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MAYBELL LEBRÓN

  EL ECO DEL SILENCIO - Cuentos de MAYBELL LEBRON - Año 2006


EL ECO DEL SILENCIO - Cuentos de MAYBELL LEBRON - Año 2006
EL ECO DEL SILENCIO
 
 
Cuentos de MAYBELL LEBRON
 
 
Ilustración de tapa: Claudia Netto Sisa
 
Diseño: Cecilia Rivarola
 
© Maybell Lebron
 
 
Asunción-Paraguay
 
Telefax (595 21) 214 295
 
www.arandura.pyglobal.com
 
Abril de 2005 (139 páginas)
 

 
 

Con amor
a los hijos
de los hijos
de mis hijos
para que algún día
María Paz
Lucía
Patrick
Inés y
Sofía
lean estos cuentos.
 

COMENTARIOS:
 
Cuando principiarnos a reconocer los cuentos de Maybell, nos ocupa un impresión que seguirá, acentuada y fina, hasta cerrar la lectura: tal paree que todas las narraciones del volumen se ligan entre sí mediante un único pulsar isócrono -más de corazón que de reloj- íntimo y nítido a la vez, como el de sangres de diversa herencia que sin embargo convergen en el torrente circulatorio de un solo cuerpo. Y se me antoja que el mentado vínculo no se logra en la aparente afinidad estilística de los relatos, sino gracias al tono difícil condición cardinal de cualquier escritura de designio estético
CARLOS VILLAGRA MARSAL
 
Maybell, en suma, parece proponerse probar que la vida juega con nosotros y lo consigue plenamente. Suya es la soltura expresiva y con ella la certera eficacia de su vocabulario. Sólo resta felicitar a Maybell Lebron y esperar con renovado interés, el próximo volumen de cuentos.
JOSEFINA PLÁ
 
Quien busque la historia tranquilizante y analgésica podría quedar defraudado, no así el curioso amigo de los paisajes del alma, vedados para muchos.
LUCY MENDONÇA DE SPINZI
 
Ya en sus cuentos Maybell Lebron había puesto en manifiesto su perfil de narradora: dedicación a la artesanía de la forma, imaginación en la urdimbre de la trama y un discurso frontal, sin concesiones.
DIRMA PARDO CARUGATI
 
“La propuesta de la autora es laudable -Pancha- y demuestra la vigencia de la novela histórica en el Paraguay de fin de siglo, incorporándose a la mejor literatura hispanoamericana contemporánea y el interés de los novelistas por revelar el pasado escondido. No es labor del novelista revelar la historia: su misión es recrear, provocar la reflexión, preguntar.. . Y es lo que consigue Maybell Lebron, una de las narradoras paraguayas más consistentes.
JOSÉ VICENTE PEIRÓ
 
 

ÍNDICE

·         Gato de ojos de azufre
·         Viento sur
·         La despedida
·         El candelabro
·         Tú o yo , Desvarío , El eco del silencio
·         La plaza
·         Compañía Pindó
·         Historia cotidiana
·         Preludio
·         Ofrenda
·         Encuentro
·         Día aciago
·         Arreglo de cuentas
·         Suerte perra
·         Un retrato por encargo
·         El cartero
·         Flores para la tía Otilia
·         Error de apreciación
·         Micaela
·         Un ratón en el recuerdo

MISCELÁNEA
·         Rubio Ñu
·         Homenaje a Cirano
·         Para 6
 
 
 

 
GATO DE OJOS DE AZUFRE
Ella lo vio por primera vez al salir del trabajo. Ni siquiera tuvo en cuenta su presencia. Como todos los días, un guardia del Banco Central le abrió el pesado portón de hierro, hoy a las dieciocho y treinta -más tarde que a los demás- debido a un trabajo extra de computación. La mole silenciosa, como un gigantesco muá mantenía sus luces encendidas esperando que las limpiadoras terminaran su tarea. Afuera, rojos y amarillos disputaban con la avasallante oscuridad. Hay un cierto encanto raigal en las colinas asunceñas. Esta, coronada por el Banco, es una de ellas. Elegantes viviendas ciñen el Convento de las Carmelitas, desde la altura, árboles y vegetación esbozan una visión casi campestre, las casas emergen de los jardines o entre el ramaje como ropa blanca tendida al sol.
 
