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MILDA RIVAROLA ESPINOZA

  LA MUERTE DEL MARISCAL LÓPEZ, DOCUMENTOS HISTÓRICOS - Por MILVA RIVAROLA - Año 2011


LA MUERTE DEL MARISCAL LÓPEZ, DOCUMENTOS HISTÓRICOS - Por MILVA RIVAROLA - Año 2011

LA MUERTE DEL MARISCAL LÓPEZ

DOCUMENTOS HISTÓRICOS

MILVA RIVAROLA

BIBLIOTECA DE OBRAS SELECTAS DE

AUTORES PARAGUAYOS Nº 11

 

EDITORIAL SERVILIBRO

25 de Mayo Esq. México

Telefax: (595-21) 444 770

E-mail: servilibro@gmail.com

www.servilibro.com.py

Plaza Uruguaya -Asunción -Paraguay

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

Presentación: Carlos Villagra Marsal

Selección y prólogo: Osvaldo González Real

Tapa: Carolina Falcone

© SERVILIBRO

Esta edición consta de 14.000 Ejemplares

Asunción, Noviembre 2011

Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98

 

 

 

PRESENTACIÓN

Mi amiga Vidalia Sánchez me ha pedido que escriba una pre­sentación de carácter general de los dieciséis títulos, ya defini­dos, de la BIBLIOTECA DE OBRAS SELECTAS DE AUTO­RES PARAGUAYOS que, en volúmenes sucesivos, aparecerá en algunas semanas bajo el sello editorial de SERVILIBRO, difundiéndose al público lector junto con un periódico nacional de vasta circulación. Con grande voluntad acepto la solicitud porque, entre otras virtudes, esta colección literaria ha sido inte­grada con criterio selectivo -su propio nombre así lo señala- y no meramente antológico; en efecto, las antologías suelen progra­marse subjetivamente, vale decir en atención al gusto e incluso al capricho de quienes las preparan, mientras que la selección objetiva de textos en ese ámbito maneja criterios diferentes y diferenciados, tomando en cuenta en primer lugar la excelen­cia lingüística uniforme, por así decirlo, de todos los autores, dentro naturalmente de la estilística de cada quien (el estilo es el hombre); en segundo término, una selección ha de considerar la representatividad palmaria de tales obras en relación con la época y la generación cultural a las cuales pertenecen y, en fin, toda colección seleccionada de libros de naturaleza similar a la que hoy tengo a honra presentar, tiene que incluir la pluralidad de los géneros y subgéneros literarios; en igual condición, la BIBLIOTECA DE OBRAS SELECTAS DE AUTORES PARA­GUAYOS ofrece el arcoíris cumplido: lírica, cuento, novela cor­ta, teatro, recopilación de narrativa oral anónima, ensayos con intención estética y hasta poesía bilingüe en versión original o traducida, ello como justiciero tributo a nuestra lengua materna, el guaraní paraguayo.

Las mencionadas demostraciones están marcando un propó­sito central: el de ampliar y diversificar el placer (que en rigor es uno solo) de la lectura: afición, hábito, adicción que, a semejanza de la buena comida y de los actos del amor, producen en sus practicantes la extraña sincronía de la felicidad espiritual con el gozo físico.

Carlos Villagra Marsal

 Última Altura, a principios de agosto de 2011

 

 

MILDA RIVAROLA

Socióloga, investigadora e historiado­ra. Nació en Asunción, el 27 de agosto de 1955.

Trabajó en investigación sobre te­mas ecológicos e indigenistas, en la Consultora Hydroconsult y el Centro Paraguayo de Estudios Sociológicos. Entre 1979 y 1980 viajó a Inglaterra y España, donde realizó cursos de Len­guas (Oxford) y un posgrado en Desa­rrollo Social (Isdiber, Madrid).

A su retorno al país, trabajó en investigación sobre sociología rural en el CPES y sobre comunidades chaqueñas en el Instituto Paraguayo del Indígena, y ejerció la docencia en la Universidad Católica. Debió exiliarse del Paraguay durante la dictadura de Stroessner, en 1983, y permaneció en Europa (Francia y España) hasta 1990.

En España trabajó en temas latinoamericanos en el AIETI y el CEDEAL y preparó con P. Planas el libro "VÍCTOR RAÚL HAYA DE LA TORRE", publicado en Madrid, en 1988. Obtuvo un diploma de Estudios Especializados en la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de Paris, en Historia y Ci­vilización, con una tesis sobre historia laboral paraguaya. Esta fue traducida y editada en 1993 con el título "OBREROS, UTOPIAS & REVOLUCIONES. FORMACIÓN DE LAS CLASES TRABAJADORAS EN EL PARAGUAY,LIBERAL (1870-1931)" por el CDE en Asunción, y obtuvo el Premio Nacional de Historia El Lector de ese año. En Paris realizó también una investigación histórica sobre la Guerra de la Triple Alianza, "LA POLÉMICA FRANCESA SOBRE LA GUERRA GRAN­DE". Elisée Reclus. E. Laurent-Cochelet publicada en 1988 en Asunción.

Curó la exposición del Ministerio de Cultura español sobre Au­gusto Roa Bastos, realizando la biobibliografia y coordinación del texto-catálogo "Augusto Roa Bastos. Premio Miguel de Cer­vantes" Madrid, editado por la Biblioteca Nacional en mayo de 1990.

Retornó definitivamente al Paraguay a finales de 1990. Al año siguiente integró el directorio de "SAKÁ, Iniciativa para la Transparencia Elección", formado por tres organizaciones no gubernamentales (CDE-GCS-CECHEC) que realizaron el cóm­puto paralelo de las elecciones municipales de ese año.

Entre 1993 y 1994 publicó "LA CONTESTACIÓN AL ORDEN LIBERAL. LA CRISIS DEL LIBERALISMO EN LA PREGUERRA DEL CHACO" (ASUNCIÓN, CDE) y "VAGOS, POBRES Y SOLDADOS. LA DOMESTICACIÓN ESTATAL DEL TRABAJO EN EL PARAGUAY DEL SIGLO XIX" (CPES) .

Realizó investigaciones históricas en el Archivo de Derechos Humanos del Poder Judicial, escribió guiones y produjo docu­mentales para varias productoras televisivas, ejerció la docencia en el posgrado de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional, en los cursos de liderazgo de DENDE y en el Colegio Nacional de Guerra.

Colaboró con artículos históricos y de opinión en la revista do­minical del diario ABC Color y en cl diario última Hora.

Es miembro de la Academia Paraguaya de la Historia y corres­pondiente de la Real Academia Española de Historia; fundadora de la Asociación de Estudios Paraguayos.

Se desempeña como consultora del PNUD.

 

 

PRÓLOGO

Resulta útil, en el año del Bicentenario y a raíz de una po­lémica mediática escasamente documentada, reproducir hoy los principales documentos históricos que relatan la muerte del Mcal. F.S. López y el fin de la Guerra Grande.

A fin de facilitar su lectura y comprensión, estos documentos fueron clasificados en dos capítulos.

El primero abarca los testimonios de protagonistas y/o testigos de los eventos ocurridos el 1º de marzo en Cerro Corá, paraguayos (el General Resquin, los Coroneles Aveiro y Centurión, el Padre Maíz, el soldado Ibarra), o brasileños (los informes oficiales del Brigadier Corréa da Cámara, del Ayudante del Conde D' Eu, Cap. D'Escragnolle Taunay, del soldado Cerqueira). Se agregaron a esta primera parte los relatos de testigos oculares, recuperados tres décadas más tarde por un escritor brasileño, Assis Cintra, sobre el debate desarrollado el mismo mes de marzo de 1870 en filas del ejército brasileño, respecto la muerte del Mariscal.

En varios casos -Taunay, Centurión, Cámara- se reproduce más de un relato del mismo autor, sea porque el primero consis­te en cartas, diarios o informes militares contemporáneos a la batalla de Cerro Corá y el segundo a sus Memorias; sea porque cl autor se sumó, décadas más tarde, a la incipiente polémica paraguaya sobre cl "martirologio patrio".

Muchos de los documentos militares brasileños datan del mismo marzo del 1870; aunque algunos fueran reproducidos en fecha posterior. Por el contrario, el primer relato paraguayo, el del soldado Ibarra, data de 1885, y los restantes -de Centurión, Maíz, Resquín, Aveiro- se redactaron o publicaron recién en la última década del siglo XIX o en las dos primeras del XX.

Se notará que la descripción de la muerte difiere ya entre los mismos contemporáneos. Voluntad de ensalzar su rol en la gesta guerrera por parte de los militares brasileños; o en el caso de algunos paraguayos, de señalar la lealtad al Mariscal en los mi­nutos previos a su muerte o de borrar las humillaciones tras la rendición, están en el origen de estas diferencias.

Los testimonios compilados por Cintra evidencian cómo la autoría de la muerte fue ya discutida en los días inmediatos, en filas brasileñas, quizás en razón del premio -no muy importante- que había prometido el Cnel. Joca Tavares al soldado que diese fin al Mariscal.

Hay, sin embargo, algunas constantes. Todos los protago­nistas y testigos presenciales concuerdan en la última frase de López, la de "Muero con mi patria". La polémica sobre si fue "Con" o "Por" se define así claramente posterior a su tiempo his­tórico. La descripción de la muerte de Panchito es idéntica en to­dos estos escritos. Pero si nadie contesta la negativa del Mariscal a rendirse, hay matices en estos relatos sobre el diálogo previo con Cámara, respecto a la amplitud de las garantías ofrecidas a López por el Jefe de las fuerzas brasileñas.

Sería redundante reproducir aquí la infinidad de acuerdos y desacuerdos registrados: la lectura atenta de estos testimonios permitirá detectar otras tantas similitudes y diferencias curiosas entre los diversos testigos y protagonistas.

Se incluyó en este apartado un breve pero valioso relato, el del entonces soldado (luego General y Ministro de Relaciones Exteriores de su país) Dionisio Cerqueira. Aunque este militar publicó sus memorias cuatro décadas más tarde, su conmove­dor testimonio revela el espanto de un soldado brasileño ante los "desastres de la guerra" y su compasión ante el dolor paraguayo.

El segundo capítulo de esta compilación reúne los escritos que dan inicio a la polémica sobre la Guerra Grande y la muerte del Mariscal, desde fines del siglo XIX. Sin ser los más impor­tantes -el artículo de Godoi  pasó al olvido en la gran polémica entre nacionalistas y liberales; y O'Leary publicó libros poste­riores mucho más conocidos sobre el tema- tienen el valor de ser los primeros.

