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HÉCTOR FRANCISCO DECOUD

  LA MASACRE DE CONCEPCIÓN - Obra de HÉCTOR F. DECOUD - Año 1991


LA MASACRE DE CONCEPCIÓN - Obra de HÉCTOR F. DECOUD - Año 1991

LA MASACRE DE CONCEPCIÓN

Obra de HÉCTOR F. DECOUD

 

 

La aparición de los acorazados brasileros en las aguas de Concepción en febrero de 1868, produjo gran conmoción en la ciudad, que recibió intimación de rendirse. Aunque el comandante de la plaza, Juan Gómez de Pedrueza, se mantuvo siempre leal a López, fue apresado y torturado por sospechas de conspiración, juntamente con otros notables de Concepción. El tratamiento dado a Gómez de Pedrueza motivó la deserción de algunos, lo que motivó a López a mandar una expedición retaliatoria, bajo el mando del mayor Gregario Benítez, alias Toro Pichai, con orden de lancear a los traidores. Las tropelías de Benítez son el tema del siguiente texto de Héctor F. Decoud.

El mariscal López, en consecuencia, llamó al sargento mayor, Gregorio Benítez, Toro Pichai (Desde 1883, el autor lo tuvo consigo a este sujeto, como su resguardo en las luchas electorales, en que actuó, y después, por muchos años, como capataz de su establecimiento rural de Emboscada. De aquí proviene, la relación de todos los informes de la actuación de aquel hombre, corroborada por muchos vecinos de Concepción, a más de los documentos auténticos en poder del mismo autor.), que se encontraba en Tacuaral, hoy Ypacaraí, al mando de un destacamento, en la vanguardia del ejército; y lo despachó a Concepción con la arden de ir a castigar, severa e inmediatamente, a todos los oficiales, soldados, familias y demás complicados en la supuesta entrega de la plaza, cuyos nombres figuraban en la lista que le dio, agregándole que, para el mejor cumplimiento de la comisión, se le proporcionarían los mejores lanceadores del ejército.

El mayor Benítez, era uno de los jefes más bárbaros e inhumanos con que contaba el ejército, y como tal, la comisión confiádale, fue por indicación y a sabiendas del jefe del estado mayor, general Resquín, quien estaba con el ánimo predispuesto contra las familias decentes de Concepción, desde el tiempo en que se encontró al frente de la comandancia militar de aquel departamento.

Bien se explica, entonces, la elección de la persona que, cual tigre cebado, iría a destrozarlas despiadadamente y con la más refinada crueldad.

…………………………………………………….. .

El jefe del estado mayor del ejército, general Resquín, puso a las órdenes de Toro Pichai, para la campaña a emprender, cinco Acá Iboty (Acá Yboty (cabeza florida). Nombre dado a un escuadrón de lanceros, que se hizo famoso, desde San Femando en adelante, por inhumanos hasta la exageración) y dos ayudantes, como también una orden del fiscal de sangre, capellán mayor, Fidel Maíz, dirigida a sus colegas, los presbíteros Juan Isidro Insaurralde, Francisco Regis Borja y Manuel Velázquez, que... se encontraban en comisión en el departamento de Concepción, para que se pusieran a las órdenes del predilecto comisionado.

Estos verdugos habían adquirido tanta nombradía por sus hazañas de sangre, que no había diversión o reunión de las mujeres en los campamentos, en donde no fuesen invitados, y siempre preferidos, por el temor que infundían. La triste celebridad de estos verdugos consistía en el alarde que hacían de atravesar con sus lanzas, sin el menor indicio de conmiseración, el cuerpo de los ajusticiados, repitiendo la operación con suma destreza y agilidad, hasta dejarlos cosidos a chuzazos, por manera que hubiese absoluta seguridad de su muerte. Las mujeres del campamento acostumbraban llenar de flores los kepis de los lanceadores, particularmente después de cada ajusticiamiento, en previsión de una malquerencia. De aquí el nombre o la designación de Acá Yboty.

Listo ya para partir, fue Toro Pichai a ponerse a disposición del ministro de la guerra, Caminos, de los fiscales de sangre, comandantes Franco, Aveiro y Centurión, quienes le ordenaron que se ciñera en un todo a los procedimientos observados con los traidores en San Fernando e Itá Ybaté, bajo apercibimiento de que, si así no lo hacía, sería declarado traidor a la patria y penado como tal.

