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RUBÉN BAREIRO SAGUIER (+)

  LOS PRETEXTOS, EL CONTEXTO, EL TEXTO (Ensayo de RUBÉN BAREIRO SAGUIER)


LOS PRETEXTOS, EL CONTEXTO, EL TEXTO (Ensayo de RUBÉN BAREIRO SAGUIER)
LOS PRETEXTOS, EL CONTEXTO, EL TEXTO

 
 
 

LOS PRETEXTOS, EL CONTEXTO, EL TEXTO
Al tratar de dar algunas pautas, de poner en evidencia algunos procedimientos y condimentos de la cocina de un libro -rescatados al azar- el autor implícito de OJO POR DIENTE tiene que declarar la justeza de aquello que, una vez escrita y publicada la obra, el tal autor no es sino un lector más, y no siempre el más aventajado de ellos. Las palabras de ese autor implícito son así como confidencias que resultan infidencias con referencia al narrador, único locutor válido, es decir productor principal del texto. Instancia doblemente -múltiplemente-principal desde el momento en que el mensaje, pasando por encima de tal autor, llega al alocutario. De ahí en más esa instancia protagónica se multiplica porque cada narratario, aprovechándose de las confidencias cómplices del narrador, sabe tanto o más de la realidad cambiante instaurada en el espacio textual, espacio proteico, puesto que en cada ocasión es recreado en función de una nueva experiencia particular, de una diferente puesta en escena, de una distinta visión del mundo.
 
Volviendo al autor implícito, es cierto que éste conoce -cree conocer- supuestos motivos fundacionales, relativas causas o fuentes originarias -que aquí son llamados los «pretextos» o «pre-textos»-; es verdad que tiene una experiencia -cree tenerla- con respecto a las circunstancias del contorno, a las presiones y condiciones del medio histórico-cotidiano a los que aquí se da el nombre de «contexto». Pero ellos son sólo flecos de esa realidad que se llama texto. El «texto» es el resultado de muchas cosas más que la simple conjunción de pretextos ocasionales y de anécdotas contextuales. A esos dos elementos desencadenantes y moderadores se suma algo que se puede llamar el alma del texto, que se manifiesta a través de la voz del narrador -las voces de los narradores-inserta(s) en el relato. Esas voces que nacen en los estratos profundos y plurívocos del ser comunitario, y a través de las cuales hablan el inconsciente colectivo, la tradición y las angustias, los sueños y las plasmaciones, las frustraciones y las esperanzas, no de un escritor aislado, sino de una colectividad. Algo así como la memoria de la especie de una sociedad que va conformando el mosaico de mil piezas que es, al final, un texto narrativo.
 
¿Por qué entonces, se preguntarán, vengo yo a hablarles de este texto o conjunto de textos que se llama OJO POR DIENTE?
 
Porque, contrariamente a lo que ocurre en el ámbito de una cierta crítica, a mí sí me interesan los contenidos semánticos derivados de factores tales como la condición social, las situaciones de apremio o de holgura, el sexo, las relaciones de dependencia o de dominación, etc., de los actantes/ actores. Creo que esos factores no son gratuitos en el decurso de la historia, que tienen un sentido en el discurso, aunque no sean provocados voluntariamente. Y justamente por ello, pues considero -a posteriori, ya corno lector o analista- que es la mano múltiple del narrador en un juego de villano para el presuntuoso pretendido autor-, la que finalmente distribuye el orden y las motivaciones que presiden la «lógica del relato». Considero que esa lógica está en relación con conceptos culturales que influyen, sin duda alguna, en la conformación del espacio ideológico instaurado por el texto. Orden que, a su vez, incide en el acontecer, en las actuaciones o situaciones - según sean activas o pasivas- de los actantes que en sus combinaciones configuran el asunto.
 
Mi propósito es pues, luego de barajar y mezclar, ir sacando algunos naipes del mazo para enseñárselos. Y no es un azar que apele a un código del azar para aludir a mis gestiones o diligencias. Como tallador (1) conozco el código del juego, los valores de las barajas; conozco algunos trucos de ilusionista, y hasta cómo utilizar cartas marcadas sin que el honorable público se percate. Todo ello me permite ganar algunos pases, algunas manos (como se llama en la jerga de la fullería). Pero al mismo tiempo sé hasta qué punto el mismo azar me puede jugar malas pasadas; el azar, ese tahúr disfrazado de narrador, que es mi doble y mi implacable contendor en este juego, en el que siempre gana. A continuación voy sacando los naipes al azar de lo que salga.
 
