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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  NUESTROS AÑOS FELICES (Cuento de DIRMA PARDO CARUGATI)


NUESTROS AÑOS FELICES (Cuento de DIRMA PARDO CARUGATI)

NUESTROS AÑOS FELICES

Cuento de DIRMA PARDO CARUGATI

 

 

NUESTROS AÑOS FELICES

Cuando doña Lucrecia se asomaba al balcón, escondida detrás de las persianas entreabiertas, ella creía que nosotras - "las de enfrente"- no la veíamos. Por cierto, desde su escondite Lucrecia tenía un panorama muy amplio, en cambio nosotras, de ella sólo alcanzábamos a divisar un tercio de su rostro moreno. Pero esa rebanada de cara que lográbamos ver tenía un ojo bien abierto y la porción de cabeza correspondiente llevaba un turbante de colores, signo inconfundible de su presencia.

La diversión consistía en fingir no saber que ella nos espiaba e inventábamos situaciones equivocas para exacerbar la curiosidad morbosa de nuestra vecina. Por el contrario, si alguna mañana nos cruzábamos en la calle -de camino al colegio nosotras y a la iglesia ella- el saludo era respetuoso por ambas partes. Los uniformes, libros y cuadernos certificaban nuestro rumbo, así como la mantilla, el misal y el rosario delataban el suyo.

Este encuentro era frecuente; Lucrecia iba a misa todos los días, a rezar por las almas pecadoras del vecindario, porque ella -pobrecita-, cristiana piadosa y viuda casta, ¿qué pecados podría tener? Era casi una santa. Eso al menos decía Epi, su vieja criada y dama de compañía, con quien compartía la recolección de las novedades del barrio. Pero el sistema informativo de Epi era menos disimulado que el de su señora; se basaba en intercambiar noticias con las otras criadas, con la dueña de la despensa y con el cartero.

Por eso, cuando ocurrió aquella tragedia tan lamentable y bochornosa, todos, parroquianos y policías, creyeron que doña Lucrecia sería la persona mejor informada de lo realmente ocurrido.

Han pasado muchos años. Yo trato de olvidar todo aquello, sobre todo el triste desenlace del episodio; procuro rescatar los momentos felices de aquel tiempo, pero los sucesos están muy ligados unos a otros y resulta imposible separarlos. Los recuerdos vienen juntos, se agolpan sin orden cronológico. Recordar resulta doloroso, es como arrancar una venda pegada a una herida.

Todo comenzó inocentemente, como parte de nuestras felices travesuras. Era la época del liceo: yo me hallaba en el cuarto curso y mi hermana Elena en el tercero. También en el cuarto año estaba Tarcila -una nueva vecina extranjera-, una jovencita alegre, vivaracha, que llegó a ser nuestra inseparable amiga en ese tiempo.

Teníamos la costumbre de reunirnos en casa al regreso de las clases y eventualmente nos acompañaban otras chicas y muchachos. El más asiduo era Gustavo, estudiante del quinto año. Cuando nos despedíamos -interminablemente según nuestra madre- permanecíamos otro rato en el jardín o en la acera. Siempre había algo más de que hablar. Era entonces cuando notábamos la presencia de la vigía tras las persianas.

El escenario que furtivamente escudriñaba Lucrecia se hallaba siempre iluminado, por ser la vereda de sol. En primavera y en verano la luz diurna se prolongaba hasta la hora de la cena, justo cuando expiraba nuestro permiso "para estar afuera". De todas maneras, aun en invierno nuestro frente era visible: un enorme farol custodiaba la embajada lindante con nuestra casa y se encendía automáticamente al anochecer.

 

Esas reuniones informales, improvisadas, tenían el encanto de la espontaneidad, la alegría despreocupada de nuestra juventud y las picardías ingenuas de nuestros años felices.

Conscientes de que Lucrecia nos espiaba, gozábamos en escandalizarla y la desconcertábamos con respecto a Gustavo. Unas veces el fingía ser mi enamorado, otras, lo era de mi hermana. A Tarcila, la más osada y desenvuelta de las tres, le encantaba interpretar el papel de mujer fatal y coqueteaba con el presunto novio ajeno. Elena y yo pretendíamos ser las cándidas engañadas, simulando no darnos cuenta de la supuesta traición. Algún otro día, nos gustaba parecer celosas y urdíamos una pelea, como regalo especial para Lucrecia, para premiarla por su constancia. ¡Quien supondría entonces que aquella diversión inocente terminaría en tragedia!

Comedia va, Comedia viene, Tarcila y Gustavo se enamoraron de verdad. Y todo cambió. Ya no era posible seguir el mismo juego; el bullicioso grupo se volvió serio y preocupado.

Por varias razones. Una de ellas, la oposición de los padres de Tarcila: no permitirían a su única hija "una relación amorosa con un imberbe estudiante de secundaria, en un país que inevitablemente abandonarían al terminar la misión diplomática".

Ella lo sabía muy bien; sus padres se lo habían advertido y la amenazaron con enviarla pupila a Suiza si continuaba el amorío. De modo que decidimos ocultar el romance, disfrazándolo de camaradería estudiantil para que nuestra amiga no perdiera su libertad.

Pero ya nada era igual. Otra causa de nuestro cambio de talante fue que a mi hermana Elena -de pronto- le desagradaba "hacer de Celestina". En fin, aún con riesgo y disgusto, como éramos todos muy buenos amigos, seguíamos reuniéndonos, un poco a desgano, más que nada para que los enamorados pudieran verse.

