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EMILIANO GONZÁLEZ SAFSTRAND

  PERIPECIAS DE UN APRENDIZ (SEGUNDA PARTE) - Por EMILIANO GONZÁLEZ SAFSTRAND


PERIPECIAS DE UN APRENDIZ (SEGUNDA PARTE) - Por EMILIANO GONZÁLEZ SAFSTRAND

PERIPECIAS DE UN APRENDIZ (SEGUNDA PARTE)

Por EMILIANO GONZÁLEZ SAFSTRAND

Fotografía y montaje de tapa: SELVA GONZÁLEZ

Impreso por Editora LITOCOLOR S.R.L.

Asunción – Paraguay




PRÓLOGO


“He aquí un libro de buena fe lector. Yo soy el tema de mi libro, aquí se leerán a lo vivo mis defectos e imperfecciones y mi modo de ser, todo ello descrito con tanta sinceridad como el decoro público me lo ha permitido. Yo me estudio a mí mismo más que a cualquier  cosa. Esa es mi metafísica y mi física”. Son las palabras de Montaigne sobre sus “Ensayos”. Hace más de diez y siete años, en 1990 había yo reconocido en uno de los libros de Emiliano su afinidad con Montaigne. Cuando iba leyendo “Peripecias de un aprendiz” volví a rememorar que efectivamente, lo pensado en aquel tiempo no estaba errado, mientras me sentía extrañamente arrobado. “ Aquel que está seguro, absolutamente seguro de haber producido una obra verdadera y perenne, esta persona no tiene más nada que ver con los elogios y se siente encima de la gloria porque es creador, y la alegría que experimenta es divina”, escribe Henri Bergson. Por lo que conozco de Emiliano, no pude dejar de acordarme de él cuando leí esta frase. Hace años, en una tarea titánica, se va explorando y nos va dejando con sus libros y sus actos ejemplos difíciles de imitar.

“El hombre sólo reconoce y encomia aquello que el mismo es capaz de hacer”, nos dice Goethe.No sé si suena a vanagloria si afirmo que reconozco y encomio los libros de Emiliano así como los de Emerson, Wilde, Borges, Pesoa, Montaigne y otros cientos de escritores que son mis compañeros de pensamientos.

“Lo mismo que Dios el pensamiento humano hace el mundo a su imagen”, escribe Alfonso de Lamartine. Esta “Peripecias” de Emiliano podríamos catalogar como un recorrido verdaderamente prodigioso por los caminos del Pensamiento. Se desmenuza a sí mismo con verdadero frenesí, con un fervor casi inimaginable descubriendo verdades admirables que que dejan pasmado e inspirado al lector que, perplejo afirma que todo eso él ya ha pensado alguna vez y asombrado cavila cómo es posible que le hayan pasado desapercibidos aquellos pensamientos tan profundos, tan verdaderos, que hacen vibrar todo su ser.

Su libro es como un camino que se va transitando y en donde sorpresivamente uno va encontrando extraños y preciosos paisajes de los cuales disfrutar, haciendo un alto en su recorrido para observar con ternura y regocijo lo hallado. Es claro que la atención que uno debe poner para hallar lo hermoso en sus libros tiene que ser extremada, pues bien dice el poeta Fernando Pesoa: “La paradoja es la fórmula típica de la Naturaleza, por eso toda verdad tiene una forma paradojal”. En efecto, sus escritos están llenos de verdades paradojales. Las paradojas son donaires del pensamiento que si son bien enunciadas llenan de júbilo al atento lector. ¿Qué es lo que podemos decir más de sus libros, o mejor, qué es lo que no podemos decir?. Las intuiciones, las agudezas, las percepciones, las visiones están a manos llenas en sus escritos que bien podría yo decir lo que dijo Nietzche de los libros de Emerson: “De ningún libro me he sentido tan cerca como de los libros de Emerson; no tengo derecho a alabarlos”. De todos los libros de Emiliano me siento tan cerca que me place leer y rellerlos, lo digo no porque sea mi hermano, o quizás porque lo es.

Su misión y su tarea es buscar y encontrar lo imposible, lo cual plasma en mí la actitud que me hace recordar lo dicho por Max Weber: “Toda experiencia histórica confirma esta verdad: el hombre no habría alcanzado lo posible si repetidas veces no hubiese intentado lo imposible”.


                                      Cristian González Safstrand

                                      Pedro Juan Caballero 19 de marzo del 2007.


                           



PERIPECIAS DE UN APRENDIZ, SEGUNDA PARTE


                                               I


                            El motivo de seguir con este trabajo radica en la necesidad de perfeccionar mi práctica


                            No quiero ser yo. Quiero ser otro. Por eso me pongo a leer, no a escribir. ¡Que tontería! ¿Verdad?

                            El problema radica en que para ser “yo” debo hacer un esfuerzo. Para no serlo basta con dejarme llevar.

                            Es sólo una manera de decir. La vida no es susceptible de ser expresada sólo con palabras.

                            En definitiva, estoy en el cometido de iniciar la segunda etapa, la segunda parte de las “Peripecias de un Aprendiz”.

                            Claramente, arrolladoramente, me he percatado de que estoy en posesión de la teoría, no así de la práctica. El motivo de seguir con este trabajo radica justamente en la necesidad de perfeccionar mi práctica. Aprender a vivir es vivir. Y vivir es haber vencido a la muerte en su aspecto definitivo.

                            29 de setiembre de 2005. Deliberadamente me he resistido a seguir trabajando en este lugar, en esta Segunda Parte de mis peripecias, hasta este momento. Me he dado una pausa, un descanso. Porque la vida no cesa. Comencé lo que precede a la fecha aquí consignada hace un buen tiempo, pero después lo dejé. Y ahora, como si estuviera poseído por el demonio, por una fuerza incontenible, heme aquí de nuevo.

                            Es un ansia irreprimible, un derramarse para dar curso, para canalizar unas energías que rebasan la capacidad de mi enclenque estructura corporal. Estoy zarandeado por una fuerza que no puedo controlar y que, sin embargo, necesito imperiosamente hacerlo.

                            ¿Son mis pensamientos que no pueden quedar quietos un minuto, es acaso la presencia de esa totalidad que pugna por hacerme crecer llevándome por sus fueros, se trata de un conflicto que está más allá de mis posibilidades resolver, sumiéndome en una parálisis tensa y terrible, poniéndome en vilo, a punto de sentirme como si fuese a  desintegrarme en mil fragmentos?.

                            Si, como escribí en mi Agenda Cabal en estos días, he descubierto la aterradora verdad de que Dios soy yo mismo, y la responsabilidad que eso implica, es evidente que este descubrimiento me está teniendo a mal traer. No es que este descubrimiento sea de “ahora”; hace buen tiempo que ello ya ha acontecido, pero el tenerlo constantemente en la conciencia, que es a la postre a lo que debe apuntar la plena realización del ser, eso es lo que constituye la razón de la incomodidad, del desasosiego, de esa tensión, suscitada por el incremento de energía en mi interior. Y la comprensión de que, si Dios soy yo mismo, ineludible, imprescindible, inexorable es que actúe de manera congruente con esa premisa, es la causa de la inmensa, de la infinita responsabilidad que ello apareja la que me pone en la necesidad de descargarme de cierta forma. Lo que me hace retomar estas reflexiones, estos comentarios, para encauzar esa tendencia difusa que me apabulla.

                            02 de octubre de 2005. Una inquietud de ánimo me trae acá; pienso que tengo una tarea creativa entre manos. Es una necesidad de hacer algo, de modelar alguna cosa. ¿Porqué no puedo quedarme simplemente quieto, estar sin pensar ni hacer nada; o, si pienso algo involuntariamente, mirar a mi pensamiento discurrir, ver adonde va, qué persigue, en qué anda? Es una tarea descomunal la de quedarme quieto. No lo consigo. Tengo que leer, tengo que escribir, tengo que tener ocupada mi mente, mis manos, mis órganos receptores de sustancias nutricias, mi boca, ingerir la infusión de la yerba mate, el infaltable y tradicional terere, en suma, canalizar “hacia fuera” esta energía que me mueve de manera compulsiva, sin poder contenerla en el reducido campo de mi pellejo. ¿Tengo que “comunicar” esta convicción de que “el dios” (como decía Sócrates) se comunica conmigo, que me habla con una frecuencia y familiaridad que me deja atónito y medio tambaleante? ¿Tengo que hacerlo pese a que resuena a vanagloria e inducirá seguramente al escepticismo de los demás? Y sí. Habrán quienes lo comprendan.

                            En verdad, mi diosito no me da caramelos. Me zarandea, me recuerda lo que “hago mal”, me insiste hasta el cansancio dónde radica mi falencia. Así, poco antes de acostarme, comí un poco de torta y dulce de níspero, llevado por mi gula. No me contuve. Una más de mis compulsiones. Y no bien caigo en el sopor, en la siesta que hago a continuación, acá en Paraíso, me muestra una guampa con bombilla, mientras desliza en los oídos de mi mente que “no basta el terere”, contrarrestando de esa manera el pensamiento que estuve rumiando de que las impurezas que ingiero serían eliminadas a través de esta infusión. Pero allí no para. Bien abastecido de sueño, al momento del despertar, como un relámpago se suscita una escena onírica en la que veo a una delegación de gente que viene llegando a un lugar, desde la Itaipú, escucho el nombre de su director de apellido Bernal, y alguno que exclama que vienen “para corregir a este delincuente”, a “este malhechor”. Instantáneamente lo asocio con la transgresión en la que he incurrido, y obviamente, interpreto que es la voz de mi demonio la que suena, como una “piedra” (por Itaipú, que significa “piedra que suena” en guaraní. Bernal, me suena a “vernal”, relativo a la primavera; que si así sigo, es inútil pretender mi rejuvenecimiento ). Es difícil hacerse claramente de la idea del impacto que provoca la experiencia, presentando en una fracción de segundo la imagen, las palabras y la comprensión de la misma. No hay otra para mí sino entender que se comunica conmigo mi otro yo, mi interlocutor divino, lanzándome la reprimenda para que cuide a mis pobres riñones que, a estar por la consabida configuración de la realidad que le es dada a la generalidad de los pobladores de este planeta por este tiempo, son los que se estarán deteriorando por el esfuerzo desmesurado al que los someto ingiriendo sustancias inconvenientes para mi organismo.