Con la cartera al hombro se dispuso a bajar la calle en pendiente. Sorteaba las baldosas sueltas, enemigas solapadas de los tacones altos que remataban esas piernas espléndidas generosamente expuestas bajo la cortísima pollera. Siguió descendiendo por la calle San Rafael; conocía cada recoveco de los murallones, verjas y canteros con plantas que bordeaban el repetido trayecto. Evitaba las espinas del Corona de Cristo apenas disimuladas entre el verdor y las flores. Fue entonces que lo vio por segunda vez: una sinuosa mancha pardusca escurriéndose en el hueco de la cerca, posiblemente un perro de los tantos sueltos en la zona. La distrajo el bullicio de la avenida; buscando por donde atravesarla se dirigió lentamente hacia la esquina. Su casa quedaba dos cuadras más allá.
 
Chirriaron los goznes del portón. Hasta mañana, señorita. Hasta mañana, Pedro. Un cielo plomizo la hizo apresurar el paso.
 
Debo ir al centro para encargar mi vestido de novia Este dinero extra me viene muy bien podré comprar un montón de cosas Estoy segura que Esteban no me dejará alargar el horario después de casados Si ahora apenas tengo tiempo de arreglarme para recibirlo Dios mío cómo relampaguea Me voy a mojar antes de llegar a casa Otra vez este animal y no es perro es gato ¿Por qué me miras así? ¡Fuera! ¡Fuera!
 
El gato estaba agazapado cortándole el paso. La enfrentaba desde sus ojos amarillos hamacando la cola como si marcara el tiempo, no supo si dispuesto a atacarla o simplemente curioso. Sujetó la correa de la cartera con la mano crispada sobre el hombro y, cambiando de acera para esquivarlo, se apresuró hacia la Avenida Gral. Genes. Antes de sortearla miró hacia atrás: lo descubrió al pie de un árbol, inmóvil, brillante con los primeros goterones del chaparrón.
 
Es absurdo pero lo conozco He visto antes esa mancha blanca de la oreja Yo nunca tuve gatos Pueden contagiar la rabia tengo que andar con cuidado Soy una estúpida Es ridículo este miedo a lo mejor el pobre sólo quiere compañía Tal vez no lo vea nunca más
 
El portón de hierro se cerró tras ella. Era la hora incierta en la cual las luces de la calle se destiñen ante las sobras del día. Con el rostro contraído, escudriñó la vereda desierta y apretando el bolso contra el pecho comenzó su recorrido habitual. Al voltear la esquina reculó, trastabillando. Allí estaba, encogido bajo un macizo de helechos, esperándola, el tajo de su pupila fijo en ella y la lengua rosada relamiendo el hocico. Desconfiada, hizo un rodeo, enderezó la cabeza y casi corriendo se puso a la par de un jovencito, quien dejó de silbar y la miró con maliciosa curiosidad antes de perderse en una calle transversal. No le importó, ya estaba llegando a la avenida. Silencioso, el bulto pardo trotaba a su lado, desquiciado, grotesco.
 
Me persigue no hay duda Siento su olor desde el momento en que salgo de la oficina Tiene algo maligno Lo he visto antes Lo conozco No me dejaré dominar por este cuadrúpedo insolen te Me hace falta caminar Todo el día sentada frente a la computadora entumece el cuerpo además vivo tan cerca que resulta hasta tonto traer el auto A veces ni hay donde estacionar Eso sí aunque Esteban tenga coche yo no voy a vender el mío Dos años de uso ni un rasguño apenas tres boletas de infracción por mal estacionamiento En una sola ocasión estuve a punto de chocar Todo por un maldito animal Creo que lo arrollé Si me desviaba me embestían de frente y si no fuese porque tenía la oreja blanca ni lo hubiera visto...
 
La mano quedó en el aire, la computadora frenó su vertiginosa maestría esperando sumisa el impulso que no llegó. ¿Qué le pasa, señorita? ¿Tiene frío? Pedro le sonrió con más agujeros que dientes mientras ella se alejaba aferrándose de cuando en cuando a los barrotes de la alta verja del Banco. Al alcanzar la esquina tomó el borde de la vereda, agradecida por encontrarse con peatones. Se entretuvo mirando cómo las sombras se alargaban velozmente sobre el asfalto. Comenzó a caminar muy erguida, tensa, oteando el aire tibio con insistencia. Se pasó la mano helada por la frente humedecida con un estremecimiento de asco al recordar a ese extraño Cuasimodo del baldío.
 
