus casas de una materia compuesta de lodo y paja: son redondas ó alargadas, y de tal magnitud, que á veces una sola constituye una aldea. En cuanto al matrimonio, gozan de completa libertad: cada cual toma en concepto de esposas ó de concubinas cuantas mujeres puede conseguir y mantener. Los caciques se juzgan con derecho á las más distinguidas doncellas del pueblo, las que ceden con frecuencia á sus huéspedes ó clientes. Es tan grande su lascivia, que abusan en ocasiones de sus mismas nueras. Para ninguno es afrentoso repudiar sus mujeres ó ser repudiado por éstas. Consideran cosa ilícita el cerrar la puerta á persona alguna. Los huéspedes son recibidos al principio con llanto y prolijas alabanzas, que luego se truecan en convites y alegría. Cubren sus partes vergonzosas con un vestido corto tejido de plumas ó adornado con conchitas, y en lo demás van desnudos. Siembran el trigo que llamamos de Turquía, calabazas, habas y varias plantas útiles por su raíz. Devoran casi cruda la carne de los animales que cazan. Siempre que alguno muere, y especialmente cuando es noble, los gritos de las mujeres resuenan en todas partes, despidiendo á intervalos horribles alaridos; se arrojan de sitios elevados, mesan sus cabellos, hieren su frente, abrazan el cadáver, le hablan, abren sus manos, ponen al lado grandes ollas, y juzgando que las almas descienden á la tumba juntamente con los cuerpos, cubren la boca de éstos con vasijas cóncavas, no sea que aquéllas se ahoguen, como si esto lo hubieran aprendido de los antiguos, quienes deseaban á sus difuntos que la tierra les fuese ligera. A ningún dios adoran, sino que están entregados á las supersticiones y locuras de los hechiceros. El arte de la adivinación es tan varia como los países que los guaraníes habitan; sin embargo, todos éstos convienen en reverenciar sobremanera los magos distinguidos por su trato familiar con los demonios. Los que pretenden ser expertos en el arte mágica se han de macerar con severísimos ayunos y otras penitencias, para lo cual huyen á sitios solitarios, donde permanecen desnudos y sin lavarse; nada comen sino pimienta y cierta especie de trigo turco; no peinan sus enmarañados cabellos, ni cortan sus largas y deformes uñas; hacen alarde de otras cosas sucias y mortifican su cuerpo, hasta que ya, por efecto del prolongado ayuno, faltos de fuerzas y aun de sentido, se les aparece el demonio que han invocado. Su profesión consiste en causar enfermedades á sus enemigos, arrojándoles partículas imperceptibles de huesos, cabellos y carbones, las cuales, una vez que se fijan en los miembros, producen primeramente la demacración, y por último la muerte, á no ser que quien produjo la enfermedad la quite de las partes doloridas. Otro género de magos hay que se jactan, á causa de su familiaridad con los demonios, de poder revelar á quienes se las preguntan cosas lejanas y ocultas. En algunas regiones la mujer que intenta darse á la magia es preciso que guarde castidad; si llega á ser madre, pierde la veneración que la profesan. Jamás se presenta el diablo á sus magos sin horroroso estrépito. Hay también adivinos que se juzgan médicos, los cuales hablan mucho, fingen más y nunca hacen cosa de provecho. Chupan el cuerpo de los pacientes como si de este modo extrajeran el virus maléfico, y luego simulan arrojar algo nauseabundo de la boca. Los guaraníes son gente dada á los sueños y augurios hasta la exageración. Creen que tocando un buho se vuelven perezosos, á causa de que tal ave vuela poco y no fabrica nidos en el Paraguay. Si una mujer come espigas dobles de mijo, dicen que parirá gemelos. Singulares son las medidas que adoptan cuando por vez primera tiene la menstruación una doncella: la entregan á una mujer robusta, que la prueba de varias maneras; la obliga á privarse de comer carne hasta que los cabellos rapados le lleguen á las orejas; le es prohibido mirar á los hombres; si por casualidad ve loros, imaginan que en lo sucesivo será habladora; ha de barrer la casa, ir por agua á paso acelerado sin separarse de la senda, machacar el trigo con la mano del mortero, no puede descansar un momento, y, en una palabra, se la obliga á cumplir los cargos propios de una madre de familia, lo cual reputaba el P. Juan Rho como una de las varias virtudes de esta gente; afirman que tal será en lo sucesivo la conducta de la muchacha, cual fué en el tiempo de su primer período mensil. Las mujeres preñadas se abstienen de casi todas las cosas. A fin de que la prole no nazca con la nariz hinchada, no prueban carne de ave; si comen aves flacas, temen que la descendencia sea enana; no se alimentan de aquellos animales cuyas cualidades fantasean que han de ser perjudiciales. Mientras están en gestación las mujeres, observan lo siguiente sus maridos: no se entregan á la caza de fieras; no hacen saetas, macanas ni instrumento alguno que se lleve en la mano; después del parto se abstienen de carnes por espacio de quince días; tienen aflojado el arco; no ponen lazos á las aves, y permanecen en casa echados y ayunando hasta que al recién nacido se le desprende el cordón umbilical; si contravinieran en algo á esto, creen que no dejarían de sobrevenirles graves males. Cuando enferma un niño de pocos días, los parientes de ambos sexos se privan de aquellos alimentos que á su parecer perjudicarían al infante si los comieran. A sus hijos ponen nombres acomodados á las buenas ó malas cualidades que tienen: si es demasiado moreno, le llaman cuervo, y rana cuando llora con demasiada vehemencia. Omito, á fin de no cansar, otros mil casos parecidos. A pesar de las muchas necedades que van expuestas y de tal barbarie, no hay en América nación alguna que tenga aptitud tan grande para instruirse en la fe cristiana, y aun aprender las artes mecánicas y llegar á cierto grado de cultura.

 

CAPÍTULO VIII

DE VARIAS COSAS QUE SUCEDIERON EN EL GUAIRÁ.

 

Mucho era el fruto que de sus trabajos recogían los misioneros en el Guairá librando de supersticiones y enseñando la verdad á numerosos indios. El P. José Cataldino se atrevió más de una vez á seguir las huellas de los que cautivaban á éstos, y amenazándoles no menos con la cólera del cielo que con los castigos de los magistrados, consiguió rescatar bastantes prisioneros. Además, hicieron los religiosos que muchos gentiles establecieran su residencia en los pueblos de San Ignacio y Loreto. De cuánto trabajaron puede formarse idea teniendo en cuenta que en menos de un año, cuando en dichas poblaciones se cebó la peste, administraron los Sacramentos á seiscientas personas que murieron. No disminuyó á causa de la epidemia el número de habitantes, pues vinieron á ocupar el número de los difuntos mil cuatrocientos diez y siete indios sacados de sus bosques para ser como catecúmenos instruídos en la fe. Fueron muy luego bautizados ochocientos ochenta de ellos, y autorizáronse nuevecientos diez y siete matrimonios. Narraré ciertos hechos interesantes. Estando sumido en profunda meditación, el P. Ruiz oyó una voz que le mandaba uniese en matrimonio á cierto indio; acabada la oración, se presentó ante él un cacique que vivía en concubinato y manifestó cómo la noche anterior había tenido un aviso celestial para que se casara cristianamente. Aún es más admirable esto. Hallábase una mujer gravemente enferma y se le apareció la Virgen cubierta de preciosas vestiduras y con la cabellera resplandeciente como el sol, diciendo: «No temas, hija mía, porque te vengo á ver: has de saber que todos los sábados estoy presente en el templo de este pueblo;» apenas hubo acabado estas palabras desapareció. Afirmó la misma india que había visto otras veces á la Virgen alrededor de nuestra casa, favor digno de memoria por ser de tan alta Señora. Los misioneros pusieron tanto empeño en desterrar los vicios, y lo llegaron á conseguir de tal manera, que durante un año solamente se embriagó un hombre, quien en castigo de su pecado fué azotado por los neófitos y después reducido á prisión. Se mostraron también acérrimos enemigos de que se vendieran las hijas del país, las que solían comprar los europeos. En cierta ocasión pretendía un español comprar una doncella y prometía tener oculto el contrato á los jesuitas; mas el padre de ella, que era neófito, respondió: «¿Podrás hacer que también lo ignore Dios?» Dos neófitos construyeron otras tantas canoas en días festivos; sus compatriotas les anunciaron que no llegarían á embarcarse en ellas; la predicción resultó verdadera, pues antes de que las estrenaran se rompieron. Las semillas sembradas en domingo no germinaron, por más que las tierras vecinas estaban cubiertas de plantas. Administróse el Bautismo á un niño moribundo y recobró la salud; otro, que se hallaba como muerto, resucitó, ó cuando menos se curó, tocándole con reliquias de San Ignacio, por lo cual éste fué honrado con fiestas.

 

CAPÍTULO IX

LO QUE PASABA ENTRE LOS GUAICURÚES.

