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MARTÍN DOBRIZHOFFER (+)

  ATROCIDADES DE LOS ABIPONES CONTRA LOS CORDOBESES (Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER)


ATROCIDADES DE LOS ABIPONES CONTRA LOS CORDOBESES (Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER)

SOBRE LAS ATROCIDADES DE LOS ABIPONES CONTRA LOS CORDOBESES

Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER.

 

Córdoba, la ciudad principal de Tucumania, Sede del Obispo y de la Universidad, floreciente y más célebre que ninguna otra hasta hace pocos años en casi toda América del Sur, se enorgullece por sus espléndidos edificios y por sus nobilísimos y ricos ciudadanos. La persona encargada de gobernar la ciudad y los vastísimos territorios que de ella dependen, árbitro de la guerray de la paz, es llamado Teniente no del Gobernador, sino del Rey. El lugar donde está emplazada la ciudad, por donde corre el pequeño arroyo Pucaráy rodeado de colinas no es el más saludable ni el más hermoso. Su campo que toca los límites de Santa Fe y de Buenos Aires, se extiende en una vastísima llanura de pastos de más de cien leguas. Llega también hasta los límites de Chile y de Santiago; aquí es llana con valles prolongados, allí se eleva en escarpadas montañas y alimenta infinita multitud de caballos, mulas y ovejas, que constituyen la principal y casi única ocupación de los cordobeses. Sólo de sus predios se envían cada año al Perú más de diez mil mulas, con gran ganancia. En Córdoba una mula de dos años no domesticada se vende a tres escudos (seis florines alemanes); y en Lima a diez y hasta catorce escudos. De modo que/77 los españoles ponen en sus predios tanto sus ganancias como sus delicias, hallándose esparcidos en distintos establecimientos en sus montes y valles, la más de las veces separados por grandes distancias. Esta región de Tucumania goza de un clima saludable (excepto la ciudad) con un aire algo fresco por la cercanía de los Andes, abundante población, habitantes robustos, honestos, valientes, pero dignos de mejor suerte cuando combaten. Muy pocos se dedican a sembrar trigo, aunque la tierra produzca mieses ubérrimas; de modo que fuera de la ciudad casi nadie conoce el pan que como en el resto de Paracuaria, reemplazan con carne de vaca. Nunca encontrará selvas más ricas en distintos frutos que en el suelo cordobés; y no faltan nueces, higos y otros frutos propios de América.

El campo de Córdoba podría llamarse feliz si los pampas (bárbaros del sur), los abipones y los mocobíes lo dejaran respirar. Si el resto de Paracuaria fue vejada, como ya dije, por las incursiones de los abipones, las colonias cordobesas sobre todo fueron invadidas con tal pertinacia que no había sitio ni lugar libre de temoresy de preocupación. No sólo en los predios apartados y remotos, sino hasta en los mismos límites de la ciudad amenazaron frecuentemente los abipones; de modo que podría creerse que aquella población estaba vacía de hombres guerreros, habitada solo por mujeres o gente dormida, pues siempre fue necesario emplear todas las fuerzas y todos los hombres de tan vasta provincia para acabar con los abipones. Desfallecían ya sus ánimos, pero los jefes que con su ejemplo deberían animarlos para velar por la seguridad de la patria, supieron cómo usar sus fuerzas y sus hombres. En efecto: en toda Paracuaria no hubo/78 otros más expertos para la carrera que sus caballos y sus jinetes; y omito otras virtudes corporales como su estatura, su gran robustez, su vivacidad y la abundancia de armas. Como son más ricos que los demás, con facilidad pueden, comprar las cosas necesarias para la guerra. ¡Ojalá los cordobeses hubieran sabido dominar aquel pánico e innato temor a los bárbaros! Los hubieran vencido a todos sin ningún trabajo si se hubieran atrevido. Salustio en Yugurta lo atestigua:"Maximum enim his semper periculum esse solet, qui maxime timent" (12)."Et quo timoris minus sit eo minus erit periculi" (13), escribe Livio en el libro 28. Los abipones, sabedores del temor de los cordobeses, siempre los atacaron descaradamente y las más de las veces, impunemente. El camino real que une Córdoba tanto con el Perú como con las ciudades de Buenos Airesy Santa Fe, raramente está falto de muertes y robos, nunca de peligros. De tal modo los bárbaros asestaban sus golpes mortales a los viandantes o los amenazaban y nunca hubo ninguna seguridad. Y no los resguardaban ni las cimas de las más altas rocas ni los segurísimos escondrijos de los bosques. Los abipones supieron escrutarlo todo como perros de caza y raramente volvieron a sus chozas con las manos vacías. Entre las muchas muertes, referiré unas pocas que, por ser más recientes, las recuerdo mejor.