"La obra de Quiroga -dice E. Rodríguez Monegal- está enraizada en su vida (...) No es casual que la casi totalidad de sus mejores cuentos procedan de su propia experiencia (como autor, como testigo, como personaje) o se ambienten en el territorio al que entregó sus mejores años. Esta vinculación tan estrecha, en vez de acentuar el subjetivismo de la obra (aislándola dentro de la experiencia incomunicable del autor), contribuye a asentarla poderosamente en la realidad: es decir, a objetivarla" (2).
 
El implícito autor debe confesar que las precedentes observaciones del crítico uruguayo con referencia a la obra de su compatriota, caracterizan bastante bien a lo que él reconoce como génesis y trayectoria de su escritura. Existe una raigal relación entre ésta y la experiencia vital o histórica; la escritura es una forma de asumirla. Y no sólo la vivida, sino toda la que le llega con la correntada de la tradición ancestral desde el fondo de los tiempos y desemboca en esa «isla rodeada de tierra», que está obsesivamente presente sin jamás ser citada por su nombre, Paraguay, en el libro. Asumir esa carga de experiencias ancestrales, de toda índole, a comenzar por la condición de mestizo cultural, de bilingüe diglósico; asumir los orígenes campesinos, la herencia trágica de las cruentas guerras de exterminio, las heridas múltiples de las fratricidas guerras civiles, golpes, asonadas, cuartelazos. Ello significa que no se trata necesariamente de una gestión voluntaria o voluntarista, sino más bien de ser depositario de un fragmento de la memoria colectiva, de estar habitado por una procesión de sombras que se escapan por la boca de las palabras cuando uno se mete a escribir.
 
Esa acumulación de situaciones asumidas en relación con las experiencias existenciales y culturales ponen en evidencia la función del referente histórico. Función «disimulada», puesto que pasa por la mediación de la escritura narrativa de la utilización de una serie de recursos retóricos. Se trata de un cuento, no de una crónica y menos de un panfleto.
 
Pero en el juego de las transposiciones - puesto que prometí mostrar los naipes- debo señalar la importancia que tienen en los «pretextos» de los cuentos dos acontecimientos del «contexto» histórico, dos experiencias vividas a diferente nivel de participación.
 
La primera, capital, es la guerra civil de 1947 (de marzo a octubre) que constituyó una desgarrada experiencia de prisión, de exilio, una forma de iniciación brutal en la vida consciente para el adolescente que por entonces cursaba su último año de bachillerato. Duro aprendizaje del peligro, del miedo, del horror en una cárcel digna del infierno dantesco; terrible aprendizaje del extrañamiento. Puñetazo que termina por disipar las ensoñaciones del amanecer y arroja al hosco deambular de los días. La otra experiencia, más en testigo concernido que en actor, es un tiempo de guerrillas, dos sucesivas, entre 1959 y 1961. Levantamientos populares contra la dictadura que, pese a sus escasas posibilidades de triunfar, despiertan esperanzas e ilusiones, pues son pruebas de la dignidad de un pueblo pisoteado. Uno de los principales jefes de la primera de esas sublevaciones justicieras era un apreciado amigo, que pagó con su vida su arrojo.
 
En los relatos del libro ambas experiencias se encuentran interpoladas, superpuestas, confundidas, porque la calidad de actor -prisión y exilio- se confunde con la del testigo concernido. Varios cuentos operan sobre esa doble matriz de «pretextos».
 
Con motivo de la violenta represión después de la guerra civil del 47 se inicia el aprendizaje del exilio. Creo necesario referirme al papel del extrañamiento en la concepción y en la elaboración del libro. Mi alejamiento del país -usufructuando una beca otorgada por el gobierno francés, en 1962- se debía a una necesidad imperiosa de sacar la cabeza del pantano, para no ahogarme. Se trataba de un extrañamiento «voluntario», debido al acoso creciente que me impedía trabajar en lo mío, enseñar en una universidad cada vez más controlada por el sectarismo, por la represión y por la mediocridad consecuente. Y bien, esta forma de ostracismo fue un revulsivo, una toma de conciencia diferente a propósito de mi realidad. La distancia me permitía ver el bosque, antes ocultado por el follaje invasor del campo visual.
 
