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AUGUSTO ROA BASTOS (+)

  HIJO DE HOMBRE, 2007 - Obras de AUGUSTO ROA BASTOS


HIJO DE HOMBRE, 2007 - Obras de AUGUSTO ROA BASTOS

HIJO DE HOMBRE

Obras de AUGUSTO ROA BASTOS

Editorial Servilibro,

Colección ROA BASTOS (Nº 1)

Asunción-Paraguay 2007

(258 páginas)

 


 

 

Roa Bastos dice que un libro no existe hasta que alguien lo lee.

Es entonces cuando comienza la aventura de los sentidos, de la imaginación.

El lector hace que la palabra sea real.

El lector consigue la magia de desdoblar esas páginas lisas,

todo está pulcro, listo para ser convertido en ese texto que elabora cada quien,

y que nunca es el mismo para todos.

Editorial Servilibro tiende un puente al lector,

al ponerlo en sus manos a un precio solidario, accesible,

que le ofrece un producto de alta calidad,

como homenaje a la generación joven,

que necesita acercarse a la obra de este gigante de la literatura universal.

 

 

 


NOTA DEL AUTOR

Cuando retoco mis obras
Es a mí a quien retoco
W.B.YEATS

 

 

HIJO DE HOMBRE, en su versión original, fue publicada en Buenos Aires en. 1960. Con esta novela se iniciaba una trilogía narrativa inspirada en la vida y en la historia (le la sociedad paraguaya. Hijo de hombre, Yo El Supremo y El Fiscal (esta última actualmente en curso) se han ido elaborando lentamente, amasados en los zumos de la realidad paraguaya, en las extrañas y trágicas peripecias de su vida histórica y social: esa realidad que delira y que nos echa al rostro ráfagas de su enorme historia, según la sintió y describió Rafael Barrett a comienzos del siglo.

En la literatura del Paraguay; las particularidades de su cultura bilingüe, única en su especie en América Latina, constriñe a los escritores paraguayos, en el momento de escribir en castellano, a oír los sonidos de un discurso oral informulado aún pero presente ya en la vertiente emocional y mítica del guaraní. Este discurso, este texto no escrito, subyace en el universo lingüístico bivalente hispano-guaraní, escindido entre la escritura y la oralidad. Es un texto en el que el escritor no piensa pero que lo piensa a él. Así, esta presencia lingüística del guaraní se impone desde la interioridad misma del mundo afectivo de los paraguayos. Plasma su expresión coloquial cotidiana así corno la expresión simbólica de su noción del inundo, de sus mitos sociales, de sus experiencias de vida individuales y colectivas.
En su conjunto, mis obras de ficción están compuestas en la matriz de este texto primero, de este texto oral guaraní, que los signos de la escritura en castellano tienen tanta dificultad en captar y expresar que las formas y las influencias culturales y literarias venidas de afuera no han conseguido borrar.
HIJO DE HOMBRE, la primera novela de la trilogía mencionada, me permitió precisamente profundizar esta experiencia de búsqueda en el intento de lograr la fusión o imbricación de los dos hemisferios lingüísticos de la cultura paraguaya en la expresión de la lengua literaria de sus narradores y poetas; dos universos lingüísticos de tan diferente estructura y funcionalidad. Traté de hacerlo a través de las formas de la experiencia simbólica y semántica que permitieran esta síntesis más allá o por lo menos en una dirección diferente de la simple mezcla de léxico y sintaxis del JOPARA del castellano paraguayo hablado, fórmula que utilicé sin éxito en mis primeros libros.

