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RENÉE FERRER

  ANTOLOGÍA, 2006 – LA SECA Y OTROS CUENTOS - Obras de RENÉE FERRER


ANTOLOGÍA, 2006 – LA SECA Y OTROS CUENTOS - Obras de RENÉE FERRER

ANTOLOGÍA – LA SECA Y OTROS CUENTOS

Obras de RENÉE FERRER

 

 

(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 8)

© de esta edición Editorial El Lector/

© de la introducción Francisco Pérez-Maricevich

ABC COLOR y Editorial El Lector,

Asunción-Paraguay 2006

Director editorial: Pablo León Burián

Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña

Guía de trabajo: Francisco Pérez-Maricevich

 

 

 

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

EL COFRE DE LOS BUENOS RECUERDOS

LA SECA

LA COLECCIÓN DE RELOJES

EL  ROPERO

EL TREN

EL INCREÍBLE CAMBIO DE ERNESTINA

SE LO LLEVARON LAS AGUAS

POR EL OJO DE LA CERRADURA

VUELTA DE LLAVE

LA CASA DEL CUADRO

GUÍA DE TRABAJO

 

 

 

 

INTRODUCCIÓN

RENÉE FERRER Y LA EXPERIENCIA

DE LA REALIDAD EN EL CONTEXTO FEMENINO

 

Nacida en Asunción en 1944, Renée Ferrer de Arréllaga es entre las escritoras paraguayas la más prolífica. A partir de 1965 ha publicado ininterrumpidamente una treintena de libros que abarcan desde poemas, textos para niños, narrativa (cuento y novela), teatro y ensayo historiográfico, además de contribuciones críticas y autodefiniciones de su propia obra. Perseverante, laboriosa, sistemática, sigue construyendo, sin pausa, una obra que crece desde sí misma, de muy útil lectura para una comprensión más acabada de la literatura paraguaya contemporánea en su contexto latinoamericano.

Originaria y, esencialmente poeta ha transfundido sus experiencias de vida al lenguaje poético, configurando textos en los que los elementos históricos y cotidianos resuenan confundidos, desprendiéndose del magma local para buscar su significación asociada a los valores universales.

Como la mayoría de los escritores de su generación (Renée Ferrer pertenece a la promoción del `60). Ella escribió toda su obra en el país, viviendo y observando cuanto en él, en la vida individual y colectiva, podría observarse y vivirse, en medio de ocultamientos, miedo; dislocaciones, depredación moral; abyecciones. Pero también, resistencias, luchas, heroicidades calladas o silenciadas, vidas virtuosas, esperanza nunca fallida. Todo ello se encuentra reflejado o se halla en la motivación profunda que dio origen y razón a sus textos, cualquiera sea el género de los mismos.

Renée Ferrer es, sin duda, parte del grupo de mujeres que, a partir de los años 80, han realizado una tarea creadora relevante impulsadas por las experiencias grupales del "Taller Cuento Breve", dirigido por Hugo Rodríguez-Alcalá. Es allí donde Renée Ferrer encontró un clima a fin a sus propuestas estéticas además de propicio a la expansión de su sensibilidad, tan rica para llenar de contenido a sus intuiciones de la realidad y de los sueños.

La obra ya vasta de Renée Ferrer ha sido distinguida numerosas veces con galardones locales y extranjeros. Ha sido estudiada críticamente con interés y penetración por académicos y críticos extranjeros y le ha dado ocasión para participar de encuentros, congresos, seminarios literarios. Varios de sus libros fueron traducidos al francés, inglés, italiano, y otras varias lenguas, siendo la escritora paraguaya más traducida después de Roa Bastos.

Miembro de numerosas instituciones culturales del país y del exterior, como la Academia Paraguaya, de la Lengua Española, Sociedad de Escritores del Paraguay (de la que fue presidenta), PEN Club del Paraguay, Asociación de Literatura Infamo-Juvenil del Paraguay, Instituto Paraguayo de Investigaciones Históricas (ella es doctora en Historia por la Universidad Nacional), miembro del Consejo de la Alianza Francesa en el Paraguay. Recibió la condecoración “Caballero de la Orden de las Artes y las Letras", otorgada por el Ministerio Francés de la Cultura y de la Comunicación.

