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MARGARITA MARÍA PRIETO YEGROS (+)

  EL CENTINELA Y EL CURUPÍ y LOS MITOS DE CIRILO (Cuentos de MARGARITA PRIETO YEGROS)


EL CENTINELA Y EL CURUPÍ y LOS MITOS DE CIRILO (Cuentos de MARGARITA PRIETO YEGROS)

EL CENTINELA Y EL CURUPÍ y LOS MITOS DE CIRILO

Cuentos de MARGARITA PRIETO YEGROS

 
 
 
 

MARGARITA PRIETO YEGROS : Natural de Asunción, Maestra y Profesora Normal. Doctora en Historia por la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional.
 
Ejerce la docencia era varias instituciones educativas. Su afición a la narrativa la llevó a integrar el Taller Cuento Breve, del que es participante desde 1986. En 1998 publicó el libro de cuentos En tiempo de chivatos. Es además articulista del Diario Noticias y de varias revistas.
 
 
 
 

 
EL CENTINELA Y EL CURUPÍ


"En el hondón de nuestro denso espíritu
Existe un sedimento guaranítico
Y una capa española... "
(Eloy Fariña Núñez)

 
 

Ezequiel González era un mocetón oriundo de las Misiones; de alta figura, ojos oscuros y mirada inteligente, de movimientos rápidos y bruscos. Pertenecía a la "clase 63" y había llegado desde su valle al cuartel con un grupo de jóvenes vecinos, todos agricultores.
 
Pasó la inspección médica sin problemas y con visible orgullo recibió la indumentaria de soldado; pantalón y blusa verde olivo, zapatones negros y cinturón con hebilla en la que se destaca el monograma del Ejército Paraguayo.
 
Después de uniformarse en la cuadra, se fue con los demás conscriptos, precedidos por el sargento, a cocidear en el "rancho". Entre empujones, comentarios y risas, se ubicaron ante el humeante tacho de cocido. El aroma de la yerba mate tostada con el azúcar impregnaba el ambiente.
 
Un soldado antiguo, de mirada torva y gestos ampulosos, fue sirviéndoles el reconfortante brebaje, acompañado de voluminosas galletas cuarteleras.
 
El sargento les indicó que se sentaran en las sillas construidas de troncos, ubicadas bajo umbrosas ovenias. Allí, entre sorbos y bocados, menudearon las anécdotas y quien más quien menos hizo gala y alarde de su virilidad.
 
Ezequiel permaneció callado. No habló, no dijo nada. Las únicas mujeres de su vida eran su madre soltera y su abuela; con ellas compartía la rutina diaria, el cultivo de la chacra, el cuidado de los animales y el secreto que por ahora le preocupaba.
 
Quemándose los labios con el jarro de aluminio que contenía el cocido, Ezequiel evocó contrariado cómo ambas mujeres intentaron disuadirlo de acudir al cuartel, incapaces de comprender las burlas que su grupo de amigos destinaba a los que no cumplían el servicio militar.
 
-Mi hijo querido, la tristeza me va a matar si te pasa algo -repetía la madre diariamente.
A su vez, la abuela clamaba: -Mi corazón se va a destrozar si te vas al cuartel. ¡No te vayas, mi rey! ¡No te vayas!
 
La potente voz del teniente, responsable de la compañía, lo sacó de su ensimismamiento:
 
-Trooopa, a formaaar!
 
Todos de un salto se pusieron de pie.
 
El oficial correctamente uniformado, con sable al cinto y la altivez que da el hábito del mando, recorrió con larga y fría mirada la silenciosa fila. Retrocedió algunos pasos, como para tomar impulso, y con voz estentórea ordenó formar el cuadro.
 
Los cabos y el sargento, con gestos rápidos y nerviosos, ubicaron a cada pelotón en los lados de la figura ordenada. Pasaron días, semanas, meses.
 
Ezequiel se convirtió en aventajado alumno de las clases de instrucción militar y de la Escuela de Artes y Oficios.
 
Pronto le confiaron el puesto de "imaginaria", responsable de vigilar la cuadra mientras la tropa dormía. Más tarde integró la patrulla encargada de la recorrida por los puestos de guardia del cuartel. Hasta que cierto día su nombre apareció en la lista de centinelas.
Y así, en una fría y estrellada noche de invierno, tomó el relevo de las doce, en un puesto ubicado al borde de un caraguatal.
 
-No salgas de la garita. Parece que va a caer la helada -le dijo el sargento.
 
Al principio Ezequiel saltiteó para no dejarse entumecer por el frío, pero después apeló al rito ancestral del "Yepe’e" prendiendo fuego con las ramas secas que el "número" anterior había amontonado en un rincón. Mirando el fuego y escuchando su crepitar, se acordó del fogón de su rancho y se sorprendió a sí mismo riendose de su abuela y de su madre. Fue entonces cuando se sintió mareado y la vista se le tornó borrosa.
 
-¡No! ¿Por qué justamente hoy y aquí? -se preguntó al reconocer los temidos síntomas.
 
Sin desprenderse del fusil, que tenía la bayoneta calada, salió de la garita y se sentó sobre una piedra, con la esperanza de que lo despejara el frío nocturno.
 
Al escuchar un prolongado silbido, proveniente del monte, tuvo miedo e intentó regresar a la garita, pero la primera convulsión lo dobló hacia atrás, primero, y hacia delante, después, en tanto los espumarajos se escurrían por las comisuras de los labios apretados en grotesco rictus.
 
Los soldados del relevo lo encontraron inconsciente, con las manos y la cara tajeadas. Sin perder un segundo, lo llevaron a la enfermería alzándolo de los pies y de los brazos.
Ni el cabo ni el sargento, que llegó a la carrera, ni el oficial de guardia podían explicarse lo sucedido.
 