Un primer resultado es un libro de poemas, BIOGRAFÍA DE AUSENTE (1964), cuyo solo título constituye una definición de principios. Mi extrañamiento no implicaba sin embargo interdicción total; con un promedio de año y medio regresaba al país, con lo cual se iba agudizando una cierta crisis personal, de la cual es testimonio el citado volumen de poesía. Uno o dos años después de la publicación de este libro, comienza a incubarse una profunda crisis de conciencia, incrementada por los esporádicos y traumáticos retornos al país. Esa desgarrada experiencia, vivida honda e intensamente, se encuentra en la génesis de OJO POR DIENTE. Se le impone al autor implícito la profunda degradación de la sociedad paraguaya y la necesidad de dar cuenta del proceso degradante. Un momento en que el asco sube a la boca como una incontenible marea. De esa sal de indignación se nutre el libro. La perspectiva que da la distancia permite visualizar la inmensa podredumbre que impregna el «tiempo del desprecio» vigente en la sociedad paraguaya.
 
Es el momento en que se vuelve necesaria la adopción de otro registro expresivo. Hasta entonces había escrito esencialmente poesía. Pero, de golpe, ante la necesidad de conjurar más fantasmas, especialmente los que poblaban las pesadillas de mi ser colectivo, el lenguaje figurado, los recursos retorcidos de la retórica, me resultaban un chaleco demasiado estrecho dentro del cual la monstruosidad de cuerpo social reventaba hasta hacer explotar las costuras de las expresiones indirectas, hasta hacer saltar los botones de las imágenes retenidas. Estaba intoxicado por las emanaciones tóxicas de una realidad en descomposición. Se me imponía así la prosa, la narrativa, más explícita que la poesía. El paso de ésta al cuento obedece pues, a una necesidad expresiva, a un propósito de «comunicar» cosas, de «decir» en un registro menos constreñido por el lenguaje de los tropos. Considero necesario hacer aquí una aclaración disgresiva. No creo en la gratuidad de la literatura. El que afirma escribir para sí mismo está trampeando. Se escribe para comunicar, para comunicarse, lo cual no excluye el lenguaje lúdico, abusivamente considerado como «gratuito», como recurso para establecer la comunicación.
 
¿Por qué el cuento? Porque, además de esa mayor posibilidad expresiva que entonces veía - quizá sólo como un espejismo- el cuento es un género muy próximo, lindante con la poesía, por la economía textual de síntesis, de concentración que conlleva. Era pues un tránsito natural que me permitía aprovechar mis ejercicios prácticos de la poesía, utilizar los recursos de ésta en los relatos. Con lo cual se me impuso, una vez más, la escasa diferencia de los géneros, constatación robustecida por las vueltas al cultivo de la poesía, por la alternativa frecuentación de ambos. En cuanto a la mayor comprensión de los textos narrativos por los menos una instancia «crítica» los consideró sumamente explícitos, hasta demasiado, y al ponerse el sayo, se me hizo pagar con la prisión y posterior expulsión del país, la amplitud expresiva de los cuentos, cosa que nunca me ocurrió por «razones poéticas». En una cosa coincidíamos la víctima y los victimarios, éstos con una hermenéutica particular. De acuerdo con el comunicado de la policía de Stroessner, se trataba de un «libro de corte marxista, que con el lenguaje del odio denigra al pueblo paraguayo y a sus autoridades». No creo necesario comentar la calificación del inefable «crítico» policial ni el contenido totalitario de la identificación entre el pueblo y la autoridad del tirano. Lo que sí me interesa señalar es cómo la dinámica de la venganza, la ley del Talión premonitoriamente anunciada en el título, se pone en marcha.
 
Aquí cabe referirse a ese título genérico que aunque inconsciente en el momento de su utilización inicial, preside una cierta modalidad profunda de las situaciones. Modalidad que viene del fondo de los tiempos puesto que ya el Código de Hamurabi, 18 siglos a.C., el Antiguo Testamento, institucionalizaban la venganza personal como una forma de justicia, una manera violenta de restablecer el equilibrio de la relación social, quebrantado, por otra violencia. Pero resulta que la formulación de la ley del Talión está alterada en el título al tomar un solo significado de cada una de ambas partes (el inicial de la 1ª, el final de 2a.), eliminando los intermedios, con lo cual se está tergiversando el sentido de esa ley.
 