Ha viajado por gran parte de Europa y América, además de Israel; dando recitales de poesía; o para asistir, como se dijo, a congresos de escritores.

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La obra de Renée Ferrer, siendo tan intensa en la dimensión política, lo es también en la esfera narrativa. En ésta, corno Atenea de la cabeza de Zeus, Renée nace plenamente adulta, dueña de sus medios expresivos, desde su primera colección de relatos, LA SECA Y OTROS CUENTOS, editada originalmente en Asunción en 1986. LA MARIPOSA AZUL Y OTROS CUENTOS (1987), su primera experiencia en la ficción infantil; POR EL OJO DE LA CERRADURA (1993), una colección de variadas incursiones en temas que evaden lo real para asomarse a los planos indecisos de lo fantástico o lo ignorado, de pasiones desconocidas aún para los que la padecen. DESDE EL ENCENDIDO CORAZÓN DEL MONTE (1994), cuentos basados en mitos indígenas y que tratan temas ecológicos; ENTRE EL ROPERO Y EL TREN (2004), un conjunto de textos breves que incorpora a la cuentística de la autora rasgos inusuales como la ironía, el trazo humorístico, lo insólito y en algún que otro momento de cruda violencia.

Junto con estas colecciones de cuentos, la narrativa de Renée Ferrer contiene dos notables novelas, LOS NUDOS DEL SILENCIO (1988 y cuatro ediciones sucesivas en Asunción y una traducción al francés publicada en París en el 2000) y, VAGOS SIN TIERRA (1999), una suerte de extensión del cuento LA CONFESIÓN, incluido en LA SECA Y OTROS CUENTOS, en clave histórica. En ambos textos, la autora se sirve de recursos técnicos manejados con habilidad para crear una atmósfera tensa mediante la cual trasmite una significación polisémica del mundo en el que se mueven los personajes. LAS ANDANZAS DE UN ANHELO (2003), un texto orientado a un lector infantil fronterizo entre el cuento y la novela, narra las aventuras que el protagonista va narrando a un interlocutor imaginario.

En sus textos narrativos, Renée Ferrer elabora temas trabajados desde siempre por la literatura tales como la oposición vida/muerte, realidad/imaginario, vigilia/sueño, gozo/dolor, amor/desamor y otras oposiciones polares. No son los temas lo importante de sus narraciones sino la contextualización en que inserta sus historias, señaladamente las que tienen que ver con las situaciones de vida de la mujer, la violencia bestial de la dictadura, la fuga hacia lo imaginario como reacción a la opresiva circunstancia real, la sobrevida fantasmal del suicida y otras estrategias de evasión en la locura, el sueño o la fantasía.

Cualquier lector avisado puede ver en las pautas narrativas de la autora, en su destreza constructiva y en su intuición exacta del planteo temático, un trasiego inteligente y experto del arte de escritores tales como Borges, Rulfo, Cortázar, Clarice Lispector, Guimaraes Rosa y los grandes nombres canónicos del "boom" latinoamericano. De estos y otros autores Renée Ferrer ha extraído los estímulos estéticos que le ayudaron a robustecer sus propias condiciones y cualidades creadoras, hasta dar creaciones tan valiosas como, por ejemplo, las que integran este breve y hermoso libro.

FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH.

Julio de 2006

 

 

 

EL COFRE DE LOS BUENOS RECUERDOS

 

(Segundo premio en el Concurso Internacional de Narrativa Lo Sttelato,

convocado por la Provincia de Salono, Italia, 2006).

La versión en español tiene ligeras

modificaciones respecto a su traducción al italiano.