Muchos fueron muertos o capturados cuando estaban por las selvas más apartadas en busca de miel o de cera en los huecos de los árboles. El día de San José, apenas amanecía, irrumpió en el predio de Sinsacate, distante diez leguas de la ciudad, un gran malón de abipones a las órdenes de Alaykin. Regenteaba ese lugar el Presbítero Carranza, del clero secular; por aquel tiempo era muy frecuente que acudieran los pobladores de la zona al templo vecino de Jesús y María para intervenir en los oficios religiosos. Los bárbaros mataron o llevaron/79 cautivos a cuantos vieron, se llevaron a veinticinco entre negros y españoles; a muchos más degollaron y los demás se salvaron huyendo. Una mujer mulata hirió a un abipón que ya la amenazaba a punto de asestarle el golpe, arrebatándole la lanza que pocos años después, conservaba como trofeo en la localidad de Caroya, y que yo mismo pude ver, lo mismo que al abipón que la había poseído. Todo fue destruido en Sinsacate, robados los caballos y las mulas que colmaban los campos. El templo de Jesús y María se salvó por sus muros altos. Los soldados, excitados por la trágica noticia, acudieron desde Córdoba para vengar con la libertad a la turba de cautivos, ya que no podían devolver la vida a los muertos. Siguieron por un tiempo los rastros de los abipones en su huida; pero éstos para que no los persiguieran, habían cruzado sin demora una gran laguna, que para los cordobeses era como un mary que no podrían superar a caballo sin alguna embarcación. De modo que al no ver al enemigo tocaron a retirada. Aunque los cordobeses son eximios jinetes, poco valen para hostigar a los bárbaros, ya que no saben nadar ni andar ligero, casi todos ellos viven en sitios donde no tienen oportunidad o costumbre de nadar. Y en Paracuaria un soldado nada soportará si no sabe nadar. En esas vastasy campestres soledades corren ríos, arroyos o vados, y no se encuentran puentes o naves para atravesarlos, ni siquiera materiales con qué construirlos. Pero suponiendo que se los encontrara no sería posible ponerse a fabricar puentes o embarcaciones para perseguir al fugaz bárbaro o para tomarlo en sus campamentos, ya que para ello son indispensables la máxima rapidezy el silencio. Con los golpes de hacha y el estrépito de los obreros, los mismos soldados/80 españoles se delatarían y los bárbaros los descubrirían en seguida, o resolverían una rápida huiday atacarían a los españoles en otro lugar o momento distantes, lo que con frecuencia ha sucedido. Y no usaron carros en los que podrían transportar puentes o barcas, como suele suceder entre los europeos ya que alertarían a los bárbaros espías acerca de la llegada de los españoles frustrando la expedición con el ruido de sus ruedas; por otra parte retardarían la marcha ya que muchas veces se empantanarían en los bañados y tampoco podrían marchar con la rapidez de los jinetes. Como los antiguos cruzaron los ríos echados en pellejos inflados, así nosotros cruzamos la orilla opuesta, cuando hacíamos los viajes en Paraquaria sentados en un cuero de vaca cuadrado, cosido con cuerdas por los cuatro lados, levantado como un sombrero, mientras otro a nado lo sostenía con una cuerda. Y como en cada cuero (que los españoles llaman pelota) no podía sentarse más que uno, ¿cuánto tiempo, te pregunto, no sería necesario para que cuarenta o cincuenta soldados cruzaran un río, por angosto que fuera? De lo que seguramente deducirás que los soldados que no sepan nadar no son en absoluto aptos para las incursiones contra los bárbaros. Por esto deben ser preferidos los soldados correntinos, santafesinos, paracuarios o santiagueños a los cordobeses; porque desde niños están habituados a la natación y suelen atravesar los ríos más anchos jugando y riendo. Cuánto estimaron los romanos la ciencia de la natación, se deduce de Vegetio, Libro I, capítulo X:Natandi usum aestivis mensibus omnis sequaliter debet tyro condiscere; Non enim pontibus semper flumina transeuntur, sed et cedens, et insequens natare cogitur frecuenter exercitus. Saepe repentinis impríbus, vel navibus solent exundare torrentes. Et ignorantia (de nadar)non solum, ab hoste, sed etiam/81ab ipsis aquis discrimen incurrit. – Non solum autem, pedites, sed et equites, ipsosque equos – ad natandum exercere percommodum est, ne quid imperitis, cum necessitas incumbit, eveniet (14). Y añade acá que los romanos se deleitaron en el Campo de Marte, junto al Tíber, donde la juventud guerrera aprendía el arte de luchar y de nadar. ¡Ojalá los soldados cordobeses imitaran esta dedicación de los romanos! ¡Ojalá, también, los imitaran los europeos! Muchas veces aunque superiores en número no se atreven a atacar al enemigo próximo, pero separado por un arroyo, cuando les resultaría fácil superarlos si cruzan el río a nado. Recuerdo las hazañas que en nuestro tiempo realizaron los jinetes húngaros, croatas y esclavones (sic), eximios nadadores, en el Rhin, el Po y el Elba, con gran ganancia del ejército austríaco. Pero ya sigamos con las muertes soportadas por los cordobeses.