 

No iban las cosas tan bien en el país de los guaicurúes, pues los indios tenían la convicción de que el Bautismo producía la muerte lo mismo á los niños que á los adultos; error que había nacido de ver que la mayor parte recibían dicho Sacramento estando gravemente enfermos. Quiso Dios, para desvanecer tamaño disparate, que una mujer y varios párvulos en peligro de muerte recobraran la salud después de cristianados. Otro remedio para dicho mal consistió en colocar solemnemente en el templo un cuadro que representaba la Adoración de los Reyes Magos al Niño Dios tenido por su Santa Madre en los brazos. Observóse que á poco tiempo comenzaron los idólatras á tener menos miedo del Bautismo; juzgando piadosamente, hemos de suponer que esto fué efecto de la intercesión de la Reina de los ángeles y de los patronos de los indios. El padre Pedro Romero, excelente maestro de los bárbaros, experimentó la protección de la Virgen: padecía de un cáncer que manaba pus corrompido, y ya las fuerzas le faltaban, siendo inútiles todas las medicinas; él lo sentía mucho por verse privado de ejercer su ministerio, caso de no tener alivio; mas acaeció que se puso en la llaga las hojas de cierta planta hallada por casualidad, y al poco tiempo el cáncer desapareció. Al mismo religioso asaltó la duda de si explicaría rectamente á los indios nuestros dogmas, pues el idioma de aquel país era intrincado y su pronunciación demasiado gutural, y rogaba con frecuencia á Dios que lo sacara de tal perplejidad; sus preces no fueron vanas, pues cuando en cierta ocasión decía Misa, una voz interior le dijo que estuviera tranquilo. Convirtió á una famosa hechicera procedente de los frentones, cautiva de los guaicurúes, la cual, hallándose enferma, se curaba supersticiosamente, como era costumbre allí; el P. Romero le enviaba todos los días un plato, y tanto pudo su constante caridad, que aquella mujer abandonó los magos y sus perniciosas doctrinas para solicitar el Bautismo. Mas cuando iba á recibir éste se amotinaron los bárbaros, rogando que no hicieran los Padres tal bien á una mujer malvada y acostumbrada á dar venenos, pues si luego la enterraban en lugar sagrado se convertiría en tigre y desolaría el pueblo y sus inmediaciones. «Es preciso, decían, llevar su cadáver á sitios lejanos y solitarios, no haga más daño que en vida después de la muerte.» Esto era debido a que a los guaicurúes creían en la transmigración de las almas; afirmaban que las de los perversos iban á cuerpos de animales feroces. El P. Romero refutó creencia tan falsa y mostró claramente cómo el Bautismo tiene tal eficacia que purifica los corazones manchados con toda clase de culpas, los hace agradables á Dios en absoluto y abre las puertas del cielo.

 

CAPÍTULO X

DE LOS ASUNTOS DEL REINO DE CHILE.

 

En la capital de Chile y su jurisdicción la Compañía convirtió algunos guarpos. No menos diligentes se mostraban los Padres que residían en Mendoza; entraron con banderas desplegadas en las tierras de idólatras y lograron insignes victorias contra el demonio. Pero quien soportaba las mayores cargas era el Padre Valdivia, el cual sin cesar animaba á los misioneros que trabajaban en las fronteras de los rebeldes, con su palabra y ejemplos. Gracias á su intervención muchos arancanos, zumbeIes, catarayes y de otras naciones, depusieron las armas é hicieron la paz con el rey de España y no pocos entraron en el seno de la Iglesia. El P. Melchor Vanegas, prefecto de las misiones en Chiloé, visitó por mandato del virrey peruano treinta y cinco islas del Archipiélago á fin de velar por la inmunidad de los indios; careciendo de remeros iba con otro compañero en una piragua á través de un mar proceloso y poniendo á las veces sus manos al remo; confesó á todos los neófitos, y bautizó trescientas ochenta personas con ayuda del otro Padre. Ocho meses invirtió en esta empresa, y pasados navegó al Perú para dar cuenta de su expedición al virrey; antes consoló á los indígenas. Tornó después á las islas y prosiguió en ellas sus apostólicos viajes. Mientras estuvo ausente, los rebeldes de Osorno en el continente y otras tribus enviaron una comisión al gobernador de Chiloé pidiendo un sacerdote cristiano, prometiendo que se acomodarían á las condiciones ofrecidas por el P. Valdivia en nombre del rey de España y abrazarían la fe católica con tal que cesaran las vejaciones de los soldados. Dispuso el gobernador que fuese á Chile Diego de Castañeda, clérigo secular, y éste halló que los insurrectos del interior deseaban á toda costa la paz; en las ruínas de Osorno bautizó quinientos indios, y en otros varios lugares gran número de los mismos. Mas la avaricia de algunos hombres se oponía á lo que era de esperar se alcanzaría; éstos posponían á sus intereses particulares, contra lo ordenado por el monarca y el Consejo de Indias, la salvación de tantos mortales y manchaban la fama del Padre Valdivia con torpes y nefandas acusaciones; pero éste, armado de paciencia, soportó con fortaleza las saetas que con saña le disparaban.

 

CAPÍTULO XI

CUESTIONES QUE SE SUSCITARON CON MOTIVO DE LA FUNDACIÓN

DE UN CONVENTO DE MONJAS EN LA PROVINCIA DEL PARAGUAY.

 

Con ocasión de crearse un Monasterio de religiosas dominicas en Córdoba del Tucumán, nos vimos envueltos en varias cuestiones. Como el asunto se rodeó de tinieblas andando el tiempo, lo expondré claramente. Doña Leonor de Tejeda, matrona tan noble cual rica, tentada por el demonio para que se ahorcase, no podía en manera alguna librarse de tan importuno solicitador, hasta que se encomendó á la protección de Santa Catalina de Sena por consejo del P. Juan Darío, sacerdote de la Compañía; entonces, sintiendo la paz del alma, dedicó todos sus bienes á la fundación de un convento de dominicas é hizo propósito de ingresar en él. Agradó al cielo tal resolución; pero la ejecución del proyecto encontró muchas dificultades, pues aún no había en el Tucumán y el Paraguay otro monasterio á cuya regla se conformara el nuevamente dotado y las monjas del Perú y Chile se negaban á venir á él. Además, en estos reinos ninguno se contaba que perteneciese á la Orden de Santa Catalina de Sena. Insistió, sin embargo, Doña Leonor porque deseaba tomar el hábito, y entonces el P. Diego de Torres, después de consultar el caso con hombres doctos, acordó que las vírgenes antes de recibir el velo de dominica, siguieran el instituto de Santa Teresa con algunas modificaciones, teniendo en cuenta las circunstancias del lugar y ser pocas las religiosas; á falta de monjas antiguas fué nombrada Priora Doña Leonor, mujer prudentísima. Aprobado todo esto por el obispo y hecho el noviciado, muchas doncellas emitieron solemnemente sus votos y también la fundadora, comenzando á dar ejemplos de virtud esclarecida con suma paz y concordia. En esto volvió de Roma, donde había ido á ciertos negocios, Fr. Hernando Mejía, consobrino de Doña Leonor, el cual, hablando con su tía frecuentemente acerca del linaje de ésta, de su profesión religiosa y del estado del nuevo Monasterio, llegó á persuadir á Doña Leonor de que sus votos eran nulos. Alteróse la conciencia de las monjas cuando se enteraron y trataron de arreglar la cuestión; las más tibias pensaban abandonar el convento; Fr. Hernando Mejía, en la idea de que el P. Torres defendería su parecer, usando del prestigio que gozaba, trajo á su partido varios sacerdotes y regulares, los cuales decían, hablando de las faltas cometidas al fundar el convento, que era cosa absurda entregar la regla de Santa Teresa á quienes con el hábito de dominicas querían guardar la de Santa Catalina de Sena, y que eran inválidas las profesiones, por seguir estatutos corrompidos á fuerza de adiciones y supresiones. De donde concluían que ni á Doña Leonor ni sus compañeras se les podía considerar verdaderas religiosas y que estaban autorizadas para casarse abandonando su fantástica religión. Los adversarios del obispo y el P. Torres alegaban que éstos incurrían en las censuras fulminadas contra los begüinos, quienes creaban y suprimían á su antojo Ordenes monásticas. En fin, á tal grado llegó la cuestión, que el fraile dominico y sus secuaces publicaron que defenderían sus tesis en el mismo convento á usanza escolástica. Cuando esto supo el Provincial Pedro de Oñate, reputado entre los mejores escritores de Teología moral del siglo, llevando á mal las contradicciones que sufría el P. Torres, fundador de dos provincias, fué al sitio de la disputa, y después de refutar las objeciones de los contrarios demostró que el hacer voto Doña Leonor de tomar el hábito de Santo Domingo, no se oponía á que entrando en religión siguiera la regla de Santa Teresa, ya que un cambio accidental como éste en nada afecta á la substancia, pues sabido es el adagio vulgar de que «el hábito no hace al monje.» Con mayor razón la adición ó supresión en la regla de algunos artículos no era bastante para crear una Orden nueva, constando que semejantes alteraciones no modificaban esencialmente aquélla; por consiguiente, los que en esto intervinieron de ninguna manera podrían incurrir en las excomuniones lanzadas contra los begüinos en las Decretales clementinas. Es más: aunque se demostrara ser el convento de religión distinta de las otras, sus fundadores estaban lejos de las censuras mencionadas, pues según afirman Suárez, Toledo y otros distinguidos escritores, en éstas se hallan comprendidos solamente los begüinos. Ningún argumento presentaron los adversarios que el P. Oñate, polemista de hierro, no triturase en presencia de los Doctores, con tanta prontitud como destreza.

