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RUBÉN BAREIRO SAGUIER (+)

  DE NUESTRAS LENGUAS Y OTROS DISCURSOS, 1990 - RUBÉN BAREIRO SAGUIER


DE NUESTRAS LENGUAS Y OTROS DISCURSOS, 1990 - RUBÉN BAREIRO SAGUIER

DE NUESTRAS LENGUAS Y OTROS DISCURSOS

Por  RUBÉN BAREIRO SAGUIER

Autor: Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Tapa: Carlos Colombino

Biblioteca de Estudios Paraguayos - Volumen 34

Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción, 1990.

 

 

Enlace al ÍNDICE del libro DE NUESTRAS LENGUAS Y OTROS DISCURSOS en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

ADVERTENCIA;

ENCUENTRO DE CULTURAS ;

EL MUNDO INDÍGENA Y LA LITERATURA LATINOAMERICANA CONTEMPORÁNEA;

TRAYECTORIA Y PROYECCIÓN DE LAS LENGUAS AMERINDIAS;

CÉSAR VALLEJO Y EL MESTIZAJE CULTURAL;

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS O LA PALABRA HERIDA;

HORACIO QUIROGA: LA TERCERA ORILLA DE LA FRONTERA; (EL GUARANÍ EN LA ESCRITURA QUIROGUIANA)

ESTRUCTURA AUTORITARIA Y PRODUCCIÓN LITERARIA EN EL PARAGUAY ;

LA GENERACIÓN NACIONALISTA-INDIGENISTA DEL PARAGUAY Y LA CULTURA GUARANÍ;

NIVELES SEMÁNTICOS DE LA NOCIÓN «PERSONAJE» EN LAS NOVELAS DE AUGUSTO ROA BASTOS;

LA CARA OCULTA DEL MITO GUARANÍ EN HIJO DE HOMBRE DE AUGUSTO ROA BASTOS ;

ESTRATOS DE LA LENGUA GUARANÍ EN LA ESCRITURA DE AUGUSTO ROA BASTOS ;

LOS MITOS FUNDADORES GUARANÍES Y SU REINTERPRETACIÓN ;

EL GUARANÍ Y SU MUNDO;

EL DERECHO A LA LENGUA;

ALFABETIZACIÓN EN LENGUA MATERNA .

 

 

ADVERTENCIA

Los trabajos que integran el presente volumen han sido publicados -salvo uno, inédito hasta ahora- en diferentes lugares y circunstancias: en tanto artículos en revistas especializadas o como capítulos de libros. Inclusive uno de ellos: «El derecho a la lengua», fue expuesto en un coloquio internacional dedicado a los nuevos derechos humanos (realizado en la Sorbonne de París, en 1987). Ello explica las coincidencias o reiteraciones que se pueden detectar en varios de los ensayos: se trata -a menudo- de variaciones sobre un mismo tema que, si bien difieren por la formulación, concuerdan en los argumentos de fondo a propósito del tema capital del encuentro cultural -lingüístico en particular propio a las expresiones literarias, u otras, del «continente mestizo», en especial las de la ígnea «isla secreta» que se llama Paraguay. Ese encuentro fecundante es el eje vector de este libro, la pasión que lo anima, el aliento que lo sostiene.

Creo oportuno reunir en un tomo las reflexiones, las cavilaciones, las recapitulaciones sobre el tema evocado que, durante los años de la desgarrada ausencia -apenas física-, constituyeron temas privilegiados de mi quehacer intelectual y, al mismo tiempo, una manera de recuperar, de recomponer a través de la palabra, el perfil de mi tierra, de proyectarla, de volverla presente en otras latitudes.

Rubén Bareiro Saguier

Asunción, junio de 1990




 



 

EL MUNDO INDÍGENA

Y LA LITERATURA LATINOAMERICANA CONTEMPORÁNEA

 

«Somos guaraníes, descendientes de la raza heroica...». Cuántas veces escuché repetir esta frase en las aulas durante mi niñez. Las maestras la reiteraban a menudo, los libros lo consignaban a la saciedad y los párvulos lo creíamos a pies juntillas. Camino a la escuelita del pueblo, por las calles tapizadas de hierba todavía húmeda por el rocío matinal, mi imaginación infantil se exaltaba con la evocación de las leyendas indígenas aprendidas en los textos, entusiasmo reforzado por algunas canciones populares en boga. Los olores de la tierra, los infinitos resplandores del sol adolescente en las gotas del rocío, en los objetos renacidos proteica y milagrosamente cada amanecer, los interminables pequeños ruidos -pájaros, hojas, mugidos y cacareos- incitaban la fantasía y empujaban a la reelaboración de las escenas «míticas»: la princesa india que se convierte en flor al ser quemada por los «extranjeros», el cacique bravío que es tocado por la gracia divina y se vuelve católico, y otros tantos episodios a propósito de «nuestros antepasados», reelaborados, corregidos mejor, por los formuladores de una cultura que de indígena tenía apenas el nombre y una nostalgia desvaída.

Sólo años después me he podido percatar de la alienación que implicaba esa clase de construcciones de la representación mental al servicio de una cierta ideología.

Una de las circunstancias que más contribuía a mantener la ambigüedad era, sin duda, la supervivencia de la lengua guaraní, que no la aprendimos en la escuela -ni siquiera en la casa-, sino en la calle o durante los recreos entre clase y clase. En efecto, la educación se realizaba exclusivamente en español, siendo estrictamente prohibida la utilización del idioma aborigen -bajo amenaza de severas sanciones-, lo cual no nos impedía que traspuesto el umbral del aula, nos pusiéramos a hablar guaraní, saboreándolo con la fruición del fruto prohibido. Además, era el vehículo natural de comunicación entre los párvulos, casi todos de extracción campesina. Mis padres, que hablaban perfectamente el guaraní, nunca me dirigieron la palabra en este idioma, y veían con malos ojos que me expresara en el mismo. Sin embargo, yo sabía que mi padre amaba apasionadamente esa lengua, y que la poseía como un virtuoso, puesto que era un prestigioso caudillo campesino.  Este juego entre las interdicciones y el natural aprendizaje, así como la espontánea utilización del idioma indígena fue la primera contradicción constatada. Algo fallaba en la fórmula del «orgullo de ser guaraní» que se nos inculcaba, frente a la forma en que los elementos de la cultura indígena estaban presentes en la realidad cotidiana. En primer lugar la descrita manera subrepticia del aprendizaje de la lengua, como si se tratara de un acto vergonzoso que debíamos ocultar. En segundo lugar, me acuerdo que uno de los insultos más graves entre nosotros era el de «indio». He visto a campesinos con los rasgos evidentes de las imágenes librescas marcadas en el rostro, volverse furiosos al ser motejados con la palabra «infamante». ¿Dónde estaba, pues, nuestro «orgullo guaraní»?

Por otro lado, la presencia indígena en la literatura era el resultado de esa concepción contradictoria. En efecto, la generación «indigenista» que surge en Paraguay en la segunda década del presente siglo, habla de un indio idealizado y de situaciones falsas creadas por la visión alienada que la colonización había impuesto. Por ejemplo, todos los escritores de ese grupo exaltan al dios Tupâ, una divinidad importante, aunque no la principal del panteón guaraní, que había sido elegido por los misioneros como equivalente del dios cristiano, a fin de dar la idea que querían imponer de éste: todopoderoso, temible y benefactor. El dios supremo creador existía entre los guaraní, pero ninguno de los indigenistas paraguayos fue capaz de acordarle la jerarquía que poseía entre los indígenas, siguiendo por el contrario los criterios de sustitución cultural adoptados por los evangelizadores. El tono de esta literatura colonizada está dado por el poema «India», que acompañado de música consiguió enorme difusión. En el mismo se pinta una india de tarjeta postal («doncella desnuda [...] bella mezcla de dios y pantera»). Es decir, adornada con todos los atributos necesarios para crear la imagen engañosa deseada por los indigenistas en su afán de verse reflejados en la visión extraña, turística. Su autor, Manuel Ortiz Guerrero, poeta popular y progresista, de buena fe era víctima de la ideología alienada de la época. Menos inocente es la actitud de otros indigenistas paraguayos, que utilizaban los tópicos en boga con fines políticos demagógicos.

Pero del alcance de este proceso condicionador me pude percatar mucho más tarde, cuando hacia 1950 aparecieron los auténticos poemas de los guaraníes. Para comprender esta larga tarea de suplantación colonial, la dilatada ausencia de los textos o de los valores indígenas en la literatura latinoamericana, es preciso volver la mirada hacia atrás, enfocando el problema en el conjunto de las culturas amerindias, pues en todas se plantea de manera más o menos similar.

La situación de culturas dominadas en que se encuentran las precolombinas,  es el resultado de un sostenido proceso de condicionamiento colonial, basado especialmente en el concepto etnocentrista occidental. El problema de fondo se plantea en el momento inicial del encuentro, el choque de dos visiones distintas, casi siempre opuestas del mundo: el mundo mágico, metafórico, poético del indígena americano frente a la concepción racional, dinámica, agresiva del renacimiento europeo. Este encuentro conflictivo, el más dramático de la historia moderna, se resuelve, como es sabido, por la imposición de los valores occidentales.

A partir de ese momento se crea toda una tradición de juicio, que puede ser caracterizada como mentalidad colonial, según la cual existe «una cultura superior» y otra «inferior». El producto de la primera, el de los dominadores, es considerado «Artes Mayores» o «Bellas Letras», mientras que el de los dominados no pasa de ser «artesanía» o «folclor», al que no se acuerda el estatuto de la obra estética. La expresión del tema indígena, y con mayor razón la de sus valores, conoce serias trabas durante toda la Colonia. Los criollos o españoles nacidos en América sufren de esas restricciones; los mestizos se manifiestan mimetizándose a través del lenguaje y los esquemas del conquistador. En cuanto a los indios, se verá más adelante el caso paradigmático del cacique Huamán Poma de Ayala, para comprender la represión que existía contra sus expresiones.

La situación señalada ha conducido a la marginación de la literatura indígena, menospreciada estéticamente o considerada como maraña de supersticiones paganas y hato de mentiras diabólicas, por las implicancias religiosas de esa palabra sagrada de los indios.

La trayectoria de esa marginación reductora ha de ser rastreada a través de elementos como la vigencia -y el aprovechamiento- de las lenguas autóctonas, la conservación o la destrucción de los testimonios literarios, la utilización ambigua de los mismos, hasta encarar el momento en que los valores de las culturas pre-hispánicas adquieren reconocimiento pleno.

 

LOS AVATARES DE LAS LENGUAS INDÍGENAS

La justificación principal de la conquista ha sido siempre religiosa: ganar adeptos para la «fe verdadera»; recuperar las almas extraviadas por la ignorancia, dirigiéndolas hacia la salvación por el camino que conduce al cielo cristiano. La lengua de Castilla -que ya había hecho sus pruebas de hegemonía en las luchas por la supremacía en la península- acompañó todo el proceso de la conquista y la colonia. Instrumento y prueba de la dominación, el primer movimiento natural fue el de la imposición del idioma español-castellano en los dominios del   Nuevo Mundo. Así los doctrineros y catequizadores predicaron inicialmente en español, ayudados por los «lenguas», indios que habían aprendido el castellano, y posteriormente por los mestizos. Pronto se hicieron sentir los inconvenientes de la mediación del intérprete. La práctica de los misioneros tendió a la utilización de los idiomas vehiculares, llamados «lenguas generales», por servir de medio de comunicación intertribal (el quechua, el náhuatl, el quiché, el guaraní, etc.), aproximadamente en extensiones correspondientes a las áreas de las culturas predominantes en el momento de la llegada del conquistador. Esta práctica catequizadora se reveló mucho más eficaz, porque el indígena oponía menos resistencia al aprendizaje de los nuevos principios en una lengua autóctona, aunque no fuera la propia, que en un idioma europeo. La praxis se volvió doctrina oficial y adquirió fuerza de ley a través de una Cédula Real, en 1573, de Felipe II. Esta actitud fue ejercitada especialmente por la Compañía de Jesús, robustecida por el fervor apostólico de la misma, con los resultados exitosos bien conocidos en el proceso de la «conquista espiritual» de América. Consecuentemente fueron creadas cátedras de lenguas indígenas en diversos centros del continente, y los misioneros realizaron estudios de las mismas. El auge de las «lenguas generales» contribuyó a afirmar un sentimiento de respeto hacia las culturas indígenas, al demostrar las posibilidades, la validez de los idiomas correspondientes a las más difundidas de entre ellas, aunque como se verá, lo que predominó fue la utilización de las mismas.

El siglo XVIII marca un cambio radical en la posición señalada. La decadencia del Imperio español necesitaba, posiblemente, de una afirmación compensatoria. Así como durante el auge del poderío hispánico el absolutista Felipe II se permitía una medida liberal, en el momento de la decadencia, el «liberal» Carlos III ordena por Cédula Real de 1770, «que se extingan los diferentes idiomas de que se usan en los dominios del imperio y sólo se hable el castellano». La expulsión de los jesuitas, en 1768, rubricó la medida tendiente a la extirpación de las lenguas aborígenes, al disponer el alejamiento de los campeones de su utilización en el Nuevo Mundo.


 

EL DOMINIO GUARANÍ-TUPÍ

Las consideraciones precedentes ponen en evidencia la importancia de la lengua en las diferentes contingencias históricas y políticas, las que a su vez influyen en la supervivencia y en la difusión -o la marginación- de las literaturas amerindias.

Analizo en primer lugar el dominio de la cultura guaraní-tupí por una razón práctica: el caso configurado por este área cultural es paradigmático  para comprender el proceso de utilización de la lengua aborigen como factor de condicionamiento. Ejemplar asimismo en lo que concierne a la supervivencia del idioma indígena y, al mismo tiempo, a la sistemática marginación de la auténtica literatura producida en la lengua.

En efecto, como consecuencia de un proceso histórico particular, en la Provincia española que ocupaba gran parte de la América del Sur, Paraguay, el conquistador se convirtió pronto en colono, abandonando los sueños de enriquecimiento rápido. Dos vías paralelas permitieron la conservación de la lengua indígena, el guaraní, como vehículo principal de comunicación. La primera: el mestizaje, practicado en forma general desde los comienzos del encuentro hispano-guaraní. La presencia preponderante de la madre india, encargada de criar al hijo mestizo, contribuyó poderosamente a la continuidad de la lengua. La segunda, las Misiones jesuíticas. La Provincia del Paraguay fue el sitio privilegiado de la experiencia social realizada por la Compañía de Jesús. La misma se realizó en lengua aborigen, único idioma utilizado en las Misiones. Una serie de estudios -gramáticas, diccionarios, vocabularios-, contribuyeron a realizar la descripción y la fijación del guaraní. Pero al mismo tiempo, esos estudios tendían a la utilización de la lengua para los fines de la catequización, de la suplantación cultural. El Padre Antonio Ruiz de Montoya, el más importante estudioso de la lengua, es autor de un libro que elocuentemente se intitula: La conquista espiritual. Ruiz de Montoya fue asimismo inspirador de una literatura en la lengua indígena, pero literatura cristiana, de servicio. El resultado del uso exclusivo del idioma autóctono resulta claro: la enseñanza de los principios de la religión católica, la «fe verdadera», y consecuentemente la suplantación cultural, mediante la exclusión de los temas de las creencias indígenas, las «supersticiones falaces» de los guaraníes. Pero, ¿qué tiene que ver esto con las literaturas aborígenes? Los textos orales indígenas contenían esencialmente temas religiosos. Los grandes poemas cosmogónicos, teogónicos y etiológicos, las oraciones, en síntesis, toda la producción literaria de los guaraníes era de carácter religioso. Pueblo profundamente creyente, su palabra era fundamentalmente mítica, ritual. La marginación de la literatura guaraní auténtica, realizada en forma sistemática por los colonizadores, jesuitas o no, constituyó un acto de etnocidio en el plano literario, tanto más grave que la palabra era para este pueblo el medio privilegiado de su manifestación artística. El seminomadismo les impedía desarrollar otras expresiones, como las artes plásticas. En síntesis, la prohibición realizada con fines de «extirpar las supersticiones», constituyó una verdadera ablación artística, una amputación del producto más elaborado de la cultura guaraní. Y lo más contradictorio es que el proceso se realizó conservando cuidadosamente la lengua, utilizándola para obtener una suplantación cultural.

¿Cuál ha sido el resultado de esta empresa reductora? El primero, que en un lapso que dura cuatro siglos no se ha recogido una sola expresión de la literatura tradicional guaraní. El segundo, que la literatura del Paraguay -país en donde el guaraní se conserva como lengua nacional, mayoritaria- se produce dentro de una dicotomía casi irreconciliable; por un lado, la producción culta, marcada por el prestigio del castellano y de la escritura, la letra impresa, y por el otro, una literatura popular, signada por la oralidad, producida en guaraní y a menudo musicada. Y cuando aparece una literatura «indigenista», como la señalada al comienzo, ésta lleva la marca de la mentalidad colonizada.

¿Y los textos tradicionales guaraníes? Felizmente la memoria colectiva es pertinaz, tanto más si se trata de perpetuar la palabra sagrada de los antepasados, núcleo, receptáculo y razón de la cultura. Los cantos, conservados en los grupos sobrevivientes, fueron finalmente transcriptos, en 1914, por el etnólogo alemán Kurt Nimuendajú Unkel, quien recogió las leyendas de la creación y del juicio final de los apapokuva-guaraní (publicados primero en traducción alemana, y luego en una exigua edición trilingüe, recién en 1944). Y en 1959, León Cadogan publicó un conjunto muy importante de textos míticos, recogidos en otro grupo guaraní, los mbya.


 

EL DOMINIO NÁHUATL

Se ha opuesto la situación de la literatura náhuatl a la de la guaraní, porque aquélla ha sido recogida -textos capitales de la misma- en pleno siglo XVI, especialmente por Fray Bernardino de Sahagún. Este sacerdote, ganado por la cultura indígena dedica su vida a esa tarea, que sirve de ejemplo, impulsa a otros españoles a emularla. Pero la labor de transcripción ha sido bruscamente interrumpida por Orden Real, en 1576, que al mismo tiempo que la prohibía, disponía la destrucción de todos los testimonios de la «idolatría». Varios años después, el arzobispo de México, Juan de Zumárraga, se jactaba de haber destruido 20.000 libros y 500 templos.

No obstante, si se considera la tarea de Sahagún, se podría creer que la literatura de los mexicas ha sido conservada, gracias a las transcripciones realizadas por los mismos colonizadores. La afirmación precedente constituye una parte de la verdad; lo que la misma esconde es el hecho de la tardía publicación de los textos recogidos por Sahagún y sus seguidores. El resultado es pues el mismo: la misma mentalidad colonial que marginó la literatura guaraní, impidió la difusión de la náhuatl. Los manuscritos mexicas permanecen ignorados por más de tres siglos, inéditos, y en consecuencia inexistentes a los efectos de una posible continuidad literaria. El control efectuado ha sido, además, más riguroso en México, porque la mayor cohesión política volvía más sospechosa esta región, y consecuentemente, más radical el proceso de suplantación cultural. En el dominio de la lengua resulta evidente si se compara la vigencia reducida del náhuatl -confinado a reservas en el ámbito rural- con la condición de lengua viva que posee el guaraní, aún en los centros urbanos. Volviendo a la literatura náhuatl, la situación final de este acervo tradicional no difiere fundamentalmente de lo acontecido en el dominio guaraní, aunque cuantitativamente es más importante. Pese a su temprana transcripción, la ineditez en la que se la mantuvo condujo al mismo desconocimiento, es decir a la inocuidad a los efectos de la afirmación de los valores indígenas. En efecto, los textos de los informantes de Sahagún, por ejemplo, fueron publicados -primero en inglés, luego en español- recién a partir de 1950. Ángel María Garibay y Miguel León Portilla son los que más han trabajado en la traducción y la difusión de la literatura náhuatl.


 

EL DOMINIO MAYA

El ámbito de las lenguas mayas tiene múltiples similitudes con el anterior, en lo que respecta a la conservación y a la publicación, relativamente antiguas de varios textos capitales: Popol Vuh, Chilam Balam y Rabinal Achí. La difusión que los mismos han alcanzado, su prestigio literario y la prolongación en las letras más recientes, pueden inducir a engaño con respecto al impacto de esa literatura. La verdad es que su conocimiento no data sino del siglo XX, o finales del XIX. Por otro lado, la mayoría del material maya no ha sido traducida, y la parte principal ha sido vertida al inglés, no al español. A lo cual hay que agregar el problema suplementario de la diversidad de lenguas habladas en el área maya: 21 idiomas, de lo cual se deriva la heterogeneidad que distingue la literatura mayense de la de los nahua y la de los guaraní.

Otro signo negativo de esta producción está constituido por las interferencias, especialmente cristianas, intercaladas en los textos, que se puede apreciar inclusive en la copia quiché del Popol Vuh, hecha sin embargo hacia 1700, por Francisco Ximénez. Cuando llegan los conquistadores, la maya es una cultura ya en declinación. Más frágil en consecuencia, más expuesta a la acción tergiversadora de los aportes extraños.

Los factores adversos señalados muestra como, pese a las apariencias, la literatura maya ha sido víctima de la mentalidad colonial, al igual que las otras pre-hispánicas del continente. Sin embargo, a este área corresponde el libro que ha tenido mayor impacto por su continuidad  literaria en Hispanoamérica: el Popol Vuh, gracias a la obra de Miguel Ángel Asturias. La utilización que del mismo hace el narrador guatemalteco es un buen ejemplo de lo que podría significar la continuación, el desarrollo de una tradición cultural.


 

EL ÁREA DE LA LITERATURA QUECHUA

En el dominio del antiguo incanato, el estado de mayor cohesión política, la destructuración producida por la conquista fue de consecuencias catastróficas. Esto dio cierta especificidad al producto de ese choque. En efecto, así como los súbditos del antiguo imperio inca fueron los primeros en adaptar las armas europeas a la resistencia contra los conquistadores, han sido los testimonios sobre esa cultura los primeros en ser publicados. En 1609, el Inca Garcilaso de la Vega, escritor mestizo, da a luz sus Comentarios Reales, evocación nostálgica del mundo incaico. Si bien elogia el imperio pre-hispánico, Garcilaso desprecia la «bestialidad» y la «idolatría» de la etapa anterior al incanato, que corresponde para él al «estado de barbarie». Su admiración por el mundo incaico tiene como fundamento principal los signos de organización que presagian el advenimiento del cristianismo: la existencia de un solo dios, el Sol, cuyo culto reemplazó a la anterior idolatría por una monolatría, acompañada de la creencia en la inmortalidad del alma y en la resurrección universal. En fin, en su concepción, todo estaba anunciando la llegada providencial del dios católico. La evangelización es, pues, para Garcilaso, la justificación natural de la conquista. Educado en España desde los 20 años, la estructuración de su pensamiento era perfectamente renacentista. No resulta en consecuencia sorprendente la temprana publicación de su libro. En cambio, la obra del escritor indígena Huamán Poma de Ayala, terminada en 1617, apenas unos años después de la del anterior, fue «descubierta» a comienzos de este siglo y permaneció inédita hasta 1936.

El autor habla del mismo tema que Garcilaso, de quien es pariente por la común ascendencia materna. Sin embargo, su visión es totalmente distinta, porque indígena, y constituye una denuncia de la colonización que resulta profundamente subversiva. En una trayectoria inversa a la de Garcilaso, Huamán Poma injerta los elementos de la colonia -en un español «infestado» de quechuismos- sobre la estructura profunda de la cultura indígena: aquélla está sometida al modelo de ésta, de tal forma que aparece evidente el rechazo de la situación colonial. Por ello no resulta sorprendente que haya permanecido desconocido hasta hace tan poco tiempo, y que aún hoy suscite comentarios despectivos por parte de ciertos intelectuales latinoamericanos representantes de la mentalidad colonizada. En efecto, un escritor peruano, Raúl Porras  Barrenechea, caracteriza la obra de Huamán Poma, Nueva Corónica y Buen Gobierno, como un testimonio de la «barbarie propia al mundo inerte de la edad de piedra y de la prehistoria que se rebela, inútilmente, contra el mundo occidental del Renacimiento y de la Aventura. Y la describe como «una monstruosa miscelánea, amasijo de quechua y español», que «revela su inadaptabilidad al mundo occidental y su enemistad profunda para todo lo español». ¡Y el comentario de Porras está escrito en 1948!


 

INDIANISMO Y ROMANTICISMO

Más de tres siglos dura el proceso de marginación descrito. Con el advenimiento de las luchas por la independencia aparece el tema americano en la literatura como un principio programático. Pero no surge de la espontánea admiración de la naturaleza circundante, sino esencialmente como resultado de la influencia europea. Con el prestigio de la Enciclopedia, fuente nutricia de las ideas emancipatorias en América, llegan los modelos creados por el exotismo del siglo XVIII, que formula el prototipo del «buen salvaje», a su vez inspirado del indio americano. De manera que había una predisposición para aceptar un arquetipo con el cual existía un vago parentesco, tanto más a su regreso, ungido por el aura de prestigio que le confiere su renacimiento europeo. El sentimiento de «admiración por la naturaleza» reconoce un origen semejante; el mismo es despertado por la literatura de Rousseau y Marmontel, especialmente, y en el plano científico, por los estudios de Humboldt, quien contribuyó poderosamente a «descubrir» la naturaleza americana. Éste, convencido de que la exuberancia del Nuevo Continente iba a renovar el género paisajístico en Europa, impulsa a numerosos artistas a las búsquedas en esa realidad virgen, con el propósito de reproducir el medio natural en forma «fiel y viva». El estímulo del prestigioso sabio alemán no sólo influyó en las artes plásticas, sino también en la literatura. Y en ese nuevo decorado aparece el indio como personaje... salido de las páginas de Chateaubriand o de Bernardin de Saint Pierre, los autores de mayor influencia a comienzos del siglo XIX americano. Luego otros escritores europeos o norteamericanos fueron a su vez imitados, tales como Fenimore Cooper y Walter Scott. La literatura así surgida se llamó indianismo, y se identificó con el romanticismo latinoamericano, durando casi todo el siglo XIX.

Resulta reveladora esta presencia del indígena en la literatura continental. En efecto, el análisis muestra la total sumisión de la corriente indianista a los modelos, mejor a las modas europeas. El personaje no aparece como resultado de un interés por la cifra humana real, sino como el eco de un protagonista consagrado en las literaturas del Viejo  Mundo. En lugar de ocuparse del indio americano, de los millones que vivían en condiciones miserables como resultado de la larga explotación, se copia el modelo del «buen salvaje», con lo cual aparece un indio ideal, falso, de pacotilla. Literatura de imitación servil, el indianismo desfigura al aborigen, que sólo es utilizado como «héroe», de acuerdo con el gusto romántico. No es una casualidad que algunas de las obras más representativas de esta tendencia hayan aparecido en regiones en las que el indio había desaparecido hacía mucho tiempo: en Cuba, Guatimozín y El Cacique de Tumerqué, de Gertrudis Gómez de Avellaneda; en Santo Domingo, Enriquillo, de Manuel Jesús Galván. O en aquellos países en los que el aborigen no constituye una cifra de importancia: en Argentina, Lucía Miranda, de Rosa Guerra, y otra con el mismo título, de Eduarda Mansilla; en Venezuela, Anaida e Iguaraya, de José Ramón Yepes. Y cuando surgen en las áreas de marcada presencia indígena, las reminiscencias literarias europeas son tan evidentes, que resulta casi caricaturesca la idealización como producto de una moda literaria importada. Tal es el caso de Cumandá, del ecuatoriano Juan León Mera, en quien la influencia de Chateaubriand es enorme, y significativas las de Saint Pierre y la de F. Cooper.

Es de destacar que en un país profundamente marcado por la impronta indígena, como es el Perú, no existe literatura indianista, salvo alguna excepción mediocre; en México tampoco se puede señalar una obra de consideración. La aparición de Aves sin nido (1889), de la novelista peruana Clorinda Matto de Turner, constituye la transición a la novelística en la que el indígena no sólo es considerado como una cifra humana, sino en la que su presencia sirve para denunciar violentamente la explotación de la que es víctima desde los inicios de la colonia. Transición, porque Aves sin nido sigue siendo una novela romántica -por su lenguaje, por su estructura y por el desenlace- pero al mismo tiempo, introduciendo elementos estilísticos del realismo y del naturalismo, así como un fuerte sentido de protesta, abre las puertas al indigenismo.


 

INDIGENISMO Y DENUNCIA

La corriente indigenista nace en la segunda década del presente siglo, en correspondencia con una serie de acontecimientos socio-políticos y económicos de gran impacto en el continente. Entre los más destacados se pueden citar, por un lado la Revolución mexicana, y por el otro la política de penetración abierta de los Estados Unidos en la América Latina («big stick», «diplomacia del dólar», etc.). Estos acontecimientos condujeron a una toma de conciencia y de posición por parte de los intelectuales. Los escritores redescubren el continente mestizo, pero no  ya con los ojos sorprendidos e inocentes del siglo precedente, sino con la óptica crítica e indignada que resulta de la constatación de tantas lacras sociales. Los bellos paisajes románticos se convierten en lugares malditos, en los que la exuberancia esplendorosa no hace sino resaltar la miseria del hombre explotado, las seculares injusticias.

Y el personaje, el indio, deja de ser un tema literario, una abstracción idealista, un motivo de estetismo exótico, para convertirse en una figura de carne y hueso, con su carga de miseria a cuestas y su largo martirio silencioso de oprimido. La condición poco menos que de objeto es puesta en evidencia: hasta avanzado el siglo, los peones indígenas eran vendidos juntamente con los animales de faena y los enseres de la hacienda. El carácter étnico cede en importancia frente a la situación de sub-proletario en que se encuentra el indio.