Toro Pichai, con esta amonestación, el pliego para los capellanes de Concepción, la lista fatal entregádale por el mariscal López, sus dos ayudantes y cinco Acá Yboty, se largó, a fines de abril, por la carretera que conducía a Concepción. Le acompañaba también el alférez de caballería, Ventura Limeño, nombrado recientemente jefe de Horqueta.

Después de pasar la villa de San Pedro se encontró con unos chasques del comandante de Concepción, enviados al campamento del mariscal López, quienes le informaron que algunas de las familias que precisamente figuraban en su lista se encontraban en Tacuatí. Resolvió entonces, dirigirse a este punto.

Sediento de sangre como iba el salvaje comisionado, así que echó pie a tierra en el pueblo de Tacuatí dispuso la reunión inmediata de todas las familias concepcioneras que se encontraban allí, operación que se llevó a cabo antes de veinte minutos, porque la casa más lejana de la guardia policial, como llamaban a la jefatura política, no distaba unos ochenta metros. Y bien sabido es, que en aquel entonces, una orden como la de Toro Pichaí, se cumplía sin pestañear y a toda carrera.

Las familias fueron colocadas en fila, en la plaza de la iglesia, sacándose ocho señoras y señoritas de entre ellas, pertenecientes a las de García, Ruda y Villa, que fueron conducidas a uno de los costados del cementerio, distante como cien metros de allí, y donde, en presencia de toda la población, fueron desnudadas hasta de la camisa, y luego lanceadas despiadadamente, sin ninguna formalidad previa y sin los consuelos espirituales, al menos.

Bien muertas las ocho, el siniestro comisionado pasó a las casas de estas desgraciadas, y comenzó a recoger personalmente de cada una de ellas todas las alhajas, dinero y ropas que habían pertenecido a las difuntas, quedándose él con todo lo de más valor y entregando el resto en la guardia, con la orden de ser enviado prontamente al mariscal López.

………………………………. .

Al día siguiente, 29 de abril, muy temprano, Toro Pichai continuó su marcha en dirección a Horqueta, en donde entró en la mañana del 2 de mayo, luciendo en el cuello una verdadera sarta de preciosos rosarios, cadenas y collares de oro, y excepto los pulgares, los demás dedos de las manos completamente cubiertos de anillos, también de oro, con incrustaciones de piedras valiosas, todo ello fruto del despojo hecho a las desventuradas familias traidoras que acababa de sacrificar.

El sanguinario comisionado, con lalista de las distinguidas familias concepcioneras formulada por su protector el general Resquín, bajo la inculpación de complicidad en la supuesta traición de Gómez de Pedrueza, y entregádale por el propio mariscal López; lo primero que hizo fue mandar recoger en la guardia policial a veintitrés, entre señoras y señoritas de las más notables de Concepción, calificadas de traidoras por el mariscal López y que se encontraban residiendo entonces en aquel pueblo, por cuyo motivo, de Tacuatí se habían dirigido allí. A la esposa del comandante Gómez de Pedrueza, Felicia Irigoyen, y a Carmen Agüero, madre de Rafaela, Josefina y Aurelio Agüero, las mandó colocar del cuello en el cepo Ybyrá Cuá (Traducción literal: madera con agujero. Instrumento que sirvió para dar tormento, inventado por la inquisición e introducido en el Paraguay durante la dominación española. Está formado por dos tablones gruesos y pesados, con varios cortes en forma de media luna, practicados a lo largo de los bordes de los mismos, y que, unidos entre sí, presentan, en la raya divisoria del medio, unos agujeros redondos equidistantes, con los cuales se aprisiona la garganta o la pierna del que se trata de torturar, manteniendo cerrado el conjunto por medio de un candado o dispositivo equivalente.).

Para la segunda señora, llevaba el comisionado recomendaciones especiales en el sentido de que fuera una de las primeras de las que se ejecutasen, por tratarse de la madre de tres hijos de su hermano Benigno López, cuya inmolación, ejecutada a impulsos de su desenfrenada codicia, le remordía constantemente la conciencia, por lo que trataba de exterminar toda la descendencia del mismo.