                                               II


                            Durante los milenios que van transcurriendo, la sabiduría se va manifestando en parecidos términos, con diferencia sólo de matices

                  

                            08 de octubre de 2005. Escribir, venir corriendo a hacerlo; estoy escapando; ¿de qué? De mis “pensamientos” que plasman el “simple ser” con la observación,  de mis no pensamientos, del “no hacer nada”. Hiperactivo, como un niño, necesito un juguete, tengo que jugar, no puedo quedarme a solas con mi mente, con esa quietud de ver simplemente las cosas. Esas hojas alargadas de la palmera, en el patio de Yvaga, que forman un extraño dibujo; es la naturaleza creando una forma exótica con materia y espacio; el trino de las aves que se cruzan; las nubes en lo alto con un claro de luz; todo ello infundiendo una sensación de intemporalidad, lo cual no es capaz de “retenerme”. Acá tengo que venir, este es “mi lugar” en este “momento”.

                            Notable es cómo uno se ata de tal manera al tiempo, la mente está repleta de información que se vincula con la cronología: cada objeto, cada persona, cada palabra, cada pensamiento. No cuaja en la mente el “ser en sí”, el que no se encuentra atrapado por el tiempo, aquel que uno se limita a “ver”, a experimentar, sin emitir juicio alguno de valoración a su respecto. El deseo de que nos vean de tal o cual manera, el de ver a los otros como ambicionamos que sean, el de esperar que los minutos y los segundos transcurran con los sucesos a la medida de nuestras expectativas. Soy apenas un montón de células zumbando en un espacio diminuto, pero tan diminuto, y sin embargo todo lo hago depender de mí, o hago de tal manera que el universo gire enteramente a mi alrededor. Muy bien. Es importante que me dé cuenta de eso. De hecho, el universo, este universo “mío” no existiría sin mí. Para mí fue hecho. Pero a la vez, yo fui hecho para él. Debo desaparecer en él, debo sumergirme en él, debo hacer de cuenta que él es en realidad lo que cuenta. Puedo ser eterno, puedo ser intemporal con él.

                            Respetable trabajo es el que me toca. Porque el universo estaba aquí, antes que yo. Antes que cualquier persona que comenzó a existir por virtud del nacimiento. Basta mirar a los niños, que comienzan como un trozo de carne aún más diminuto que los adultos, se desarrollan (cuando antes no existían, no estaban), y comienzan a actuar inteligentemente, a sentirse los dueños de la naturaleza. Y después, la muerte. Irremisible, inexorable. ¿No da para pensar que esa su inteligencia “ya estaba” en ciernes en algún “no lugar” hasta que de improviso se encarnan, se materializan, se ponen a funcionar, o ponen a hacer funcionar a ese “cuerpo” en el que como por arte de magia se han albergado? El universo indudablemente pulula de “inteligencias”. Va tomando “formas” que son transitorias, pasajeras. Cuando alguno es capaz de alcanzar una “identidad” ¿no es atinado pensar que habría una “manera” de hacer que llegara a ser “perdurable”? Es un dilema, que tiene que ver con el tiempo y con la trascendencia del tiempo. Definitivamente hay que darse cuenta de que funcionamos en ambos sentidos, como seres temporales e intemporales. Y así desde luego es como tenemos que funcionar por siempre y para siempre. Esa “identidad” que nos atribuimos como “seres individuales”, como seres creados, siendo única dentro de la infinitud que caracteriza al “ser increado”, puede y debe perdurar, manteniendo ciertas peculiaridades que ningún otro jamás puede detentar. Así que ese es el trabajo que me toca, que me espera. Esto forma parte de ese trabajo; de ahí que en medio de mi imperfección, dentro de esa incapacidad para ser simplemente, para ser en plenitud en “cada instante”, para vivenciar el “ser en sí” intemporal “en todo momento”, me haya sentido empujado a venir presurosamente a hacer estas anotaciones, que forman parte de esa tarea de construcción de mí mismo en la que estoy embarcado.

                            16 de octubre de 2005. Unas pocas líneas para testimoniar que no me he entregado enteramente a la molicie en este fin de semana.

                            El sueño con sus escenas tremendamente impresionantes en el momento de despertar esta mañana, no sólo por la gran impresión que provocan sino por la misma enormidad de la imagen del galpón de madera que vienen a ensamblar unos carpinteros en un predio cuya composición de lugar me evoca al que perteneciera a karai Peru (don Pedro Barrios), en Olando Kue. El ver a los operarios levantar la pared que estoy mirando y asombrarme de la inmensa altura que tienen pensando y preguntando si tendrían unas ventanas en lo alto, cerca del techo, a la par que se me ofrecen las dificultades de que puedan estar allí por su inaccesibilidad, mientras simultáneamente ya las veo puestas con los agujeros y las hojas balanceándose, interrogándome curioso si cómo se podría llegar hasta ellas por la increíble altura que tienen, asombrándome a la vez de cómo prodigiosamente todo se va armando pese a mi escepticismo y a mis dudas, que van siendo disipadas por la habilidad de los trabajadores que impertérritos se abocan a su cometido. Demás está decir que lo relacioné con mis peripecias del día de ayer principalmente, en que se realizó el encuentro acá en Yvaga entre los estudiosos de la lengua guaraní para el estudio del Anteproyecto de Ley de la Política Linguística preparado por Tadeo Zarratea, ocasión en que vino a visitarme también mi hermano Cristian desde Pedro Juan Caballero. Se trata de un reprise de lo acontecido y de mis estados de ánimo, enseñándome mi demonio que todo lo que está aconteciendo es propicio para ir construyendo la gran casa, el enorme galpón de madera en lo cual cosiste mi tarea, que no es otra cosa que la construcción de mí mismo con esa mira gigantesca en la que estoy embarcado, que es la de derrotar a la muerte. Sintomática es la presencia de los carpinteros con su connotación referida a la profesión del maestro Jesús. Importante es que el asombro me hizo exclamar en sueños en guaraní que cosa semejante a la construcción que se estaba realizando yo no la había visto nunca excepto en la revista Selecciones, y que no bien me levanté al hojear el ejemplar de esta revista en la parte de un artículo que trata de los “Poderes Síquicos”, veo que se menciona que los investigadores dicen que han tenido algunos éxitos en este campo “sobre todo con personas seleccionadas por su gran creatividad”. Esta es solo una muestra de las continuas sincronías que van ocurriendo entre los sucesos que me atañen.

                            Otra vivencia que tiene como protagonista a Ito, hoy circulando conmigo en la camioneta, especulando filosóficamente sobre los colores que ve cada persona, que me deja pasmado por la precisión con que se expresa. Dice él que entiende que cada persona ve un color, que para los otros puede parecer tal y creer ellos que coincide con lo que ellos a su vez ven, pero que ese color puede ser otro, ya que nadie puede conocer lo que el primero está percibiendo desde su interioridad, y que tal vez algún día se invente un anteojo con el cual los demás puedan constatar el color verdadero que el primero está viendo, y llegar a comprender esta verdad. Su exposición que lo hace de una manera fluida, nombrando los colores y dando ejemplos gráficos de su pensamiento, constituye el fundamento profundo de la incanjeable y singular identidad de cada individuo con una fuerza imposible de reproducir en este espacio. El pensamiento con su tema estuvo presente en las conversaciones de este fin de semana, a propósito de la visita de Cristian y de las incidencias acontecidas en el relacionamiento entre los que participaron en las historias que tuvieron lugar en este tramo del camino.

                            Encontrar que Borges dice en su ensayo sobre el Budismo: “San Agustín dijo que cuando estamos salvados no tenemos porqué pensar en el mal o en el bien. Seguiremos obrando el bien, sin pensar en ello”. Hermosa aventura que reafirma la convicción de que durante los milenios que van transcurriendo, la sabiduría se va manifestando en parecidos términos, con diferencia sólo de matices.

                            Y la visita al Shopping del Sol, con Leonardo para almorzar, recalando en la Librería Quijote, donde encuentro el ejemplar ese con escritos de Ghandi, al que titulan “La verdad es Dios”, si no estoy trascordado;  otro volumen con la autobiografía del cura español que vivió en la India, de apellido Valles, tal vez;  la antología de lo escrito por la monja de apellido Weiss que del judaísmo se convirtió al cristianismo y murió en el campo de concentración de Auchwitz; el de Deepak Chopra, titulado “El Perdón”; el de Gautama Chopra que trata de testimonios como corresponsal de algún periódico en zonas conflictivas del mundo; todos ellos fascinantes, que omití comprarlos, siquiera los dos primeros, venciendo así la tentación que tuve de hacerlo.


                                               III


                            Todo converge, todo se conjuga para que en cada instante uno realice su ser. Estar atento es la clave. De todas partes confluyen los demás seres para posibilitar esta realización

                                              

                            13 de noviembre de 2005. Tengo que ser consciente de mi inconsciencia. Ya lo escribí alguna vez. ¿Cómo puede uno vivir plenamente consciente si no puede tener el control de  todas las cosas que caen bajo sus órganos de percepción? Voy caminando por el patio de Paraíso ¿en qué puedo detener mi visión? ¿En qué fijar mi audición? La exuberancia del “mundo” que me rodea es tal que si voy a prestar atención es inevitable que me concentre de cierta manera en “algo”. Está el verde césped. Están las flores. Están las plantas. Están las aves. Están las mariposas. Está la luz. El cielo azul, las nubes, las hojas al viento, los insectos voladores, y de los otros. Las frutas, los colores, los animales, el rancho, el mangrullo, las pequeñas vainas de las semillas de la planta de yvyraju que revolotean desde lo alto en movimientos circulares hasta tocar tierra. La inmensa fronda de los árboles gigantes, el observatorio de la luna, los frutos amarillos de esa planta colgando en ubérrimos racimos. ¿Cómo puede el hombre ser tan inconsciente para no comprender que todo eso es algo que le “está dado” sin la más remota posibilidad de someterlo a su control? A causa de su tontería y arrogancia, se siente autosuficiente. Se cree “dueño” de todo eso y mucho más.

                            Si pudiera el hombre comprender que esa realidad dada es en cierto sentido creación de su propia mente, pero que la suya está adscrita a la mente omnicomprensiva del universo, estaría entendiendo que solo vive y actúa como un instrumento de la naturaleza (de Dios), y se colocaría enteramente en sus manos para cumplir el fin que  le ha sido asignado.

                            Todo converge, todo se conjuga para que en cada instante uno realice su ser. Estar atento es la clave. De todas partes confluyen los demás seres para posibilitar esta realización.