A estos publicistas -Godoi tenía 20 años en 1870, y acababa de llegar de Buenos Aires a Asunción, O'Leary aún no había nacido- se sumaron dos hijos de Juan Francisco Decoud, uno de los jefes de la Legión paraguaya. Adolfo y Héctor Francisco eran niños en 1870, y es esta generación, posterior a la de la Guerra, la que empezará a construir -o a combatir- con su pluma la leyenda del Mariscal.

En estos ensayos, en esta polémica primigenia, aparecen nue­vos actores y hechos por completo ausentes de los testimonios contemporáneos. Surgen nuevos protagonistas-un cacique Cain­guá o un jefe argentino vivando a López-; se desarrollan diálogos eruditos minutos antes de la batalla final; cambia la identidad de los sepultureros del cadáver; las carretas de López contienen oro y joyas en lugar de armas; son dos los hijos del Mariscal muertos ese día; hay complicidades galantes con Mme. Lynch; o la crueldad de un incendio provocado acaba con todos los sobre­vivientes paraguayos.

Se trata de ensayos mechados de citas de autores clásicos, ex­tendidos con largos pie de páginas de fuentes documentales, con frases sobrecargadas de adjetivos. Se intercalan frecuentemente a la narración de hechos, las interpretaciones y valoraciones del autor. Estos relatos, ya marcados por el amor o el odio de sus re­dactores, aún no forman parte, pero preceden y alimentarán con fuerza el revisionismo nacionalista de los años '30.

Termino con algunas precisiones sobre esta compilación. Para facilitar la lectura, se pasó a la grafía contemporánea el español decímonónico, a menudo abstruso, de los documentos originales. El símbolo (...) designa partes omitidas de los textos, en función a su extensión y escasa relevancia respecto al tema. En algunas oraciones, se introdujeron palabras entre <...>, para aclarar el sentido de otras ausentes, o que perdieron en la actua­lidad su sentido original.

En todos los casos se consigna, bajo el título, la fuente biblio­gráfica del texto reproducido. La autoría de las traducciones del portugués se reconoce en notas al pié de página, y en lo posible -no siempre queda claro, debido a las sucesivas trascripciones-el nombre de los autores de las notas.

Se trató de mantener las negritas, mayúsculas y cursivas de los originales, aunque el criterio usado con estos medios de re­saltar palabras varía notablemente según los autores. Debido a que los lugares aparecen con grafía diversa, se homogeneizó la toponimia usada por los autores, buscando facilitar la compren­sión. Con el mismo fin, se corrigieron errores o traducciones in­debidas de nombres propios, que pudiesen llamar a confusión.

 

I - MEMORIAS DE ACTORES Y TESTIGOS

 

 

GRAL. ISIDORO RESQUIN:

Último combate en el campo de Cerro Corá

Transcripto de Resquín, Isidoro (Gral.): Datos históricos de la Guerra del Paraguay. Buenos Aires, Cia. Sudamericana de Billetes, 1895, pp.172/9.

El 1° de Marzo de 1870, hallándose el Mariscal López acampado en Ce­rro Corá, sobre la margen izquierda del río AquidabÁn, con la diminuta fuerza que formaba cl ejército para­guayo, la cual se componía de cua­trocientos setenta hombres, cuatro cañones y dos piezas de artillería ligera, incluso en este resumen la vanguardia de Paso Tacuara que la formaban noventa hom­bres y las dos piezas de artillería ligera.

Conocedores los enemigos por intermedio del mal paragua­yo cirujano Solalinde, de la condición en que se hallaba nuestro ejército y guiados los enemigos por los mismos desertores de Cerro Corá, no podían dudar de su buen éxito.

La línea defensiva del paso del río Aquidabán  fué confiada por el Mariscal López al mando de los coroneles Juan de la Cruz Avalo, Ángel Moreno (este de artillería), y a los tenientes coroneles Santos y Gómez, el primero situado sobre el ala derecha con ochenta lanceros, el segundo con cien de tropa y cuatro ca­ñones defendían el centro, y los dos últimos con cien hombres de infantería formaban el ala izquierda.

En esta disposición se hallaban distribuidos los pocos ele­mentos que le restaban al ejército paraguayo cuando el día 1° de Marzo a las seis de la mañana llegó un soldado de la vanguardia situada en Paso Tacuara al paso del Aquidabán dando el parte verbalmente al coronel Moreno, que antes de amanecer de aquel día había sido sorprendida por los enemigos la vanguardia de que él formaba parte, habiéndose apoderado de los dos cañones y todos sus compañeros.

Enterado cl coronel Moreno de lo que había acontecido en Paso Tacuara, sin pérdida de tiempo dio parte al Mariscal Ló­pez; éste ordenó se despachara inmediatamente a uno de sus ayu­dantes con dos soldados a fin de ir a rectificar la noticia dada por ­el soldado que formaba parte de la vanguardia de Paso Tacuara. Poco después de haber sido despachado el citado ayudante llegó otro soldado perteneciente a la misma vanguardia sorpren­dida, el cual confirmó la noticia traída pocos momentos antes por su compañero de Paso Tacuara.

Conociendo el Mariscal López por los movimientos del ene­migo que pronto llegarían a batir nuestras líneas del Aquidabán, inmediatamente mandó preparar nuestras tropas en orden de combate, esperando así con valor y honra a las fuerzas de la tri­ple alianza.

Al mismo tiempo ordenó el Mariscal al teniente coronel Solis que acompañado de diez hombres se dirigieran a pie sobre la carretera del Aquidabán en dirección al Paso Tacuara con la consigna de observar la marcha del enemigo sobre el punto de Cerro Corá.

En el mismo momento de salir este despacho, el Mariscal y otro ayudante salieron con rumbo al Chirigüelo para avisar al general Francisco Roa a fin de que abreviara la marcha todo lo que pudiera con sus tropas y las piezas de artillería que se halla­ban bajo su mando a fin de entrar en combate en el paso del río Aquidabán.

Desgraciadamente el comandante Solís, a poca distancia del paso del río Aquidabán fue perseguido con sus compañeros por el grueso del ejército enemigo que venían marchando sobre di­cho paso; en esta jornada fue donde el valiente comandante Solís cayó gloriosamente en su puesto de honor junto con dos de los suyos.

El general Francisco Roa no tuvo tiempo de incorporarse a las fuerzas del paso del Aquidabán como el Mariscal López le había mandado órdenes con su ayudante, por no haberle sido posible evadir un encuentro con el enemigo en la borda del mon­te del Chirigüelo, donde fue muerto con gloria y honor al pie de su artillería como uno de los más bravos hijos de la nación paraguaya.

El Mariscal López, presidente de la República del Paraguay, al tener conocimiento de la suerte del bravo comandante Solís por intermedio de unos que lo acompañaron, y conociendo el golpe decisivo que entre pocos momentos le iban a dar los alia­dos, mandó que todo el estado mayor montara a caballo; el vi­cepresidente de la nación Dr. Francisco Sánchez, los generales Francisco Isidoro Resquín y José María Delgado, como también el comandante de la escolta de gobierno coronel José María Aguiar y su segundo el teniente coronel Aguilar, con setenta hombres de la misma escolta con los cuales se dirigió el Maris­cal en el citado paso del río Aquidabán; a distancia de unas cien varas antes de llegar el paso, fue atacado por fuertes divisiones brasileñas guiadas por los traidores Solalinde y comparsa.

Los primeros exploradores que asaltaron el paso se estrella­ron sobre la pequeña fuerza que conducía el Mariscal López que venciendo el centro de nuestras líneas atravesaron el paso del Aquidabán, las cuales desde esa posesión desplegaron sus fuer­zas a derecha e izquierda.

El coronel Ángel Moreno después de dos andanadas de su ar­tillería fue derrotado del paso que defendía, siguiendo la misma suerte los jefes de derecha e izquierda que eran Juan de la Cruz Avalos, coronel de caballería, y los tenientes coroneles Francisco Santos y Gómez.

Este último y sangriento combate de Cerro Corá duró nada más que unos quince minutos; este pequeño espacio de tiempo fue tremendo para los buenos hijos del Paraguay y fatal para su patria, en ese momento fue derrotado y vencido por completo el ejército después de haber luchado cinco años defendiendo la honra e integridad de su patria, allí también perecieron los hombres más íntegros e inteligentes que tenía el Paraguay.

Los primeros exploradores enemigos que asaltaron el paso del río Aquidabán pertenecían al cuerpo de caballería, los cuales fueron batidos por el estado mayor al mando del Mariscal López y rechazados a balazos hasta el paso del Aquidabán.

En este intervalo él con sus acompañantes, volvieron al cuar­tel general en donde ordenó al general Resquín para que con sus ayudantes siguiera la carreta de su madre e hijos, las cuales ya se habían puesto en marcha con sus carruajes, a fin de hacerles continuar la marcha con mayor rapidez. y procurar seguir el me­jor camino para salvar sus vidas.

El Mariscal López con su estado mayor se dirigió hacia el paso de abajo del Aquidabán; en este camino antes de llegar al paso debían atravesar un pequeño arroyuelo, pero antes de al­canzar a éste, fue alcanzado el Mariscal López y atropellado por un regimiento de caballería enemiga quienes le hirieron de un lanzazo en el muslo izquierdo; en este estado apenas pudo llegar a la costa del río Aquidabán donde alcanzado otra vez fue reque­rido por sus perseguidores brasileños intimándole se rindiera a discreción.

Al oír el Mariscal López proferir semejantes palabras, les contestó con toda la energía de un valiente que no se rendía y que estaba dispuesto a sacrificarlo todo por su querida patria.

Inmediatamente de esta franca resolución del Mariscal Ló­pez, Presidente de la nación paraguaya, recibió con heroísmo las balas de las fuerzas de Brasil con lo que entregó su vida al Creador.

El Mariscal López había jurado a sus conciudadanos de no envilecer el suelo de su nacimiento; cumplió su palabra, mu­riendo de las balas enemigas, defendiendo siempre la preciosa sangre de sus conciudadanos, la independencia de su patria, holladas por tres banderas extranjeras las cuales no tenían otras razones para la guerra que la ambición de los territorios nacionales y la maldita idea de aniquilar al Paraguay; así lo manifestaron los poderes de la triple alianza en sus tratados secretos de Mayo, cuyo hecho nunca olvidará el pueblo heroico de la nación para­guaya para hacerse justicia en oportunidad del oprobio con que fue prodigado por dos repúblicas y el Imperio de los esclavos; ya sea por el interés de la patria, su honor, la gloria y hasta por la vergüenza de todos los verdaderos hijos del Paraguay.