La narrativa indigenista va precedida y acompañada de una prédica ideológica, emprendida por varios autores, entre los que se destacan los ensayistas peruanos Manuel González Prada, quien afirma que el problema indígena es sobre todo económico y social; y José Carlos Mariátegui, que lo enfoca en una óptica marxista, y negándose a aceptarlo como problema ético, lo considera esencialmente socio-económico-político.

Más que la preocupación estética de elaboración literaria, mueve a los indigenistas la urgencia denunciadora y el deseo reivindicador, lo que da como resultado una narrativa combatiente y directa, emparentada con el «mujikismo» de los escritores rusos. Para obtener el impacto buscado se utilizan situaciones extremas vividas por personajes casi maniqueos. Así el esquema tradicional de las novelas indigenistas enfrenta al indio, bondadoso y sojuzgado, servil a fuerza de explotación, con la trilogía explotadora: el patrón, la autoridad (jefe político, juez, comisario policial) y el cura -trilogía ya presente en la precursora Clorinda Matto de Turner-, a la que se agrega siempre el capataz (mediador despiadado o brazo ejecutor) y frecuentemente el «gringo», cuando la penetración extranjera se incorpora a la literatura. Un recurso expresivo corriente es el de intercalar palabras indígenas, que son aclaradas al pie de página o en un vocabulario final; con ello se busca el efecto realista o verista.

Raza de bronce(1919), del boliviano Alcides Arguedas, es la primera novela indigenista encuadrada en los cánones descritos. El tema aparece en forma constante, aunque difusa en los narradores de la Revolución mexicana, y es formulado claramente en El Indio, de Gregorio López y Fuentes (1935). Pero el arquetipo del género es Huasipungo (1934), del ecuatoriano Jorge Icaza. El conflicto se plantea aquí no ya sólo al nivel étnico, sino al del enfrentamiento de clases. La estructura paradigmática, así como los personajes tipos, el lenguaje y las situaciones, están presentes en esta novela, dentro de los cánones señalados  del género. Pero no se trata de una caricatura grotesca; la ironía le confiere distancia, y la expresión poética se mezcla con la crudeza naturalista del lenguaje. Elementos que combinados rescatan la obra del maniqueísmo. Con El mundo es ancho y ajeno (1941), del peruano Ciro Alegría, se puede decir que culmina la corriente indigenista, al mismo tiempo que comienza a ser superada la ortodoxia de la escuela, para trascender a una forma más profunda o íntima o entrañable de la presencia indígena en la literatura latinoamericana.

Inconscientemente los autores indigenistas entran en una contradicción de la que no les salva la buena voluntad beligerante puesta al servicio de la causa que defienden. Al pregonar la redención del indígena expoliado, la buscan por el camino de la nivelación de éste con el «blanco», es decir por el de la integración de aquél en la sociedad nacional, vale decir en la sociedad de consumo. Esto implica un peligro de pérdida de los valores propios a las culturas indígenas, ya que es evidente el carácter de cultura dominante que reviste la occidental, el gran poder de asimilación -de fuerza o de grado- que posee. Y la señalada contradicción se debe en gran medida, a una circunstancia particular al indigenismo: los autores que lo integran actúan desde fuera del ámbito cultural indígena, con gran simpatía por él, pero ajenos a sus valores profundos.


 

PRESENCIA DE LOS VALORES INDÍGENAS EN LA NARRATIVA

Justamente, las limitaciones y contradicciones de la corriente indigenista son superadas gracias a la toma en consideración primordial de esos valores. Cuando la violencia reivindicatoria se aplaca, varios escritores latinoamericanos, aparecidos hacia 1950, producen una narrativa que renueva a fondo el tema, mediante una especie de encarnación del mismo en el tejido de la escritura, Es preciso aclarar que esta tarea «entrañable» es realizada por autores con las raíces hundidas en la tierra nutrida de esencias indígenas, aunque todos han decantado el motivo original cuando lo transponen al plano narrativo. Gracias a ello son capaces de obtener una escritura cuya «eficacia» reside en el sentido de la trayectoria, inversa a la de los indigenistas: de adentro para afuera.

Voy a evocar cuatro nombres capitales en este nuevo enfoque, que implica la asunción de los valores indígenas, vividos luego en el universo creado en las palabras: José María Arguedas lo realiza a través de los mitos quechuas y de la presencia subterránea de la lengua; Miguel Ángel Asturias mediante la fuerza sagrada de la palabra entre los maya-quiché; Augusto Roa Bastos gracias a la supervivencia del guaraní y su irrupción en las estructuras significantes del relato; Juan Rulfo, por la constatación del fracaso de la Revolución mexicana para resolver los problemas del indio-campesino.

José María Arguedas es de los primeros que ponen en evidencia los valores de la cultura indígena, considerada desde el interior de la misma. Arguedas hablaba el quechua antes de aprender el español y conocía a fondo los mitos y tradiciones de ese pueblo. En Yawar fiesta (1941) inicia su labor literaria con el tema del indio, que culminará con Los ríos profundos (1958) y con Todas las sangres (1964), prolongándola en forma póstuma con El zorro de arriba y el zorro de abajo. Aunque habla de la explotación del indígena, evita los tradicionales recursos del indigenismo. Dos expedientes utiliza para conseguir su tarea. El primero consiste en la reelaboración literaria de los elementos esenciales de la cultura quechua, de manera que metafóricamente o por metonimia, los mismos construyen la trama del relato. Así aparecen en sus obras la significación profunda del zumbido de un trompo, el valor mítico del río, la importancia ritual del canto o la danza, los presagios contenidos en el grito de un pájaro, el símbolo escondido en el vuelo de un ave o las imbricaciones intraculturales de la «fiesta de la sangre» -«yawar fiesta»-, tradición mestiza que reproduce la crueldad de la dominación del indio. Índices todos que poco a poco van formando un código marcado por la impronta indígena. Ésta impregna desde lo hondo la textura de la narración, y constituye su entraña misma. La lengua utilizada intensifica el citado matiz de su literatura. Se trata de un español quebrado desde adentro por las inflexiones de la sintaxis quechua. Salvando la distancia del tiempo y de la elaboración literaria, es la empresa de Huamán Poma de Ayala, su ilustre precursor en las letras peruanas.

Miguel Ángel Asturias es, con el anterior, el novelista que de manera más evidente encarna la continuidad de la tradición indígena en la literatura latinoamericana contemporánea. Como se ha señalado, Asturias se inspira en la tradición maya-quiché, y especialmente en el gran libro cosmogónico de esa cultura: el Popol Vuh. Traductor, con el profesor Georges Raynaud, de esta obra, Asturias ha sabido utilizar el aliento poético de la misma, estimulado por las posibilidades que el surrealismo triunfante de los años 20 le prestaba. No se trata del simple empleo de los temas míticos, sino de una empresa narrativa más compleja y rica. Consiste, sobre todo, en la presencia, a nivel de escritura, de la fuerza que la palabra posee en la literatura maya. Esta importancia deriva del carácter acordado a ese elemento: palabra sagrada, mítica, ritual, su función es la de establecer la relación con la instancia divina. De ahí la riqueza y el poder de la misma, así como la espontaneidad con que se engendra a sí misma en su impulso de elevación, en su búsqueda de lo absoluto. La estructuración significativa del discurso, diferente a la progresión lógico-racional del pensamiento occidental, le confiere  una extremada libertad a la palabra, dándole acceso a las transformaciones proteicas propias a la concepción mágica de la realidad, que es la del indígena. A lo que se suma la noción de tiempo circular, que marca un desarrollo histórico distinto al del diacronismo occidental. Los elementos señalados son utilizados por Asturias de manera destacable en su obra capital, Hombres de maíz (1949). En ella, el nudo narrativo opone los indígenas -hechos de maíz, grano sagrado, cultivado sólo para comer- a la empresa del Coronel Chalo Godoy, que explota el maíz como un producto comercial. La simbólica oposición de dos visiones del mundo diametralmente opuestas, da lugar a una peripecia narrativa, en la cual el protagonista es la palabra sagrada, con los poderes mágicos de transformación de la realidad que Asturias le acuerda, en la más pura tradición maya-quiché.

En la escritura de Augusto Roa Bastos, la presencia de los valores guaraníes es menos aparente, en acuerdo con la realidad cultural del pueblo paraguayo, mestizo, y se opera especialmente a nivel de la lengua. Tres etapas marcan la evolución literaria de Roa Bastos, en lo que concierne a esa presencia. El autor comenzó intercalando palabras o frases en guaraní dentro del discurso narrativo, con la consiguiente traducción al pie de página. Poco satisfecho, pronto abandonó este procedimiento y, a partir de su novela Hijo de hombre (1960), las expresiones en la lengua aborigen, en lugar de ser traducidas, son explicadas en el contexto de la narración, mediante un desarrollo metafórico del significado. La elaboración lingüística de Roa Bastos está próxima de la realizada por José María Arguedas. El español es modificado desde el interior de la lengua empleada, mediante la presencia subrepticia de la estructura del guaraní, de sus ritmos y modulaciones, sus quiebras y giros, de la textura metafórica del idioma indígena. En su última novela Yo el Supremo (1974), esta tarea se intensifica, pues existe una elaboración realizada no sólo a partir de la sintaxis, sino del proceso genético de las palabras en la lengua aborigen. La unidad significativa se genera en guaraní por aglutinación o polisíntesis, contrariamente al procedimiento de la flexión, propio a las lenguas neo-latinas. La adición de prefijos y sufijos va modificando la idea central, o radical. La aplicación de semejante sistema a una prosa escrita en castellano da como resultado una lengua que pierde la precisión racional del significado, y se enriquece por la ambigüedad poética que impregna el significante. En consecuencia, cada elemento expresivo y el conjunto de la escritura adquieren una multiplicidad deslumbrante de sentidos. A este aspecto lingüístico hay que agregar la incorporación espontánea de una serie de valores culturales guaraníes que, como la lengua, han sobrevivido al condicionamiento de la dominación y al proceso del mestizaje.

En la prosa de Juan Rulfo, la presencia de la cultura indígena está  más disimulada que en los tres citados anteriormente; resulta más subrepticia y secreta, y sin embargo bien patente. Ella pasa por la integración a la corriente narrativa de elementos capitales, como el sentido que posee la muerte entre los indígenas, el culto a Cuatlicue, divinidad que la simboliza. Así en su novela Pedro Páramo (1955), el escenario de la vida y el de la muerte se confunden, y los personajes actúan indistintamente y sin transición en uno y en otro.

Otra forma de la presencia indígena se opera a nivel de la vida colectiva descrita en los relatos y de los protagonistas, indios y mestizos. La Revolución mexicana representó una llamarada de esperanza para esos campesinos, tan largamente explotados, a los que se les prometió la devolución de las tierras mediante la actualización del ejido, o propiedad colectiva de los campos adyacentes a las comunidades, de acuerdo con la organización de la sociedad precortesiana. Ahora bien, el fracaso de esa experiencia al nivel de la reforma agraria, capital para la recuperación de un aspecto esencial de esa civilización, está magistralmente pintado en cuentos como «Nos han dado la tierra», de su libro El llano en llamas (1953). Detrás del engaño, de la estafa de que son víctimas los indígenas, debajo de la decepción que ello les ocasiona, se adivina como en contraluz, la fuerza de los lazos que unen los indios a la tierra, así como otros aspectos de la antigua cultura desposeída.

A través de estos cuatro ejemplos altamente significativos, puede apreciarse la vigencia de los valores indígenas en la narrativa latinoamericana de nuestros días, pese al largo proceso de marginación represiva de la literatura oral tradicional y de la destrucción de los testimonios escritos amerindios. Ellos muestran, por un lado, la fuerza tenaz de esos valores, su firme raigambre en la tierra ancestral, y por el otro, la fecunda continuidad que se hubiera producido si el proceso condicionador de la colonia no hubiese realizado su interferencia desarticuladora.


 

LA PALABRA DE LOS INDÍGENAS

Las citadas obras han revalorizado elementos esenciales de las culturas aborígenes, pero sus autores no son indígenas; a los más mestizos, culturalmente hablando. La producción literaria -dicha, cantada, rezada o escrita- de los indios americanos sigue arrastrando el pesado lastre de varios siglos de marginación o de persecución. Un ejemplo típico de esta actitud es la discriminación de que sigue siendo víctima en los manuales o en los programas de enseñanza en América Latina. La cultura mestiza de la «sociedad nacional» sigue negándole carta de ciudadanía a la voz de los indios. Es cierto que, desde hace varias décadas, esa literatura conoce un aumento en la difusión, gracias al apoyo de ciencias como la antropología, la etnología y la lingüística, o al interés de  algunos gobiernos u organismos internacionales. Pero los alcances de su impacto popular siguen siendo escasos, si se compara con el resto de la literatura latinoamericana. En cierta manera, sigue vigente el proceso histórico comenzado hace casi cinco siglos, cuyo resultado más evidente ha sido la situación que impidió a las culturas amerindias conseguir su propia y natural expansión, interrumpida, interferida desde el momento en que se ponen en contacto dos grupos, uno dominante, el otro dominado, empeñado aquél, en el engranaje de la dinámica colonial, en imponer a éste sus valores y pautas.

Un mito popular entre los indios de los Andes refiere que, a la muerte de Atahualpa, su cabeza fue cortada y enterrada en el Cuzco, la antigua capital del incanato. Allí, bajo tierra, la cabeza crece y un cuerpo le brota. Cuando esté completo, el Inca saldrá de la tierra, los dominadores serán expulsados y el antiguo imperio restablecido. Mediante esta representación popular se conserva en la memoria colectiva el hecho de la conquista -metáfora de ruptura y de incomunicación-, y se mantiene la esperanza del restablecimiento del equilibrio perdido de la antigua civilización. En el tejido del mito, el pueblo recompone el dibujo de su dignidad avasallada por causa de la conquista y afirma su tradición interferida por la presencia colonial. Todo esto ocurre, compensatoria y alegóricamente, en el nivel textual, con lo cual se pone de manifiesto la importancia de la palabra para afirmar los valores de una cultura que le acordaba una importancia capital, como manera de expresión y como rito que actualiza constantemente el mito genético.

Es de esperar que la recuperación plena de la palabra, por parte del indígena, no constituirán las «memorias de ultratumba» de las culturas amerindias.

 

 

TRAYECTORIA Y PROYECCIÓN

DE LAS LENGUAS AMERINDIAS

 

En 1850, los ona de la Tierra del Fuego eran 3.600. En 1905, 800. En 1925 ya no quedaban sino 70. El último ona murió el 28 de mayo de 1974. Con él desapareció la vigencia de una lengua, se extinguió la «visión del mundo» que la misma vehiculaba, se apagó el resplandor de una cultura sobre el continente americano. Por encima de la importancia numérica o de la transcendencia cualitativa de los ona, lo que importa plantear es la suerte de las culturas en contacto y la de las lenguas que les sirven de medio de expresión. El de los ona es, evidentemente, un caso extremo, determinable porque las circunstancias de tiempo y de transmisión de datos han hecho posible señalarlo con precisión. Pero, ¿cuántas lenguas se extinguieron desde que el primer europeo posó sus plantas en el continente americano como resultado del contacto entre dos pueblos con patrones diferentes, dos culturas con valores distintos?

Los estudios especializados dan cuenta de la supervivencia de un medio centenar, aproximadamente, de lenguas amerindias, o de expresiones dialectales vigentes en nuestros días. Las mismas están agrupadas en 20 grandes familias establecidas en base a criterios diversos: relaciones estructurales o de origen, parentescos de índole gramático-lexical o simple agrupación de orden regional geográfico (en este sentido, es bastante significativa la clasificación «lenguas andinas diversas», y aún más, por la arbitrariedad, el último apartado, «lenguas no clasificadas»). Ver Anexo n.º 1.

La ambigüedad proviene de la enorme diversidad de esas lenguas y del misterio que rodea el origen de las mismas. En efecto, hasta hoy día las explicaciones acerca de la proveniencia o de las raíces culturales de los pueblos amerindios continúan en el dominio de la hipótesis: ¿autógenas?, ¿asiáticas?, ¿oceánicas?, ¿africanas?, ¿rúnicas? ¿O una mezcla de todas esas posibilidades? En todo caso, comprobaciones realizadas por especialistas como Georges Dumezil señalan coincidencias notables entre el quechua y un dialecto hablado en la región euro-asiática de Anatolia, en la actual Turquía. Otras coincidencias morfo-sintácticas o fonológicas las han aproximado a otras lenguas   —50→   tan diversas como el finés, el vasco, el chino-tibetano, etc., siempre en el terreno de las suposiciones.

En cuanto a la diversidad, el mosaico de lenguas está bien recargado dentro del cuadro de las figuras mayores constituidas por las 20 familias (ver Anexo n.º 2). En todo caso, aparte de lo señalado a propósito de denominaciones poco claras, la unidad -y aún menos la uniformidad- no es lo que caracteriza a estos diferentes grupos. Así una categoría aparentemente precisa, como el de la familia «quechua-aymara» encierra, ya desde la enunciación, dos grandes ramas lingüísticas. Y de entre ellas el quechua, lengua del imperio más estructurado a la llegada de los españoles, posee una diversidad dialectal bastante amplia. En este sentido, un caso muy ejemplar es el del grupo «maya», que a su vez integra la gran familia «Penutian». Dentro de ese grupo se reconocen hoy día unas 28 expresiones dialectales, muy disímiles. Por ejemplo, la diferencia que separa el quiché (lengua del Popol Vuh) de otro dialecto prestigioso, el cakchikel, es equivalente a la existente entre el francés y el ruso, ambos integrantes de la familia lingüística «indoeuropea».

Es importante recordar algunas características esenciales de las lenguas autóctonas de América, para comprender la diferencia sustancial con las del mundo llamado «occidental». La diferenciación se impone puesto que son éstas las que han entrado en contacto con las amerindias, un contacto marcado por el conflicto de culturas y por las relaciones de dominación.

En primer lugar, todo lo que concierne a la «visión del mundo». Bernard Pottier señala a este respecto:

 

Le linguiste et l'ethnologue sont surtout frappés par l'existence de catégories de pensée, manifestées par des classes grammaticales, auxquelles nous ne sommes pas habitués. L'ethnolinguiste se préoccupe des relations entre les types d'expérience vécus et les taxinomies linguistiques. C'est le vieux débat sur le reflet dans la lengue des «visions du monde». Il s'agit semble-til beaucoup plus d'une question de degré d'intégration dans une langue de certaines distinctions, plutôt que d'innovations totales. La où le français dit «porter une cruche sur la tête», le tzeltal emploie un mot simple qui signifie «porter sur la tête». Pourquoi le français a-t-il un mot simple pour «eau congelée» (glace) et rien pour «eau froide» ou «eau chaude»?26

 

 

En segundo lugar, es preciso insistir en el carácter esencialmente oral de las lenguas amerindias, es decir sin alfabeto. Y digo esencialmente,  pues por lo menos dos de ellas poseían el signo transmisor: la maya y la azteca. Éste estaba basado en el sistema de glifos y de ideogramas grabados sobre piedra, madera, estuco, jade o dibujados en los códices fabricados en la corteza del amate. Los mayas y aztecas conservaron gracias a este sistema gran parte de su producción literaria. Pero la escritura no excluía la tradición oral, tanto más que aquélla era monopolio de la clase sacerdotal, en especial, y de una élite de nobles y dirigentes. Otra limitación, posterior ésta, la imposibilidad de descifrar en su totalidad los textos por falta de la clave para interpretar integralmente la escritura indígena. Esto pese a los avances realizados al respecto.

De todas esas lenguas, la de mayor difusión en nuestros días es el quechua, con 12.000.000 aproximadamente de locutores (Perú, Bolivia, Ecuador, norte de Argentina, sur de Colombia). Le siguen el guaraní 3.000.000 de hablantes, lengua nacional de un país, Paraguay (con extensión en Argentina y enclaves en Brasil y Bolivia). Alrededor del millón: el maya (Guatemala, sur de México, Salvador). La vigencia actual de esas lenguas está en concordancia con las características de lenguas generales o lenguas francas que poseyeron durante la colonia, es decir, lenguas vehiculares en vastos dominios de las posesiones españolas y portuguesas entre los siglos 16 y 19.

Ello nos lleva a plantear la trayectoria de las lenguas amerindias desde los comienzos de la conquista, a fines del siglo 15. Y cuando digo de las lenguas, me refiero a todo el complejo cultural que es vehiculado por ellas. Lo que interesa descubrir es el conjunto de resultantes de las diferentes situaciones de contacto que se producen como consecuencia de la presencia europea en el continente americano. Esta circunstancia corta un proceso civilizatorio al enfrentar dos sistemas de valores diferentes. Enfrentamiento dramático, el mismo trae como consecuencia, gracias a una superioridad tecnológica de los europeos, la imposición de las pautas del modelo «occidental» y cristiano en detrimento de los valores culturales amerindios. Y con ello la de la lengua del conquistador.

El conflicto que opone las dos concepciones de civilización se plantea como una contradicción fundamental a nivel ideológico, y más precisamente es encarado como la necesidad de imponer una «verdad» indiscutible: la existencia de un dios verdadero, único, el de los vencedores. Y en consecuencia, la indispensable «extirpación de la idolatría», la muerte de las «falsas divinidades» adoradas «diabólicamente por los infieles». Ésta es la justificación central que sirve de fachada a todo el proceso de suplantación cultural y de explotación económica de la colonia.

La lengua juega, naturalmente, un rol esencial en ese enfrentamiento, puesto que se trata de la materia en que se vacían los contenidos ideológicos del proceso de condicionamiento. Y el de la resistencia al mismo.

La lengua conquistadora de Castilla acababa de conseguir, en 1492, su predominio en la península ibérica frente a los otros dialectos. Ese año del «descubrimiento» de América se consolida la reconquista del territorio con la expulsión de los árabes y judíos, y se publica la primera gramática de la lengua, por el Padre Antonio de Nebrija. Castilla, férreo corazón de España, lidera la lucha que conduce a la unidad nacional bajo la conducción de la Católica Soberana, doña Isabel de Castilla. No es mera casualidad que la victoria política coincida con la publicación de la primera gramática, y que ésta fuera la de la lengua castellana. La prueba en la península y el triunfo frente a los demás dialectos, la convierten automáticamente en el instrumento apropiado para emprender la «conquista espiritual», la evangelización, signo y justificativo de la conquista política. Un pasaje de la dedicatoria a los Reyes Católicos, hecha por el autor de la Gramática, don Antonio de Nebrija, es bastante significativo: «La lengua acompaña al Imperio...».

En una primera etapa, en castellano eran leídos los «requerimientos», las intimaciones a los indígenas para que se sometieran a la autoridad de la Corona de España y aceptaran al «único Dios verdadero». Ceremonia de buena conciencia, cumplida en la lengua desconocida por el auditor autóctono, para justificar la inminente masacre o el ineludible vasallaje.

La siguiente etapa, la de la evangelización, obliga a los conquistadores a replantear el problema de la lengua. Al comienzo de la tarea misionera se usa el castellano, en la óptica política que considera necesario afirmar la conquista con la imposición de la lengua, marca cultural y vehículo de la dominación. Inclusive la diversidad de lenguas autóctonas -y el menosprecio en que son tenidas inicialmente- parece justificar la utilización constrictiva de la lengua del vencedor.

Fue necesario que la tarea evangelizadora cobrara amplitud para que, en función de la experiencia, los misioneros propugnaran otro criterio, llamado «teológico» por algunos autores. Éste consistía en utilizar las lenguas indígenas de mayor uso o expansión geográfica, a los efectos de pregonar la doctrina cristiana y obtener la conversión de los «infieles». Los evangelizadores se dieron cuenta muy pronto de que los indígenas eran menos reacios al endoctrinamiento si se les predicaba en una lengua autóctona. Esta mayor receptividad era constatada inclusive en caso de que ese idioma no fuera el del grupo, sino alguno que de manera más o menos generalizada funcionara como «lengua franca» en vastos sectores del continente antes de la llegada de los europeos. Los monarcas españoles que en el siglo 16 son los artífices del proceso colonial, aceptan el criterio «teológico», especialmente sostenidos por los jesuitas. En 1536, un Rescripto Real de Carlos V recomienda a los evangelizadores el aprendizaje de la lengua de los indios para ejercer la misión en América. Su hijo y sucesor, Felipe II, confirma y refuerza la anterior orientación, mediante una Cédula Real dictada en 1573. Las lenguas más utilizadas fueron, en consecuencia, las vehiculares como el náhuatl y algunos dialectos mayas en norte y meso-América; el quechua, el guaraní-tupí y el aymara, en América del Sur.

Con la adopción de esta nueva política evangelizadora en los dominios del Nuevo Mundo, se abre una realidad lingüística que no deja de presentar enormes contradicciones.

Por un lado, la actitud asumida resulta de gran eficacia en la tarea evangelizadora, en lo que los misioneros llamaron la «extirpación de la idolatría». Con lo cual se fomentaba eficazmente un proceso de suplantación cultural a través de la imposición de los valores religiosos cristianos, socavando así poderosamente los fundamentos de las culturas amerindias, tan enraizadas en elementos de connotación religiosa. La pérdida de los mitos ancestrales, la desviación de las creencias, la utilización torcida, tramposa de los cantos rituales o su extinción, contribuían sin duda a la afirmación del predominio hispánico. Los indígenas, habituados a los sismos de la naturaleza, habrían sentido como que esa sensación de inseguridad, de temblor y terror se adentraba en sus conciencias, en sus entrañas. La lengua aborigen vehicula así el germen de la destrucción de los valores de que es portadora.

Frente a esta innegable situación de potencial autodestrucción, las lenguas autóctonas han conocido sin embargo transformaciones positivas -y es la gran contradicción-, ya en lo que concierne a la extensión de la difusión, ya en la adquisición de estatutos de mayor consistencia del que habían conocido antes del contacto. Hay dos casos paradigmáticos.

El primero se refiere al quechua, la lengua de mayor presencia en la región andina, ya en época de la llegada de los españoles. Vigencia que estaba en relación directa con su condición de lengua del imperio incaico, la organización política de mayor consistencia, tanto por su ordenamiento administrativo jerarquizado, como por su poderío económico-militar de signo agresivo y conquistador. Sin embargo, el quechua -que además conocía fragmentaciones dialectales- no era la única lengua vigente en el incanato. El aymara -principal dialecto aru- y el puquina ocupaban vastas extensiones del espacio político incaico. La conquista, y sobre todo la evangelización, produce un gran trastorno y una redistribución geográfica fundamental en el plano lingüístico. En efecto, el puquina (que ocupaba la región austral: una parte de Perú actual, Bolivia  y norte de Chile) desaparece hacia mediados del siglo 17. Gran parte de su espacio pre-hispánico es ocupado por el aymara. Y el quechua, que se concentraba en torno a la zona capital del imperio, conoce una expansión formidable en el siglo 16 y siguientes, que lo proyectan a su actual difusión: Perú y parte de Bolivia, Ecuador, Colombia, Argentina y Chile actuales. Es indudable que la evangelización ha jugado un rol capital en el proceso de la redistribución lingüística en la región andina, contribuyendo a la extinción del puquina, al desplazamiento del aymara y a la formidable difusión del quechua. Son razones de orden político-religioso las que determinan, de manera preponderante, las citadas transformaciones lingüísticas.

El segundo caso concierne al guaraní-tupí. Constituido por un conjunto de expresiones dialectales, cubría un espacio geográfico vasto cuando llegaron los europeos; espacio que se extendía del Amazonas por el norte, al Río de la Plata por el sur; del océano Atlántico por el este a los contrafuertes andinos por el oeste. Ocupación discontinua puesto que era la lengua de una nación sin estado, que justamente se reconocía a través del parentesco de factores culturales: la lengua, las creencias religiosas, los elementos de la organización social y de la cultura material. Dividida en tres grandes familias, las diferencias dialectales eran mucho menos pronunciadas que en el dominio quechua o maya. Esas familias eran: a) el ñe'engatú (la lengua hermosa), de implantación amazónica, la de mayor arcaísmo. b) El tupí-tupinambá practicado en la costa atlántica, que fue lengua general en el actual Brasil; en él se conservan múltiples documentos (recogidos especialmente por los viajeros franceses del siglo 16). c) El avañe'ê (la lengua del hombre), que agrupaba las expresiones dialectales habladas en el Paraguay, sur del Brasil, norte de Argentina y parte de Bolivia. Bastante cohesionada, esta última rama ha dejado a su vez una abundante literatura impresa en las Misiones jesuíticas del Paraguay. Normalizado por los misioneros jesuitas, el llamado guaraní paraguayo, una de las expresiones dialectales de esta familia, es la única que ha sobrevivido como lengua general de una comunidad nacional, constituyendo un caso peculiar en el continente americano. Vale la pena ver, someramente, el proceso que lleva a este resultado, en el que las contradicciones se multiplican.