Hasta muchos años después de la guerra del 64, las policías de campaña tenían un Ybyrá Cuá, para asegurar a los criminales, cuyos tormentos estaban en proporción directa con su mayor o menor tiempo de permanencia en el aparato de suplicio, o en la altura de éste, de modo que permita apoyar en el suelo mayor o menor porción de su cuerpo, como también con relación al ángulo formado por las piernas sujetas dentro de los agujeros, pues cuanto más abiertas estén aquéllas, la posición es más violenta.

Inmediatamente de la prisión de dichas señoras y señoritas, el jefe de la pandilla, acompañado del mayor Bernal, fue a recorrer las casas de las mismas, en las que se incautó del dinero, alhajas, ropas, y de todo cuanto de apetecible halló en ellas. Mandó llevar lo más valioso a su casa, y repartió a los países tonsurados, ayudantes y Acá Yboty de la cuadrilla, las monturas y otros objetos chapeados en plata. Las mejores ropas, las repartió a las mujeres que le seguían siempre, y las de poco valor, mandó arrastrarlas por las calles, en medio de vivas al mariscal López, y mueras a las traidoras y cómplices de los brasileros.

Mientras tanto, se estaban construyendo a toda prisa, dos cuartuchos cerca del sitio elegido para la ejecución de estas desventuradas familias, víctimas inocentes del furor de aquel hombre sin piedad y sin corazón, que prevalecido de su poder absoluto fulminaba la muerte en torno suyo. Los dos cuartuchos fueron levantados toscamente, de ramas apoyadas a cuatro estacones, formando a guisa de paredes, gajos de árboles entrelazados, abiertos en el lado opuesto al sitio en donde debía tener lugar el lanceamiento. Estos cuartuchos estuvieron ya listos antes de obscurecer.

Las familias de Horqueta, ante los aprestos terroríficos de Toro Pichai, y las repetidas amenazas de lanceamientos, en todo lo cual le secundaban los magistrados de sotana y sus Acá Yboty, con esperanza de aplacar tanta saña, obsequiaron a estos huéspedes con un baile que, intencionalmente, se prolongó hasta después de amanecer; pero todo resultó inútil, pues no bien aclaró el día, ya comenzó la matanza.

Como entre las más allegadas al Comandante Gómez de Pedrueza, se contaba, naturalmente, su esposa, fue ésta la primera que aparecía en la fatídica lista mencionada; con ella se inició la horrorosa tragedia. De la guardia policial la sacaron medio moribunda, a causa del suplicio tan violento, más todavía, encontrándose en estado interesante y ya en período de alumbramiento. Luego la condujeron los Acá Yboty, cayendo y levantándose ella, a los confesionarios, como bautizaron los confesores de sangre ya nombrados, a los cuartuchos descriptos, en cuyo fondo se destacaba la silueta de estos dos inquisidores tonsurados, sentados en una silla de vaqueta, aguardando la llegada de las que debían ser ajusticiadas. La desgraciada, fue introducida en el ocupado por el paí Borja, en donde cayó al suelo sin poder levantarse más a causa de unos fuertes dolores de parto.

Toro Pichaí, que mandaba personalmente la ejecución, no se hizo esperar ante esta repentina escena, e inmediatamente dispuso la ejecución, con la advertencia a los verdugos, de que fuese doblemente lanceada, por tratarse de dos traidores: y sy jhá imemby (la madre y el hijo), les dijo.

Los Acá Yboty la arrastraron entonces de los pies hasta uno de los lados de un corral de vacas, distante como cuarenta metros.

Aquí la despojaron de sus aros y de un anillo de ramales de oro que llevaba, así como de todas sus ropas, hasta dejarla en traje de Eva, y luego, tendida de dolor en el suelo, la dieron vuelta hasta colocarla boca arriba, en cuya posición le hundieron sus lanzas, cosiéndole a chuzazos todo el cuerpo. Un gentío inmenso, atraído por los lamentos y gritos de socorro lanzados por la infeliz señora, al ser sacada de su prisión, concurrió al sitio y presenció este atroz asesinato. Muchos de estos testigos viven aún en Concepción.