Al despertarse, Ezequiel, consternado, le dijo al teniente que comandaba su grupo: -El Curupí, cuando vio el fuego de la garita, pensó que yo iba a quemar el monte, entonces se enojó demasiado y retándome mucho me ató con su lazo largo y negro arrastrándome por todo el caraguatal hasta que me desmayé.
 
La explicación de Ezequiel corrió como pólvora en reguero, y nadie en el cuartel dudó de que lo había atacado el mitológico duende de los guaraníes, protector de los bosques y raptor de jóvenes y doncellas. Hasta el propio comandante de la agrupación, destacado oficial de carrera, graduado en el extranjero, al encontrarse con la directora de la escuela del lugar, comentó: -¿Se enteró, profesora, de lo que el Curupí le hizo a uno de los soldados a mi cargo?
 
-No, capitán, no me enteré. ¿Qué pasó?
 
-Durante la noche, el Curupí le ató a ese soldado de pies a cabeza con su largo falo y lo arrastró por el "caraguataty", enojado porque prendió fuego cerca del bosque.
 
-Así luego suele hacer cuando se enoja -respondió ella, como si en realidad alguna vez lo hubiese visto al velludo, retacón y fecundo duende nocturno llamado Curupí.
 
Solamente el médico de guardia, al completar la ficha del soldado internado en la enfermería, escribió en silencio, con letra casi ilegible: Ataque de epilepsia.
 
 
 
 

 
 
LOS MITOS DE CIRILO

 
Cirilo Rojas había asistido a la escuela solamente hasta el segundo grado. Dejó de ir acobardado por su torpeza en el uso del español que hablaba la maestra y por la legua de ida y vuelta que debía caminar diariamente.
 
Ahora, como flamante conscripto, estaba sentado, con el fusil entre las piernas, recostado contra la garita del puesto de guardia más cercano al cerro.
 
Somnoliento y con miedo, no le gustaba estar de centinela en ese lugar. Otros reclutas le habían dicho que en ese puesto aparecía Póra y silbaba el Pombero porque el camino que por allí pasaba, de Cerro León a Piribebuy, había sido usado por el ejército del Mariscal López, durante la guerra del 70.
 
Además, un sargento comentó durante el rancho, que a ese puesto se le apodaba Puesto Bolí porque en sus cercanías estaba el cementerio de los prisioneros bolivianos capturados durante la guerra del Chaco.
 
Negros nubarrones ocultaron la luna haciendo resaltar la lucecita de los muás, que más que bichitos de luz parecían estrellas caídas del cielo.
 
A lo lejos relampagueó varias veces; parecía que iba a llover. Cirilo sentía cada vez más miedo. Le habían dicho también que los Póras y Pomberos casi siempre aparecen en noches de mal tiempo.
 
Uuhh..., uuhh..., uuhh... resonó la voz de una lechuza y Cirilo de un salto entró a la garita.
 
Sintiendo piel de gallina se acurrucó en el piso.
 
-¿Por qué no pondrán, en este puesto, guardia doble? - pensó.
 
Un perro aulló largo rato. Cirilo se acurrucó, aún más, recordando la historia del Luisón, el nauseabundo perro negro que visita por las noches los cementerios.
 
Decidido a no dejarse dominar por el miedo recordó que la profesora de las clases de Alfabetización cíe Adultos les había asegurado que el Pombero, el Jasy Jatere, el Kurupi y la Malavisión no existen.
 
-Son solo mitos -les había dicho la señorita.
 
-¿Qué significa mito? Mba'e piko he'íse mito -preguntó un alumno.
 
-Lean el significado en sus diccionarios -respondió la profesora.
 
Un recluta guaireño leyó -Mito: cosa inverosímil, suceso increíble.
 
Cirilo reflexionó: -Ya tengo dieciocho años. No debo creer en esas cosas; cosas increíbles.
 
Recordó también, cómo los soldados antiguos se burlaban de los reclutas que tenían miedo, apodándoles "py'a miri"; miedosos.
 
Se puso en punta de pies y miró por la tronera de la garita. Vio la triple hilera de alambres de púa.
 
Pájaros nocturnos pasaron volando y Cirilo pensó:
 
-¿Para qué sirve este alambrado, si no ataja ni siquiera a los pájaros? ¿Acaso va a atajar a Póras o Pomberos?
 
Se volvió a sentar y escuchando el monótono canto de un chochi se quedó dormido.
 
Nunca supo cuánto durmió; lo despertó la lluvia salpicándole la cara; llovía torrencialmente y el cielo parecía un infierno de rayos y truenos.
 
De pronto, la luz de un relámpago le hizo ver un bulto enorme que se acercaba a la garita.
 
-¡Aaaaalto! -gritó Cirilo, pero el enorme monstruo siguió acercándosele.
 
-¡Aaaaalto! -Repitió la orden, levantando con manos temblorosas su fusil.
 
Quiso repetir la orden, pero, el terror lo enmudeció y, solo atinó a disparar.
 
Disparó una..., dos..., tres..., cuatro..., cinco veces... y, se desmayó.
 
Al recobrarse se encontró en la enfermería del cuartel, y, cuando el comandante de su pelotón le preguntó:
 
-¿Por qué le mataste en esa forma a esa pobre vaca? -Creí que era una póra -respondió Cirilo.
 


 

 


 

Fuente:


(CUENTOS Y POEMAS PARA NIÑOS Y ADOLESCENTES)


Editado con el auspicio del FONDEC

QR Producciones Gráficas S.R.L.,

Diciembre, 2002 (210 páginas).
 
 
 
 
 
 
 

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