La tentativa ensayada en HIJO DE HOMBRE por el camino de una aglutinación semántica tampoco me satisfizo del todo. Así, después de veinte años, me encontré retocando y corrigiendo el texto narrativo de Hijo de hombre, animado por las experiencias realizadas en dos novelas posteriores, CONTRAVIDA (inédita aún) y YO EL SUPREMO. Corregir- y variar un texto ya publicado me pareció urca aventara estimulante. Un texto -me dije pensando en los grandes ejemplos de esta práctica transgresiva- no cristaliza de una vez para siempre ni vegeta con el sueño de las plantas. Un texto, si es vivo, vive Y se modifica. Lo varía y reinventa el lector- en cada lectura. Si hay creación, ésta es su ética. También el autor -corno lector- puede variar- el texto indefinidamente sin hacerle perder su naturaleza originaria sirvo, por- el contrario, enriqueciéndola con sutiles modificaciones. Si hay una imaginación verdaderamente libre y creativa, ésta es la poética de las variaciones. Esto hace posible la aventura de las metamorfosis de los libros éditos o inéditos en busca de su identidad, exactamente, corno lo hace el hombre a lo largo de su vida; ese misterioso ajuste de dos abstracciones: el fondo y la forma. Pero la forma no es sino el fondo que remonta a la superficie, decía. Víctor Hugo. Y esto sucede a veces -casi siempre- muy lentamente.

Además -me dije mistificando un poco la realidad de las cosas-, si una, sola vez muere el hombre, el autor quiere que su libro renazca muchas veces. Comprendí que ésa no era urna idea descartable ni errónea. Desde Shakespeare a Borges, desde la versión de los códices mayas y aztecas a los cuentos y relatos de la tradición popular y universal, desde las escritoras anónimas del Medioevo a los textos orales de las culturas indígenas y mestizas; desde, digamos, François Villon a Emiliano R. Fernández, el mayor poeta paraguayo bilingüe, la letra se subordina al espíritu, la escritura a la oralidad. Esta poética de las variaciones que subvierte y anima los «textos establecidos» forma los palimpsestos que desesperan a los críticos sesudos pero que encantan a los lectores ingenuos.

El anciano Macario, uno de los habitantes de HIJO DE HOMBRE, bajo la aparente obsesionada fijeza de sus relatos, varía constantemente las voces y los sueños de la memoria colectiva encarnados en ese diminuto cuerpo esquelético y espectral que puede caber cuando lo entierran -es decir cuando sobreviene su segundo nacimiento- en el ataúd de una criatura.

Durante más de veinte años, durante toda mi vida, he imitado sin saberlo al viejo Macario y siento que todo autor; hasta el menos ilustre y capaz y justamente por ello mismo, debe proceder a la ética y a la poética de las variaciones. Lo hace de todos modos, aunque no se lo proponga, de un libro a otro, de tal modo que la última versión es exactamente, en la vuelta completa del círculo, la negación de la primera.


Así, esta versión de HIJO DE HOMBRE es una obra enteramente nueva sin dejar de ser la misma con respecto al original en cuanto mantiene esencialmente su fidelidad al contexto originario de cuya realidad no es más que una de las posibles fábulas que la palabra portadora de mitos puede inventar. A. R. B. - Toulouse, 1982

 

 

IX.

MADERA QUEMADA

 

(DECLARACÍÓN DE LA CELADORA DE LA ORDEN TERCIARIA)

 

1

 

         Le voy a contar, mi don. Sí, señor, aunque encerrada casi todo el santo día al solo y entero servicio de la Orden Seráfica, muchas cosas malas he visto en mi vida pasar y volver a pasar. Pero de aquellos sucedidos del Cerrito que cayeron como una mancha eterna sobre el pueblo de Itape poco o más bien nada es lo que vi y puedo contar. Y lo poquito que yo sé es de haber mirado desde encima del corral sin tener arte ni parte en lo que pasó adentro. De modo y manera que sólo puedo decirle a usted, mi don, ocurrió lo que no pasó, o como se suele decir con la más fina voluntad: dígame un poco usted que yo le voy a decir. Porque este mundo no tiene alma ni vuelta si no es con la ayuda de nuestro Señor Jesucristo y de la Virgen María, su Madre Santísima. Usted, señor Jefe Político, o Alcalde, o Comisario, que yo ya no sé más cómo hay que llamar a Su Señoría. Usted, digo, ve volar un pájaro. Un suponer. ¿Acaso ve usted el rastro en el aire? Y eso que el pájaro es inocente. Y el aire, ¿acaso lo ve usted afuera o adentro del cristiano? Y adentro o afuera del cristiano, ¿acaso ve usted la sombra de su pensamiento, el rastro de sus recuerdos? y la maldad es lo que menos se ve. Y si usted me apura un poco, yo le diría con todo respeto que la maldad no se ve porque está en todos y en cada uno de nosotros, pobres pecadores.