Caso típico de colonización marginal, en zona pobre, la Provincia del Paraguay conoce una trayectoria caracterizada por el aislamiento y la relativamente escasa presencia de españoles peninsulares, desanimados por las pocas posibilidades de enriquecimiento rápido. Estas circunstancias empujan a un proceso de mestizaje generalizado, que no excluía la violencia o el rapto para apropiarse de mujeres. Pero la relación regular fue el resultado de un pacto entre españoles e indígenas,  en el cual la mujer aborigen fue una de las «monedas de cambio», dentro de una tradición propia a la cultura guaraní, aunque la esencia de la institución haya sido tergiversada en la nueva situación. Consecuencia, el hijo mestizo pasó a ocupar un lugar en la sociedad de la Provincia, por falta de peninsulares. El caso es de excepción en el contexto de la colonia latinoamericana, en donde, por lo general, el mestizo era despreciado, y en la que su única posibilidad de integración social era la de siervo, a través de la «encomienda». Tan cierto es esto que el mestizo -término peyorativo- era designado en Paraguay con la eufemística denominación de «mancebo de la tierra». ¿Qué huellas dejó esta situación en el plano de la comunicación? Que el «mancebo de la tierra», criado esencialmente por la madre india, hablaba la lengua materna, el guaraní. Y poco a poco el ámbito del mestizaje se fue ampliando, pasando de lo meramente biológico a la condición socio-económica. El mestizo es aceptado, integrado en la sociedad colonial, lo cual empuja a un movimiento progresivo de integración por parte del indio, unido a aquél por los estrechos vínculos del parentesco y de la cultura/lengua. En los siglos 16 y 17 se pueden encontrar múltiples protestas de funcionarios españoles denunciando esa «estafa» del «emblanquecimiento» de mestizos -que bueno, era «aún tolerable»-y ¡hasta de indios!

La segunda etapa en el proceso de conservación de la lengua autóctona en condiciones especiales, la cumplen los jesuitas. Conocida es la experiencia social por ellos realizada, durante más de un siglo y medio, en las Misiones o Reducciones del Paraguay. Aquí también la ambigüedad es la norma. Autoritarios y paternalistas, los padres de la Compañía de Jesús no aceptaron la nefasta institución de la «encomienda», que reducía al indio a semi-esclavitud. Con un sistema de producción colectivista, no distante del de los guaraní, y con una incentivación de la religiosidad propia a estos indígenas -aunque desviándola-, los jesuitas obtuvieron la adhesión de centenas de miles de aborígenes. Con todo lo cual consiguieron realizar un modelo de explotación de gran eficacia y rendimiento económico. Sistema estricto, sin duda, pero con mayor humanidad que lo practicado en la provincia civil.

Y lo más interesante es que en todo el ámbito y el espacio temporal de las Misiones, no utilizaron otra lengua sino el guaraní. Desconfiados al comienzo, convencidos luego de las virtudes y de las posibilidades -inclusive para obtener el aislamiento- lo adoptaron, lo estudiaron y lo normalizaron. Vale decir, lo adaptaron al sistema del alfabeto, dotándolo de una gramática y de un diccionario. A los efectos de la normalización, apelaron a un sistema de unificación o «koiné», tomando como base o centro un dialecto, el de los itatines, de acuerdo con las investigaciones de Bartomeu Meliá, pero al mismo tiempo incorporando  múltiples expresiones dialectales, y naturalmente, abriéndola a la influencia del español, sobre todo a los efectos religiosos.

Esta gestión cumplida en las Misiones, unida a la de la Provincia hispánica, da coherencia a un sistema de comunicación lingüística que se proyecta hasta nuestros días, con todas las ambigüedades y las contradicciones que un proceso semejante implica. En este sentido cabe destacar, en primer lugar, la instauración de la comunicación diglósica: ciertos sectores de la misma son exclusivos a la lengua del grupo dominante (político, económico, religioso), quedando el guaraní prácticamente amputado de esos dominios. En segundo lugar, es preciso hablar de la resemantización de un gran numero de palabras y conceptos, a manera de vaciar la lengua autóctona de ciertos significados, condicionándola así, empujándola hacia su función de colonizada. En tercer lugar, hay que tener en cuenta que la oralidad tradicional del guaraní sufrió un proceso de «reducción». Meliá señala tres formas de esta etapa reductora27. 1) Mediante la escritura, que al pasar de la variedad fonética a la uniformidad fonológica, anula realizaciones dialectales y desdibuja los contrastes entre el sistema nuevo y el del «reductor». 2) La gramática, que impone la categorización a partir de la propia lengua, tendiéndose a crear una lengua standard, cuyo propósito final es la de «enseñar» a los indios las «verdades cristianas». 3) El diccionario, que «no es sólo una nomenclatura, sino un sistema de valores, el registro y la semantización que se les asigna ya está dependiendo de los procesos históricos, políticos, sociales, religiosos. Así las palabras consideradas como 'neutras' son registradas sin dificultad, mientras que aquellas fuertemente semantizadas en la vida socio-religiosa llegan a estar ausentes o aparecen con un sentido traslaticio».

Con todo, reducida y diglósica, la lengua autóctona subsiste hasta nuestros días como idioma indígena; porque ha mantenido intacta su estructura, y el porcentaje de las contaminaciones lexicales del castellano no es más «destructor» de lo que se considera normal en un proceso evolutivo de cualquier lengua viva.

Como se ve, desde los comienzos, la supervivencia del guaraní se debe a esa ineludible ley lingüística: la capacidad de adaptación. Ésta le ha permitido convertirse en lo que señalaba más arriba: único caso de lengua indígena que tiene carácter de «lengua nacional» por su difusión generalizada en el ámbito de un país latinoamericano. En Paraguay, 95% de la población habla guaraní o lo entiende perfectamente; 50% es monolingüe guaraní, 5% monolingüe español; 45% es bilingüe, en una  relación que se inclina más hacia la lengua autóctona, sobre todo en el seno de la población campesina, largamente mayoritaria en el país (67% de la total).

De acuerdo con los datos precedentes, el guaraní constituye la lengua mayoritaria en él Paraguay. Sin embargo, esta condición no va sin contradicciones. En efecto, el Artículo 5 de la Constitución Nacional le reconoce como «idioma nacional», juntamente con el castellano; el párrafo siguiente de la misma disposición establece que la «lengua oficial» es el español. El matiz semántico entre ambas caracterizaciones -nacional/oficial- habla de la condición de lengua dominada que tiene el guaraní. Condición que es confirmada por el hecho de que no se alfabetiza en guaraní, aunque se lo enseñe a nivel de liceo y universidad. Ni tampoco se le reconoce el estatuto de lengua hábil para vehicular la «Obra de Arte». No existe, es cierto, una discriminación abierta con respecto a la lengua autóctona, o una marca de degradación social evidente ni en el campo ni en la ciudad (la burguesía paraguaya la usa sin complejos, aunque el patrón la utiliza para explotar mejor al peón). Sin embargo, existe una serie de índices que sellan su condición de lengua dominada. Una prueba flagrante es el hecho de que la ascensión social, económica y cultural se realiza a través del español. Aunque también es verdad que algunos resortes de la voluntad popular funcionan especialmente a través de la lengua autóctona: los sacerdotes, los dirigentes políticos o aún los médicos rurales están prácticamente obligados a conocerla y a manejarla bien.

¿Qué pasa con la otra lengua indígena, el quechua, la de mayor difusión continental? Para poderla comparar a la situación del guaraní, es decir en el contexto de un estado, haré una referencia concreta al Perú.

En mayo de 1975 el quechua fue declarado lengua oficial -al mismo título que el español- por la Ley 21.156, dictada por el general Velazco Alvarado, considerado como un mandatario «populista» en la caracterización de los regímenes políticos de América Latina. Las razones son obvias: afirmar la implantación del quechua y paliar la desconsideración social de la lengua autóctona y de los quechua-hablantes. O como dicen los considerandos de la Ley: «promover a superiores niveles de vida compatibles con la dignidad humana a los sectores menos favorecidos de la población a fin de remover las estructuras culturales del país y, de ese modo, procurar la integración de los peruanos y fortalecer la conciencia nacional».

¿Cuál es en ese momento la situación lingüística del Perú? De los 16.000.000 de habitantes, entre seis y ocho millones son bilingües en distinto grado, y alrededor de 1.600.000 son monolingües quechua-hablantes. Es decir que aproximadamente el 50% de la población del país se encuentra en situación lingüística semejante a la del Paraguay.  Con una variante, sin embargo: la de que esa mitad de la población se halla cortada de la otra, por la falta de comunicación, sin duda, pero además por la desconsideración en que son tenidos los quechua-hablantes. Apelo a la constatación de tres especialistas:

 

«Habría que tener presente cuán profundamente alienada es la conducta de un alto porcentaje de los quechua-hablantes, monolingües y bilingües quechua-español». Luego de matizar la afirmación con las variables existentes, los autores prosiguen: «Si bien es falaz e inexacto que todos los quechua-hablantes monolingües o bilingües sienten vergüenza de usar su lengua materna, tampoco refleja la realidad sostener que todos sientan estar identificados y orgullosos de conocerla y estén dispuestos a emplearla libremente [...] A causa del estado de marginación, y como corolario de una política colonial prolongada, grupos de hombres y mujeres quechua-hablantes ya monolingües, ya bilingües, han quedado en una suerte de tierra de nadie, alejados de su lengua materna e inhábiles para expresarse en la lengua oficial (español). El yugulamiento de la capacidad expresiva en el propio idioma, por temor a la discriminación o a revelar el estigma, es la causa de una escuela del silencio y de una personalidad a veces individual, a veces también colectiva, que perdía conciencia de su identidad cultural».28

 

 

Se trata de un típico ejemplo de alienación asumida por el hablante de la lengua autóctona, aunque los autores -partidarios fervientes de la Ley que reivindica el quechua- encuentren excepciones «estimulantes» en el campo y como «vínculo afectivo con la familia».

La desconsideración atribuida a la lengua autóctona, la vergüenza asumida como resultado de la discriminación colonial, diferencia sustancialmente el statusdel quechua en Perú del que tiene el guaraní en Paraguay.

Ahora bien, la lengua es portadora de valores, que en el caso de las sociedades con tradición oral, se manifiestan y potencian especialmente por la vía elocutiva. De allí que, volviendo al dominio guaraní, se impone considerar la suerte de la producción literaria guaraní y en guaraní.

Dos constataciones previas. La primera referente a la ya aludida ausencia de la escritura en el seno de la sociedad guaraní. A propósito de esta característica, Pierre Clastres dice con justeza:

 

Los pueblos sin escritura no son menos adultos que las sociedades letradas. Su historia es tan profunda como la nuestra y, a menos de ser racistas, no existe ninguna razón de juzgarlas incapaces de reflexionar  sobre su propia experiencia y de inventar soluciones apropiadas a sus problemas.29

 

 

Es decir que la ausencia del alfabeto no es signo de inferioridad, ni de lo contrario. Más sencillamente, la oralidad manifiesta -y era el caso en la sociedad guaraní- una forma de transmisión adecuada a las condiciones y exigencias de un grupo social más cohesionado, o menos numeroso, en el cual la palabra viva y el contacto directo son los medios más adecuados para establecer la comunicación. La falta de alfabeto no significa ausencia de literatura. La sociedad guaraní posee una, de tradición oral, que ha sobrevivido al proceso condicionador de la colonia y de la etapa republicana independiente. Pero no es ésa la que aparece y se difunde (sino muy recientemente, como se verá más adelante).

Y aquí viene la segunda constatación: tal como ocurre con la sociedad mestiza y con su expresión lingüística, desde los comienzos, la producción literaria adopta el signo colonial. En los tres casos se trata de un gesto de supervivencia como resultado de las constricciones compulsivas de la dominación. Es así como se produce y publica, a partir de los inicios jesuíticos en el siglo 17, una literatura en guaraní. El citado Bartomeu Meliá la caracteriza con estas palabras:

 

Las tres reducciones lingüísticas -escritura, gramática y diccionario- sirven de soporte a la reducción literaria propiamente dicha. La lista de escritos en guaraní de los siglos 16 y 17, es un claro índice de la reducción de estilos y de temas: catecismos, sermones, rituales y libros de piedad. En su mayor parte traducciones. La letra prestada se resuelve en una literatura prestada.30

 

 

Era literatura de signo cristiano escrita en guaraní, no literatura guaraní. Se utilizó la lengua autóctona, términos y conceptos de la religión indígena, reinterpretados, para sustituir ésta por los principios de la «fe verdadera», la de los conquistadores. Se produjo así un vaciamiento de los valores auténticos, una tergiversación con propósitos de suplantación cultural. La escritura sirvió para dar solidez a la dominación, y se inicia un largo proceso colonial en la literatura paraguaya, que subsiste hasta nuestros días.

Y aquí volvemos a encontrar la justificación que sustenta la conquista, la raíz ideológica del proceso colonial: la religión, la necesidad de ganar la voluntad de los «infieles» de las tierras descubiertas para convertirlos a la «fe verdadera»; la obsesiva «extirpación de la idolatría».

En efecto, la literatura de los guaraní, de signo oral, está compuesta por un conjunto de textos esencialmente religiosos: la teogonía, la cosmogonía,  las hazañas de los héroes civilizadores, los grandes mitos, los ritos actualizadores y las oraciones, que ponen en relación al hombre con sus dioses. Pueblo profundamente creyente, la vida social de los guaraní estaba marcada por la religiosidad. Tanto más que no se trataba de una religión cristalizada o jerarquizada, sino de un sentimiento que impregna tanto los hechos y fenómenos de la naturaleza, como los actos, aun los más cotidianos del comportamiento. De cada fenómeno, de cada acto emana, en forma espontánea y natural, un aliento que guarda relación y está en correspondencia con una esfera de lo sagrado. Una religión en la que, además, conviven los dioses y los hombres. La máxima aspiración del guaraní es la de alcanzar la inmortalidad, atributo supremo de los dioses y de sus elegidos, que potencialmente son todos los hombres. Inmortalidad alcanzable en esta vida, pues en algún lugar accesible existe la Tierra sin Mal, la de la perfección eterna, la de la inmortalidad, que equipara al hombre con los dioses.

La exaltada religiosidad de los guaraní, enfrentada naturalmente a la ideología de justificación religiosa de la conquista, explica pues que los jesuitas, tan preocupados por la lengua autóctona, hayan tenido mucho cuidado en evitar la transcripción de un solo testimonio de la literatura oral guaraní, portadora privilegiada del mensaje de «idolatría». Esto ocurría al mismo tiempo que se aplicaban a la creación de una literatura en guaraní, al servicio de la suplantación cultural. Gestión tanto más perjudicial si se considera que la cultura guaraní tenía esa manifestación en el receptáculo de la lengua como expresión principal y excelsa. Y esto por el hecho de que la práctica del seminomadismo, en el ámbito de la cultura material, impedía a los guaraní la producción de obras en otros géneros artísticos, como la arquitectura o la pintura. La palabra, el canto y la danza podían ser transportadas consigo cuando se producían las migraciones religioso-económicas que caracterizaban a la sociedad indígena.

La literatura guaraní subsiste de manera subterránea, como el aliento escondido que sostiene la especificidad de una cultura amenazada por una situación de contacto que, por la circunstancia de fenómenos como el de las Misiones, aparece en relación armónica con la dominante. Lo cual reduce pero no anula los efectos del choque de dos culturas en situación de desigual relación de fuerzas. Pese a la condición de cultura dominada, ese aliento mítico va prolongando la voz clandestina de los guaraní, que sigue corriendo como el canto inagotable de esos grandes ríos subterráneos, que de repente afloran con inusitada fuerza, pese -o quizá gracias- a la larga contención. En 1914 se publican, traducidos al alemán, los primeros testimonios conocidos de la auténtica, literatura de los guaraní, recogidos por un etnógrafo, Kurt Nimuendajú Unkel, adoptado por el grupo apapokuva de la frontera paraguayo-brasileña,  vertido al español y al guaraní paraguayo por Juan Francisco Recalde en 1944, y publicados en reducida edición mimeográfica. El corpus más importante es el recogido por León Cadogan, con piezas recolectadas entre los mbya de la región del Guairá, en Paraguay. Al igual de lo acontecido con el anterior, Cadogan fue adoptado por los mbya, quien así pudo recibir el testimonio de la tradición mítica, esotérica por autodefensa, de parte de un grupo que había sabido conservar su identidad social, preservar la pureza de la palabra ancestral, gracias a un tardío contacto (los mbya nunca hicieron parte de las Misiones). Ayvú rapytá (El fundamento del lenguaje humano, 1959) y Yvyrá ñe'ery (Del árbol fluye la palabra, 1971), reúnen textos esenciales, por su contenido y por su belleza, para comprender la riqueza de esta literatura cuyo resplandor y cuyo fuego no habían podido ser apagados ni apaciguados por casi cinco siglos de dominación y de discriminación etnocidiaria. En 1980 apareció Literatura Guaraní del Paraguay (Editor: R. Bareiro Saguier, Biblioteca Ayacucho, Caracas), que reúne toda la producción oral transcrita y traducida hasta la fecha. Esa literatura merece el siguiente juicio a uno de los más grandes especialistas en la materia: «A la sorprendente profundidad de sus discursos une la forma de un lenguaje notable por su riqueza poética»31. Con lo cual Clastres alude a la producción literaria de estos «teólogos de la selva», según su expresión, aludiendo a la densidad y a la sutileza del pensamiento religioso, expresado en un lenguaje de alta calidad poética.

La literatura en guaraní, en la actualidad ha perdido su condición de servicio, pero sigue siendo marcada por el signo de la dominación colonial. En efecto, como no ha superado el complejo de inferioridad colonial, se limita a ser vehículo de la expresión folclórica, o a lo sumo vehicula un teatro de impacto popular evidente. La «Obra de Arte» sigue escribiéndose en castellano, lengua de prestigio cultural. Con lo cual el escritor paraguayo, que conoce perfectamente el guaraní pero no escribe en esa lengua, asume plenamente la condición de escritor colonizado.

La existencia de múltiples textos prestigiosos recogidos en el seno de las otras culturas amerindias de gran difusión, nos induciría a pensar que en esos dominios no ocurrió lo que en el ámbito guaraní. Esta impresión se deriva, principalmente, de la conservación de los códices, es decir los libros en papel fabricado en la fibra del amate, producido en el mundo maya y azteca. En efecto, se conservan tres principales, uno de procedencia azteca y dos mayas. Para comenzar a desengañarse con respecto a la anterior idea, basta escuchar a los numerosos cronistas,   que cuentan la fruición con la que los sacerdotes, en su afán de «desterrar la idolatría», destruyeron cantidades enormes de libros, sometiendo a persecuciones y matando a sacerdotes indígenas. El cronista y obispo Diego de Landa, en su Relación de las cosas del Yucatán se refiere a los autos de fe que el mismo ordenara:

 

Hallámosle gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa que no tuviera supersticiones y falsedades del demonio se los quemamos todos, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena.32

 

 

A su vez el arzobispo de México, Juan de Zumárraga, se jactaba en una carta de haber destruido 20.000 libros y 500 templos. El Concilio realizado en Lima en 1583 ordenó la destrucción de los quipus; pocos años después son prohibidas las fiestas y especialmente el canto en quechua.

Frente a esta actitud etnocidiaria existió también la de los que hicieron mucho por salvaguardar los testimonios de las culturas autóctonas. En México es ejemplar la labor de dos frailes, Andrés de Olmos y, sobre todo, Bernardino de Sahagún. Cuando Sahagún es obligado a suspender su tarea entusiasta, por orden real, un grupo de indígenas formado por él prosiguió con la transcripción de los cantares y de los anales nahuatls. Además, los testimonios recogidos por Sahagún no fueron, felizmente, destruidos, aunque su publicación se hizo no hace mucho tiempo, lo cual marca igualmente el dominio náhuatl con el signo de la amputación, aunque menos agudo que el guaraní, porque algunos cronistas indígenas transcribieron en la lengua autóctona y valiéndose del alfabeto, o directamente en castellano, muchos testimonios de esa cultura. Lo mismo aconteció con respecto a la poesía, género de gran tradición pre-hispánica en la región.

Es en el dominio maya en el que se conservaron varios textos fundamentales de la cultura amerindia: dos textos mítico-históricos, el maravilloso Popol Vuh y el Chilam Balam, y una pieza de teatro, el Rabinal Achí, entre los más prestigiosos. Hay una treintena de obras menos conocidas conservadas.

 

Ignorados en diversos archivos de América y Europa permanecieron durante varios siglos los textos escritos, después de la conquista española, en lenguas mayenses y caracteres latinos, que constituyen una de las más importantes manifestaciones del pensamiento y la forma de vida de los mayas.33

 

 

Con estas palabras, una especialista da cuenta del mismo fenómeno   de tardía difusión de los textos de la literatura maya, que sólo comenzaron a ser conocidos en la segunda mitad del siglo 19. Pese a que el Popol Vuh, por ejemplo, escrito en quiché hacia 1500 -el manuscrito inicial se perdió- fue transcrito en español hacia 1700, y quedó durmiendo en largo olvido entre polvorientos papeles en la sacristía de una iglesia de aldea.

La literatura quechua conocida sufre la misma postergación o está marcada por el signo de la procedencia ambigua. Por ejemplo se discute sobre el origen indígena o no del drama Ollantay, conocido en el siglo 19, en una versión hecha por Manuel Palacios en 1835. La mayoría de los textos llegaron a través de la tarea de los cronistas-recopiladores, indígenas, mestizos o españoles de la época colonial. A este respecto es interesante comparar la suerte diferente deparada a dos obras compuestas por la misma época, a comienzos del siglo 17. Los Comentarios Reales del gran escritor mestizo Garcilaso el Inca, fue editado en 1609 y difundido sin trabas (salvo la prohibición que se impuso en 1780, luego de fracasada la gran sublevación indígena de Túpac Amaru). Garcilaso, educado en la metrópoli, es un destacado representante del renacimiento literario español. Su obra no choca contra la ideología colonial, pese a ser una evocación del antiguo incanato, seguramente porque ha sabido adaptar los contenidos profundos del imperio derrotado a ciertas modalidades y patrones cristianos. No ocurre lo mismo con la obra Nueva Corónica y Buen Gobierno, del cronista indígena Huamán Poma de Ayala, cuyo pensamiento, expresado en un español «quechuizado» y con dibujos, resulta altamente subversivo para el colonizador. Su manuscrito, terminado en 1617, se «extravía» largamente y sólo reaparece a comienzos de este siglo... en Suecia, siendo publicado por primera vez, en París, en 1936.

La señalada marginación, sobre todo de las obras prestigiosas, no impidió el cultivo permanente de una literatura más popular, generalmente de transmisión oral -especialmente a través de la música- que testimonia la continuidad vital de las culturas amerindias, pese a la marginación. Y aquí se incluye a las culturas menos conocidas o prestigiosas, que justamente gracias a esta circunstancia se mantuvieron más fieles a la tradición ancestral, a la autenticidad de la cultura originaria.

Ahora bien, existe otra vía por la cual las culturas amerindias se prolongan o se proyectan en el seno de las sociedades mestizas -y aquí hablo sobre todo del mestizaje cultural- de América. Esta vía es la que evoca o propone una imagen del indígena o de los elementos de su mundo. La primera proyección es la que el romanticismo latinoamericano propone. Sin duda, es la más alienada, puesto que se basa en la imagen prestada, falsa, estereotipada e idealizada del indio, que  llega como influencia de la moda europea que instituye la efigie del «buen salvaje» como figura literaria. La corriente se llamó indianismo, y significativamente floreció especialmente en las regiones en que el indio prácticamente había desaparecido. Personajes copiados de los modelos acuñados por B. de Saint Pierre o René de Chateaubriand, Walter Scott o Fenimore Cooper, pueblan las páginas de las novelas indianistas, en la segunda mitad del siglo 19.

Una transformación en el enfoque se va operando a partir de fines de ese siglo, y la imagen del indio se carga de un mensaje de denuncia acerca de las condiciones miserables a que la explotación lo ha conducido. Una acre protesta ante las condiciones de degradación física y moral de que es víctima el antiguo señor de esas tierras llena las páginas de la literatura indigenista, que surge en las primeras décadas de nuestro siglo, y se afirma en los años 30-40. Una posición ideológica de sociólogos y ensayistas precede y acompaña esta corriente literaria de gran auge en el momento en que una novela ético-realista se compromete abiertamente con los problemas sociales, económicos y políticos del continente latinoamericano. La miseria real, la condición sub-humana del indio oprimido, vejado, disminuido, despojado, sustituye a la anterior imagen idealizada del «buen salvaje» en este nuevo enfoque maniqueísta que enfrenta el indígena siempre bueno y víctima, al patrón, siempre malo y explotador. Visión compasiva, caritativa, indignada y solidaria, sin duda, pero por lo general exterior. En efecto, los autores indigenistas hablan desde fuera de esa cultura a las que, con buena voluntad evidente intentan defender. Y en un juego inconsciente de contradicción, lo que finalmente proponen es que el indígena ultrajado y expoliado deje de sufrir esas ofensas y acceda a la condición del «blanco», se integre armónicamente en el ámbito de la cultura dominante, en el seno de la «sociedad nacional», dentro del concierto igualitario pregonado por los principios de las declaraciones republicanas. Voluntarismo e ingenuidad que ignoran, por un lado, las difíciles condiciones o posibilidades de una inserción semejante en sociedades dependientes y pauperizadas; y por el otro, ignoran las especificidades culturales de los grupos indígenas, para los cuales la aceptación desemejante propuesta implica la pérdida irreparable de la identidad.

Fue necesario que los signos de la escritura cambien, en correspondencia con las transformaciones de las condiciones históricas, para que la literatura se plantee nuevos enfoques sobre la realidad social y sobre el compromiso del escritor. El concepto de realidad se modificó, se amplió, y lo meramente exterior y aparente fue trascendido para dar lugar a una noción más profunda, más compleja y sutil. Pasó así a hacer parte de la realidad un conjunto de elementos menos evidentes, pero tan reales, como son las angustias o los sueños, las frustraciones o las  esperanzas del hombre nacido en esas latitudes. Todo lo que se esconde tras la fachada de las evidencias o certidumbres de la superficie. Y esto, también afectó la imagen del indio vilipendiado, cuya redención social era reclamada en tono admonitorio, acusador y sombrío.

Una serie de escritores asumen, a través de la escritura, los valores profundos de las culturas indígenas. Escriben en español, es cierto, pero conocedores -casi todos- de las lenguas autóctonas que sirven de soporte en cada caso a esas culturas, utilizan recursos y técnicas prestadas de las mismas, que terminan por cambiar el signo del idioma dominante, literariamente hablando.

Miguel Ángel Asturias es el primero en utilizar esos valores en obras de gran densidad artística. La más intensa en este sentido es Hombres de maíz (1949), que hunde los significados en la mitología maya-quiché, alimentándose en la fuente del libro sagrado, Popol Vuh, pero al mismo tiempo actualizando el conflicto, volviéndolo contemporáneo, sin por ello dejar de ser antiguo. Una manera de unir, de reanudar el tiempo intemporal de una cultura. El mayor logro de Asturias, al nivel del significante, es el de haber conseguido recuperar en su escritura la fuerza original, el papel taumatúrgico que posee la palabra en esa cultura indígena. El de utilizar un aliento elocutivo torrencial, incontenible, en el que la palabra se engendra y reproduce a sí misma, como origen y como fin, sin pasar por el tamiz de una consecución lógica a la occidental.

Se plantea así, a partir de Miguel Ángel Asturias, una corriente que se nutre de las esencias culturales indígenas, en sus valores auténticos, no sólo al nivel del significado, sino también del significante. Escritura profundamente renovadora de la narrativa en lengua española, se erige en algo así como una «revancha» en la que la lengua dominada hace explotar, desde adentro, el idioma triunfante del conquistador. Dos son los autores principales o ejemplares en esta empresa literaria «subversiva», ambos conocedores profundos de las lenguas autóctonas: el peruano José María Arguedas (el quechua), y el paraguayo Augusto Roa Bastos (el guaraní).

Para dar una idea de la aportación de José María Arguedas, apelaré a algunos resultados y comprobaciones del investigador Martin Lienhard34. En un meduloso estudio el crítico sostiene que la obra del autor peruano realiza una tarea de desajuste de una estructura narrativa altamente significativa de occidente, la novela, a partir de una «subversión» operada en función de esquemas y funciones propias a la lengua y a la cultura dominadas. Destaco a continuación algunos de los recursos más notables señalados por Lienhard.

Arguedas, situado en una zona de agudo conflicto o choque entre dos universos, rechaza la jerarquización del pensamiento occidental en detrimento del «Mítico». Y al integrar en su obra indiscriminadamente ambas visiones, está acordando al pensamiento mágico-religioso el mismo nivel que al racional-occidental. Dice el crítico:

 

El pensamiento salvaje deja de ser un pintoresco rasgo distintivo de los llamados «primitivos», para reivindicar un lugar jerárquico idéntico al del pensamiento occidental moderno que se autoproclama «científico» [...] El intento de José María Arguedas de introducir en la literatura culta (escrita) y en castellano, elementos de saber mágico-mitológico, es un intento de contraataque, de recuperación del terreno cultural indígena perdido a favor de la cultura del invasor y de la escritura.

 

 

Lienhard demuestra la introducción de la «voz colectiva», característica de la tradición quechua, en la narrativa en lengua española. Y lo hace a través de un indicio gramatical: una particular frecuencia de la primera persona plural en las formas verbales. Indicio confirmado o reforzado mediante otro procedimiento:

 

La realidad del hecho colectivo es una serie de elementos textuales de más amplitud: la traducción literaria de algunos símbolos significativos del pensamiento andino, colocados en lugares «estratégicos» del texto y dotados de una gran fuerza de irradiación.

 

 

Se trata de símbolos mágico-poéticos que subvierten el orden del discurso narrativo. El recurso citado guarda relación con lo que el crítico llama la «escritura mítica», la capacidad de transmitir «la materia de las cosas». Y a esa capacidad se refiere el mismo Arguedas cuando dice:

 

Escribir con la pata de las hormigas, con los troncos de los árboles y con las flores que sacan jugo hasta de los infiernos, con la garganta de los animales diversos, tan misteriosos que andan por las cordilleras y los bosques de Latinoamérica, animales y flores que han recibido polvo venido de todas las tierras y de todos los tiempos.