                            Esos seres que se aglomeran alrededor de uno han venido siendo inventados a lo largo de millones de años por nuestros antecesores humanos y pre-humanos. Es el “concepto” que se ha forjado respecto de cada cosa para darle un “significado”, borrosamente primero, luego más definidamente, hasta convertirse en algo duro, estático, invariable casi. Allí la mente se convierte en una máquina regida por los hábitos y actúa inconscientemente, instintivamente. Pero la invención del lenguaje le ha infundido al hombre la sensación de ser autónomo, autosuficiente, consciente de ciertas cosas, y he ahí que se siente “separado” de la naturaleza (de Dios).

                            La realidad conceptual, creada por medio del lenguaje, se torna tan definida, tan definitiva, merced a los hábitos mentales desarrollados a lo largo de milenios, que se la configura como absoluta. Empero, en medio de ese valor absoluto que se le atribuye a esa realidad (de res, cosa) advierte el hombre que subsiste una incertidumbre. No todo encaja con entera exactitud en el curso de los sucesos, pese a la creencia en la previsibilidad de los mismos. Y atado, esclavizado por sus hábitos mentales que funcionan ciegamente, piensa el hombre que existe algo al que le da el nombre de azar, un fenómeno que justifica la incertidumbre que observa en el acaecer de los sucesos.

                            Su inconsciencia, su arrogancia y su “autosuficiencia” le impiden ver entonces que es una pieza más de ese conglomerado que es el que determina el funcionamiento del conjunto. Es cierto, él (el hombre) tiene alguna influencia en la marcha de los sucesos que le atañen, pues goza de un margen de libertad, pero apartado de esos márgenes impuestos por la mente globalizadora que lo alberga, está irremisiblemente destinado a la perdición.

                            El hombre (la mayoría de ellos), dotado de ese margen de libertad, ha creado con su mente un montón de realidades engañosas, incapaz de ser consciente de su inconsciencia.

                            Quien conduce el acaecer de los sucesos (por ponerlo de alguna manera), Dios, la Naturaleza, o si queremos, la Inteligencia del Universo, lo encamina todo conforme a sus designios. Nosotros, en nuestra inconsciencia, hacemos lo que hacemos, pero en el fondo todo responde al propósito de nuestro Hacedor.

                            Estuve hojeando un libro sobre la Sábana Santa, escrito por un jesuita. Laboriosamente argumenta él que dicho lienzo es el que envolvió el cuerpo de Cristo, en el sepulcro, a despecho de la prueba del estudio con el método del Carbono 14 del que se deduce que cuenta con menor antigüedad, aproximadamente del Siglo XIII de nuestra Era. Dice el autor que ese lienzo nos conserva el retrato más auténtico de Jesús que podamos concebir, y de hecho, las fotografías obtenidas del lienzo muestran una imagen extrañamente parecida a las que se han utilizado generalmente para representarlo.

                            Es la mente en plena tarea de creación la que ha plasmado esa efigie en la Sábana. Tal es lo que se me ha ocurrido. La mente crea realidades tangibles. Las apariciones de la Virgen María. Los estigmas de Cristo en los muchos hombres y mujeres en quienes se ha materializado. Es la mente humana, la conciencia colectiva en conjunción con la conciencia cósmica.

                            ¿Porqué la gente trata de encontrar una explicación que se acomode con sus prejuicios, con sus ideas preconcebidas, intentando convencer a los otros de la plausibilidad de sus convicciones?.

                            Estoy leyendo “Vida de Cristo” de Fray Justo Pérez de Urbel. Una belleza literaria y un ramillete de piadosa erudición. Compagina los textos de los cuatro Evangelios buscando la coherencia dentro de las incongruencias, intentando no dejar grieta que dé cabida a un solo pensamiento del lector sobre las inconsistencias notorias de los textos, que sus autores los escribieron condicionados por sus prejuicios culturales y religiosos.

                            ¿Qué necesidad hay de enzarzarse en debates sin fin, si la realidad es infinita?.

                            Lo que importa es la buena fe, la buena voluntad. La sinceridad, la verdad que palpita en el fondo del corazón es lo que cuenta. Porque la verdad es inconmensurable, infinita.

                            La realidad conceptual es una recreación de la realidad real. La mente va paseándose por esa infinita realidad. La mente humana, limitada, sólo puede percibir fragmentos de esa realidad, y dándose cuenta que es inconsciente de la mayor parte de ella, menester es que se ponga en sus manos, que se coloque en la trayectoria por la que le ha de conducir la otra Mente, la otra Inteligencia que las abarca a todas.

                            La convicción  de que la realidad conceptual constituye una creación o recreación de la mente humana, o, como también podría decirse, una creación de la mente humana en conjunción con la mente cósmica, fue afianzándose en mí al percatarme de que las historias tramadas por la mente sumida en sueños se forjan con idénticos elementos que los que entran a tallar en el estado de vigilia. La realidad conceptual, por tanto, no es absoluta. Esa realidad es relativa, está aquí para dar consistencia y sentido al ser absoluto que se manifiesta en nosotros. Si fuésemos capaces de comprender que nuestra mente, en conjunción con la mente de ese ser, es capaz de incursionar por los derroteros inimaginables de la realidad, no meramente previsible, con solo disponernos a dejarnos llevar por sus fueros, estaríamos realizando nuestro ser en plenitud, de instante en instante, que es lo que le es posible hacer al ser creado.

                            De modo que es menester ser conscientes de nuestra inconsciencia, para ponernos a tono con la verdadera naturaleza de nuestro ser.



                                               IV


                            Escribir acá es proseguir con la tarea de exploración, de indagación de la verdad, de la realidad de mí mismo, y también, de edificación, de construcción de mi ser definitivo, eterno


                            19 de noviembre de 2005. Estoy bloqueado. Así creo que le llaman  por este tiempo a esa especie de cerrazón que a uno le acomete impidiéndole avanzar por los caminos  de la conciencia. Estoy paralizado. Sin embargo, la consigna es avanzar, a como se pueda.

                            Es la violencia que se posesiona de uno. ¡Qué tonta es esa actitud de querer reprimir la violencia con la violencia! ¡Qué de pensamientos fantasiosos se generan a raíz de la pretensión de hacer prevalecer el propio punto de vista, el propio ego sobre el de los otros, imaginando siempre tener la razón y la justicia del propio lado, sintiéndose capaz de aplastar implacablemente con los medios que fueren a quien ose oponerse a la actitud susodicha!.

                            Y bien: Para tocar el caso concreto, se trata de la suerte de insubordinación de Leonardo en la interacción originada por el desarrollo de las actividades en la oficina. Según mi óptica, quiere él hacerlo todo a su manera, no acepta las directivas que se le imparten, y ante la observación o la reprimenda, se pone mohíno. E incuba una violencia, adopta la actitud de un niño malcriado, malhumorado. Se abstiene de ser amable, omitiendo contestar a mis comentarios, a mis observaciones cuando le dirijo la palabra sobre diversos temas con el propósito de distender el ambiente entre ambos. No le hago caso. Pero por dentro, me enojo. Es importante ver que estoy aprendiendo a controlarme.

                            Es el cuestionamiento de la autoridad, de todo tipo de autoridad, excepto la de uno mismo, que por este tiempo se encuentra muy extendido. No queremos aceptar directivas de nadie. Es, se diría, la culminación de ese proceso de autoafirmación, de autonomía, por el que viene transitando el ser humano desde hace mucho tiempo. Tenemos que independizarnos de todo, incluso de Dios, para ser Él mismo, o su hijo; para adquirir su misma naturaleza; esa plenitud que nos permita valernos por nosotros mismos, sin prescindir empero, paradójicamente, de su Ser que, obviamente, lo abarca todo.

                            Hay momentos en que obramos como hijos malcriados, pensamos que podemos extorsionarlo, que podemos pedirle rendición de cuentas, “aprovecharnos” de su amor por nosotros. Y bueno. Hay que pasar de la adolescencia a la madurez. Como alguna vez justamente dijera Leonardo: Todos somos un poco adolescentes, todos adolecemos de estas falencias, de estas chifladuras.

                            Desprenderse de la violencia, del deseo, es desde luego el cometido por este tiempo. Es la tarea, es el desafío.

                            Mirar los sucesos de cada semana, de cada día, tropezar con situaciones en las que la paciencia se pone a prueba, en que lo insípido, lo frívolo, lo inconsciente, lo irracional, prevalecen netamente sobre la sensatez. Es el pan de cada día. Imposible narrar cada acontecimiento, cada interacción, cada historia con sus pormenores. Pero de ellos aprendo. Ellos me sirven de abono, aunque por momentos tenga ganas de tirar la toalla. Aquí, cada fin de semana, rememorándolos, aunque sea parcialmente, voy haciendo mi catarsis, mi depuración.

                            20 de noviembre de 2005. ¿Porqué las palabras tienen un significado claro para algunos, ininteligible para otros, y aun, opuesto a lo usual para terceros? Este asunto del lenguaje es una cuestión peliaguda. Me suena totalmente veraz lo que expresa el Buda en el Dhammapada: Nunca el odio ha disipado el odio. Solo el amor disipa el odio. ¿Nunca? Claro que sí, nunca, es una ley natural. El odio solo genera más odio. El odio y el amor, empero, son energías. Aunque de distinta  clase y efectos. El odio divide. El amor unifica. El odio se puede convertir en amor. El amor nunca en odio. El rencor destruye. El perdón sana, construye, regenera.

                            Pero también el perdón destruye. Destruye lo pernicioso, lo caduco, lo violento.

                            Las palabras, el lenguaje, el pensamiento están para inteligir la vida, la realidad; para entenderla. Hay quienes no la entienden y otros que prefieren no entenderla. Entender la vida requiere de trabajo y no todos están dispuestos a trabajar. Y conste que, por momentos, es un trabajo divertido; es, en cierto sentido, una diversión, un juego.

                            La vida, la verdad, están más allá de las palabras. Amar al enemigo. ¿Qué  precepto más estrafalario es éste? Pareciera contradecir a mis impulsos más profundos. Pero allá,  a mayores profundidades, esa verdad se revela verdadera. Solo hay que explorar. Hay que zambullirse. Bucear.  

                            No tengo que quedar atado a las palabras. Tengo que liberarme. Aunque de las palabras me valga para expresarme, para trasmitir lo que siento, lo que pienso, y también lo que no siento, lo que no pienso.

                            Igual, con el tiempo, con esto que llamamos tiempo. Debo aprender a liberarme de él. Extrañamente, ese aprendizaje se está convirtiendo en una especie de proceso natural. La Naturaleza (Dios) me depara ciertas experiencias en las que voy vislumbrando que soy intemporal. Ciertamente, se trata de mínimos trazos, de fugacísimos destellos. Pero se va dando. La verdad me va liberando. La verdad, Dios, que es lo desconocido, a medida que la voy conociendo, de instante en instante.