 

Esa tarde el carpintero terminó de tapiar las ventanas de la casa a la cual Dalila había entrado veinticinco años atrás con la excitación de la propuesta del General reventándole el pecho, y la escondida esperanza de convertirse en la Primera Dama de la Nación. El silencio se obstina en rodar por los rincones cual un ovillo de polvo, como ella, que arrastra su estupor de un lado a otro hasta quedarse sentada frente a las tablas en cruz con la mirada fija en el hecho irrevocable: el Dictador había consumado finalmente su encierro total. Desde entonces, Dalila sólo podría seguir la cabalgata de la noche sobre la grupa de la luna a través de los vidrios semiabiertos del balancín del baño, torciendo la cabeza bajo la ducha. Nada de sol jugueteando en sus párpados al desperezarse entre las sábanas, ni persecución de nubes sueltas con los ojos prendidos a sus bordes indecisos, tampoco caminatas por el jardín bajo la estricta vigilancia de los guardias, rumiando estratagemas ante su malogrado objetivo. Excepto la certeza de que la decisión del Presidente era irreversible, nada.

Recordó su porte altivo la primera vez que lo tuvo enfrente, las arremetidas iniciales del deseo sazonadas por la codicia de un poder que ella se creía capaz de conseguir, las noches complacientes del comienzo, y después, el filo de la verdad cercenándole las alas con el correr de los años. Las pretensiones de aparecer en público al lado del Presidente, saboreando la adulación de sus adeptos hacia ella, se esfumaron definitivamente aquella tarde.

El mutismo amplifica los latidos del reloj como si las agujas estuvieran jadeando en sus sienes. La libertad, Dalila, es el único bien que no debes dejarte arrebatar, las palabras del Nonno la persiguen, agrietando con el timbre de su voz la asfixiante sensación que la aniquila. Me habían enviado a Italia al terminar la escuela primaria a fin de completar mi formación cultural y darles una alegría a los abuelos. Para ambos, la rutina de aquel año consistió en hacerme feliz. Entre que ella se afanaba en amasar la pasta de cada día detrás de su sonrisa buena, el Nonno y yo deambulábamos por las calles de Salerno, los pasajes  laberínticos de la zona vieja, el puerto, con sus barquichuelos meneándose al compás del viento y, más lejos, los buques de alta mar. No pasaba semana sin excursión: juntos exploramos las tumbas etruscas aledañas a Viterbo, que ahora le convertían el corazón en un hueco frío estampado con las imágenes borrosas de su infancia; juntos nos asombramos ante la bahía de Nápoles y el Vesubio dormitando su amenaza sobre las casitas escalonadas alrededor; juntos arribamos a la Isla de Capri y a la Gruta Azul, en la que Tiberio, huyendo de la riesgosa Roma, acostumbraba a ahogar los temores que convoca el poder. La libertad, Piccolina, no se puede ultrajar  impunemente,  rubricaba el meneo blanco de su melena, mientras descendíamos tanteando los escalones de piedra. La libertad no es lo único que el Dictador ultraja impunemente, le contesta Dalila desde este ahora y este aquí anquilosado por el enclaustramiento, rememorando aquel verano durante el cual su abuelo decidió enseñarle la costa malfitana.

Sentados en el vaporetto, yo me deleitaba con sus inagotables historias y él se complacía en que le arreglara la camisa cada vez que se le torcía el cuello almidonado. Las viviendas de las poblaciones costeras se derramaban ladera abajo hasta besar la playa en un concierto de techos rojos y sol resplandeciente. Me llamaron la atención los farallones de la costa y unos boquetes oscuros como labios de piedra tragándose la espuma. Son cavernas invadidas por el tiempo y las mareas, Piccolina, ya verás.

Llegando a Positano alquilamos una embarcación, no sin antes demorarnos en un kiosco repleto de caracolas, espejos de mano y un sinfín de amuletos y objetos minúsculos, entre los cuales eligió un pequeño cofre recubierto de conchas color malva. Poniéndomelo entre las manos me acercó estas palabras al oído: Desde hoy, Piccolina, éste será tu cofre de los buenos recuerdos. Sin agregar más enfiló hacia el bote con mis pasitos detrás. Ya sentados, agregó que me llevaría a una gruta tan amplia y tan espléndida como un templo de luz bajo la tierra. Quiero que la guardes bien doblada allí dentro para que la saques cuando te sientas triste y desplegando su imagen vuelvas a entrar a su recinto.

