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JOSÉ PÉREZ REYES

  LA GALERÍA, ROJA BOCA ABIERTA y UN ROSTRO EN EL CAMINO, 2007 - Cuentos de JOSÉ PÉREZ REYES


LA GALERÍA, ROJA BOCA ABIERTA y UN ROSTRO EN EL CAMINO, 2007 - Cuentos de JOSÉ PÉREZ REYES

LA GALERÍA, ROJA BOCA ABIERTA y UN ROSTRO EN EL CAMINO

 

Cuentos de JOSÉ PÉREZ REYES
 

 
 
 
 
LA GALERÍA
 
Se venía un aguacero, de esos que son tan breves como intensos. Tuve la ocurrencia de suponer que eso aportaría un leve cambio durante el tiránico verano que tiene sitiada a la calcinada Asunción.

Es fácil equivocar las calles cuando el calor febril y la fatiga trémula del día tejen sus redes de confusión en esta ciudad que es más un circuito laberíntico que turístico para el peatón.

Cruzaba yo un terreno baldío que hacía de puente entre dos calles, cuando empezaron a caer las primeras gotas de la casi invocada lluvia.

Pensé en lo raro que resultaba encontrar todavía un baldío indómito como éste con sus árboles y cascotes a modo de cansados pobladores. La mayoría se había transformado en la frecuente y poco agraciada playa de estacionamiento. Milagrosamente, este baldío seguía sirviendo de portón para la otra calle, que se advertía detrás de los matorrales y árboles.

Súbitamente el aguacero dejó caer agresivamente su húmedo guante. Como si fueran copas inquietas y a punto de derramarse ante la postergación de un brindis, las nubes se pasearon por encima de las pequeñas calles y casas.
Crucé la calle a zancadas y salté a la acera de enfrente, donde distinguí, a través de la cortina de lluvia, las puertas abiertas de una galería de arte. Sin pensarlo dos veces, me metí en esa galería para evitar mojarme en la calle.
No tuve tiempo de alzarla cabeza y fijarme en su cartel de hierro rechinando al viento, por lo que no pude ver el nombre de la galería. De todos modos, mucho no me ayudaría porque muy poco conozco de arte y un letrero no me serviría de guía ni redimiría esa ignorancia con ropajes de timidez. Sería difícil ocultar mi repentino ingreso al mero efecto de refugio del temporal. Nada es tan casual.

Pero ya que estaba en el zaguán de la galería y para disimular mi cara de extraviado transeúnte, preferí recorrerla antes que estancarme allí como agua de lluvia.

Afortunadamente no llegué a empaparme, apenas me salpicaron las primeras gotas del aguacero que ahora cobraba más fuerza, por lo que mis pisadas no corrían el peligro de ensuciar los pisos de cerámica de la reluciente sala.

Más por curiosidad que por el mero afán de disimulo, entré en la primera sala en la cual se distinguía una colección de pinturas.

Me llamó la atención el hecho de que no había nadie en su interior, ningún guía. Ni voces ni pasos se oían en el resto de la galería que contaba con unos lucernarios cilíndricos a través de los cuales la luz bañaba su interior, cuyas paredes blancas se veían matizadas por salpicones de gris que los revoltones del techo derramaban, tal como afuera hacían lo suyo las nubes.

Me adentré para observar de cerca la colección de pinturas. Eran de motivos abstractos, con colores bregando por surgir de entre las sombras del lienzo, inquietantes desde los rincones del marco. Obras que, a simple vista, parecían dispares, ensimismadas e incomprensibles y tenían, a su vez, algo en común que no era el autor, ni el lugar ni la fecha. Por cierto, estos datos no figuraban en cartel indicador.

Mi ignorancia era tan grande como mi curiosidad en ese momento. Ambas podrían sentarse a discutir por horas y aún así no descifrarían estas obras. El revelador secreto quizás dormía en la mente de sus creadores.

Giré y fui a ver los otros cuadros expuestos en la pared opuesta de la silenciosa sala, ni el ruido de la lluvia se filtraba en este blanco recinto de arte oscuro.

Al observarlos percibí que eran pinturas más logradas, a mi modesto entender, pues en ellas afloraban los colores tiñendo las más diversas y extrañas formas que se entrelazaban calidoscópicamente como si estuvieran dentro de un aljibe onírico, dada su profundidad.

También noté que las pinturas de esta colección sí tenían unas placas, aunque minúsculas y apenas perceptibles.