                            Una observación final: Volverse intemporal va de la mano con la ausencia de deseos. Como alguna vez escribí obedeciendo a una intuición: ¿Cómo puede transcurrir el tiempo para aquel que no tiene deseos?.

                            27 de noviembre de 2005. ¿Cómo tener presente en cada instante que la vida es lo más valioso que se tiene? Ejercicio mental tremendamente difícil. Se ciernen las agüerías, las supersticiones, los falsos prejuicios. Momento a momento se erigen barreras que le desalientan a uno, las conversaciones insustanciales, el condicionamiento horroroso de las creencias en la muerte inevitable, la vejez y la decrepitud, que se abaten como una amenaza cierta que impregnan cualquier tema que se aborde, la superficialidad de la comunicación verbal, la pavorosa inconsciencia que se advierte en todo asunto de que se trate. La fuga de cada cosa seria de la que se quiera hablar: en fin, la imposibilidad de comunicarse que ocurre casi de continuo a causa de la incapacidad de escuchar de cuanto individuo puebla este planeta Eso y la propia costumbre de uno de dejarse llevar, de actuar movido por la inercia, por los hábitos que se han creado a través de millones de años en la estructura corporal y mental; todo eso dificulta de manera indudable el estar pensando que la vida es el valor más grande que nos es dado tener. La incomodidad de estar haciendo lo que no nos agrada, la repulsa que se experimenta hacia lo que no nos cae simpático, el esfuerzo para no ir solo detrás de lo que nos gusta, todo eso vuelve desabrido el sabor de la propia existencia. Y he ahí la dificultad de dar a la vida el valor absoluto que tiene. Aunque, para que se entienda  que esto que precede es sólo una de las caras de la moneda, hay que decir que entremedio se suscitan también los momentos de grata sorpresa por los sucesos extraños y maravillosos de los que de improviso somos protagonistas, o de sus instantes inestimables que somos capaces de percibir. El aprendizaje de la vida es arduo. Pero también es gratificante. Con el inconveniente de estar refiriendo los pormenores de las historias, de los pensamientos y los sentimientos que a uno le van anegando en su travesía, la tónica, por este día, es dejar escritas estas breves reflexiones que resumen lo acontecido en este lapso transcurrido desde la última anotación.

                            18 de diciembre de 2005. ¿Qué sentido tiene escribir en este espacio específico? Hay tantos libros. ¿Uno más? No el sentido de hacer algo con la finalidad de convertirlo en un libro a ser publicado para dar respuesta a mis afanes de reconocimiento; al menos, no para ese propósito como objetivo principal. Eso ya lo tengo definido. Escribir acá es proseguir con la tarea de exploración, de indagación de la verdad, de la realidad de mí mismo, y también, de edificación, de construcción de mi ser definitivo, eterno.

                            Han pasado varias semanas sin que haya depositado mis impresiones en este lugar. Ahora mismo, hoy, domingo, ya son más de las 20:00 horas, y sólo perezosamente, desganadamente, heme aquí tratando de plasmar algunas ideas que le den continuidad a este trabajo.

                            Muchos son los sucesos que se han suscitado en el transcurso del tiempo que corrió desde la fecha de la última anotación. Pero ¿qué relevancia revisten? Enorme, sin duda. Empero, no hay condiciones para abordarlos, resumirlos, clasificarlos y desentrañar su incidencia filosófica en cada caso.

                            Verdad es que la tarea prosigue en otro ámbito, en el de la anotación de mis experiencias oníricas, y también en mi Agenda Cabal. Pero este lugar tiene su propio discurso, su peculiar enfoque. Aquí son otras cuestiones, otros temas los que deben ser tratados, y el omitirlos obedece a veces a la indolencia.

                            En fin, la transformación de este ser mío, en dura puja entre la vida carnal y la vida espiritual, prosigue indudablemente, pero la tarea de consignar acá las incidencias que forman parte de esa evolución ha quedado relegada en gran medida. Habrá que retomar con brío en algún otro momento ese cometido.

                            Entretanto, transcribo un hermoso pensamiento de Gregorio de Nisa vertido en su libro “Vida de Moisés”, utilizado por Tomás de Mattos como epígrafe de su libro “La Puerta de la Misericordia” que viene a cuento y refleja en cierta forma el proceso en el que estoy inmerso: “Sabemos que un ser en evolución nunca permanece el mismo, pues pasa de un estado a otro: cambia para mejor o para peor. (…) Estar sujeto a cambios es un nacimiento continuo. No hay nada que permanezca igual en la naturaleza. Pero el nacimiento espiritual ocurre por libre elección, no por determinación de seres corporales. En cierto sentido somos padres de nosotros mismos y según queramos ser” .

 

                                               V


                            Competir puede ser sano, cuando conscientemente se busca hacer prevalecer la verdad. Pero también puede ser insano, enfermizo, morboso


                            14 de enero de 2006. Progreso a pasos agigantados. Camino con pasos de gigante. Esto es sólo un pensamiento que me viene de improviso. A no darle ¡por favor! significado y valor absolutos, y a entenderlo solo en aquel contexto.

                            Hace casi un mes que no escribo en este espacio. Y conste que estoy de vacaciones. Los hechos que conforman mi historia personal me sobrepujan de tal manera que resulta vano todo intento de registrarlos, de exponerlos y someterlos a disección, a investigación, a análisis, para su debida calibración en este proceso de crecimiento que me atañe.

                            Las fiestas de Navidad y Año Nuevo pasaron, y con ellas los episodios rutinarios, convencionales. El frenesí desatado por doquier, constatándose que en la carrera que jugamos contra la locura, muchos estamos rezagados: ella nos va ganando inexorablemente.

                            ¿Cómo referir cada episodio, cómo encararlo sin herir susceptibilidades, cómo seleccionar los que revisten mayor interés, qué parámetros seguir para establecer las prioridades en este tema?.

                             La letra mata, el espíritu vivifica, dijo San Pablo. La letra me ata, digo yo, emulándolo. La vida no puede ser atrapada en moldes rígidos, en símbolos inmutables. Lo vivido, lo experimentado de instante en instante es lo que importa, es lo que cuenta.

                            Un recuento de las peripecias tendría que reducirse a rescatar las enseñanzas extraídas de ellas, las lecciones aprendidas. Dejar sentado por ejemplo que se va consolidando la convicción de que el nacido del espíritu no envejece ni muere. Lo cual proviene de la constatación de que en esta vida  es imprescindible nacer dos veces, primero de la carne y luego del espíritu. Y que por esto último nos convertimos en hijos de Dios. Tal lo que surge del primero y tercer capítulos del Evangelio de Juan. El espíritu es el que da vida, la carne no vale nada. Así está escrito, y así puede uno comprobarlo con la práctica de la verdad. Es solo recibir a Jesús, que es la verdad, la palabra verdadera. Esa verdad que es el alimento espiritual, que es el pan de vida, confiere la aptitud para vivir para siempre, para no morir jamás.

                            Paralelamente uno constata qué difícil es poner en práctica estas enseñanzas. Tropieza a cada paso con una exacerbación de la neurosis que se ha apoderado de todo el mundo, traducida en ese afán de dominar, de someter a los otros, de convertirlos en un mero objeto de nuestros deseos, en un títere, un muñeco, una marioneta. Queremos que los otros sean la vara mágica, el bastón encantado, con los cuales podamos hacer realidad nuestros deseos. Y he ahí la pugna. He ahí que queremos que los otros nos sirvan mientras nosotros mostramos tremenda reticencia en servirlos. Nos violentamos contra cualquiera que se opone a nuestros reclamos, incluso contra aquellos que se atreven a pensar diferente de nosotros, ponemos un empeño enfermizo para manipularlos. Se nos ocurre que nosotros sí estamos actuando siempre correctamente, que somos los buenos, los considerados, echamos en cara a cada rato lo que hacemos por los otros; en suma: vivimos enfermos, engañados por el espejismo de nuestras bondades. No nos damos cuenta de que el remedio para curarnos, para volvernos sanos es volvernos santos. Reaccionamos impulsivamente, ciegamente, inconscientemente, respondemos a la agresión con la agresión.... y así vamos andando.

                            ¡Qué notable es esa incapacidad de que adolecemos para disponernos a servir desinteresadamente a nuestros semejantes, que es en lo que consiste el amor! ¡Y qué tremendamente difícil es comprender que si así actuamos se van zanjando todos los problemas de la vida y se alcanza el genuino bienestar!.

                            20 de enero de 2006. Tengo que  proseguir la tarea de construcción de mí mismo. Una tarea urgente e impostergable. No se trata precisamente de escribir estos apuntes. Puede que se trate también de no escribirlos. Porque la construcción de mí mismo no radica precisamente en escribir esto que trata de esa construcción (puede que en algún momento radique también en eso) sino en ir observándome momento a momento para discernir cuál es la acción correcta. Esa es la tarea de construcción. Ya se ve, las palabras son tremendamente equívocas. A veces son usadas para el mero juego: un juego de palabras. Empero, la vida misma es un juego, un juego creativo.

                            Hoy me propuse escribir sobre la competencia de las mentes. La competencia entendida en el sentido de confrontación, de lucha, de antagonismo, de rivalidad.

                            Esa competencia es a veces terrible, feroz, implacable, hasta perversa, pero no nos damos cuenta.

                            Se puede decir que todo el relacionamiento entre los seres humanos se circunscribe a esa competencia. Queremos que nuestra mente, que nuestros pensamientos prevalezcan sobre los de los otros. Queremos que valgan más que los de ellos. Nos negamos a escucharlos, escuchamos sólo el rumor difuso que hacen nuestros propios pensamientos en nuestras mentes; y, mientras los otros nos hablan, les salimos al paso, aplastamos cada intento que pretenda desviarlos de su curso, nos enojamos, nos exaltamos, nos perturbamos.

                            Esto que digo, lo digo con conocimiento de causa. Proviene de la propia experiencia, de hechos concretos, de episodios vividos en los que se ha manifestado esa competencia, esa pugna. Está dicho gracias a la observación que he venido haciendo de mí mismo y de los demás.

                            ¿Porqué compito? ¿Qué me impulsa a intentar hacer prevalecer mis pensamientos? Puede ser una mera reacción mecánica, el mecanismo puesto en mí por la naturaleza para seguir funcionando, para tratar de seguir creciendo. En resumidas cuentas se trata de un medio para que la vida continúe, pero ese mecanismo tiene efectos tremendamente destructivos, y para el ser individual puede traducirse en estancamiento y regresión. Competir puede ser sano, cuando conscientemente se busca hacer prevalecer la verdad. Pero también puede ser insano, enfermizo, morboso.