 

 

Lo que significa en palabras del comentarista:

 

El objetivo mítico de la narrativa para Arguedas, es precisamente el que ve realizado en el arte oral: ser capaz de convertir, gracias a la magia de la palabra (entendida en su sentido literal), una habitación no sólo en modelo del mundo, sino en el mismo mundo [...] La oralidad quechua ha sido siempre para Arguedas el lugar por excelencia donde se da esa coincidencia entre el signo verbal y la realidad.

 

 

El narrador pretende ir aún más lejos en su intento de introducir la oralidad. Por ejemplo, llevar la proliferación del diálogo hasta sus últimas consecuencias, a riesgo de la inteligibilidad del discurso narrativo,  y esto con el propósito de restituir ese «torrente» a su dueño auténtico: la colectividad, boca de la oralidad.

En otra variante de la misma idea, Arguedas se propone lo que el narrador oral: «un intento casi mágico de convertir la escritura en un lugar donde quepan el narrador y su cordón de espectadores-auditores». Como es imposible obtener la reproducción de lenguaje oral en la escritura, el autor trata de conseguir «un lenguaje escrito que constituya, a los ojos-oídos del lector un equivalente del lenguaje oral».

Lienhard resume el propósito final de esta empresa inspirada en la tradición indígena:

 

El mero intento de acercarse a la tradición oral colectiva y quechua, en pleno siglo 20, en una novela escrita en español, significa un desafío violento a las estructuras de la novela burguesa decimonónica [...] Este intento de destrucción de las estructuras novelescas clásicas de origen europeo o norteamericano mediante la contribución de antiguas (y modernas) tradiciones orales y colectivas, supera ampliamente el marco de la experimentación de nuevas formas narrativas importadas y cobra, dentro de la coyuntura política que vive el Perú en los años sesenta, un valor alegórico evidente: la lucha literaria total contra el invasor y por la emancipación cultural nacional prefigura la lucha de liberación en el campo decisivo, económico y político.

 

 

La obra de Augusto Roa Bastos aparece, frente a la de José María Arguedas, más discreta. Es decir, más en consonancia con la larga tradición de mestizaje cultural existente en Paraguay. Por ello mismo, más «serena», menos reivindicativa, puesto que tiene el apoyo seguro de la «preeminencia» de la lengua autóctona. Y quizá por todo esto, con un impacto de mayor «eficacia» literaria, sin que esto implique un juicio de valor, sino la constatación de dos situaciones próximas pero diferentes.

A Augusto Roa Bastos, como a Arguedas, le preocupa, se le impone mejor, el tema capital de la oralidad. Con la lucidez reflexiva que le caracteriza, el autor lo plantea, dentro del contexto de su realidad mestiza:

Como escritor que no puede trabajar la materia imaginaria sino a partir de la realidad, siempre creí que para escribir es necesario leer antes un texto no escrito, escuchar y oír antes los sonidos de un discurso oral informulado aún pero presente ya en los armónicos de la memoria. Contemplar, en suma, junto con la percepción auditiva, ese tejido de signos no precisamente alfabéticos sino fónicos y hasta visuales que forman un texto imaginario. Mi iniciación en la literatura se debió al influjo de esta creencia [...] Las estrías (de la transculturación y del sincretismo) reverberan en la cultura y en la lengua mestizas; indican la presencia de ese texto ausente o por lo menos eclipsado   que sigue subsistiendo sin embargo en la oralidad. Y es este elemento de la cultura oral el que provee la base de un equilibrio posible entre escritura y oralidad para los textos de imaginación. En ella pues, en la lengua de la cultura oral, está inscrito, es de ella de donde emerge, ese texto primero que se lee y que se oye a la vez en sus elementos de significación fónica más que alfabética; un texto arcaico y libre, latente en la subjetividad individual de cada hablante, en su afectividad emocional impregnada por los sentimientos de la vida social.35

 

 

Hay otro dominio en el que los dos autores coinciden, el de la utilización subterránea de la lengua autóctona. Creo importante plantearlo en el marco de este trabajo, y lo hago a través de la trayectoria seguida por Roa Bastos, que es más clara y que me es más accesible, por compartir el bilingüismo con el autor.

Desde los orígenes de su tarea literaria, Roa Bastos -que como poeta, ha escrito en guaraní- se preocupa de plantear y plantearse la dicotomía que significa la presencia conflictiva de ambas lenguas. Instalado en la situación establecida por el proceso colonial -asumida ya inconscientemente por el escritor paraguayo-, Roa Bastos escribe en español. Pero con la lucidez que le otorga la posesión, o mejor el ser poseído por la lengua autóctona, sabe que no puede escapar al universo cultural del guaraní, que es como la materia placentaria en que está inmerso el paraguayo. La tarea de integración de ambas esferas en la escritura será preocupación constante a lo largo de toda su obra; un acicate, un desafío, pero sobre todo una presencia irrenunciable, obsesiva. Es así como por los caminos de esa búsqueda intensa es posible distinguir el acento original que posee la voz de Roa Bastos, en la que se reconocen las inflexiones profundas de un habla constelada de imágenes, cercana de las cosas, como si las fuera inventando a medida que las nombra. Una lengua metafórica con su carga de olores, de sones abruptos, de susurros entre el ramaje. Una lengua henchida de silencios que prolongan los significados por entre las raíces trenzadas de las alusiones, de las elipsis, de los desvíos y atajos, de los implícitos. Un lenguaje con «expresiones vacías» que convocan a los sentimientos en la consecución del sentido. Un lenguaje de sonidos guturales y entrecortados, como los latidos con que la pausa intervocálica -fonema de utilización frecuente- hace explotar, despedaza cálidamente la frase guaraní. Una escritura, en suma, que está marcada por los estratos subterráneos del idioma indígena,  en una curva que va de las incorporaciones más evidentes a los más sutiles y alambicados recursos de integración lingüística. Es interesante seguir más de cerca el proceso.

Su primer libro de cuentos se inscribe en la línea de las interpolaciones en el texto, la intercalación de términos o expresiones guaraníes en el texto español, traduciéndolos luego en un glosario. Procedimiento prontamente abandonado. En su segundo libro, la novela Hijo de hombre, el autor apela a otro recurso, la metaforización de la expresión incorporada. Desaparecen prácticamente las interpolaciones; la expresión guaraní es «reducida» poéticamente en el ámbito contextual, utilizando no el término sino el halo de la voz, el aliento de la lengua. Varios libros de cuentos posteriores afirman y amplían el procedimiento mediante el cual los elementos del idioma autóctono son integrados subrepticiamente a la prosa narrativa del autor. Es así como la frase castellana se resquebraja y, por las grietas que revientan desde los soterrados, oscuros estratos, van apareciendo briznas, tufos, pedruscos quemados por el fuego de la lengua profunda, empujados desde adentro hasta los labios de la escritura. La condición de lengua con un alto grado de signos «motivados» (explicables) del guaraní, facilita la tarea aludida.

El procedimiento descrito se amplifica en su última novela, Yo el Supremo, mediante dos recursos principales. El primero aprovecha los resortes del habla popular, los giros, expresiones e idiotismos; la metaforización, atajos, síncopas, amplificaciones, abundamientos, desvíos y retorcimientos que le presta la lengua autóctona al habla popular, para convertir el concepto en imagen, la razón en poesía.

El segundo es más complejo y se basa en una elaboración intelectual consciente del autor, aprovechando la estructura del guaraní: su condición de idioma polisintético o aglutinante, que le permite -con gran ductilidad- construir las unidades sémicas en función de un elemento central, o radical, modificado por la adición múltiple de prefijos y sufijos. El autor aprovecha lúcidamente esta característica del guaraní para obtener «la deformación paródica, alterando la relación entre significante y significado». Ello con el propósito de «contribuir a la organización fónica, mejor dicho polifónica del texto», en primer lugar; y en segundo término, con el fin de «aproximar la escritura a la forma de la lengua hablada, que es la pertinencia del discurso narrativo: el texto es dialógico, puesto que está fundado en un sistema de contradicciones y oposiciones». Este movimiento dialéctico, hecha de una síntesis de complementarios que se niegan y al mismo tiempo se ligan para integrarse en un segundo sentido complejo, se propone «rescatar la palabra viva, la palabra oral, de la fijeza cadavérica de la escritura». Y el autor -a quien pertenece la serie de citas- concluye mostrando la trama de  ese tejido que le permite conseguir su propósito de «inficionar» la escritura en castellano: «Los cambios se producen por adición, supresión e interpolación; por acoplamiento, aglutinación. He seguido en esto el sistema de cambios o transformaciones de la lengua guaraní, por el cual dos o más palabras forman una nueva, alterando radicalmente la relación entre significante y significado y designando una nueva realidad»36. Es así como Roa Bastos ha logrado forjar el metal de una lengua literaria propia, en cuya aleación profunda el guaraní da la temperatura de la fusión. Una voz que con el componente esencial del idioma indígena suena con tonalidades múltiples y en un registro de resonancia nueva en castellano.

Al subvertir los estamentos de la lengua dominante, el español, o los géneros tradicionales y prestigiosos en ella cultivados, la obra de autores como José María Arguedas y Augusto Roa Bastos está sin duda realizando una operación, consciente o no, de «revancha». Una respuesta al largo proceso colonial marcado por la marginación, el menosprecio o la amenaza de extinción sufrido por las lenguas autóctonas. Una revancha que, al mismo tiempo, constituye un acto de amor, de fecundación de la lengua conquistadora. En efecto se trata de un enriquecimiento evidente de ésta, a la que se incorporan matices e inflexiones inéditas que amplían considerablemente el registro expresivo y las posibilidades semánticas del español.

¿Y las lenguas autóctonas, su futuro? ¿Y la literatura que en ellas se produce, en nuestros días?

Un trabajo emprendido con la colega Jacqueline Baldran37 nos condujo a la constatación de la existencia de una cuantiosa literatura indígena en nuestros días, escrita, cantada, dicha en las diferentes lenguas amerindias aún vigentes. Los textos, recogidos por especialistas en las distintas lenguas y áreas culturales, dan testimonio de varios aspectos y características de esas manifestaciones (y aquí no se hace la etnocéntrica distinción entre «altas culturas» y las otras; «altas» -se refiere a la azteca, maya y quechua- porque son más semejantes y próximas a las occidentales).

En primer lugar, la condición de producción multívoca, como una emanación del aliento comunitario y una expresión de su voluntad vital, de una innegable afirmación de identidad. Por ello son, al mismo tiempo, un testimonio del pasado; un signo indeleble grabado en la  memoria colectiva, en las creencias ancestrales.

En segundo lugar, al tiempo que expresan la voluntad tenaz de supervivencia, esos textos muestran -a diferentes grados- las heridas de la dominación, las huellas de la contaminación y, lo que es más inquietante, los peligros de la desaparición, las amenazas de muerte, por violencia o por asfixia, en la desigual relación de fuerzas que enfrentan esas culturas en su contacto con la «civilización».

Lo que se puede concluir en este dominio es que la perennidad de la palabra profunda, entrañable, medular, esencial, está por encima de la eventual desaparición de la cultura.

En cuanto a las lenguas autóctonas cabe evocar los dos casos más citados en este trabajo.

La Ley que en 1975 oficializó el quechua en el Perú, luego de despertar un explicable entusiasmo, no consiguió, en un lapso de quince años de vigencia, modificar sustancialmente el statusde la lengua autóctona. Tanto más que, en 1976, Velazco Alvarado fue destituido de la Presidencia de la República, y con él desapareció la política lingüística que pretendía «remover las estructuras culturales del país». Se requiere un buen lapso para que un texto legislativo pueda influir en un proceso socio-histórico como es la lengua.

Queda el ejemplo del guaraní paraguayo, y su proceso evolutivo en función de su capacidad de adaptación a la realidad socio-lingüística mestiza del país. Desde hace unos años existe una progresiva afirmación de la lengua, favorecida, sin duda, por medidas administrativas «proteccionistas», aunque éstas hayan sido dictadas por el gobierno con un criterio más bien demagógico.

Hay que tener en cuenta una verdad incontestable: el guaraní no alcanzará la plenitud de su statussocial sino cuando recupere totalmente su dignidad, es decir, cuando los guaraní-hablantes hayan perdido el complejo de inferioridad que les inhibe para producir una obra literaria equiparable a la que se escribe en la otra lengua, el español.

 

NOTAS

26 - Bernard Pottier, «Les langues indiennes d'Amérique», Hors série du Courier de CNRS, n.º 19, I, 1976.

27 - Bartomeu Meliá, «El guaraní y su reducción literaria», Actes du XLII Congrès International des Américanistes, vol. IV, París, 1978.

28 - A. Escobar, J. Matos Mar, G. Alberti, Perú, ¿país bilingüe?, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1975.

29 - Pierre Clastres, La societé contre l'état, París, Editions de Minuit, 1974.  

30 - B. Meliá, Ibidem.

31 - P. Clastres, Ibidem.

32 - Fray Diego de Landa, Relación de las cosas del Yucatán, México, Edit. Porrúa, 1986.

33 - Literatura maya, editora Mercedes de la Garza, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1980.

34 - Martin Lienhard, Cultura popular andina y forma novelesca, Lima, Tarea, 1981.

35 - A. Roa Bastos, «Escritura y liberación (La narrativa paraguaya en el contexto de la narrativa hispanoamericana)», Perspectivas de comprensión y de explicación de la narrativa latinoamericana, editores: J. M. López de Abiada y J. Peñate, Suiza, Edizioni Casagrande, Bellinzona, 1982.

36 - A. Roa Bastos, «Algunos núcleos narrativos de Yo el Supremo (notas del autor transmitidas directamente).

37 - J. Baldran, R. Bareiro Saguier, La téte dedans, Mythes, récits, contes, poèmes des Indiens d'Amérique latine, París, Maspero, 1980.

 

 

 

APÉNDICE Nº 1

 



 

APÉNDICE N.º 2

PRINCIPALES GRUPOS LINGÜÍSTICOS AMERINDIOS

 

(Se citan sólo algunos nombres de las lenguas más conocidas).

A. Eskimo (no pertenecen a las lenguas tradicionalmente dichas «amerindias»).

B. Na-Dene: Athacaspáh (navajo, apache), tlingit, haida.

C. Macro-algonquián: algonquián (cheyenne, cree, mic-mac), yurok natchez, wiyot...

D. Macro-siuán: siux, iroqués, caddo, yuchi.

E. Hokán: yumán, seri washo, harok jicaque...

F. Penutian: yokuts, miwok, coos, sahaptin (nariz horadada), chinok mixe, zoque, maya, urú (?)...

G. Azteca-tanoán: kiowa, tewa, paiute, hopi (pueblo), yaqui, tarahumara, huichol, náhuatl.

H. Oto-mangueán: otomí, mazateco, mixteco, chinanteco, zapoteco, chatino.

I. Macro-chibchan: chibcha (cuna, guaymí, dorasco), miskito, xinca, waica, paez, choco, warao...

J. Gê-bororo-carajá: gê (craho, cayapó, chavante), caingang, machacalí, botocudo, bororó, carajá.

K. Macro-panoán: pano (cashibo, cashinawa), tacana, mataco, maká, maskoy, guaykurú (toba), nambicuara...

L. Macrocaribe: caribe (wayna, maquiritare), peba, yagua, bora...

M. Quechua-aymara: quechua, aymara, jaqaru.

N. Lenguas andinas diversas: chon (ona), araucano, alakaluf, cahuapana, zaparo...

Ntilde;. Jívaro.

O. Macro-tucanoan: tucano, catuquina, puinave.

P. Arawak: guajiro, achagua, campa, piro, machiguenga, paressi, amuesha...

Q. Tupí: tupí, guaraní, chiriguano, guarayo, oyampí, cocama, omagua, guayakí, sirionó, arikem, yuruna, tuparí, ramarama, mondé...

R. Lenguas ecuatoriales diversas: timote, cariri, piaroa, zamuco, guahibo, cayuvaya, trumai.

S. Lenguas no clasificadas: keres, yuki, salish (kalispel, chehalis), kwakiuti, tarasco.





 

CÉSAR VALLEJO Y EL MESTIZAJE CULTURAL

 

El primer presupuesto en el enfoque de un tema como el de este trabajo es la razón que me indujo a abordarlo. La poesía de Vallejo es de ruptura; como tal, me interesa saber en qué medida esa quiebra pasa por el mestizaje cultural, sobre todo teniendo en cuenta que esa obra se escribe en un país en el que el encuentro de culturas se produce en forma asaz conflictiva. Considerando, además, que Vallejo, campesino de origen, no ignoraba los componentes esenciales de la cultura aborigen, aunque no hablara el quechua.

Pero antes de abordar propiamente el tema creo necesario decir, en dos palabras, lo que entiendo por mestizaje cultural. Esencialmente se trata, en el caso de América Latina, de la confluencia indígena-española, de la inserción de la tradición hispánica -o de otras, llegadas con el elemento africano o con las olas inmigratorias europeas-, en el tronco de la cultura aborigen. Esta interferencia modifica sustancialmente la situación de base (lengua, tradición, representaciones religiosas y de la naturaleza, etc.). Las modificaciones son tanto más significativas cuanto que ha sido la lengua del conquistador español-portugués la que se ha impuesto como idioma del prestigio social y cultural, como instrumento de dominación, en suma.

En la historia de las letras latinoamericanas existe una búsqueda de identidad que se orienta por dos carriles principales: el lingüístico y el temático. Como resultado del encuentro cultural más dramático de la historia moderna, en que la concepción racionalista y la técnica del Renacimiento se enfrentan con el mundo mágico de los indios, se intenta la apropiación de un lenguaje y la concreción de un contenido en un idioma en cierta medida prestado y dentro de un contexto político balcanizado.

La vía temática es la primera en definirse a través de una literatura de contenido americano, proclamada por el programa de «independencia literaria» de los románticos, o practicada un siglo después en la novela social posterior a la Revolución mexicana. El camino lingüístico tiende a obtener una quiebra de la pureza idiomática peninsular y a buscar una «lengua nacional» (Sarmiento y otros autores del siglo XIX), o a minar conscientemente la escritura con barbarismos (el Modernismo) o con localismos (el criollismo). De mayores alcances son el negrismo del Caribe o la tarea de autores como Asturias, Arguedas o Roa Bastos,   que elaboran su obra sobre el esquema de las estructuras lingüísticas aborígenes.

Hasta ahora la crítica vallejiana no ha encarado, que yo sepa, el factor autóctono en el análisis de su obra poética. El propósito de este trabajo es el de buscar trazas de ese elemento en la poesía de Vallejo y formular una hipótesis de trabajo para el enfoque de facetas poco estudiadas del escritor peruano.

Para ello comenzaré por referirme a algunos aspectos de la biografía del poeta, interesantes por lo que pueden ayudar a ver manifestaciones de su visión del mundo. Especialmente importantes son los de la infancia transcurrida en Santiago de Chuco, capital de provincia en los Andes, en donde predominan las tradiciones conservadoras hispánicas, con la utilización de un español más castizo y arcaico que en la costa y en los centros urbanos. Pero al mismo tiempo, es patente y capital el medio ambiente rural, la presencia del indio, de las comunidades indígenas, labores agrícolas, vida agraria del campesino aborigen. Se verá más adelante la presencia subterránea de estos elementos, que en poemas como «Telúrica y magnética» aflora abiertamente a la superficie.

La juventud del poeta transcurre en Trujillo, capital costeña en la que impera una «aristocracia» hispánica muy cerrada. En el grupo bohemio al que perteneció Vallejo se rendía culto a los manes modernistas: cosmopolitismo y comienzo de la aventura vanguardista. Sin duda el ambiente de Trujillo estaba en radical oposición con el de Santiago de Chuco; habría sido el primer choque evidente en la concepción vallejiana acerca de ambas culturas. Posteriormente Vallejo va a Lima, en donde predominaba el hibridismo cultural, con predominancia de la tradición «hispánica» (criolla), conservadora, en la cual eran grandes sacerdotes Riva Agüero y Ricardo Palma (exaltación del pasado virreinal). Más tarde, cuando Vallejo ya estaba integrado a la vida parisina, dirá: «Yo no puedo vivir sino en Santiago de Chuco o en París». Oposición terruño-capital cosmopolita.

Al nivel de la lengua es interesante rastrear la evolución operada en los distintos libros. En Heraldos negros existe una utilización de palabras quechuas (especialmente en el «Terceto autóctono» de las «Nostalgias imperiales»). Pero este vocabulario pertenecía a la lengua corriente del Perú en esos momentos, no a Vallejo en particular; la temática indigenista estaba en el ambiente, como manifestación del mundo-novismo modernista. En los tres sonetos del citado «Terceto» es posible comprobar que el empleo de tales palabras está hecho, en gran medida, con el criterio modernista (exotismo, eufonía, estetismo) de intercalar vocablos raros en una escritura muy elaborada. Muchas de las palabras en quechua están puestas en bastardilla (caja, huaino), y se puede apreciar -hecho más interesante- la utilización de palabras autóctonas  transformadas en verbos: «que velan tahuasando en el sendero...».

En Trilce se borra el elemento localista, quechuista. Los peruanismos, algunos de origen quechua, son usados con el mismo sentido con que lo usa cualquier escritor peruano. Lo que en este libro predomina es el tecnicismo, el neologismo o el arcaísmo («impresión de que Trilce está hecho a base de diccionario», afirma Américo Ferrari).

En Poemas humanos, además del universalismo existe el movimiento opuesto de vuelta hacia la tierra natal, el terruño, el «lugar». Los dos elementos convergen: el elemento de mestizaje cultural propiamente sería el universalismo («afecto universal»), que trasciende tanto lo español como lo indio, pero que tiene como movimiento complementario y paralelo el llamado del terruño.

Analizando la obra poética de Vallejo globalmente dentro de los enfoques lengua/contenido, se puede ver:

a) En lo que respecta a la lengua, Vallejo desconocía el quechua. No podía pues realizar una ruptura usando las estructuras, los ritmos y el clima espiritual del idioma aborigen, tal como lo hace por ejemplo su compatriota José María Arguedas. En Vallejo parece predominar la tradición hispánica. Pero, ¿cuál es esa tradición en su lenguaje poético? Vemos la evolución de una lengua impregnada de arcaísmos a una reconstrucción personal, a una reinvención de un lenguaje, ya por el poder de la fuerza poética, ya por la manifestación de un trasfondo escondido en el inconsciente colectivo, puesto en evidencia por el poeta (especialmente las acumulaciones desgarrantes). Todo esto revela un profundo malestar ante el lenguaje, provocado por la condición de escritor colonizado, es decir la de quien debe expresarse en la lengua heredada de los padres colonizadores, que ha sido impuesta en detrimento de otra, como un sello del colonialismo que necesariamente provoca la sustitución cultural (Albert Memmi dice: «el colonialismo crea colonizados como crea colonizadores, necesariamente»). Esta situación de incomodidad le hace exclamar: «Yo soy un huérfano del lenguaje» (Carta a Ernesto More). Entonces, la angustiosa y angustiada búsqueda vallejiana tiende a dominar la lengua española, a agotarla, como expresión de desgarramiento y de desarraigo del escritor colonizado (no olvidar la empresa del mestizo Garcilaso en un perfecto español arcaizante). El uso de arcaísmos, que lo emparenta al Inca Garcilaso, es un primer intento de originalidad. El segundo es el que cumple en Trilce -en cierta medida paralelo al anterior-, al realizar el esfuerzo de creación en base al diccionario. Esta actitud crítica ante la lengua lo conduce al tercer momento de la búsqueda: desintegrar y reconstruir la lengua, en un esfuerzo que recuerda la empresa de otro escritor colonizado, James Joyce. Intentar una explosión del idioma desde el interior del mismo, con los recursos que éste da, llevando la expresión a  situaciones límites.

) En cuanto a la segunda vía, la del tema, no sería fácil afirmar que existe en Vallejo un contenido «nacionalista» de quiebra. Pero para entender el cosmopolitismo o universalismo de nuestro poeta es necesario tener presente de dónde parte el camino que lo conduce al mismo. En su poema «Telúrica y Magnética» (en Poemas humanos), cuyo título es ya una declaración de principios, Vallejo lanza una especie de programa a este respecto. Pero antes de entrar a analizar este programa, quisiera transcribir un fragmento del ensayo de José Ángel Valente, «El lugar del canto», que nos ayudará a comprender mejor este asunto. «El lugar no tiene representación porque su realidad y su representación no se diferencian. El lugar es el punto o el centro sobre el que se circunscribe el universo. La patria tiene límites o limita; el lugar, no. Por eso tal vez fuera necesario ser más lugareño y menos patriota para fomentar la universalidad»38.

Vallejo parece adherir a estas reflexiones en la frase clave del citado poema:

 

 

 

Sierra de mi Perú, Perú del mundo,

   
 

y Perú al pie del orbe; yo me adhiero.

   
 

 

 

 

Del lugar, «la Sierra» (Santiago de Chuco), se pasa al «Perú del mundo», «al pie del orbe». Esta identificación entre lugar y universo pasando por la patria merece aprobación del poeta. Analizando el resto del poema vemos que el Perú rural de Santiago de Chuco, es decir el lugar con todos sus componentes, es el que entusiasma a Vallejo. Al mismo tiempo que rechaza la simbolización convencional de la patria, la del prestigio barato. «¿Cóndores? ¡Me friegan los cóndores!», existe una entrañable puesta en valor de los elementos de la tierra, campesinos: «¡Papales, cebadales, alfalfares, cosa buena!». Exalta las cosas más humildes y cotidianas: habla del «brazo de la siembra», de la siega, de los mugidos, de los útiles, del olor del maíz que camina, acumulando en rápida sucesión metafórica sensaciones múltiples: oigo, huelo y movimiento:

 

 

 

¡Cuaternarios maíces, de opuestos natalicios,

   
 

los oigo por los pies cómo se alejan,

   
 

los huelo retornar cuando la tierra

   
 

tropieza con la técnica del cielo!

   
 

 

 

 

La «impuesta noción de patria» -al decir de Valente- está simbolizada en este poema por una evocación infantil del lugar: «¡Oh patrióticos asnos de mi vida!», o la «cristalizada retórica» de la nación, por otro símbolo de su sierra: «¡Vicuña, descendiente nacional de mi  mono!».

En fin, todo el programa está formulado a través de sensaciones vitales que evocan el «lugar del canto», en las que existe una delectación epicúrea -gozosa siempre-, como en estos versos:

 

 

 

¡Cuya o cuy para comerlos fritos

   
 

con el bravo rocoto de los templos!

   
 

 

 

 

es casi una receta culinaria.

Otras veces ese programa está dado por la nostálgica evocación de la infancia, alma del lugar:

 

 

 

Lluvia a base del mediodía,

   
 

bajo el techo de tejas donde muerde

   
 

la infatigable altura

   
 

y la tórtola corta en tres su trino.

   
 

 

 

 

Nuevamente acumulación de sensaciones gozosas, pese al tono evocativo.

La conclusión del poema es bastante significativa en esta identificación del lugar/universo:

 

 

 

¡Lo entiendo todo en dos flautas

   
 

y me doy a entender en una quena!

   
 

 

 

 

Es uno de los raros momentos en que Vallejo no tiene problemas con la expresión: una quena le basta, así como dos flautas para entender. «¡Y lo demás, me las pelan!...».

En la citada frase de Vallejo: «Yo no puedo vivir sino en Santiago de Chuco o en París», está explícitamente formulada esta reunión de lo universal cosmopolita con el lugar, la Tierra.

Volviendo a la consideración de esa visión del mundo marcada por el lugar, evocada al comienzo, se puede decir que, en el plano del mestizaje, la cultura aborigen presente en la poesía de Vallejo es la de la tierra, la agricultura: «papales, cebadales, maizales, cosa buena», elevada a mito universal (tierra = madre-madre tierra, para los incas): alimento, tierra, madre, origen, conocimiento.

No está de más evocar que esta presencia del campesino andino, del labriego de la región de Santiago de Chuco, de las tradiciones serranas, de la comunidad indígena, es la que explica inicialmente su simpatía -presente en la poesía- por Rusia y por España, países esencialmente campesinos. Y lo que, en gran medida, decide su opción política. Para Vallejo -como para Mariátegui- en el comunismo existe, en cierta forma, una vuelta a la comunidad indígena. El campesino es modelo de humanidad, como se ha visto en «Telúrica y magnética», como se puede ver en muchos otros poemas, como «Gleba» o en largos pasajes de «España, aparta de mí este cáliz».

Concluyo con la formulación de una hipótesis.

¿Hasta qué punto un autor es consciente de las motivaciones profundas de su obra? ¿Hasta dónde está poniendo en evidencia los resortes de un inconsciente colectivo?

En este sentido, cabe preguntarse el papel que en la obra de Vallejo -desconocedor del quechua por un lado, mas por el otro no ignorante de la cultura indígena- representan algunas características de la cultura indígena. Voy a referirme a algunos elementos presentes en la obra.

1) Cuando en cierta medida convierte al indio en prototipo: «indio después del hombre y antes de él», está poniendo en situación de privilegio, de alguna manera, al factor humano de esa cultura.

2) La noción del tiempo circular, la anulación de la cronología, el tiempo que siempre recomienza, es una noción típicamente indígena, es el tiempo mítico de las llamadas sociedades primitivas. Es la noción de permanencia en lo eterno (elemento interno implícito en el mito).

3) La dualidad que le hace sentirse «huérfano del lenguaje», que le lleva a dudar de su posibilidad expresiva: «combatido por dos aguas encontradas que jamás han de istmarse»; angustia ante el desencuentro de esas «dos aguas», que le conducen a bloqueos expresivos, como cuando dice, en una suprema expresión del conflicto lingüístico: «¡Entonces...! ¡Claro... Entonces... ni palabra!». O estas otras exclamaciones altamente significativas: «Quiero escribir, pero me sale espuma/ quiero decir muchísimo y me atollo» («Intensidad y altura»). O también: «Quedéme a calentar la tinta en que me ahogo».