Aún se manifestaban las últimas convulsiones del cuerpo ensangrentado de la desventurada esposa y las del hijo, sorprendido por la muerte en el claustro materno, cuando las demás fueron sacadas del encierro, una a una y conducidas al sacrificio, sucesivamente en este orden: Carmen Agüero, Tomasa Urbieta de Irigoyen y sus tres hijas: Águeda, Felicia y Juliana Leona Irigoyen (esta última de 12 años de edad), madre aquélla, y hermanas éstas, del hacendado Romualdo Irigoyen; Prudencia Agüero de Carísimo, esposa de Rosendo Carísimo; Rosario Urbieta de Martínez, esposa de Blas Martínez, y la hija de éstos, Carolina Martínez, joven y hermosa, de 18 años de edad, en cuyo cuerpo se quebró la punta de hierro de una lanza; señora Manuela Martínez de Carísimo y sus cuatro hijas: Ana Josefa, Manuela Asunción, Mercedes y Natividad Carísimo, hermanas del nombrado Rosendo Carísimo; Antonia Quevedo de Aquino, madre de Cayo, Fulgencio, Francisco, Juan, Ramona y Bonifacia Aquino; Dolores Recalde, Francisca Martínez de Rodríguez y ocho más, entre señoras y señoritas, que, en total, sumarán las veintitrés. Las ocho últimas, nunca pudieron ser identificadas por la desfiguración que sufrieron en la salvaje masacre.

Todas estas víctimas inocentes, fueron previamente sometidas a los confesores de sangre tonsurados, paices mayores (Como la gente de entonces no atinaba en qué consistía el cargo de capellán mayor, que tenían estos sacerdotes, creyendo halagarlos más, les llamaban paí mayor Borja y paí mayor Velázquez, y como a éstos no les desagradaba la alta graduación militar que les habían conferido, se callaban, en señal de aceptación. De aquí que les quedó el tal grado de Mayor.) Borja y Velázquez, quienes, como se ha visto, se encontraban ocupando sus puestos en el fondo de los confesionarios improvisados.

Al acercarse las condenadas a aquellos pastores de la cristiandad, se arrodillaban a sus pies implorando clemencia, y éstos las consolaban diciéndoles que si decían la verdad podrían conseguir la salvación; y, como todas, sin excepción, protestaban a la par de su inocencia, de decir la verdad, aquéllos se lanzaban al fondo del asunto, comenzando por preguntarles en qué lugar habían enterrado su dinero y alhajas. Las pobres, ante el peligro en que se encontraban y la mentida promesa de indulto, no se hacían esperar y confesaban de plano el sitio y demás pormenores, ansiados por los profanadores de la sacrosanta religión.

Obtenido esto, que era el objeto primordial del interrogatorio, los confesores apuntaban los datos en un librejo; luego ordenaban a los Acá Yboty, que las dejasen ir a sus casas, y éstos, respondiendo a la consabida consigna, las conducían al sitio de la ejecución. Aquí eran despojadas de sus alhajas y de todas las ropas, conforme se había hecho con la esposa del comandante Gómez de Pedrueza. Todo en medio de los más groseros insultos y brutales empujones.

Para presenciar estos actos eran conducidas las familias de las inmoladas, y con el mismo objeto concurría también casi todo el pueblo; unas atraídas por las lamentaciones y gritos de socorro de las pobres víctimas; otros, por quedar bien con aquella turba de desalmados; y los más, para recibir algo de los despojos de la muerte. Este último grupo lo constituían las queridas y amigas de los jefes, oficiales, Acá Yboty y paices que actuaban en estas escenas de sangre. Estas allegadas se creían con más derecho que otras, a ser partícipes en el reparto, y en efecto, eran preferidas, particularmente en la distribución de las ropas, operación que se hacía en vida y en presencia de sus dueñas, estando éstas ya en trance de muerte.

Las hermanas, Felicia y Juliana Irigoyen, fueron apresadas en la iglesia, a donde habían concurrido a una Salve. De allí fueron sacadas a empujones y llevadas, bajo una tunda de bofetadas, al sitio de la ejecución.