La misma gloria de morir por la patria cuyo sublime ideal no solamente representa lo que se posee sino que también todos los objetos de nuestro amor, de nuestro culto, nuestros padres, nuestros parientes, nuestros amigos, nuestro honor, nuestra in­dependencia y nuestra libertad, porque todos somos protegidos o castigados por las mismas leyes, participamos todos con júbilo de las glorias y prosperidad de nuestra nación, porque todos de­fendemos los altos principios del estado, las leyes y el gobierno que rige los destinos del país asegurando así la defensa de los hi­jos, las familias y los bienes de aquellos que han caído víctimas de su adhesión a la patria; en este loable empeño sucumbieron en el último combate junto con el Mariscal López, presidente de la República, el vicepresidente Dr. Francisco Sánchez, el secretario general del estado D. Luis Caminos, los coroneles José María Aguiar, Juan de la Cruz Abalos, Juan Francisco López, Bernar­dino Denis y el teniente coronel Orzusa; así como los capellanes mayores Francisco Solano Espinosa, J. Medina. J. Adorno, José Ramón González y J. González; víctimas sacrificadas en cumpli­miento de sus deberes los primeros y como dignos ministros de Dios estos últimos.

Los ciudadanos generales Resquin y Delgado tuvieron la des­gracia de ser prisioneros de sus enemigos en la última acción de Cerro Corá, junto con los coroneles Ángel Moreno, Patricio Es­cobar, Silvestre Aveiro y J. Centurión, como igualmente los te­nientes coroneles Gómez, Santos, Vera, Riveros, Cabrisa, Maciel y Silvero, este último correntino, la misma suerte tuvieron varios otros jefes y oficiales y tropas cuyos nombres me es imposible recordarlos en los momentos que escribo el presente bosquejo de la historia de la guerra.

Después de haber sufrido tanto tiempo las penurias de una campaña prolongada de cinco años, el mismo abatimiento me imposibilita recordar los nombres de todos los compañeros de armas que alcanzaron hasta el último momento.

Al determinarme a escribir las presentes memorias el único objeto que me impulsó fue el informar a la juventud paraguaya, algo sobre la cruda guerra a fin de que puedan formar juicio so­bre los sucesos que se desarrollaron durante los cinco años.

Sin duda alguna, es la guerra más grande e injusta que ha presenciado la América del Sud.

Al hacer referencia de los ilustres capellanes mayores del ejército, debo hacer especial mención de los sobrevivientes que durante cinco años estuvieron al servicio de su patria, los cuales han sido los beneméritos sacerdotes del Dios de los ejércitos D. Fidel Maíz, D. Rufino Jara, D. I. Aguiser y D. J. Corbalán; du­rante la guerra han dado ejemplo de virtud y abnegación a todos los valientes del ejército paraguayo en los miles peligros que tuvieron que pasar.

Los capellanes mayores citados han sido también prisioneros de guerra por haber permanecido fieles a sus principios de patriotismo y el haber sostenido la libertad, soberanía e indepen­dencia nacional; los cuales la defendieron como ciudadanos e hijos verdaderos del Paraguay, dando así ejemplo de verdadero valor y acendrado patriotismo, exponiendo sus vidas al frente de los enemigos de su patria.

El general Caballero y el mayor Lara, como habían salido de Cerro Corá con el fin de proporcionar los recursos necesarios para el ejército nacional, no se hallaron en el último combate, rindiéronse  después de haber sucumbido el Mariscal López con la mayor parte de su diminuto ejército, conocedores de lo su­cedido no tuvieron otro remedio que entregarse a los enemigos contra quienes habían combatido aquellos valientes durante cin­co años.

 

 

 

 

VIZCONDE DE TAUNAY:

LA MUERTE DE LÓPEZ

Transcripto de Scavone Yegros (Comp.): Muerte del Mcal. López, Tomo II, Asunción, ABC Color ­Servilibro, 2007, pp. 111-116.

Tanto se ha contado. tanto se ha dicho sobre los recientes aconteci­mientos de Cerro Corá, que un poco desordenadamente expondremos los pormenores que tratamos de re­unir acerca del último episodio de la Guerra Grande del Paraguay. En realidad así debía ser. Los muchos observadores de hechos sucesivos e importantes nunca pueden ser perfectamente concordantes en la relación de aquello que, sin embargo, todos presenciaron con los mismos medios de apreciación; cada uno procura contar la circunstancia que le impresionó más, se posesiona de ella y subor­dina el resto de los incidentes a aquella influencia de momento, despreciando particularidades que, en el espíritu de otros, tienen valor especial. De tal manera, unos cuidaron más en reparar en el primer encuentro de fuerzas, en el traje de López, en el color de la blusa, en el pelo del caballo; otros, en la dirección de su fuga, en la expresión de su fisonomía, en las últimas palabras que pro­nunció; otros, en fin, en peripecias diversas, aunque igualmente curiosas e interesantes.

La atención general se subdividió.

Reuniendo en conjunto estas múltiples indicaciones, se notan algunas disparidades de narración; pero todos aquellos hechos ocurrieron, al decir de personas que me merecen mucho crédito, de la siguiente manera:

Cuando la caballería brasileña al mando del coronel Jõca Tavares invadió el campamento del dictador, él se encontraba montado en un caballo bayo-blanco, y rodeado de oficiales a pie, armados de lanza y espada. El entrevero fue fuerte: aquel estado mayor se desbandó, cubriéndose de cadáveres el campo. López tuvo que defenderse, y su espada hirió levemente en la cabeza a un oficial nuestro. Fue entonces que el cabo Chico Diabo, orde­nanza del coronel Tavares, dio el primer lanzazo, lanzazo mortal, porque pegó sobre la ingle, alcanzando los intestinos. Pero él no cayó, y dando riendas al animal intentó huir hacia un montecillo, acompañado de dos personas también a caballo.

El mayor Simeão de Oliveira le salió al encuentro, y con los ojos fijos en él, gritó a un sargento nuestro: "Allá va López, haga fuego, mátelo'". Cada vez que el tirano oía su nombre, giraba la cabeza con terror; iba muy pálido y hacía voltear la espada des­envainada de un lado a otro del caballo. El sargento descargó su carabina Spencer, siete tiros en un abrir y cerrar de ojos. Uno de los jinetes cayó con el cráneo traspasado: era Caminos. Los otros dos continuaron corriendo a medio galope; López, nuevamente herido.

En el montecillo el terreno se volvía blando. Los animales empezaron a atascarse. López se apeó rápidamente, se quitó la chaqueta y desapareció entre los árboles. En eso venía llegando más gente. Simeão dijo al general Cámara, quien se aproximaba al galope: "López está allí". El general hizo un gesto de duda, se apeó también y entró al monte. Detrás de él corría el Aquidabán­nigüi, casi un riacho.

El tirano estaba dentro del agua hasta las rodillas; procuraba trepar la barranca opuesta; el compañero le extendía la mano. El general Cámara se metió también en el arroyo. "Entréguese. Mariscal, le dijo, soy el general brasileño". López dio un golpe en dirección a Cámara, y, ya en tierra, cayó de rodillas.

"¡Muero con la patria!", exclamó.

 "Desarmen a ese hombre", ordenó Cámara.

Un soldado del 9° de infantería se tiró entonces sobre él, lo agarró de las muñecas, pese a su resistencia. En la lucha, López cayó dos veces dentro del agua y sumergió la cabeza, saliendo con ansia a buscar respiración. En esos instantes rapidísimos, un soldado de caballería vino corriendo y le descargó en el lado izquierdo un tiro a quemarropa, que fue directo al corazón.

López cayó y gran cantidad de sangre le salió de la boca y la nariz: los pies quedaron metidos en el agua, el cuerpo extendido en la margen izquierda. Estaba sin sombrero, con pantalón azul con galón de oro, camisa fina, chaleco y botas Meliés. En el bolsillo del chaleco llevaba un reloj de oro, que el general Cámara mandó ofrecer a uno de los museos de la Corte. En la tapa de arriba estaban las tres letras entrelazadas de la firma F. S. L.; en la otra, las armas de la República -el gorro frigiosoportado por un asta cuyo pie descansa al lado del león de Castilla abatido, -las palabras Paz y justicia en el tímpano, República del Paraguay alrededor. En el bolsillo de la chaqueta había dos plumas; un anillo de marfil con la inscripción habitual -Vencer o morir que el coronel Tavares recogió y dio al Príncipe, y algunos pa­peles en blanco.

Mientras López completaba los últimos instantes de su vida, escenas extraordinarias ocurrían en otros puntos. Así, en torno al carro en que estaba madame Lynch con sus cuatro hijos, algunos oficiales paraguayos luchaban todavía. El teniente coronel Mar­tins se defendía de los golpes ciegos del coronel Pancho López. "Entrégate niño", intimaba el nuestro. "Ríndete, Panchito, rínde­te", gritaba la Lynch. ¡Qué va! la fierecita nada oía; dio un gol­pe que la espada del contrario fácilmente desvió; después hizo fuego con el revólver y, finalmente, ensayó un nuevo golpe de espada. La paciencia del riograndense estaba agotada: su brazo tremendo se alzó y Panchito cayó para nunca más levantarse.

La Lynch salió entonces del carro: tomó el cadáver del hijo y lo extendió en las almohadillas de la banqueta de adelante. Llo­raba con ruido y abriendo dos o tres veces los ojos empañados del muerto, lo llamó "¡Panchito! ¡Panchito!".

El segundo hijo exclamó: "¡no me maten! soy extranjero, hijo de inglesa". Los otros pequeños sollozaban. El carro de la Lynch fue de inmediato custodiado por un piquete de centinelas. La mujer llevaba un vestido de lujo: seda negra con puños y volan­tes blancos; peinada con mucho cuidado parecía estar lista para una "soirée", aún más porque sus dedos lucían costosos anillos de diamantes. La sangre de Pancho López manchó aquel traje.

En otra carreta estaban la madre y hermanas de López, éstas de rodillas, agradeciendo a Dios el aniquilamiento del tirano.

La pobre vieja Carrillo había sido ya condenada a muerte, y el teniente Muñoz, que la custodiaba, tenía orden de lancearla en caso que aparecieran los enemigos. La razón de ese nefando mandato causa estupefacción.

Lo que queda escrito fue contado por la propia boca de la madre de López al Príncipe. Oímos esto.

La sentencia de muerte no tardó en ser redactada y López le puso el cúmplase.

Dios, no obstante, había ya ordenado otro cúmplase, y al tiempo que la víctima escapaba de la destrucción, el verdugo era llamado a su presencia.