Remando lentamente, con el sol en lo alto y el mar inmóvil, llegamos al acceso de una cueva invadida por una intensa luminosidad que se iba dulcificando a medida que nos adentrábamos. Mira arriba, mira el fondo, mira los reflejos que se filtran entre las rocas coloreando el ambiente de un fantástico color esmeralda, mira los corredores que se bifurcan, Piccolina. En mis ojos atónitos los contornos y el aire reverberaban de hermosura. Frente a unas columnas de curiosa e imponente irregularidad el abuelo se adelantó a mis preguntas: ¿Ves estas formaciones que parecen chorrear desde la bóveda y se juntan con otras que se elevan desde las profundidades marinas hasta unirse en el centro sutilmente? Son el llanto de las piedras ante la tiranía del tiempo. Lo miré sorprendida rebatiendo airadamente semejante posibilidad. Son estalactitas y estalagmitas milenarias, Piccolina, que quedaron sumergidas cuando la Gruta de la Esmeralda fue inundada por el océano; algunas se han unido formando columnas imponentes, otras permanecen erguidas como cariátides solemnes o cortinas calcáreas formadas por los siglos y el vaivén de las olas, concluyó riéndose fuerte con un dejo de picardía. No tardé en decirle que parecían barrotes de una jaula dentro de la cual me hubiera gustado reinar. Los barrotes, Dalila, por preciosos que sean siempre le ponen trabas a la libertad, fue lo último que escuché antes que me anonadase totalmente el glauco resplandor.

Ahora, entre las paredes de esta casa sentenciada, con la luz crepuscular colándose por las rendijas de las persianas herméticas, Dalila recobra el rostro de su abuelo con la reprobación hundida entre las cejas, y siente el alma erizada de calcáreos recuerdos: los abusos el Dictador descendiendo como estalactitas hasta unirse, en el vértice de la ignominia, al sometimiento aberrante. De pronto se levanta, entra precipitadamente en la alcoba donde tantas veces se había entregado al Dictador, revuelve sus antiguas pertenencias buscando tercamente el baulito que su abuelo le diera aquella vez. En el espejo de la cómoda, su rostro atestigua la vejación del tiempo: una vida hipotecada a la ambición de poder. Como telas de una cebolla claudicante, Dalila va despellejando la risa, el candor, su adolescencia, la pretensión de convertirse en la mujer más poderosa del país, el desengaño ante el fracaso de imponer su voluntad, los velos de la amargura, del resentimiento, del miedo y del hastío.

La noche ha terminado de llenar la habitación de oscuridad cuando Dalila sostiene entre las manos el cofre de los buenos recuerdos. Lo mira, lo acaricia, besando su aroma de valvas y pureza le levanta la tapa y sonríe aspirando la brisa marinera. Desde su diminuto interior emerge el sonido de los remos contra el oleaje, las venas gordas hinchándose en los brazos de su abuelo por el esfuerzo, la líquida superficie golpeando contra la madera, la entrada esplendorosa, la fresca claridad del lecho, y más adentro el llanto de las piedras, su jaula, la cóncava serenidad del ancho espacio esmeraldino. En los ojos verdes de Dalila brilla por un instante la limpidez de la inocencia.

Las puertas de la casa de la querida del Dictador seguirán trancadas en tanto durase su mandato. Nadie entra y nadie sale, salvo él cuando se le antoja poseerla, pero ella recorre las estancias envuelta en una calma inexplicable. Cada vez que el General se retira después de remacharla con el mazo de su arbitrariedad, Dalila se sienta frente a la ventana clausurada, abre con detenimiento el cofrecito de los buenos recuerdos, y sacando la Gruta de la Esmeralda contempla la luz irreal que deviene más tenue a medida que ingresa a su verde transparencia, navega sobre el rostro de una Mater que fulgura bajo las aguas y, abandonando su infierno, se deja ir con los ojos cerrados hacia la libertad.