Los animales no razonan Además no fue intencional Después de todo el calor está apretando y tal vez sería prudente venir en coche a la oficina Tal vez...
 
El bulto le rozó la cara y cayó a sus pies con un suave maullido, un maullido gutural, con algo de humano. El miedo la inmovilizó. La luz de la calle dio de lleno en el cuerpo deforme y la pata contrahecha; a pesar de la renguera iba y venía como instándola a seguir su camino. Quiso gritar: la garganta seca no emitió sonido alguno. Entonces lo supo: no Bahía muerto. El pánico la traspasó al ver cómo el pelo barcino se erizaba, cómo arremetía contra sus piernas, rozándolas con su cuerpo desgonzado, y el terror la destrabó. Corrió despavorida, sintiendo en los tobillos el latigazo muelle de esa cola repelente. Al bajar la vista encontró los ojos de azufre fijos en los suyos. La Avenida era un tumulto de luces y bocinazos apresurados. Temblando sobre el cordón de la acera esperó el momento propicio para cruzarla. Se sentía más segura entre la gente; aliviada, constató la ausencia de su perseguidor.
 
Todo quedó en el misterio. Algunos dijeron: Intento de suicidio. Otros, falta de atención. Esteban todavía se pregunta el por qué de esos inexplicables arañazos en la espalda, descubiertos después del accidente. Cada tarde pasean a la muda en su silla de ruedas. Cuando se acercan a la muralla nadie percibe el ligero estremecimiento de sus labios, el imperceptible horror en las pupilas indiferentes.
 
Como una deidad egipcia, tendido allá arriba, el gato lisiado de ojos de azufre se relame, satisfecho.
 
 
 

LA DESPEDIDA
Desde el Mercedes con vidrios polarizados la contempló como el entendido mira a la mariposa faltante en su colección. Entretenida con los estudios y los muchachos de su edad, ella ni se dio cuenta.
 
- Te llevo la mochila, está pesada, no sé por qué la cargas con tantos libros.
 
Se estaba haciendo costumbre. Ella, a propósito, no traía el coche; apenas unas pocas cuadras separaban su casa de la Universidad. El pelo negro, corto y ensortijado de Jorge caracoleaba sobre su frente; los pantalones de brin caqui, holgados, con bolsillos de todos los tamaños cedidos por el uso, limpiaban el suelo, y la boca ancha llena de dientes blanquísimos, reía siempre. Con mirarlo le bastaba para sentirse feliz.
 
Vio un automóvil con vidrios oscuros desconocido, estacionado frente a su casa. Del comedor le llegó ruido de voces, y la de mamá con ese tono especial que conozco tan bien. Mira quién vino a saludarnos, es Gustavo, el hijo de Elisa. Acaba de recibirse de Abogado y ofrece sus servicios a nuestra firma, ¡qué amable! Nadie lo contrató pero siguió viniendo. En la casa todo era sonrisas. Gustavo es un muchacho serio, ya no es un chiquilín, te lleva como diez años. Con él puedes salir. Teatro, restaurantes de lujo. Clubes exclusivos... hasta un pendiente con brillantes. Además, buen mozo. Merecía un premio: se dejó besar.
 
Llegó con rosas rojas. Irían a cenar y, más tarde, al cine. ¿De acuerdo? Muy bien. Galante, le abrió la puerta del sport plateado. Ella rió con la boca y los ojos pensando en su adorado Jorge. Con él era diferente. Le encantaba verlo celoso pero el juego había durado demasiado, si se enteraba ella sabía que no se lo perdonaría. Hoy, sin herirlo, le diría a Gustavo que su felicidad estaba con otro; que seguirían siendo amigos, que la olvidara. Temía su reacción, sin embargo, estaba decidida. Las luces de la cristalería daban brillo al rincón discreto; sobre el mantel, los dedos varoniles buscaron la mano que tembló, nerviosa, bajo la presión. El chorro burbujeó de nuevo en la copa. Nunca antes se la había vuelto a llenar. Lo dejó hacer, necesitaba coraje para enfrentarlo, total, era la última vez.
 