En el juego inconsciente de relaciones de correspondencia entre un texto y la sociedad en que el mismo aparece, esa formulación retorcida está dando cuenta, homológicamente, de la distorsión profunda, producto del proceso degradante cuya raíz fundamental es la arbitrariedad dictatorial. Hasta la bárbara ley del Talión está falseada por la descomposición social totalitaria. Existe en el Paraguay de las últimas décadas de la tiranía un juego verbal tramposo que intenta disimular la violencia represiva, la corrupción, la quiebra moral de la vida colectiva detrás de una máscara mentirosa de palabras. El discurso oficialista habla de democracia para referirse a una tiranía sanguinaria y cruel. La Constitución Nacional (arbitraria Carta Política impuesta) establece en el texto el estado de derecho, la vigencia de las libertades públicas, así como de los derechos y garantías ciudadanos, el normal funcionamiento de la justicia y demás instituciones del Estado. Pero, el artículo 79 anula todo lo anterior mediante un breve párrafo en que se habla de Estado de sitio en caso de «amenaza» de subversión interna o de guerra internacional. El párrafo concluye diciendo que «la ley reglamentará el Estado de sitio». Aquí se pone en evidencia toda la hipocresía mentirosa del texto que rige el orden dictatorial. En efecto, la anunciada ley reglamentaria nunca ha sido dictada, y como desde 1954 el Estado de sitio impera sin interrupción, la única ley vigente en el país en materia de libertades es el arbitrario capricho del General Presidente. Existe pues un falso país legal y otro país real basado en la transgresión absoluta de los preceptos constitucionales. Pero el Art. 79 -que lo conozco de memoria pues fue invocado por el P.E. para denegar los recursos de Hábeas Corpus interpuestos en mi favor cuando estaba preso-, no parece ser suficiente. La dictadura se ha dotado de dos severísimas leyes represivas cuyas simples denominaciones son modelos de la hipocresía perversa que le caracteriza. Esas leyes son: la 294/ 55 de «Defensa de la Paz Pública y de la Libertad de las Personas». Cruel y mentirosa ironía cuando se constata que ambas instauran la represión más arbitraria, empeñándose la segunda en reprimir los llamados «delitos de opinión».
 
Aunque es posible que hubiera una intención en el ánimo del autor implícito con respecto a la elección del título. La constatación de las relaciones profundas entre un proceso social y un texto literario cobran conciencia a partir de la gestión del lector, en función de la reflexión del analista que quizás contribuya a la «comprensión del mundo » en un libro de cuentos.
 
Cabe responder a una pregunta que me ha sido formulada más de una vez: ¿por qué regresé al país sabiendo lo que me podía acontecer? Sólo puedo contestar con una hipótesis. Quizás para que se cumpliera la ley del Talión, porque existen rasgos casi rituales que rigen el comportamiento social y que uno no puede, o no quiere eludir. Esta ley tenía vigencia en la sociedad guaraní y ayudaba a restablecer el equilibrio social, más allá de las posibles opciones personales. Como tal sobrevive en la sociedad paraguaya, tiene sus reglas pautadas por un juego de pesos y contrapesos que no excluye ni la ternura ni la rabia. Pero opera dentro de un mecanismo de aceptaciones tácitas e ineludibles, con la certeza del rito. Es la degradación dictatorial la que la tergiversó. Pagué posiblemente el precio aberrante de la distorsión provocada, pero considero que con el «castigo» recibido estaba alimentando la dinámica del Talión, pues mi apresamiento ayudó a poner en evidencia el horror de la tiranía, y mis lectores se convierten en inconcientes cómplices de la continuidad del rito reparador.
 
Hay dos o tres referencias contextuales cuyo conocimiento puede resultar útil para la comprensión del texto comentado. Por ello me permito exponerlas antes de abordar algunos aspectos retóricos.
 
El mundo del libro es un mundo rural, casi en su totalidad. En consecuencia, está regido por valores propios a esa trama comunitaria. Ya evoqué el cumplimiento de la ley del Talión, que se repite a lo largo de los relatos con un cierto rigor ritual. Ello está en consonancia con una violencia, soterrada o manifiesta, aceptada como una de las leyes más firmes del comportamiento social. Esto permite desdramatizar el tremendismo de las situaciones extremas. Así se evita el facilismo realista que produce una carga emocional excesiva en esas situaciones, mediante la puesta en escena de los matices con que la vida misma se encarga de reequilibrar cotidianamente el tejido de la colectividad. El texto asume pues esas condiciones y circunstancias, sin maniqueísmo deformante, dentro del marco ambiguo y polifacético con que las mismas se dan en la trayectoria histórica de una comunidad mestiza, culturalmente hablando. Lo cual conduce a dos aspectos importantes, entre otros, de esa realidad.
 