Hay un lugar entre Córdoba y Santiago que llaman el Río Seco por su torrente arenoso casi sin caudal con buen tiempo, pero que cuando descienden las aguas de lluvia desde los montes, crece como un río y tiene un curso rapidísimo. Aquí y allí, entre las cimas de los montes, se extiende una planicie rica en increíble cantidad de predios y de ganados de todo tipo y de pobladores. Debe su nombre a un grande y elegante templo dedicado a la Divina Madre construido con piedras; un gran concurso de gentes se llegan hasta él con exvotos de plata, para impetrar los beneficios celestiales. Apenas los abipones supieron la existencia de este lugar por cautivos españoles, los movió la esperanza de botín y la riqueza del lugar. Observados todos los detalles por los diestros espías, ocupan de improviso en larga fila los desfiladeros y todos los/82 caminos para que los españoles no pudieran darse a la fuga, y les tapan totalmente la salida. Todo cuanto encontraron en el campo o en las casas vecinas fue muerto o capturado sin que nadie les opusiera resistencia. El campo devastado por doquier. Una inmensa cantidad de caballos y de mulas fue la más anhelada prenda para los bárbaros. Todos los que escaparon a la muerte fueron dispersos en precipitada fuga y la fuerza llegó hasta el mismo templo; destrozaron a hachazos la puerta provista de láminas de hierro y trancas. Los ladrones sacrílegos levantaron en sus caballos cuantos utensilios sagrados de plata encontraron, las campanas de la torre y la misma imagen de la virgen, venerada en toda la provincia y otra de San José. Y para que no quedara nada de lo que habían robado ni ninguno de los que habían matado, regresaron cargados con las cabezas de los degollados como despojos de guerra. Sucedió por inspiración divina que por aquel tiempo se encontrara no lejos de allí el ya celebrado Barreda que, acompañado de un grupo de sus hombres meditaba no sé qué excursión contra los bárbaros. Enterado de la crueldad de los abipones vuela allí con los suyos y siguiendo día y noche los rastros de los que huían, descubre que van divididos en dos columnas. Su máximo deseo fue recuperar la imagen de la Divina Madrey vengarse con sus propias manos de los bárbaros. Y dudaba por un momento acerca de cuál de las dos columnas llevaría la sagrada imagen, para perseguirla. Los abipones que marchaban adelante dedicaron un rato a una ligera celebracióny los caballos pastaban ya sueltos; los encontró seguros de sí mismos, sentados en el suelo. En cuanto vieron a los santiagueños, ante la inesperada agresión, se escaparon a pie hasta la selva adyacente. Los santiagueños se dirigen rápidamente hasta la carga abandonada por los bárbaros y entre el botín ven con alegría la imagen de la Virgen./83 Recogieron los caballos del enemigo y quemaron sus monturas. La selva fue vigilada por un tiempo por los soldados para que no tuvieran oportunidad de escapar. Pero en vista de la pertinacia de los abipones en permanecer en sus escondites y el hambre de dos días de sus caballos ya fatigados por la carrera, compadecido Barreda, consideró que debían regresar. Una terrible tempestad que se había desatado el día anterior llenó de tal modo los caminos de agua y cieno que apenas quedaba un palmo de tierra donde los caballos posaran las patas seguros. Es increíble con qué grandes muestras de alegría los cordobeses siguieron a Barreda que volvía con la imagen de la Virgen; al verla parecían haber olvidado el cruentísimo estrago que habían sufrido tres días atrás. De la imagen de San José nada se supo en absoluto; fue arrojada en un lago profundísimo. Algunos años después cuando me dedicaba en aquel templo a mis tareas religiosas, apenas podía contener las lágrimas al observar aquella imagen cautiva de los abipones a quienes por ese entonces procuraba formar en la santa religión. Esa agresión hostil del Río Seco hizo que los cordobeses rodearan el templo con altos muros de piedray con cuatro torres para que no estuviera expuesto a las asechanzas de los bárbaros y para que los colonos próximos pudieran guarecerse en aquella fortaleza en caso de peligro.