Sigo preguntándome en qué medida esa sensación de ahogo, de atollamiento, de encebollamiento no es -en parte considerable- el resultado de la imposibilidad de conciliar las culturas encontradas en nuestro mundo mestizo, además de lo que Ferrari apunta al hablar de «una estructura gramatical y un vocabulario que tienden a implicar más que a explicar». Hasta qué punto esta necesidad -tan difícil- de «implicar» no obedece a la necesidad de «resolver a nivel simbólico las contradicciones» resultantes de un encuentro cultural en conflicto. Hasta qué punto en el «cogollo» de la «pirámide escrita» están presentes los elementos de una y otra cultura.

Y me detengo para no ir tan lejos en la hipótesis y plantear por ejemplo, la posibilidad de que los «contrarios inconciliables» de su poesía y las «yuntas», «parejas de significados en conflicto» -que señala acertadamente Ferrari39-, sean en alguna medida el resultado de la indeterminación, de la dualidad propia de las culturas míticas, amerindias (mito de los gemelos). Sé que esta suposición causará sobresalto a más de un ortodoxo exégeta imbuido de la ideología occidentalista.   —81→   Pero en el análisis de las motivaciones profundas de una obra literaria, esta suposición es tan válida como la de atribuir a la poesía de Vallejo un exclusivo origen cultural europeo.

Lo que sí me interesa señalar es la mentalidad colonial que rige gran parte de nuestra crítica: nunca se ha encarado la posibilidad de estudiar la poesía de César Vallejo dentro de una visión del mundo propia de un mestizo cultural, como fue el poeta peruano.

 

38 - J. Ángel Valente, Las palabras de la Tribu, Madrid, Siglo XXI, 1971, pág. 16.  

39 - Las citas de este parágrafo son extraídas del prólogo de Américo Ferrari a la Obra poética completa, Lima, Francisco Moncloa Editores, 1968.

 

 

 

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS O LA PALABRA HERIDA

 

No fue deslumbramiento, esa sensación que hiere por fuera. Sentí el rumor del agua que corre a lo largo de las venas, en lo hondo de la sangre, como el aliento subterráneo de una voz que va impregnando lentamente, implacablemente, irremisiblemente las raíces. Los ríos de palabra horadaban los profundos sustratos de la memoria ancestral compartida y repartida en el espacio que baja de la cordillera hacia los húmedos, calientes túneles de la selva. Así fue el descubrimiento de la obra de José María Arguedas por un mestizo cultural como él. El río subterráneo de todas las voces mezcladas nos unía. Recuerdo del mediador, del instigador, aquel amigo que también había sido mi profesor en la Facultad de Letras, Mariano Morínigo, de quien por entonces era ayudante de cátedra. Era el final del año lectivo en el que nos habíamos ocupado de la narrativa indigenista. Frente al vaso amigo, cuando prolongábamos en el bar de enfrente los entusiastas diálogos del aula, como confesando un secreto, me dijo: «Estoy leyendo una novela que me hace pensar en todas esas obras estudiadas... Quedan como deslucidas, como opacadas. No sé..., resultan como dichas de labios para fuera... Éste habla con las tripas. Te lo pasaré cuando lo termine». Fue mi primer contacto con la escritura de José María Arguedas, con el sonido hueco -como los ruidos de las entrañas- de Los ríos profundos. Insisto, no fue el deslumbramiento; me sentí empapado por la corriente que venía desde dentro, desde el fondo de la palabra sobria, insondable y poética, traspasado por la música que se guarda en la memoria recóndita, la que traía desde siempre, desde el sumidero del tiempo, que también es el espacio en la cosmovisión indígena.

Cuando después leí sus obras anteriores, los dos libros de cuentos y la novela Yawar Fiesta, textos más directos, entendí mejor mi adhesión. En esos cuatro libros encontré la luz que alumbraba la palabra viva que había escuchado desde mi infancia, en guaraní. Los patrones, los mecanismos de esas narraciones no eran los de las demás obras indigenistas, para aludir a un género que podía considerarse próximo, por el tema. La fluidez de la oralidad rescataba los relatos de Arguedas de los esquemas ideologizados y rígidos en que aquéllas se encuadraban. Es más, en un lenguaje matizado que rehuye el tipismo y rechaza el miserabilismo, Arguedas asume ese pedazo oculto y mágico de su mundo mestizo, reivindica -sin programas ni proyectos reductores- su identidad  profunda, en la cual los valores indígenas están presentes con la espontaneidad fervorosa de quien los ha vivido en la práctica cotidiana. Y los conserva raigalmente, desde la infancia, a través de la que fue su lengua materna, el quechua.

Arguedas, el contador en la más pura tradición cultural indígena, el hacedor de sueños tejidos con palabras, el taumaturgo que se realiza en la escritura, se vio confrontado, como todos los mestizos culturales, al drama de la formulación de su mensaje. Había en su propia tierra una larga tradición de esa desgarradura, desde el Inca Garcilaso a César Vallejo, para sólo recordar dos hitos. Pese a que nuestro autor escribió en quechua, su realización literaria la tuvo que hacer en el idioma dominante. El desafío era enorme y la respuesta fue magnífica. Pero el precio que se paga por ese doloroso extrañamiento lingüístico es desgarrador. Hay en su escritura la fuerza que da el hecho de escribir con la sangre de las raíces, con la vibración de los nervios, con la indignación de la voz sustituida o impostada. Pero existe también la alegría, el orgullo de poder transponer el fuego de una lengua a la otra, de mantener el temblor, de conservar el aliento originarios. Todo ello se conjuga para conseguir el registro de una palabra singular e inédita, formulada en un español tallado, unas veces, a dentelladas rabiosas, labrado, otras, a pura caricia y levedad de labios por las incisiones etéreas de la oralidad, esas marcas encantatorias que amplían y diversifican poéticamente el discurso, al tiempo que le acuerdan una formidable dimensión polisémica. Pero en esa misma realización anida el consecuente riesgo, el peligro de que la utopía de rescatar el mundo raigal no sea sino un espejismo, presto a desvanecerse en la proximidad del contacto. La superficie de una escritura como la de Arguedas es más que una simple ilusión producida por la reflexión de la luz de las palabras. Detrás y por debajo de esa sobrefaz se produce la refracción hipertrófica de las células de un sueño ancestral; él asume en su voz el destino de una cultura que le habita desde siempre, que remonta a la niñez del tiempo.

Pero se trata de un sueño amenazado, de una cultura de incierto destino, no por defectos intrínsecos, no por falencia de los mitos que la sustentan, sino por las agresiones externas, por la situación de extrema injusticia que la acosa, por la depredación y la degradación de la que son víctimas los valores en que la misma se asienta. Son lenguas y culturas -las amerindias- que viven en trance de agonía, en el sentido etimológico de lucha, angustia, y en el derivado que incluye la idea de muerte. Y José María Arguedas lo sabe. Él tiene plena conciencia de la amenaza que pesa sobre el destino negado o manipulado de ese mundo que lleva apasionadamente, tormentosamente consigo, en lo más profundo de su ser. Y sufre ante semejante injusticia. Su obra está asentada sobre esa pasión desesperada, se nutre de esa angustia insumisa.  Por ello es una literatura trágica la suya, marcada por el signo de la inminencia.

Se puede notar en las tres novelas más importantes de Arguedas una progresión creciente -inconsciente- de la degradación de ese su universo amenazado, una desagregación de los íntimos lazos -míticos- que establecen y mantienen la coherencia en el mismo. La armonía esencial y esperanzada, la luz prístina, fundacional, presentes en Los ríos profundos, comienza a empañarse en Todas las sangres, las que se confunden en los aluviones migratorios que vacían las entrañas de la tierra sagrada -la sierra-, esa marea humana que, empujada por los malos vientos de la necesidad, de las penurias económicas, de la explotación inhumana, va depositándose en la costa, ese lugar maldito en el que nacen y proliferan todos los males, en el que se degradan las palabras del canto y se deshilacha el manto de los sueños. Pero en esta obra todavía no se produce la desintegración; persiste en ella la esperanza de un mundo nuevo que ha de nacer bajo el signo de una sociedad más consciente, que ha de saber insertar la antigua palabra ancestral en una noción actualizada de justicia.

El proceso de declinación frustrante culmina con Los zorros de arriba y los zorros de abajo, en Chimbote, ese símbolo premonitorio de la devastación, del desmantelamiento, de la degradación de la sociedad peruana. Chimbote, el lugar en que se patentiza la caída, la decadencia de una colectividad en quiebra, moral y económica, en la que se rescinde la dignidad. Ese sitio en que los hombres son apenas restos abandonados en la costa por la resaca después del naufragio. Allí donde el tiempo pierde su norte, en que la lengua se babeliza, extravía el sentido esencial de la comunicación.

La ardua elaboración de la novela coincide con un período penoso -¿causa, efecto?- en la vida del escritor. La misma comienza un año después de la primera tentativa de suicidio. Y corresponde a una constatación, lúcida y dolorosa, de la desgarradura que, como un rayo a golpes diferidos, abatirá el tronco de la palabra, ése que sustenta el árbol de su existencia. Será una tentativa desesperada, cuyo sentido se encuentra -por oposición- en una frase de la respuesta a Julio Cortázar: «Yo soy un hombre feliz y continuaré siéndolo mientras pueda seguir trabajando, aquí o allá» (julio de 1969). Pero el veneno del desencanto ya le había llegado a las venas, le había corroído la esperanza. Un fuego negro le abrasa las entrañas: la irresistible pulsión de la muerte. Nótese la desesperada, la calma, la lúcida determinación en la siguiente frase de su carta de despedida: «Me retiro ahora porque siento, he comprendido que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida». Era el 27 de diciembre del mismo año, la víspera del día en que se disparó un tiro en la sien, frente a los destinatarios  de su misiva, sus estudiantes de la Universidad Agraria de Lima. Como esos indígenas comunitarios que se sienten desvalidos, incapaces para «trabajar», él advierte que ya no podrá labrar la tierra de la palabra, aportar su parte de sustento a la comunidad, y decide eliminarse, internarse en el monte del silencio definitivo. El destino trágico, implacable que durante toda su vida le estuvo aguaitando, acechando, se cierra así al apagarse el halo de su voz. Ésta era la justificación de su existir, y cuando la misma se le va extinguiendo, su vida carece de sentido; una sola salida le resta. Y como siempre lo hizo, asume su destino con inflexible honradez, con total honestidad. José María Arguedas muere de un mal que le aquejó toda la vida: la escritura. Muere de no poder escribir, porque siente que le falta el aire, la respiración de la palabra.

No siempre la vida del escritor está en acuerdo con la obra. Más de una vez se producen desencuentros, contradicciones, oposiciones entre aquél y ésta; inclusive negaciones, reniegos, apostasías y traiciones. No es el caso de José María Arguedas, quien fue leal a su palabra, hasta la muerte: asumir el necesario silencio para no menoscabarla, para no serle infiel. Fue un hombre de una sola pieza, que supo hacer coincidir la voz con la acción, el sueño con la realidad. Y cuando vio amenazada esa armonía, tuvo el coraje de pagar con su vida la preservación de la imprescindible -para él- coherencia.

Tuve la alegría, la satisfacción de conocerlo (honor es una palabra demasiado ampulosa y retórica para aplicarla a su persona; no le habría agradado, estoy seguro). Nuestros primeros contactos fueron epistolares. Le escribí acerca de la posible publicación, en francés, de su novela El Sexto, que una amiga estaba dispuesta a traducir. Le pedía autorización para presentarla a una editorial en la que, por entonces, yo era lector. Naturalmente, a renglón seguido le hablaba de su obra, doblemente admirada, por su calidad en sí y por los lazos subterráneos que a ella me unían en mi condición de mestizo cultural. La respuesta no se hizo esperar. Su carta estaba impregnada de una rara modestia, plena de grandeza, no la falsa modestia reptante que busca el halago zalamero. Aceptaba encantado la posibilidad de la versión francesa de El Sexto, fundamentando con toda naturalidad su agradecida aquiescencia: «Es un libro que quiero mucho, porque lo he padecido. Aunque sé que es una novela que no está en la línea del resto de mi trabajo literario, tengo debilidad por ella, pues esas páginas las he vivido -en la prisión- con dolor». Sus palabras tenían una carga de gran sinceridad. Y otra de igual generosidad. Se explayó largamente sobre su «trabajo», agradeciendo mis modestos comentarios. «Veo que hay una corriente que pasa -decía-, que nos entendemos». Y para mi sorpresa me habló de Alcor, revista que yo había dirigido en Paraguay y que él conocía gracias al canje que manteníamos con universidades latinoamericanas, especialmente. «Es la mejor revista de América, porque a la calidad se agrega el coraje de publicarla en un país sometido por una atroz dictadura», exclamaba en un rapto de generoso estímulo.

Un tiempo después lo conocí personalmente, en ocasión de un seminario sobre la situación agraria en América Latina, realizado en octubre de 1965 en París, en el que participó como ponente. Sus intervenciones revelaban al antropólogo que conocía sus temas por haber vivido las situaciones, no como un simple investigador que observa los fenómenos desde el exterior. Sus propuestas añadían al aspecto práctico y científico la dimensión poética; a menudo se resumían en la relación de un mito que descuajaba el problema como si se tratara de un arbusto con las raíces al aire. Tuve la alegría de compartir con él dos largos momentos de conversación, mano a mano. El mismo ritmo calmo en el decir -que ya conocía por las cartas-, la misma modestia sin remilgos, el tono mesurado de la voz, que no excluía el fervor contagioso cuando abordaba los temas que le apasionaban -prioritarios en esas ocasiones-, y una entusiasta curiosidad por conocer una realidad que sabía próxima, la situación de la lengua y la cultura guaraníes. Su conversación pausada estaba tachonada de silencios cargados, de elocuentes agujeros sigilosos que convocaban -tanto como sus palabras- los valores, los sueños compartidos, las angustias, los temores comunes. Su convicción era tal que exaltaba hasta la inquietud, al tiempo que el susurro de su voz serenaba el ánimo. Inolvidable, entrañable personaje. José María Arguedas, el hombre, era idéntico a su escritura, cargada de tanta generosa luz. Por eso es que su vida está tan ligada a su obra, a su palabra. Y su muerte a la amenaza del silencio que sintió venir cuando se le derrumbaba por dentro el universo que llevaba en la tierra del pecho.

La última carta suya es de mayo del 69, pocos meses antes del trágico desenlace. Con la habitual modestia, con la espontánea candidez y sinceridad que le caracterizaban, agradece lo que considera una deferencia. «Me siento feliz. ¡Mi diario acordándose de mí...!», se exclama. Con la misma natural franqueza se refiere a su obra. «La noticia que me da usted (la publicación de un texto suyo en Le Monde) me ha verdaderamente emocionado y sorprendido...». Y sin ninguna falsa modestia, con entera llaneza agrega «...aunque después, la verdad es que me parece más o menos explicable y hasta justificable. Mi caso es bastante sui generisen la literatura hispanoamericana». ¡Admirable sinceridad la de este hombre íntegro y transparente, incapaz de simulaciones hipócritas, de dobleces retorcidas! Púdicamente, en un párrafo escrito a media voz, deja entrever la perturbación ansiosa que le conturbaba, que le roía las entrañas y a las que El zorro de arriba y el zorro de abajo servía de exutorio. «Ya le enteraremos de esto», dice en actitud despersonalizante  -el uso de la primera persona plural-, al tiempo de manifestar su deseo de compartir su angustia, como cuando en un café de algún otoño parisino compartimos el vino y la esperanza, la palabra y los temores, la luz y los silencios.

Augusto Roa Bastos, autor que está unido a José María Arguedas por múltiples características referentes a los componentes mestizos básicos de la escritura, me contó una anécdota que considero reveladora. Ambos coincidieron en un coloquio de escritores latinoamericanos y el azar hizo que fueran alojados en el mismo cuarto de hotel. La conversación sobre el tema de la escritura, que les apasionaba a los dos por las circunstancias comunes que los unían, se prolongó en la habitación. Aquella noche Arguedas se aplicó entusiastamente a hablar de una futura novela; el compañero le escuchaba fascinado. Al cabo de un buen rato de seguir el hilo encantatorio del relato, tortuoso y quimérico por momentos, Roa Bastos se alzó en el lecho vecino apoyándose en el codo y miró al apasionado contador. Sólo allí reparó que Arguedas se había quedado dormido -el otro no sabría decir en qué momento-, lo cual no le había impedido continuar con su arrebatada y fascinante narración.

Posiblemente, durante toda su existencia José María Arguedas no hizo sino vivir -escribir- el sueño recóndito y portentoso que le habitó desde la infancia; soñar las voces ancestrales que su escritura fijaba con rasgos sonambúlicos. Cuando se percató de que ese sueño podía desvanecerse sin madurar, que el mundo de su palabra taumatúrgica estaba amenazado, optó por sumergirse en ese otro sueño, más largo y sin retorno, sin resquebrajaduras, sin sombra de vacío.



 

HORACIO QUIROGA:

LA TERCERA ORILLA DE LA FRONTERA

(EL GUARANÍ EN LA ESCRITURA QUIROGUIANA)

 

En un lúcido estudio, Edmundo Gómez Mango (Edmundo Gómez Mango, «Horacio Quiroga y las misiones de su escritura», ponencia leída en el Coloquio Internacional del C.E.L.C.I.R.P., París, junio de 1986. ) corrobora la relación privilegiada de la escritura de Horacio Quiroga con las Misiones, ese territorio de fronteras enclavado entre la Argentina -de la cual hace parte-, Brasil y Paraguay, a los que debe agregarse un cuarto límite arcifinio: la palabra uruguaya-universal del narrador. En el cuento «Un peón»41, el protagonista, es descrito lingüísticamente con estas palabras: «...hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués-español-guaraní, fuertemente sabrosa». En otro relato, «Caza del tigre»42, pone en boca del relator lo siguiente: «Las gentes de la frontera hablan así, mezclando los idiomas». La misma alusión directa a la lengua -guaraní en este caso- mezclada y fronteriza, se encuentra en el cuento «Los precursores»43. Allí el protagonista dice: «...me hago entender en la castilla. Pero los que hemos gateado hablando guaraní, ninguno de esos nunca no podemos olvidarlo del todo...». Y más adelante: «...la guaraní que siempre se me atraviesa» (aquí el uso del artículo femenino la obedece al hecho de que en guaraní no existe esa partícula en la función que tiene en castellano, y que además no existe la distinción gramatical de los géneros, sino sólo la diferencia de sexos).

La caracterización, ratificada en los textos del autor, es aplicable al tono de toda su escritura hecha a partir de su capital, definitiva experiencia misionera. Coincido totalmente con Gómez Mango cuando afirma que «Misiones, como territorio es tiempo y espacio, fondo y figura, mágico y alucinante, de lo mejor de su narrar [...] Es en el cuento de monte, en el cuento de Misiones donde Quiroga encuentra las misiones, la misión de su escritura».

El propósito del presente trabajo es realizar algunas exploraciones geo-lingüísticas y culturales en una de las orillas de esa tierra fronteriza, el tercer linde habitado por el peón del cuento en la enumeración hecha por el narrador. Me propongo dar cuenta no sólo de la impregnación guaraní propia a la escritura «misionera» de Quiroga, sino de la sutileza en la utilización de ciertos mecanismos de esa lengua, de la profundidad con que cala la cultura indígena la permeable tierra de su palabra. Esto es más perceptible para el guaraní-hablante, condición  que me mueve a encarar este aspecto poco estudiado de la escritura de Horacio Quiroga.

Se impone una aclaración previa: cuando digo «lengua guaraní» o «cultura indígena» me refiero a los elementos que de ellas quedaron en el habla y la cultura mestizas de las regiones antiguamente ocupadas por el pueblo guaraní, es decir en este caso Misiones y Corrientes en Argentina, sur del Brasil y Paraguay. No hablo pues de los grupos aborígenes aún existentes (en especial los mbya) que habitan a ambos lados del río Paraná, que usan un dialecto guaraní no «contaminado», habiendo conservado sus costumbres ancestrales. Los personajes de Quiroga son los primeros, no los segundos.

¿Era consciente el autor de la incorporación lingüística operada en sus cuentos? Pregunta difícil de contestar. Lo que sí puede constatarse es su preocupación por los recursos de la escritura, a los más diferentes niveles. Desde el punto de vista aquí planteado, el escritor tenía una clara idea de los peligros en que puede caer un narrador que aborda temas como los de sus cuentos monteses. Ello se comprueba en el siguiente párrafo de su reflexión sobre el género:

 

Un relato de folklore se consigue generalmente ofreciendo al lector un paisaje gratuito y un diálogo en español mal hablado.44

 

 

Es interesante constatar el vigor con que anatematiza la facilidad folclorista de una cierta literatura, por entonces en boga. Es como si el mismo quisiera ponerse en guardia contra el peligro que le acecha por parte de esas fieras lexicológicas en la selva de palabras que transitan en sus cuentos. En efecto, nada más resbaladizo que los temas de sus cuentos misioneros para caer en el localismo epidérmico y efectista. Sobre el «paisaje gratuito» volveré. La utilización de elementos de un idioma con un sistema muy diferente al de la lengua en que escribe, es proclive a ese deslizamiento. Leyendo esos cuentos, se constata que usa muchas palabras en guaraní. En ello cumple estrictamente el principio al que se refiere en el mismo artículo, unos párrafos más adelante:

 

He observado con sorpresa que algunos cuentistas de folklore cuidan de explicar con llamadas al pie, o en el texto mismo el significado de las expresiones de ambiente. Esto es un error. La impresión de ambiente no se obtiene sino con un gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y detalles de vida del país. Toda nota explicativa en un relato de ambiente es una cobardía.45

 

 

Sorprende la lucidez y el rigor del juicio categórico acerca de un recurso retorcido y bastardo que, en esos momentos, tenía una generalizada práctica en la narrativa latinoamericana. No se debe olvidar que es la época en que el indigenismo, en el auge de su expresión, había consagrado  el expediente denunciado por Quiroga como un vicio. La práctica del «mechado» de palabras autóctonas, traducidas al pie de páginas o repertoriadas en un vocabulario final, estaba de moda. Es más, era el recurso al que una concepción miope apelaba para conseguir «autenticidad». El discutible procedimiento, enérgicamente estigmatizado por Quiroga, correspondía en realidad a la necesidad de justificación de esos escritores que, desconociendo en general la lengua indígena, recurrían al recurso postizo de la prosa variopinta, en la que los vocablos aborígenes rescataban la mala conciencia sin agregar la más mínima calidad literaria, el menor sello de la buscada autenticidad. Sin embargo, él usa «expresiones de ambiente», sin caer en el folclorismo. Cabe entonces ver cuáles son los mecanismos y los efectos de la incorporación de términos o expresiones guaraníes por parte de Quiroga. Iré de lo más evidente y directo a lo más complejo y sutil.

Antes que nada, cabe hablar de la ya evocada «impregnación» de la escritura quiroguiana por eso que se puede llamar la materia guaraní. La recuperación de ese aliento pasa por diferentes canales. A veces se trata de la integración de índices explícitos. Es el expediente utilizado en el cuento «El paso del Yabebirí»46. La primera frase usa el recurso etimológico: «En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque Yabebirí quiere decir precisamente 'Río-de-las-rayas'». En efecto, javevyi (escrita en la grafía actual) significa raya y y, agua o río (la r intermedia es un elemento eufónico, ya que en el guaraní consonantes y vocales alternan necesariamente). Más adelante, en el mismo relato, se lee: «-¡NI NUNCA!- respondieron las rayas. (Ellas dijeron «ni nunca» porque así dicen los que hablan guaraní, como en Misiones)». En efecto, esa reiteración de la negación a través de dos partículas es traducción literal del nahániri-eté, con que en guaraní se hace la negación reforzada mediante el adverbio correspondiente al que se agrega el sufijo intensificador eté.

El mismo expediente explícito se usa en «Caza del tigre», en donde luego de una frase literalmente traducida del guaraní, el narrador dice: «Este hombre era misionero, o correntino, o formoseño, o paraguayo. En ninguna otra región del mundo se habla así». El autor convoca aquí el Paraguay y las tres provincias argentinas próximas que en su conjunto constituyen el núcleo en que se usa como lengua corriente la expresión dialectal denominada guaraní criollo o mestizo.

Un segundo mecanismo utiliza la incorporación pura y simple de términos o expresiones guaraníes en el texto. En este caso, varios procedimientos son posibles.

a) El vocablo se incrusta en la escritura y es digerido por el relato mismo, sin jamás apelar a la tentación de las llamadas al pie, que como se ha visto, el narrador condena como «un error» o «una cobardía».  Aplica con total coherencia la regla del «gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y detalles». A continuación van algunos ejemplos significativos de la citada utilización.

En el cuento «Un peón», el protagonista, luego de hacer un formidable trabajo de perforación en la piedra dura, «bloques de hierro manganésico veteado de arenisca quemada, y tan duros que repelen la barreta con un grito agudo y corto...», le dice al patrón

 

-¡Pedro do diavo!... ¡Quedó curubica!...

 

 

El término curubica (Kuruvíka en la grafía actual), significa fragmentos, cascajos, piedra desmenuzada. Aunque no comprenda íntegramente, el lector corriente y advertido entiende perfectamente el sentido del vocablo gracias al desarrollo precedente de la acción cumplida por el peón brasileño. Es la regla del «gran desenfado», mucho más radical que el uso del término portugués «diavo», cuya semejanza con «diablo» es de más fácil comprensión, (pese a que, en la actualidad, el término curuvica ya ha sido admitido por la Academia Española de la Lengua).

Ejemplos de incrustaciones diversas se encuentran a profusión en el cuento «Los precursores», uno de los que de manera más evidente revelan la impregnación guaraní, y ello porque el protagonista-narrador es un mestizo cultural «medio letrado», tal cual se presenta en las primeras líneas al explicar cómo, «de tanto hablar con los catés», ha conseguido hacerse entender en «la castilla». El vocablo caté (apócope de categoría) es un neologismo muy usado en su significado de «elegante», «gente cultivada». El mismo no es explicado, como tampoco otra expresión mezclada que, ambas, se entienden en el contexto narrativo; me refiero a: «Era de Holanda, de Allaité». Este vocablo, que se vuelve genérico y comienza con mayúscula, combina el adverbio castellano allá con el sufijo de intensidad guaraní ité, para dar la noción que un mestizo puede tener de un lugar remoto que se llama Holanda, según le han dicho. Creo que se trata de un excelente logro de la técnica quiroguiana del «gran desenfado».

Otro ejemplo, reiterado a todo lo largo de los cuentos misioneros, es el uso del pronombre personal posesivo de primera persona guaraní, che, equivalente a mi. El uso de che, especialmente con «che amigo» (que luego se contrajo en chamigo), es un recurso reiterado para ir consiguiendo la atmósfera, el «ambiente» propio a la presencia de lo guaraní. Al mismo resorte obedece la incorporación de interjecciones de entusiasmo como iponá (o iporâ, lindo físico o moral) o expresiones de insulto, como añamemby, o Añá. A propósito de esas interjecciones existen algunos índices explícitos referentes a su función y alcance. Así en el cuento «En el Yabebirí», se dice: «Barbotaba sordas injurias en guaraní», y en «Los mensú», se habla de «los anatemas de la lengua natal». Como se puede comprobar, Quiroga utiliza las interjecciones en lengua indígena para traducir momentos emocionales intensos (alegría, pena, rabia), tal cual es práctica corriente en el mundo cultural mestizo de influencia guaraní. El narrador comprende perfectamente un rasgo cultural definitorio de esa colectividad, y lo usa en forma muy pertinente y eficaz.

Otra influencia neta del guaraní en la expresión del relator mestizo de «Los precursores» -y en otros cuentos- es la mezcla del con el usted: «A usted le importaría, patrón, meterte en las necesidades de los peones...», y más adelante: «¡Qué te gustaría a usted haber visto...!». Estas fórmulas, lejos de ser expresiones de un «español mal hablado», son rasgos característicos del castellano de influencia guaraní, lengua ésta en la que no existe diferencia entre ambos pronombres, tú y usted; en ambos casos se usa el nde. La señal de respeto, la noción de jerarquía tienen otras marcas, que no son las del pronombre como en español (por ejemplo el uso de karaí, señor, que el narrador utiliza en un pasaje de este cuento o en otros relatos). El mismo desajuste en cuanto a la concordancia, o a las metamorfosis en función de reacomodos al nivel morfo-sintáctico en el paso del guaraní a la expresión castellana mestiza, se opera con frases como «Entonces... ¿Yo también es para venir?»; o «La cosa iba lindo» (ver más arriba lo concerniente al género), o «...Me mandó a decir el otro mi hermano...» (en guaraní existe una marca reforzada del posesivo, que pasa aquí a través del uso de los dos pronombres). Otros textos contienen ejemplos semejantes, como: «Me hallo enfermo grande...» («Los mensú»), o «¡Che amigo! ¡Lindo que viniste por aquí!» («Caza del tigre»).

Otra forma de la influencia del guaraní en el habla mestiza de la región es la utilización de la proposición por en vez de a o en, es decir con función locativa. Tal los casos en «Los precursores»: «...los patrones le habían echado por su cara...» (en vez de «echado en cara»; véase además el uso del posesivo su); o «Algunos corajudos se acercaban después por la mesa»... (en lugar de «a la mesa»). Se trata de la traducción de la posposición locativa guaraní -re o -hese (en sentido propio o figurado).

