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CARMEN ESCUDERO DE RIERA

  CON HANS EN EL SUR (Cuento de CARMEN ESCUDERO DE RIERA)


CON HANS EN EL SUR (Cuento de CARMEN ESCUDERO DE RIERA)

CON HANS EN EL SUR

Cuento de CARMEN ESCUDERO DE RIERA

 

 

 

CON HANS EN EL SUR

Con treinta años cumplidos, una carrera terminada, un curso de posgrado inolvidable y un trabajo prometedor, Raquel podía considerarse una joven moderna y satisfecha. Delgada, muy alta pero no desgarbada; de cara bonita a pesar de su nariz, con una melena rubia, corta y al viento, vestía con elegancia y cierto desenfado. Hablaba ingles, alemán y francés. Había viajado mucho pero jamás integró tropel alguno de turistas bullangueros; más bien solitaria, andaba las ciudades: la seducían el secreto de sus calles y el misterio de sus gentes. Vivía en la capital sola, sus padres en el interior del país. Se había enamorado varias veces: con pasión, con ternura o con capricho, pero nada fue duradero. De lo platónico a lo ardiente; de la embriaguez a la frialdad, todos fueron senderos perdidos en la memoria.

Se conoció con Hans en casa de amigos comunes, atraída por esa cabeza de pelos rubios y rectos y ese vestir tan sabiamente descuidado (igual al suyo) y paradójico con la rigidez de sus gestos. Difícil resultaba imaginarlo diciendo palabras de amor. Aislados en medio del barullo de la reunión se miraron profundamente: la invitación un poco ambigua surgió espontanea; concreta e inmediata fue la respuesta: viajarla al sur en la primera oportunidad.

 

Había partido de Asunción a media mañana y estaba llegando a destino. Corría el mes de abril, época del año que tiene más de primavera que de otoño. Había llovido y el campo sureño  estallaba en infinitos verdes. Los pueblos se sucedían; al llegar a Carmen del Paraná, redujo la marcha; pocos kilómetros después, divisó las chimeneas. Serían cinco o tal vez mas, altas y estrechas, cuadradas y en hilera; algunas de ella despedían un denso humo blanco. Se estremeció al verlas.

Tras un recodo, escudriñando el camino descubrió el pequeño cartel indicador, descendió de la ruta lentamente la senda de grava casi oculta entre pinares y leña amontonada la llevo  hasta la casa donde Hans la estaba esperando. Veloz había recorrido cada kilómetro de asfalto como atraída por una fuerza extraña, tal vez hacia esa mirada azul, hacia esa voz un poco áspera que no Había podido olvidar. ¿Por qué había aceptado la invitación? Viajó sin dar aviso a nadie, aprovechando los días festivos de la Pascua judía. Siguiendo las indicación precisas de Hans, estacionó el automóvil en el corredor posterior (así quedaría oculto a miradas indiscretas). Había llegado la hora convenida con exactitud prusiana. Hans la estaba esperando, abrió la portezuela del auto, la saludó cordialmente y de inmediato, le dijo:    

-Raquel, quiero que Ud. vea todo esto antes de que oscurezca, tenemos el tiempo justo-. Los últimos empleados iban abandonando la ladrillería. Era viernes y víspera de feriado.

 

Recorrieron la planta en su totalidad. Hans iba explicando detalladamente el proceso completo, desde el lodo húmedo gris hasta el ladrillo rojo reseco; describiendo los galpones enormes que bajo techo protegen la arcilla moldeada en espera de la quema. Los hornos de muros curvos semejan profundos toneles; a lo largo repetidas gargantas de fuego devoran insaciables cuanta leña les acercan. Al frente y al final, se oponen dos aberturas cuadrilargas y coronadas en arco; una de entrada y otra de salida. Se llenan los hornos, se lapidan las arcadas, se encienden las hogueras: un rojo infernal ilumina las entrañas ardientes. Hans sigue diciendo:

-El humo blanco que sale de las chimeneas es vapor de agua; el barro va perdiendo humedad y cuando reverbera el pedazo de cielo que rodea las chimeneas es señal de que todo ha concluido-. Uno de los hornos está vacío, otro ardiendo y el tercero cargándose. El sol del atardecer adquiría el color de las brasas cuando la recorrida llegó a su fin. Raquel volvió la cabeza y se estremeció nuevamente al ver las chimeneas.

*** .

Casa de hombre solitario, fue mi primera impresión. Extrañamente, la mesa para dos estaba puesta con gusto y distinción: mantel de hilo, cubiertos de plata, vajilla de porcelana y copas de cristal (no tengo que olvidar que se llama Hans). Quise tomar agua, al abrir la heladera vi la botella de vino blanco del Rhin, comeríamos pescado, deduje.