Es probable que todo ese abominable drama hubiese sido encaminado por la Lynch, mujer vengativa que jamás perdonó a aquella señora el haber reprobado las escandalosas relaciones que ella mantenía con el hijo.

El tirano todavía no había muerto, y sus carreta eran teatro de verdadero furor. Mujeres, oficiales paraguayos mezclados con soldados nuestros saqueaban frenéticamente los depósitos de co­mida y ropa; zapateaban como locos, esparcían montones de oro, quemaban papeles, disputaban joyas, y, finalmente, atizaron un incendio que redujo todo a cenizas. En el ínterin, muchos jefes se presentaban. Resquín temblaba; el padre Maíz quería conservar la dignidad; todos hacían cargos al ente que acabara de existir.

El Supremo vino entonces cargado en un varapalo, sostenién­dole la cabeza un soldado de caballería. Tenía cuatro heridas. Un pie estaba descalzo, y, al decir de todos, ese pie era notable, no sólo por su blancura, como por la delicadeza de formas. Nuestros soldados contemplaron ese cadáver con curiosidad; las mujeres paraguayas danzaron en torno a él.

El coronel Paranhos mandó apartar a aquellas fieras, y ordenó el entierro, siendo el cuerpo sepultado, a pedido de la Lynch en la misma fosa que la del hijo Pancho. Antes pidió ella un mechón de cabellos, y el soldado que se prestó para ese servicio, se acordó de cortar para sí unos buenos puñados, y los anduvo distribuyendo para recordación de aquellos momentos.

El ataque fue poco después del mediodía, marchando nuestra gente "sin parar" desde las 3 de la madrugada. También se consiguió un resultado único en la vida de López: una sorpresa. En todo caso, si no se hubiese alcanzado entonces ese fin, el tirano estaba tan irremisiblemente perdido, que la cuestión era de sólo unos días más. La combinación gloriosa del general Cámara no podía fallar.

En efecto, el coronel Bento  Martins hizo dar una gran curva, pasando por las colonias de Miranda y Dourados. para ir a tomar Ponta-Porá, lugar en que se bifurcan los caminos de Chirigüelo, bajando hacia el sur hasta Panadero, y hacia Cerro Corá. El día 2 de Marzo era el señalado para esa ocupación, y, si en el día 1º López hubiese podido huir aún, en el siguiente tropezaría con los brasileños, por cuanto en ese tiempo Bento Martins, contra toda expectativa, ocupaba la encrucijada. También la caballería andu­vo casi a media marcha, y la infantería la siguió en una marche­-marche de arrancar tripas.

 

 

 

II- SUEGE LA LEYENDA: LOS DEBATES DEL PASO DEL SIGLO

 

 

JUANSILVANO GODOI:

La muerte del Mcal. López

Extraído de Godoi, J.S.: El Barón de Rio Branco. La muerte del Mcal. López. El concepto de la patria, Asunción, Tall. Nacionales, 1912, pp. 97/131.

No es nuestro propósi­to entonar el himno sacro de nuestras glorias patrias.

No nos proponemos herir el roto escudo de armas del pueblo sojuzgado, con el intento de que sus vibraciones dolientes lleven la turbación o la congoja a las conciencias, acaso hoy contritas, de los afortunados vencedores.

Simplemente pretendemos levantar por algunos instantes el sangriento sudario que envuelve el esqueleto de la nación caída, con el fin de asistir a los últimos momentos del paladín insólito que la alimentó, la galvanizó, la levantó, la defendió y le inoculó acción pujante con su aliento poderoso.

Las glorias de la epopeya paraguaya perdurarán todavía cu­biertas de crespones. Únicamente el tiempo será la augusta men­sajera que transmita, en edad remota, su excelsa grandeza a la posteridad.

En 1864 la República del Paraguay contaba, según el censo oficial, con un millón trescientos mil habitantes. El caso estu­pendo es que en 1870 quedaba su población reducida a doscien­tas veinte mil almas, con el noventa por ciento de mujeres.

Al terminar la guerra no existía en el país una cabeza de ga­nado vacuno, un ave de corral, un grano de maíz, de arroz ni de trigo. Todo se había extinguido, agotado. La nación quedaba en ruinas, consumida, aniquilada.

Un ligero retrospecto histórico. El 1º de mayo de 1865 se había firmado en Buenos Aires una alianza permanente indisolu­ble, ofensiva y defensiva contra cl Paraguay, entre el imperio del Brasil y las repúblicas Argentina y Oriental del Uruguay. Esta triple Alianza - sin precedente en el moderno derecho de gen­tes- era un tratado de excepción que atentaba contra las leyes que amparan la existencia autónoma y el destino de las naciones.

Se estipulaba en sus cláusulas la ruina de un Estado soberano y civilizado y la conquista de sus territorios.

Uno de los artículos secretos de dicho tratado decía: -" 16- La República Argentina quedará separada del Paraguay por los ríos Paraná y Paraguay hasta encontrar los linderos del Brasil, siendo éstos del lado de la margen derecha del río Paraguay, la Bahía Negra."

Esta sola delimitación importaba el desmembramiento en dos terceras partes del territorio paraguayo.

El Mariscal López se embarcó en la temeraria contienda ob­sesionado, en parte, por su propia omnipotencia personal; pero también obedeciendo a la curiosidad invencible de experimen­tar, como doctrina internacional pública, un principio jurídico aún no incoado en la legislación diplomática americana, y cuyo arraigo él anhelaba y propiciaba cual medida eficiente de segu­ridad común: el "equilibrio territorial" de los Estados del Plata, cuya inviolabilidad creía sinceramente amenazada con la ocupa­ción de la República Oriental por fuerzas imperiales.

La gigante lucha se perpetró con pasión por parte de ambos beligerantes. Los dos triunfos obtenidos fácilmente en territorios argentino y brasilero exaltaron el espíritu de los Aliados basta hacerles aventurar prejuicios poco honrosos sobre el valor del soldado guaraní y considerar la ardua campaña un mero paseo militar.

Fue necesario que pisaran tierra paraguaya y sintieran el bra­zo de hierro de Eduvigis Díaz y el aliento caldeado de aquel cuya voluntad era la divina providencia en su patria, para que la cordura volviera a los ánimos, y el comedimiento en las palabras precediera al reconocimiento exacto y justo de los hechos y las cosas.

Pronto se apagaron los entusiasmos dé los primeros momen­tos, y a las impaciencias del éxito y las esperanzas de rápidas victorias sucedieron el amargo desengaño y la inaudita sorpresa. La ejecución de las más hábiles combinaciones estratégicas se embotaba ante una resistencia incontrastable, sustentada con una disciplina, una abnegación y un patriotismo "desconocidos hasta entonces", como dice el excelentísimo presidente de Chile, don Pedro Montt.

Por cada palmo, por cada pulgada de terreno conquistado, se veían obligados a librar batallas desesperadas y cruentas.

La guerra fratricida necesitó cinco años largos para lacerar, de un confín al otro, el territorio de la república. Consumó el exterminio lentamente, pero con el empuje devastador de un tor­nado, regando este pedazo de suelo americano con la sangre ge­nerosa de una nación entera, desde el fuerte de Itapirú en el (...) Paraná hasta los desiertos ardientes del Aquidabán.

La huella de su paso dejó marcada indeleblemente, cual san­griento simún, con ancha alfombra de osamentas humanas

La segunda desesperada tentativa de resistencia, la prodigio­sa campaña de la Cordillera, quedó desvanecida con el sacrificio estéril de Piribebuy; y los sobrevivientes del grande y heroico ejército, agrupados alrededor de la fragmentaria insignia tricolor, se alejaron para siempre hacia el septentrión, en busca del puente del Berezina.

Este puerto de salvación se alejaba continuamente, sin em­bargo, engañosa y fugaz ante su vista, cual ficción funesta, hasta conducirlos a la final hecatombe de Cerro Corá. El hado tenía ya dispuesto que López no llegaría a realizar el portentoso mi­lagro de franquearlo, como aquel excelso capitán, ídolo de sus ensueños.

Le estaba ya vedado volver a entrar a su amada capital, donde gozara y abusara de tantos días de grandeza y felicidad!

A la cabeza de aquel enjambre andrajoso de noventa pueblos, resto moribundo de una antigua y culta sociabilidad cristiana; a la cabeza de aquellas legiones-espectros extenuadas por el can­sancio, la desnudez y el hambre -resto de un invencible ejér­cito de ciento cincuenta mil aguerridos soldados- marchaba el formidable Teratólogo envuelto en obscura polvareda y jirones de la enseña de la patria, impasible, frío, misterioso como una esfinge, haciendo todavía retemblar bajo su voluntad férrea el suelo paraguayo.

Los lóbregos bosques de Panadero, Amambay y Chirigüelo le vieron pasar durante los crepúsculos de varias lunas, capita­neando aquel convoy fúnebre de sombras famélicas, rumbo al norte, con las pesadas armas al hombro y en los harapos de su uniforme, penurias, luto, polvo del camino, barro y también he­roísmo imperecedero.

¿Hacia dónde se dirigía este ser impávido, cuyo extraño temperamento nada tenía de común con los demás hombres?- ¿A qué mundo, a qué región ignota, encaminaba su fortuna?

 -¿Qué ideal impenetrado, sólo comprendido por él, porfiaba aún en perseguir?

Pero el Mariscal López no alimentaba ya ideas de predominio personal ni de engrandecimiento futuro para su patria. Esos espejismos monstruosos que en otrora halagaran su idiosincrasia de visionario y su vanidad de autócrata jefe de Estado, o hicieran vibrar fuertemente las pulsaciones de sus poderosas energías, ha­bían fenecido tiempo há.

Todas aquellas ilusiones imposibles aunque magníficas que únicamente encuentran acogidas en almas de temple extraordi­nario, habían caído para siempre ante la fría realidad, y con ellas hasta esos sentimientos generosos que no es dado al hombre arrancar de su corazón sin violencia suprema.

El Mariscal López no iba ya sino en busca de una tumba le­jana e ignorada. Esa tumba debería ubicarse en el linde donde termina el territorio paraguayo y donde comienza el del enemi­go. El Mariscal López tenía contraído el solemne compromiso de morir: de morir con la espada en la mano, con el último de sus soldados, en su último campamento, sobre su último campo de batalla.

No había determinado la fecha, mas tenía que morir, porque estaba de por medio la fe jurada de su palabra de honor.