Todos los cadáveres de las inmoladas fueron expuestos a la voracidad de los cuervos y de los famélicos perros, continuando insepultos un día entero, al rayo del sol, y recién al obscurecer, fueron arrojados a una fosa común, que se mandó cavar al lado mismo del sitio de la ejecución.

El siguiente día, Toro Pichaí lo dedicó a los siete ancianos venerables de Concepción, que también figuraban en su lista, y a los que se tenían engrillados en la guardia policial, desde la tarde de su llegada.

En efecto, apenas había amanecido, cuando fueron sacados uno a uno y conducidos al confesionario ya referido, y previa una confesión ligera que versaba particularmente sobre el sitio en donde habían enterrado sus dineritos, fueron lanceados despiadadamente sobre los charcones de sangre de las veintitrés señoras y señoritas inmoladas el día anterior. A éstos no se les dejó en traje de Adán, como sucedió con las mujeres, contentándose con mandar sacarles las camisas, para que las espaldas y pechos quedaran completamente libres para ser chuceados. Tal vez porque las partes pudendas del hombre, no incitaban la depravada curiosidad de los confesores y verdugos!

Consumados estos horrorosos asesinatos, Toro Pichaí se trasladó con su comitiva a Laguna, en donde continuó su obra de exterminio, conforme le había ordenado el mariscal López. Aquí dio comienzo con la señora Ramona Rodríguez de Villa y sus tres hijas: Pepa, Victoria y Leona, la familia Recalde y otras más, que se encontraban accidentalmente allí, por la circunstancia ya expresada anteriormente, y que tampoco pudieron ser identificadas. Luego, continuó la carnicería con la guarnición retirada de la ciudad y destacada en dicho punto. Para ello, la puso en formación, y con la lista en la mano, llamó a una veintena, entre oficiales, sargentos y soldados que, enfilados a unos quince metros de distancia, frente a sus compañeros, fueron lanceados sucesivamente sin más trámites. Entre estos, se encontraban Manuel Carísimo, Daniel Quevedo, los hermanos Teofisto y Nolazco Recalde, hijos de la señora Dolores Recalde, recientemente inmolada en Horqueta; Manuel Sánchez, escribiente de la comandancia, y tres criaturas más, de 12 a 13 años de edad, llamados Almirón y Ramón Carayá. Total 8.

…………………………………. .

Todos los retirados de las filas fueron lanceados inmediatamente, previa una parodia de confesión por los paices de sangre, quienes esta vez no persiguieron ni dinero, ni alhajas, porque sabían que no tenía ni lo uno ni lo otro.

Entretanto, el resto de la guarnición fue engrosando con los dispersos y comisionados, que fueron llamados con toda urgencia. Cuando ya no había quien debiera presentarse, se mandó formar, y luego se diezmó la fila, resultando doce hombres, en los que recayó la décima inexorable, y que fueron pasados por las armas. Estos doce fueron lanceados a veinte pasos de distancia de sus compañeros, y sin más requisitos que la eterna parodia de una ligera confesión.

Esta matanza, que horroriza y subleva de indignación el espíritu, sólo respondió al propósito del robo, como se ha visto, haciendo aparentar para ello, como real y efectiva, la inventada traición del comandante Gómez de Pedrueza. Ni más ni menos como la supuesta conspiración de San Fernando.

De Laguna, la comisión terrorífica volvió a Horqueta, y se encontró con nueve personas, entre señoras y señoritas concepcioneras, contándose entre ellas, las familias de Córdoba y Echagüe, recogidas todas de los valles por el jefe de policía Limeño, por orden que le había dejado Toro Pichaí a su partida.

La mayor parte de estas desventuradas señoras y señoritas, se encontraban a la llegada de aquel monstruo, encepadas de los pies en la guardia policial y tratadas como verdaderas bestias.

La consiguiente inmolación de estas desgraciadas, no se hizo esperar, y al día siguiente de su llegada, al amanecer, fueron todas lanceadas por los Acá Yboty, después de una precipitada confesión por los tonsurados, mayores Borja y Velázquez, conforme se hicieron con las veintitrés anteriores.