 

CAPÍTULO XII

BULA Y SENTENCIA DE PAULO V ACERCA DEL MENCIONADO ASUNTO.

 

A decir la verdad, nadie dudaba de que al fundar el monasterio, efecto de las circunstancias del lugar, de la falta de personas idóneas y de reglas, se deslizaron muchas cosas opuestas al derecho; las monjas procuraban con vivas ansias calmar sus escrúpulos. Enterado del negocio por cartas el Romano Pontífice, y mediando el Cardenal Borromeo, dió una Bula en confirmación de casi todo lo llevado á cabo por el Provincial Oñate; la copiaré íntegra á fin de acabar esta enojosa materia. «Para perpetua memoria de este particular: hace poco tiempo que en nombre de las religiosas de Córdoba del convento de Santa Catalina de Sena, nos expusísteis que fundásteis éste con autorización del Prelado, y para el mejor régimen de las monjas las sometísteis á la regla de Santa Teresa de Jesús con ciertas modificaciones, que son éstas (aquí se copia literalmente la regla dada por el Obispo). Según decía vuestra exposición, las vírgenes profesaron; algunos dudaron si los votos emitidos eran válidos ó nulos. Las monjas nos suplicaron que resolviésemos lo que más cuerdo fuese en la cuestión con benignidad apostólica. Accediendo á tales instancias, y después de oído el parecer de los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, miembros de la Congregación de Regulares, con nuestra autoridad apostólica aprobamos, confirmamos y damos fuerza á todo lo hecho, y suplimos las faltas que se hayan cometido en oposición al derecho, decretando que las reglas y las profesiones verificadas conforme á éstas sean válidas. Que en lo futuro se conceda el hábito conforme á los estatutos de la Orden de Santo Domingo, y no valga contra lo dispuesto en este documento lo que cualquiera realice á sabiendas ó por ignorancia, no obstante las Constituciones, etc.» Con tal resolución, el P. Diego de Torres, apenas la recibió, recobró su autoridad y las monjas la paz; pero á decir la verdad, así como un solo convento de religiosas en Roma dió más qué hacer á San Ignacio que toda la Compañía, igualmente el de Córdoba molestó más á los PP. Diego de Torres y Pedro Oñate que la inmensa provincia del Paraguay. Quizás hubieran hecho mejor en abstenerse de fundar el convento que en echar los cimientos de éste.

 

CAPÍTULO XIII

EL GOBERNADOR DEL PARAGUAY INTENTA TOMAR LAS ARMAS CONTRA LOS INDIOS.

 

Arreglados los asuntos del Tucumán, navegó á la Asunción el Provincial P. Pedro Oñate y llamó á los PP. Roque González y Diego Boroa, que estaban en Paraná, con objeto de ver lo más conveniente para la difusión del Evangelio en dicho país y la sumisión de los pueblos establecidos á las márgenes del Uruguay. Luego que oyó el parecer de los mencionados religiosos, concibió grandes esperanzas. Algún obstáculo era el ardor irreflexivo del gobernador D. Hernando Arias, quien pretendía entrar con ejército en el Uruguay, donde nunca los españoles habían penetrado, y ordenó el alistamiento de soldados, no obstante la oposición de los misioneros, quienes le hacían ver cómo los indios no llevarían á bien tal ostentación de fuerzas, y que una vez enojados, se negarían á recibir el cristianismo. El Provincial ordenó al P. Roque González que hablase al gobernador con cuanta libertad le permitía el parentesco que á los dos ligaba, rogándole que no empezase una guerra perjudicial á todas luces, y que se acordase de las Reales cédulas por las que se prohibía en absoluto predicar el Evangelio á los idólatras con gente armada; aún insistió D. Hernando Arias en su intento, preocupado en adquirir gloria, y dorando su interés con la utilidad pública; los españoles con sus consejos le hicieron desistir finalmente, pues le hicieron recordar los desastres de la expedición al Paraná y lo mucho que después duró la guerra, además de que no se mostraron dispuestos á formar parte de la milicia.

 

CAPÍTULO XIV

ORIGEN DE LA REDUCCIÓN DE YAGUAPÚA.

 

Tornó al Paraná el P. Roque González, y rogó á Tabaca, señor de doscientos indios y de mucha autoridad entre sus compatriotas, á quien vimos antes despreciar los ofrecimientos del gobernador, que recibiera el bastón de mando y rigiese el pueblo que él había acordado fundar. Mas el cacique dijo insolentemente á voces que no quería insignias de autoridad dadas por un extranjero para mandar en una población, cuando sin esto era obedecido por todos los indios de la comarca. Dejando el P. González para más adelante ablandar el ánimo de Tabaca, navegó hasta un lugar llamado por los indígenas Yaguapúa, y recorriendo las cercanías, logró convencer á sus moradores para que se establecieran en el paraje mencionado. Uniéronse á ellos Tamboy y sus vasallos, habitantes de las islas situadas frente á Yaguapúa movidos por este ejemplo, afluyeron muchos bárbaros de los bosques vecinos, y todos juntos, erigida una cruz, construyeron el pueblo bajo la dirección del P. González. Dista Yaguapúa de Itapúa cuatro leguas, y doce de San Ignacio, reducciones en las que tienen residencia fija los misioneros jesuitas; desde las dos últimas iban éstos á la primera para predicar el Evangelio á los nuevamente establecidos, y siempre conseguían aumentar el número de los neófitos y catecúmenos.

 

CAPÍTULO XV

TURBULENCIAS QUE HUBO EN EL PUEBLO DE SAN IGNACIO.

 

Vino á enturbiar tanta prosperidad la actitud de Arapizandu, cacique de San Ignacio, quien enemistado con los Padres no sé por qué motivo, reunió una caterva de hombres díscolos, y huyó inopinadamente á los gentiles del Paraná para unir sus fuerzas con las de Tabaca. En la ribera del Paraná hay una península que rodea por una parte el río, y por la otra cierta laguna de gran extensión llamada por los indígenas Maracayu: allí se encerraron Tabaca y Arapizandu, siendo el terror de los nuevos pueblos; los religiosos temían que los neófitos de éstos imitaran el ejemplo de sus jefes y abandonaran la fe. Para conjurar tantos males acudió de San Ignacio el P. Juan Salas, y halló que los catecúmenos y gentiles rebeldes mostraban más ferocidad que arrepentimiento. Esperando á cada momento la muerte y sin poder retroceder, erigió un altar portátil, y á falta de consejos humanos impetró los del Señor. Los más audaces de los enemigos trataban ya de arrojarse sobre él, cuando los detuvo la voz de una vieja que les rogaba no cometieran tal crimen, pues los españoles habrían luego de vengarse, con grave daño de todo el Paraná. Pudo esta mujer reprimir el ímpetu de los bárbaros, y cuando el P. Salas terminó la Misa, lleno de santo celo, dirigió las siguientes palabras á Arapizandu, incierto entre la audacia y el miedo: Tú has sido por quien el Paraná está abierto á la predicación del cristianismo; tú llamaste los misioneros y los defendiste con tu brazo del furor de los sublevados; con tu autoridad se fundó el pueblo de San Ignacio; tu nombre es conocido por todas partes. No quieras manchar gloria tanta con torpe apostasía. Si te arrepientes inmediatamente, no sólo recobrarás tu antiguo puesto y nuestra pristina amistad, sino que harás una cosa meritoria. Vence las tentaciones del demonio, enemigo rabioso de tus nobles prendas. Después sacó algunos regalos y amonestó á los principales de los rebeldes. Cosa admirable: Arapizandu, ruborizado, pidió perdón por su anterior conducta, y apartándose de Tabaca, volvió con todos sus neófitos al pueblo, y cambió el sobresalto de los misioneros en inmensa alegría. Poco después, en la misma población, algunos indios armados de macanas y segures insultaron al P. Boroa y se disponían á maltratarlo; mas pudo evitarlo el P. Salas con su presencia de ánimo. En otra ocasión un indio estuvo á punto de quitar la vida al P. Boroa. El P. Salas, porque trataba de llevar á la catequesis la hija de cierto indígena, éste le dió tamaña bofetada que estuvo con fiebre varios días, cosa que él mismo me ha referido. Pero aún fué mayor otro peligro que corrió, no ya su vida, sino su honor; por el tiempo en que se celebraban los juegos públicos confesó á una mujer de vida airada, y hubo de tardar bastante en ello; aburrido y enojado un neófito porque efecto de esto no pudo concurrir á los espectáculos, propagó la infame calumnia de que el P. Boroa había fornicado en la iglesia con aquella mujer, añadiendo que era cómplice del pecado el P. Salas. Circuló esta invención durante ocho meses, sin que los religiosos tuvieran noticia alguna de ella, hasta que, enterados, lograron que se desmintiera públicamente el miserable difamador. Entre tanto, los misioneros bautizaron los catecúmenos de la población, y unas veces personalmente y otras por media de los más celosos neófitos, redujeron no pocos indios de las inmediaciones, más atentos al bien de éstos cuanto mayores injurias recibían de ellos. Así, con tolerancia y mansedumbre, domeñaron los ánimos feroces de los bárbaros; de tal manera, que en lo sucesivo los habitantes de San Ignacio fueron modelo de probidad.

