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OLGA BERTINAT DE PORTILLO

  EL TEODORITO - Cuento de OLGA LAURA BERTINAT


EL TEODORITO - Cuento de OLGA LAURA BERTINAT

EL TEODORITO

Cuento de OLGA LAURA BERTINAT PORRO

 

Mención de Honor

Concurso JORGE RITTER, 2010

 

En enero de 1949 cuando Teodoro salió de San Marquitos, no imaginaba que el destino lo llevaría hasta San Antonio, un pueblo alejado y asentado en las montañas  del Departamento de Cortés. Por ese entonces tenía poco más de 20 años y un deseo ferviente de poseer una hacienda propia y de dedicarse al ganado. Como le gustaba montar a caballo maduraba la idea de ser el “señor” de la hacienda y  se deleitaba viendo a los potentados cabalgando en sus alazanes brillantes, luciendo el panamá como símbolo de ese estatus que tanto anhelaba disfrutar Teodoro.

De San Marquitos salió montado en un zaino, arreando un lote de ganado de Don Eliseo Gómez, quien decidió mudarse al Valle de Sula y le pidió a Teodoro que lo acompañara y que lo ayudara con los animales. Don Eliseo sabía que si el joven dejaba el poblado, ya no volvería; el Valle de Sula era próspero y según la leyenda, fascinaba a aquellos que por primera vez cruzaban el Río Ulúa.

San Marquitos  por  aquel tiempo era un villorrio. En el centro se alzaba  la  iglesia,  al frente de ésta, se encontraba  la plazoleta cubierta de estropeados árboles que cíclicamente resistían las embestidas de aire y de agua de los huracanes. Sobre una pequeña escalinata de piedras diagonales, blanqueaba una estatua de mármol. Era la figura de un soldado español aferrado a una espada -obsequio de un embajador inglés apasionado del arte- y, bordeando una vereda de guijarros,   enclenques plantas de cacao crecían tristes y les daban un aspecto lúgubre  a la plaza y al pueblo. En el lado opuesto de la iglesia, se alzaban las doce casas  de piedra cubiertas con techos de manaca, de donde provenían casi todos los habitantes, que por aquel entonces no sobrepasaban los ciento veinte.  El camino que las cercaba, serpenteaba la montaña al borde del abismo, hasta perderse tras los cerros como un diseño de reptil ceniciento.

         El viaje transcurría sin emoción, hasta que al llegar a Comayagua Teodoro no cupo en si de tanto júbilo. Se hallaba impresionado y se deleitaba al ver las  casas coloniales. Los  balcones de hierro labrado lo fascinaron; los admiraba y conocía de verlos en las películas mexicanas que se proyectaban al aire libre en la plazoleta de San Marquitos por los saltimbanquis, que llegaban cada seis meses cargados de chucherías y con la máquina del cine, que en aquel tiempo funcionaba a manivela.  ¡Eran iguales a los balcones de las serenatas! Recordó a los mariachis, a Jorge Negrete, Pedro Infante, Luis Aguilar y también a las bellas mozas que eran las destinatarias de las rancheras. Mientras los miraba embelezado pensó:

-En el Valle  todo será diferente. Allá sí seré un señor.

En un albergue les habían señalado que desde San Marquitos al Valle de San Pedro Sula el viaje tardaría poco más de un mes:

-¡Si  no los sorprende el huracán! - les recordó un viajante.

La estación invernal se caracterizaba por las fuertes lluvias, pero Don Eliseo había preferido ésta antes que viajar en el verano donde la sequía podría matar a los animales de sed, si es que no encontraban los abrevaderos con suficiente agua.

Don Eliseo  era un hombre simpático, de baja estatura y regordete. Era  mestizo; y esa herencia la manifestaba en  sus ojos que eran achinados como los de su abuela indígena, y verdosos como los de sus antepasados de Castilla. Anhelaba un hijo varón para cuidar de la hacienda y en su búsqueda había engendrado catorce hembras.  En su deseo pensó que quizás en San Pedro Sula podría concebir al machito. Al principio se instalaría  con los animales en la propiedad  y luego buscaría a su mujer que había quedado animada esperándolo con las catorce mujeres. Como era de familia católica, a todas  les había puesto de nombre María; seguido del de la Santa que indicaba el calendario. A las más afortunadas las favoreció la fecha del parto: María Ana, María Isabel, María Marta, María Rosa, María Teresa, María Mónica y María Clara. Las otras Marías fueron Eufrosina, Teótima, Cleta, Plutarca, Sinforosa, Teófila y Tiburcia. -El machito se llamará José María-pensó Eliseo.

 

Sin muchos contratiempos atravesaron el Ulúa. El invierno no azotó como en años anteriores y el trayecto había sido tranquilo; de los cien animales que arreaban habían muerto tres, por lo que podían sentirse satisfechos con la travesía.

Cuando llegaron a la quebrada del  Merendón  comenzaron a subir el cerro por la ladera Este, hasta que encontraron la cerca viva de madriagos. Al verla supieron que habían llegado. Colgado en medio de dos ceibones jóvenes, un listón de madera anunciaba: “La Sirena”.

Cuando divisaron el rancho de tejuelas bermejas y el  establo pequeño, se sintieron aliviados. Los animales presintieron que habían llegado y comenzaron a trotar  hacia las pilones de agua; al escuchar el alboroto surgió en la puerta del rancho la figura de un hombre que lucía un sombrero blanco. Era Don Juan Gómez. Cuando vio a Don Eliseo salió a su  encuentro bordeando los madriagos. Éste  se apeó del caballo y lo abrazó.