Tal fue la triste misión de aquellos sacerdotes, en quienes las cuerdas sensibles del sentimiento humano se atrofiaron a fuerzas de servir de instrumentos de todos los horrores, ejerciendo, sin repugnancia, el asqueante papel de verdugos de inocentes víctimas; cometiendo el más horrible sacrilegio al convertir su sagrado apostolado en recurso legalizar de los actos más infamantes: despojos de bienes, torturas indecibles, y por último, la inmolación de sus semejantes, en forma violenta y conmovedora, bajo la más fementida bondad y mansedumbre.

En Tupí Pytá se encontraban a la sazón muchas de las familias concepcioneras; algunas, en compañía de sus ancianos padres, quienes, al recibir la orden de desalojar la ciudad, se dirigieron a sus establecimientos, situados en los alrededores de aquella población, contando por lo menos, con un techo en que albergarse, ya que estaban despojadas de las haciendas que habían tenido. La mayor parte, si no todas de aquellas familias, aparecían en la fatal lista...

Toro Pichaí, en conocimiento de este hecho, y no pudiendo abandonar la tarea en que estaba empeñado, en perjuicio de las órdenes del mariscal López, dirigióse al comandante Juan Galeano, acampado allí con un ejército de unos 1.500 hombres, para que inmediatamente de recibir la comunicación que le enviara, procediese por orden de Caraí, a mandar lancear a las familias traidoras, cuya lista le acompañaba, previa declaración del sitio en que hubiesen enterrado su dinero y alhajas.

El comandante Galeano, de la misma procedencia y catadura de aquel, así que recibió la comunicación mandó sin pérdida de tiempo apresar y conducir a las familias nombradas, hasta la guardia bandera. Aquí fueron encepadas con lazo, a la intemperie, y luego sometidas a declaraciones, bajo los azotes del lazo doblado, como se usaba entonces. Ante el dolor, aquellas víctimas inocentes, manifestaron todo lo que sus verdugos quisieron.

Al terminar estas torturas, fueron despojados de las alhajas que llevaban puestas, y, en traje de Eva, lanceadas en masa.

Las inmoladas, fueron: las señoritas Francisca, Emerenciana, Casimira y Fortunata Teixeira, hijas del hacendado Manuel Teixeira, de nacionalidad brasilero, y de Rosa Fernández, paraguaya; Belén, Catalina, María Antonia y Magdalena García; los esposos Manuel Ruda y Josefa Esquivel y sus cuatro hijas, Josefa, Margarita, De Jesús y Cayetana Ruda; la familia de Lamas y otras más. Entre los ancianos, que también fueron sacrificados aquí, se cuentan a Regalado García, de 80 años de edad; Félix Villalba, de la misma edad, paralítico y mudo, quien, al ser conducido al sitio de la ejecución, cayó muerto, dejando cinco hijos menores.

Entretanto, Toro Pichaí había mandado varias comisiones para recoger a todas las familias diseminadas por los valles y que se encontraban internadas en los montes buscando refugio ante las noticias aterradoras que habían recibido; pero resultó que en el ínterin, una mañana, el paí mayor Borja, comunicó secretamente a sus compañeros que había sorprendido, en poder de aquel jefe, una nota dirigídale por el comandante de la escuadra brasilera, en la que le demostraba la conveniencia de rendirse, prometiéndole, entre otras cosas, el pago íntegro de sus sueldos como teniente coronel, grado inmediato superior al que tenía, desde el día en que se produjese la rendición.

Los oficiales de las fuerzas, apresaron inmediatamente a Toro Pichaí, le remacharon una barra de grillos y lo condujeron a Laguna, colocándole dos centinelas de vista. Aún con todas estas precauciones, trató de escaparse socavando el estaqueo de la casa que le servía de cárcel, sin conseguir su propósito, sino que al contrario, se le duplicaron las barras de grillos que llevaba puestas.

Seguidamente, lo remitieron, con una segura custodia, al campamento del mariscal López, pero cerca de Caraguatay, a fines de Agosto, cayó en poder de las fuerzas brasileras, y éstas, por referencia de sus conductores, llegaron a saber los atroces lanceamientos que acababa de mandar ejecutar en Concepción, y lo enviaron entonces a la Asunción a disposición del gobierno Provisorio.