Los abipones también penetraron en el valle de Calamuchita, rico en ganados, pese a estar encerrado por rocas; un negro fue el consejero y guía que realizó por mano de los bárbaros su deseo de venganza hacia un español amo suyo, que no había podido realizar por sí mismo Corrió mucha sangre; todo lo que abarcaba la vista fue destruido. Hasta Zumampay sus lugares vecinos, las muertes y robos fueron casi cotidianos. En el ría Verde, la parroquia de San Miguel fue totalmente/84 destruida por los repetidos asaltos y convertida en desierto. Yo mismo he visto allí las ruinas del templo y de sus casas. La región bañada por el río Segundo fue atacada y acechada por los abipones con pertinacia, y atacados los que viajaban hacia Santa Fe y Buenos Aires. El sitio llamado Cruz Alta les ofreció una admirable oportunidad. El terror que se había apoderado por las muertes infligidas crecía día a día. Por la magnitud del peligro inminente los carros que transportaban mercaderías debían ser acompañados por gran número de guardianes (los españoles los llaman tropas de carretas o caravanas). Para acompañar a las carretas se elegían los más miserables, los hombres de la ínfima plebe, provistos en su mayoría sólo de lanzas, casi nunca de fusiles, apocados, incapaces de vigilar y que por lo general eran muertos todos juntos. Una vez reducidos los carros a cenizas, los abipones tomaban como botín las mercaderías y las tropas de caballos y de vacas; esta tragedia fue muy frecuente y funesta para los comerciantes. Dejando de lado otras más antiguas, conviene referir una sola más reciente. Los abipones atacaron una caravana de más de veinticinco carros cordobeses destinados a la ciudad de Santa Fe, al día siguiente de su partida y a pocas leguas de la ciudad. El conductor y los guardias estaban merendando como era su costumbre (excepto uno que apacentaba los animales), y todos fueron muertos; entre ellos se encontraba el Padre Santiago Herrera, de nuestra Compañía, que había sido designado para las misiones guaraníes; su bonete y sus ropas fueron llevados por los bárbaros como trofeo de guerra; el breviarioy otros libros, esparcidos por el campo. Kebachichi, el jefe de la expedición siempre se presentó en/85 sus reuniones públicas cubierto con las ropas sacerdotales y el bonete, porque le mantenían fresco el recuerdo de tan grande hazaña. Él mismo, años más tarde agregado a la misión de San Jerónimo, ofreció al Padre José Sánchez, compañero mío, ese bonete, cuando nos visitó en la nueva fundación de la Concepción. Pero como éste no lo aceptara, ofendido por el rechazo decía con voz amenazante al Padre: "¿Te atreves a rechazar el sombrero? ¿No sabes que yo he sido matador de los Padres?". Aunque para decir la verdad, no él sino algún otro funesto viejo, muy conocido por mí y compañero de Kebachichi fue quien hundió la lanza en el Padre Herrera. El Teniente de Gobernador de Santa Fe y aquellos que habían sido despojados de sus bienes o de los carros, se dirigieron al Chaco con algunos cientos de hombres para vengar la injuria, pero en realidad el resultado de esta empresa no fue nada honroso; pues llegaron a algún campamento de abipones, pero éstos se declararon inocentes e ignorantes de las muertes perpetradas. Mientras tanto, divulgada la noticia de la llegada de los soldados españoles afluyeron uno y otro grupo de abipones y poco a poco se fue reuniendo un grupo tan grande de ellos que el Teniente del Gobernador atemorizado consideró que no debía saludarlos como a enemigos con plomo y pólvora, sino como a amigos, con pan y otros regalitos, mientras sus soldados se indignaban por la timidez de su jefe. Temiendo un regreso peligroso y funesto, aceleró la partida hacia la ciudad, perseguido por un tiempo por los abipones, que los seguían por la espalda. Los mismos soldados que intervinieron en la expedición me contaron que aquel retorno tan lleno de pruebas, más que una marcha parecía una huida. Por la impunidad de sus crímenes y por la desidia de algunos españoles, los bárbaros, cada día más audaces, no dejaban nada/86 de lado para sus intentonas. Pero se aterran si alguien con un poco de audacia les hace frente en sus asaltos y los amenaza con un fusil. Esto lo experimentó más que otros Galarza, el Teniente del Rey en Córdoba. El mismo Kebachichi con algunos de sus abipones le interceptó el paso cierta vez que regresaba de Buenos Aires conduciendo algunas carretas; habiendo visto a lo lejos al enemigo, bajó del caballo para poder empuñar mejor el fusil. Como llevaba puesto un manto que usan en los viajes (lo llaman poncho), que le caía desde los hombros, lo sacudió con fuerza para no verse trabado al manejar el arma; el caballo asustado se escapó y un abipon lo tomó, ya que estaba adornado con preciosos jaeces, aperos de plata, y fusiles de mano. No obstante ninguno de los enemigos se atrevió a acercarse a las carretas porque Galarza, las defendía amenazante con el fusil. Yo creo que ni tenía balas, porque como se había dejado en la carreta la provisión de pólvora y balas pidió a un sirviente suyo le alcanzara migajas de pan para cargarlo; este hecho me lo contó entre otros un laico de nuestra Compañía, Miguel Angel Amilaga, que entonces acompañaba a Galarza. Este demostró siempre en las grandes dificultades gran presencia de ánimo, y el haber mostrado el fusil, aunque inofensivo, fue suficiente para aterrar y dispersar al enemigo; aunque no pudo impedir que le robaran las vacas y los caballos que estaban más alejados de las carretas. El guardián de estos animales recibió tantos azotes que al día siguiente expiró. Parece que el Fortín vecino de Mazangani atemorizó también a un grupo de diez y ocho abipones que intentaban otras cosas (por ese entonces no más de ese número andaban con Kebachichi). Yo había oído hablar y ponderar muchas veces a ese fortín de Mazangani como una fortaleza, y/87 me la imaginé provista de guarniciones de soldados, torres con cañones, trincheras, muros y fosas. Pero ¡cuán equivocado estaba! Pues haciendo el viaje de Buenos Aires a Córdoba, me encontré con que Mazangani era un cuadrado de no mas de cuarenta pies, rodeado de troncos y ramas espinosas, a su costado hay una choza con techo de paja, construido pobremente de barro y madera, habitada por un mísero hombrecillo que hace allí las veces de gobernador, vigía y guardia, llamado en lengua vulgar "mangrullero". En medio del área han colocado un alto árbol para observar desde él cualquier bárbaro que amenace en la planicie circundante. Tanto para atemorizar a éstos como para avisar a los vecinos de su llegada detona un fusil ¡Ah, la verdadera imagen de aquella horrible fortaleza! Pese a ello, los que llegaban hasta ella creían estar seguros como en un puerto. De esto deduce qué poca cosa es suficiente para atemorizar a aquellos héroes bárbaros. Pero con el tiempo aprendieron por experiencia, y cada vez más audaces, pronto se rieron de estas defensas; arrojando fuego con flechas destruyeron los setos, los tugurios y sus defensores. De modo que los españoles, velando por su seguridad, construyeron en distintos lugares pequeñas fortalezas de ladrillos y piedra provistas de cañones; pero de poco habrían de servir si sus guerreros carecen de espíritu. Tan cierto es aquello de Salustio:Audacia pro muro habetur (15).