-En una hora estaba lista la cena, y le aseguro que soy buen cocinero-. Anochecía. Adivine el paisaje. El viento mecía unas ramas de paraíso dejando entrever campos ondulados cubiertos de soja; mas allá los pinos casi negros, estorbaban la vista del Paraná. Apenas se oían los remotos vehículos en la carretera. Silenciosamente, un gato negro irrumpió en escena.

-Es el gato del capataz, busca cariño, su dueño viajo a Cnel. Bogado -dijo Hans.

-¿Estamos solos como el gato? -pregunte.

-Efectivamente, los únicos que quedamos en la olería somos: usted, yo y los dos fogoneros al cuidado de los hornos -respondió. Un aroma exquisito escapaba de la cocina.

-La cena esta lista.

 

Resulto deliciosa. El tiempo y el vino se deslizaron sin sentir. A lo lejos se escuchaban viejas guaranias entrañables; con seguridad provenían de la radio de aquellos dos obreros de guardia. Llego el momento de dormir. Con galantería, un poco fuera de moda, retiro mi silla y me condujo al cuarto de huéspedes; en el umbral, inclinando la cabeza, me beso en ambas mejillas y se retiro con un afable "hasta mañana", cerrando la puerta. La noche clara, serena y Hans quedaron detrás de esa puerta. Recostada y fumando un cigarrillo, sonaba despierta; me sentía atraída por Hans, era tan diferente, tan serio, tan formal; su proceder a veces me desconcertaba pero su extraño encanto era indudable.

Las guaranias cada vez más distantes van callando, callan. Nuevos aires musicales rasgan la noche, suenan dramáticamente marciales en el peculiar silencio del campo. ¿Wagner o Strauss? Los temibles sones se mezclan con ruido de pasos, pareciera que alguien se acerca. Inquieta ni me muevo ni siquiera atino a encender la lámpara. Son pasos, no sé como recuerdo lo alguna vez leído: "ruidos y silencios que caían en rápidos espasmos del otro lado de la puerta". Y la puerta se abre, una poderosa linterna me encandila, apenas distingo dos siluetas, desvían el foco y prenden la luz: Los fogoneros, son ellos. Visten camisas pardas y calzan altas botas negras; se cuadran dando paso a un tercer personaje: es ¡Hans!

Aterrorizada, enmudecida por la sorpresa, un sudor de angustia va cubriendo pegajosamente mi piel. Me amordazan, imposible ofrecer resistencia, no tengo ni valor ni fuerza; me maniatan con tal maestría que hasta aquietan mi temblor despavorido. Hans no habla, nadie habla. Me levantan en vilo, a empellones me sacan fuera de la casa, y con horror comprendo.

 

Se encaminan hacia el horno número tres, el que estaba cargado a medias. Me empujan adentro, caigo sobre el piso y quedo tirada junto a una pila de tejuelas. La humedad del barro inunda mi cuerpo, recorre mi espina dorsal. No puedo creer lo que me está sucediendo.

La luna aclarando la noche permite distinguir el boquete de entrada y voy percibiendo como ese espacio se va haciendo más pequeño y más pequeño, hasta que el negro es total y absoluto. Los minutos eran largos, pero pasaban, un calor agradable comienza a entibiarme. Un color rojizo va iluminando la profunda negrura. Mis ojos vuelven a ver. Mis oídos, poco a poco, van escuchando el crepitar de los fogones. El calor va en aumento, de moderado y tibio a radiante e infernal. Arde mi piel. La temperatura es sofocante. En las bocas de combustión el fulgor de la lumbre aumenta la claridad. Un resplandor vivo, brillante, ciega mi ser. Caigo en desvarío, siento que voy perdiendo el sentido. El dolor punzante de las quemaduras se vuelve insoportable. Se desvanecen mis uñas, mis dedos, mis manos. Brasas, tizones, todo estalla en chispas incandescentes. Raquel. Hans. Holocausto revivido.

*** .

Hans, como era su costumbre, se levanto bien temprano. Sentado en el corredor vio acercarse a los dos fogoneros, que bonachones y risueños lo saludaron:

-Buen día, patrón, queremos abrir el horno número tres-. Hans miro las chimeneas. El cielo reverberaba.

-Correcto, correcto: tienen mi autorización, pero esperen quince minutos, por favor. La señorita Raquel duerme todavía, y me gustaría que presencie el momento de la apertura.

 

Asunción, 1994-2004.

 

Fuente:
TALLER CUENTO BREVE
Coordinación :
DIRMA PARDO CARUGATI ,
Asunción-Paraguay
Octubre 2005 (179 páginas)
.
Enlace recomendado:
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