Aquel jueves nefasto, víspera de un feriado, nos hallábamos planeando ir al cine al día siguiente, cuando nos dimos cuenta de que ya estaba oscureciendo pero el farol vigilante no se había encendido a la hora programada. Y empezamos a reír pensando en Lucrecia, probablemente desesperada por no poder ver que estaba ocurriendo.

 

La risa nos trajo nostalgias de nuestra antigua diversión histriónica. Y se nos antojo, de pronto, volver a aquellos juegos y simular una disputa. Hasta entonces las farsas habían sido casi mudas; se basaban en mímica, gestos; posturas, pero en ese momento, en la oscuridad de una noche sin luna, le agregamos algunas exclamaciones, insultos e improperios. Finalmente, a manera de despedida, para mayor énfasis, una de nosotras grito: "¡Te voy a matar!".

Nadie lo imaginaria en ese momento: horas más tarde, dos fuertes detonaciones de arma de fuego quebrarían la quietud reinante en la densa lobreguez de la medianoche.

Y los moradores del lugar empezaron a salir a la calle: la gente acudía atraída por el vocerío. Mi familia también salió; el alboroto era casi junto a nuestra puerta. Mi padre tomó una potente linterna y así pudimos ver los rostros asustados de los vecinos. Todos estaban allí, todos menos Tarcila y su madre.

-"Es un ladrón que se introdujo en mi residencia y fue ultimado por un guardia" -repetía una y otra vez, en voz muy alta, el Embajador, padre de Tarcila.

Cuando nos acercamos mas, vimos el motivo del alboroto: Gustavo yacía muerto en la acera, en medio de un charco viscoso que se agrandaba lentamente. Manaba sangre del pecho, donde recibió los balazos y de una herida en la cabeza causada por la caída del balcón del segundo piso, el balcón del dormitorio de Tarcila.

Tuve que sujetar fuertemente a mi hermana Elena; estuvo a punto de arrojarse sobre el cadáver al tiempo que gemía: "¡Gustavo, mi amor!". Le tape la boca y la abrace contra mi pecho para que callara.

Elena lloraba sin consuelo, diciéndome por lo bajo: "¡Yo lo amaba, yo lo amaba!". No sé si esa inesperada confesión para mí fue una sorpresa o la confirmación de una duda que a veces había vagabundeado por mi mente. Pero ese no era el momento de analizar el secreto sentimiento de mi hermana.

Un mayordomo de la embajada trajo una sabana y piadosamente cubrió el cuerpo del difunto; antes, mi madre se inclino, le cerró los ojos y se persigno cristianamente. Pude notar el temblor de sus manos, su angustia y preocupación.

Doña Lucrecia -asistida por su criada- hablaba con la autoridad policial que acababa de llegar. Ella gesticulaba y varias veces señalo hacia nuestra casa. A mi hermana y a mí nos miraba como si fuésemos las asesinas y su dedo índice trazaba espirales en el aire, antes de detenerse y apuntamos como una saeta tensada.

El Comisario se acerco al embajador; cuchichearon y luego nuestro vecino, muy dueño de la situación, se aproximo a mi padre. Le estrecho la mano y escuche algunas palabras, como "no las involucren, son menores". Y nos ordenaron entrar a la casa.

Nunca más, ni esa noche ni después, supimos algo de Tarcila. Jamás llegamos a conocer los detalles, aunque podíamos imaginar lo sucedido, conociendo el romance secreto.

Y un día nos armamos de coraje y fuimos, a escondidas, a visitar a la madre de Gustavo, a contarle la verdad para reivindicar la memoria de su hijo. Pero solo conseguimos aumentar su dolor ante su impotencia para cambiar la declaración del padre de Tarcila.

El joven estudiante no pertenecía a una familia socialmente conocida. La escueta información de la prensa habla repetido el estribillo del embajador y al referirse a la víctima empleaban palabras como "delincuente", "intruso", "ladrón". Meses más tarde, el embajador y su esposa se despidieron. Hubo una fastuosa fiesta, durante la cual el diplomático extranjero fue condecorado por nuestro gobierno con la Gran Cruz del Honor al Merito "por haber estrechado los lazos de amistad entre los dos países".         

Y nadie menciono más el penoso suceso. Paso a ser un caso policial común y corriente en tiempos de inseguridad ciudadana o un tema picaresco de chisme vecinal.

Y con el correr del tiempo, el hecho cayó en el olvidó.

 

Más no todos tenemos el consuelo de olvidar. La mirada recriminatoria de Lucrecia, cada vez más vieja y más arpía, sigue acusándonos, cuando nos cruzamos con ella.

¿Cómo podremos convencerla de que ninguna de nosotras mato a Gustavo? ¿O es que si, lo matamos con nuestros juegos perversos? ¿O lo mato el cobarde silencio de su amada?

Aunque muchas veces mi hermana y yo estamos pensando en la misma cosa, de eso ya no se habla. Es un caso cerrado.

 

Primer Premio Olimpiadas Culturales

Categoría Profesional - Ano 2004.

 

Fuente:


TALLER CUENTO BREVE

Coordinación : DIRMA PARDO CARUGATI ,


Editorial Arandurã ,


Asunción-Paraguay. Octubre 2005 (179 páginas)



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