El campo de El Tío, que está entre Córdoba, y Santa Fe, de más o menos treinta leguas carentes totalmente de cultivo humano, fue siempre muy peligroso para los que por allí pasaban, y las más de las veces, fatal. Pues no sólo el desierto, sino también la extensa selva que recorre la llanura de Norte/88 a Sur, ofrece a los abipones oportunidad para robar y acechar; sobre todo siempre había peligro junto al Pozo Redondo, nefasto por las muchas muertes provocadas por las celadas de los bárbaros, siempre escondidos en la selva cercana. Durante las prolongadas sequía, no encontrarás en el dilatadísimo campo ni una gotita de agua, ni una partícula de leña con qué alimentar el fuego. El Pozo Redondo y su selva adyacente proveerán de ambas cosas; por eso, los que pasan por allí lo eligen para merendar o pernoctar. Para quienes recorren aquella inmensa planicie, nada más deseado que el agua salvadora que aplaque su sed; pero nada tampoco más temible, porque no pueden acercarse allí sin peligro de muerte, ya que en ese sitio los mocobíes y los abipones suelen acecharlos, porque lo saben frecuentado por los transeúntes españoles. Como los piratas de Argel y Marruecos suelen atacar cerca del promontorio de San Vicente en Algarvia tomando a menudo, con toda facilidad, las naves que vuelven de América. Dos veces pasé por el Pozo Redondo con cuatro acompañantes españoles; la primera, vez sentimos un gran temor por el recuerdo de las muertes recientemente perpetradas allí, la segunda más molestias, pues una sequía de dos años que había dejado sin agua los cauces más pequeños había secado también totalmente esa aguada. Debíamos proseguir la marcha con sed, agotados también los caballos que llevábamos; pero aquella misma noche se descargó una terrible tormenta que nos arrojó agua con toda su fuerza. Nuestro temor fue acrecentado por nuestro guía, el anciano Jacinto Báez que decía que un español que en Europa había peleado en muchas guerras y había sido gobernador real, tiempo atrás había pasado por allí y pernoctado sin inconvenientes. Los soldados paracuarios que lo acompañaban afirmaban que ese lugar, expuesto a las insidias de los abipones, era digno de temer; él respondió con palabras elocuentes que esos/89 ladronzuelos americanos son más dignos de risa que de temor. Pero cuando los abipones nos atacaron al amanecer de tal modo lo impresionaron con sus gritos y su aspecto, que por pudor no puedo describir lo que dejó al descubierto. Los bárbaros robaron los caballos y todo lo que encontraron a su paso; y aquel héroe europeo debió su vida a los compañeros paracuarios que hicieron frente al enemigo; también aprendió a temer a los indios, a los que antes por inexperiencia, despreciaba. Los españoles paracuarios comentan con risa a los europeos tan pagados de sí mismos esta historia honrosa para ellos. En los últimos años que pasé en Paracuaria se cuidó por la seguridad del campo que llaman del Tío, tan extendido a lo largoy a lo ancho. Cuando el oficial de caballería Alvarez lo proveyó de límitesy defensas, se refrenó increíblemente la licencia de los abipones que antes no dejaban nada intacto, ni nada sin intentar.

Y en verdad nosotros hemos visto cuánto temor esparcieron por doquier cuando realizamos el viaje de 140 leguas Córdoba acompañados por algunos criollos hispano indígenas desde el puerto de Buenos Aires adonde poco antes habíamos arribado sesenta compañeros europeos. Nuestro acompañante tenía unas cien carretas, cada una tirada por cuatro bueyesy por ocho si debían cruzar algún pantano. El cochero los azuzay dirige con una larga pértiga y muchas veces va precedido por un jinete que le sirve de guía. Las carretas se apoyan en dos ruedas de gran tamaño; llevan un techo abovedado, cubierto con pieles de buey, para que corra el agua de lluvia; los costados están cerrados sólo por esteras o tablas/90 de modo que parecen unas cestas; a los carros de esteras los llaman "carretas", y los de tablas "carretones". En todas ellas no hay nada de hierro. Se subey baja por una escalera en la parte de atrás, donde hay una puerta; en la parte delantera tiene una ventana. Cada uno, o a veces dos, tiene una carreta; porque les sirve de casa, comedor y dormitorio. En medio de ella, se coloca un colchón en el que viajábamos acostados y nos sucedió que más de una vez, como los navegantes en el mar, sentíamos deseos de vomitar en los primeros días. Muchas veces debíamos hacer el camino de noche, ya que los bueyes no podían soportar durante el día muchas horas por el calor. A cada carreta se le asignaba seis yuntas de bueyes para poder alternarlos; de modo que mientras unos trabajan los otros descansan. De donde se deduce que cien carretas necesitan mil doscientos bueyes, y se hace necesaria una multitud para custodiarlos y pastorearlos. Cada una necesita también muchos caballos. Los cocheros y los jinetes que preceden a cada carreta, apenas toleran otro alimento que carne de vaca, lo mismo que los que van en las carretas. Para llenar tantos estómagos hace falta un gran número de vacas cada día. Deduce de esto qué multitud de hombres y animales avanzan cuando cien o doscientas carretas de este tipo marchan en caravana a través de esas soledades de ciento cuarenta leguas, y qué tremendo estruendo, ¡oh, Dios! producirán ya que sus ruedas nunca están engrasadas. A veces el roce prolongado de la madera enciende una chispa que incendia la misma carreta. Muchas cosas me queda por contar, que vuelve casi inaguantable el viaje a los que recién llegan de Europa. No encontrarás más que prediosy tugurios, exceptuando unos pocos, entre Buenos Aires y Córdoba; un campo falto de pobladores, casas, árboles, arroyosy colinas, pero repleto de caballos y asnos/91 salvajes, avestruces, gamos, zorrinosy, por todas partes, tigres. La leña con que alimentar el fuego y el agua necesaria para los usos domésticos debía ser transportada en la carreta, como en las travesías de alta mar El agua de lluvia caída se estanca en charcos formando tal lodo que apenas es digna del nombre de agua, era bebida, o más bien devorada por nosotros muchas veces, aunque ni los animales, si no estaban demasiado sedientos se atrevían a beberla. Y si llega a faltar la lluvia, se cierra totalmente todo camino. Esta inmensa soledad nos amenazaba cada día cuando la atravesamos con nuevas molestias y nuevos peligros, mayores que los que hacía poco habíamos soportado en una travesía de tres meses a través del océano. Casi no pasaba, un momento del día, ni una noche sin que los vigías españoles no anunciaran, con sus silbidos o con las flautas, que se oían desde lejos, a los bárbaros. Cuando los entendidos daban crédito a los vagos rumores, se colocaban casi todas las carretas en círculo para su mutua defensa y se las proveía de fusiles y lanzas. Pero si otros provistos de mayores defensas han sucumbido a manos de los indios feroces cuantas veces hicieron este camino, o creían ver movimiento de abipones en cuanto pasto algo alto encontraban; y si los nativos paracuarios temían hasta la sombra, ¿cómo no nos aterrorizaríamos nosotros, nuevos en América? Una noche se temió más de lo que puede creerse cuando el principal conductor de las carretas encontró reunidos a todos los caballos bayos; ya se los creía presa de los abipones, y no pocos soñaban ya que serían atacados por ellos. Pero había sucedido que dos españoles de mala entraña que a nuestra vista se habían escapado, habían robado del predio, no sé cómo a escondidas, la/92 tropa de caballos de ese color. Fue inútil todo el temor de los enemigos. No se nos apareció ningún bárbaro y atribuimos esa felicidad a la Divina Providencia, cuando nos constaba que aquél camino había sido durante muchos años teatro letal de muertes y latrocinios. Tantos miles de caballos, tantas tropas de ganado, tantos cautivos, tantas cabezas de cordobeses miserablemente asesinados, fueron trasladados al Chaco por los abipones. Todos los caminos de Córdoba, húmedos de sangre humana provocaban aquel temor a los que llegabany sobre todo a los pobladores de modo tal que nunca nadie se sentía seguro. Sólo queda discutir ahora tan grande paciencia de los cordobeses que, tal vez más que admirarla, haya que compadecerla.