El 1º de marzo muy temprano le fue presentado en Cerro Corá el cacique de las sierras de Amambay, que venía a rendirle ho­menaje y a ponerse a sus órdenes. El cacique Caainguá le ofreció hospitalidad segura en sus abruptos dominios; pero le pidió que licenciara su ejército, reservándose simplemente como escolta, nueve o diez hombres de su confianza. En esas condiciones se comprometía guiarle con su familia a lugares tan impenetrables, en que jamás le alcanzaría la saña de la Alianza.

Mientras López conversaba con el soberano indígena, le trajeron la grave noticia de un movimiento de avance hacia el Aquidabán de varios destacamentos brasileros.

El Mariscal le preguntó a qué hora creía llegaría a su campa­mento el enemigo; y el cacique levantando la diestra señaló con el dedo un punto del espacio cercano al cénit, diciéndole: "Cuan­do el sol esté allí". Quería significar que aproximadamente a las once del día, y que por consiguiente había tiempo suficiente para que levantara su campamento y le siguiera.

López no aceptó el ofrecimiento del rey de las selvas, e in­mediatamente convocó un consejo de jefes y oficiales generales para resolver sobre su comprometida posición.

Llegaba inopinadamente al término fatal, improrrogable. Es­taba en presencia del ineluctable final de la inaudita, de la pa­vorosa tragedia, que su monstruoso orgullo le había hecho con­sentir, dependía impositivamente de su voluntad omnímoda su prolongación indefinida.

Por primera vez aquel puñado do valientes, resto glorioso del grande e invencible ejército, se sintió desfallecido En el momen­to absolutamente extremo, se dio cabal cuenta de su desespera­da situación, con los ojos de la terrible realidad, y se reconoció vencido. Un silencio inusitado y mortificante acogió la alocución del Mariscal presidente-de aquel Francisco Solano López tan ad­mirado, respetado y considerado hasta el delirio.

El Mariscal López comprendió que su misión había termina­do, que llegaba el momento de cumplir su fe jurada y desapare­cer de la tierra.

Su potente voz de otros tiempos que poseyó la mágica virtud de la de los profetas de Israel, ante cuyo eco se ponían de pie medio millón de almas para correr al sacrificio, se apagó en sus labios. Consiguió empero todavía - postrer esfuerzo de aquella obediencia sin límites- la promesa formal de que le acompaña­rían a librar la última batalla y morir.

El intrépido y activo coronel Silva Tavares precipitó su mar­cha; sorprendió a la pequeña guarnición avanzada del arroyo Tacuara y a la gran guardia en el paso del Aquidabán, adelantán­dose a la hora, tanto que el Mariscal López apenas tuvo tiempo

de reunir y formar su reducida fuerza que no alcanzaba bajo bandera  a cuatrocientas plazas.

La proporción en la lucha fue de cinco contra uno. Aquellos armados y vestidos a la europea, éstos casi desnudos y sin más armas que lanzas y fusiles de chispa.

Los soldados de López, que hacía meses no probaban un bo­cado de carne ni de materias farináceas, alimentándose mala­mente con raíces y frutas silvestres verdes, recogidas en los bos­ques, se encontraban completamente postrados, hasta el punto de serles imposible permanecer en fila.

Se pusieron penosamente en pie para recibir el choque del enemigo y volver a caer definitivamente en el sueño eterno.

Por última vez compareció el Mariscal López sobre su caba­llo de batalla, a ocupar su puesto a la cabeza de aquel puñado de soldados fantasmáticos.

Allí esta con su apostura marcial de tenebrosa sugestión, en actitud severa, trágica y siempre imponente. Esta allí irreduc­tible, silencioso, sombrío, con los ojos velados por anchas y azuladas ojeras, los párpados caídos, hinchados todavía por las lontananzas de ensueños maravillosos cruelmente desvanecidos.

Ha sido el árbitro implacable de los destinos de un pueblo, al que sacrificó despiadado a su capricho, y es llegada la hora ineluctable de entregar, a su vez, al azar el suyo propio!

La visual de su mirada se proyecta mentalmente a distancia incalculable, y antes que sobre el enemigo que avanza, está con­centrada y fija sobre los horizontes de un mundo desvanecido que sólo él percibe. Honda abstracción le abisma en tumultuoso y lóbrego pasado. Una cerebración súbita y evocadora-póstuma manifestación de una vida que se extingue -arrastra a su espíri­tu hacia el crepúsculo apagado de aquellos escenarios muertos. Por ante sus ojos desfilan con rapidez vertiginosa toda su ac­tuación pública pasada, sombras enlutadas arrastrando cadenas, algo como sangrientos gestos neronianos y los años de plácidos encantos de su primera juventud.

Cuánta amargura ¡Ay! y cuánta angustia agobiarían en este supremo momento a aquel corazón que al fin era humano, aun­que aparentemente inexorable! -Pero, ¿quién fuera osado a son­dear una alma tan terriblemente heteróclita?

En todo caso su indoblegable orgullo se sobrepuso a los ho­rribles padecimientos morales y físicos.

El coronel Víctor SiIvero, argentino, en servicio activo del Paraguay, avanzó dos pasos y descubriéndose gritó: "Viva el ex­celentísimo señor Mariscal Presidente de la República y general en jefe de sus ejércitos, don Francisco Solano López"-Este vítor que fue el último y el cual resonaba en otrora cuotidianamente en los dilatados campamentos encendiendo de entusiasmo pa­trio millares y millares de corazones, agitó por algunos instantes las harapientas gorras multicolores de aquel reducido número de hombres famélicos.

Como despertando de profundo sueño, saludó el Mariscal López militarmente. En su fisonomía impasible y solemne está reflejada una resolución inquebrantable. Nada teme ya, nada quiere ni nada espera.

Va a morir y comparecer ante el tribunal supremo de la Histo­ria. A él entrega su causa destilando sangre, lágrimas y sacrificios sin cuento, sus intenciones y sus extravíos de mandatario absolu­to: sus grandes, sus monstruosos ideales de patriota americano.

Confía acaso..... Sí..... Confía plenamente que su fallo justi­ciero hará resonar su nombre en edades remotas.

Llamó López al coronel Silvero, y le invitó con un cigarro. Hizo fuego en su yesquero de oro, encendió su cigarro y pasó fuego a Silvero. Luego le dijo: -"Vamos a librar, coronel, nuestra última batalla. Si llega Ud. a salvar la vida, debe escribir la historia de esta gran guerra. Nadie mejor preparado por el cono­cimiento de los sucesos y su ilustración personal que Ud. para hacer conocer al mundo los singulares acontecimientos de esta lucha sin igual. Yo llevaré a la tumba el pesar de no haberme sido posible recompensarle sus buenos servicios, de los que he estado siempre satisfecho."

"Escúcheme, coronel: -yo no soy el vencido en esta guerra de seis años, porque no he sido rendido ni dominado. Es el país entero, mi patria, mi pueblo, el Paraguay, que se ha agotado y consumido. A haber contado con mayores elementos, con nue­vos hombres y recursos, con una nación de mayor población, otra suerte cupiera a la Triple Alianza!

En la antigüedad, en aquellos tiempos de hombres extraordi­narios, el que perecía en la contienda luchando, era el vencedor, y no el que quedaba con vida. Los honores del triunfo se discer­nían al muerto, porque era considerado el primero en la jerarquía de los héroes."

"Si la naturaleza no me dotó de genio para dirigir con mejor fortuna las batallas, he tenido en cambio el don de la voluntad que constituye la energía del acto, la proeza objetiva concreta, que avasalla los sucesos y la imaginación humana, y que vale tanto o más que el genio; pues que se sustenta con un sentimiento dominante más poderoso que el instinto de la conservación: un sentimiento único que exige imperativamente la supresión irre­vocable de ese delirio angustioso que se llama la muerte."

"Y si mis ejércitos diezmados mil y mil veces me han seguido a despecho de tantos contrastes y penurias hasta el postrer ex­tremo -es decir, hasta este final momento- ha sido precisamente porque sabían que yo, su jefe supremo, había de sucumbir con el último de ellos, sobre este mi último campo de batalla...."

Las primeras descargas de los rifleros brasileros que se aproximaban, interrumpieron la interesante, sentida y única ex­posición del Mariscal López, y cuya elocuencia sugestiva acusa paridad con la de su memorable nota contestación del 24 de di­ciembre de 1868 en Lomas Valentinas a los Aliados, al intimarle rendición.

El coronel Silvero prometió al Mariscal cumplir sus deseos si sobrevivía, antes de separarse de él, e ir a buscar su puesto en la vanguardia. López movió su caballo e hizo ocupar a su diminuto ejército la posición definitiva en que esperó al enemigo.

La lucha fue desesperada y breve. Las balas brasileras barrie­ron el reducido número de sombras más que de hombres. Sí, de sombras fantasmáticas, de esqueletos andantes, que hacía meses no comían sino raíces; ya sin energía muscular ni moral.

El Mariscal López sobrevivió herido e intentó ocultar su suerte, a semejanza del sublime Güemes, en las lejanas espesuras de los bosques vírgenes, al abrigo de las profanaciones cobardes consiguientes a una derrota en Sud-América.

Anheló en este momento desesperado, desaparecer de entre los vivos, dejando envuelto su postrer suspiro en el comentario de la duda, la curiosidad y el misterio, ya que no se le ocurrió embestir espada en mano, él en persona, solo, al ejército brasi­lero entero, hasta caer despedazado, exánime, como hacían los cónsules romanos vencidos sobre el campo de batalla.

No consiguió realizar, sin embargo su póstumo empeño.

Estaba escrito que el sacrificio aleve de su vida pesaría como estigma eterno sobre la memoria y el nombre de un descendiente de la casa de Orleans, del conde d'Eu ex-generalísimo del ejér­cito imperial.`

Por fin está ahí! -Sí, allí está, después de cinco años y dos meses de la más cruenta y trágica de las guerras internacionales dentro de la civilización cristiana. Una nación culta, civilizada y viril, ha sucumbido como un solo hombre a su rededor acom­pañándole. Le ha secundado, sostenido y seguido más allá del sacrificio, más allá de lo verosímil.... hasta el martirologio.

El Mariscal López herido se halla sentado en el cauce del río Aquidabán-nigüí, ribera derecha, medio recostado sobre la ba­rranca, con la mitad del cuerpo metido en el agua, conservando su espada en la mano. Está solo, completamente solo, librado a su destino. ¡Quién lo creyera!, abandonado de todos: en el per­fecto goce de sus facultades mentales, en todo su varonil coraje,resignado, indiferente, irreductible, anteponiendo su formidable desprecio por sus enemigos a los dolores atroces que torturan su alma y su corazón en aquel amargo, espantoso trance; e ilumina­da su cabeza de singular expresión por una aureola de luz, aun­que siniestra inmensamente rutilante, que no conquistará jamás ningún otro paraguayo ni acaso ningún americano.