Cada una de las placas contenía unos números grabados sobre los trozos de madera y se asemejaban a los que titilan en los relojes electrónicos, indicando la hora exacta, aunque éstas eran cifras inamovibles, ya marcadas en las maderas de las placas. Una de ellas decía 14:20 y la última indicaba 21:37.

Supuse que eran títulos, más raros que la pintura en sí, que simbolizaban o conmemoraban la hora en que se pintó cada cuadro, pero una pintura de esas proporciones lleva tiempo realizar, entonces ¿era la hora del inicio o de la culminación de la obra? ¿Y los días y el año? Me pregunté si, acaso, para el creador los días son los mismos y únicamente al concluir la obra se alcanza el Día. Y este Día, a su vez, es resumido en la Hora, que contiene también el descubrimiento.

La fecha sería la meta. Los títulos son transitorios, los nombres también. Los nombres del autor y de la obra podían no aparecer expuestos, sin embargo juzgaron más importante que se indique el momento, que deviene a ser eterno, en que se convierte a la idea soñada en obra plasmada.

¿O era otra cosa?

Ingresé en la sala contigua, en ella se amonto-naba una variedad de esculturas. Yacían sin catalogar y sin ubicación precisa, la disposición de las mismas dejaría perplejo a cualquier visitante.

Tampoco había guía en esta sala, el silencio seguía su atenta vigilia.

Con la mirada envolví la más cercana de esas dispersas figuras y no pude reconocer el material del que estaba hecha.

La toqué. No estaba tallada en madera, ni labrada en roca ni esculpida en metal. Asustado, retiré- mi mano y clavé mis ojos en el rostro de esa estatuilla.

El rostro estaba todavía en gestación, hacía muecas y gestos de quien está en pleno sueño; a medida que se contorsionaba, el molde lo atrapaba, conteniéndolo como un mar a una isla.

Era una cara que, a medida que hundía en ella mi mirada, se transformaba en mi propio rostro. Se veía venir, la escultura quería tomarme prisionero.

Aterrado, salí de la galería corriendo. En las calles seguía lloviendo a raudales, creo haber tropezado y caer pesadamente, mojándome en un charco. Me levanté rápidamente y sobre mi rostro sentí la lluvia como una salvadora bendición.

Y en eso, de miedo a quedar así dentro de todo esto, me desperté.

Desperté empapado de sudor... ¿ó era de lluvia? Abrí la ventana de la casa que desde ayer alquilo. Noté que el sol coronaba la siesta con implacable rigor manteniendo a raya toda posibilidad de lluvia. Ni señales de aguacero.

Con el objetivo de despejar mi agitadamente, decidí salir a conocer un poco más de mi nuevo barrio. Tenía que distraerme.

Después de haber caminado tres cuadras, escuché un tintineo metálico proveniente de la vereda de enfrente y alcé la vista a pesar del sojuzgan te sol para descubrir qué producía ese peculiar ruido a esa hora.

Entonces pude ver que se trataba de un cartel de hierro, igual al que vi en mi sueño. Esta vez no pude leerlo a causa del fuerte sol, como aquella vez tampoco pude hacerlo bajo la copiosa lluvia. Sus goznes rechinaban sin que mediara un soplo de viento. En la entrada de esa galería, también de idéntica fachada, observé con profundo asombro que dos hombres cuyos rostros no alcancé a ver, cargaban unos moldes, presumiblemente esculturas, que iban piadosamente cubiertas, impidiéndome ver los rostros esculpidos bajo unas mantas tan oscuras como el sueño que hace instantes me envolviera.
 
 
 
 