 

EXPEDICIONES DE LOS CORDOBESES CONTRA LOS ABIPONES

¡Eh, tú! – me dirás – ¿De tal modo el espíritu de los cordobeses se endureció con tan grandes matanzas que ya ni las sentían? ¿De tal modo se enfriaron que ni siquiera pensaban en una venganza? ¿Es que ya no había en Córdoba, fuerzas ni armas? Nada de esto faltaba en tan floreciente ciudad. Y con el permiso de los varones más nobles, diré lo que siento. Tienen doce mil hombres dispuestos a combatir. Pero tanto a los hombres como a sus jefes, les falta suerte y no sé qué otra cosa. Córdoba abunda en caballos robustos y fuertes. Nunca/93 hubo juventud más intrépida; para ellos la destreza en la equitación no es un arte sino algo natural; sus cuerpos están llenos de vigor y fuerza; sumamente deseosos de gloria militar. Hubieran sido suficientes no sólo para exterminar a los abipones, sino también para expugnar todo el Chaco. Todo lo hubieran podido, si por vano temor no hubieran pensado, que nada podrían. Deprimidos por el recuerdo de las muertes recibidas, no se atrevían absolutamente a nada en contra de los abipones, de modo que la fortuna que suele ayudar a los audaces, los abandonaba. Las más de las veces fueron vencidos por el aspecto de los bárbaros y no por sus armas, considerándose inferiores a ellos. Livio en el libro XXVII afirma:fama bellum conficit, et parva momenta in spem, impellunt animos (16). Escucha algunas expediciones de los cordobeses, siempre terminadas en triste o ridículo fin.