Detectó en su propia risa una estridencia desconocida, ajena. Al tratar de incorporarse una mano la sostuvo. Flotaba entre espirales de luces diminutas que se enredaban en sus cabellos y le penetraban el cerebro. En el espejo distinguió vagamente la escena: los cuerpos enlazados, la cama deshecha, la mujer semidesnuda pringada de sudor. Le faltaron fuerzas para gritar. El gemido largo se borró en lágrimas, una arcada incontenible la sacudió, y en ese departamento de soltero vomitó su borrachera, sus ilusiones y su honra.
 
- Ya ves, hijita, en tu viaje de bodas vas a conocer Europa, y en primera clase. ¡Qué maravilla!
 
Ella cerraba los ojos y veía a Jorge, pálido, en el portal de la Iglesia. Todo lo hubiera desafiado por él. Todo, menos ese bullir en sus entrañas que debía tener un nombre y apellido que él, en su orgullo, le negaba darle. Empezó a detestar el brillo de triunfo en los ojos de su marido.
 
- Déjenme a solas con papá-. Entró, digna como siempre, toda de negro, con los cabellos encanecidos peinados hacia atrás. Obedientes, los hijos salieron del dormitorio. Mamá querrá despedirse. Tantos años juntos, fueron casi cuarenta. Una pareja ejemplar.
 
En el salón principal, entre velones y orquídeas, la gente venía a dar el pésame y mirarle la cara al difunto. Ella, sentada en un sillón de respaldo alto, recibía los saludos con un rictus en la boca que bien podía ser llanto o sonrisa.
 
Berta y María parloteaban en la cocina mojando el pan en el café con leche para facilitar el trabajo a sus dientes gastados. Estaban conformes con lo hecho: el muerto lucía prolijo en su traje gris, con las manos cruzadas, donde brillaba su anillo de matrimonio, y en el rostro, un tenue maquillaje, arte secreto de las dos viejas. Meneando la cabeza, con los ojillos chispeantes de excitación, Berta empujó otro pedazo de pan en la boca desdentada:
 
- ¿Te fijaste? No lo puedo creer. Hasta "eso" tuve que limpiarle: tenía un enorme escupitajo donde nadie se atreve a mirar.
 
 
 

UN RATÓN EN EL RECUERDO
 
Allí está sobre la pequeña mesa de mármol blanco, al lado del vaso lleno de flores, entre dos ceniceros y una copa labrada, ese ratoncito gracioso, de bronce, con la cola apuntando al techo.
 
Abrí la puerta. Me hizo una reverencia exagerada. Vi su coronilla y el cabello crespo cortado cortísimo. ¿Recibe la Condesa? Seguro, eres mi vasallo preferido. Reímos, felices de encontrarnos. No quise verlo cuando me lo contaron.
 
Puse otro cubierto para él, a mi lado. Estuve preso. ¿Qué hiciste? Nada, tenía barba. Hablaba entrecortado, en franca oposición con el movimiento suave de las manos. Sus largos dedos dirigían una orquesta imaginaria, tal vez un vals. Les aconsejé que me dejaran en libertad para evitar el crecimiento desmesurado de la pelambrera. Sus manos oscilaban en un "pianíssimo". Sacó el recorte del diario: La solicitada reclamando el derecho a cortarse el pelo como se le antojara. Me divertía ese humor agudo, travieso. Serví vino. El sol atravesó el cristal y manchó de rosa el mantel. Mirando con aprobación el plato se dispuso a comer. Yo hice lo mismo. Un chirrido inesperado me obligó a levantar la vista: descubrí el horror de sus ojos vacíos, las manos transformadas en garfios arrastrando el tenedor fuera del plato. Un espasmo endurecía el cuerpo y quebraba su equilibrio. Le sostuve las manos: en ese momento el cuchillo era un arma peligrosa. Nunca lo había visto así, pero sabía: Epilepsia. Su palidez contrastaba con el pelo rojizo. Al limpiarse la cara con la toalla húmeda, recobrados los modales de siempre, murmuraba avergonzado un intento de disculpa. No recordaba nada. Nunca recordaba nada.
 
Mamá, tengo miedo. Los deditos crispados sobre la pollera azul y un temblor desesperado. No te asustes, a Papi ya le pasó el ataque. Salieron pisando platos rotos y jirones de sueños. No volvieron.
 