 

**/**

 

LA SECA

 

(Primer Premio "Pola de hena ", Asturias, España, 1985)

 

En un lugar desolado del trópico había un pueblo parecido a Luvina, por su tristeza polvorienta y porque hacía años que no llovía. La gente vagaba por las calles como husmeando el tiempo, con un sabor persistente a tierra en la boca y los ojos redondos como platos trancados en la claridad demasiado intensa. Los campos ardían por combustión espontánea y en los troncos de palmeras desmochadas, ennegrecidos por los incendios, se paraban los cuervos taciturnos hasta que se les evaporaban las carnes y los derribaba el viento. Hacía tiempo que era un páramo ese pueblo borroneado en la desolación del trópico. Fantasmales, los rostros se pegaban a los huesos tomando la expresión estática de las máscaras. Se bebían los orines y las lágrimas, y cuando nacía un niño rara vez sobrevivía a la lactancia, porque no faltaba un hermano o el propio padre para tomarse la leche de la madre. Se morían nomás, sin dar trabajo: los niños con el grito detenido en la sequedad de los labios: los viejos, de puro resecos, bajo el alero de los ranchos. No había entierros desde la seca, porque la tierra, cada vez más dura, no se abría ya al golpe de los picos. El sol, por otra parte, no daba tiempo a que se pudriesen las carnes; al poco rato del deceso la piel quedaba tensa como cuero estaqueado y los muertos cobraban el aspecto de momias desenterradas.

En las orillas del pueblo se escurría hasta el horizonte una vía por donde, de tanto en tanto, un tren aguatero dejaba sentir su rítmico traqueteo. No resultaba tan pavorosa la tristeza como la esperanza, el día del paso. Hacinada al costado de la vía, la gente lo aguar-daba tratando de encaramarse a las lisas paredes de su tanque, lo miraba pasar después, e irse sin remedio con su fresca y custodiada resonancia. Bocas abiertas y manos implorantes nunca pararon el tren. Se anunciaba desde lejos con un breve pitar entrecortado y se perdía como había aparecido, llevándose las esperanzas muertas.

Esa tarde volvió más cansado que nunca. El calor lo asaba en su piel. La frente, las axilas, le hervían como a todos desde la seca. Afiebrados y enloquecidos de sed ya no contaban los años. Él sabía que no habían muerto hasta entonces porque aprendieron a beberse las heridas; se tajeaban las piernas y los brazos cuando ya no podían, y así llevaban los miembros listados de rojas aberturas. No era fea la sangre después de todo. Cuestión de acostumbrarse, no pensar en el agua. Recordaba el año de la seca cuando los árboles dejaron de brotar v los que había se agacharon como amedrentados, para protegerse de un sol locamente enardecido. Se fueron secando poco a poco, salvo algunos que sobrevivieron, retorcidos y espectrales, donde se podía hallar de vez en cuando alguna fruta sin pulpa, pura cáscara y carozo, donde posar los labios lentamente para beber del jugo inexistente un sabor olvidado.

El tren pasó esa tarde después de tres meses; y él tenía tres hijos desparramados sobre el catre. Con este calor era preferible estarse quieto. Pobres hijos con sus ojos como pozos vacíos en la cara, y la boca agrietada bamboleandose de un lado a otro. El más chico nunca conoció la lluvia. El pueblo se quedó como estacionado en un tiempo sin agua, sin nubes, sin viento. Los que continuaron vivos fueron perdiendo esos recuerdos bajo el aire recalcitrante que se cernía compacto sobre las calles, los corredores y los cuartos. Un sol despiadado se inmiscuía dentro de los ranchos, donde cada rendija era de acero. Las cobijas ardían al menor descuido y los utensilios se enrojecían sin necesidad del fogón. Nadie cocinaba en ese pueblo parecido a Luvina desde que faltaba el agua. Se comían las raíces, los pájaros, las ratas que quedaban.