         Así es que yo no tengo nada que declarar en contra ni a favor de los sucesos sucedidos. Nada en contra de los muertos que se murieron porque reventó en ellos su maldad permanente, su maldad sin segundo. Otros, porque se olvidaron de que la inocencia, el desamparo y la vida solamente Dios los cuida. Y así andan las cosas mezclándose y enredándose unas con otras. De puro vicio de balde.

 

2

 

         Usted me pregunta sobre la vida y milagros del señor Melitón Isasi, su antecesor en la Jefatura durante la guerra del Chaco, emboscado como autoridad suprema en este desgraciado pueblo de Itapé. No, puedo decirle que, mientras ustedes luchaban y morían por la patria allá lejos, él se consagró a remediar aquí las desdichas de los itapeños. Quiero decir de las mujeres, los viejos y las criaturas. Lo que es a los hombres el propio don Melitón los había repuntado ya hacia el frente hasta el último inservible por demás y hasta a los muchachos sin edad militar. Los mandaba a morir sin más pena.

         Ahora don Melitón también está muerto, y ya el Dios Fuerte, el Dios Justiciero se habrá encargado del puñadito de ceniza de su alma que ya estaba luego muy kaigué. Y a lo peor y lo más seguro es que la sopló de vuelta sobre la cabeza de los itapeños que andan desde entonces barriendo el suelo con los ojos.

         Es muy cierto que la desgracia cayó sobre el pueblo mucho antes de la llegada de Melitón Isasi. Las cosas empiezan siempre desde muy atrás y nadie sabe verdaderamente cuándo empiezan y menos, si usted me permite, cuándo terminan. Ahora mismo, un ejemplo de todo y por todo, andamos buscando esas cosas por detrás de lo que pasó, y por ahí, mi don, qué quiere que le diga, no vamos a llegar a ningún lado. Cuantimás cuando usted que es letrado escribe despacito lo que yo le cuento con mucho apuro todo lo que sé que es como no saber nada de nada y yo no sé leer ni escribir. Ni siquiera firmar, si no es con una cruz o la mancha de mi dedo mayor.

         Para mí, y al decirlo me santiguo, la desgracia de Itapé empezó cuando esos herejes del pueblo, capitaneados por el viejo Macario, pusieron en la punta del cerrito al Cristo hecho por Gaspar Mora cuando éste se escondió enfermo de lepra en el monte y murió bajo el fuego del cometa. Usted, señor, es nacido y criado en este pueblo y sabe toda la historia. De usted me acuerdo de cuando era así de muchachito. Así es que no hace falta que yo le recuerde ahora las cosas que nadie ha olvidado.

         Usted no estaba aquí cuando Melitón llegó al pueblo. Pronto supimos qué era lo que iba a pasar. No se comidió únicamente a mandar reclutas al frente ni a mandar con mano de hierro sobre los que quedaban. El vicio del nuevo Jefe Político no era el aguardiente ni el juego. Su alegría y su desesperación eran las mujeres jóvenes. Se desmandaba por ellas con un hambre cojuda más fuerte que su fuerza. Por las noches, sólo y sin escolta ni guardaespaldas, hacía sus recorridas a caballo. Lo protegía el miedo de sus víctimas, el miedo de todo el pueblo convertido en mujer ante el macho cojudo que le había caído encima. Tal cual. Y no hay luego peor ciego que el que no quiere ver su miedo. Y en ese miedo Melitón se volvía invisible. Así, pues, pasaba a su gusto delante de las viejas que espiaban detrás de las puertas y las mujeres jóvenes escondidas debajo de las camas.