 

CAPÍTULO XVI

EL P. JOSÉ CATALDINO ECHA LOS FUNDAMENTOS DE UNA REDUCCIÓN EN EL GUAIRÁ.

 

Continuaba en el Guairá el P. José Cataldino, oponiéndose, como de costumbre, á las maquinaciones de cuantos pretendían reducir los indios á servidumbre. Organizó una expedición apostólica de los más ilustres neófitos para la conversión de los gentiles, y púsose al frente de ella, amonestándoles antes que no pensaran en derramar sangre, como en otro tiempo, pues en la guerra que emprendían era más glorioso morir que matar, y ganarían la corona del martirio si daban la vida en defensa del Evangelio. Dirigía el P. Cataldino aquel improvisado ejército con ánimo de convertir los indios del Pirapo. Apenas habían emprendido los neófitos su viaje, cuando surgieron algunas disidencias que hicieron dudar á dicho Padre del éxito de la empresa; mas estando absorto en semejantes pensamientos, oyó una voz por el aire que le decía: ¡No temas, hijo mío! Sin vacilar atribuyó tales palabras á la Virgen, cuya intercesión antes había implorado para que no fueran inútiles sus esfuerzos. Un mes hacía que recorrían el país, cuando se hallaron frente á un enjambre de bárbaros, quienes, tendidos sus arcos, los desafiaban; pero los neófitos, cumpliendo las órdenes que tenían, arrojaron al suelo las armas, pidiendo un coloquio amistoso; luego mostraron sus pechos y brazos indefensos, diciendo: Morir sin pelear nos llevará á la gloria, pues que os anunciamos á Cristo, Hijo de Dios vivo; abandonamos las antiguas costumbres por obedecer á sacerdotes antes desconocidos: aquí os traemos uno de éstos, quien os enseñará la verdadera doctrina. Plugo al Señor que el jefe de los del Pirapo, llamado Aveneira (3), se impresionara al oir tales palabras, y reprimiendo el furor de los suyos, ordenó que se presentara el misionero; éste les habló de las cosas divinas con tal eficacia, que Aveneira prometió coadyuvar á la fundación de un pueblo con asentimiento de los indios sus vasallos. A punto estuvo el P. Cataldino de perder la vida: cierto mago taimado reunió una turba de facinerosos con objeto de asesinarlo mientras dormía; mas cuando iban á realizar su crimen, vieron un sacerdote vestido como los jesuitas que les reprendía sus intentos; los bárbaros, aterrados, echaron á correr. Nadie dudó de quién era el aparecido, pues en la misma noche el P. Cataldino vió en sueños al P. Martín Javier, poco antes difunto, el cual aterraba á los asesinos, defendiéndole contra ellos; á la mañana siguiente supo cómo había huído el mago, y tuvo fe en lo que viera durmiendo. Dejó el P. Cataldino los neófitos en los pueblos, y penetró solo en bosques nunca hollados por la planta del hombre en busca de gentiles que convertir; á los cinco días, con la ropa y las carnes destrozadas, llegó al lugar designado por Aveneira para fundar la nueva población; allí erigió una cruz y construyó una iglesia y una casa provisionales, hechas con troncos y ramas de árboles, y residió en aquel paraje diez meses, procurando con paciencia increíble ablandar el ánimo feroz de los indios. Su comida consistía en raíces; su bebida nada más que agua, y el único pasatiempo la conversación grosera de aquella gente. En las cercanas selvas se oían todos los días los rugidos de tigres y leones, y abundaban las víboras. Los bárbaros, con sus alaridos, hacían más horrible el silencio de la noche. En la exigua casa hacía un calor sofocante, como construída en medio de un bosque tan espeso, que apenas circulaba el aire. Más penoso que todo esto fué para el P. Cataldino ver que transcurrían meses y no tenía el consuelo de ver ningún sacerdote, ningún religioso de la Compañía. Sin embargo, él mismo escribe que jamás dejó de tener inundado su corazón de tan grande alegría, que sin poderlo remediar saltaba de gozo en ocasiones, exclamando: «¡Oh, Jesús! ¡oh, Jesús! ¿cómo podré resistir este torrente de dichas celestiales?» Entre tanto, el número de catecúmenos se elevaba á setecientos, y había esperanza de que fuera mayor. Entonces llegó la noticia de que iba el Visitador del Guairá y del Paraguay.

 

CAPÍTULO XVII

El P. MARCELO LORENZANA VISITA EL GUAIRÁ.

 

El Provincial Pedro de Oñate envió, para que en su nombre recorriese el Guairá, al Padre Lorenzana, no fuera que mientras él atendía á los más lejanos países, el interior de la provincia estuviese olvidado. Dicho religioso remontó el Paraguay, atravesando la región de los payaguas, indómitos enemigos, quienes al saberlo ocuparon los sitios aptos para el robo y el pillaje; mas Dios eludió tales propósitos, pues aunque los indios buscaron con afán al P. Lorenzana, jamás lo hallaron; ellos mismos reconocieron que una fuerza oculta les prohibió lanzarse sobre éste. Con mayor seguridad fué desde el Paraguay al Paraná y luego al Parapaná; al mismo tiempo ejerció su ministerio en los pueblos de los indígenas cristianos privados de sacerdotes, siempre con gran fruto; después llegó felizmente á Loreto. Hallábase á la sazón el P. Cataldino por orden superior, ocupado en la fundación de un pueblo en el Pirapo; sabedor de cómo había llegado a Loreto el P. Lorenzana, se presentó al instante allí con los principales de los indios nuevamente reducidos, y trataron del sitio más á propósito para fundar un pueblo con los indios del Pirapo. Discutido el asunto, pensó el P. Lorenzana que sería conveniente establecerlo junto á los otros, y así dispuso que setecientos neófitos marchasen á las inmediaciones de Loreto; la mayor parte de éstos recibieron el Bautismo antes de que el año acabara. En aquel mismo se aumentó la población de San Ignacio y de Loreto en más de mil quinientas almas, no obstante lo cual hubo hombres malvados que escribieron al Provincial diciendo ser los jesuitas indolentes, y urdieron tan bien la trama, que ya se trataba de que los misioneros se retirasen. Los calumniadores obraban así, resentidos de que no les dejaran oprimir á los indios ó vivir en torpe concubinato; eran secundados por los hechiceros; mas las diabólicas artes de éstos y la malicia de los primeros nada consiguieron, pues la inocencia de su vida defendía á los religiosos á manera de escudo contra los golpes que asestaban los adversarios. Viendo el P. Lorenzana cuán floreciente era el estado del Guairá, ponderó la virtud heróica de los misioneros, quienes entre tantos cuidados y faenas, observaban las costumbres que se guardan en los Colegios. Solamente les reprendió una cosa, y era el poco aprecio que hacían de la salud. Acerca de esto, sucedió por entonces cierto hecho memorable: hallábase el P. Ruiz tan atormentado por tentaciones venéreas, que se le abrasaba el cuerpo, no obstante que procuraba apagar tal fuego con los remedios oportunos; y como éstos no dieran el resultado apetecido, ideó el siguiente: críanse en el Paraguay hormigas cuatro veces mayores que las europeas, comparadas por el P. Juan Rho á las esquilas en razón del tamaño; su mordedura produce un dolor intolerable; pues bien: el P. Ruiz se echó desnudo sobre un hormiguero, y soportó las picaduras hasta derramar sangre; pero luego tuvo escrúpulos de haberse expuesto á morir, pues tenía el vientre en carne viva; se tranquilizó considerando que la castidad es prenda de incalculable mérito, que debe conservarse á todo trance. Nadie crea exagerado lo que hizo el P. Ruiz, teniendo en cuenta que San Francisco de Asís se revolcó entre espinas, y San Bernardo se metió en un estanque de agua helada para apagar la concupiscencia; ninguno de los dos pecó, aunque pusieron su vida en algún riesgo, pues obraban impulsados por el amor divino, que los llevaba á cosas altas; algo se ha de conceder á la virtud del heroísmo. Olvidábanse los PP. Ruiz, Cataldino y Mazeta de sus más perentorias necesidades, y castigaban sus cuerpos con tal rigor, que parecía cosa de milagro el que disfrutaran de salud; no usaban sábanas para dormir, y pasaban en el templo gran parte de la noche; con frecuencia su cama consistía en una red colgada ó en cañas solamente, sobre las cuales descansaban. Cumpliendo con su deber, predicaban los domingos; dos veces al día enseñaban el Catecismo; bautizaban los catecúmenos, administraban la Penitencia, autorizaban matrimonios, cuidaban de los moribundos, sepultaban los muertos, sembraban algunas tierras, tejían telas de algodón para cubrir la desnudez de los indios, descubrían las imposturas de los hechiceros, se oponían á toda injusticia, castigaban con dulzura á los que delinquían, construían casas, adornaban templos y recorrían el país cuando la peste lo devastaba. Si á todo esto se une el rezo diario y otras ocupaciones propias del estado sacerdotal, nadie dudará de que los tres misioneros hicieron lo que, al parecer, únicamente una Comunidad numerosa podía llevar á cabo. Y, sin embargo, se quejaban todavía de no tener tantos asuntos á qué dedicarse como ellos deseaban. Si querían tener más compañeros era para no vivir solos en los pueblos, y con su ayuda poder fundar nuevas poblaciones con los gentiles que se convirtieran á Cristo. Prometió el P. Lorenzana trabajar a fín de que el Provincial accediera a tales deseos, y volvió a la Asunción, pregonando la santidad de los misioneros residentes en el Guairá; anduvo en el viaje de ida y vuelta cuatrocientas cincuenta leguas.