Una utilización divertida de ese sistema de sustituciones y equivalencias, aquí en función fonética, es el nombre del «gringo Van Swieten», que es llamado Vansuite. Como afirmé más arriba, el guaraní tiene el sistema obligatorio vocal-consonante, sin que el último fonema pueda ser consonántico. De allí la supresión de la n final y de la e intermedia, pues si no habría una sucesión de dos vocales, quedando en este caso sólo la más fuerte, la i en formación diptongal. Personalmente me resulta especialmente simpática la adaptación, pues me recuerda el cambio operado en el apellido del boticario alemán de mi pueblo,  que de Reiniger (que él pronunciaba Ráiniger), pasó a llamarse don Remigio, nombre más fácil y más familiar.

) Existe otro procedimiento en el que Horacio Quiroga es un precursor incontestable: el que evitando las impertinentes llamadas al pie, utiliza con total desenfado expresiones en la lengua indígena, las que de inmediato son desarrolladas, vertidas con equivalentes implícitos o mediante metáforas dentro del propio contexto narrativo. El citado recurso ha sido utilizado en forma intensa, posteriormente, por autores como Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas o Augusto Roa Bastos47, cuyas obras guardan relaciones raigales con diferentes culturas amerindias. Rechazando el burdo procedimiento de las interpolaciones molestas de los indigenistas, Quiroga consigue incorporar el aliento de la lengua indígena, sin hacer concesiones de tipo folclorista.

Algunos ejemplos del evocado procedimiento servirán para comprender el alcance literario y la eficacia del mismo.

En «Un peón», el relator-patrón reflexiona sobre el trabajo a encomendar a su empleado: «Desde tiempo atrás había alimentado yo la esperanza de reponer algún día los cinco bocayás que faltaban en el círculo de palmeras alrededor de la casa» La palabra bocayá (o mbokayá = acrocomia totai), una palmácea, remite al término genérico palmera, que da la equivalencia y la explicita.

El título de «Los mensú» es aclarado en el comienzo del cuento: «Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obrajes, volvían a Posadas [...] Cayé -mensualero- llegaba...». El párrafo nos informa que la palabra «mensú» es un apócope de«mensualero» (en el contexto de la fonética guaraní, en la que no se conoce la l), y que se trata de un «peón de obraje». Como se puede comprobar, el mismo procedimiento de apócope es aplicado al nombre del personaje, Cayé.

Otro ejemplo, inserto en el mismo relato: «Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija elección y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a cortar isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de arrollarse a tiritar.

Cayé, pues, construyó sólo la jangada -diez tacuaras atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada». La recomposición de los implementos empleados para construir la rústica jangada da la clave del cuerpo extraño guaraní isipó (o ysypó): diez tacuaras más dos en los extremos (las 12 cortadas), todas atadas con lianas; el cuerpo extraño ha sido integrado a la jangada de palabras del relato y la navegación continúa naturalmente a la deriva torrentosa del Paraná.

Un tercer ejemplo se encuentra en el mismo cuento cuando el relator hace un sucinto recuento de las actividades en la jornada del «mensú». Termina con «para concluir de noche [...] con el yopará del mediodía». Tres líneas más arriba habla de esta comida: «el almuerzo -esta vez porotos y maíz flotando en la inevitable grasa». Con lo cual se da la composición del «yopará», que en guaraní significa genéricamente mezcla designando en particular aquí un cocido rústico compuesto de una mezcla de los citados dos granos.

En el relato «Los precursores» utiliza el mismo recurso al que se agrega un sistema posterior de carambola con la expresión opama. Dice. «La cosa empezó entre el gringo Vansuite, el tuerto Mallaria, el turco Taruch, el gallego Gracián... y opama. Te lo digo de veras: ni uno más». El procedimiento es idéntico a los casos ya citados: opama (opa = se acabó y ma = ya), está significado por el «ni uno más» final. Dos inclusiones posteriores de la misma palabra son los golpes que resultan del pase de carambola. Dice el primero: «Sin mirar siquiera los cartelones que llenaban las puertas aceptamos el bárbaro pliego de condiciones... y opama». Y el segundo: «pero el gringo Vansuite no era mensú. La sacudida del movimiento lo alcanzó de rebote en la cabeza, medio tabuí, como te he dicho. Creyó que lo perseguían... Y opama». La referencia de las dos inclusiones es el primer basta, y en ambos casos el opama no por casualidad, está ubicado en fin de frase. El término tabuí (o tavy), estado paranoico que empuja a Vansuite a suicidarse, está justificado en el párrafo precedente: «Yo creo que Vansuite había sido siempre loco-tabuí, decimos».

c) El cuento «Yaguaí», lleno de ternura, es un ejemplo diferente del mismo procedimiento. A lo largo de todo el relato se ven las andanzas del pequeño fox-terrier pero en ningún momento se traduce el término que da nombre al cuento. Sólo al final, cuando la fidelidad del perrito lo devuelve a la casa, y por error es matado por su propio dueño, en ese momento intenso y doloroso, la conversación entre éste y su hija revela el significado del título.

 

De pésimo humor volvió a la casa, y la primera pregunta de Julia fue por el perro chico.

-¿Murió, papá?

-Sí, allá en el pozo... Es Yaguaí.

 

 

(Los subrayados son míos. Yaguaí viene de yagua = perro, y i = pequeño).

En «Yaguaí» se trata de una larga y perfecta parábola cuyo punto inicial es el título del cuento y que luego de una poética trayectoria culmina con la muerte -casi filicidio- del fiel «perro chico».

d) Para terminar con la ejemplificación del mecanismo usado con tanta maestría por Quiroga, quiero evocar dos casos especiales. Hasta aquí se ha visto que el recurso implica la utilización de un «término de ambiente» (una expresión guaraní) integrado, digerido en el contexto  narrativo, sin apelar al grosero método de la llamada al pie. Los casos siguientes son aún más sutiles, y como guaraní-hablante y como mestizo cultural confieso que me sorprenden, despertando -todavía más-mi admiración.

El primero está en el cuento «Alambre de púa»48, en el que los protagonistas son dos caballos y un toro, Barigüí, acerca del cual se establece este diálogo.

 

-¡El toro Barigüí! Él puede más que los alambrados malos.

-¿Alambrados?... ¿Pasa?

-¡Todo!, alambre de púa también...

 

 

La trama del relato gira en torno al enfrentamiento entre el dueño del campo por proteger su cultivo de avena y la fuerza incontenible, el brío de Barigüí, que «puede más que los alambrados, puede ¡todo!». Ahora bien, ¿qué significa Barigüí? Es aquí donde el nombre del toro llama la atención del guaraní hablante. Barigüí (o mbarigüí) es el nombre de un insecto... de dos a cuatro milímetros de longitud. Parecería raro designar a un enorme y poderoso toro con el nombre de un minúsculo insecto. Pero resulta que el mbarigüí, polvorín o jején en castellano, es una terrible bestezuela hematófaga, cuya picadura muy dolorosa es además pruriginosa y tiene consecuencias duraderas por bastante tiempo. Y lo que es más, la pequeñez y la conformación corporal le permiten atravesar cualquier tejido, por más espeso que sea. De allí sin duda el origen del nombre dado al toro, que atraviesa todas las vallas para cometer sus temidas tropelías. Es la única relación, por oposición de volumen y coincidencia de poder de perforación, que puede existir entre el inmenso vacuno y el diminuto mosquito. Todo el juego de relaciones contrapuestas y concordantes pasan por la ironía del nombre guaraní del toro dentro, de un sistema de correspondencias insólitas. Y ello no es evidente sino a un nivel de implícitos en que el significado equívoco de contrastes caricaturescos provocados son propios a la economía semántica del guaraní.

El último ejemplo al que voy a aludir se refiere al breve cuento: «En el Yabebirí»49. Se trata de una experiencia de caza, una jornada -especialmente nocturna- compartida entre el narrador y el cazador Leoncio Cubilla, víctima de un feroz ataque de chucho. En realidad, el protagonista incuestionable es el aguará que Cubilla cree ver en su delirio febril. Los gritos del cazador -«¡El aguará!, ¡el aguará va a venir!»- van creando una atmósfera alucinatoria que se va intensificando, cargándose de presagios inquietantes en medio de la tormenta, los truenos y relámpagos «sobre el cielo lívido». El clima de alucinación sigue creciendo con las visiones sonambúlicas del cazador y con sus gritos: «¡El aguará se va a tomar toda el agua!», detalle éste sobre el que insiste. Su delirio parece materializarse, por momentos: «Y en ese instante,  entre ráfagas de viento, oímos claro y distinto el aullido de un aguará. ¡Qué escalofrío me recorrió! No era para mí el aullido de un aguará cualquiera, sino de 'ese' aguará extraordinario que Cubilla estaba olfateando desde las doce de la noche». Ese aguará cuya «silueta inmóvil y cargada de hombros» el narrador dice haber divisado entre relámpagos, sobre el que dispara su escopeta con la siguiente constatación: «Cuando pude ver de nuevo, el páramo de greda estaba desierto; no había sentido ni un grito». La carga de fantasmagoría está dada por la insistencia de los gritos del cazador que contrastan con la posible realidad: «Tal vez si mi hombre hubiera dicho que el aguará nos comería, o cosa así, no habría visto en ello más que una lógica sobreexcitación de cazador enfermo. Pero lo que conturbaba era ese detalle de brutal realidad ya fantástico por su excesiva verosimilitud: 'a pesar de todo', el animal vendría a tomarse 'nuestra' agua». El clima fantástico adquiere una extraordinaria tensión que recuerda al «Horla», personaje indefinible y obsesivo, ente inmaterial y sin embargo tan real, que asedia al protagonista en el cuento de Maupassant. De repente me doy cuenta que yo tampoco di la equivalencia del término aguará, porque en realidad no designa aquí simbólicamente sino a la muerte, que Cubilla percibe en su delirio nocturno -desde la medianoche, hora de presagios si las hay- y que, al final del cuento nos enteramos, ha venido poco después a beberse el agua de su vida50.

La presencia de la cultura guaraní, ese tercer límite en la escritura fronteriza de Horacio Quiroga, no se reduce al elemento lingüístico. Existen otros factores marcantes, de entre los cuales apuntaré dos o tres.

Se destaca muy bien en su narrativa de mayor intensidad, la que se relaciona con Misiones, el rol que tiene la geografía, la naturaleza; la relación del hombre con los animales; la presencia del monte, la del río, la del calor infernal durante el día, el frío glacial en las noches. En fin, todo lo que hace a ese dominio conocido con el nombre vago de ecosistema. Indudablemente el narrador tiene una información sobre esos elementos, aprendida en los libros, pero sobre todo en la vida cotidiana, en las tareas y los días de su intensa existencia misionera, asumida plenamente, casi como un destino. En todo caso, como un pleno destino literario.

Napoleón Baccino Ponce de León51 muestra bien las características de esa relación de equilibrio inestable entre el habitante y su medio natural en la narrativa de Quiroga. De un enfrentamiento inicial entre el hombre y el símbolo vivo de la selva, los animales -con insistencia en la víbora-, se pasa a una reconciliación, a una relación de convivencia armoniosa en la que el narrador transfiere a menudo el foco de la acción al animal, casi siempre para poner de manifiesto el peligro que ese «intruso»  depredador representa para el equilibrio de la naturaleza, de la especie toda, en la que la insensibilidad o la ambición termina por amenazar la propia existencia humana. Napoleón Baccino sigue la trayectoria de ese cambio en la obra de Quiroga, demostrando que el mismo coincide con la visión adquirida en contacto con la selva misionera. Para el crítico, «La vuelta de Anaconda» representa el paso del «cuento al mito», vale decir la metamorfosis de ese temido espécimen que, de enemigo, pasa a ser el símbolo de la continuidad de la vida. Coincido con Napoleón Baccino en su hipótesis y sólo quiero insistir en el origen de esta actitud, que el comentarista califica de «conciencia ecológica». Es indudable que el contacto fecundo del narrador con la tradición popular de Misiones, profundamente impregnada por elementos culturales guaraníes, se halla en la raíz de ese cambio de óptica. El recurso de la humanización de los animales, que hablan entre ellos y con los humanos, constituye una constante en toda la tradición oral guaraní-mestiza, y se entronca con las peripecias de los gemelos míticos -Kuarahy/Sol y Jasy/Luna-, cuya presencia en la cosmogonía es el segundo eje capital del ciclo de la vida comunitaria entre los guaraníes. Napoleón Baccino alude al papel de la víbora en esta cultura, y muestra su enorme importancia en la mitología aborigen. La víbora que, por rara coincidencia con la cristiana, es el primer ser que «ensucia» la superficie de la Tierra en la cosmogonía mbya-guaraní.

Además del rol protagónico que cumplen animales sagrados como la víbora o el jaguar, es pertinente recordar la función mito-genética de otros como el aguará en el comentado cuento «En el Yabebirí». El mismo expediente es destacable a propósito del «Yasy-yateré», esta vez con la utilización de una variante de un tema muy presente en la mitología guaraní y mestiza, hasta nuestros días. Pero esto es motivo de otro trabajo. Lo que sí cabe insistir es en la importancia que posee en la cuentística de Quiroga la temática de los animales, profundamente inspirada por elementos de la cultura guaraní. Igual cosa se puede afirmar en lo que respecta a muchos motivos míticos o mito-genéticos, que a menudo guardan relación con el universo animal.

Un último elemento, de indudable relación con la cultura guaraní es el papel que tiene la oralidad en la cuentística de Quiroga. En su principal reflexión sobre el género, «Retórica del cuento» (1928)52, el autor alude explícitamente al tema: «El cuento literario, nos dice aquélla («una nueva retórica»), consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste un relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención». Evidentemente, a esa altura de su tarea literaria, ya bien impregnado de la primera experiencia misionera, intensificada en la perspectiva de la obra y de la reflexión, Quiroga define el cuento en lo  que más le acerca a su expresión oral: «historia interesante», es decir dependiente de los efectos que se consiguen principalmente con la inflexión de la voz o aún con la representación mimética de lo relatado; y «breve», no sólo «para que absorba toda nuestra atención», sino para que la memoria pueda fijarla y transmitirla. Esto es lo que el narrador se propone conscientemente y que propone como consejo. A ello debe sumarse el conjunto de rasgos que, sin proponerse, en su escritura revelan la impronta de la oralidad. Veamos algunos:

En primer lugar, en la mayoría de los cuentos -y no sólo en los monteses- existe una «mise en scène» o puesta en situación, una especie de introducción con informaciones previas a la acción narrativa misma. Son los datos necesarios, el soporte referencial al que se remite el código de la palabra viva que, como es sabido, cobra mucha mayor libertad de la que tiene la fijeza de la escritura.

En segundo lugar, hay en muchos cuentos de Quiroga -especialmente en los de la selva- un ritmo que, por su movilidad o por el recurso de la reiteración o por el uso abundante del diálogo, se acerca más al relato de viva voz que al escrito. Como si estuviera contando para que lo entienda no sólo el lector caté, sino cualquiera de los personajes que vive en esos textos palpitantes, y que conoce personalmente al holandés Vansuite, al turco Taruch, al mensú Cayé Maidana o al cazador Leoncio Cubilla. Es así como se obtiene la mitificación de lo vivido, esa función poética por excelencia en la «retórica» de la oralidad.

Una tercera característica de la oralidad presente en la narrativa de Quiroga es el carácter fragmentario del relato y reiterativo de uno a otro texto. El fragmentarismo crea un cierto misterio poético que ha de ser resuelto, en gran medida, por el receptor, al mismo tiempo que interrumpe la historia en un momento de tensión narrativa suficientemente intensa como para crear el suspenso que mantenga el interés del próximo relato. Ese elemento narrativo residual es desarrollado en otro cuento, unido a muchos de los anteriores por símbolos, por personajes, por situaciones o por anécdotas que convierten un conjunto de historias en una especie de mosaico con figuras recurrentes en posiciones diferentes. No se puede dejar de pensar en esa representación fragmentaria y reiterativa al leer los cuentos misioneros de Quiroga. Y de remitir esta característica a los factores orales guaraníes que influyen en su práctica textual.

Los tres grandes rasgos señalados -y existen otros- de la oralidad son perfectamente discernibles en la obra de Horacio Quiroga. Pero también esta tarea merece un trabajo especial. Aquí apenas si me he limitado a enunciarlos.

Decía al comienzo que me proponía hacer una incursión a una de las orillas del territorio inestable de las palabras, la escritura fronteriza  de Quiroga, también descrito por Gómez Mango: «La frontera es entredicho, espacio entre las lenguas, entre los nombres [...] es búsqueda inquietante en las diversas lenguas, de una lengua única y fundamental»53.

Ocurre que después de deambular por el anegadizo «espacio de ausencia» en que «la escritura [...] persigue en la metamorfosis en el devenir otro, el radical 'desotro' que lo constituye»54, se me impone con fuerza la imagen fluvial, tan cara al narrador, tan presente en sus cuentos misioneros. La imagen de la correntada del río Paraná -que en guaraní significa pariente del mar-, que va arrastrando en el torrente incontenible de sus crecientes toda clase de seres y de cosas, desde canoas y jangadas cargadas con náufragos o moribundos, hasta camalotes habitados por cadáveres y anfibios, mezclados con: «árboles enteros, arrancados de cuajo y con las raíces al aire, como pulpos. Vacas y mulas muertas en compañía de un buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún sobre su raigón. Algún tigre, tal vez camalotes y espuma a discreción- sin contar, claro está, las víboras»55.

Se me antoja, entonces, que la escritura misionera del narrador uruguayo es este río de fronteras desbocado que tiene más de dos riberas, como en el cuento de ese otro fronterizo excepcional, Joaô Guimarâes Rosa. Describí someramente la tercera margen, esa alucinante, movediza orilla escondida, orilla -en que se confina el protagonista- que pese a su huidiza presencia, está en todas partes, «en esa agua que no cesa, de extendidas orillas [...] río abajo, río afuera, río adentro -el río»56.

 

NOTAS

41 - En El desierto, Buenos Aires, Editorial Losada, 1974. (4.ª edición).

42 - En Cartas a un cazador, Montevideo, Calicanto-Arca, 1977.

43 - En Obras inéditas y desconocidas. Cuentos, vol. V (1910-1935), Montevideo, Arca, 1968.

44 - En Obras inéditas y desconocidas, vol. II, Montevideo, Arca, 1967.

45 - En Obras inéditas y desconocidas, vol. II, Montevideo, Arca, 1967.

46 - En Cuentos de la selva, Buenos Aires, Editorial Losada, 1967. (11.ª edición).

47 - Con respecto a A. Roa Bastos, el más próximo a H. Quiroga, véase: Rubén Bareiro Saguier, «Estratos de la lengua guaraní en la escritura de Augusto Roa Bastos», en Revista de crítica literaria latinoamericana, n.º 19, Lima, 1984.

48 - En Cuentos de amor de locura y de muerte.

49 - En Obras inéditas y desconocidas. Cuentos, vol. IV, Montevideo, Arca, 1968.

50 - El prurito de erudición me empuja, sin embargo, a dar el significado de aguara. Se trata del zorro, animal de hábitos nocturnos que en la tradición popular está ligado a las prácticas de licantropía; causa temor o desconfianza por robar animales domésticos, por sus aullidos nocturnos y porque no resiste la vida en cautiverio.

51 - Anaconda: del cuento al Mito. (Génesis e interpretación), pág. 36 y siguientes de este libro.

52 - En Obras inéditas y desconocidas, vol. II.

53 - Edmundo, Gómez Mango, Ibidem.

54 - Edmundo, Gómez Mango, Ibidem.

55 - «Los pescadores de vigas», en Cuentos de amor de locura y de muerte.

 



 

 

 

LA GENERACIÓN NACIONALISTA-INDIGENISTA

DEL PARAGUAY Y LA CULTURA GUARANÍ

 

Luego de la hecatombe producida por la guerra contra la Triple Alianza (1864-1870), la primera generación cultural aparecida, llamada del 900, tiene como fundamental quehacer la reivindicación nacional, como una manera natural de afirmación ante el peligro de desaparición que corrió el Paraguay en la contienda. El discurso de los componentes de la generación novecentista excluye sin embargo la cifra indígena, aunque a veces aborda el tema de la lengua aborigen. Es más, los términos utilizados para definir la cultura guaraní son profundamente despectivos. Sólo citaré al ensayista cuyas obras tienden a una afirmación positiva, Manuel Domínguez. Y bien, cuando este autor optimista habla del «indio infeliz», dice: «El cristianismo y la música dulcificaron la crueldad nativa del indio antropófago» (pág. 29)61. El criterio rotundamente europeo-centrista está expresado en una frase como: «Este pueblo (el paraguayo) es blanco, casi netamente blanco» (pág. 55), rematada con esta otra: (los paraguayos desde la época de la colonia ya eran) «más blancos, más altos, más inteligentes, más hospitalarios y menos sanguinarios que los otros» (habitantes de América). Y todo esto gracias a que «en el Paraguay había desde el coloniaje 5 blancos por un hombre de color, indio o negro, y en las otras colonias, según Du Graty, había 25 hombres de color por un blanco» (pág. 56).

Los novecentistas aplicaron el evolucionismo positivista para consagrar la inferioridad del indio guaraní con respecto al componente «blanco» del pueblo paraguayo. Notablemente, es la misma doctrina positivista la que sirve de apoyo «científico» para fundamentar la reivindicación indígena, tal como la entienden los integrantes de la siguiente generación, la nacionalista-indigenista. Pero además del cientificismo positivista, los escritores que componen este grupo se basan en criterios estéticos. En el caso, el auge de la escuela modernista hispanoamericana les ha marcado, sin duda alguna. Los modernistas, que se consideraban esencialmente «cosmopolitas», utilizaron sin embargo la figura del indio y ciertos elementos fónico-lexicales de su lengua como factores exóticos o de extrañamiento. Es en esta vía que la influencia modernista se cumple en la generación indigenista paraguaya,  aunque la presencia de la cultura guaraní y otros factores históricos, condujeron a sus integrantes más allá del mero aspecto estético.

Analizaré la tarea del grupo a través de cuatro autores que considero claves: Moisés S. Bertoni, Narciso R. Colmán, Eloy Fariña Núñez y Natalicio González. Lo que el primero realiza en el plano ideológico, el segundo lo cumple al nivel de la escritura, y los dos últimos al de la estética, a lo cual González agrega la utilización del nacionalismo para fines de la praxis política.

Mi propósito es confrontar el contenido religioso de la obra de estos escritores ante el concepto de Tupâ, divinidad escogida por los evangelizadores para designar al dios cristiano. Los guaraníes tenían un dios, supremo creador, Ñanderuvusú, Ñamandú o Tenondeté (según el grupo podía cambiar la denominación). Pero los autores de la «conquista espiritual» no realizaron la suplantación religioso-cultural a través de esta divinidad; utilizaron para ello el nombre de otra, Tupâ, secundaria aunque de indiscutible consideración en el panteón guaraní. Tupâ manejaba los elementos: la lluvia -de enorme importancia en una sociedad agrícola-, el viento, el rayo, el relámpago, el trueno, factores que eran fuentes de respeto o temor por parte de los indígenas. Con bien pensada premeditación los evangelizadores utilizaron el símbolo de un dios que unía en sus atribuciones el beneficio de la lluvia al temor del rayo o el trueno. Con ello definían claramente la idea que querían dar del dios cristiano: todopoderoso y temible. Considero que la actitud de aceptación o rechazo de este concepto colonial constituye un patrón referencial definitorio para juzgar del contenido ideológico de los escritores de la generación nacionalista-indigenista.

El maestro indiscutido, formulador «científico» de la teoría indigenista es el naturalista suizo-paraguayo Moisés S. Bertoni (1857-1929), autor de múltiples obras sobre la «civilización guaraní»; aquí me referiré al tomo II62. Sólidamente formado en la escuela positivista europea, Bertoni se muestra partidario de la tendencia evolucionista. En este sentido, su inquietud constante es la de relacionar o comparar la «civilización guaraní» con las otras «grandes civilizaciones» de la antigüedad: Egipto, Asiria, Babilonia, Judea, Grecia, Roma. La preocupación esencial de Bertoni es la de demostrar que los guaraníes «alcanzaron el concepto del Innotus Deo», es decir la máxima abstracción religiosa en el marco de su doctrina evolucionista. Para fundamentar su demostración se refiere largamente al proceso semejante entre los egipcios, a propósito del dios Ra y entre los griegos en función de Júpiter. Esta constante remisión a valores de otras estructuras religiosas «de prestigio» le lleva a afirmar que la religión guaraní es «válida» porque los principios y creencias de la misma son tan «avanzados» como los de esas culturas «superiores», especialmente los de la religión judeo-cristiana. A Bertoni le interesa fundamentalmente la relación, de «igualdad» cuanto menos, de la religión guaraní con respecto a la católica. Así en un párrafo, al referirse a la etimología de Ñanderú-Tenondé entre los mbya, afirma que esta divinidad es «Padre de Todos, de toda la humanidad», superior en consecuencia al Dios de Israel, padre sólo del pueblo elegido (pág. 63).

Sin embargo, Bertoni conocía perfectamente la obra de Kurt Nimuendajú Unkel63, el investigador alemán que con su trabajo etnográfico entre los apapokuva revela, por fin, el verdadero carácter de la religión guaraní, superando el largo condicionamiento elaborado por los misioneros. Inclusive cita pasajes en que aparece Ñanderuvusú, dios supremo creador en la mitología guaraní. Pero con una serie de malabarismos verbales adhiere a la doctrina colonial de los evangelizadores, aun reconociendo que la equivalencia Tupâ = Dios católico ha sido adoptada en función y a los efectos de la conversión de los indígenas, aceptando implícitamente la tarea de suplantación cultural realizada por los catequizadores, justificándola. Es sumamente interesante conocer la justificación dada por Moisés Bertoni de la adopción del nombre de Tupâ por parte de los jesuitas:

 

Los primeros catequizadores tuvieron acierto al dar el nombre de Tupâ a Dios. Desde el punto de vista práctico, Tupâ es la forma de Dios humanizada y, por lo mismo, el aspecto más asequible a la generalidad; desde el esencial, Tupâ es la antropoformización de conceptos abstractos que representan atributos de Dios, el poder creador y la suprema justicia; y es mi impresión que materialistas y antirreligiosos se equivocan al reprochar a aquellos la forma de proceder.

La palabra Tupâ, evocando un concepto espiritual de su esencia y algo antropoformizado en su representación, se ajustaba indudablemente a lo que los jesuitas necesitaban como correspondiendo al vocablo «Dios». Ya análogamente la Iglesia Católica había adoptado la palabra «Dios», o «Deus», en vez de Jehovah, siendo así que este último debía corresponder al que adoramos, y no aquél, que representa el Dios de los paganos.

Los misioneros Jesuitas llamaron Tupâ con todo acierto al nuevo Dios que traían, porque éste era sobre todo la persona de Jesús.

Tupâ, la forma divina más próxima del hombre, guarda, en efecto, correspondencia con Jesús. Tenondeté está más alto. Es más misterioso e inaccesible, y no invocable. Los Payé sólo alcanzaron a mantener trato directo con Tupâ. Tupâ es el hijo menor de Ñanderuvusú, dice Unkel.

Tenondeté es Dios espíritu. Es Dios Padre. Tupâ es Jesús. Sólo falta el Espíritu Santo, o sea, la creencia en una Trinidad. Aquí es una dualidad. Explícase por tal manera que los paulistas proclamasen que no hay diferencia entre el cristianismo y la religión guaraní

 

 

(págs. 59-60).

               

 

 

 

Como se puede apreciar, la argumentación de Bertoni constituye un reconocimiento expreso de la validez del pensamiento colonial, en función de la conversión y en base a una ineludible remisión comparatista al patrón «superior»: judeo-cristiano. ¡Llega hasta a reprochar -casi lamentándose- a los guaraníes que no hayan completado la Trinidad católica! Implícitamente ésta constituye la única «inferioridad» de la religión aborigen con respecto a la de los conquistadores. En otros pasajes llega a falsedades -posiblemente por desconocimiento- tales como: «Las invocaciones y plegarias no se elevan sino a Tupâ, al Sol y a las deidades menores» (pág. 61). Afirmación errónea, como puede comprobarse por las investigaciones de León Cadogan o Pierre Clastres, que transcriben múltiples plegarias a Ñanderuvusú, entre los mbya del Paraguay.

Comprender el pensamiento de Bertoni, maestro y mentor de la generación, permitirá entender las contradicciones de los demás integrantes de la misma.

Paso a considerar la obra de Narciso R. Colmán (Rosicrán) (1880-1954), el primer paraguayo que escribe una cosmogonía guaraní: Ñande Ypykuéra (Nuestros antepasados), cuyo subtítulo es: «Poema guaraní etnogenético y mitológico»64. En esta obra el autor se pliega servilmente a todos los condicionamientos de la reducción colonial evangelizadora, y va mucho más lejos que Bertoni, quizá por carecer de la formación del maestro. Paso a las pruebas de diferentes aspectos de la visión alienada en la obra de Rosicrán.

En el capítulo I -nota n.º 1-, Tupâ es presentado como «Dios Supremo de los guaraníes». En el mismo capítulo se le atribuye la «organización» de la Tierra, con la aparición del trueno, el relámpago, el rayo y el granizo. «Los elementos, dirigidos por una mano monumental y bárbara traban la más formidable batalla que haya conmovido jamás la faz del universo» (pág. 5). La lluvia -que completa la implícita enumeración de los atributos del dios- termina con el proceso de la creación de los «elementos», con lo cual la Tierra se vuelve habitable. En el capítulo II se asiste al origen de la pareja humana: Sypavé («Madre común de la Raza Americana»), creada por la esposa de Tupâ, Arasy, y Rupavé («Padre común de la Raza Americana»), creado por Tupâ. Ambos han sido modelados en arcilla, «a su semejanza» (la de los creadores), con lo cual se comprueba la presencia de elementos cristianos en la cosmogonía de Rosicrán. Y no es sino el comienzo de los componentes de esa procedencia, profusamente distribuidos a lo largo de la obra. En el mismo capítulo se insertan algunas flagrantes nociones cristianas: la vida humana como un tránsito sobre la Tierra, la noción del pecado, la culpa, la lucha entre el bien y el mal, las interdicciones de la ley mosaica algunas, mezcladas con prácticas indígenas- y hasta los sacramentos católicos, como el matrimonio: «Aquellos que se hayan unido en matrimonio deben ayudarse mutuamente, debiendo repartirse cordialmente los frutos» (págs. 7-8).