Teodoro vio la escena desde lejos y pensó en María Eufrosina. Recordó su semblante agotado, empalidecido; en sus manos callosas de trabajar la milpa, de moler el maíz con la piedra y de preparar las tortillas; sintió que en la distancia su recuerdo palpitaba con fiereza:

-¡Pobrecita! -pensó.

 A los dieciséis  aparentaba veinticinco. El trabajo en el campo siempre había sido inclemente con las mujeres.-Cuando termine el mandado volveré a buscarla-pensó Teodoro mientras se apeaba del caballo.

 

Los días transcurrieron  lentos en La Sirena. Las lluvias de invierno no cesaron hasta bien entrado el mes de abril.

Don Eliseo se preparaba para volver a San Marquitos a buscar a su mujer y a  sus hijas cuando llegó a “La Sirena” un desconocido que ofrecía tierras municipales en el cerro de San Antonio. La única condición era catastrarse. Al escuchar el dato, Teodoro supo que nunca volvería a su pueblo natal y sintió que el recuerdo de María Eufrosina se desvanecía íntegramente en su interior.

Los días siguientes fueron de mucha agitación para Teodoro que dejó “La Sirena”y se dirigió hacia San Antonio. Por el camino iba masticando ilusiones y se sintió feliz a pesar de su soledad.

La propiedad que le concedieron quedaba a cinco leguas del camino principal y para llegar allá, debía subir el cerro por un callejón de piedras blancas y  ovaladas que cubrían todo el suelo.  Parecía como si miles de lagartos hubiesen puesto sus huevos a lo largo y a lo ancho del camino y que con un  violento pisotón comenzarían a romperse los cascarones.

Antes de alcanzar la propiedad, Teodoro atravesó la quebrada Juca. Era un pequeño paraíso en medio del camino: Una naciente descendía de la montaña y en la quebrada formaba una poza de agua cristalina rodeada de frondosos árboles. Protegiendo la charca, enormes bloques de piedras musgosas creaban una especie de meseta resbaladiza por donde se escurría el agua y seguía su curso montaña abajo, lentamente, hasta alcanzar el  Ulúa.

 

El tiempo transcurrió de prisa durante aquellos años. La soledad y el trabajo duro conquistaron el panamá que Teodoro exhibía con orgullo, pero en su corazón  había crecido una llaga de resentimiento en contra de la vida. No tenía mujer ni hijos; tampoco amigos o enemigos; solo una tremenda hacienda atestada de animales, pero vana. El tiempo se le había escurrido como el agua en un tamiz. Habían pasado veinte años y nunca supo de Don Eliseo ni de su familia. Sintió pena de estar tan solo, y  de pronto, un estremecimiento de esperanza lo asaltó y quiso volver a La Sirena. Recordó a María Eufrosina y una gran ternura lo embargó. Un deseo incontenible surgió en su ser y quiso encontrar a la muchacha, a quien había prometido buscar. La recordó enjuta y pálida alzando ambos brazos en la tristeza de la despedida. Quiso recuperarla y recuperar el tiempo.

A la mañana siguiente, las primeras luces del alba lo sorprendieron cruzando el Ulúa  con destino seguro: La Sirena.

Durante el camino pudo ver que los años habían mudado el paisaje. Del extenso platanar de antaño, que rodeaba el Merendón, solo quedaban algunas islas esparcidas y desmejoradas bordeando el profundo cañaveral. Teodoro observó con nostalgia aquel ambiente nuevo, intruso a sus memorias, y por primera vez  dudó que el panamá valiese tanto.

Avanzaba con el corazón apretujado y rumió para si:

-¿Dónde estuve todo este tiempo?

Mientras se acercaba, divisó a lo lejos  la cerca viva de madriagos; enfermiza pero florecida,  y  apuró al caballo que comenzó a resoplar frenético cuesta arriba.

El lugar parecía  abandonado y los estragos podían verse por doquier. Teodoro miró los destrozos  e indagó a un vecino sobre el paradero de la familia de Don Eliseo Gómez.:

-¿No lo sabe? -dijo el hombre con los ojos muy  abiertos, como queriendo expresar con ellos la dimensión de la tragedia- los arrastró el agua y el barro cuesta abajo mientras dormían. El huracán no perdonó a nadie de la familia.

Teodoro observó al hombre de los ojos abiertos, e incrédulo  pensó:

-¡¿Todos muertos?!

El camino de vuelta fue gris. En el alma de Teodoro se instalaron mil agujas punzantes. Desde ese día lo vieron caminar taciturno entre el ganado, y en sus recorridas por la hacienda ya no exhibía el panamá en la cabeza.

Una mañana dejaron de verlo.

Nadie sabe cual fue la suerte de Teodoro Mejía Moncada; algunos opinan que lo mató la soledad, otros dicen que lo vieron andando sin rumbo en un poblado cercano con los ojos clavados en la lejanía, y los vecinos más próximos afirman  con seguridad que se lo tragó la tierra.

 Hoy sus posesiones volvieron a ser municipales, y lo incomprensible e inexplicable del caso es que al costado de la entrada principal de la que fuera su hacienda, la tierra comenzó a surgir enigmáticamente: El suelo se fue elevando y  erigió un  gran cerro con la misma figura de un volcán sombrío. En la cumbre posee una gran abertura, un hueco oscuro, profundo y recóndito donde el sonido penetra y se expande convirtiéndose en  ronco lloriqueo. Algunos lugareños creen que el alma de Teodoro habita y deambula en el fondo de ese abismo inexplorado.

El destino final de Teodoro Mejía Moncada es un misterio, pero a ese extraño cerro todos lo llaman El Teodorito.

 

Registro facilitado por la autora

Octubre 2012

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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