Los fieles y últimos servidores, leales entre los leales, coronel Luis Caminos, capitán Francisco Arguello y el alférez Chamorro acaban de sucumbir cerca de su persona, defendiéndole.

El brigadier Corrẽa da Cámara, más tarde vizconde de Pelo­tas, que llega con premura, baja de su montado, penetra apresu­radamente en el agua a pie, se aproxima a López, se da a conocer y le intima rendición, garantiéndole la vida.

Solano López, presidente de la republica y general en jefe de sus ejércitos, por toda contestación levanta rápidamente su espada -que no se veía por tener metida la mano que la empuña­ba en el fangoso charco- y descargando con toda su fuerza una estocada a fondo, sin dar en cl blanco, exclamó: "Muero con mi patria"".

El general Cámara, que salvó milagrosamente de ser herido ofendido o indignado, ordenó, dice don Eodolfo Alurralde: "Maten ese hombre" ". Entonces un tiro de rifle a quema ropa en el pecho, dejó inmediatamente muerto en el sitio al Mariscal

López. Así pereció el inmenso tirano, pero gigante paraguayo, cl carácter más poderoso entre los hijos ilustres de la América, después de Bolívar, Washington, San Martín y Pedro I de Braganza.

La verdad fría y desnuda -la tremenda y triste verdad es- que López fue muerto en presencia y a un paso del general José Co­rrẽa da Cámara, cercado de una división del ejército imperial".

La brigada compuesta de los cuerpos de caballería 19° y 21º, de los carabineros 1° y 18° y 9° batallón de infantería, mandados por varios coroneles y un general de reputación que cercaban al jefe supremo beligerante, fueron impotentes para desarmar a un hombre vencido, solo y mal herido!

El general Corrẽa da Cámara sufrió en ese momento un acce­so de ofuscación fatal.

Desconoció la misión levantada y caballeresca de conservar la vida al prisionero inerme. Careció del discernimiento sereno para apreciar el transcendente beneficio que reportara a la causa de la Alianza y al lustre inmortal de su propio nombre, el Maris­cal presidente vivo como trofeo de guerra, en la final victoria de una campaña épica. No poseyó el concepto superior para inter­pretar en forma memorable la alta gloria de su grande Patria .

El vizconde de Pelotas así lo comprendió más tarde, rectifi­cando en distintas ocasiones que lo que él dijo, fue: "Desarmen ese hombre".

Lo que sin embargo nunca explicó es, el por qué abandonó el cadáver del presidente López a las insolencias de inconsciente soldadesca que lo desnudó y ultrajó.`

Presintió el Mariscal López con estoicismo su próximo fin. La mañana del 1° de marzo apenas tuvo conocimiento del mo­vimiento de avance del ejército brasilero, procedió a cambiarse toda la ropa interior y exterior. Se puso camiseta de seda y otras prendas de vestir de lino hilo bordadas, blusa y pantalón de casi­mir nuevos y botas de charol con espolines de plata.

En la junta de guerra que precedió a la acción, también fue él quien rechazó la retirada, y resolvió el combate final.

Y dado su alto carácter de mandatario y su actuación pro­minente, era merecedor de muerte más decorosa que la que le infligió Corrẽa da Cámara. Aunque es probable que el general brasilero no hiciera sino cumplir prejuicios de alguna consigna subrepticia en ese triste momento. Entre el emperador don Pedro y el Mariscal López parece que existía una antigua no olvidada inquina, de que se constituyó vengador el príncipe conde D' Eu."

Mereció el presidente López la ingrata suerte de ser entre­gado al enemigo por traición de su médico de confianza que compartía en su mesa con él, los últimos bocados de pan que reservaba para sus menores hijos.`

Los sobrevivientes que le acompañaron, inclusive sus cóm­plices y verdugos, anatematizaron unánimemente su memoria, exaltando el proceder del victimario Corrẽa da Cámara en un do­cumento público por boca del ciudadano Rosendo Carísimo, jefe político de la Villa de Concepción, en los siguientes términos: -"Vuestra Excelencia ha terminado nuestro inaudito infortunio, asociando así tan merecida e imperecederamente su memoria la del general brasilero) al eterno recuerdo que consagrará la histo­ria del generoso pensamiento de la Triple Alianza, para redimir un pueblo hermano de su postración y estúpido letargo, eleván­dolo al gremio de los pueblos libres..."

Un príncipe, nieto de Luis Felipe, le alabó en la orden del día N° 45, en la siguiente forma:- "Me faltan expresiones no so­lamente para elogiar y exaltar los servicios prestados a la cau­sa pública por cl general Cámara, como también especificar las

cualidades militares por él demostradas, su actividad sin igual y su bravura e inteligencia especiales...."

"Semejante resultado (la muerte de López), que superó todas las esperanzas y coronó las aspiraciones de la nación brasilera, ha sido debido únicamente, puedo hoy decirlo, al general que con­siguió y vio sus cálculos y planes perfectamente ejecutados..."

"A todo pues ..... yo no hago más que anticipar los aplausos con que la opinión del imperio, sin duda alguna, acogerá el he­cho más importante de esta guerra de cinco años..."

"`Terminaré diciendo que aun cuando yo no hubiese obtenido de mis personales esfuerzos otro resultado que hacer evidenciar y brillar los notables talentos del brigadier José Antonio Corrẽa da Cámara, me daría por muy satisfecho, porque en él, hoy día, el Brasil tiene un general aún en cl vigor de los años, con capa­cidad para llevar a cabo los más arduos cometidos y de honrar a su patria ante el mundo civilizado."

El cabo de escuadra Francisco Lacerda, uno de los lancea­dores de López, recibió un premio en efectivo, por su singular hazaña.

"La Regeneración", periódico oficial, al conocerse la noticia, dijo: "La vida del hombre es siempre sagrada; pero cuando se trata de un monstruo como López, enemigo de la humanidad y asesino de un pueblo, no puede haber compasión con él, sino desprecio y maldición, porque es santo clavar el puñal en el co­razón de los déspotas..."

El gobierno del Triunvirato le declaró por decreto que pasó a ser ley de la nación: " Hijo desnaturalizado, traidor a la patria .... y colocado fuera de la ley" -confiscándole al mismo tiempo sus cuantiosos bienes particulares heredados por testamento de su padrino de pila, el acaudalado caballero español, don Lázaro de Rojas.

En medio de este clamoreo de execración uniforme a su me­moria -en medio del contento y la satisfacción general por el asesinato del Mariscal López- se alzaron, sin embargo. algunas voces autorizadas en el viejo mundo, la América del Norte, las repúblicas del Pacífico y del Centro, que condenaron el odioso y estéril crimen, y consagraron oficialmente al héroe paraguayo, solemnes exequias fúnebres.

 

 

 

 

JUAN E. O'LEARY:

LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA

Trascripto de López Decoud. Arsenio: Álbum Gráfico de la República del Paraguay, 1811-1911. Buenos Aires, Tall. Gráficos de la Cia. Gral. de Fósforos, 1912, pp. 198-200.

El Mariscal López veía llegar el fin de su existencia con su estoicismo habitual. En realidad, para él nada había cambiado, pues la certeza de morir, lejos de causarle temor o pesadumbre, debía dulcificar su agonía con la esperanza de un próximo des­canso, siquiera fuese este el descanso de la tumba. No ignoraba el avance de las fuerzas brasileñas, pero trataba de ocultarlo a los demás, reservándose así mismo la terrible realidad. Aquel sublime suicida, quizá el más grande de la historia, esperó du­rante días, sobre el borde del abismo, la palabra del Destino, sin que a su rostro asomase la tempestad de su alma. Nadie advirtió el menor cambio en su persona, ni signo alguno que revelara la angustia inmensa que debía oprimirle el corazón.

Cuando en la mañana del 28 de Febrero, fue a comunicarle el padre Maíz que había amanecido muerto de inanición su secreta­rio, el diácono Donato Gamarra, lo encontró siempre tranquilo, oyendo de sus labios estas palabras. que revelaban la idea fija que torturaba su pensamiento: "el padre Gamarra nos ha lleva­do un poco la delantera... ...

Y en la madrugada del último día se despertó más temprano que nunca, revolviendo su equipaje, como si se preparase a con­tinuar su camino. Los ayudantes le vieron con asombro, repartir a su servidumbre algunos objetos de su uso, y recibiendo ellos mismos varios pequeños obsequios, "como un recuerdo de su persona". Era aquella una verdadera despedida, una despedida muda y emocionante, que no acababan de comprender los que le rodeaban. Bien pronto, sin embargo, iba a tener su explicación.

Pocas horas después emprendía el largo viaje a lo desconoci­do, después de haber comprado, al precio de su sangre, el dere­cho irrevocable al eterno respeto de los hombres...

El 1º de Marzo de 1870 amaneció, por fin, tibio y húmedo, prometiendo un día de calor sofocante. El Mariscal López tenía ya sus sospechas de que estaba a punto de sonar la hora, que aguardaba con reconcentrada ansiedad. La falta de noticias de su vanguardia, primero, y la tardanza de sus emisarios en volver, le confirmaron en sus desconfianzas, cuando de pronto llegaron algunas mujeres fugitivas, avisándole que el Paso Tacuara había caído en poder de los, brasileños. En vista de esto, fue enviado el Teniente Coronel Cándido Solís, con diez hombres a pie, a verificar la noticia.

Sorprendidos por el enemigo emboscado en el camino, fue­ron acuchillados Solís y ocho compañeros, escapándose dos, que corrieron a anunciar que el invasor se aproximaba. Poco des­pués retumbaban los primeros cañonazos hacia el Aquidabán y empezaba a crepitar la fusilería. Entonces fueron despachados el Coronel Juan Crisóstomo Centurión y el Comandante Ángel Riveros a averiguar lo que ocurría, marchando en pos de ellos el General José María Delgado, a la cabeza de un pequeño refuerzo.

Pero ya era tarde. Fueron arrollados por los invasores, que avanzaban en dos columnas, por los dos costados de Cerro Corrá. Al ver aparecer el enemigo a la distancia, López, montado en un caballo bayo, sobre el cual había hecho su heroica peregrinación desde Paso Pucú, se puso al frente de sus soldados, invitándoles a acompañarle en el deliberado y ya inevitable suicidio.

Un poco más de doscientos hombres, armados en su mayor parte a sable y lanza, era todo lo que se había podido reunir, formando en las filas, como soldados, desde el anciano Vice pre­sidente Sánchez, hasta el último capellán.