                            Se trata de discernir el papel que a cada cual toca. No es cuestión de imponer “la autoridad” del propio pensamiento, pero si uno tiene que ejercer en ciertas circunstancias su autoridad de acuerdo con ese papel, no hay otra que mantenerse firme, intransigente incluso, ya que se trata de la defensa de la verdad, aun con el riesgo de equivocarse.

                            ¿Tendré que decir cuáles han sido las circunstancias en que he podido advertir esa dura puja mental a la que me refiero, que me ha inducido a abordar este tema en el día de hoy? Bien, diré que ha aflorado casi como una luz instantánea en un momento de una conversación con Leonardo. Después de una escaramuza verbal no muy fuerte con su madre en su presencia, en la que se pusieron de manifiesto ciertas discrepancias sobre asuntos domésticos, y tras manifestarle que a su madre le trastornaban totalmente las situaciones de incertidumbre, cuando la incertidumbre constituía parte esencial de la vida del nacido del espíritu, ya que como dice Jesús, aquel es como el viento, que oyes su sonido pero no sabes de dónde viene ni a dónde va,  le mencioné que tenía escrito un pasaje en mis “Crónicas de una evolución espiritual” sobre una situación donde se había suscitado con especial reciedumbre dicha competencia, diciéndole que se lo daría a leer. Me escucha él pacientemente y luego me dice en tono de objeción que según su entendimiento, lo único importante en esta vida radica en alcanzar la bienaventuranza, donde la realidad es percibida como una luz continua, sin que ello signifique desechar estas trivialidades, tal como lo habrían conseguido algunos seres excepcionales como el Buda, Sai Baba, Yogananda y otros. Y que incluso Krihsnamurti no habría logrado ese estado de continua iluminación, según lo que deduce de lo que yo le suelo contar de sus escritos. Le pregunto yo si con ello me estaba expresando su rechazo a leer el texto que yo le había mencionado, y él me insiste en que lo que cuenta es lo primero, y que es nuestro ser divino el que debiera actuar en plenitud desprendido de toda cuestión contingente. Alego yo en ese punto que no se puede perder de vista que nosotros no somos solamente Dios, sino que tenemos también nuestro aspecto de ser creado, por lo que cada cosa debe ser puesta dentro del contexto que le corresponde. Insiste él en que nuestro cometido es alcanzar la plena realización del ser de Dios que hay en nosotros. En ese trance me percato de que se está suscitando en verdad la competencia aludida  entre nuestras mentes, sin que podamos ponernos de acuerdo. Esta competencia podría ser considerada y encarada como saludable, pero no es fácil entenderlo así, y menos llevarlo a la práctica. Aún más, dependiendo de las circunstancias, esa conversación podría convertirse en un hermoso diálogo, en un debate esclarecedor. El problema empero es que, en principio, pareciera que él se puso en guardia, como si presumiera que lo que yo le estaba planteando tenía como finalidad que tomara partido por mí en la controversia habida con su madre. Tratar de ilustrarle que mi propósito estuvo desprovisto de toda intención, sino que se limitaba a exponer un hecho, iba  a ser una ardua tarea. Aunque no descarte (cosa que lo estoy considerando ahora) que la intención de buscar su alianza pudiera también haber estado presente en forma oculta, dada mi imperfección. En fin, la mente funciona de manera asaz  sutil. Desistí de continuar con el debate, ya que no estaban dadas las condiciones, por la escasez de tiempo y la falta de predisposición de los espíritus para esclarecer debidamente el punto.

                            He de decir también que esta cuestión hace tiempo ya lo venía observando ya que, como lo señalé, constituye el punto crucial que hay que tener en cuenta en el relacionamiento humano. Es notable cómo nuestra mente está presta para corregir todo intento de insubordinación en los otros. Queremos que el pensamiento de los otros siga el curso que van trazando los nuestros, queremos dirigir a los otros con la sola fuerza de nuestra mente, de nuestros pensamientos,  obligándoles a que piensen, digan y hagan lo que nosotros queremos, y si no lo conseguimos, fácilmente nos desquiciamos. El incidente surgido con Leonardo es solo uno de una seguidilla que se venían suscitando con él y con todos los demás con los que me toca lidiar.

                            El lance me fue útil, empero, para esta tarea de construcción de mi ser fundamental. Me sirve para darme cuenta que infinidad de veces hay que resignar los puntos de vista, los deseos de convencer, el afán de prevalecer sobre los otros. Si presto atención, puedo darme cuenta de que mi temor me induce a veces a ponerme a la defensiva ante la posibilidad de que el ser de los otros anule a mi propio ser. Sin embargo, no existe esa posibilidad sino que por el contrario: el ceder en ciertas condiciones constituye la genuina manera de crecer uno y también el otro, ya que la energía involucrada en la renuncia funciona como una fuerza expansiva que a ambos beneficia.

                            No obstante, es cosa de discernir la verdad en cada caso, pues en ciertas circunstancias es imprescindible contrarrestar el error, sea cual fuere la forma que adopte. Lo más interesante del caso es que el episodio me permite agudizar mi atención, de hoy en más, sobre esa brutal competencia que a veces se desata entre las mentes, que como un destello fui capaz de percibir, para adoptar la acción correcta que corresponde, de modo que siga trabajando en la construcción de mi ser auténtico, lo cual desde luego constituye el objeto de este aprendizaje.


                                               VI


                            En mi cotidiano discurrir, estoy tropezando con la dificultad de liberarme de mis conocimientos, de mis sentimientos, de mis pensamientos


                            05 de febrero de 2006. Soy sólo mi mente, y lo que de ella se despliega, se proyecta, se ramifica. Tomo el mazo del pequeño mortero hecho de palo santo en el que se pisan los remedios de los yuyos que se ponen en el terere, y con el que rompo el hielo de los envases de cartón. Miro ese mazo, lo alzo con mis manos, siento su enorme peso capaz de aplastar la cabeza de  un ser humano o de otro ser viviente de tamaño mediano, sería capaz de destruir, de matar, de romper y destrozar a un organismo cualquiera de regular tamaño.

                            Es mi mente la que se despliega, se aferra al palo en el cual se corporiza. Lo alza, lo observa, siente su peso, lo manipula y lo maneja paso a paso. Esté donde esté, haga lo que haga, piense lo que piense, diga lo que diga, es mi mente la que se extiende, se prolonga, se materializa. Es tremendamente difícil ver esto, pero en eso radica la vida entera.

                            En mi mente (en aquello que llamamos mente), eso indefinible que podría concebirse como un haz de luz y de inteligencia, o como una energía intangible que se halla radicada en algún “no lugar” de esto que doy por “mi ser”; en ese “sitio” se encuentra todo ese cúmulo de cosas que van apareciendo en el campo de mi visión y de mis demás sentidos a medida que cobro conciencia de la realidad.

                            Todo eso se fue acumulando, se fue sumando en el curso de miles de años de evolución, y he aquí que hoy se encuentra a mi disposición para que yo pueda ‘realizar’ la vida. El problema, el terrible drama que me acogota es que esa carga es tan ingente, tan abrumadora que las más de las veces me impide vivir. Me impide vivir una vida plena, digo, porque vivir una vida mecánica, ciega, inconsciente, es propiamente no vivir.

                            De ahí que los sabios, los maestros, los iluminados, hayan recomendado desde antiguo que lo que hay que hacer es vaciar la mente, vaciarla de pensamientos, contrarrestar, inhibir, suprimir el proceso mental, tal como expresa la memorable definición del yoga que hace Patanjali.

                            Krishnamurti enseña que hay que liberarse del conocimiento. Es duro de roer este hueso, o al menos fue duro de roer para mí, pues ¿qué es la vida sino el conocimiento que tenemos de la realidad y la interacción que nos toca ejecutar con ella? ¿Acaso la ciencia misma no dice actualmente que vivir es conocer?.

                            Bien: todo hay que entenderlo dentro de ciertos contextos, cuando lo que se quiere dar a entender es expresado con palabras. Porque la palabra no es la cosa,  la palabra es un mero símbolo, un signo que representa a la cosa. Por tanto, dentro del contexto en que Krishnamurti lo dice, la liberación del conocimiento tiene pleno sentido, porque el conocimiento no es otra cosa que la carga inmensa que lleva a cuestas nuestra mente, impidiéndole actuar de manera libre, de manera fresca, de modo que pueda ver que es la mente la creadora de toda realidad y que pueda apercibirse de que, en definitiva, es ella lo único que existe, con sus proyecciones, con sus ramificaciones, con sus materializaciones.

                            Estas reflexiones vienen a cuento, porque en mi cotidiano discurrir, estoy tropezando con la dificultad de liberarme de mis conocimientos, de mis sentimientos, de mis pensamientos. Cada palabra que aflora en mi mente, cada pensamiento, cada cosa que la doy por conocida, se trasmuta en un deseo. El deseo es un medio para que el ser crezca y evolucione, pero cuando se desmanda y no cumple su objetivo, es causa de innecesario sufrimiento. El Rig Veda, uno de los primeros textos de sabiduría de los hindúes, en el célebre Himno de la Creación expresaba, según nos comentan: La primera semilla de la mente, fue el deseo. Los sabios, meditando en su corazón, descubrieron la conexión que hay entre lo existente y lo inexistente. El caso está en que la mente silenciosa, vaciada de pensamientos, puede ser equiparada a lo no existente. Y puesto que el enraizamiento de la existencia se encuentra en el No ser, como expresa otra versión de la última parte de la cita transcripta, lo que cabe lograr es ese estado del No Ser, el cual es eterno e indestructible.   

                            A eso tiende el proceso de evolución del ser creado. El Buda, en sus últimos momentos insistió en lo mismo con estas palabras: Todo lo que ha llegado a ser es pasajero; esforzaos sin cesar.

                            Si pudiera desembarazarme del peso de mis conocimientos, del peso de mis pensamientos y sentimientos, entonces podría experimentar la paz que no es susceptible de ser experimentada, ni descripta, ni nombrada, y que solo como una vaga aproximación podríamos indicar que se trata de la energía intangible de la que hablábamos, eso que en definitiva la gente ha llamado Dios, que está de esa manera en nosotros, en el ínterin en que nosotros nos negamos a nosotros mismos. Eso es también lo que podemos llamar la muerte en unión indisoluble con la vida, produciéndose en esa instancia lo que Jesús configurara para aquel que quiera perder su vida, que por eso mismo la salvaría para vida eterna.