         El tranco de su mala cara tomaba cualquier dirección, pero siempre una dirección nueva. Se lo empezó a llamar, en voz baja, Kurupí. Él lo sabía y no se ofendía, sino que se enorgullecía por eso. Un día, en una reunión de vecinos que vinieron a protestar a la Jefatura, el propio Melitón los consoló con poco y nada. Y mostró su autoridad golpeándose las entrepiernas, riéndose de media cara para arriba como un arriero atrevido. «¡A mí esto, ya me creció luego todo! -dijo desde la barandilla-. Y ni el propio Kurupí tiene una verga tan larga y tan bien hecha para todo servicio y más flores. Así que se me van nomás de vuelta para las casas sin protestar y se me quedan esperando el turno... » Tal cual, con perdón, es lo que dijo.

 

3

 

         Llegó a Itapé con su esposa legítima, una pobre mujer enferma y también ella llena de miedo. ¿Qué podía hacer Ña Brígida de Isasi sino sufrir y aguantar en silencio junto a ese hombre que golpeaba al pueblo como una peste? Pero ella quería a su hombre más que a esa pobre cosa sufrida y sin destino que era su vida.

         Vivían allí, frente a la Jefatura. Sin moverse de su asiento, usted puede ver la puerta de la casa en ruinas. En ese taperé pasaba encerrada Ña Brígida, peor que los presos del calabozo. Sin salir un momento de hora y a la hora de lo dicho sin esperar otra gracia que la desgracia. ¿Ve usted, mi don, esa abertura en forma de corazón en la puerta? Mirar por ese agujero era lo único que Ña Brígida podía hacer para ver lo que hacía Melitón aquí, adentro o afuera de la Jefatura. Su único trabajo, su gozo triste. Algo suyo, digo. Lo menos y lo más. Y él, sin más pena, a la vista y paciencia de todos, fogaba y desfogaba los malos deseos de su natural. Por las noches se iba a recorrer los ranchos. A veces se iba lejos a las compañías y parajes de Rojas o de Cande'a.

         Cuando Melitón no estaba, Ña Brígida me hacía llamar, y yo venía a acompañarla, a consolarla como mandan que hagamos con el prójimo los Mandamientos de la Caridad Cristiana de nuestra Santa Religión. Le ayudaba a rezar el rosario, a tener confianza en Dios, Nuestro Señor. Pero nunca conseguí llevarla a la Iglesia. Eso sí también tengo que decir. No por descreencia de la pobre. No, señor. Por miedo. Tenía miedo, un miedo de esos miedos que aflojan los dientes y abren llagas en las carnes y se meten por ahí hasta el pensamiento. Yo le hacía remedios con plantas enserenadas. Cogollo de ruda, raíz de hinojo, anís y eneldo en grano. Todo lo que sabía y más. Y sí le venían los temblores, yo la desnudaba y le friccionaba todo el cuerpo con grasa de kuriju o a mano limpia y mi saliva nomás. Se quedaba dormida. Poco a poco, entre sueños, anunciaba todo lo que iba a pasar. Menos lo último que pasó en el Cerrito. Desnuda y dormida volvía a parecer joven y hermosa, y era joven y hermosa como la Magdalena relapsa y santa. Su voz venía de lejos y se apagaba en un soplo cuando brotaba en sus labios el nombre de Melitón, y después seguía suspirando para adentro con un temblor en el vientre como si el corazón se le hubiera bajado hasta allí a palpitar en el recuerdo de su hombre. ¡Jesús! Yo me quedaba mirándola, así tan rendida, mansita y hermosa que hasta sentía envidia y deseo de ser como ella. Todo para qué. Yo me quedaba pensando en Melitón, en lo zonzo que es el hombre-macho que busca en recodos lejanos lo mucho verdaderamente bueno que tiene en la casa como desperdicio. Con todo respeto, mi don, le hablo hasta de lo que yo pensaba ahí con Ña Brígida dormida en mis brazos, hamacándola y diciéndole cosas al oído a través de su sueño. Ah mundo, ah vida... Todo tan al revés. Ña Brígida en mis brazos y Melitón a caballo por esos andurriales buscando hasta dónde llegaba la punta de su deseo, el lazo que lo iba a ahorcar.

