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MANUEL E.B. ARGÜELLO (+)

  PATRICIO ROJAS - Cuento de MANUEL E.B. ARGÜELLO


PATRICIO ROJAS - Cuento de MANUEL E.B. ARGÜELLO
PATRICIO ROJAS
 
 
 
 
PATRICIO ROJAS
 
 
Costa Negra era por entonces un rancherío pobre, polvoriento, recostado a pie de corpulentos paraísos. Yo, Patricio Rojas, nací en uno de estos ranchos de barro y estacas. Mi madre fue María Elisa Vallada res, que en la hora de la resistencia engrosó la estoica residental (1). Mi padre, el Sargento Mayor Tomás Rojas de Aranda, soldado de López y de la Patria desde Uruguayana hasta el Aquidabán, en más de una oportunidad cubrió a nuestro querido Mariscal, ofreciendo su cuerpo a las balas y las lanzas de los kambá (2). Fue uno de los pocos que recibió de las manos del Gran Karaí la condecoración del Amambái. Terminadala Guerra Grande ellos volvieron a Borja, su añorado pueblo, pero la pobreza que carcomía por entonces, les obligó a trasladarse aquí, a Costa Negra, que antes fuera la estancia de la familia. La tuvieron que ir vendiendo de a poco, a lonjas, hasta convertir los buenos pastizales en lo que es ahora: un hato de ranchos, tan raídos, que no cubren la pobreza y poco guarecen de la lluvia y los ventarrones de polvo calcinado por el solazo del norte.

Patricio calló un momento, entrecerró los párpados y el azul oscuro de sus ojos brilló al influjo de los recuerdos. Luego de cambiar de mano su bastón, prosiguió lentamente.

Yo nací poco después y mi venida fue muy festejada, según me contaron luego. En la guerra murieron dos hermanos de mi padre, José León en Pirivevúi y María Candelaria, de 14 años, fue lanceada en Costa Ñu. Yo lamento no haber nacido antes, porque hubiera ido, como todos fueron, con fe, a pelear por el Mariscal. Cuando crecí ayudé a mis padres en la capuera, que era por entonces nuestro único sustento. Y así fueron pasando los años, mis padres murieron, primero fue mamita y después taita. Yo era por entonces un muchachón crecido, tenía quince años pero parecía que fuera de dieciocho o veinte, así era de alto - dijo levantando el bastón-. Así mismo era. Nadie creía mi edad. Cuando alcancé mi mayoría traje al rancho a una linda muchacha de Borja. Mi alondra, yo le decía, porque canturreaba todo el día pero su nombre era Rosalía. Era -dijo con un suspiro- una muchacha muy guapa. Me dio dos hijos, uno murió en un tiroteo que hubo en un baile, y el otro, el mayor, está en la Argentina, huyendo de las malas autoridades.

De nuevo Patricio calló y empezó a hacer garabatos en el suelo con su bastón. Luego, lentamente, como quien deja caer algo al descuido o por temor, reinició su relato con voz, esta vez, sin el toque de emoción que tuviera desde el principio.

Siempre fuimos aquí víctimas de las autoridades; malos comisarios y peores jueces, no hicieron otra cosa que amargar nuestras vidas. No contentos con castigarnos, y lo hacían con frecuencia, a menudo nos saqueaban con el pretexto de buscar armas. Así se llevaron mi única lechera y una yunta de bueyes. Nos acosaban y, mientras dormían sus borracheras, éramos víctimas de los ladrones y los cuatreros que después de hacer sus fechorías se escondían en los montes. El más tenebroso de los comisarios fue uno a quien los lugareños apodaron Karaja Ka’u (3), pero su nombre de pila era Apolonio Gamarra. Mala persona este Gamarra, agresivo, pendenciero, jugador y buen tomador de caña. Tres éramos sus víctimas predilectas, mi compadre Cecilio, Lorenzo Ortigoza y yo, que en un tiempo fui maestro de escuela y jefe de correos. Los tres éramos los únicos que no nos prestábamos a sus sucias maquinaciones. La mayoría en Costa Negra estaba sometida a su capricho, hubo quienes entregaron a sus esposas o hijas con tal de no perder la amistad siempre insegura de Gamarra. Ahora que lo nombro recuerdo muy bien la primera vez que me hizo apresar. Yo estaba dando mi diaria clase con los niños del pueblo, ustedes no me van a creer -dijo levantando hacia nosotros sus ojos-, no me van a creer si les digo que yo estaba explicando las garantías que nos da la Constitución Nacional, cuando entraron tres soldados y ahí, en el aula, frente a todos los alumnos, me azotaron y luego, ya en el suelo, me ataron del cuello y me llevaron arrastrado hasta la comisaría. Cuando llegué ya estaban en el cepo mi compadre y Lorenzo Ortigoza, cuya hija quinceañera, en el último baile no había querido bailar con el comisario. Esa era su culpa. Los tres estuvimos una semana en el patio, atados a unos postes como bestias.