                            Con la mente silenciosa, con la liberación del conocimiento --en el estado de vigilia corriente--, con la lucidez de quien se encuentra plenamente consciente, éste se percata entonces de que él es sólo su propia mente y todo lo que ella percibe, todo lo que está en el campo de su visión y de sus demás sentidos, y entiende que puede vivir para siempre, siendo lo que se llama muerte nada más que un sueño pasajero del que se ha de despertar cada vez, para seguir creando y recreando la realidad por toda la eternidad.

                            Cabe comprender que en el nivel meramente animal las estructuras genéticas pueden mantenerse invariables, por lo general; pero para quien haya superado ese nivel, para quien haya nacido del espíritu, la realidad se torna absolutamente versátil. Y desde las profundidades de la mente, desde ese silencio, desde esa luz y esa inteligencia, desde esa energía pura que no ocupa espacio ni tiempo, el universo puede desplegarse en infinitas variaciones.

                            Bien está que me haya puesto a rumiar estas ideas que deberán servirme en el trabajo que estoy llevando a cabo para mi propia hechura y aprendizaje.


                                               VII


                            El objetivo fundamental de la realidad conceptual es el de permitirnos descubrir el ser eterno e intemporal que somos; que implica, a la par, construirlo en nosotros mismos, en este campo de energía que nos constituye, que le sirve provisoriamente de albergue


                            08 de febrero de 2006.  Lo ilusorio de la realidad conceptual: la asimilación de que todas las cosas, todos los sucesos, todas las historias que nos conciernen carecen de ese cariz de  “realidad definitiva” que le conferimos. Ese es el tema de la reflexión, del comentario, de estos apuntes en el día de hoy.

                            La ilusión de realidad definitiva, de verdad inconcusa, invariable y eterna que le atribuimos a las “cosas” que nos pasan, o que vemos pasar, proviene del hecho de estar atados al tiempo. No nos damos cuenta de que el tiempo es una cuestión relativa. Nos tiene sin cuidado, nos importa un rábano lo que Einstein descubriera en referencia al tiempo. Cada momento que pasa, en el momento en que ha pasado, se ha ido definitivamente. Las “cosas” envueltas en ese “tramo” de tiempo, se han esfumado: ya no volverán jamás. Ellas tienen valor, tienen relevancia, ellas existen sólo en relación con ese lapso de tiempo en el que “han sucedido”. Sin embargo, nosotros las “guardamos” en nuestra memoria, como si fueran reales, como si continuaran en algún lugar del espacio-tiempo por siempre y para siempre, y he ahí que las reputamos como reales con una realidad absoluta, una realidad definitiva, invariable, eterna. Somos incapaces de diferenciar la realidad real de la realidad conceptual.

                            No nos percatamos, no llegamos a caer en la cuenta de que todo lo que nos pasa, todo lo que pensamos y todo lo que sentimos no son otra cosa que lo que inventa nuestra mente, nuestra inteligencia, para dar soporte, para sustentar eso que somos en esencia. Ese ser nuestro, que sí es invariable y eterno, ya que en eso consiste la realidad real, eso innombrable, eso que excede de todo parámetro y configuración, que no puede ser dividido ni limitado, que no puede ser concebido de manera alguna, pero que está presente en todo tiempo y lugar,  y más allá de todo espacio y tiempo.

                            Lo que nosotros sentimos, procedemos a categorizar, a catalogar, a dividir, a explicar, a justificar, en suma: a darle sentido, a tratar de entenderlo dentro de ciertos contextos, validos para ello del instrumento simbólico consistente en el pensamiento y el lenguaje. Allí está entonces esa realidad conceptual, eso que nuestra mente crea y cree, esas creaciones y esas creencias en cuya virtud la “realidad” se divide en múltiples objetos y seres, y adquieren para nosotros consistencia y existencia propias; y ligando unas cosas con otras, y unos momentos con otros, inventamos una cronología, le damos “continuidad” a los sucesos, los ligamos unos con otros, y he ahí “las historias”, (las individuales y las colectivas) campeando en nuestra mente, cual si ellas fueran las únicas verdades que cuentan para nuestra vida.

                            Sabemos empero que nuestro propio ser individual es contingente, transitorio, pasajero. Las “historias” que vivimos se habrán de esfumar inexorablemente en la infinitud del espacio tiempo, desde donde la memoria apenas podrá rescatarlas con rasgos difusos mientras estemos transitando por la cronología que nos concierne. Es dable concebir que ellas podrían ser preservadas en la mente del “ser infinito”, si lo equiparamos a éste de alguna manera con la naturaleza de nuestro propio ser, si lo antropomorfizamos, pero eso es otro asunto. En tal caso, la eternidad, que a aquel ser pertenece, podríamos configurarlo como la repetición infinita de todos los instantes, como alguna vez ya lo expresé en otra parte. Mas, lo concreto es que hasta donde podemos darnos cuenta, la aptitud para recrear con todos sus detalles cada instante de nuestra vida, no se encuentra aún a nuestro alcance, por este tiempo.

                            De ahí que “lo que sentimos” respecto de todas las circunstancias que nosotros configuramos como “nuestra historia”, sea la individual o la colectiva, pueda ser reducido a sentimientos agradables o desagradables, independientemente de las creaciones mentales o las configuraciones que hagamos a su respecto. El sentido que le damos a esos sentimientos, la explicación que de ellos hacemos, es sólo con el objeto de darle soporte a nuestro ser; se trata de la razón que inventamos para entenderlos.         

                            Por lo tanto, lo apropiado es entender que la realidad conceptual, ésta, creada por nuestros pensamientos, tiene que ser considerada como ilusoria en el sentido de comprender que se trata de algo pasajero, que está aquí para que aquello esencial que nos constituye se manifieste. En resumidas cuentas, el objetivo fundamental de esa realidad es el de permitirnos descubrir a ese ser eterno e intemporal; construirlo en nosotros mismos,  en este campo de energía que le sirve provisoriamente de albergue.

                            Va de suyo que la existencia del tiempo no es una cuestión vana. Si la construcción del ser humano, y aun, de todo ser viviente que le sirvió de antecesor en este planeta ha requerido un lapso de tiempo que se contabiliza en varios miles de millones de años, es evidente que eso apunta a un objetivo, cual es el de emular en el ser creado la naturaleza y la inteligencia del increado, de manera que este universo entero (que es la creación de esa inteligencia), sirva de modelo para que cada ser individual vaya creando  su propio y pequeño universo para su deleite, en un juego creativo interminable, usando como materia prima la sustancia primordial en la que consiste la realidad real que se encuentra latente en él.

                            En fin, son muchas palabras para tratar de desarrollar la idea de que la realidad conceptual es ilusoria, en el sentido de que constituye una ilusión en la que cada ser esencial se despliega, en un acto creativo donde él mismo es el ilusionista. Cuando uno comprende que el tiempo es nada  más que un instrumento para la creación de esa realidad, sin quedar atrapado dentro de sus coordenadas de manera fatal e inexorable, consigue trascender esa ilusión, dándole el valor y la ubicación precisa dentro del contexto en que le es dado existir.


                                               VIII


                            Esta es la epopeya de la humanidad: haber logrado la conciencia autónoma para sentirse “distinto” de su creador, saberse “único” tal cual Él, en medio de la infinitud


                            11 de febrero de 2006.  Nada me resta por decir. Las palabras no sirven para nada. Pero me faltan por decir infinitas cosas. De hecho, quiero escribir sobre la epopeya de la humanidad. Sé que me afano inútilmente para expresar todo lo que quiero; que si algo digo, es demasiado lo que no digo; que mis ansias por abarcar lo inconmensurable me tienen apabullado. Mi hambre de inmensidad me empuja a manotear desesperadamente tratando de juntar los fragmentos dispersos de esta realidad que se escurre de mi mente, de mi memoria, de mi campo de visión.

                            La tarea de construcción prosigue. Cada vez más me doy cuenta de que para que mi ser sea, es menester que deje de ser. Esa es la paradoja. Yo no existo. Mejor, “yo” no existe. No existe el “yo”. Pero a la vez, existe. Es en este “ser”, en esto que llamo “yo” que se manifiesta la existencia. Pero la existencia y “yo” somos uno. ¿Cómo podré mantener esa conciencia permanente de que solo “el ser” desprendido del “yo” es “lo que es”, es “lo que hay”?. La negación de la propia identidad, la negación de sí mismo es lo que permite que el ser se manifieste en uno en plenitud. Pero extrañamente, uno no deja de ser. El ser en sí, el ser esencial, Dios, opera en uno en esa instancia, y se da de esa suerte la “unión” (el convertirse en “uno”), la unicidad, el ser uno e indiferenciado con Él (o Ella, o Ello).

                            Esta es la epopeya de la humanidad. Haber logrado la conciencia autónoma para sentirse “distinto” de su creador, saberse “único” tal cual Él en medio de la infinitud. Crecer, desarrollarse, equiparar su propia realidad a la de Él, llamarlo Padre como padre es él de sus hijos, comprender que esa conciencia autónoma funcionará una vez que se deje funcionar en ella la conciencia del creador, del Padre, que en esencia es a la vez el hijo, son uno solo, eternos e indestructibles.

                            14 de febrero de 2006. ¡Por fin Señor he podido llegar a comprender la manera en que Tu Ser se hace realidad en mi ser! Es con el desprendimiento de todos mis deseos. Cuando yo no deseo, esa carga inmensa de energía conformada por mis apegos desaparece de mi conciencia y te hace sitio a Ti. Allí es donde Tú te manifiestas y me llenas con tu presencia, Tu mismo Ser cobra presencia en el mío y me hace experimentar un éxtasis indescriptible. Cuando miro a las cosas, cuando simplemente las observo, sin calificarlas por buenas o malas, por lindas o feas, cuando no juzgo sino que me limito a ver lo que son. Entonces ellas mismas comienzan a palpitar en mi interior cobrando presencia y existencia, porque ellas son Tú mismo “de cierta manera”; eres Tú que puede manifestarse de infinitas maneras y a la vez careces de manera alguna que pueda ser descripta. Con “la muerte” ha de sobrevenir la cesación de todos mis deseos, Tú te enseñorearás de nuevo en esta partícula de energía que yo doy por mi ser. Empero, me estás permitiendo que vaya desprendiéndome, desembarazándome poco a poco de ellos, de tal manera que pueda evitar esa “muerte definitiva”, ese acontecimiento usualmente violento que por lo general nos acomete, para que, conformado con Tu voluntad pueda yo morir y vivir “en todo tiempo”, lo cual implica no estar sujeto al tiempo, ser intemporal. La ausencia de deseos, el desprendimiento de los deseos es lo que nos hace ser intemporales, pues para quien carece de deseos obviamente el tiempo no transcurre. Desear ser “otra cosa” es lo que involucra el “lapso de tiempo” que media entre el ser y el no ser y viceversa. No desear, solo ser, no entraña tiempo. Implica ser por siempre y para siempre. Implica estar en el instante eterno. Entretanto, el trabajo, el aprendizaje continúa. Porque si bien ese “darse cuenta” se ha producido, ello requiere (continúa requiriendo) trabajo, esfuerzo, aprendizaje. Dios está ciertamente en uno en todo tiempo, pero nuestros hábitos arraigados en lo profundo de la mente, pugnan por desalojarlo. Aunque, paradójicamente, esos mismos hábitos también son Él mismo.                       