 

CAPÍTULO XVIII

DE LAS COSAS QUE PASABAN ENTRE LOS INDIOS GUAICURÚES.

 

Ninguna esperanza había de corregir las costumbres de estos hombres bárbaros, ni de que durase el pueblo fundado por ellos; si moraban allí algún tiempo, era por comodidad solamente; sin embargo de estar reducidos, continuaban en sus correrías y actos de ferocidad. Porque les convenía toleraban la estancia de los PP. Romero y Moranta. Mucha gente opinaba que los misioneros debían abandonarlos y trasladarse donde recogieran mayor fruto de sus fatigas; mas el P. Romero fué siempre de parecer que al fin y al cabo la paciencia cristiana quebrantaría la contumacia de los indios, y de tal manera se condujo durante años, que mereció ser ensalzado por el P. Oñate en carta dirigida al General de la Compañía. Una calamidad sobrevino entonces: cebóse la peste en los guaicurúes, destinados á perecer eternamente si el cielo no se hubiera compadecido de ellos; lo que era nocivo para los cuerpos, fué útil á las almas; muchos hombres de edad madura, magos y hechiceros abandonaron sus errores. Pero la mies fué mejor y más abundante en los niños, á todos los cuales, aun contra la voluntad de sus padres, fué administrado el Bautismo. Estando enferma la hija de un cacique, éste se oponía resueltamente á que la bautizaran; pero el P. Romero le administró el Sacramento con disimulo, y dijo luego al padre de la niña: Tu hija reinará eternamente con Cristo; abstente, pues, de cometer delitos de sangre. A lo que el bárbaro contestó: Te aseguro que mataré cuantas personas pueda. A la sazón pasó por delante de la choza una turba de gentiles, quienes lanzando aullidos y haciendo mil gesticulaciones, acompañaban el cadáver de cierto párvulo; al verlos el indio, se excitó más contra el religioso, quien, mirándose en tan grave apuro, juzgó lo más conveniente seguir el consejo de San Pablo: llorar con los que lloran; imitó los lamentos de los bárbaros, y mostró el sentimiento que es acostumbrado en la pérdida de una persona querida. ¡Cosa admirable! Esta compasión ablandó la fiereza del cacique y consintió en que su hija fuese enterrada cristianamente, prometiendo además no quitar á nadie la vida con ocasión de los funerales. Sus aduladores no cumplieron esto: mataron en secreto una vieja y pensaban llevarla á la sepultura de la niña, cosa que hubieran hecho á no estorbarlo con riesgo de su vida el P. Romero. Este mismo persuadió poco después al mencionado cacique de que no inmolara á un amigo en ocasión de haber fallecido su mujer. Reprodújose después la pestilencia, y todos los guaicurúes, abandonando el pueblo, se refugiaron en los montes; pero como bastantes tenían ya el germen del mal, espiraron miserablemente en los campos y pantanos faltos de auxilio. Siguiólos el Padre Romero, acompañado de pocos indios, por si acaso lograba que algunos recibieran el Bautismo. En efecto, muchos de los que yacían exánimes regresaron en hombros al pueblo, y allí, ya instruídos en la fe católica, entraron en el seno de la Iglesia momentos antes de espirar. El mismo P. Romero llevó á cuestas una vieja desdentada, que despedía un olor fétido; con ella fué al lugar en son de triunfo y trabajó sin descanso para cambiar la voluntad de dicha mujer, que era malvada en extremo; nada logró, pero esto no empequeñece el mérito de la obra. Continuó luego día y noche buscando ocasiones de hacer bien, penetrando en cañaverales, sitios pedregosos y cuevas; bautizó mucha gente, con lo cual realizó lo que dice el Evangelio: que por fuerza entrasen en el banquete del Esposo los cojos y los débiles. Apenas se mitigó la peste, ya personalmente, ya por medio de coadjutores, empezó á reunir los indios que andaban dispersos, ora con promesas, ora con amenazas, y aunque no obtuvo grandes resultados, le quedó la satisfacción de haber puesto cuanto estaba de su parte para la felicidad de todos y cada uno de ellos. Los indios, inconstantes como siempre, viendo alejado el peligro de la pestilencia, comenzaron á luchar entre sí ferozmente y á reducir al cautiverio los prisioneros de guerra. Dios mostró entonces lo inagotable que es su misericordia, pues hizo que no pocos esclavos se convirtieran al cristianismo, siendo causa ocasional de bien tanto los delitos de los guaicurúes. Cuando éstos regresaban al pueblo, celebraban los novilunios con voces descompasadas y tumultuosas y embriagueces, turbando el silencio de la noche con gritos bárbaros. Otras calamidades tenían que sufrir los misioneros y eran la vecindad de los tigres, que más de una vez entraron en la casa que aquéllos habitaban; las víboras halladas con frecuencia entre los objetos domésticos, las culebras enormes que sacaban su cabeza de entre las pajas del techo y mil cosas que omito. Sin embargo, el P. Romero, insigne por su paciencia, escribía que prefería su provincia á otras célebres por el número de neófitos, y rogaba al Provincial que no le impidiese padecer por Cristo. La misma conducta observaba el P. Moranta, quien nada omitía en público y en particular que pudiera granjearle el afecto de los indios y quebrantar la contumacia de éstos.

 

CAPÍTULO XIX

DE LA PROCURACIÓN DEL P. JUAN VIANA.

 

Mientras que sin descanso trabajaban los misioneros en todas partes, corrió la fausta noticia de que el P. Juan Viana, con algunos religiosos, acababan de desembarcar en Buenos Aires, y la provincia entera se regocijó notablemente. Referiremos lo que tocante á la selección de jesuitas hizo el P. Viana antes de llevarlos al Nuevo Mundo y diremos algo de su viaje. Después que llegó á Roma, y por haber fallecido el P. Claudio Aquaviva, se celebró la séptima Congregación de la Compañía, el nuevo General Mucio Vitelleschi, accediendo á las indicaciones del P. Viana, resolvió mandar jesuitas al Paraguay, procedentes de varias provincias: de la Romana designó él mismo al P. José Oreghi, hermano del Cardenal de este nombre; otros treinta y nueve fueron escogidos, de los que, andando el tiempo, se distinguieron los PP. Alfonso Aragón, napolitano; Claudio Ruyer, borgoñón; Jerónimo Gracián, italiano; Diego de Alfaro, que murió por defender á los indios; Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, españoles, mártires luego; Diego de Salazar, andaluz; Juan Vaseo, belga; Pedro Bosquier, flamenco, y otros que acudieron por mar y tierra á Lisboa. Apenas el Padre Juan Viana acabó sus negocios en la corte de Roma con felicidad y adquirió por donación muchas reliquias de santos, entre las que se contaban la cruz que tuvo San Ignacio en las manos al morir, regalo del General de la Compañía, y un autógrafo de nuestro fundador, recibió la bendición pontificia y emprendió su viaje; fué acogido benévolamente en Milán por el arzobispo Federico Borromeo, el cual, en atención al P. Torres, lo agasajó con liberalidad. Prosiguió su camino, y en Navarra le salió al encuentro una comisión de Viana, su pueblo natal, rogándole que torciera algo su itinerario, y se dignara visitar á sus parientes y compatriotas; pero él, imitando los ejemplos de San Francisco Javier, en ninguna manera consintió. Y como le dijeran, en nombre de la población, que si la honraba con su presencia darían libertad á un sobrino suyo, encarcelado y en peligro de ser condenado á muerte, respondió que Dios tendría cuidado de éste si era inocente, y que si era culpable, justo sería que lo castigasen. Así, pues, sin ver su pueblo, ni siquiera de lejos, y repitiendo aquellas palabras: Dejad á los muertos, sepultar á los muertos, heróicamente resistió las ofertas que le hacían. Pasó adelante y tuvo la desgracia de caerse desde un puente á un precipicio erizado de rocas ásperas; pero invocando el patrocinio de San Ignacio, cuyo autógrafo llevaba, se deslizó con suavidad del caballo y quedó ileso en el peñasco del fondo; acudieron los Padres á socorrerlo, y al verlos estupefactos contemplando milagro tan asombroso, dijo sonriendo «que no se podía herir quien traía consigo una blanda almohada,» que era la caja con la reliquia del santo. Este suceso hizo dudar de si el P. Viana era más ilustre por la protección de San Ignacio que por lo que imitaba á San Francisco Javier. En Madrid solicitó de Felipe III una embarcación y víveres para los misioneros, y el monarca le concedió lo que pedía, por ser inclinado á tales beneficios. Abrazó en Lisboa á los jesuitas llegados de varias naciones europeas; juntos navegaron, tocando en las costas de Africa y el Brasil, y á los tres meses arribaron todos con felicidad al puerto de Buenos Aires en el mes de Febrero. No dejaron de acontecer en el trayecto algunos de los milagros que leemos en las vidas de los varones esclarecidos de la Compañía. Me detendré un poco en esto. Cuenta Alegambe un notable prodigio y digno de recordación que tuvo lugar á 19 de Noviembre, cuando el mar estaba tranquilo; lo presenciaron bastantes misioneros que iban con el P. Viana, y dió testimonio del portento el P. Mario Falcón, napolitano, en carta escrita á su patria desde Buenos Aires á 1º de Marzo del año 1617. Transcribiré sus mismas palabras, tomándolas de Alegambe, y después confirmaré la verdad de éstas: «Sábado á 19 de Noviembre, sopló el viento del Este y duró toda la noche; calmóse luego hasta la tarde del domingo. ¡Oh feliz calma! No era semejante á la que causa tedio en los navegantes; antes bien un dulce sepulcro donde los cuarenta misioneros experimentamos inefables consuelos; veíamos las ondas teñidas de sangre, color que todavía conservan, más bellas que cristal; si tomábamos agua en la mano, sus gotas semejaban piedras preciosas y margaritas orientales, que, heridas por los rayos del sol, multiplican la imagen del astro del día. Su gusto nos parecía exceder á la dulzura del néctar y siempre suavísimo. Mientras estábamos deleitándonos sin intermisión, aparecieron en la superficie de las aguas mil figuras, que mirábamos asombrados: santos que derramaban sangre á gotas ó á torrentes, arengando á sus verdugos; sopló el aire, y al mismo tiempo turbó el mar que nuestra alegría.» Hasta aquí la carta; de ella se deduce, según Alegambe, que el P. Falcón y sus compañeros vieron realmente las ondas teñidas de color sanguíneo, y probándolas hallaron ser tan dulces como el néctar; también que contemplaron los martirios dichos. Nosotros ni damos crédito ni se lo quitamos á la narración da Alegambe, fundada en la carta del P. Falcón, y que muestra laudable afecto á los siervos de Dios que, yendo al Brasil para divulgar la palabra del Señor, murieron en el Océano á manos de los herejes; ya darán su juicio las autoridades competentes en representación del Sumo Pontífice. Es notable que el P. Viana regresara á América con el mismo traje que se embarcó tres años antes en Buenos Aires y sin ninguna mancha, siendo tan negligente en lo que se refería á su persona como diligente en vestir á los demás á expensas del rey Católico. Quinientos escudos llevaba para tan largo viaje al salir de América, y al regreso aportó muchas cosas con destino á las iglesias y bienestar de los misioneros; ni una aguja se reservó de todas ellas y las entregó al Provincial, quien si experimentó gozo al verlas, aún más con la presencia de tantos religiosos notables. Antes que éstos se dispersaran, pareció conveniente, en prueba de gratitud, llevar á nuestra iglesia los donativos del cardenal Federico Borromeo, que eran: un elegante relicario con fragmentos de vísceras de San Carlos Borromeo; la estatua del santo, hecha por un famoso escultor; varios cuadros, pintados por artistas italianos; veinte cálices con baño de oro; dos mil rosarios y otros objetos. El cardenal Borromeo escribió al P. Torres diciéndole que hacía tales regalos á fin de facilitar la propagación del cristianismo y del culto á la Virgen y á San Carlos. Sacamos estas cosas de la iglesia de los dominicos solemnemente, con el concurso de la población, que dió muestras de regocijo, y las colocamos en la nuestra. Acabada la ceremonia, el P. Pedro Hortensio Zabelloni pronunció un discurso en latín, alabando los méritos de San Carlos Borromeo, y se mostró admirable. A continuación se abrieron las cartas del rey Católico, siempre benigno con nosotros; ordenaba en ellas que los religiosos idos á expensas del Erario público fuesen, llevados desde el puerto de Buenos Aires á los pueblos de indios á costa del Tesoro; por mar y tierra nos acompañaba la protección del monarca.