De nuevo Patricio detuvo el relato; luego, como reflexionando, continuó. Así es, hijos míos, en el hombre hay mala levadura, en algunos hasta la sangre la tienen contaminada. Lorenzo Ortigoza que estuvo conmigo en la revolución de 1904 y me salvó la vida, fue apresado diez veces por Gamarra; la última vez, no contento con maltratarlo, hizo quemar su casa. Por un hilo se salvaron su esposa y sus hijos. "Ya estoy Patricio -me dijo un día- por enloquecer, ya no aguanto más, de los rebencazos y las patadas ya tengo el hígado y los riñones destrozados, a veces orino sangre negra y por las noches, me despierto sobresaltado, gritando. Yo me voy, Patricio, me voy a la Argentina, aquí ya no resisto más, mi pobre familia, mis hijos, se pasan llorando de miedo". Y se fue nomás, lejos de aquí. Mi compadre Cecilio, hombre trabajador, como pocos, también fue una de las víctimas permanentes de Apolonio Gamarra. Él ya había perdido la cuenta de las veces que había ido maniatado a la comisaría; en realidad, el pobre, de los azotes, golpes y ayunos forzados, empezó a perder el sano uso de la razón. Cecilio decía cosas sin sentido, hablaba solo, y frecuentemente inventaba historias en las que él decía que había cazado tigres feroces. Su vida se puede decir que terminó la última vez que estuvo atado al poste. Durante los azotes, la mala suerte hizo que la punta del rebenque le reventara un ojo que, al perderlo, también mermó el uso del otro. Pobre Cecilio, un hombre bueno y trabajador, convertido en harapos por la crueldad. Cayó vencido, parecía un gran muñeco de trapo atado a un bastón. Cecilio, a raíz de los maltratos, tuvo que usar bastón. Perdió el juicio, lo perdió completamente. Cuando caminaba tembloroso por las calles los niños le seguían, gritando: "¡Cecilio tarova!, ¡Cecilio tarova!" (4). Un día Cecilio desapareció del pueblo, no se supo nada más de él, hasta que por el vecindario corrió la noticia de que el comisario Gamarra lo había  enviado al manicomio de Asunción. "Este es mi pueblo -había dicho a gritos- y yo no quiero locos por aquí. Además mis enemigos, esos haraganes, por contrariarme les dan de comer y les visten. Todo por burlarse de mí, pero ya arreglaré cuentas con estos infelices. Sí hace falta he de llenar el manicomio con todos ellos". Eran los arranques de su feroz maldad.

Patricio sacudía su bastón, estaba, sin duda, ganado por la ira o, tal vez, el rencor. Después de tranquilizarse, pergeñando una sonrisa, prosiguió. Así vivimos muchos años, yo me salvé porque me mudé de pueblo. Aprovechando una noche tormentosa me trasladé con mi familia a Santa Lucía, cerca de Ka’asapa. Allí pude trabajar en paz y criar a mis hijos en el amor a Dios y a la Patria. ¿Qué se hizo de Apolonio Gamarra? Calló un momento, se retorció en la silla y habló. ¿Qué pasó con el comisario Gamarra? Y bueno, mis hijos, todo tiene su fin. Lo importante es llegar con honradez al final. Mala muerte tienen los malvados. Apolonio Gamarra murió suplicando, gimiendo como una mujer. En la revolución del 22, el diablo o Dios, nos puso frente a frente, nuestros puestos de combate estaban muy próximos, tanto que cuando yo le reconocí le grité varias veces: "¡Karaja ka’u'!, ¡Karaja ka’u! ¡Llegó tu hora!". Como supuse, él empezó a disparar su fusil, nervioso, con la sangre en los ojos, pero, como era de esperar, ninguna bala me alcanzó. Seguí gritándole, gritándole, hasta que el teniente me ordenó callar. Patricio de nuevo enmudeció, pero pronto una sonrisa tatuó su delgado rostro; sin duda, cuanto iba a decir le llenaba de satisfacción. Así, así fue, mis hijos -prosiguió, moviendo con fuerza su bastón-; una neblinosa madrugada, el teniente nos ordenó avanzar. En el mayor silencio nos arrastramos hacia la trinchera enemiga, aprovechando las matas, los pajonales y los takuru (5). Los sorprendimos aún dormidos y todos se rindieron, gritando, rogando clemencia. Apolonio Gamarra, el valentón comisario, estaba de rodillas a pocos metros de la punta de mi fusil. Le ordené que se levantara, se diera vuelta y empezara a caminan Cuando llegó a unos veinte metros levanté mi arma a la altura de su cabeza, pero en eso sonó un disparo a mis espaldas y Apolonio Gamarra cayó de bruces. Yo lo mismo disparé toda la carga de mi fusil, si no lo remataba a Gamarra por lo menos sabía que mataría el halo de maldad que, como una negra nube, aún parecía salir de su cuerpo maldito. Terminada la revolución volvía Costa Negra, allí están las tumbas de mis padres y algún día estará la mía.

 
(1)       residenta: una larguísima caravana, integrada principalmente por mujeres, niños, ancianos y heridos, que acompañó al Mariscal López, hasta el holocausto de Cerro Corá, el 1 de marzo de 1870.
 
(2)       kamba: mote despectivo que los paraguayos daban a los brasileños durante la guerra contra la Triple alianza, 1865-70.
 
(3)       karaja ka’u: mono (macaco) ebrio, es un mote despectivo, burlón.
 
(4)       Cecilio tarova: Cecilio loco.
 
(5)       takuru: termitero que, a veces, alcanza más de un metro de altura y más de un metro de diámetro en la base. El campesino lo usa para otear el horizonte.
 
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Fuente:


Selección e introducción: ROQUE VALLEJOS.

Colección: Hacia un País de Lectores (2).

Editorial El Lector,

Director Editorial: Pablo León Burián,

Asesor Editorial: Roque Vallejos,

Ilustración de tapa: Juan Moreno, 

Asunción-Paraguay 2002. 126 pp.
 

 
 
 
 
 

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