Esgrimiendo un espadín, en cuya hoja se leía su lema gue­rrero, su implacable lema de Vencer o Morir; se puso en marcha, acaudillando aquel patético grupo, en el que se confundían los altos dignatarios del Estado con los representantes de la Iglesia, los generales con la tropa y los más humildes ciudadanos con los jefes y oficiales del ejército, formando juntos un solo cuerpo, con una sola alma y un solo corazón...

El primer pelotón de caballería que encontraron, fue rechaza­do enseguida, presentándose después el Coronel Silva Tavares rodeado de los oficiales de su estado mayor, al frente de sus lan­ceros y carabineros y seguido de tropas de infantería.

Durante algunos minutos el enemigo permaneció indeciso en presencia del hombre formidable que por más de cinco años había tenido a raya al Imperio del Brasil. Y mientras se deci­día a estrellarse contra aquella última sombra de nuestro poder desvanecido, López aguardó sereno, erguido sobre sus estribos, arrogante en su impotencia, poniendo en el fulgor de su mirada la inmensidad de su desprecio.

Apenas se movió Silva Tavares, los paraguayos se dispusieron para recibirle, estallando en gritos de entusiasmo y en prolonga­das vivas a la Patria. Nada presenta la historia más conmovedora -diremos con Víctor Hugo- que aquella agonía prorrumpiendo en aclamaciones. Era, dice Bormann, la reproducción, en pequeñas proporciones, del episodio de la guardia vieja en cl campo de batalla de Waterloo. Ni aún entonces había decaído el clásico ardimiento de nuestro pueblo, como si la visión de todas sus desdichas se desvaneciese en el peligro, para dar lugar a la imagen de la Patria, que chorreando sangre por sus mil heridas, clamaba venganza a los hijos que le quedaban.

Ante aquel augusto reclamo que escucharon nuestros héroes, durante cinco años, resonando imperativo en el fondo de su con­ciencia, no medían el peligro, ni averiguaban si contaban con la vida. En aquella puesta de sol, en aquel declinar de nuestra doliente jornada de gloria, en aquel anochecer del largo día de nuestro infortunado sacrificio, guardábamos intactas nuestras virtudes nativas, nuestra abnegada decisión y la fe en la justicia de nuestra causa, sin que el Hambre y la Muerte y la Metralla hubiesen podido disminuir siquiera la fortaleza sobrehumana de nuestro espíritu, todavía dispuesto a socavar montañas y a ha­cer crujir el globo a los impulsos de su titánica energía. Bajo la seca piel de aquellos esqueletos, palpitaba el inmenso corazón de nuestra raza!

El choque fue espantoso, pero la refriega duró poco.

 Exterminados con furia irresistible, empujados con bárbara fiereza, tuvieron que ir retrocediendo, hasta caer casi todos, antes de llegar a las montuosa ribera del Aquidabán-nigüí. En este punto, López, que había visto sucumbir a su lado al coronel Luis Caminos y a sus fieles compañeros, fue rodeado por algunos jinetes enemigos, que le intimaron rendición. Por toda respuesta, se  avalanzó sobre ellos, tratandode herirles con su espada, pero fue detenido por el cabo francisco Lacerda, que con su larga lanza, le destrozó las entrañas, mientras otro le abría la frente con el filo de su sable y un tercero le daba un nuevo y mortal lanzazo.

 En tales circunstancias se le incorporaron el Capitán Fran­cisco Arguello y el Alférez Chamorro, los cuales impidieron que allí mismo fuese ultimado, peleando, hasta perecer, con los brasileños, mientras él se retiraba, sintiendo ya las ansias de la muerte. Seguido del Coronel Silvestre Aveiro, del Mayor Ma­nuel Cabrera y del Alférez Ignacio Ibarra, penetró en una angosta picada que conducía al Aquidabán-nigüí, cayendo del caballo, a poco andar. Desde allí fue llevado hasta el pie de la barranca opuesta del arroyo. Allí a su pedido, le dejaron completamente solo, a la espera de su fin.

Se oía ya el rumor de la soldadesca que se aproximaba, atro­nando la selva con sus descargas, cuando llegó hasta el caído un último reflejo de la lealtad de sus compatriotas.

En aquel instante postrero, concluido su poder, casi extingui­da su existencia, pudo palpar la realidad del amor que le tenían. El Alférez Victoriano Silva, acercándose hasta él, le ofreció su compañía, implorándole el señalado honor de morir en su defen­sa. López agradeció tan generoso ofrecimiento del más leal de sus leales, y regalándole su látigo, le ordenó que se alejara.

En aquel preciso momento apareció el General Cámara, cru­zando el arroyo a pie, e intimando rendición al moribundo. Este se incorporó penosamente, y lanzando al vencedor una estoca­da, exclamó con toda el alma: ¡Muero con mi Patria! Tales fue­ron sus últimas palabras. Y a la verdad que no pudo escupir a la frente de su vil inmolador una contestación más fulminadora. Después de la sucia palabra de Cambronne, nadie ha pronunciado una frase más inmensa que la de López. En ella está conden­sada la convicción torturante que roía su corazón. En ella está la clave de aquel esfuerzo desesperado, de aquella loca resistencia en que cayera un pueblo entero.

Alberto Souza, publicista distinguido del Brasil republicano, no ha podido menos que sentir la grandeza de aquellas palabras, comentándolas, emocionado, en una de sus páginas más bellas:

"¡Muero con la patria" exclamó el vencido, en un momento augusto y solemne en que las almas corrompidas y cobardes sólo se atienen a las esperanzas de la fuga o al perdón del vencedor. Efectivamente, moriste ¡oh glorioso y heroico luchador! con tu infeliz tierra aniquilada por la ambición y por el despotismo im­perial; pero moriste para revivir ahora, no sólo en el alma co­lectiva de tu Patria rejuvenecida, sino también en el austero e insospechable juicio de la Posteridad que te rehabilita. Deshecha la espúrea leyenda de bajezas y crueldades con que los escritores imperialistas intentaron empañar, por tantos, años, tu inmacula­do patriotismo, se levanta alrededor de tu figura, engrandecida por el martirio, una aureola diáfana y resplandeciente, que te consagra en el doble e irrevocable carácter de Héroe de la Patria y Paladín de la República.

Pero continuemos. Lo sucedido después, es tan repugnante, revela tanta cobardía, que la pluma se resiste a referirlo. Será mejor que oigamos a otro historiador brasileño:

"Aproxímase un soldado del Batallón 9°, -dice Bormann- y el General le da la orden de desarmar al Mariscal. El soldado lo agarra por los puños, teniendo lugar entonces una lucha. López procura conservar su espada, más el soldado hace esfuerzos por tomarla: los contendores caen, se yerguen de nuevo, y la lucha continúa. Otro soldado que se aproxima, presencia aquella escena, aprovecha un momento en que el Dictador se desprende de su adversario, le apunta su arma, suena el tiro y la bala va derecho al corazón...­

Y por si hace falta todavía un testimonio más irrefutable, para dejar constancia de que fue necesario arrancarle la vida al Maris­cal López para tomarle la espada, y que a dos pasos del General en jefe de una división imperial fue asesinado, alevosamente, el inerme presidente paraguayo, reproducimos el parte autentico de Cámara, en que anuncia alborozado su triunfo:

"Campamento en la izquierda del Aquidabán, 1º de marzo de 1870.

Ilmo. y Excmo. Señor:

Escribo a V. E. desde el campamento de López, en medio de la sierra.

El tirano fue derrotado, y no queriendo entregarse, fue muer­to a mi vista. Intiméle orden de rendirse, cuando ya estaba com­pletamente derrotado y gravemente herido, y no queriendo, fue muerto. Doy los parabienes a V E. por el entero desagravio que tomó el Brasil del tirano del Paraguay. El General Resquín y otros jefes están presos.

Dios guarde a V E.

José Antonio Corrẽa da Cámara.

Ilmo. y Excmo. Señor Mariscal de Campo Victoriano José Carneiro Monteiro, Comandante de las. fuerzas al Norte del Manduvirá ".

Resulta, pues, que "no queriendo rendirse" un hombre que es­taba "completamente derrotado y gravemente herido, fue muerto a la vista" de su inhumano vencedor. He aquí un criminal que, al igual de los tipos de Lombroso, se envanece de su obra. Esto es lo que el pensador italiano llama "la vanagloria del delito". No se puede dar una inconsciencia mayor, ni una más absoluta falta de la más elemental noción de responsabilidad. No sospechaba siquiera aquel ínfimo general brasileño el gran papel que acaba­ba de desempeñar en el drama de la Historia. Ignoraba que con aquella cínica declaración arrojaba una eterna ignominia sobre las armas de su patria, y que al pretender deprimir a su víctima con los más hirientes epítetos, tejía para su frente la corona del martirio.

Ya tarde comprendió la enormidad de su crimen, balbucean­do una defensa, que no pudo destruir lo que él mismo había afirmado. Pero aún en el caso de que fuera cierto que no hubo necesidad de ultimar al caído, porque su muerte fue un resultado natural de sus heridas, queda algo más inexplicable todavía, un hecho más odioso y repugnante, que es el que da la medida de su torpe cobardía. Muerto ya el Mariscal López, entregó su cadá­ver al ludibrio de la inconsciente soldadesca, la cual lo saqueó, despojándole hasta de sus ropas interiores. Durante varias horas bailaron sobre los despojos del vencido las negras turbas impe­riales, pisoteándolos, alegremente, en medio de salvaje gritería.

Ni aún ante la majestad de la muerte se detuvo el odio brasileño

López asesinado, pisoteado, escarnecido, no mereció de sus vencedores ni siquiera una humilde sepultura.

Arrastrado como una vil alimaña, fue arrojado a los pies de su familia. Sus tiernos hijos tuvieron que escarbar la tierra con las manos, para procurarle una tumba, dentro de la cual escapase a la terrible saña de los que, viéndole ya muerto, se habían trasfor­marlo en leones enfurecidos. El Coronel Francisco Lino Cabrita, que había caído prisionero, ahondó después aquella losa, deposi­tando en ella el cadáver mutilado.

Y mientras el Aquidabán-nigüi presenciaba estas lúgubres escenas, la matanza era general, en todo nuestro campo. El ga­llardo coronel Juan Francisco López, hijo mayor del Mariscal, fue muerto a dos pasos de su madre, no queriéndose entregar. Murió como un héroe, lanzándose, espada en mano, contra un grupo de enemigos que intentaba aprisionarle. "¡Un Coronel paraguayono Se rinde! fue su enérgica respuesta a la intimación del invasor. Lo enterraron después al huelo de su padre.