 

CAPÍTULO XX

DE LOS COLEGIOS Y RESIDENCIAS QUE HABÍA EN LAS CIUDADES DE ESPAÑOLES

 

El Provincial dispuso que fueran á las regiones de los indios algunos Padres, cuya expedición costeaba el monarca, y él marchó con los restantes por medio de una vasta llanura de ciento veinte leguas de extensión, con dirección á Córdoba, donde estaba el Noviciado. Y como el General manifestase deseos de que el Noviciado y el Colegio estuvieran separados, estableció el primero en el Seminario de San Francisco Javier, cuyos religiosos, por falta de recursos, lo habían abandonado. La provincia adquirió más brillo cuando el P. Oñate, con autorización del P. General, elevó á la categoría de Colegios las residencias de la Concepción y Mendoza en el reino de Chile; de San Miguel en el Tucumán, y de Santa Fe en Buenos Aires. De manera que la nueva provincia contaba con nueve Colegios y con varias residencias de misioneros, más numerosos que antes, y la actividad de éstos crecía poco á poco. Buscaba el Provincial la ocasión de extender el influjo de la Compañía, ya entre los españoles, ya entre los indios; sin tardar la tuvo cuando fué dado á los jesuitas establecerse en Esteco y en el valle de Calchaquí. Esteco es una pequeña población de españoles muy útil para los que van desde el Perú al Río de la Plata por el Tucumán y el Paraguay, y habría prosperado más que otras poblaciones á no ser por lo insalubre del clima, cálido y húmedo á la vez. Tanto los españoles como los indios que vivían en su jurisdicción estaban desprovistos de todo auxilio espiritual. Marcharon allí los PP. Francisco Gómez y Juan Darío; dieron misiones por espacio de algunos días, y por su mediación logró el Provincial que las autoridades revocasen un decreto que habían expedido prohibiendo el establecimiento de Ordenes religiosas y solicitasen la presencia de la Compañía, á la que donaron cantidades en metálico y posesiones. El P. Diego de Torres fundó una residencia con cinco jesuitas, y la protegió cuanto pudo. Los Padres de Chile, una vez que trabajaron por aumentar la piedad en la capital del reino, visitaron los valles de San Martín, Quillota, Puenque, Picoé y Melipulli, y aunque se conducían laudablemente, sus enemigos no cesaban de ponerles obstáculos, y principalmente al P. Luis Valdivia, Rector de las residencias australes, cual si el defender con su autoridad, elocuencia y santidad á los indios indefensos fuera un crimen. No tengo noticias de lo que en este año se hizo en Chiloé y Arauco; debió ser poco más ó menos lo que en el pasado.

 

CAPÍTULO XXI

MUERTE DEL P. DIEGO GONZÁLEZ HOLGUÍN.

 

Este religioso, primer compañero que tuvo el P. Diego de Torres, fundador de la provincia del Paraguay, falleció en Mendoza al medio mes de ser nombrado Rector del Colegio. Nació en Cáceres, ciudad de España. Se distinguió en el Perú por sus conocimientos teológicos, su pericia en las lenguas americanas, sus claras virtudes, su elocuencia y lo bien que gobernó varios Colegios. Después que anduvo por algunos países procurando la salvación de los indios, ya anciano fué al Paraguay y llevó á cabo lo que en su lugar hemos contado. En la Asunción desempeñó el cargo de Comisario del Santo Oficio, y su rigor le atrajo el odio de muchas personas, tanto, que un sacerdote secular lo quiso matar cuando se hallaba postrado en el lecho; el cielo evitó el asesinato iluminando la mente del criminal. Aunque era hombre inocentísimo, mancharon su nombre con feas calumnias. Escribe Alegambe que en cuarenta y seis años ningún pecado mortal cometió, testimonio evidente de que cumplió dignamente su oficio y refutación de las falsedades contra él inventadas. Todos los días empleaba tres horas en la meditación. Compuso varios escritos: de ellos publicó la Gramática y Diccionario del idioma quichua, hablado en el Perú. Conservó la virginidad hasta el fin de la vida, la que perdió en medio de horribles dolores para subir al Paraíso. Su cadáver permaneció incorrupto bastantes días, con el rostro hermoso y que parecía vivo, señales de la pureza que guardó. Los misioneros de Mendoza salieron á los vecinos pueblos de indios y recogieron abundante mies; cuán grande sería el número de los bautizados se deduce de que en toda la provincia de Cuyo no había sacerdotes, excepto los nuestros, que conocieran la lengua del país. Mayor cosecha se recolectó en el valle de Calchaquí.

 

CAPÍTULO XXII

ESTABLECE LA COMPAÑIA DOS RESIDENCIAS EN EL VALLE DE CALCHAQUÍ.