El primero se refiere a la lengua, y no voy a explayarme sobre el mismo pues lo he hecho en otros trabajos. Sólo quiero indicar que en el libro funciona el idiolecto propio al ambiente -más rural o más urbano- o a los grupos sociales de los actantes. En todo caso, como escritor colonizado que es, el autor implícito usa el castellano paraguayo, vale decir el español con los matices resultantes de las influencias múltiples del guaraní, idioma mayoritario del Paraguay. Un castellano con presencias subterráneas, subrepticias de la lengua indígena (fonéticas, sintácticas, etc.) o con evidentes «interferencias» lexicales. Estas son recuperadas en el contexto narrativo, digeridas textualmente con el procedimiento de «extremo desparpajo» que recomendaba y practicaba Horacio Quiroga, precursor genial en la materia dentro de la narrativa latinoamericana y que luego A. Roa Bastos entre otros lleva a un alto grado de excelencia.
 
El segundo aspecto se refiere al vago sincretismo que impregna los actos de la vida cotidiana en una mezcla de catolicismo popular y de animismo guaraní. Aunque, también aquí, la religión dominante es la cristiana, ésta se halla empapada por la indígena, ya sea en la práctica ritual que establece relaciones de misteriosa causalidad entre las acciones humanas y las fuerzas naturales, ya al nivel de las creencias o de los símbolos religiosos. Personajes de la mitología guaraní, como el Pombero, el Pora, el Jasy Jateré o el Kurupí, tienen tanta vigencia como los de la cristiana. Aunque no se lo reconozca públicamente, pues funciona la diferencia alienante entre la religión institucional y la práctica popular «supersticiosa».
 
Dentro del mismo rubro puede considerarse la visión de la muerte, mezcla de ambas visiones: la resurrección de la carne en un remoto juicio final cristiano y el sentido de la reencarnación animista guaraní. En la religión indígena existe una búsqueda de la inmortalidad perdida con la destrucción de la primera tierra, la perfecta. Esa búsqueda pasa por el acceso al yvymarae'ỹ- la tierra sin males- que se encuentra en algún lugar físico de esta tierra. Ese sitio ideal de todas las transgresiones, entre ellas la de la muerte, esto es, la recuperación de la inmortalidad.
 
De allí la falta de separación neta entre el territorio de la vida y el de la muerte, la continuación de aquel en éste, la confusión de ambos dominios, casi como partes de una misma realidad. Los dos casos más claros son: el de los dos viejos de «Ojo por ojo», en el infierno sin a le, sin perfección de «ese metro y medio de tierra, de fuego rojo». Sin perfección porque demasiado cerca de la culpa cristiana. Y la calma infinita, la reconciliación fraterna, la integración a la tierra regada por el agua simbólica de la lluvia revivificante en «Pacto de sangre», todo ello muy próximo a la concepción de la resurrección en el tono del «Himno de los muertos» guaraní.
 
Para terminar, haré algunas alusiones al plano retórico, haciendo una aclaración previa; la de que el «arte poética», si alguna puede descubrirse en este libro, no ha precedido a la elaboración de los cuentos, sino se ha ido forjando en la práctica escritural. Nunca se usaron fórmulas o proyectos previos, sin que por ello el autor implícito no estuviera al tanto de los principios del género, o aún reflexionando a propósito de ellos en función de la cátedra o de la investigación crítica. Pero una cosa es el conocimiento de las reglas y otra la sujeción a las mismas en el momento de la escritura. En el trajín de la faena no pienso mucho en moldes y pautas, en comienzos, desarrollos o finales. Una vez más apelo a la instancia de las voces narrativas que con su fuerza inconsciente van imponiendo situaciones y trayectorias no previstas en un juego dialéctico entre el deseo o la voluntad del autor implícito y el poder del narrador. Esto es cierto tanto para la historia como para el lugar que ocupan los personajes en ella. La revisión final es el momento de reelaboración y modificaciones hechas en frío.
 