                                               IX


                            La ecuanimidad es la aptitud de no reaccionar ante los hechos, corriendo hacia lo que nos agrada y escapando de lo que nos desagrada


                            18 de febrero de 2006. Ganas de escribir. Ganas de no hacerlo. Lucha. Oscilación. Deseo y no deseo. El problema de siempre. El drama humano. Este ser que piensa que es libre, que es autónomo, que puede decidir todo lo que le plazca. Que no se plantea, siquiera por un  momento que es tan exiguo, tan escaso el margen de libertad que le toca; que no atina a entender que lo único que está en su poder es hacer lo correcto en cada instante. Porque de ahí se desvía, y es para quedar atrapado en las garras del error, esas garras espantosas que aprietan provocando indecible sufrimiento.

                            Mis ganas de hacer o no hacer son naturalmente, obviamente, inconscientes. La mayor parte de mis actos, de mis manifestaciones, son de naturaleza inconsciente. Veinticuatro horas tiene el día. Mil cuatrocientos cuarenta minutos. ¿Cuántos segundos? Ocho mil cuatrocientos. Si en cada instante (supuesto que cada instante conste de un segundo) actuara conscientemente, podría parar el tiempo. Porque la conciencia hace que cada instante sea eterno. Pero no. Mis impulsos, mis instintos, me arrastran, me empujan, me llevan, me conducen, soy su mero vehículo.

                            He llegado a comprender la verdadera naturaleza de mi ser. Puedo tratar de explicarla con palabras. Yo no soy lo que pienso que soy. Soy un ser que se despliega. Algo que se despliega. Un punto inmóvil que se pone en movimiento. Me mueve la naturaleza  -- que en cierta forma soy yo mismo -- haciéndome pasear por sus intrincadas vastedades.

                            La Naturaleza -- Dios --  me lleva por sus caminos.  Pero hay que dejarse llevar. Ser uno mismo es ser uno con la Naturaleza.

                            19 de febrero de 2006. Divagaciones. Divaga mi mente, divagan mis pensamientos tratando, no obstante, de encontrar un derrotero, un cauce en el que se conformen con el curso que la Naturaleza le imponga. Es la observación del proceso de desarrollo, de cambio, de transformación que me toca vivir, que en eso radica toda mi existencia.

                            No puedo hacer lo que quiero. Tengo que dejarme llevar. Pero cuando digo “dejarme llevar” ya estoy dando por sentado que “yo” cuento, que “yo” estoy allí. Tengo que ausentarme de mi “yo”. Es algo tremendamente difícil de comprender, de conciliar, porque las palabras, el pensamiento (este instrumento de la mente elaborado en el curso de miles de años) ha condicionado a este “sujeto” para que “sea” de una cierta manera, para que “imagine” que existe en forma autónoma, independiente, libre de “lo demás”. Pero eso “es bueno”. Es decir, tratándose del mecanismo del que la Naturaleza se vale para que este ser se desarrolle, para que finalmente, allá en las postrimerías, pueda definitivamente lograr ser “yo mismo”, el auténtico ser que estoy llamado a ser, consciente en cada instante de que me encuentro integrado a la infinitud de aquel “otro” del que salí y al que pertenezco, entonces, aquello no es en sí mismo nocivo, perjudicial, sino que está aquí para que “esa partecita de mi ser” que puede ser considerada “distinta” coadyuve paralelamente en la construcción y el desarrollo de mi ser auténtico, genuino, único, singular, eterno.

                            Las palabras, con su significado rígido, su sentido ajustado al molde que prefiguran, que propugnan, nos impiden entender la vida en su cabal sentido. “Me duele”, decimos. Deberíamos decir: “duele”. ¿Qué es lo que duele?. O bien: ¿Quién duele?. Aristófanes ironizaba porque Sócrates especulaba sobre la conjugación del verbo “llover”. ¿Quién “llueve”?, se preguntaba él, como personaje de la obra “Las Nubes”. Y contestaba: la Naturaleza, por cierto. ¿Puede “la Naturaleza”, ese ser impersonal, “actuar”, lo mismo que nosotros, que nos sentimos tan pagados de nosotros mismos, tan ufanos de nuestro “yo”?. Hay que comprender que en lo esencial, en lo profundo, allá a las cansadas, “lo que es”, lo único “que es”, es la Naturaleza  --Dios--. En ella (en Él) estamos nosotros. A Ella (a Él) le podemos configurar o no como “persona”. Si no lo queremos, podemos llamarle “Ello”. Ello impersonal. Pero las palabras no nos van a dar, por más que procuremos, la medida real de las cosas. Porque la palabra no es la cosa.

                            En fin. El caso es que voy comprendiendo, voy entendiendo “la manera” en que puedo ir desprendiéndome de ese pequeño “yo”, esa identidad circunscripta al perímetro corporal a la que somos demasiado afectos.

                            Importante, necesario, imprescindible se diría, es recalcar que para esta mejor comprensión tiene que ver la relectura que hice, que sigo haciendo del libro “La Vipassana: El arte de la meditación budista”, de William Hart, que es una compilación de los cursos dictados por S.N. Goenka sobre este método de enseñanza que según dicen se remonta al propio Buda.

                            La meditación, la práctica de esta disciplina, no tiene otro objetivo que adquirir la ecuanimidad. La ecuanimidad es la aptitud que puede desarrollar el ser humano para ver las cosas tal cual son. Vipassana precisamente significa visión cabal en el idioma pali, original del Buda. Sientoel dolor. Y lo hago mío. Digo: A mí me duele, ay, cómo me duele. Si atiendo mejor, si observo detenidamente, a ese dolor lo hago mío porque doy por sentado que yo soy el que siento. Pero ¿dónde está el yo? Profundizo y caigo en la cuenta de que el yo está solo en la mente. Se trata de un concepto.  Es nada más que un pensamiento. No es un hecho. Puedo diferenciar ambas cosas. El dolor es un hecho. El yo en cambio es solo un pensamiento. No se trata de un mero juego de palabras, y por el contrario, se trata de la utilización de las palabras para el juego fundamental que nos toca en la vida que es la de discernir en cada instante la verdad de “lo que es”.

                            En síntesis, la Vipassana, el arte de la meditación budista, tiende a enseñarnos a lidiar con los hechos. Así, nos enseña en primer lugar a estar atentos a nuestra propia respiración. La respiración es un hecho, el hecho más simple y real con el que podemos encontrarnos. Al observar nuestra respiración nos damos cuenta de que no provoca en nosotros actitud de agrado o desagrado, es decir, podemos mantener hacia ella una actitud ecuánime. La ecuanimidad es precisamente la aptitud de no reaccionar ante los hechos, corriendo hacia lo que nos agrada y escapando de lo que nos desagrada. Luego, la Vipassana nos lleva a observar, a prestar atención a las sensaciones que en el cuerpo se susciten. Para ello nos inculca a que, sentados en la postura de meditación, recorramos todas las zonas del cuerpo. Indefectiblemente en algún momento va a aparecer una sensación, una incomodidad, una comezón, un dolor. Y entonces, en ese punto, hay que limitarse a “ver” esa sensación, aprender a no reaccionar ante ella; o en caso de que uno reaccione, observar esa reacción, mirarla, tratando de mantener la ecuanimidad. Así es como uno no se apropia del dolor, no lo hace suyo. Este dolor es pasajero, como todas las cosas creadas. Es impermanente. ¿Por qué “uno” tendría que apegarse a algo impermanente?. El propio “cuerpo” con el que se identifica el “yo” también es impermanente. Lo apropiado es observar a esas cosas con ecuanimidad con imparcialidad, con objetividad. Esas cosas “son” independientemente del “yo”, queramos o no queramos. Por lo tanto, no las hagamos nuestras.

                            La cosa está en llevar estas enseñanzas a la vida práctica. Nada de lo que pase me puede desestabilizar si me limito a atender, sin adoptar una actitud de rechazo o de aprobación. Es el famoso no juzgar, limitándose a ver. Es más: En cada instante uno debe atender a sus pensamientos para que no se aparten del hecho. En el momento en que critico, en el momento en que lisonjeo, ya he perdido la ecuanimidad. Aunque debo prestar también tanta atención a esto que se está diciendo para no perder de vista el contexto en que debe ser aplicado. La atención es la clave. La atención, conduce a la ecuanimidad, si soy capaz de tener clara conciencia y clara percepción de los hechos. Esta no es una cuestión meramente teórica. No es una cuestión meramente verbal. Debo empaparme con los hechos. Debo mirar en cada instante, en todo tiempo lo que es. “Lo que es” es la verdad. Y la verdad es Dios. Y Dios es nosotros. O nuestro Padre, si preferimos ponerlo de esa manera. Y naturalmente, Dios es eterno. ¿Cómo pueden tocarnos las cosas efímeras, transitorias, impermanentes, fugaces, si no procedemos a identificarlas con “nuestro ser”, si no nos las apropiamos, si no las hacemos “nuestras?.

                            Por tanto, desembarazarme de mi pequeño “yo” puedo conseguirlo simplemente viendo las cosas tal cual son, en cada instante, en cada experiencia que me toque. No poner a funcionar a mis deseos para cambiarlos “para mejor” cuando no me toca o no puedo hacerlo, y si se ponen a funcionar “automáticamente”, limitarme a observarlos, sin reprimirlos, excepto que suavemente me esfuerce en cada caso para hacer lo correcto, lo que está ajustado “a la ley” de la Naturaleza -- de Dios--. El proceso de transformación, de desarrollo, se va produciendo desde luego naturalmente. Lo puedo ver, lo puedo constatar. Está presente en todos los sucesos, tanto de la vigilia como del sueño. No es posible hablar de todos ellos. Es más: A veces es menester no hablar de ellos, porque está en juego también el deseo, la compulsión irresistible de hablar, que sin duda me condiciona sobremanera.