Los abipones recorrían los límites del río Segundo viviendo allí Algunos grupos de cordobeses se dirigieron para exterminarlos; el enemigo fue descubierto en pleno campo, de modo que se enfrentaron los ejércitos de españoles y abipones. Se amenazaron mutuamente durante un rato, pero ninguno de los dos se atrevió a iniciar la pelea. Uno de los abipones, cansado de la demora bajó del caballo y a pie y provisto sólo de una lanza se acercó a las filas de los españoles provocando a cualquiera de ellos a un combate singular. No faltaron soldados que se hubieran prestado a ello, pero su jefe los conminó a que al primero que moviera un dedo lo castigaría con la muerte. En vista de ello los españoles con paso lento se fueron cada uno por su lado y los abipones regresaron impunes; aunque no como otras veces, en esa oportunidad hubieran podido ser muertos por los españoles por la superioridad tanto numérica como de armas si el jefe de los cordobeses hubiera/94 tenido tanta grandeza de ánimo como oportunidad de vencer. Esto lo supe por un español nacido en Valencia y que vivió un tiempo en Córdoba, más tarde oficial superior de los vigías en Santiago, que había intervenido en esta ridícula expedición. Muchas otras veces los oficiales cordobeses dejaron escaparse de las manos la ocasión de un triunfo; y mientras se abandonaban a su timidez los bárbaros se volvían más osados. Ponían excesivo cuidado en su propia salvación, pero se preocupaban poco por su fama. Quisieron ser cautos, pero eran tímidos e indolentes. Para apaciguar a ese pueblo que bramaba con la dureza de sus robos, una y otra vez fueron enviadas expediciones al Chaco, con tan gran número de soldados, con tanto ruido, que podrías creer que nuevamente era atacada Troya. Pero sin ningún beneficio. Y no hubo sólo una causa: los delicados guerreros siempre debían llevar por delante ingentes tropas de caballos y de vacas para poder cambiar de caballo con comodidad y para que nunca les faltara carne fresca en la mesa. La multitud de animales retardaba la marcha. Había casi más jefes que soldados; de modo que había muchísimos que impartieran órdenes y muy pocos que las pusieran en práctica. Si ambicionaran los títulos de las dignidades militares tanto como los merecieran, hace tiempo que hubieran combatido contra los bárbaros. Añade a esto los mulos cargados y los carros que transportaban las provisiones, segurísima impedimenta del camino. Y el jefe supremo usaba un carro de guerra especial para su pompa. ¿Qué paracuario podría contener la risa? Yo mismo vi en el Chaco un lugar en donde ese y todos los demás carros debieron ser quemados por los cordobeses una vez que rodeados totalmente por lagos y pantanos no podían avanzar ni regresar. Ese lugar ser llamó, y aún hoy es llamado entre los abipones,Nauglina, por aquellos carros destruidos. Todo a lo largo y a lo ancho hasta donde/95 la vista abarcaba, no había un palmo de tierra donde posarse; de modo que podría considerarse un verdadero milagro poder sacar los pies o las patas de sus caballos del cieno y del agua. No había duda de que los caminos por los que debería llegarse hasta los escondites de los bárbaros, hasta a ellos mismos les resultaban temibles. El comienzo de la victoria y su mayor parte es la transitabilidad de los caminos. La naturaleza de aquel suelo es tal que después de una prolongada sequía se seca como la roca y niega el agua hasta a la más pequeña avecilla. Pero si arrecian las lluvias no encontrarás un sitio donde caminar o echarte. El campo carece tanto de fuentes como de rocas y colinas, extendiéndose en una inmensa planicie que en las crecientes suele parecerse a un temible lago. Otras veces el camino se ve interceptado por lagunas formadas con el agua de lluvia; y los soldados, aunque sepan nadar, se ven demorados; y si no lo saben les queda vedado el paso ya que carecen de vados, puentes o barcas. Ya he dicho que todas estas cosas eran reemplazadas por un cuero de vaca, pero como en cada cuero no podía ser transportado más que uno por vez, para que cuarenta soldados lleguen de este modo a la orilla opuesta se necesitaba mucho tiempo y mucho ruido que advertía a los enemigos que, o se escapaban, o atacaban a los españoles desprevenidos y separados por el río. Si me lo permites, diré la causa principal por la que los cordobeses volvieron a sus casas las más de las veces sin gloria pese a haber visto a los bárbaros: no sabían nadar.

Considero que Landriel, ya celebrado por mí en otro lugary que con mucha frecuencia debe ser celebrado, es el autory el más elocuente testigo de este hecho. Los cordobeses lo tomaron algunas veces como guía de ruta cuando se disponían a hacer alguna excursión al Chaco. Y en verdad bajo su dirección/96 y consejos llegaron con felicidad a la costa oriental del río Malabrigo (que los abipones llamanNeboke latél, "madre de las palmas") en un camino de muchos días. En la orilla opuesta los abipones riíkahes no sólo solían deambular, sino que con frecuencia establecían sus caseríos. Era tarea ardua descubrir sus escondrijos, esa era la finalidad de esa expedición; pues todo el campo estaba tan inundado que era imposible observar ningún rastro de hombre ni de animal. Sobresalían del agua altísimos hormigueros en uno de los cuales Landriel vio un panal de miel recién sacado (que llaman Lechiguana). Guiado por este rastro, escrutando a uno y otro lado, descubrió por fin un gran campamento de indios. En ese mismo día hubieran podido atacarlos, someterlos, espoliarlos y destruirlos si Landriel hubiera estado al frente de santiagueños, correntinos o santafesinos, excelentes nadadores, y no de cordobeses, tan desconocedores de la natación. Pues cuando llegaron a la vista de los bárbaros, era necesario cruzar el río Malabrigo, carente por aquel tiempo de vados, muy desbordado y sin puentes. Todos los soldados unánimemente consideraron oportuno cruzarlo en el cuero de vaca; pero esta travesía, por rápido que se hiciese, les habría llevado todo el día; entre tanto los abipones, avisados por el ruido que harían los hombres, cuanto más por los relinchos de los caballos, poniendo a salvo en lugar seguro a sus familias, sin duda atacarían a los cordobeses ya nada temibles divididos por el río y los atacarían y vencerían sin ningún trabajo.