Las manos ondulan al mezclar las cartas que resbalan sobre el tapete sucio de grasa y ceniza. El humo de los cigarrillos raya de gris la sombra; el foco solitario descolgado del techo marca un círculo claro sobre la mesa y saca brillo a las gotas de sudor que engordan hasta desmoronarse frente abajo. Sus compañeros de juego se cruzan miradas de entendimiento. Ya empieza a perder. La crisis se acerca. Al amanecer, el auto se incrustó en una columna tres cuadras más allá del tugurio. No comprende por qué está en el hospital. Se asombra desde el fondo de las vendas con ojos de cachorro apaleado. No hay música en sus manos, sólo un cansancio temeroso, resaca de esa lucha interminable entre dos YO que no se entienden.
 
Apareció aquella tarde con un ratón de bronce como ofrenda. Sabe, Condesa, capitulé. Estoy bajo atención médica y asisto a un grupo de oración. Creo que me puedo curar... Sus manos danzaban una alegre mazurca.
 
La tarde lo encontró, solitario y rebelde, sobre la arena húmeda. Al alejarse, en abierto reto, sus brazadas eran alas de garza a flor de agua, en un vuelo que, con un estertor, se truncó de pronto. Cuando lo rescataron estaba hinchado y mordido de pirañas, supe que era el otro.
Por eso, no quise verlo.
 
 
 

MISCELÁNEA
RUBIO ÑU
 
El almidón caliente recibe cientos de delantales blancos, plancha y moño tricolor: todo listo para el festejo.
 
Me estremezco. 16. de agosto de 1869.
 
El llano se puebla con figuras de pesadilla. Los huesos se dibujan bajo la piel reseca, los ojos legañudos miran sin ver tras la barba hirsuta. Pies lacerados sortean penosamente bultos oscuros y hediondos, ya inmóviles por las balas o el hambre. El anciano lo sabe: no durará mucho más. Su andar suena triste y opaco en la huella ensangrentada.
 
Mujeres esqueléticas arrastran niños desnudos, volteando cadáveres para despojarlos de sus harapos, trozos de suela o talabartes, ansiosas por hallar en ellos algún resto de sudor o grasa que enturbie el agua y caliente las tripas. Secos, desesperados, alma y cuerpo, frente a frente, se interrogan: ¿Por qué?
 
RUBIO ÑU. Ondulante batallón de miserias. Ya ni quedan banderas; sus jirones chicotean las carnes amarillas de niños y viejos, arreados, atemorizados, con el mismo asombro en la mirada. Miedo y llanto borran, misericordiosamente, el horror de la muerte. Exterminio estéril ordenado por el Mariscal.
 
El incendio del ocaso se confunde con el de los pajonales. El enemigo arrasa y quema, sin piedad. Un humo espeso se lleva lamentos que los cerros recogen, transidos. Barre el páramo un clamor de imprecaciones y sollozos. Manos mutiladas por el fuego, con desgarrante porfía, hurgan entre las cenizas buscando los cuerpos infantiles.
 
Todo ha concluido. Cientos de niños inmolados. Caballero escapa con tres o cuatro hombres, sin caballo. Franco muere con 29 oficiales y 1.765 soldados. Oviedo se rinde con 36 oficiales y 1.816 soldados. El coraje no bastó, era imposible vencer.
 
Dice Cecilio Báez, en su libro "Cuadros Históricos y Descriptivos del Paraguay": "López, tocado de demencia, apeló al terror para sacrificarlo todo. Así fue que, cuando ya no tenía soldados, armó a los niños desde la edad de once años, no PARA HACER LA DEFENSA DE LA PATRIA, como se decía entonces, sino para concluir con la nacionalidad".
 
Las carretas arrastran al Mariscal y su familia en su fuga. Aún huelen a chocolate y cognac. Los boyeros mueren de hambre por conservar las bestias con vida. Órdenes del Caraí.
 
Vestidos de luto, un clavel y una oración sobre alguna tumba desconocida en ofrenda a la memoria de aquellos niños. Héroes, sí, no hay duda, irremediablemente, sin posibilidad de eclosionar en hombres. Aquelarre de sangre y de muerte, donde la Historia hace un alto, estupefacta.
 
No se haga burla del horror. Repugna festejar una matanza.
 
NOTA: El nombre de ACOSTA ÑU no figura en los documentos de la época. Se lo denomina CAMPO DE BARRERO GRANDE, por Resquín; ÑU GUAZÚ, RUBIO ÑU o DÍAZ CUÉ, por Centurión; CAMPO GRANDE o ÑU GUAZÚ, por O’Leary.
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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