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MAYBELL LEBRÓN

  OFRENDA y ENCUENTRO - Cuentos de MAYBELL LEBRÓN


OFRENDA y ENCUENTRO - Cuentos de MAYBELL LEBRÓN
OFRENDA y ENCUENTRO

Cuentos de MAYBELL LEBRON

 
MAYBELL LEBRON
 
Activa promotora de eventos culturales, Miembro y ex Secretaria de la Sociedad de Escritores del Paraguay, SEP, Fundadora y actual Presidenta de Escritoras Paraguayas Asociadas, EPA.
 
Tiene publicados: Memoria sin tiempo, 29 cuentos (1992), Puente a la luz, 72 poemas (1994) Premio "Voces Nuevas", y Pancha, novela (2000) Premio "Roque Gaona ", con una 4a. edición especial para el Instituto Superior de Educación, con agregado didáctico de Yván González.
 
Sus cuentos y poemas (varios de ellos premiados) figuran en publicaciones literarias de nuestro país y del extranjero, con traducciones al inglés y al italiano. Ha sido seleccionada, para diversas antologías publicadas en el Paraguay y en el exterior, así como ensayos en España, Estados Unidos e Italia. Sus cuentos figuran en varios libros colectivos, tales como; Tiempo de contar. II Paraguay, 2001, editado en Italia; Muestra de la poesía de hoy en él Paraguay, Ed. por la SEP en 2001, 8 volúmenes editados por el "Taller Cuento Breve" en los últimos años, y Criaditas. Ed. por "Global Infancia" (2000).
 
 

OFRENDA

 
El ojo del sol, enrojecido de cansancio, se hunde en la sombra y alarga las figuras quebrándolas sobre la desigualdad del terreno. Los últimos trinos acompañan a bultos presurosos que se pierden en la maraña de los árboles, cambiando el travieso verde a un ramaje amenazador.
 
Un pequeño montículo vuelca su sombra agigantada sobre los pies descalzos, inmóviles desde hace rato. Del rancho llega el ruido de las herramientas de labranza arrimadas al galpón y el chocar de los platos de lata, un grito pidiendo algo, o el ladrido del perro mugriento alborotando las gallinas acomodadas en los travesaños del corral.
 
La niña ignora el pulso del campo convertido ya en un manto parduzco. Sigue en pie, escarbando con el dedo gordo la arena hasta hacer un hoyo que tapa, maquinalmente, con la planta costruda. La tierra se mancha al recibir los goterones salados, y el croar de las ranas del charco vuelve inaudible su hipo quejumbroso. El llamado llega rasgando la noche: María, ¿dónde estás? Un estremecimiento oscila la sombra que semeja la llama de una vela. Al agacharse para dejar las flores pasa la mano sobre el césped húmedo, como lo hacía con el pelo barcino, y musita:
-Chau, michi.
 
 

 
ENCUENTRO

 
La sombra larga serpeó a su lado y fue encogiéndose hasta perderse en la reposera. Apenas un ruido suave, un frote contra la silla, una respiración lenta. Se sintió molesta. Hacía rato disfrutaba de la soledad, frente a ese lago sin ruido de motores. Las olas encrespadas por el viento del poniente mordían la orilla, tascando el freno de arena. A lo lejos, el verdor de Areguá se agrisaba en los cerros matizados de rojo por un sol inmenso que huía despacito, temeroso de no poder retornar. De pronto, una sombría quietud. Los dos contuvieron el aliento. La muchacha giró la cabeza: lo descubrió con la boca entreabierta, maravillado, con los ojos aún fijos en el horizonte. Ojos que se volvieron con cautela hasta reconocerse sin palabras. Se miraron en un gesto cómplice, y a ella ya no le molestó su presencia.
 
Recogió con parsimonia el frasco de bronceador, los anteojos de sol y la toalla, metiéndolos en un bolso. El viento erizaba su piel pulverizando las olas en fina llovizna. Estremecida, se enfundó en una remera. Su tímido Chau rebotó en el atardecer. A Jorge le costó articular un Adiós. El falsete golpeó sus oídos como si hubiera sido de otro; un súbito ramalazo de rubor le calentó la cara. La dejó ir. Tumbado en la silla, mirándola alejarse, le calculó catorce o quince años: el dos piezas le marcaba los pechitos rígidos, las caderas con incipiente ondular de mujer. De nuevo el latigazo ardiente recorrió su cuerpo. Sin gustarse, volvió a la casa pateando guijarros, absorto en la llamarada de esos ojos, en sus ganas de volverla a ver.
 
Por Dios, Jorge, creí que te había pasado algo. Es tardísimo. Vamos a cenar. Estaba en el lago. No es para tanto, mamá. Se sirvió una milanesa con ensalada de papas. Masticaba minuciosamente, sumido en sus pensamientos, desdoblando su yo. Se dejó arrastrar por el hueco de la ventana hasta la umbría algazara de hojas. ¿Cómo encontrarla? No sabía su nombre, pero la había elegido en el ritual de aquel momento único.
 
La conciencia de su inmadurez le dolió como una llaga. Es fácil ser como los otros delante de los otros. Solo que el ser otro te hace diferente: los versos se te escapan a las hojas del cuaderno, insolentes, escondidos entre logaritmos y ecuaciones. Gozás ese dulce dolor ante el holocausto de un ocaso y no podés explicarles porque no te entienden. O te entienden sin explicaciones. Recordó con un estremecimiento el encuentro del lago.
 