ROJA BOCA ABIERTA
 
Es muy breve el tiempo que llevo unida a tu brazo. Te tomé desprevenido, aunque sé bien que yo no soy la primera. Así que no me mires como si fuera tal. No pretendas ignorarme. Mi boca no es como otras, la tengo bien roja, carne profunda. Escupo dolor. Si alguien te mintió diciendo que en la vida sólo se reciben besos habrá sido en tu cuna; ya no vale en esta hora. ¿Qué es eso de simular que no me sentís y exigirte el doble llevando el fusil sobre el otro hombro? Las armas tienen mala memoria, yo no. Lo suyo es la puntería y la fuerza, la precisión y el impacto; lo mío es la incertidumbre al comienzo y, con algo de esfuerzo y de suerte a mi favor, la advenediza certeza. No soy yo quien acierta en el blanco pero sí que estoy allí donde está el blanco. Igual estoy aquí contigo. Es como ustedes dicen, en la guerra y en el amor vale todo. Ya ves, esta roja boca abierta te espera. Por mucho que mires tu uniforme verde no vendrá la esperanza que, dicen, tiene ese color. Hasta tu uniforme verde olivo se va tiñendo dándole oscuro albergue a la humedad expansiva. Tus muecas y expresiones revelan que no aprobás lo que digo, mucho menos lo que hago. Todo esto te suena a pavada, puede ser, es tu situación, muy cercana a la nada, pero yo no invento cosas, las cosas ya saben inventarse a sí mismas y con el tiempo se reinventan sin el menor disimulo, a vos y a mí nos toca nombrarlas nada más. Nuestra relación, ¿tiene algún nombre? Decir lo indecible, ¿es esto tan indeseable? Colorear los colores y enmarcar el propio marco, esa es una tarea. Tu condena, mi proeza. Es fuerte este brazo, menos mal que por aquí no pasan manos sanadoras, porque se defraudarían al no poder hacer nada para remediar. Esto es como el amor herido, ya no sana. El verdadero dolor no conoce aurora. El tríptico de tu día, mañana, tarde y noche, se cierra hoy. Te rebuscas recuerdos felices, no muy frecuentes últimamente, para apaciguar este dolor. No te das cuenta de que yo misma te envío esa distracción; no es tu decisión, es mi secreta selección de tu memoria. Claro que también estoy allí. Acaso crees que me voy a conformar con tomarte del brazo. Me da igual que te acose una tormenta de recuerdos o que te pierdas en un desierto de amnesia, porque mientras tu mente indaga y divaga, yo ahondo en la búsqueda de algo más que tu torrente de sangre. Verdad que es difícil rescatar algo de tu memoria: perdiste la contraseña de tu identidad detrás de esa medalla que retiene todavía tu nombre, y es la única que lo hará, yo no quiero quedarme con tu nombre, esto no es un matrimonio, tampoco un concubinato donde alguien cede algo, acá es todo o nada. Soy exigente, me gusta la entrega total. Es fascinante ver cómo tus recuerdos en estampida se agrandan a medida que se aproximan al corazón, parecen reforzar su ritmo e incluso llegan a adoptar algunos colores hacia el final, después de haber soportado por años el blanco y negro de tu cerrada mente. Aunque, pensándolo bien, tu mente fue la primera en irse, ya no sirve. Sos un ser embalsamado por dentro; se mueven tus facciones, no tus emociones. Te esforzás, seguís caminado y todavía me llevás contigo, sin embargo por dentro quedaron embalsamados tus sueños y tus recuerdos en una rara galería compartida con órganos alguna vez vitales. Quedaste inamovible por dentro. Endurecido. Ni siquiera yo, en este intimo momento, te conmuevo. ¡Y luego hablando de la humanidad! La humanidad es el anonimato elevado a la enésima potencia. Concentrate en lo que te queda. ¿Y si, cuando llega el último suspiro, en vez de recordar en un lapso fugaz todo lo que has hecho, empezás a vislumbrar todo lo que no has hecho? Aparecería un proyecto borroso, desvaneciéndose como algo sin sustancia. Ya no buscas esas imágenes. Con sólo ver mi boca abierta y cada vez más roja te convencés. Todo convencimiento parte de y no es más que un desistimiento de la voluntad original. En tu convencimiento está implícito el abandono de tu voluntad inicial. Yo no me voy, vos te vas. ¿No ves la evidencia? ¿No te das cuenta? Te entrenaron para no temerme y aquí me tenés. Me encontraste al caer en un foso lleno de estacas. Buena trampa. Me prendí de tu brazo. Eras mi rescate. No digo un príncipe azul sino más bien un salvador verde olivo. Ahora sos mi salvador y yo, al otro extremo de la balanza, te resulto todo lo contrario. Porque esa balanza en algún lado existe, aunque los pesos sean ficticios. Sólo soy una amante. Una amante transitoria que te lastima, aunque sea de paso. Innegablemente disfruto mucho con esta primera cuota, por darle alguna denominación. Ya vendrá la definitiva, que no necesitará tomarte del brazo porque borrará todo nombre de tus labios y pondrá el tuyo en una lápida. De la medalla a la placa, siempre en la gama de metales fríos. De tu rostro a la lápida, siempre en la corteza dura. Esto que yo hago es apenas un anticipo. La antesala de todo. Consideralo un preludio amable. Ya viene la que se quedará contigo para siempre. ¿Por qué no te recostás y te ponés a contar hasta que llegue ella?
 
 
 
 
UN ROSTRO EN EL CAMINO
 
Llanuras y rutas.
 
Cielo sin nubes.
 