 

4

 

         Fue así como una noche Melitón Isasi buscó y encontró a Juana Rosa, la mujer de Crisanto Villalba, en el distante paraje de Cabeza-de-Agua. Sabía que estaba sola en la chacra, con su hijito, ese crío Cuchuí al que ahora usted trajo a vivir en su casa, él con más suerte que otros huérfanos de este pueblo.

         No se habrá olvidado usted de que Juana Rosa era hija de María Rosa, la loca de Carovení, que hasta hoy porfía en su delirio que Juana Rosa era hija de Gaspar Mora, el tallador del Cristo, cuando todos los itapeños de aquel tiempo saben que eso no puede ser cierto. Pero quién puede saber dónde está el ojo de la aguja por donde pasa el camello de la verdad, como dice el Nuevo Testamento. Juana Rosa era una de esas mujeres encaprichadas por el mal sueño que les enferma la cabeza. Igual que su madre. Le venía en la sangre.

         Lo cierto es que Melitón Isasi no tuvo necesidad de traer a Juana Rosa la noche que la encontró en Cabeza-de-Agua. Ella misma amaneció con su crío en el patio de la Jefatura. Ya sé que la india Conché Avahay anduvo diciendo por ahí que Juana Rosa no tuvo más remedio que venir a servir de barragana a Melitón Isasi porque éste la amenazó con matar a su hijo. Pero Melitón no tenía necesidad de usar esta amenaza, y Cuchuí más bien le estorbaba en la Jefatura, seguramente. Cuchuí no tendría entonces ni año y medio. Rodaba entre la ceniza de la cocina mientras la madre preparaba el rancho de los agentes. O se escondía entre los mosquetones del armerillo. Los agentes se divertían con él como con un animalito. Cuando lloraba mucho, el propio Melitón lo metía con la punta de la bota en un calabozo. Lo mismo hacía cuando después de almorzar cruzaba la calle para ir a dormir en el despacho, y mandaba llamar a Juana Rosa. Ella no se hacía esperar. Venía mansita, con el gusto pintado en el semblante, en el movimiento de su cuerpo que se moldeaba bajo el rotoso vestido. La pollera mojada por el locro le marcaba los muslos, la cintura delgada, los pechos duros. Entraba con los cabellos negros tapándole la cara.

         Por la abertura de la puerta, Ña Brígida espiaba lo que pasaba adentro. Desde allí veía a Juana Rosa cuando le sacaba las botas a Melitón. Después cerraba la puerta. Desde allí se oían los pujidos torunos de él, los gemidos de ella... ¡Dios nos guarde y perdone!

         Sé que la india Conché Avahay también vino a contarle a usted que Juana Rosa le había dicho que se iba al Chaco a buscar a Crisanto para morir o volver con él. Dejó a Cuchí con la abuela loca y desapareció. Pero nadie sabe qué fue de ella, dónde está. Crisanto Villalba ya volvió a medias viudo si Juana Rosa anda resbalando todavía por ahí sobre la cáscara de este mundo. Porque, usted ya lo ve, mi don, en este pueblo hay luego hasta lo que no hay.