 

Extiéndese el valle de Calchaquí de Sur á Norte; tiene treinta leguas de longitud; su anchura es pequeña; lo circundan los montes de Chile, que se hallan hacia los confines del Perú; en sus dos puntos extremos se alzan Londres y Salta, poblaciones de escasa importancia. Consta que sus habitantes obedecieron en tiempos pasados á los reyes Incas, y aún persevera en sus ánimos el afecto á éstos. Sábese que hay en el valle minas de ricos metales; pero se ignora su yacimiento, pues los calchaquíes, considerando el oro como ocasión de males, lo ocultan. Algunas veces de noche se ve un animal con inmenso resplandor en la cabeza, lo cual se atribuye por muchos al brillo de los carbunclos; mas semejante alimaña no ha podido ser cogida ni viva ni muerta, porque con sus irradiaciones extravía los ojos y manos de los perseguidores. Los calchaquíes, desde que entraron los españoles en el Tucumán, se mantuvieron rebeldes y se defendieron con pertinacia; las mismas mujeres, llevando tizones encendidos en las manos, animaban a sus maridos, les obligaban volver al combate si acaso huían, y cuando no tenían esperanza de triunfar se arrojaban desde las altas rocas antes que caer en poder de los enemigos, ó se mataban con espadas que llevaban. Estos indios fueron pacificados por el P. Bárcena en otro tiempo; sin embargo, de cuando en cuando reanudaban á su antojo las hostilidades, ya abiertamente, ya con subterfugios. En los intervalos de paz, los misioneros, y especialmente los PP. Juan Darío y Horacio Morelli, pretendieron catequizarlos en varias entradas que hicieron con más gloria que provecho. No lográndose nada con tales excursiones, se creyó vencer los obstinados ánimos de los calchaquíes con la catequesis continua, y á lo menos poner un freno á gente tan levantisca. Así, en aquel año, luego que el P. Diego de Torres consiguió del virrey del Perú seiscientos escudos de oro para sustento de los religiosos, estableció en el valle dos residencias de la Compañía. A ellas fueron enviados los PP. Cristóbal de Torres y Antonio Macero, españoles; Horacio Morelli y Juan Bautista Sansoni, italianos, con facultades concedidas por el obispo del Tucumán y el gobernador de esta provincia para ordenar la nueva sociedad, fundar pueblos y construir iglesias. Los calchaquíes se conformaban con el establecimiento de la Compañía, sin que esto lo hicieran por amor á la religión, sino porque diezmados en las guerras pasadas, se veían incapacitados de luchar con los españoles, y buscaban un buen pretexto para retirarse de la contienda. Cuando llegaron los jesuitas, salieron á su encuentro los hombres más principales, ofreciéndose á trabajar en la edificación de casas y en otras tareas; lleváronlos después por los campos vecinos, y en paraje conveniente construyeron con diligencia un templo y chozas al lado, fabricadas de paja y barro. La residencia fue consagrada á San Carlos Borromeo, en gracia del cardenal Federico. Pasado algún tiempo, el P. Cristóbal de Torres, que iba al frente de los misioneros, dejó dos en el pueblo, y él, en compañía de otro, penetró en el interior del valle, y con aprobación de los calchaquíes fundó una capilla dedicada á la Virgen María. Los jesuitas visitaron todo el valle en continuas excursiones, poniendo sumo empeño en la propagación del Evangelio si bien con escaso fruto, pues á ello se oponía la pertinacia de los indios en sus antiguas costumbres, de las cuales hablaré, ya que esto entra en el plan de mi libro.

 

CAPÍTULO XXIII

COSTUMBRES DE LOS CALCHAQUÍES.

 

Opinaron algunos que éstos tenían igual origen que los judíos, porque al entrar los españoles en el valle encontraron que muchos indios se llamaban David y Salomón, y decían los ancianos que sus antepasados solían circuncidarse. Es verdad que ciertas costumbres de los calchaquíes recuerdan las judáicas, como son casarse los hermanos con sus cuñadas viudas y el traje talar sujeto con un ceñidor. Tal sospecha toma mayor fuerza con las afirmaciones del P. José Acosta y otros autores, quienes creen que los americanos descienden de los israelitas. Lo cierto es que los calchaquíes, al igual de los hebreos, son gente supersticiosa. Adoran árboles adornados con plumas, de manera que se puede decir de esta gente lo que de la sinagoga: oh, mujer, te arrodillabas debajo de todo árbol frondoso. Consideran al sol como el dios más importante, y al trueno y al relámpago como divinidades menores. Los sepulcros son montones de piedras, y con éstos honran á los muertos, cosa también judía. Veneran á los magos famosos, que hacen de médicos y sacerdotes, y viven en capillas apartadas donde consultan al demonio, ó cuando menos fingen consultarlo. El cargo del sacerdocio consiste en enseñar á los que lo desean ritos nefandos. Los iniciados se ensayan con frecuentes borracheras, y en ellas se ponen tan feroces y lúbricos cual es de esperar de hombres dados á la continua embriaguez. Apenas se calientan con el vino, se acometen unos á otros en venganza de las pasadas injurias y se disparan saetas á la cabeza; en tales combates es indecoroso huir el golpe ó apartarlo con la mano, y honroso recibir heridas, derramar sangre y quedar con cicatrices en la cara, En medio de las comilonas, los sacerdotes, hablando mucho, consagran al sol la cabeza de una cierva cubierta de flechas, pidiéndole que dé fertilidad á los campos; luego la entregan á un hechicero y éste recibe el cargo de presidir el próximo banquete. Los principales del pueblo celebran de continuo semejantes festines turbulentos. Los magos untan con la sangre de los animales sacrificados á los circunstantes. Pero nunca los calchaquíes deliran tanto como en los funerales. Acuden á la casa del moribundo los parientes y amigos, y mientras dura la enfermedad beben de día y de noche y rodean la cama del paciente con flechas clavadas en el suelo á fin de que la muerte no se atreva á penetrar. Apenas ha espirado el doliente, se lamentan á voces. Colocan cerca del cadáver todo género de manjares y vino, encienden lumbre en el hogar y queman, en vez de incienso, ciertas hojas. Para conmover á la multitud, hombres y mujeres enseñan las ropas del finado, mientras otros danzan y saltan alrededor del muerto, al cual ofrecen alimentos, y viendo que no los prueba, se los comen. Pasados ocho días en semejantes locuras, entierran el cadáver en una fosa con varios vestidos regalados por los amigos; luego incendian la casa del difunto para que no vuelva á entrar la muerte. Un año dura el luto, y en el aniversario repiten las ceremonias referidas; el traje de duelo es negro. Creen que ninguno acaba sus días naturalmente, sino por violencia; error que les induce á la suspicacia y á luchas continuas. El demonio siembra la cizaña esparciendo tales disparates por medio de los magos. Suponen que las almas de los muertos se convierten en estrellas, que son más ó menos brillantes, según aquéllos en el mundo fueron de insignes por sus proezas. En los días festivos se adornan la cabeza con plumas de colores. Llevan larga cabellera que llega á la cintura, y separada en trenzas la colocan sobre la cabeza en forma de moño. En el antebrazo se ponen anillos y láminas de plata con objeto de manejar facilmente el arco y como ornamento del cuerpo. Los principales ciñen la frente con una diadema de plata ú oro. A los muchachos está prohibido el acceso á las mujeres hasta que los hechiceros les libran de tal abstinencia con ritos abominables. Las doncellas visten telas pintadas de colores, y las que no lo son, lisas. Los calchaquíes, divididos en facciones, viven en luchas continuas. Las mujeres gozan de grande autoridad para separar los combatientes; aquellos hombres incultos conceden todo á quienes les dieron de mamar. Contábanse treinta mil almas en el campo y en las poblaciones muchísimas, si bien acerca de este punto no están conformes los que visitaron el valle. Todos convienen en que los calchaquíes son tan prontos en recibir la fe católica como en olvidarla sin causa alguna; de cuantos antes fueron bautizados ninguno se conducía como cristiano; juntamente con los gentiles, vivían según las antiguas costumbres; por lo cual, acordaron los Padres no bautizar á nadie sino in artículo mortis, ó cuando estuviera probada su constancia durante varios años. A los niños los bautizaban con mayor facilidad. Era preciso, antes que introducir las leyes del cristianismo, desterrar las inveteradas supersticiones. Los misioneros trabajaban sin descanso y menospreciando la vida; echaban á tierra los ídolos, y condenaban severamente los ritos de los funerales, que prohibían en absoluto cuando se trataba de personas bautizadas; además hacían lo posible para disipar la creencia en que muchos estaban de que en nada pecaban, y por consiguiente les era innecesaria la Confesión. A pesar de todo esto, el fruto no correspondió al trabajo en aquella tierra perversa, y únicamente se consolaron los religiosos pensando que los niños cristianos muertos aumentaban el número de los bienaventurados, y que ellos, con su presencia, evitaban la sublevación contra los españoles y las guerras civiles. Cuán meritoria y apostólica fuese esta entrada, se deduce de que en dos años los Padres de las dos residencias no probaron manjares europeos, sino los acostumbrados en el país, contentos con la suavidad de las cosas celestiales. El rey de España nos dió además de campanas y ropas sagradas una renta anual; la caridad del monarca se extendía hasta los más apartados rincones del Nuevo Mundo.

 

CAPÍTULO XXIV

EL P. ROQUE GONZÁLEZ EXPLORA POR VEZ PRIMERA LA REGIÓN SUPERIOR DEL PARANÁ.