Pocos vehículos en la carretera. La calurosaandanada de los días de enero menguaba el tránsitode la siesta.
 
Mucho verde a los costados y gris al frente.
 
Arriba, un tono celeste.Era un día hilvanado por la aguja del tedio.
 
Ninguna cosa parecía quebrar esa monótonaplacidez de la nada.
 
Después de un asado familiar en Capiatá, Amílcar Olmedo iba manejando el pequeño vehículo que compró, usado y sin garantía, hace casi un año. Ahora tenía una misión e iba a gran velocidad porla ruta 1, rumbo a San Ignacio, Misiones.
Sus parientes, invariablemente presentes en elasado, después de deliberar ante unos platos vaciados y vasos aún salpicados de espuma, le asignaronuna misión; el principal pedazo, ya no del día sino para toda la vida: el destino de la casa quetenían allá en San Ignacio, propiedad del padre, don Juan Olmedo, quien había fallecido hacíamenos de dos meses. Eran varios herederos y todos querían más de lo que había para repartir, hastase alegrarían si alguno de ellos siguiera la suerte del viejo para que así les quedara una parcelamás para distribuirse, y al decir distribuirse en ese tono sonaba a algo así como distrito de buitres, fue esa la impresión que zumbó en los oídos de Amílcar al abandonar esa mesa llena de parentela con hambre de algo más.
 
Se dirigía a la casa en cuestión donde actualmente el único que allí vivía era su hermano Tobías, paraconvencerle de que desistiera de la insensatez deponer a la venta esa casa. Tobías tenía previsto mudarse a una casa más chica, con menos pasado, en un barrio cercano, por eso, empecinado en dejarlo todo atrás, se disponía a colocar caprichosamente un letrero de “vendo” en la entrada de la casafamiliar, sin consultar con los demás.
 
Amílcar tenía que hacer recapacitar a Tobías, debía sacarle de la cabeza esa obsesión de venderla finca en San Ignacio. Tenía que abrirse la sucesión, llevar adelante el debido proceso con documentos, llegar a la sentencia declaratoria de herederos, hacer la división de condominio entre todos. Tobías quería adjudicarse toda la propiedad alegando que él fue el único que allí cuidó y mantuvo al padre enfermo en esos últimos años. Quería adjudicarse solamente para vender y librarse de la propiedad que para él se transformó en sempiterna sala de enfermería. Pero las sucesiones nofuncionan así. Ese inmueble vale por todo lo que ya les dio y por lo que esperan les siga dando a los hermanos. Así como está la situación económica, con tanta devaluación, sería malvender a un precio irrisorio, eso le diría. Poco podía intuir sobre la respuesta. Solamente conjeturaba que su hermano se había subido al tobogán de la ilusión; imposible bajarlo, hasta que se dé cuenta de queal otro lado del tobogán no hay nadie para recibirsu caída. Pero eso lo pillaría recién durante la rápida pendiente, pensó Amílcar. Hay que hablarle, no tiene que precipitarse, Tobías no puede avasallar el derecho de la viuda y de los demás hermanos, eso era lo que todos habían pensado ante las brasas del asado. Si juntaban todas esas ideas familiares de seguro tendrían una especie de panal con abejas zumbando pero a diferencia de ellas, sus parientes no hacían trabajo conjunto, puro zumbido.
 
Preocupado y a la vez apurado, quería tener aalguien en el auto para charlar allí, para contarle éste u otro problema, del ámbito laboral o familiar, porque él es de la clase de personas que cre en que se viene al mundo para hablar de los problemas, aunque también se daba cuenta de que ventilándolos así tampoco llegaba a solucionarlos.
 
En la radio hablaban de pensiones y jubilaciones de excombatientes de la guerra del Chaco. Apagó la radio para evitar ese debate que le traería recuerdos de su viejo, teniente Juan Olmedo, quien luchó tres años en ese inhóspito frente y lel levaría a relacionar con una guerra menos cruenta pero más lenta que ahora libraba su madre, con el interminable trámite que acababa de iniciar para acceder a la pensión correspondiente a viuda deexcombatiente. En las oficinas públicas se libraba una guerra propia entre papeles.
 
Prefirió escuchar el viento en el trayecto de la ruta, ya que las emisoras, en fm, tampoco daban muchas opciones musicales. El olor a pastizal quemado le llegó como si fuera parte del sudoroso día.
 