Como quiera que sea, en función de los textos recuperados en mi calidad de lector más o menos concernido, voy a referirme a algunos aspectos de la técnica, hoy evidentes con el distanciamiento crítico. Para un autor que aborda el género cuento tiene evidente importancia el factor extensión y tensión así como el de la unicidad. Aunque me siento incapaz de transar en la polémica sobre la diferencia entre cuento y relato, comprendo bastante bien la propuesta de Nicasio Perera San Martín, tanto más que la práctica -una vez más-que ha llevado a plantearme la reelaboración novelesca de «Pacto de sangre», único texto del libro que Perera considera relato. No se me ocurriría semejante actitud con ninguna de las otras piezas narrativas del volumen en cuestión.
 
Guarda relación con lo anterior en mi concepto, el tema de la oralidad. Creo que existe un nexo entre la concentración del cuento, su unicidad y el aliento oral que lo subtiende, que lo sostiene desde adentro. Alfred Melon lo definió muy bien, en una conversación, al hablar de «nostalgia de la oralidad». En efecto, yo he escrito esos cuentos, es decir que ya no tienen el estatuto oral. Pero en la raíz de los mismos está vivo el recuerdo de los contadores de mi infancia campesina, que en las noches alrededor del fogón o en los «velorios» me hacían vibrar con sus «casos» de aparecidos o picarescos o irónicos, con dominio excelso del arte de narrar en esa especie de instrumento musical que era en la boca del campesino la lengua guaraní.
 
Además, la anotada característica de la oralidad marca la escritura con los elementos que señalo en un artículo (3) a propósito de Horacio Quiroga, cuyo «legado tradicional», reconozco plena y admirativamente. Esos elementos -sólo voy a citarlos- son: a) la puesta en escena o en situación de una serie de informaciones previas que son el «soporte referencial al que remite el código de la palabra viva»; b) el ritmo del relato pautado por recursos dinámicos como la reiteración o el diálogo que le acerca a la viva voz; e) el fragmentarismo que crea un cierto misterio poético cuya solución es transferida a la instancia del lector, así como la reiteración de motivos de un cuento a otro para recomponer «una especie de mosaico con figuras recurrentes en posiciones diferentes».
 
En la economía narrativa del mundo de “Ojo por diente” considero necesario destacar un recurso capital: el valor del silencio. Y aquí no tengo ningún empacho en reconocer mi parentesco con Juan Rulfo, a aceptar su legado magistral. Y ello no es mera casualidad, puesto que en el universo campesino -el de ambos libros- el silencio es uno de los medios expresivos más elocuentes.
 
Quiero referirme a otro recurso narrativo, a menudo evocado por los críticos: el de la ironía. El mismo, como el anterior, es un resultado natural del medio rural en que se origina. En efecto, los resortes de la ironía presentes en los textos son de extracción popular, uno de los modos de descargar las tensiones del tejido social a los que hacía alusión en un parágrafo anterior. De ahí el tono -aparentemente- ingenuo y espontáneo que adquiere.
 
¿Y el final, esa preocupación mayor de los cuentistas y sobre todo de los tratadistas? Naturalmente que el aspecto del «buen fin», tan evocado de Poe a Quiroga, no puede ser pasado por alto. Personalmente, siempre adherí teóricamente al recurso del final inesperado, del desenlace imprevisto. Es la práctica de la escritura la que -una vez más- me convenció que este requisito, considerado «esencial» por algunos, puede llevar a una salida falsa o forzada y hasta postiza. A esa noción, que puede convertirse en recurso rígido, prefiero el final, que sin dar soluciones estrictas o insólitas a la intriga, sin resolver necesariamente la incógnita planteada por el argumento, corresponde a un momento crucial, a una máxima intensidad de la historia. Algo que sin defraudar al narrador llene las expectativas del lector, arrojándole a menudo el encargo cómplice de dar solución a la intriga.



RUBÉN BAREIRO SAGUIER
 
(1) Substantivo del verbo «tallar»: «llevar la baraja en el juego de la banca y otros».

(2) Emir Rodríguez Monegal, Prólogo de CUENTOS, Horacio Quiroga, Colección Ayacucho, Caracas, 1981.

(3) «Horacio Quiroga: la tercera orilla de la frontera», en «Palinure», París, 1986.
 
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Fuente:



Editorial Servilibro,

Asunción - Paraguay

2006 (169 páginas)

 
 
 

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