 

Ordenó el Provincial Pedro Oñate que se hiciera una excursión por ambas orillas del Paraná con objeto de ver qué lugares eran más á propósito para fundar pueblos, qué gentes vivían allí y al mismo tiempo cuál era el ánimo de éstas. Desde el salto del Guairá á Itapúa hay muchos días de camino, y ni por tierra ni por agua lo había hasta entonces recorrido ningún europeo, pues el país estaba poblado por indios bárbaros y apóstatas fugitivos del Paraguay, rebeldes siempre. Resolvió el P. González internarse en esta comarca; mas los neófitos se negaron á prestarle auxilios de toda especie por los peligros que ofrecía tal empresa. «¿Por qué, le decían, con tal apresuramiento nos destinas á la matanza? ¿Dónde vas con los ojos cerrados? Sean tus conductores los que desean verte morir, pues nosotros, que te amamos sobremanera, jamás aplicaremos las manos al remo, ni te daremos víveres ni embarcación. Esto nos lo impide la perfidia de los hechiceros, la perversidad de los apóstatas y el odio que los indios profesan al nombre español. No deben ser llamados díscolos aquéllos que no obedecen á sus dueños teniendo en cuenta el bien de éstos.» Pero el P. González afirmó resueltamente que llevaría á cabo sus intentos sin temor á la muerte, que le sería agradable recibir por Cristo; y llamando á otros neófitos de lejanas tierras en número de ciento, súbditos de los franciscanos, les prometió muchas cosas; mas luego que llegaran se negaron á ir con el P. González, aterrados por lo que decían los de Itapúa. Así estaban las cosas, cuando á excitación del P. Diego Boroa se presentó en Itapúa Arapizandu, cacique de San Ignacio muy respetado en el Paraná, llevando consigo doce de sus clientes, y dijo que deseaba á todo trance favorecer la predicación del Evangelio, aun á riesgo de su vida. Movidos por tal ejemplo, se unieron al P. González doce itapuanos; éste se embarcó luego con tan exigua comitiva. Al segundo día experimentaron un grande terror, cuya causa expone en estas palabras el P. González en carta dirigida al P. Francisco del Valle: «Diez leguas habíamos recorrido, y mis compañeros, asustados, resolvieron volverse; los gentiles, con alaridos, bocinas y fogatas, se avisaban mutuamente de nuestra llegada; pero yo decía: si Dios está con nosotros, ¿qué mal nos puede venir? Hágase la voluntad del Señor; espero que Éste nos protegerá; vos ayudadnos con fervientes oraciones.» En medio de aquel tumulto llegaron á la aldea de Tabaca (4), quien había congregado y armado los pueblos vecinos; enteróse de á qué iba el P. González, y cuando lo supo le mandó soberbiamente retroceder. El misionero contestó con fortaleza: «No he venido para huir ignominiosamente; iré donde Dios y mis Superiores quieren, sin que lo impidan el miedo, de los peligros ni tu cólera; soy ministro del Omnipotente y cumpliré con mi deber.» Interrumpióle un sobrino de Tabaca, mago famoso, intimándole lo mismo que su tío. Arapizandu, temiendo que las cosas fueran más allá, interpuso su autoridad, y con aire de mando pidió que dejaran proseguir su viaje al P. González, hombre que procuraba el bien de todos y á nadie hacía mal alguno. Consiguiólo, y nuestro misionero pudo explorar las dos orillas del Paraná, no sin exponerse á graves riegos, pues llegó en cierta ocasión donde estaban muchos indios armados de saetas y macanas, y pintados los cuerpos según era costumbre en el país; capitaneábanlos tres apóstatas, de los cuales el más atrevido, cuando el P. González les empezó á predicar la excelencia del cristianismo, le interrumpió diciendo: «Cállate, sacerdote; no molestes con cosas que cien veces te he oído; vete á otra parte con tus fabulosas doctrinas; soy zorro viejo y no caeré en tus lazos; conozco muy bien las mañas que tenéis los jesuitas; recorréis los bosques, ríos y cuevas con pretexto de enseñarnos la religión, y en realidad para sujetarnos al yugo de los españoles.» Después, vuelto á los suyos, prosiguió de esta manera: «Si queréis soportar las ergástulas, la miseria, la esclavitud de vuestros hijos y otras mil calamidades, seguid á este sacerdote; mas si deseáis ser libres, venid conmigo.» Se disponía á continuar; pero el P. González, con rostro severo y como conocedor de los indios, dijo: «¡Oh, infame apóstata, qué disparates profieres! Renunciaste al demonio y te has entregado á él de nuevo; abandonaste la fe de Cristo para contaminarte con las corruptelas de los gentiles, perdiéndote juntamente con ellos. ¿Cuál es tu locura al oponerte con las armas de tus satélites á la cruz que llevo en la mano, siempre vencedora? Deja á un lado tu orgullo, hombre de tinieblas, y permite que en nombre del Sumo Pontífice y del rey de España anuncie el Evangelio. No os predico falsas divinidades, sino un Señor creador del cielo y de la tierra, uno en esencia y trino en personas, y á su hijo Cristo, nacido de una Virgen y muerto por redimirnos.» Después, con suma elocuencia, explicó los misterios de nuestra religión, de tal manera, que los indios se conmovieron y se mostraron más dóciles que antes. Sin embargo, como Cuaracipucú, que era un jefe de los bárbaros, empezara á disputar con el Padre González, éste, receloso de aquellos hombres groseros que estaban armados, prosiguió su expedición río abajo, y recibió las felicitaciones de sus amigos por haber salido ileso de tantos peligros y vuelto sin novedad al punto de partida.

 

CAPÍTULO XXV

RECORRE EL P. GONZÁLEZ LA PARTE INFERIOR DEL PARANÁ.

 

Pasado un mes volvió á Itapúa el P. González, y alegró con su presencia al P. Francisco del Valle, quien lleno de cuidado por la suerte del primero y sus compañeros, ofrecía por ellos la Misa con frecuencia. Hiciéronse famosos los neófitos de Itapúa y San Ignacio al haber expuesto su vida por el Evangelio, y no menos Arapizandu, cuya anterior inconstancia quedó olvidada. De la expedición se obtuvo el fruto que era de esperar: conocer las tierras que baña el Paraná en su curso superior, y el estado de las gentes que allí moraban; vióse claramente que éstas no se hallaban todavía en disposición de recibir el cristianismo, siendo preciso colmarlas de beneficios antes de intentar establecerlas en pueblos. No pudiendo estar ociosa un momento la caridad ardiente del P. González, con escasa comitiva marchó á los pueblos de gentiles situados en la parte inferior del Paraná, y consiguió que muchos se trasladasen á Yaguapúa para ser instruídos en nuestra religión. Reprimió el espíritu belicoso de los españoles, resueltos á llevar las armas contra los habitantes del Paraná, y valiéndose del parentesco que le unía al gobernador D. Hernando Arias, le aconsejó que se abstuviera de irritar el ánimo de los indios, á quienes sin derramamiento de sangre vencería la cruz algún día. Protegió á los caciques Tabacambi y Ararepa, con la esperanza de que ayudarían á fundar pueblos. Cuando el P. Lorenzana visitó el Paraná en nombre del Provincial, quedó admirado viendo lo cercana que estaba la conversión de aquellos indios. El P. González encomendó al P. Boroa que enseñase la lengua del país al P. Claudio Ruyer, natural de Borgoña, destinado á ser columna del Paraná y trabajó lo que es indecible en establecer las reducciones de Itapúa y Yaguapúa, plazas fuertes desde donde había de hacer la guerra al paganismo.

 

CAPÍTULO XXVI

EXPEDICION QUE SE HIZO AL PAÍS DE LOS TUCUTÍES EN EL GUAIRÁ.

 

Notable fué la entrada que llevó á cabo el P. Cataldino en la región de los bárbaros tucutíes. Estos, por el miedo de ser reducidos á servidumbre, habían abandonado sus pueblos y escondídose en lugares apartados, custodiando solícitamente todos los caminos que conducían á ellos por las selvas. No sin razón hacían todo lo dicho, pues los perseguidores de los indios trataban de esclavizarlos. El P. Cataldino envió delante algunos neófitos para explorar la voluntad de los tucutíes, y luego penetró con pocos compañeros por bosques espesos. A los quince días de caminar entre maleza halló un centinela, quien le condujo á un lugar que constaba de doscientas familias; los indios se irritaron al verlo, pero les habló con tal eficacia, que á no ser por la oposición del cacique todos se hubieran puesto bajo su dirección. Entonces envió á éste una cruz de tres codos de alta, la cual solía llevar como estandarte, rogándole que recibida aquella prenda de benevolencia, se dignase hablar con él. Vino el cacique y desistió de su actitud, á pesar de la rabia de un hechicero, con lo cual noventa indios acataron la autoridad del Padre Cataldino. No hubiera sido cosa difícil reducir allí gentiles bastantes para fundar una población, mas faltaban sacerdotes. Ya era, sin embargo, mucho lo conseguido; pero el espíritu infernal sugirió al hechicero mencionado la idea de matar al misionero, y persuadió esto á una turba de hombres facinerosos; el P. Cataldino pudo evitar el peligro y captarse las simpatías de todos; á fin de no correr otros riesgos, aceleró la marcha de los nuevamente sometidos. Mientras se hallaban de camino, una partida de brasileños devastaba el Guairá; el cielo protegió á los indios; un tigre acometió al general de los esclavistas, y le arrancó la piel de la cabeza; los demás ladrones se pusieron en fuga. Pudieron, finalmente, nuestro religioso y los reducidos llegar felizmente al término de su viaje.

FIN DEL TOMO SEGUNDO DE ESTA HISTORIA

 

NOTAS DEL TRADUCTOR

3- Arará es el nombre que da á este cacique Francisco Xarque en su Vida del P. Cataldino, cap. VII.– (N. del T.)

4- Tubaca es el nombre que da á este cacique Francisco Xarque, en su Vida, del P. Cataldino. – (N. del T.)

 

 

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