Entre los sobrevivientes fue creencia general, que si no se hubiese apresado a ese tigre, habrían sucumbido totalmente en sus manos el resto de todas las familias de Concepción, porque no cabe duda, que en su negra lista estaban incluidas, no tan sólo las en ellas nombradas, sino todas las que a su antojo resultasen incursas en cualquier supuesto delito o mera delación, desde que para ello tenía, como vulgarmente se dice, carta blanca. Lo prueba el hecho de haber despachado comisiones para recoger a todas las familias diseminadas en los valles, quienes a su juicio eran culpables de la supuesta entrega de la ciudad a los brasileros.

Así, pues, si no se produjo el total exterminio de las familias de Concepción, tal como sé propuso el comisionado de Azcurra, se debe únicamente a la misericordia de Dios, que vela siempre por los seres de su creación.

Todas las criaturas, hijas de las inmoladas, quedaron como ya puede suponerse, huérfanas y desamparadas completamente. Muchas murieron, poco tiempo después, de miseria y de hambre, por no haber quien quisiera hacerse cargo de ellas, por miedo a las amenazas de represalias. Las pocas que se salvaron, lo debieron a la caridad pública, prodigado muy a hurtadillas.

Un hijo de la señora Ramona Rodríguez de Villa, llamado Federico, de tres años de edad, se agarró desesperadamente a la mamá cuando ésta iba a ser lanceada, y no pudiendo los verdugos desprenderlo de ella para el cumplimiento de la sentencia, se le arrancó a viva fuerza y se le entregó a un indio viejo de Horqueta, conocido por Teniente Ayala, para su esclavo. En el momento de la ejecución, el indio, para entretener a la infeliz criatura y acallar su llanto, le dio a masticar y chupar el jugo de unos pedacitos de caña de azúcar, o sea lo que en guaraní llamamos tacuareé ñemotiquirií pyré.

Los dos paices, mayores Borja y Velázquez ostentaban, pendiente al cuello, un escapulario (1), que al despedir a las condenadas para el otro mundo, las hacían besarlo, bajo la invocación hipócrita de esa sempiterna frase ¡Creed en nuestros salvadores!

Igual procedimiento usaban con las señoras y señoritas que aún quedaban con vida, cuando desesperadas ante aquella masacre humana, corrían a pedirles clemencia, como representantes de la misericordia de Dios, además, les ordenaban que rezaran de día y de noche, por la salud de Caraí y de Madama, en esta forma: un Padre nuestro y un Ave María por las dos personas nombradas. Hecho este introito, rezaban en alta voz, para que las palabras fuesen oídas y repetidas por todos; pero luego ellas, en voz baja, rogaban para que ambos muriesen lo más pronto posible, y se librasen así de sus peligrosas garras.

El dinero y las alhajas saqueadas a las ajusticiadas, habían llegado a su máximo posible, considerando Toro Pichaí, que con esos caudales quedaría más que contenta Madama, y que él se granjearía su voluntad omnímoda, dispuso la confección de árganas, de cuero, y en presencia de toda la población de Horqueta, mandó cargar aquel tesoro, despachándolo para Azcurra, bajo el cuidado del teniente Vicente Núñez, enviado exprofeso por Madama para conducirlo bajo su seguridad y custodia.

El lanceamiento de las señoritas Teixeira, se hizo atribuir, entre sus propios verdugos, a la delación que una sirvienta de estas había, hecho, consistente en que sus patronas tenían en el fondo de un baúl, una bandera brasilera; pero este cuento no fué sino uno de los tantos de aquel lúgubre tiempo. Las Teixeira, fueron lanceadas por orden del mariscal López, como se comprueba por la lista, tantas veces mencionada, y entregádale a Toro Pichaí, no sólo porque eran amigas del finado Benigno López, sino por la animosidad que le inspiraban las concepcioneras; y finalmente, porque Madama de Quatrefages, sabía que éstas eran poseedoras de muchas onzas y alhajas de oro, como también de preciosas piedras, apetecibles por su gran valor.

Y este conocimiento era tan patente para el mariscal López, como para su querida (2), no solo por las averiguaciones que de un tiempo atrás se estaban haciendo, sino también por la circunstancia de tener en sus manos los libros en que aparecían las alhajas que fueron donadas para el regalo de la áurea espada.