Aminoró la marcha al cruzar el pueblo de San Miguel, al divisar, a un costado de la ruta, la lana tejida artesanalmente. Allí la gente lavaba, secaba, hilaba y teñía la lana. Con ella hacían de todo y en sus puestos al costado de la ruta, ofertaban camisas, polleras, frazadas, ponchos, alfombras, gorras, hamacas y colchas. Pensó en comprar algunacosa, pero ahora tenía prisa. Lo haría a la vuelta y en este puesto, particularmente, porque aquí le encantó la sonrisa de una de las mujeres vendedoras apostadas cerca del árbol cuyas ramas eranusadas como perchero exhibidor de donde colgaban las prendas.
 
Entonces apareció dentro de su auto, sentada asu costado, una muchacha acelerada en sus gestos y en su forma de hablar.
 
Allí estaba esa desconocida joven hablándole con toda confianza, como si nada. Tenía cabellos y ojos negros, una expresión de cansancio en sus facciones flacas, las manos muy nerviosas para sus poco más de veinte años. Amílcar jamás la había visto, estaba tan concentrado en conducir, que no supo si el pesado calor le estaba jugando una broma. Parecía una burla, ¿de dónde apareció esta chica y cómo entró aquí?
 
Acaso era su deseo de conversar que tuvo eco y apareció aquí esta parlanchina enviada especialmente. No había tiempo para conjeturas, había que manejar. En vano le preguntaba quién era o cómo había subido al auto. La extraña no respondía sus preguntas, sólo hablaba sin parar, contaba sus problemas como si a alguien le importara. Era como siestuviese hablando sola, ni le miraba al conductor, sólo fugazmente a través del espejo retrovisor. Nada daba a entender que pudiera tener intenciones de robo. Será mejor bajarla aquí mismo, pensó Amílcar, o si no más allá de la siguiente curva.
 
No había oportunidad de pisar el freno, había un apremio familiar para llegar a destino. No tuvo tiempo para aclararse ninguna duda. La entrometida hablaba y llegaba al extremo de la situación atribuyéndose la facultad de reprocharle cosas al incluirle, sin razón alguna, entre sus problemas.
 
Esa crítica a destiempo puso más nervioso a Amílcar, que ante la falta de respuesta por parte de la atrevida, seguía preguntándose de quién setrataba.
 
No sabe cómo ella entró, pero sospechaba que ocurrió al aminorar la velocidad cerca del puesto de venta de lanas, aunque ese lapso no pudo haber sido suficiente. Además, el automóvil había estado en marcha todo el tiempo, se garantizó asímismo.
 
La extraña le pidió que le invite un cigarrillo. Amílcar se negó y ella, con un rápido movimiento, tomó un cigarrillo de la cajetilla reclinada en el tablero pero, al sacarlo, su impulso echó la cajetilla. Simuló recoger las cosas y le rogó que le encendiera el cigarrillo. Él reprochó este abuso deconfianza. La insistente polizonte se ponía a jugar con las reglas prohibitivas y argumentaba que hasta los que van a ser fusilados acceden a un último cigarrillo, que hasta a los condenados se les concede eso, y que así se les cumple su último deseo.
 
Amílcar Olmedo, transformado ya en complaciente chofer, hizo un gesto despectivo y no pudo evitar recoger la cajetilla, que contenía también el encendedor, que entonces iba y venía rodando cerca de los pedales.
 
Las cosas que uno hace por una mujer, aunque sea una desconocida, refunfuñó él, aunque ella seguía tan poco interesada en escucharle, ya que para llenar el aire le bastaba su propia voz. Sea como fuere, era su último favor, ya estaba harto de esta intromisión y decidido a bajarla aunque sea a la fuerza, después de la próxima curva.
De la cajetilla extrajo el encendedor y cuando lo arrimó al cigarrillo que temblaba en la boca de la intrusa, ésta comentó jocosamente que era una barbaridad este calor infernal que llevaba a la locura, sin embargo parecía tranquilizarse al empezara fumar.
 
Fue entonces cuando el conductor, en ese descuido de extenderle la mano y mirarle hablar, novio el auto que rápidamente venía en sentido contrario, girando la cerrada curva apenas señalizada en la ruta.
 
Amílcar reconoció, detrás del parabrisas, la cara de la conductora del otro vehículo que venía directo hacia él, era el mismo rostro de la chica que se había sentado a su lado. Quien manejaba el otro automóvil era la intrusa habladora y que ahora se llevaba, tranquilamente, el cigarrillo a la boca, pero en su propio auto que se le venía encima a gran velocidad. Demasiado tarde para desviar, el choque fatal fue inminente.
 
 
 
 
 
Arandurã Editorial, Asunción-Paraguay 2007 (117 páginas)
 
 
 
 
 
 
 
 

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