 

5

 

         Juana Rosa no fue la única barragana de Melitón Isasi. A veces había dos o tres muchachas en el patio entre el humo del fuego y el vapor de la olla. En realidad, Juana Rosa fue la que menos le duró. Entre tanto, engatusó a la Felicitas Goiburú, la hermana menor de Esperancita, que ya hacía tiempo que se había desgraciado y que un trapero escondió y llevó nadie sabe adónde. Vivimos en tierras del Demonio, mi don. Escúcheme un poco.

         A Felicitas Melitón no la pescó en la oscuridad, a lo largo de una de sus rondas de noche, sino en pleno día, a la salida de la escuela. Ni siquiera tuvo que esperar mucho tiempo. Ganó a la Felicitas con dos o tres zonceras. El mismo mandaba a un soldado a cortar las rosas que la mitákuña'i solía llevar de regalo a la maestra.

         Una tarde Ña Brígida me hizo llamar. Entré por el fondo atravesando el bananal con el alma en un hilo. La encontré espiando por el corazón del postigo, envuelta en los primeros temblores. Tenía los dientes apretados, no podía hablar. Sufría todo lo que hay que sufrir y más. Yo la saqué del espiadero y la empecé a desnudar y friccionar el cuerpo con caña de quemar y ruda. Suspiró con fuerza como en un lloro atravesado en la garganta. Después se quedó tranquila, los ojos cerrados, suspirando muy hondo. Yo hablaba para mí en voz alta entre las oraciones. Pensaba en la desgracia grande que iba a juntarse con las otras si algún día terminaba la guerra y volvían los mellizos Goiburú, hermanos de Felicitas. Quise tranquilizarla a Ña Brígida, remediar aunque no fuera más que una gota de su aflicción. “¡Felicitas entró porque quiso, Ña Brígida!... ¡Ella buscó a don Melitón, se le metió adentro como una ternera corsaria!...” Pero yo hacía ruido inútilmente. La otra no me oía, estaba ausente, los ojos llenos de lágrimas, aunque en los labios tenía una sonrisa como la imagen de Santa Librada. En ese momento, sin que supiera cómo ni por qué, yo también sentí un amor inmenso por esa mujer. Acaso porque era el Cordero que se ofrecía a Dios en el sacrificio por todos nosotros. La besé santamente en los labios y la cubrí con el rebozo.

 

6

 

         Se cerró el tercer año de guerra. Se hablaba ya de la paz entre paraguayos y bolivianos. Para nosotros, en Itapé, siempre detrás de lo malo iba a estar luego nomás lo peor. Y detrás de lo peor únicamente la muerte y la condenación.

         Don Melitón me hizo llamar. Se mostró muy humilde y dolido. Me pidió que atendiera a Felicitas y la desobligara de su embarazo de cuatro meses. Usted sabrá qué hacer, me dijo desgallado, la omnipotencia para abajo. La voz parecía salirle ya desde abajo de la tierra. Me pidió también que me quedara a dormir con Felicitas para atenderla en todo y por todo y parar las habladurías de la gente. No se preocupe, don Melitón, le dije. El secreto cuanto más circula más secreto, como dice el ñe'ẽnga. Me miró con esos ojos de piraña o de taguató que tenía el pobre. No dijo nada, no entendía luego más nada. Me volvió la espalda, y yo me persigné porque creí ver ya en su atrás los rosetones de las balas de los mellizos.

         Entré a sentir a Felicitas. No la vi en un primer momento. Estaba escondida de rodillas en la oscuridad. Le tomé la mano. Ella se echó a llorar y dijo entre sus lágrimas: «¡Yo quiero tener a mi hijo!... ¡Es lo que más quiero!... Te pido, Hermana Micaela que me ayudes a tenerlo...» Traté de hacerle entender que no se podía. Don Melitón está casado y no se puede casar contigo, Felicitas, le dije. No se pueden casar contra la ley de Dios y de los hombres. Tarde o temprano se presentarán tus hermanos y te reclamarán su deshonra y matarán a don Melitón.

         Felicitas lloró toda su alma por los ojos un buen rato. Después se calmó y dijo: «Entonces... que sea lo que Dios quiera... No tendré a mi hijo sobre la muerte de su padre o de mis hermanos...»