Bastaba, pues la constatación de que Carmen Agüero hubiese donado para el objeto indicado los siguientes objetos de oro: dos rosarios de oro, una cadena formada de lentejuela, otra de argolla, cinco anillos con piedras finas, tres pares de zarcillos, trece canutillos, un prendedor y un collar de perlas; que Rosario Uriarte de Martínez hubiese donado tres collares de perlas finas, varios topacios y brillantes, sin contar cadenas, rosarios, anillos y aros de oro; que Casiana Irigoyen de Miltos, hubiese entregado dos anillos con ramales, dos rosarios, dos pares de zarcillos, una cadena de lentejuela y dos anillos con piedras finas, todos de oro; que María del Pilar Miltos de Genes, Tomasa Urbieta de Irigoyen, Antonia Quevedo de Aquino, Manuela Martínez de Carísimo, la familia de Cabañas, de García y otras, hubiesen también donado preciosas alhajas de oro con piedras finas; bastaba, en fin, saber todo esto, para darse cuenta y suponer que las alhajas reservadas por ellas fuesen las de valor más subido y, de ponderable mérito artístico, capaces de colmar la sórdida codicia de la insaciable pareja.

(El texto está compuesto por trozos tomados del libro de Héctor F. Decoud, La masacre de Concepción ordenada por el mariscal López (Buenos Aires: Imprenta Serantes, 1926), páginas 25 al 61. La transcripción no es literal, ya que hemos omitido algunas de las notas y párrafos incluidos por Decoud entre las páginas 26 a 61 de su libro).

(1) Consistía en un paño negro, todo mugriento. Cosido sobre un lado, estaba el retrato del mariscal López, y en el opuesto, el de Madama de Quatréfages, simulando a Cristo y a la Virgen Santísima, respectivamente. Descripto así el venerado escapulario, veamos cómo se usaba. Previa invocación del embuste de que los que besaban aquella asquerosidad estaban ya a cubierto de las tentaciones del demonio, y con el camino expedito para ir derecho al Cielo, lo arrimaban a los labios de aquellas infelices, que, en actitud reverente y mística, se veían forzadas a estampar sobre el repugnante dije, el ósculo requerido, profanando así el sello característico del amor y del cariño.

(2) Toro Pichaí nos aseguró, en repetidas ocasiones, que el mariscal López, cuando lo llamó para despacharlo a Concepción, le había hecho preguntas sobre la fortuna y alhajas que poseían las familias de aquella ciudad, particularmente la de Carmen Agüero y la de Teixeira, así como el nombre de la señorita de esta familia, que había sido festejada por su hermano Benigno, de lo que deduje -dijo- que tenía una ojeriza a esta familia. Todo esto y mucho más -agregó Toro Pichaí-me preguntó también Madama quien me recomendó que el dinero y las alhajas que poseían aquellas traidoras, los enviase inmediatamente a su excelencia, el señor presidente, para mandar acuñar Toro Pichaí nos aseguró también, entre otras cosas, que jamás había recibido la consabida nota brasilera, invitándolo a pasarse, y que esa invención ha sido a causa de que las alhajas y dinero de que despojó a las familias concepcioneras y envió a madama Lynch de Quatrefages, no llegaron a satisfacer la esperanza que ella había cifrado en cuanto a la cantidad de tales tesoros, creyendo que él se había quedado con una parte, presunción absolutamente infundada, según el mismo, pues no se había apropiado de una sola alhaja, ni de un solo Carlos IV, como lo constataron el paí mayor Borja y demás oficiales, que lo registraron minuciosamente cuando le prendieron. Lo que pasó fue, según Toro Pichaí, que el portador del tesoro, teniente Vicente Núñez, se quedó con una parte y la enterró a poca distancia de haber pasado el río Jejuí. Por causa de esa desconfianza de Madama, se mandó fraguar la tal nota brasilera, y consiguientemente, se apresó y envió de Toro Pichaí, al campamento de Azcurra, como se ha visto.

 

Fuente:

RESIDENTAS, DESTINADAS Y TRAIDORAS (2ª EDICIÓN)
Compilador:
GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

Tapa: JULIO CACACE
RP ediciones – CRITERIO,
Asunción-Paraguay  -
1991 (pp.159)

 






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