La contradicción de los indigenistas va lejos en la obra de Narciso R. Colmán. En algunos casos muestra la forma grotesca del desprecio colonial hacia el indígena; así cuando define el Yvyjáu, dice: «Ave nocturna del Paraguay, célebre por su indolencia [...] Es como el indio, por su pereza o dejadez» (pág. 48). He aquí en todo su esplendor el mito del «indio holgazán», creado por el colono explotador. En otros párrafos se trata de la ideología colonial de la superioridad del «blanco»: «...hasta que arribe a las playas de estas tierras el verdadero señor, el caraieté(18) que vendrá un día para marcar el destino de este continente...» (pág. 7). La nota (18) aclara lo que el autor entiende por Caraieté: «Caraí (i carai vaecué) = El que ha recibido el bautismo. Caraivé = hombre civilizado, que lo fueron los atlantes; y carai-eté = más civilizado, los europeos representados por Colón» (pág. 48). La ideología en cuestión está largamente desarrollada en los capítulos XXIV y XXV (págs. 42-44) de Ñande Ypykuéra. Este poema, largamente reconocido por los indigenistas paraguayos como la más representativa obra literaria en lengua y sobre la cultura guaraní, resulta, al nivel de la escritura, una clara realización de la ideología colonizada.

Eloy Fariña Núñez (1885-1929), en la segunda parte de su libro Conceptos Estéticos -Mitos Guaraníes65 aporta una fundamentación estético-filosófica a la idea de Tupâ como dios supremo creador entre los guaraníes. Fariña Núñez, poeta modernista y fervoroso helenista, era un adepto convencido del evolucionismo positivista, en boga por entonces en el Río de la Plata. En esta línea, el autor establece constantemente grados en la evolución de la cultura, remitiendo a comparaciones con las civilizaciones que él considera fundadoras o de gran prestigio:

 

Un pueblo cuya imaginación creó las estupendas divinidades hindúes, debió ser necesariamente primitivo; una humanidad, capaz de alzarse hasta la concepción metafísica de la diosa razón, como la helénica, tuvo que ser, como efectivamente lo fue, intelectual; una gente, que forjó númenes sombríos y secretos, debió estar dotada, como la egipcia, de una rica sensibilidad religiosa, y una raza, que apenas llegó a poblar la umbría de la floresta y el espacio nocturno con seres sobrenaturales, habrá sido forzosamente, como la guaraní, una especie de imaginación mítica rudimentaria.

 

 

(pág. 166)

               

 

 

La obsesiva manía comparatista-evolucionista se manifiesta constantemente:

 

¿Cuál fue la causa del estancamiento de la civilización guaraní? ¿Por qué se detuvo la línea de la evolución? Acaso la falta de contacto con civilizaciones superiores, como la de los Incas, mediara en el fenómeno.

 

 

(pág. 172)

               

 

 

 

Cuando analiza «el mito de Tupâ» se refiere en forma permanente a Zeus. Es interesante ver la argumentación construida para probar «la divinidad de Tupâ», y su correspondencia con la idea de Dios. La misma revela inconsistencia racional y alienación colonial, en la línea de la más pura tradición evangelizadora:

El sonante Tupâ tuvo, como el olímpico Zeus, su ocaso; desde la conquista espiritual hasta nuestros días, Ñande-Yara, esto es, Nuestro Dueño o Señor, fue sustituyendo paulatinamente a Tupâ hasta desalojarlo por completo en algunos pueblos [...] El paulatino reemplazo de Tupâ con Ñande Yara, vendría a probar la autoctonía de Tupâ, vale decir, del concepto de la divinidad.

Otra prueba de que la voz Tupâ corresponde a la idea de Dios, la brinda la traducción guaraní de la Virgen, Tupâ-sy, madre de Dios. Con la palabra Tupâ se formaron igualmente las expresiones: Tupamba'é, cosa de Dios, el común, la limosna; Tupa-hó, casa de Dios, templo, Tupanoi, la bendición.

 

 

(pág. 188)

               

 

 

 

Lástima que nuestro autor no hable de los que inventaron esas palabras; con ello tendríamos la clave de la sustitución. Finalmente, resulta divertida la digresión filológica peregrina a propósito de la raíz , inserta en Tupâ, según Fariña. En la misma el etimologista va de «las lenguas arias» a la onomatopeya guaraní (pâ = golpe = trueno), pasando por la «Torre de Babel» bíblica y el «pan griego».

Las afirmaciones de Fariña Núñez se cumplen siempre por comparación con factores extraños; en ningún momento los elementos de la cultura guaraní funcionan en el ámbito del propio esquema, en la escala de valores que le es propia. La alienación ideológica de los indigenistas se confirma de nuevo en la obra de este autor.

Natalicio González (1897-1966), el 4.º autor indigenista, se inscribe, con matices, en la misma línea de los anteriores. Poeta de filiación modernista, como Fariña, su concepción estética le hace exclamar:

 

 

 

Pálido Cristo, yo no soy cristiano.

   
 

El gran Tupang en nuestro cielo mora.

   
 

.........................................................

   
 

Creo en Tupang, mi fuerte Dios nativo,

   
 

en su poder para abatir al malo...

   
 

 

 

 

(«Credo», en Baladas guaraníes)

               

 

 

 

En su obra Proceso y formación de la cultura paraguaya66 se muestra categórico con respecto a la opción de los misioneros: «Tupang es el mayor de los dioses guaraníes, o mejor dicho, el dios único, ya que los otros genios son meras fuerzas creadoras que contribuyen con su acción al proceso constructivo del mundo, pero no son de esencia divina» (pág. 83). Del dios supremo creador ni una palabra, pese a que tenía noticia del mismo, como se verá.

En su libro Ideología guaraní67 ratifica la supremacía de Tupâ, basado en los primeros cronistas-evangelizadores europeos. Sin embargo, González re-traduce, en el citado volumen, un fragmento del génesis apapokuva, recogido por Kurt Nimuendajú. Su versión, plagada de errores, realizada además luego de la publicación de la obra de León Cadogan, revela su decidida mentalidad colonizada. El creador Ñanderuvusú, por ejemplo, es llamado en su traducción «el Abuelo»; Ñande Ru Mba'ekuaa (Nuestro Padre Conocedor de Todas las Cosas) se convierte en... Padre serpiente, quizá por influencia -arbitraria- de las mitologías mesoamericanas. Al final de su versión González comenta: «Aquí y allá asoman notas de ternura y delicadeza, algún detalle de exquisita gracia. Constituye, indudablemente, una deliciosa página de égloga...» (pág. 58). Totalmente ajeno al contenido profundo del génesis guaraní, se limita a hacer mundanos y superficiales comentarios «de estilo», naturalmente remitidos a la égloga griega. Como si no fuera bastante esta forma de alienación en función de valores extraños, a renglón seguido pone en duda el mito del diluvio guaraní, recogido por Nimuendajú, «donde se advierte el influjo de los misioneros sobre las tradiciones milenarias de la raza», afirma tan campante, sin pensar en su dependencia obsecuente con respecto a la palabra de los evangelizadores. Si hubiese leído con un poco más de atención a los cronistas, cuyas obras cita servilmente como incontestable fuente, se hubiera enterado que ya Evreux o el «veraz Lery» -como le llama-, así como Thevet, Cardim, Staden o Montoya dan cuenta de la existencia del mito del diluvio en los diferentes grupos guaraníes con los que ellos estuvieron en contacto, y que el mismo nada debe a la influencia cristiana.

La dudosa tarea de extraer contundentes conclusiones de etimologías confusas, inciertas y fantasiosas -terreno peligrosamente resbaladizo-, muestra la falta de consistencia de los argumentos de Natalicio González, quien además utilizó el impulso reivindicador indigenista a fines personales de inducción política demagógica. A este nivel, la empresa de condicionamiento cambia de nombre, y de debilidad argumental se convierte en mala fe.

A través del análisis -especialmente centrado en la noción mítico-religiosa de la divinidad y en la de su transposición- de la obra de estos cuatro autores se puede comprobar la alienación colonial del pensamiento dominante entre los integrantes de la generación nacionalista-indigenista, las contradicciones de una actitud ambigua en sus bases y contraproducente en sus resultados.

Ha sido necesaria la presencia de etnógrafos, antropólogos y lingüistas dos décadas más tarde -precedidos por Kurt Nimuendajú-, para superar el condicionamiento anotado y las contradicciones profundas de quienes pretendían reivindicar los valores de la cultura guaraní y seguían atados a la ideología impuesta por los colonizadores y evangelizadores a los efectos de la reducción y la suplantación cultural.

 

NOTAS

61 - Manuel Domínguez, El alma de la raza, Asunción, Editorial Cándido Zamphirópolos, 1918.

62 - Moisés S. Bertoni, La civilización guaraní, (Parte II). Religión y Moral. Buenos Aires, Editorial Indo-americana, 1956.

63 - Kurt Nimuendajú Unkel, «Die Sagen von des Erschaffung und Vernichlung der als Grundlagen der Religion der Apapocuva-Guaraní», en Zeitschrift für Ethnologie, n.os 2-3, Berlín, 1914. La obra fue traducida al español y al guaraní paraguayo, y publicada en edición mimeografiada, en 1944, por Juan Francisco Recalde.

64 - La primera edición, en guaraní, apareció en Asunción, en 1929. Aquí utilizo la traducción al español realizada por el mismo autor, editada en San Lorenzo, Imprenta Guaraní, 1937.

65 - Buenos Aires, Talleres Gráficos Mariano Pastor, 1926.

66 - Asunción, Editorial Guarania, 1948.

67 - México, Instituto Indigenista Interamericano, 1958.

 

 

 

 

NIVELES SEMÁNTICOS DE LA NOCIÓN

«PERSONAJE» EN LAS NOVELAS

 DE AUGUSTO ROA BASTOS

 

La crítica tradicional siempre ha sobreestimado la noción de personaje, la cual se ha convertido, así, en una entidad autónoma en el análisis. En gran parte, esta situación es el resultado del hecho de considerar al personaje como una persona de carne y hueso, cuya conducta debe ser justificada necesariamente. Ahora bien, una corriente crítica reciente, que recalca el carácter esencialmente textual del personaje literario, propone un análisis descriptivo que opere en un concepto semiológico previo68. Siguiendo esta línea, trato en este estudio de considerar al personaje como una función, un papel, inscrito en el conjunto de signos de las novelas de Augusto Roa Bastos69, tomando éstas como una producción material dada en un contexto socio-histórico determinado. Me parece interesante hacer una comparación entre las dos novelas a fin de delimitar la noción de personaje, el cual cambia de función a papel, en el sentido propio del término. Me propongo no solamente mostrar este cambio, sino tratar de explicar sus causas. Se podría entonces constatar que las variaciones, siguiendo caminos inversos, desembocan en una misma noción, si bien con signos contrarios, en la primera y segunda novelas. Se trata, pues, de ver la significación profunda, de descubrir la justificación semántica de la diversidad de voces asumidas por los personajes.

Existen en Hijo de hombre, una serie de situaciones que confieren a los personajes el carácter prioritario de literalidad frente al de literariedad70. Es decir, estos personajes son signos -sociales, históricos, míticos- construidos en función del mensaje o discurso, y no productos de la tradición cultural que los ha instaurado necesariamente como personas humanas. El siguiente párrafo de Vladimir Propp tiene gran importancia al respecto:

 

Los seres vivientes, los objetos y las cualidades deben ser considerados como valores equivalentes desde el punto de vista de una morfología basada en las funciones del personaje.71

 

 

En este sentido, dos críticos señalan con exactitud que en Hijo de hombre los límites entre lo humano, lo animal, lo vegetal y el mundo sobrenatural se confunden o se esfuman72. Es decir, que los objetos -o los animales o los espíritus- ejercen aquí las funciones de personajes en la misma medida que los seres humanos. Todavía más: por mi parte, considero que los valores que impulsan o las cualidades que sostienen a los tres héroes sucesivos poseen la misma función de personaje en el contexto del universo instaurado por la novela. Estas fuerzas sobrepasan a aquellos que las ejercen y se constituyen en unidades de valor igual -a veces superior- a las de los personajes humanos. En este sentido, se puede decir que la eficacia del relato, su «legibilidad», resulta, en gran parte, de una coincidencia entre el héroe y un «espacio moral valorizado»73.

La categoría de función, aplicada a los personajes, lleva a una constatación: el débil espesor psicológico de los personajes humanos, incluidos los héroes protagonistas. Esto es, el resultado de la adecuación de los personajes al discurso -a sus propósitos-, la cual instaura este «espacio moral valorizado». Los héroes no se definen por la complicación problemática sino por el cumplimiento de un deber que los rebasa, una tarea de redención social que se han impuesto o que les ha sido impuesta. Es significativo que la acción de los tres protagonistas de la novela remita a la historia de Cristo, transpuesta del plano espiritual al plano social: la redención del hombre aquí y ahora.

En cambio, el único personaje problemático, Miguel Vera, aparece como el anti-héroe, el traidor. Este personaje, torturado por sus contradicciones insuperables, es el que sobrevive, y cuyos relatos-recuerdos servirán de enlace entre las diferentes partes del libro (es el personaje-embrague tipo). Los héroes son personajes sencillos, seguros de sí mismos; una vez cumplidas sus misiones, desaparecerán naturalmente. Existe una cierta relación entre la muerte como culminación de una vida y la supervivencia vegetativa del anti-héroe. Volveré a hablar de ello.

La definición del héroe por la acción hace que sea caracterizado por lo que Hamon llama «funcionalidad diferencial»:

 

El héroe es aquí, de algún modo, calificado como tal a partir de un corpus determinado, y a posteriori; una referencia a la globalidad de la narración y a la suma ordenada de los predicados funcionales de los cuales ha sido el soporte, y que la cultura de la época valoriza, se hace necesaria.74

 

 

En Hijo de hombre esta referencia valorizada por la cultura es, en el espacio del texto, la tarea de redención social cumplida por los tres héroes casi anónimos de la novela, relación que concuerda con el momento histórico y la ideología del autor implícito; volveré a hablar de ambas nociones. Pero, independientemente de esta valorización en el interior de la narración, hay referencias que remiten a ciertos personajes y hechos de la historia del país. Estas remisiones se hacen por dos vías. La primera remite a una noción temporal a través de otro personaje-embrague, Macario-Francia, cuyos relatos hacen el enlace con el pasado. La evocación del viejo Macario, «memoria viviente de la comunidad», hace alusión a dos personajes y a una época. Los personajes son: El dictador Francia y el mariscal Francisco S. López, y la época, el período que va de 1811 a 1870, el cual:

 

[...] remite a un sentido pleno y fijo, inmovilizado por una cultura, cuya legibilidad depende directamente del grado de participación del lector en esta cultura (deben ser aprendidos y reconocidos). Al integrarse a un enunciado, servirán esencialmente de anclaje referencial, al hacer referencia al gran texto de la ideología, de los clichés o de la cultura...75

 

 

Al escoger estos personajes, el narrador apela a un alto grado de legibilidad en la sociedad en cuestión porque los personajes y la época están sólidamente inscritos en el gran texto de la historia a nivel popular. La razón está en que remiten a un período en el cual el Paraguay había adquirido una autarquía política y una autonomía económica total, constituyendo así el único caso de independencia real en la América Latina del siglo XIX. El dictador Francia ha sido el constructor de esta emancipación efectiva, y la Guerra contra la Triple Alianza (Brasil, Argentina, Uruguay), el golpe preparado por el imperialismo inglés para poner fin a la experiencia social autónoma. Este sangriento conflicto armado fue la culminación gloriosa y, al mismo tiempo, trágica, del período de independencia real. El presidente mariscal López sucumbirá en las últimas acciones épicas, junto con los últimos efectivos de su diezmado ejército, su pueblo entero. Las dos terceras partes de la población  habrán desaparecido.

La segunda referencia significativa al código de la historia se hace por medio del narrador implícito. Hace alusión a la Guerra del Chaco (1932-1935, esta vez contra Bolivia), guerra que es considerada como un elemento de afirmación nacional, a pesar de sus raíces ambiguas (la cuestión del petróleo). La última referencia al texto de la historia se hace a propósito del levantamiento de febrero de 1936, resultado del descontento popular nacido y madurado durante la guerra, y que en ese momento constituía un esfuerzo de esperanza.

Pero volvamos al espacio textual, a los tres personajes centrales que se confunden en las acciones mesiánicas: Gaspar, Casiano y Cristóbal76. Ya he señalado su débil espesor psicológico, su «funcionalidad diferencial»; es decir, que estos personajes se definen por acciones que no son sino fragmentos de una tarea más vasta. Todos ellos pasan a formar parte de una gran empresa social, la cual se explica como un todo en el cual la acción colectiva -no solamente la de los tres héroes- es la que da al texto su sentido global. El mensaje resultante representa la «superación definitiva de la soledad». Así, los héroes, sus acciones, constituyen la noción múltiple de un personaje supraindividual, la cual se completa sólo después de haber integrado en la imagen las actitudes de todos los otros -personajes secundarios, personajes objetos, personajes situaciones, etc.- comprometidos en la acción. Como dice L. Goldmann a propósito de La Esperanza de Malraux:

 

En el fondo no hay personajes individuales sino grupos de personajes en el interior de los cuales los individuos parecen confundirse. Es decir, cada uno de ellos no es sino una fracción de un personaje colectivo abstracto...77

 

 

La acción les da su fisonomía propia, independientemente de sus resultados, ya que no es el triunfo lo que corona siempre sus esfuerzos; es sobre todo:

 

[...] La extraordinaria realización de la comunidad en la derrota de los militantes y en su supervivencia en la lucha revolucionaria que continúa después de su muerte.78

 

 

La idea dada sobre la muerte de los personajes en la novela de Roa Bastos es la que Lukàcs define cuando habla del proletariado revolucionario como sujeto trans-individual de la historia. Sujetos trans-individuales, los héroes tienen una vida significativa, siendo la muerte un elemento secundario, porque ésta es un simple hecho individual que no   —127→   afecta al sujeto auténtico de la acción79. La muerte es solamente un límite material a la acción del héroe, definido a un nivel más alto e inatacable por su compromiso con una causa. En esta óptica, la muerte del personaje:

 

[...] No es un fin, porque su vida y su lucha serán retomados por todos los que continuarán la acción después de ellos.80

 

 

Para terminar el análisis de Hijo de hombre, es preciso comparar la ideología inscrita en el texto con la del narrador implícito y con el momento histórico en el cual se inserta la narración. Es necesario recordar, con Goldmann, que:

 

[...] El escritor no desarrolla ideas abstractas, sino que crea una realidad imaginaria, y las posibilidades de esta creación no dependen en primer lugar de sus intenciones sino de la realidad social en el seno de la cual vive y de los esquemas mentales que ella ha contribuido a elaborar.81

 

 

Las características señaladas tienden a crear, a todo lo largo del texto, al personaje masa o colectivo, cuya fisonomía toma los diversos rasgos de las acciones realizadas con vistas a una redención social. Los tres héroes principales realizan esta tarea a niveles diferentes y progresivos: Gaspar Mora, el primero -mezcla de Cristo y de Orfeo- lo hace a un nivel más reducido, en un clima marcadamente mítico-religioso y en el contexto de un pueblo. Casiano Jara-Amoité comete la transgresión mesiánica en relación con una realidad más amplia: la empresa sanguijuela, la «Industrial Paraguaya», que explota la yerba mate. Pero es el tercer Mesías, Cristóbal Jara-Kiritó, el que se encamina hacia un claro proyecto de lucha revolucionaria, el que organiza un levantamiento agrario. Hay, pues, una progresión en la toma de conciencia política.

Tomando en cuenta el contexto, la realidad social en el seno de la cual el escritor produce su obra, es preciso situar el momento de la escritura: la novela ha sido publicada en 1960, año que corresponde a la época de la principal acción insurreccional contra la dictadura de turno. Este movimiento de «guerrilla» -iniciado en 1959- adquirió un considerable desarrollo, y fue luego brutalmente reprimido. Momento, pues, de un alto grado de conciencia posible. La ideología implícita del autor, perteneciente éste al grupo intelectual de la clase media, acorde con los movimientos de liberación, es expresada en la realidad imaginaria de esta novela; está organizada alrededor de varias  acciones mesiánicas que representan una toma progresiva de conciencia, con raíces en un inconsciente colectivo de alcance mítico-religioso. Dicha realidad se apoya en referencias históricas valorizadas, de gran legibilidad a nivel popular.

He dicho que el final de las diferentes acciones era casi siempre el fracaso. Pero se trata de un fracaso individual, marcado por la desaparición física del personaje, que no impide la continuidad de la lucha, retomada por otra función de héroe y por el conjunto de este enorme e inmortal personaje-masa que recorre el texto. El mensaje es explicitado hacia el final del libro:

 

Debe haber un final.

 

 

Esta afirmación, encarnada en la lucha y en la posibilidad de una liberación, se apoya en las entrañas profundas del mito, mediante uno de los dos epígrafes de la novela, un fragmento del «Himno de los Muertos» de los guaraníes:

 

 

Y haré que vuelva a encarnarse el habla...

   
 

Después que se pierda este tiempo

   
 

y un nuevo tiempo amanezca...

   
 

 

 

 

Todo tiende, pues, al advenimiento de este tiempo nuevo, deseo expresado en un momento de insurrecciones populares, momento de esperanza.

En Yo el Supremo el tratamiento del personaje está invertido, en relación con el de Hijo de hombre. En efecto, el personaje adquiere una fuerte concentración y se convierte en «rol» (en el sentido etimológico del término: máscara de teatro). Papel poseído exclusivamente por un ser individual e individualizado: José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador del Paraguay entre 1814 y 1840. A partir del agujero de la máscara-Francia se esparcen las otras voces, se crean las otras funciones, todas tributarias de la función principal, generada por el largo discurso monológico del Dictador. Contrariamente al personaje-masa de la primera novela, y casi siempre intercambiable, el héroe de la segunda es una personalidad fuerte y compleja, complicada psicológicamente, vista minuciosamente en sus manifestaciones más diversas, desde las triviales actividades cotidianas hasta los extravíos de la neurosis o del delirio. Todo se pone al descubierto: su vida privada, sus actos ocultos y su conducta pública de gobernante; sus actividades normales, habituales, y sus sueños, deseos, temores y obsesiones. Se le ve realizando la sabia y difícil tarea de construir un estado y también en los momentos de maquinaciones y de fechorías, en las mezquindades del hombre rencoroso. Incorruptible pero también implacable, casi nunca tierno, va de la lucidez fría y voluntariosa a las villanías de la venganza malévola. La grandeza del hombre de estado se impone por encima de las debilidades del hombre privado: papel interpretado magistralmente  por este edificador de un proyecto político logrado, sigue siendo todavía la acción lo que define al personaje. Muchos pasajes del libro ponen en evidencia la superioridad de lo hecho sobre lo dicho, de lo cumplido sobre lo escrito, en la concepción del narrador-protagonista. Ésta no es la única coincidencia con Hijo de hombre. En Yo el Supremo los personajes son también funciones, y los hechos de la naturaleza o los valores que sostienen la acción del Dictador se elevan a la categoría de personajes. Así, el aerolito, que a todo lo largo del relato opone una resistencia hostil a la voluntad todopoderosa de dominación del Dictador, es uno de los personajes más notables de la novela. Sin hablar de los valores que impulsan al Supremo a la creación de un estado libre y soberano. Y se podría continuar largamente la lista de situaciones similares. La diferencia con la otra novela radica en la importancia concedida aquí a un protagonista, aquel que redistribuye los papeles de los actores secundarios, porque es el amo absoluto de la palabra; él dirige el juego y su voz se convierte en acción, en realidad, en historia.

Hay otro importante punto común con el libro anterior, que quisiera poner de relieve. Se trata de las referencias a un espacio moral valorizado, basado en las alusiones a personajes y situaciones históricas, casi las mismas que en Hijo de hombre, altamente legibles para la sociedad en cuestión. No puede ser de otro modo en una novela que opera con elementos esencialmente históricos para constituir la trama del relato. Lo que es interesante recalcar es que el narrador los utiliza atribuyéndoles una jerarquía basada en los principios rectores de una ideología que será estudiada más adelante. Esta categorización original de los acontecimientos y de las personalidades aleja a Yo el Supremo de la novela histórica tradicional y la pone en su lugar: creación de una realidad imaginaria en correspondencia con una realidad social y con ciertos esquemas mentales.

Como ya dije, la referencia al contexto histórico es un hecho privilegiado en este texto, comenzando por la presencia omnisciente del narrador protagonista. A propósito de éste, es preciso notar, a pesar de todo, que no se trata de una presencia maniquea; lejos de ello, el Dictador -su función- es visto desde sus ángulos positivos pero también en el momento en el cual la usura del poder personal lo lleva a la degradación de ese poder. Es, entonces, la instancia despreciable del cadáver de su perro lo que lo enfrenta a la degeneración de su papel, que se transforma en tiranía. Antes de empezar a explicar estas instancias es preciso recordar los diferentes personajes y las situaciones históricas más significativas evocadas en el texto.

Para empezar, tenemos la larga parábola sobre los 26 años que permitieron al Dictador realizar su original experiencia socio-política. Si en  este conjunto todo tiende a afirmar los valores positivos del camino recorrido, no falta la visión crítica, expresada especialmente por el «compilador» -autor implícito-, sobre todo a través de las interferencias, constituidas por los testimonios divergentes o francamente hostiles al Supremo. Estas «notas de compilador» forman parte por entero del texto narrativo.

Hay también alusiones al pasado, a ciertos acontecimientos privilegiados por el narrador-personaje, tales como la Revolución de los Comuneros (1719-1735), primer movimiento de tímida reivindicación emancipadora en la América colonial. El Dictador se considera el heredero de este levantamiento popular. En contrapartida, existen signos negativos: la encomienda, el mestizaje y las misiones jesuíticas.

En esta prospección de los elementos positivos o negativos de la historia de Paraguay el narrador-protagonista no se detiene en 1840, año de su muerte, sino que se extiende hasta nuestros días, y se constituye así en una suerte de conciencia histórica omnisciente del porvenir. En la cronología evocada por esta instancia supra-temporal, aparece primero su sucesor en el Gobierno, Carlos Antonio López, quien mantuvo su política de soberanía nacional. Pero, todavía más, es su hijo y continuador el mariscal Francisco Solano López -ya mencionado-, quien es exaltado por la memoria de ultratumba del Dictador. Y con él, por supuesto, la epopeya de la Guerra contra la Triple Alianza, final trágico del periodo autárquico iniciado por Francia. En la misma línea, son evocados la Guerra del Chaco y el Comandante en Jefe del Ejército paraguayo, el mariscal José Félix Estigarribia, «...que defendió-recuperó el Chaco...» (Y.E.S., pág. 124).

Se trata de personajes referenciales de importancia capital, dado que se encuentran en la línea misma del narrador-protagonista, y continúan su tarea de defensa de la soberanía y de la integridad territorial. Aquí la muerte tampoco constituye una barrera; el personaje se prolonga en aquéllos que lo reemplazan en la misma lucha, para el cumplimiento de su misión. Y el narrador-protagonista asume la voz de todos, incluyendo al personaje masa, que vive en su discurso, sea en calidad de simple ciudadano, sea en la de anónimo soldado combatiente.

Durante el gobierno del Supremo, los contravalores o signos negativos son los enviados de la Argentina y del Brasil, agentes de la política anexionista de los países vecinos. Durante la Guerra contra la TripleAlianza, es especialmente el presidente argentino Bartolomé Mitre el cuestionado en tanto representante principal del imperialismo inglés en la conjura contra el Paraguay. Pero es sobre todo el imperialismo brasileño el que es largamente evocado por esta corriente negativa. Después de la invasión de los bandeirantes, como antecedente colonial, se alude constantemente a la política de penetración, primero del Imperio y después, y hasta nuestros días, de la República. Justamente, es la actitud más reciente del Brasil la que retiene la atención principal del narrador. Voy a dar el ejemplo de esto, comentando uno de los pasajes más significativos. El Supremo va a hablar con el enviado del Imperio del Brasil, el cónsul Correia da Camara. En un momento dado, el Dictador dice:

 

Está además la cuestión de esos límites a la bailanta que tenemos que ajustar, o seor cónsul. Los saltos de agua. Las presas. ¡Sobre todo las presas que quieren convertirnos en una presa ao gosto do Imperio mais grande do mundo!

 

 

(Yo el Supremo, pág. 255).