Otro hijo del Mariscal, José Félix López, niño de once años, fue también bárbaramente sacrificado. El impertérrito General Francisco Roa, corrió la misma suerte, en momentos que pug­naba por avanzar en la picada, para contribuir a la última resis­tencia. Rodeado de pronto por numerosas fuerzas de caballería e infantería, sin tener tiempo de apelar a sus cañones, fue tornado prisionero y degollado en seguida.

El octogenario Vice-Presidente Sánchez, que a pesar de sus achaques había tomado parte en el comienzo de la lucha, tampo­co quiso rendirse, siendo ultimado a lanzazos. El Coronel José María Aguiar, inválido a consecuencia de las heridas que recibie­ra en Tuyutí, fue también degollado, después de lanceado.

Y degollados fueron casi todos los que cayeron prisioneros en el primer momento. Sólo salvaron los que ganaron el monte o los que, estando en comisión, regresaron después de la refriega.

Concluirla la cruceta masacre, el campo fue incendiado, pe­reciendo horriblemente los heridos que habían quedado, como siempre, abandonarlos, y muchas infelices mujeres que habían servido de pasto a la más brutal lubricidad.

El Coronel Bento Martins de Menezes cumplió la orden re­cibida, poniéndose el 2 de Marzo en la Picada del Chirigüelo. En la tarde del 20 de Febrero partió de Bella Vista, el 24 llegó a Colonia Miranda, el 27 a Dorador, el I ° de Marzo a Punta Porá y al día siguiente a Cerro Corá. En el cairino batió a la pequeña partida que comandaba el General Caballero, tomándole algu­nos prisioneros. Llegó ya tarde, porque se habían precipitado los acontecimientos.

Ahora nos falta referir el último episodio de la guerra, el que cierra definitivamente aquel espantoso ciclo de horrores. El Co­ronel Juan Bautista Delvalle comandaba la llamada 5° División de nuestro ejército. Era su segundo el también Coronel Gabriel Sosa y hacía de tercer jefe el Teniente Coronel José María Rome­ro. Componíase dicha división de cuatro batallones y dos piezas de artillería volante. Ya sabemos lo que eran nuestros batallones en aquella época. El número y el mando de dichos cuerpos era como sigue:

Batallón 12°................. Jefe: Coronel Sosa

Batallón 18°................. Jefe: Capitán Báez

Batallón 23°.................. Jefe: Comandante Romero

Batallón 36°................. Jefe: Mayor García

Estas fuerzas marchaban lentamente, a retaguardia, custo­diando algunas carretas cargadas de armas y municiones. El mal estado de los animales de tiro, hizo que pronto quedasen muy retrasadas. Al llegar al Río Amambay les fue ya imposible con­tinuar avanzando. El célebre Puente Galón había desaparecido, arrastrado por la corriente, y el paso estaba a nado, a causa de las lluvias torrenciales que caían. Quedaron, pues, allí, sin saber qué determinar.

Al cabo de algunos días, recibieron un llamado urgente de López, que ya había acampado en Cerro Corá. Sosa, Delvalle y Romero, después de larga deliberación, resolvieron, con tristeza, no acudir a aquel llamado, teniendo en cuenta que sus famélicos soldados podían apenas caminar y que con ellos era ya imposible continuar la resistencia. Y para que no fuese mal interpretada su conducta, comunicaron a López esta resolución, en nota del 25 de Febrero de 1870, asegurándose, que "en ningún tiempo servi­rían de instrumento al invasor".

Según algunos, esta nota, que fue llevada por cl Teniente José María Pesoa, no pudo llegar a su destino, o llegó ya después de la catástrofe. El padre Maíz nos asegura que López la leyó, y que al terminar de leerla, solo dijo estas Palabras: "el Coronel Delvalle... también nos abandona. —

Tomada esta resolución, retrocedieron hasta frente a Siete Curras, en espera del final de la tragedia. Estando allí, fueron atacados, en la mañana del 3 de Mayo por los lanceros que co­mandaba el Mayor Vasco María de Acevedo Freitas, cl mismo cobarde inmolador del General Francisco Roa. Tomados de sor­presa, apenas tuvieron tiempo de huir, cayendo en su mayor par­te prisioneros. Y muchos de los que habían podido refugiarse en la selva próxima, volvieron también, respondiendo a los insis­tentes llamados que se les hacía, garantiéndoseles la vida. Pues bien, una vez rodeados por el enemigo, fueron todos lanceados y luego cruelmente degollados! Entre los sacrificados estaban el Coronel Delvalle y los capellanes Román, Hermosillo y Yaharí.

El único prisionero que salió con vida fue el entonces Capitán, después Coronel, Miguel Alfaro, el cual consiguió sobornar al sargento que lo custodiaba, escapándose con él, montado en la grupa de su caballo. El Coronel Sosa y el Comandante Romero, que se habían escondido en el monte, cruzaron la Cordillera, sufriendo grandes penurias. En Igatimí sucumbió Sosa, de fatiga y de miseria. Romero llegó a la Asunción, y vive todavía.

Tallare la Última ha-aña del Imperio del Brasil.' Sobrevivieron, milagrosamente, a la matanza de Cerio Corá, quedando en poder del enemigo, los Generales: Resquín y Delga­do, los Coroneles: Ángel Moreno, Vicente Avalos, Patricio Esco­bar, Silvestre Aveiro y Juan Crisóstomo Centurión; los Tenientes Coroneles Ciríaco Gómez, Francisco Santos, Manuel Antonio Maciel- Francisco Lino Cabriza, Víctor Silvero, Antonio Barrios, Ángel Riveros, Manuel Palacios; los Sargentos Mayores: Grego­rio Medina, Francisco Adorno, Francisco Borja, Antonio Vera, Francisco Barbosa, Lorenzo Fretes, Juan Antonio Jara, Gabino Salinas, Juan Alberto Meza, Juan Chaparro, De la Cruz Olmedo; Capitanes: Carlos Vázquez, Antonio Vargas, Bartolomé Rolón, León Cáceres, Julián Herrera, Miguel González, Juan Lacunza, Francisco Barreiro, Juan Paredes, José Solabarrieta, Antonio Rodríguez, José Ferreira, Ramón Ruíz, Miguel González, José Falcón, Francisco Rodríguez, Juan Paredes, Abdón Céspedes, Francisco Núñez, José Ferreira; los Tenientes: Justiniano Rocas, Francisco Colarán, Gabino Frotes, Sabas Riquclme, José M. Pe­soa, Vicente Núñez, Gregorio Rodas, Pascual Romero, Rudecin­do Fariña, Narciso Villalva; los Alféreces Ignacio Ibarra, Elíseo Maíz, Bartolomé Páez, Gregorio Gómez, Pedro Colunga, ( irego río Jara y Enrique Solano López; los Capellanes: Fidel Maíz, Rufino Jara, J. Aguiar, J. Corvalán; y algunos pocos jefes y oficiales más, cuyos nombres nos ha sido imposible averiguar

El glorioso General Bernardino Caballero, que pronto supo la muerte de López, volvió con el Mayor Silva, mes y medio después de terminada la guerra, siendo tomado prisionero por una fuerza brasileña, al llegar al Rio Apa. El Mayor Julián Lara cayó también en poder del enemigo, algunos días después del último combate.

Aunque la campaña estaba concluida, muchos de los venci­dos fueron llevados a Río Janeiro, como trofeos vivientes de la postrera victoria.

Entre los numerosos caídos estaban: el Mariscal López, el Vi­ce-Presidente Sánchez. el General Francisco Roa, los Coroneles Luis Caminos, Juan Francisco López, José María Aguiar, Juan de la Cruz Avalos, Dionisio Lirio, Bernardino Deniz; los Tenientes Coroneles Vicente Ignacio Orzusa. Rufino Ocampos; los Sargen­to Mayores Gaspar Estigarribia, Rufino Franco, M. Zarate, José María Gauto, Ascencio López, Juan Escurra, Zacarías Cardoso, Matíás Flecha, Ramón lnsfrán, Ángel Céspedes: los Capitanes Simeón Vargas, Francisco Arguello, Juan Balmaceda, Antonio Ramírez, Santiago Avalos, Benito Ocampos. Ignacio Gauto, Pas­cual Valiente, Pascual Aranda; los Tenientes Pablo Pires. Agustín Estigarribia, Cosme Benítez, Agustín Robles, Gregorio Lobera; los Subtenientes v Alfereces Chamorro, De la Cruz González, Augusto Serrato, Angel Mongelós, José Ortigoza... Y junto con ellos sucumbieron en la refriega, o fueron sacrificados después, los abnegados Sacerdotes Francisco Solano Espinosa, José del Rosario Medina, José Ramón González, J. Adorno y J. González.

La noticia de la inmolación del Mariscal López, llegó a la Asunción el 5 de Marzo, a las cuatro de la mañana, según rezan los documentos de la época, siendo festejada ruidosamente por los invasores.


 

ÍNDICE

Presentación

Datos biográficos

Prólogo

I -  Memorias de actores y testigos

GRAL. ISIDORO RESQUIN: Último combate en el campo de Cerro Corá      

CNEL. JUAN CRISOSTOMO CENTURIÓN: Últimos actos del Mariscal López   

CNEL. JUAN C. CENTURIÓN: Apuntes biográficos

IGNACIO IBARRA: 1o de marzo de 1870. Cerro Cera    

PADRE FIDEL MAÍZ: Memorias

VIZCONDE ALFRED D'ESCRAGNOLLE TAUNAY: Diario del ejército brasileño   

VIZCONDE DE TAUNAY: La muerte de López 

BRIG. JOSÉ ANTONIO CORREA DA CÁMARA: Informe al Mcal. de Campo Vitorino José Cameiro, Cmdte. de las Fuerzas al norte del Manduvirá  

GRAL. DIONISIO CERQUEIRA: Recuerdos de la Campaña del Paraguay 

Debate brasileño sobre la autoria de la muerte 

II - Surge la leyenda: los debates del paso de siglo

JUANSILVANO GODOL : La muerte del Mcal. López    

HÉCTOR F.DECOUD: Carta a la Revista Científico-Militar

CNEL. JUAN C. CENTURIÓN, Sobre el articulo de H.F. Decoud

ADOLFO DECOUD (A propósito del reportaje del Cnel. J. C. Centurión, sobre la muerte del Mcal. López)

JUAN E. O'LEARY: La Guerra de la Triple Alianza

 

 

 

 

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