En vista de estas consideraciones, pareció que debía apresurarse el regreso, que en verdad no carecía de peligro ni de molestias, pero que era preferible, por lleno de pruebas que fuera. Más cayendo que marchando hicieron de vuelta el camino/97 que estaba resbaladizo por la lluvia y peligroso por los profundos pozas que se habían formado por el agua caída. Escucha, el origen de estos pozos: infinitos rebaños de vacas que estaban expuestos sin ningún dueño colmaban todos los campos, cuando los toros se enfurecen suelen clavar los cuernos en tierra; de allí que por todas partes haya esos pozos tanto más peligrosos cuanto que, cubiertos por el agua, no pueden ser descubiertos ni evitados por los jinetes. Miden más de un codo de ancho y de profundidad. Si uno de los cordobeses llega a caer con su caballo en uno de esos pozos oculto bajo el agua, lo seguirán todos sus compañeros. Advertidos por Landriel de que doblaran a derecha o izquierda para evitar algún pozo donde él primero tropezó, cumplieron raramente la orden. "Así fue – me contaron – allí nuestro compañero desaparecía, pero después lo veíamos resurgir incólume; si doblábamos por otro lugar caíamos en un profundo pozo de donde apenas podíamos salir sin lastimarnos". Esto lo vio Landriel con risa, y me lo contó más tarde. Yo mismo en frecuentes viajes, he conocido estos caminos. Y diré, casi con ansiedad, que los jinetes debían caer entre aquellos pozos como cuando se navega en medio del mar entre rocas ocultas. Con razón los españoles los llaman Pozos porque se llenan del agua de la lluvia y durante un tiempo la guardan para utilidad de los viajeros cuando los campos y las selvas se tornan más áridos por la sequía.

De esto que he escrito podrás deducir que las expediciones de los cordobeses no sirvieron para refrenar o atemorizar a los bárbaros sino para confirmarlos en su propósito de robar. Tanto más libremente insistieron en vejar las colonias de Córdoba cuanto más evidente les resultaba la incapacidad de los soldados cordobeses y en cuanto no podrían, por más que lo/98 quisieran, repeler las muertes con las muertes y las injurias con injurias, sintiéndose defendidos por las mismas dificultades de los caminos en el Chaco, sede de los abipones. Para velar por una mayor seguridad de los mercaderes, fueron pagados por fin soldados que vigilarían en los caminos y las fronteras. Vara pagar a los soldados se estableció un impuesta a la yerba paracuaria que era transportada en carros al Perú. Pero este recurso, resuelto con el mejor de los consejos, aunque mermaba en gran manera las ganancias de los mercaderes, casi no impidió la licencia ni la frecuencia de los robos; ya que los bárbaros entonces engañaban con astucias a ese pequeño puñado de soldados, o los atemorizaban con su número, y las más de las veces los despreciaban. Ya habrás sabido otras cosas sobre las obstinadas asechanzas a los cordobeses que los abipones acarrearon durante muchos años, que fueron conocidas por todos y la mayoría publicadas en Madrid. Después que establecimos a la mayor parte de los mocobíes y de los tobas en misiones, la provincia, ya libre de tantos enemigos, comenzó a respirar. Algunos de ambos pueblos que se empecinaban en su antiguo odio hacia los españoles, y vagaban fuera de aquellas fundaciones, aunque vejaron y devastaron el campo de Santa Fe y Asunción, casi no molestaron dentro del territorio de Córdoba. Esta tranquilidad se debió al jefe militar Alvarez y al santiagueño Benavídez, procurador en Río Seco. Ambos pusieron todo el cuidado posible mostrándose perspicaces en refrenar a los bárbaros, inflexibles en rechazarlos y férreos en guardar los límites que se les adjudicaron; estos jefes, que parecían haber nacido en Córdoba, pudieron contar en un tiempo tantas victorias como estragos habían sufrido. Los pobladores de las misiones que fueron tan buenos ciudadanos como jinetes, fueron también buenos soldados con su conducción y su ejemplo. En verdad/99 un jefe próvido e intrépido presta a la tropa lo que el corazón y la cabeza al cuerpo humano. Inspira confianza, sagacidad y animosidad a los ánimos de los más perezosos y temerosos. Esto ha sido para mí sumamente palpable: después que los cordobeses se volvieron más audaces y vigilantes gracias a sus jefes Alvarez y Benavídez, varones tan valientes, los abipones comenzaron a ser más temerosos en sus ataques, máxime cuando uno de ellos fue capturado en el campo por un soldado cordobés, y otro, Pachieke, hijo del célebre cacique Alaykin tan dañino, fue muerto. Yo los conocí a ambos. Sería nefasto ocultar estas hazañas en Europa, para que no piense alguien que los abipones no podían morir, o que los cordobeses no sabían matar. Cuando nosotros debimos regresar a Europa, procuramos que la mayoría de los abipones permaneciera en las misiones que habíamos fundado para ellos; para provecho de los españoles; pero en seguida les volvieron la espalda. Dejando de lado la amistad y la paz en que habían vivido con éstos, retomaron las armas, y ¿qué sucedió? Ellos ya sabían que deberían luchar con los bárbaros, muy enojados y turbados por su nostalgia hacia nosotros. Por mi gran afecto hacia todo lo que sea de Paracuaria, ruego ciertamente que siempre se goce de la tranquilidad de la paz y de buena fortuna en la guerra, aunque, conociendo por experiencia de qué son capaces los abipones cuando se los deja solos, apenas me atrevería a esperar. Hasta aquí he recordado las muertes provocadas y sufridas por los abipones; cuán temible y cuán funesto fue para toda la provincia este pueblo de bárbaros; de qué poco sirvieron las armas de los españoles para apaciguarlo. Queda sólo por hablar de lo que hicimos por civilizarlos e instruirlos y los frutos obtenidos.

 

Fuente (Enlace Interno):

HISTORIA DE LOS ABIPONES - VOLUMEN III

Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER,

Traducción de la Profesora CLARA VEDOYA DE GUILLÉN

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE

FACULTAD DE HUMANIDADES

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

RESISTENCIA (CHACO) - ARGENTINA, 1970






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