Sin levantar la cabeza, pudo sentir la mirada curiosa de su madre rozándole los cabellos. Con un desmañado Hasta mañana, pasó de largo y se encerró en su dormitorio.
 
La llaman adolescencia. Sin padre no es lo mismo. Un recóndito desdén lo avergonzaba al oír a los compañeros contar sus hazañas. Él no era de ésos. Sin embargo, antes de acostarse, sintió la necesidad de verse en el espejo: había olvidado su rostro. Casi pegada la cara al cristal, escudriñó su imagen. Con dedos ansiosos palpó el labio superior, sin hallar la anhelada pelusa. Enrojecía por el esfuerzo de exigir a sus músculos la pose de atleta. No estaba mal para su edad, concluyó. Hizo unas cuantas flexiones y se metió en la cama.
 
Amaneció nublado. Eligió cuidadosamente la ropa y se dispuso a esparcir su angustia en las calles desiertas. Caminaba con afectada indiferencia, bamboleando su figura desgarbada: el chicle hecho papilla en la boca incansable, las manos inquietas en los bolsillos. El aire fresco y húmedo le ensanchaba los pulmones y caracoleaba en su estómago vacío. Rumbeó hacia la casa. Lo recibió el café humeante y un: Te levantaste temprano, subrayado de ojos inquisidores. Por primera vez, no supo qué contestar a su madre. Lo dejó así.
Se pasó la mañana oteando las esquinas. En el lago no estaba, tampoco en el Club. Lo arrastraron para completar un equipo de básquetbol. A la tarde, cuando salió en renovada búsqueda, los zapatos estaban sucios, y ajados los pantalones. El viento se le enroscaba en el cuerpo, refregándole la cara: se metió en el club. Un jazz agresivo animaba al grupo de jóvenes reunidos en el salón. Apoyada en el mueble del bar, sorbiendo con la pajita una gaseosa, la vio.
 
Se recostó contra un pilar sin saber dónde poner las manos. Un calorcito imprudente le trepó hasta las orejas. Trató de serenarse. Plan de acción: acercarse de a poco hasta encontrar a algún conocido que le sirviera de enganche, y/o saludarla como reconociéndola. Los zapatos deportivos se volvieron de plomo. Con esfuerzo, consiguió dar unos pasos en el momento en que sus miradas se encontraron. El saludo fue espontáneo. Hola. Hola.
 
La turbación de la chica lo hizo reafirmarse. Ella siguió sorbiendo la pajita: un gorgoteo chabacano la obligó a dejar la botella vacía.
 
-¿Cómo te llamas?
 
-Alicia, ¿y vos?
 
-Jorge. Lástima la llovizna.
 
-Hoy no habrá puesta de sol.
 
-Para mañana estará bien.
 
-Mañana ya vuelvo a Asunción.
 
Jorge cambió el punto de apoyo a la otra pierna. Su mente despavorida trataba de redondear una frase más o menos inteligente.
 
-¡Qué macana! ¿Dónde vivís?
 
Sonó la bocina de un coche, interrumpiendo la explicación.
 
-Me vienen a buscar. ¡Chau!
 
Él volvió a la casa pateando guijarros y sin gustarse: pudo estar mejor.
 
Doce menos cuarto. Un revuelo de hábitos. La monjita gordinflona forcejea con los pasadores del portón del colegio. Jorge mira desde la acera opuesta el intrincado damero de cuadritos marrones y blusas blancas, todas deprimentemente iguales. No, allá está, un poco rezagada. Se le erizan los vellos de la nuca, traga saliva, vacila. El bocinazo conocido se la lleva. Queda parado en la esquina; compartiendo su frustración con la calle vacía. Para no sentirse solo, se pone a silbar.
 
Como Hansel y Gretel, siguiendo el reguero de tiritas de papel y carteles pegados a las columnas, llega a la fiesta del colegio. Ellas, jeans ajustados a culitos perfectos, blusones engañosos, brevísimos tops. Ellos, deportivos. Las remeras de acuerdo a sus dueños: sobrias, coloridas, ó estridentes. Un mundo adolescente desorientado y petulante; rara vez feliz. Eso llega más tarde, de a poco, cuando ensayamos descubrir el Universo y nos quedamos en un poema. La felicidad es como los caramelos: siempre viene en pedacitos.
 
Entra con una sonrisa canchera, máscara de su angustia. Siente el ritmo de la sangre en el cuello rígido, en la búsqueda solapada de esa imagen que lo tortura. Se reconoce desatinado, acaso algo tonto. Le pasan una cerveza. Él la acepta con aire displicente, aunque su mano presiona el frío envase hasta abollar la lata. Tiembla: allí, bronceada, emergiendo de un camisero celeste, otra vez la mirada cómplice. Se opaca el estruendo de la música: solo ella en el silencio interminable. ¡Hola! ¡Hola!

 
Fuente:
 
 
(CUENTOS Y POEMAS PARA NIÑOS Y ADOLESCENTES)
 
 
Editado con el auspicio del FONDEC
 
QR Producciones Gráficas S.R.L.,
 
Diciembre, 2002 (210 páginas).
 
 

 

 

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