               

 

 

 

Esta frase, se vuelve automáticamente anacrónica y se presenta en la actualidad más candente, porque hace alusión al Tratado de Itaipú, firmado entre ambos países en 1973, estableciendo la construcción «de la represa más grande». Contrato leonino a favor del Brasil, dicho Tratado afirma la dependencia paraguaya del poderoso vecino, la culminación de la política imperialista brasileña contra la cual Francia ha luchado tanto. Y aprovechando la oportunidad de la represa, el narrador acusa a la actual dictadura del Paraguay, su política de abandono de la soberanía nacional. Y ésta no es la única referencia a la situación degradada del Paraguay actual. Algunas son más o menos explícitas, otras debemos leerlas entre líneas y se refieren a la injusticia, la falta de honradez administrativa, la corrupción generalizada, que aparecen en los Consejos del Supremo a sus colaboradores -como cosas a evitar- y que constituyen la moneda corriente en el Paraguay y bajo el régimen del general Stroessner. Es interesante señalar la llamada de atención constituida por la alusión al momento en el cual la dictadura del Supremo está a punto de convertirse en una tiranía, que tiene por causa, entre otras, la usura del poder y el olvido de su fuente popular. Se trata de nuevo de una clara alusión a lo que sucede en nuestros días: una dictadura que se sostiene desde hace un cuarto de siglo, apoyada en la fuerza y en la corrupción. La diferencia neta en relación con la actual dictadura -por ejemplo, la alusión al estado degradado del poder, que le es aplicable- resulta tanto más necesaria, en el discurso del narrador, cuanto que el general Stroessner pretende, demagógica y falsamente, ser un continuador de Francia.

Esta actualización del discurso del narrador-protagonista es esencial para comprender la ideología expresada por el narrador implícito. Primeramente, es preciso preguntarse: ¿por qué el discurso monológico está puesto en labios del Supremo Francia? Porque esto constituye una referencia privilegiada -y muy legible para la comunidad- a un valor esencial en la actualidad: la defensa de la soberanía nacional y de la integridad del territorio. Si se toman en consideración la fecha de publicación del libro, 1974, y la de su estructura, uno se da cuenta de  que éste es el momento más crítico para la suerte del país, amenazado incluso de desaparición, a causa de la situación interna de la dictadura arbitraria y corrupta, y de la creciente dependencia exterior. Las cosas han cambiado desde 1960. Ya no hay esperanza, ya no hay levantamientos, como era el caso en el momento de la escritura de Hijo de hombre. Las funciones de los personajes están concentradas en un único narrador, el cual tiene papel protagónico, ya que es necesario asumir los plenos poderes de la palabra, por razones de salvación pública, como sucedió cuando Francia asumió la magistratura suprema de Dictador.

Una vez más, una obra novelesca de gran coherencia, manifiesta el inconsciente colectivo, hecho conciencia angustiada en la percepción de un escritor representativo de un grupo lúcido e impotente y de un pueblo amordazado.

Como se ha visto, en gran parte, las dos novelas analizadas de Augusto Roa Bastos operan con elementos comunes: una ideología, la del autor implícito, expresando una visión del mundo marcada por una circunstancia histórica particular. Esta ideología se manifiesta en el espacio de un texto, una realidad imaginaria, en la cual los personajes expresan sus propias ideologías. Al mismo tiempo, y como soporte principal, el autor implícito apela, en un espacio moral valorizado, a referencias históricas de gran legibilidad en la comunidad paraguaya. La diversidad de vías en lo que concierne al tratamiento de los personajes, se debe a las diferentes condiciones contextuales en el momento de la escritura de una y otra novela. Pero esta diversidad de caminos expresa, en el fondo, un solo fenómeno social: la palabra negada a un pueblo que quiere manifestarla, en dos momentos significativos de su devenir histórico.


NOTAS

68 - Utilizamos especialmente el artículo de Phillippe Hamon, «Pour un status sémiologique du personnage», en Littérature, n.º 6, París, V, 1972, pp. 86-110.

69 - Hijo de hombre, Buenos Aires, Editorial Losada, 1960, y Yo el Supremo, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI, 1976.

70 - Ph. Hamon, Ibid., p. 87.

71 - Vladimir Propp, Morfologie du conte, Du Seuil París, p. 100.

72 - A. Valdez e I. Rodríguez, «Hijo del hombre: el mito como fuerza social», en Taller de Letras, n.º 1, Santiago de Chile, pp. 87-95.

73 - Ph. Hamon, Ibid., p. 90.

74 - Ibid., p. 92.

75 - Ibid., p. 95.

76 - A propósito de mesianismo: Cristóbal es llamado más a menudo Kirito en el texto, este sobrenombre es la forma de pronunciar Cristo, en la transformación fonética debido al guaraní.

77 - Lucien Goldmann, Pour une sociologie du roman, París, Gallimard, 1968, pág. 143.

78 - Ibid., pág. 124.

79 - Georgy Lukàcs, Le roman historique, París, Payot, 1967, p. 54.

80 - L. Goldmann, Ibid., p. 122.

81 - Ibid., p. 156.

 

 

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EL GUARANÍ Y SU MUNDO

 

A la memoria de León Cadogan,

miembro genuino del asiento de los fogones

 

Antes de la llegada de los europeos, los guaraní integraban la gran, familia, o la nación conocida con el nombre de guaraní-tupí. La misma ocupaba una vasta región que, de manera discontinua bajaba por las costas del océano Atlántico desde más arriba de la desembocadura del Amazonas hasta más abajo del estuario del Plata, extendiéndose hacia el interior hasta los contrafuertes andinos, especialmente a lo largo de los ríos. La familia guaraní-tupí habitaba, pues, gran parte de los actuales territorios de Brasil, Paraguay, Argentina, Uruguay, Guayana, Bolivia, Perú y Ecuador. El núcleo guaraní propiamente dicho se centraba entre los ríos Paraná y Paraguay con ciertas prolongaciones; vale decir, los guaraní habitaban en la actual región oriental del Paraguay, el estado de Mato Grosso y parte de la costa atlántica, en el Brasil, y la provincia de Misiones en Argentina, con algunas fijaciones en territorio boliviano por el noroeste y Uruguay por el sureste. El problema del origen y de la procedencia de los guaraní-tupí sigue planteando problemas. La hipótesis de Alfred Métraux es la más sólida hasta hoy; la reproduzco a continuación:

 

Analizando la cultura material de las tribus Tupí-Guaraní, hemos encontrado que, desde el punto de vista etnográfico e histórico, el centro de dispersión ha sido, posiblemente, la cuenca del Tapajoz o cuando menos los contrafuertes de la meseta brasileña. Nada prueba sin embargo que esas regiones hayan sido lugar de origen de esta familia lingüística. En el estado actual de nuestros conocimientos no podemos confirmar que han estado concentrados allí desde una fecha más o menos antigua o durante un período más o menos prolongado. Todo hace suponer que los indios que han formado luego la familia Tupí-Guaraní han venido del norte de la América del Sur. Hay certidumbre hoy día de que en las regiones tropicales de este continente existen dos capas de civilización: los Tupí-Guaraní, así como los Arawak y los Caribes forman parte de la más reciente. La civilización de los Caribes de las islas presenta con la de los Tupinambá analogías tan grandes que las mismas no pueden ser explicadas sino por un contacto original común. Ahora bien, parece cada vez más comprobado que las migraciones Caribe se han producido desde el norte hacia el sur. Desde el punto de vista cronológico las invasiones de los Tupí-Guaraní, de los Arawak y de los Caribes pueden clasificarse de la siguiente manera: la más antigua ola de invasores es la de los Tupí; habiéndose avanzado lo más lejos hacia el sur, son los primeros en haber entrado en contacto con poblaciones más primitivas, de las cuales los Gê y las tribus del Chaco son descendientes. Aquéllos fueron seguidos por los Arawak, que alcanzaron regiones casi tan meridionales como los anteriores, estando en posesión de una civilización más desarrollada. Los mismos ejercieron una fuerte influencia sobre los Tupí, así como sobre otras naciones de América del Sur. Al final vinieron los Caribes, que a su vez se superpusieron, en múltiples zonas, a los Arawak, por quienes también han sido influenciados desde el punto de vista cultural. Al comienzo aquéllos no deberían diferir mucho de los Tupí. Todos estos movimientos se deben de haber producido muy lentamente, y numerosos siglos han debido transcurrir antes que las tribus americanas estén repartidas en las zonas en que las encontramos establecidas en el siglo XVI.

El ensayo de reconstitución de la historia primitiva de los Tupí-Guaraní que he intentado en las líneas precedentes, es una simple hipótesis. Desde el punto de vista científico, un solo punto constituye una certidumbre: los Tupí-Guaraní son una raza cuya cultura se compone de elementos que tienen una distribución oriental y septentrional en América del Sur. Como ninguna tribu Tupí-Guaraní estaba establecida en la época prehistórica sobre la orilla izquierda del Amazonas, la ocupación de la costa (atlántica) habiendo conocido una época tardía, nos vemos obligados a situar el centro de dispersión de estas tribus en el área limitada al norte por el Amazonas, al sur por el Paraguay, al este por el Tocantins y al oeste por el Madeira.101

 

 

Para determinar el concepto de «familia o nación», además de la hipótesis de Métraux sobre los orígenes guaraní-tupí se aducen ciertos rasgos comunes principales: la lengua, la estructura social, los elementos de la cultura material y las creencias religiosas.

La lengua es el factor de mayor «reconocimiento». El lingüista Marcos Morínigo102 describe muy bien las características de la comunidad lingüística de los guaraní-tupí: «Un aspecto fundamental y al mismo tiempo peculiar de este guaraní ubicuo es el de la sensible unidad que la lengua mantenía entre las hablas más distantes. Unidad no  quiere decir uniformidad. Era natural que la distancia y la naturaleza física del hábitat escogido facilitaran las diferenciaciones regionales y fomentaran la dialectización [...] Aparte de que el dinamismo interno de las lenguas vivas no les permite el estancamiento [...] La gran unidad observada desde antiguo en el guaraní se debió probablemente a que cuando los europeos empezaron a conocerlo, la dispersión de los grupos era todavía reciente [...] La perceptible unidad no nos impide, sin embargo, distinguir tres grandes agrupaciones con peculiaridades dialectales que las caracterizan. Primero, el grupo amazónico que habla el Ñe'engatú (la lengua hermosa o pulida), caracterizada por un mayor arcaísmo morfológico y fonológico frente a las otras dos. Segundo, el grupo llamado generalmente Tupí o Tupinambá (guaraní de la costa atlántica) que hablaba la llamada lingoa geral en portugués, con abundante documentación escrita, en estado más avanzado de evolución que el anterior, y que sufrió una fuerte influencia del portugués ante el cual fue paulatinamente perdiendo terreno, terminando por desaparecer por completo, no sin dejar profunda huella en el portugués del Brasil. Tercero, el grupo caracterizado por hablar el Avañe'ê (lengua del hombre), que comprende los dialectos del Paraguay, Bolivia, Argentina y sur del Brasil, estrechamente emparentados entre sí, poseedor también de una documentación abundante, así como una literatura religiosa debida al empeño de los misioneros, especialmente jesuitas. Es el más evolucionado y el que mejor ha sobrevivido al embate de las lenguas europeas, aunque sea por otra parte el que tiene su estructura interna más distorsionada». A propósito de la citada «unidad» en la diversidad lingüística, quisiera citar una experiencia personal. Hace poco me llegaron a las manos estudios103 sobre la lengua y la cultura de los wayampí, los miembros más septentrionales de la gran familia guaraní-tupí, que habitan a orillas del Oyapok, en la actual Guayana Francesa. Pese a la distancia espacial y temporal -en tanto que hablante del guaraní paraguayo- me sorprendió la similitud entre ambas expresiones dialectales, que me permitía reconocer en el wayampí casi todos los elementos de mi lengua y poder comprender el sentido al cabo de un momento de aplicación.

Los elementos de la cultura material104 como componentes de la estructura de la comunidad, nos ayudan a comprender la organización y la situación de la sociedad guaraní-tupí precolombina, borrosas o confusas por la falta de cronología y la dispersión de los grupos que la integraban. La fijación que implica la condición de excelentes agricultores -que con la caza, la pesca y la recolección, constituía la fuente de la economía de consumo guaraní- se combinaba con la movilidad propia a la guerra -forma destacada de la relación con los otros grupos guaraní o no- y con las grandes migraciones mesiánicas que sacudían la organización social. Estas migraciones -según Métraux, la primera sobre la cual existen documentos puede ser ubicada en el siglo XV- constituyen manifestaciones de perturbaciones propias a una transformación de la sociedad105. Clastres las caracteriza como síntomas de la aparición del Estado. Las comprobaciones de este investigador muestran el carácter peculiar de la noción de autoridad o de poder político entre los guaraní: «...sociedades en las cuales los que ejercen eso que en otros sitios se llamaría poder no tienen en realidad poder, en las cuales lo político se determina como campo ausente de toda coerción y de toda violencia, de toda subordinación jerárquica, en donde, en una palabra, no se da ninguna relación de orden-obediencia». Para comprender mejor esta situación es preciso tener en cuenta las tres propiedades del líder indígena, citadas por Clastres:

1. El jefe es un «hacedor de paz»; es la instancia moderadora del grupo.

2. Debe ser generoso de sus bienes, está al servicio de sus «administrados», y no al revés.

3. Sólo un buen orador puede acceder al liderazgo.

Los grandes movimientos mesiánicos son, pues, la primera manifestación de un liderazgo basado en un cierto poder coercitivo, que podría preceder a la aparición del Estado. En efecto, estas migraciones, de justificación religiosa, la búsqueda del yvy maraê'y (la tierra sin males, el acceso a la inmortalidad), eran conducidas por un karaí, gran sacerdote capaz de superar las divisiones y hostilidades entre las diferentes parcialidades de la gran familia, dado que la sociedad guaraní-tupí estaba formada por el conjunto de grupos que mantenían con los otros una relación amistosa o belicosa.

La organización de las aldeas se hacía en una aglomeración de 5 a 8 casas, dispuestas en cuadrángulo -cada una sometida a la autoridad patriarcal- que alojaban en cada maloca, alrededor de 50 miembros de la familia amplia. Frecuentemente varias aldeas «amigas» estaban rodeadas por hasta 3 empalizadas defensivas. El cargo de cacique era electivo, revocable y ocasional, es decir en función de las necesidades bélicas; un consejo -compuesto especialmente de ancianos- cumplía una función orientadora y moderadora.

Para comprender la noción económica entre los guaraní se puede decir, usando una terminología contemporánea, que en esas sociedades no existen clases sociales, aunque pueda señalarse una cierta estratificación social106. Los investigadores llaman «economía de subsistencia» al sistema guaraní; me remito a la definición siguiente: «Por economía de subsistencia entendemos una ordenación de la economía, cuya producción y distribución son determinados por los mecanismos de la reciprocidad y de la redistribución, y en la cual el sustento de la vida en su mayor parte no se obtiene por venta en el mercado. La oferta y la demanda influencian la formación de precios, pero las modificaciones sufridas por éstos repercuten en la producción. Tales economías no pueden ser analizadas si se parte de la base de que la utilización óptima de recursos para la satisfacción de necesidades insaciables constituye la meta de toda actividad económica. La falta de las supuestas leyes de oferta y demanda no significa empero en modo alguno que la economía de subsistencia sea irracional. El principio de máximo beneficio viene a ser substituido por el de la mayor repartición posible de los riesgos [...] Es una economía comunal, orientada hacia el abastecimiento óptimo de sus miembros y dependiente de la disposición de cooperación de todos ellos.

En el caso concreto de los guaraní pudimos seguir a lo largo de su historia la formación de una economía de subsistencia sumamente eficiente, que se hallaba en condiciones de prescindir por meses enteros de una gran parte de mano de obra en la producción»107.

Pierre Clastres, objetando la denominación de «economía de subsistencia», como peyorativa y como invención de la ideología occidental moderna, señala a propósito de sistemas como el de los guaraní -a los cuales aplica la denominación de «sociedades de abundancia», utilizado por M. Salilins- que: «producían una cantidad de excedente (o surplús) alimenticio a menudo equivalente a la masa necesaria al consumo anual de la comunidad: producción en consecuencia capaz de satisfacer doblemente las necesidades, o de nutrir una población dos veces más importante»108.

Alfred Métraux enumera, a partir de un meticuloso cuadro comparativo, los numerosos implementos de la cultura material comunes a los componentes de la familia guaraní-tupí, lo que muestra la pertenencia a una misma área cultural, en la cual eran practicados: una agricultura neolítica (rosado) de gran rendimiento, la caza, la pesca, la recolección, la alfarería o cerámica (funeraria y utensilios), la cestería, el tejido y tintura, etc., como rasgos materiales principales de la misma. Métraux señala las influencias de otras culturas por razones geográficas -circunstancia también discernible en las variantes dialectales- tal el caso de la utilización del metal en los grupos que estuvieron en contacto con el Imperio incaico; en el resto, eran la madera y el hueso, menos frecuentemente la piedra, los materiales primarios utilizados. Es interesante transcribir esta frase en que el citado autor sintetiza: «Los Tupí-Guaraní aparecen pues como agricultores cuya civilización está perfecta y únicamente adaptada a las condiciones de vida tal cual ella se presenta en las regiones tropicales de la América del Sur. Establecidos generalmente a lo largo de los ríos y de sus afluentes, se han convertido en excelentes navegantes capaces de emprender lejanas expediciones a las que les predisponía su espíritu guerrero»109.

En lo que se refiere a sus creencias religiosas, la uniformidad de las mismas -siempre dentro de los matices debidos a préstamos e influencias- está atestada por la comparación entre las observaciones sobre el tema de los primeros cronistas en diferentes regiones, con las actuales manifestaciones de la religión entre los guaraní del Paraguay. Pese a la distancia temporal de casi cinco siglos, y la espacial existente entre las costas atlánticas en que habitaba el desaparecido grupo de los tupinambá y la región del Guairá paraguayo, las formidables informaciones etnográficas de cronistas como Jean de Lery, André Thevet o Yves d'Evreux, no hacen sino confirmar la continuidad de las ideas religiosas, cuando se las compara con los textos recogidos por León Cadogan entre los mbya del Guairá, hacia 1945. Bartomeu Meliá formula una definición sintética: «La religión de los Guaraní actuales, que en su estructura y en su función, perpetúa la religión de los antiguos Guaraní, puede ser definida como inspiración, sacramentalizada en el canto y en la danza, dirigida por mesías en búsqueda de la tierra sin mal»110.

La creencia en una divinidad suprema, creadora, la existencia de dioses mediadores y de héroes civilizadores con funciones semejantes, la de genios confundidos con los hechos de la naturaleza, el diluvio, el mito de los gemelos, la tierra sin mal, son los grandes rasgos que, con variantes de nombres y de detalles, se repiten a lo largo del área guaraní-tupí. Una vez más el nombre de Alfred Métraux debe ser citado  como el del investigador que mucho ha aportado en este dominio de la religión guaraní-tupí, en sus características generales de puntos comunes y de diferencias111. No me extiendo sobre esas creencias que serán precisadas por los textos mismos. Lo que sí quiero insistir es en la importancia de las mismas como fuente de la literatura de los guaraní. La casi totalidad de esa producción es de inspiración religiosa, lo cual muestra la trascendencia del fenómeno religioso, a tal punto de dar origen a la expresión capital de la cultura guaraní.

Digo literatura de inspiración religiosa, pero considero de rigor hacer dos aclaraciones al respecto de lo religioso:

1. Es preciso distinguir entre el concepto estratificado, jerarquizado y dividido que caracteriza a la religión en la sociedad occidental, del fenómeno religioso en la cultura guaraní. En ésta se trata de un sentimiento que impregna tanto los hechos y fenómenos de la naturaleza, como los actos, aun los más cotidianos, de la vida social. De cada fenómeno y de cada acto pues, emana, en forma natural y espontánea, un aliento que guarda relación y está en correspondencia con una esfera de lo sagrado. La lectura de los textos, especialmente de las oraciones, dan cuenta de esta característica.

2. Se trata, además, de una religión, la de los guaraní, en la que conviven los dioses y los hombres, como muy bien lo señala Pierre Clastres. En la religión guaraní, la máxima aspiración es la de alcanzar la condición de la inmortalidad, atributo supremo de los dioses y de sus elegidos. Inmortalidad a la que es posible tener acceso -mediante oraciones, danzas y ayunos- en esta vida, pues la Tierra sin Mal, la de la perfección eterna, se encuentra en algún sitio de esta tierra. En -suma, esa convivencia se opera en un grado tal, que implica, como culminación ideal, la equiparación de los hombres a los dioses.

 

NOTAS

101 - Alfred Métraux, La civilisation matérielle des tribus Tupí-Guaraní, París, Librairie Paul Geuthner, 1928.

102 - Marcos Morínigo, «Unidad y diferenciaciones del guaraní», en Suplemento Antropológico, vol. VIII, 1-2, Asunción, 1973.

103 - Françoise Grenand, La langue Wayampi: phonologie et grammaire, París, Diplôme de l'E.H.E.S.C., 1975.

Pierre Grenand, Introduction à l'étude de l'univers Yayampi, París, Diplôme de l'E.H.E.S.C., 1975.

104 - Ver especialmente A. Métraux, op. cit.

105 - Pierre Clastres, La Société contre l'état, París, Editions de Minuit, 1974. A propósito de las migraciones: Helène Clastres, La terre sans mal, París, Seuil, 1975.

106 - J. Monteverde, «Aportes indígenas al problema rural del Paraguay», en Acción, n.º 16, Asunción, noviembre, 1972.

107 - Georg y Friedl Grünberg, «Informe sobre los Guaraní occidentales del Chaco Central paraguayo», citado parcialmente en J. Monteverde.

108 - Pierre Clastres, op. cit.

109 - Alfred Métraux, op. cit.

110 - Bartomeu Meliá, «De la religión guaraní a la religiosidad paraguaya: una sustitución», en Acción, n.º 23, Asunción, agosto 1974.

111 - Alfred Métraux, La religion des Tupinamba et ses rapports avec celle des autres tribus Tupí-Guaraní, París, Librairie Ernest Leroux, 1928.

 

 

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EL DERECHO A LA LENGUA

 

En 1983, un pequeño comentario en un periódico latinoamericano cualquiera daba la noticia de la muerte de la «Abuela Rosa», última sobreviviente de una etnia amerindia del sur de Chile, los yagana, comunidad otrora bastante importante. Más dramática fue la extinción de los ona de Tierra del Fuego, cuyo censo decreciente fue posible seguir: eran 3.600 en 1850; 800 en 1905; 70 en 1925. El último ona murió en 1974. En ambos casos se trata de la desaparición del resplandor de una cultura, de la extinción de una lengua, de una visión del mundo en el continente americano. Y se conocen esos dos casos gracias a la difusión de los medios de comunicación modernos. Pero, ¿cuántos casos análogos, cuántas lenguas y culturas amerindias desaparecieron desde que el conquistador, el colonizador, el evangelizador han puesto los pies en el Nuevo Mundo, hace casi 5 siglos?

He ahí una pregunta que nos hace soñar... con el escalofrío de la pesadilla. Sin duda, se puede sostener -y hasta demostrar- que esas desapariciones son resultados de «muerte natural», quizá el cumplimiento de un ciclo vital. Pero es bien sabido que las causas de esas muertes no son tan trivialmente «naturales»; que detrás de esas desapariciones culturales existen siempre -o casi- un factor de compulsión, una relación desigual de fuerzas disimuladas bajo el principio del «progreso técnico» de la «civilización» (agresiva) opuesta al «retraso de los salvajes». Existe siempre la falta de comprensión de la visión del otro, una no aceptación de la diferencia. Al sentimiento de intolerancia es preciso agregar la avidez por las tierras comunitarias, el territorio ancestral, que podría escapar al régimen de la sacrosanta propiedad privada. ¡Y bien! Es de ese peligro que vengo a hablar aquí, pues existe todavía, hoy, la amenaza que pesa sobre la suerte de innúmeras comunidades; la amenaza de acallar, de reducir a silencio esos pueblos, víctimas de la incomprensión y de la codicia de grupos más poderosos, con los cuales mantienen una relación forzada y negativa de dominación, si no de explotación. Todo ello enmascarado, a no dudarlo, por un discurso de progreso, de civilización, y a veces, de necesidad de comunicación, de apertura hacia el mundo.

Pero, ¿cómo preservar esas culturas amenazadas dentro de una relación semejante? Creo firmemente que una de las maneras más eficaces es la preservación de sus lenguas, receptáculo de sus mitos y de  sus creencias, abono de la continuidad comunitaria, fermento de la vida cotidiana, vivero de la perennidad de la memoria colectiva. Razón de ser, en suma, de la sobrevivencia del grupo. Y es aquí donde se plantea la cuestión concerniente al derecho a la lengua, un derecho viejo como el mundo, pero que ha sido, que sigue siendo olvidado en nuestros días en las declaraciones de los derechos fundamentales y que, por ello, adquiere una actualidad acuciante: es necesario integrarlo en tanto que derecho prioritario a los «nuevos» derechos del hombre, si se quiere mantener el espíritu de justicia colectiva que debe presidir la formulación de los mismos. Y cuando hablo de derecho a la lengua me refiero de manera privilegiada al derecho a ser alfabetizado en su lengua materna.

No quiero hablar en el vacío; prefiero referirme a un ejemplo que conozco bien, el de mi país. En el Paraguay, la lengua de los antepasados guaraníes sobrevivió como idioma general, el de la comunidad nacional, caso único en América. Pese a esa situación, la lengua mayoritaria, el guaraní, tiene el estatuto de la del grupo dominado.

Ya la Constitución Nacional consagra dicha situación. En efecto, el artículo 5.º, luego de establecer que las lenguas nacionales son el castellano y el guaraní, establece que la única de uso oficial será el castellano. Podría aportar múltiples pruebas de esta situación de colonización interna, legalizada por el texto constitucional. Pero me limitaré a mostrar un aspecto del problema, que considero el más grave: no se alfabetiza en guaraní, en la lengua mayoritaria. Es lo que considero una aberración, una violación de conciencia, puesto que la ciencia demuestra claramente los efectos perniciosos. Si se aprende a leer y a escribir en un idioma extranjero, se trastorna totalmente el orden natural de esa entrada en la vida consciente, con todo lo que ello significa como riesgo de desnaturalizar el comportamiento del niño, de perturbar profundamente su visión del mundo, de desviar el sentido profundo de su ser.

La situación evocada de alfabetización en una lengua desconocida o poco conocida para el niño, arroja un primer resultado: el bajo rendimiento, el abandono escolar, por causa de defectos inscritos en la base misma del edificio del aprendizaje. Así en el Paraguay, contrariamente a lo que pregonan las estadísticas falseadas de la dictadura, no se trata de un 23 por ciento de analfabetismo, sino de un 75 por ciento de analfabetos funcionales, reales, según estudios serios. He citado el artículo 5.º de la Constitución. No puedo impedir la referencia al Decreto n.º 38.454, promulgado en marzo de 1983 por un régimen que se pretende nacionalista, y que más bien puede ser caracterizado como patriotero. El inefable Decreto establece las bases de la educación primaria y comienza con un rosario de consideraciones de un nacionalismo exuberante, seguramente con el propósito de esconder el verdadero  sentido de la disposición reglamentaria. En efecto, el artículo 2.º expresa:

 

La Educación Primaria tiende a lograr que el niño según sus diferencias individuales: 1) Valore y se comunique con confianza en las lenguas nacionales y desarrolle destrezas básicas de escuchar, hablar, leer y escribir en lengua española; escuchar y hablar en lengua guaraní.

 

 

Es decir que, por un juego de prestidigitación verbal, son suprimidos leer y escribir cuando se trata de la lengua aborigen y su «integración» al plano educacional. Un mejor ejemplo de perversión legal no puede pedirse. Sobre todo si se tiene en cuenta la retórica «nacionalista» vacía del artículo 1.º del cual cito dos párrafos sublimes: 1) «...la educación paraguaya debe asegurar a todos los habitantes... la igualdad de oportunidades para el más amplio acceso a la cultura, la ciencia y la técnica». 2) Entre los objetivos esenciales de la educación se encuentran los de obtener que «el hombre fortalezca la conciencia nacionalista, enriquezca los sentimientos que identifican al ser paraguayo para mantener y defender la autonomía, la seguridad y la soberanía de la nación». ¡Y para obtener esos pomposos propósitos «patrióticos» se elimina el guaraní, la lengua mayoritaria, de los niveles lectura y escritura en los planes educativos! Más que de contradicción, se puede hablar aquí de perversión. El propósito del Decreto resulta así, claramente, el de mantener el estado de injusticia, de desigualdad de oportunidades resultantes de la colonización interna, a fin de que un grupo minoritario continúe dominando a la mayoría de la población. Es la negación total del principio de biculturalismo, con respeto equitativo de los dos componentes que forman y conforman la realidad socio-cultural del Paraguay.

Como no se alfabetiza en guaraní, no existe sino una literatura embrionaria en ese idioma. La misma está reducida a una oralidad precaria: letras de canciones, un teatro bastante reprimido y otras manifestaciones más o menos marginales. Nosotros, los autores paraguayos, somos escritores colonizados que hemos interiorizado la condición de tales. No escribimos en guaraní, aunque existe un alfabeto desde el siglo XVI, porque se ha provocado en nosotros la amnesia cultural, desde la infancia, en lo que concierne a la escritura en lengua aborigen. Esta lengua que, sin embargo, hablamos corrientemente en la vida cotidiana. Esa amnesia es la que tiende a robustecer el absurdo Decreto n.º 38.454.

Es esa situación la que quería exponer a través de un ejemplo; situación que no es única, ni siquiera exclusiva, del tercer mundo. En el mundo desarrollado existen también situaciones parecidas, aunque las mismas sean a menudo arteramente disimuladas.

En nombre de esa situación tan generalizada como aberrante vengo,   en esta reunión dedicada a «la afirmación, la adaptación y a la extensión de los Derechos Humanos», a reclamar la incorporación prioritaria, en la Declaración de los nuevos derechos humanos, de ese derecho inmemorial, el derecho inalienable a la lengua, el derecho esencial a ser alfabetizado en el propio idioma, en la lengua materna. Del respeto de ese derecho elemental depende la existencia del derecho a la diferencia cultural, el derecho a la preservación de la identidad profunda. Sin ello, el hombre no es sino una sombra incorpórea, un cuerpo vacío de su aliento vital.



 

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