En los rostros dormidos de sus hijos se veían las vertiginosas bolitas de los ojos,  moviéndose bajo los párpados. El menor casi murió cuando él le chupó los pezones a la madre. Después le tuvo pena; pero ella se fue enseguida, de todos modos. Al principio apilonó los huesos contra una tapia; los ordenó una y otra vez cuando se desarreglaban, pero cuando vio que era inútil, dejó que sus hijos jugaran con ellos, y así terminaron desperdigados por el patio.

La gente había perdido la noción del tiempo y aquello duraba ya bastante, pero él sabía que el tren había pasado nueve veces con intervalos regulares. Lo malo era que no paraba y les revolvía las esperanzas. Tantas señas que le hicieron esa tarde, para nada. Venía y se iba pitando hasta perderse en la última raya de los campos con la fresca agitación que ellos sabían encerrada en su vientre de metal. Las secuelas de su paso eran nefastas. Silvano murió de desesperación la tercera vez que lo vio alejarse: Marcelina no tuvo tiempo de salirse de enfrente cuando se interpuso en la vía; y así tantos otros. Ahora faltaban tres meses. Parece tan largo el ciclo de la noche y el día cuando se está esperando.

Desde la seca nunca más sopló el viento en este pueblo tan parecido por su congoja a Luvina; no había ramalazos quebrando la quietud ardiente. Por las noches la luna eyaculaba su luz sobre los ranchos convirtiéndolos en sombras encanecidas. Faltaban tres meses; y tenía tres hijos. Ya no quedaban muchos en el pueblo. La sed los fue matando, aunque todavía nacían algunos infelices engendrados con la esperanza de la leche. Y se morían nomás los recién nacidos sin que sus madres opusieran resistencia: o no tenían fuerzas o les daba lo mismo. Una vida es una vida. Hijos, padre, compañero, palabras cuyo sentido se perdió con la seca. Todo era igual ahora. Se volvieron de piedra, cada vez más insensibles y esqueléticos. Se seguían bebiendo los orines y las lágrimas. Era ya costumbre. Pero el tren reaparecía escrupulosamente con la fresca agitación de su vientre y los enajenaba. Les devolvía el recuerdo de otras aguas, de lluvias estivales, del arroyo sorbido por la tierra. Ese tren les ponía desoladas las mejillas e impotentes los brazos. Era una maldición cada tres meses: como la seca inacabable, como el primer angelito que se quedó sin leche.

Alternancias de sol y luna; rueda de hábitos que no cesa; algunos muertos más y algún aislado nacimiento. Así pasaron los meses; y tenía tres hijos. Por aquel tiempo trataba de mantenerlos siempre cerca, por si escuchaba algo de improviso.

Aquella siesta, cuando sintió el silbato, estaban en el patio como de costumbre. Los tomó como pudo a los tres por los brazos; los forzó a caminar a paso rápido hasta la vía; sacó una cuerda que llevaba bajo la camisa y los ató muy juntos uno al otro sobre los durmientes. Los vecinos se aglomeraron a su lado esperando la primera imagen. La esperanza les aceleraba el pulso mientras los niños miraban el cielo, enmudecidos, con los ojos tremendamente grandes. Lo vieron entrar en la distancia, cobrar forma, acercarse, parar de a poco como si dudara todavía.

El asalto fue rápido. El maquinista tardó un poco más en morir porque Eleuterio era inexperto en el manejo del cuchillo y tuvo que clavar dos veces. Se atolondraron contra el tanque, le buscaron la tapa a tientas con los dedos crispados, entre empujones y codazos se asfixiaron unos cuantos. El pueblo entero se apretujó para beber primero. Se saciaron de agua, de frescura, de liquida transparencia, y se fueron muriendo revolcados en el dolor del exceso, sin acordarse de desatar a los niños que seguían mirando fijamente el cielo.

 

 

 

 

 

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