         Durante más de quince días le hice probar todos los remedios caseros que conozco, infusiones, purgas, abortivos de uña-de-gato. Lavajes de pasionaria, tapekue y laurel macho. Desde su apostadero, Ña Brígida escuchaba el ruido de las arcadas, los quejidos de la muchacha, cuyas entrañas se resistían al saqueo. Al mes Felicitas era piel y hueso. ¡Una vieja esa doncella de quince años que ya nunca más iba a poder ser abuela!

         Una noche entró don Melitón, borracho y lloroso. Le entregó a Felicitas la carta de los mellizos, que él había abierto y leído. «Tus hermanos -le dijo- ya llegaron a Asunción... Esperan el Desfile de la Victoria y sus papeletas de desmovilización para volver a Itapé...»

         Van a tener que ir a ver cuanto antes a una partera de Borja, les dije. Les di el nombre y la dirección de Emerenciana Benítez. En su casa, Felicitas podrá tener a su hijo y esperar mientras tanto que pase todo el ramalazo. Nos abrazamos los tres y lloramos juntando nuestras lágrimas. Melitón era flojo en las mataduras. Yo cebé mate muy fuerte hasta la medianoche. Después empecé a rezar el rosario de Quince Misterios para alargar el tiempo a los pies del Señor y pedirle ayuda y bonanza. La única que faltaba allí era Ña Brígida. Voy a ir a verla, dije, y salí.

         Por el agujero vimos a Melitón y a Felicitas alejarse a caballo en la noche sin luna rodeando el pueblo para tomar el camino viejo. Comenzó a gemir con los dientes apretados. La abracé sobre mi pecho. Le estaban viniendo los temblores. La llevé a la cama y la empecé a desnudar, sintiendo en la boca el gusto amargo de su sudor.

 

7

 

         Pasaron los días arrastrándose en hilera con el peso de un mundo cada uno. Vigilar y esperar lo que ya no tiene remedio. Al principio en el pueblo se malpensó en un rapto, en una huida. Envalentonada por el fin de la guerra y la ausencia de la autoridad, la gente rompió al aire el mazo de los se dice, en lugar de los miedosos cuchicheos de antes.

         La noticia de la vuelta de los ex combatientes hizo olvidar del todo luego la desaparición de Melitón y Felicitas, cuyo destino únicamente yo conocía hasta donde Dios permite que las cosas se sepan.

         A lo largo de la línea del ferrocarril, los telegrafistas se iban pasando las horas de llegada del tren en cada pueblo. En la estación de Itapé también se preparó un gran recibimiento. Todo el pueblo se volcó en una gran procesión a recibir a los pocos compueblanos que volvían al valle.

         Yo me metí también con mi hábito de la Orden entre el ruido de la gente y de los petardos, de los tiros y los hurras. Veía bajar del tren a esos hombres que volvían del fin del mundo comidos de un brazo, de una pierna, las caras quemadas, agujereadas por los costurones de las cicatrices, algunos sin ojos, sin dedos, sin manos. Puchos de hombre, ¡a la pinta digo! Costaba trabajo reconocer lo que habían sido en lo que llegaba de ellos. Extraños en todo y por todo. Hombres duros y fuertes y jóvenes en otro tiempo. No habían podido morir por la gloria de la patria, y ya no iban a poder morir por la gloria de Dios... ¡Misericordia, Señor, Dios de los Ejércitos, Dios Fuerte y Mortal!

         Bajaron todos, pero los mellizos Goiburú no llegaron. La gente empezó a preguntar. Los recién llegados dijeron con muchas risas que seguramente estarían viniendo a pie con las ganas que tuvieron siempre los mellizos de contrear y hacer por su cuenta lo que los otros no hacían. Algunos empezaron a contar las hazañas de los Goiburú en el frente como en broma, y sin más pena de burlarse de todo lo que todos habían sufrido a lo largo de tres años de combates en los desiertos. La tristeza en medio de las risas y los ruidos.

         En un momento en que los recién llegados colocaban hacia arriba las caras al chorro de las cantimploras, lo saqué del ruedo a Corazón Cabral tironeándole de sus galones de sargento. Me reconoció y me abrazó entre los remolinos. «¡Cómo está la Hermana Micaela, sargenta de la Cofradía del Tercer Mundo!...», dijo petardeando una carcajada. Yo aproveché para preguntarle si sabía algo de los hermanos Goiburú. «¡Oigan! -dijo volviéndose hacia los otros-. ¡La Hermana Micaela quiere saber cuándo llegan los mellizos Yryvu a vuestro querido e ilustre pueblo de Itapé!»

         Alguien dijo muy serio: «!Los mellizos se quedaron en Asunción para presentar sus candidaturas a la presidencia y vicepresidencia de la República!... »

 

8

 

         Volví a preparar el altar por si venía el Pa'i Pedroza para hacer la bendición con el Santísimo. De allí fui a escondidas a ver a Ña Brígida. No la encontré. Uno de los números de guardia me comunicó de mal modo que la esposa del jefe político se había ido sola al cerrito y que no había querido que nadie la acompañara.

         Salí a buscarla con el resto de mis fuerzas. No vi a nadie por el camino. Iba casi corriendo en una especie de ruido de susto, de angustia, que me cortaba el aliento. ¡Pobre Ña Brígida!, me oí decir contra el viento encaprichado en cerrarme el paso, peleando con él para que no me levantara el refalso del hábito.

         Subí hasta el calvario del Cristo leproso. La cumbre del cerrito estaba desierta, sin más que las maripositas blancas que subían del manantial. Busqué rastros frescos sin avistar nada más que una cosa que brillaba entre las piedras. Me agaché a recogerla y encontré que era el rosario de plata de Ña Brígida. La crucecita estaba manchada de sangre. Me dejé caer de rodillas frente al Cristo, sin animarme a levantar los ojos hasta él. Era la primera vez que yo también subía hasta allí y empecé a sentir que el cerrito entero empezaba a dar vueltas lentamente en la luz colorada del atardecer.

         Sin darme cuenta de lo que hacía, empecé a rezar apretando mucho las cuentas del rosario de Ña Brígida. La pequeña cruz chispeaba entre mis manos. Al terminar el rosario, besé la cruz y me entró en la boca el gusto a sangre. Escupí a un costado y empecé a levantar la cabeza buscando en los alrededores presencia de persona a mi lado. En un derrepente todo el cuerpo se me hizo un agujero negro, se rompió en un grito mi alma. No quería, no podía creer en eso que me había estado mirando todo el tiempo y que yo comenzaba a ver. El Cristo tenía botas. Alcé un poco más los ojos y vi que el Cristo estaba vestido de militar y que la ropa estaba ensangrentada. Todavía de rodillas, alcancé a reconocer, como en una malavisión, a Melitón Isasi atado a la gran cruz negra con muchas vueltas de lazo y a medias degollado.

         Me levanté para escapar, pero tropecé con el Cristo de madera tumbado entre los yuyos. Se iba quemando poco a poco y todavía echaba un mechoncito de humo. Al levantarme para seguir corriendo, vi al fondo de la quebrada el cuerpo de Ña Brígida. No supe más porque en ese momento me desmayé y caí golpeando con la cara las brasas...

         Vea, mire, éstas son las manchas de las quemaduras.

 

 

ÍNDICE
NOTA DEL AUTOR


I. HIJO DE HOMBRE


II. MADERA Y CARNE


III. ESTACIONES


IV. ÉXODO


V. HOGAR


VI. FIESTA


VII. DESTINADOS


VIII. MISIÓN


IX. MADERA QUEMADA


X. EX-COMBATIENTES.

 

 

 

 

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