                            En síntesis, “mi ser eterno” llegará a su perdurabilidad únicamente a través de “la unión” con el ser increado, con el Creador, haciéndole sitio a él “en todo tiempo”, desechando a ese orgulloso “ente” que se erige tontamente “frente a Él”, como si pudiera prescindir jamás de Él. Verle a Él en cada cosa, en todas las cosas, y principalmente en mí mismo, humildemente, sumisamente, hace posible que me inunde esa energía incalculable que me recorre en ondas saludables e incorruptibles, permitiéndome no estar atado por el flujo y reflujo del “bienestar” y el “malestar” efímeros, detrás de los cuales estoy, si permanezco atado con ese “yo” pequeño con el que me identifico.

                                               * * *

                            “Chau bocho”, me dice mi demonio esta siesta, en el entresueño, instándome a ponerme en pie, digamos. O, insinuando que me deja solo para que trabaje, para que me despoje de mis ínfulas de sabihondo que piensa que ya lo sabe todo. Juega conmigo, juega con mis alardes, con mis exaltaciones, juega con mis desbordes líricos. Mi demonio se revela siempre humorístico. Y yo, como de costumbre exultante, como dando pábulo a mis “descubrimientos”, voy entonando esa especie de himno al Creador, pero afincado en mi aún indestructible ego, enraizado en las profundidades de milenios, tratando de recorrer el camino de retorno paso a paso, hasta el encuentro definitivo con Él.

                                               * * *

                            “Ryepy”, el “interior” de las cosas fue formado por nuestros ancestros a partir de “rye” y “py”, la hondura de las entrañas; o también, la añadidura de las entrañas; o también, el pie de las entrañas. Lo mismo “Py’apy” de “Py’a” y “py”, el interior del estómago.. “Py’a”, es estómago, y está formado por “py”, pie, y “a”, fruta. El estómago es entonces la fruta del pie. O la añadidura del pie. O las profundidades del pie. Ya se dijo, “py” es pie. También anchura y profundidad; y también añadidura, lugar donde se unen las cosas. De ahí “joapy”, unión. Los guaraníes comprendieron claramente que en las entrañas, en esas vísceras es que se producía “el sentimiento”, por eso designaban el interior(el estómago) como “la fruta del pie”. Y también “el pie del estómago”, eso que nos permite andar, que nos permite vivir, que nos permite unirnos en las profundidades. Por eso “teko”, vida, es el equivalente de andar. Notable es cómo los sabios de esta comunidad penetraban en el sentido esencial de las cosas. “Ñe’ä” llamaban ellos al corazón, de “ñe” prefijo que significa acción y “ä”, vocablo que designa el aliento vital. “Nepyrü” --de “ñe” prefijo que indica acción y “pyrü”, pisar-- significa comienzo, con lo que se determina claramente que el comienzo de la vida radica en pisar, y luego en ir andando. Interesante, sin duda.

                            ¡Qué despliegue de hallazgos intelectuales filológico-etimológicos! Con razón me dijo mi demonio “Chau bocho”. ¿O no?.



                                               X


                            Las reflexiones aquí vertidas provienen de circunstancias que atañen a mi historia personal, y van reflejando mi progreso en el camino, en el aprendizaje


                            26 de febrero de 2006. El tema a desarrollar: he aquí el punto. ¿De qué voy hablando últimamente en estos apuntes? Los “casos concretos” de la primera parte de las “Peripecias…” se están dejando de lado, prácticamente. No es que no sucedan. Los sucesos siguen, se persiguen. Abordarlos, someterlos a abordaje, acometerlos, rodearlos, atraparlos, cincelarlos, desmenuzarlos, diseccionarlos, someterlos a vivisección, disecarlos, analizarlos, en fin: hacerlos objeto de una serie de acciones verbales para ponerlos a punto en estos apuntes es lo que no ha sido posible. O no ha sido resuelto, o decidido, o realizado, por diversos motivos, por diversas razones.

                            Entre ellas, entre las razones está, se destaca el hecho cierto de que son tantos los sucesos y ninguno deja de tener su importancia, su validez intrínseca, la posibilidad indiscutible de que puede ser objeto de una consideración filosófica; y obviamente, no puedo ocuparme de todos, ni siquiera de la mayoría de ellos. Y cuesta discriminarlos, establecer rangos entre los más o menos relevantes.

                            También es motivo de que no haya decidido hablar de ellos la innegable dificultad de estar refiriéndose a situaciones donde no era posible dejar de mencionar los “defectos” de los otros, de los que me rodean, aunque también pusiera de resalto los míos, ya que se mire por donde se mire, tal actitud entraña siempre un juzgamiento, un juicio crítico de los demás que a más de provocar desagrado en ellos puede generar también eventualmente consecuencias, un “karma” del que uno tiene liberarse, lo cual requiere seguir trabajando. Por algo los maestros de sabiduría han recomendado en todo tiempo no juzgar.

                            Estos y otros motivos hubo y siguen habiendo. Mirado desde cierto punto de vista, pueden ser considerados meros pretextos, excusas para mi pereza, para mi indecisión.

                            Las reflexiones aquí vertidas, los comentarios se originan obviamente en hechos concretos, provienen de circunstancias que atañen a mi historia personal, y van reflejando mi progreso en el camino, en el aprendizaje. De hecho, a veces pienso que hay tantas cosas de las que podría y de las que querría hablar; cosas que sé y que quiero trasmitir, me digo; y veo, y constato la inutilidad de mis afanes.

                            Está claro sin embargo que ese deseo no está exento de impurezas. Cuando se me ocurre escribir un Comentario de la Biblia, y principalmente del Nuevo Testamento para hacer saber a la gente mi enfoque de las enseñanzas que contienen para este tiempo, compaginándolas con los textos de sabiduría de las otras culturas; cuando aliento esa ambición que en cierto sentido puede ser legítima, no puedo dejar de reconocer que el ego subyace también en ella.

                            Existe tantísima confusión, me digo. Para mencionar (sólo de paso) episodios concretos, acontecimientos de esta semana que transcurrió: La confrontación dialéctica con Niní, la hermana de Vivi, en torno a las creencias que profesa, enseñadas por su Iglesia, la Verdadera, la de los Mormones. La habida parejamente con Leonardo, quien estaba empecinado en encontrar un hombre liberado; plenamente liberado, diría él, para que pueda ayudarle a seguir la senda espiritual, a ir al encuentro de Dios, que es en definitiva lo único que él busca, lo único a Quien desea. También los debates con Nena, la sobrina de Vivi, que estuvo, igual que Niní, de visita en casa, tratando de dilucidar diversos temas.

                            Se podrá tildar de vanagloria que diga que, por lo general, yo veía claro el problema cuando ellos lo veían oscuro, empañado, enredado. Pero no hay más remedio que decirlo. Por más que por momentos mi afán de prevalecer, no desvanecido del todo, me haya llevado a exaltarme un tanto, o a buscar argumentos que sustentaran mi punto de vista a toda costa;  hay que decir empero, en honor a la verdad, que he notado haber progresado bastante en el control que sobre estos impulsos ciegos ejerzo.

                            El caso está en que el encuentro con la verdad (que es Dios) constituye un proceso que se va produciendo momento a momento, y requiere haberse desembarazado de montones y montones de condicionamientos y hábitos mentales y corporales que se han incrustado en el ser de cada uno de una manera absolutamente compacta y maciza durante miles de años, que resulta un trabajo arduo conseguirlo. Tales hábitos y condicionamientos además nos llevan a aceptar cualquier receta o fórmula que nos entreguen que se acomoden fácilmente, y aun, a veces hasta difícilmente, a nuestros deseos y conveniencias; y he ahí que los errores y falsedades signan nuestra vida y nuestro camino, dificultándonos tremendamente realizar ese propósito, el encuentro con la verdad (con Dios).

                            Estas verdades abstractas (las palabras siempre hacen abstracción de la realidad, porque la palabra no es la cosa, es apenas un símbolo que trata de representarla), podrán indicar donde estoy parado, por donde estoy caminando.


                                               XI


                            Mis deseos se traducen en pensamientos, están en mi mente palpitando, vibrando, me quieren llevar a la deriva, de aquí para allá


                            01 de marzo de 2006. Dilucidar cuáles son mis deseos. Definirlos. Comprender adónde me quieren llevar. Porque sin duda mis deseos son innumerables, aunque trate de no darles curso. Montones de libros que leer, cosas sobre las cuales escribir, ganas de comer, compulsión irresistible para ingerir la consabida infusión de la ilex paraguayensis, tremendo problema para mantenerme sin hacer nada. Acostumbrado a actuar, a pensar y a expresar mis pensamientos, sea hablando, sea escribiendo, hoy, en este día feriado, en este tiempo libre, en este momento de ocio, me veo en figurillas para tratar simplemente de quedarme quieto.

                            Ya temprano, al levantarme después de hacer la meditación, me puse a escribir unos pensamientos sobre la necesidad de trascender al pensamiento. Trascender al pensamiento implica tenerlo bajo control. Esas reflexiones me vinieron como una inspiración, a tal punto que las catalogué como un hallazgo, una zapallada, un zapallo que “me salió”, como lo pensé en cierto momento posteriormente.

                            Mis deseos se traducen en pensamientos, están en mi mente palpitando, vibrando, me quieren llevar a la deriva, de aquí para allá. El pensamiento es, increíblemente, una energía en movimiento, una energía sujeta al tiempo, sujeta al deterioro. El pensamiento surge y luego desaparece, se traduce en palabras, y el tiempo se apodera de ellas, todo va sucediendo en un marco temporal, donde la decadencia, el cambio, la destrucción, se van operando de manera inexorable, fatal, incontenible.

                            Hay algo intemporal en nosotros. No es posible nombrarlo con palabras ni definirlo con el pensamiento. Es algo no venido a la existencia, como lo designa el Buda para que la inteligencia trate de comprenderlo. Nada tampoco obsta para que lo llamemos Dios, como se viene haciendo de antiguo en las diversas tradiciones culturales, y en especial, en la tradición judeo-cristiana. O el Padre, como le denominó Jesús (Yo y el Padre somos uno. Jn. 10, 30; Padre santo, a éstos que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros. Jn. 17, 11; Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Jn. 17,21).

                            Los deseos, los pensamientos, son más fuertes que nosotros, por lo general. Constituyen el mecanismo, el medio, el instrumento del que se vale aquello intemporal que hay en nosotros para conducirnos, para llevarnos hasta la consumación de nuestro ser auténtico, genuino.                        Nuestro ser genuino, aquel que trasciende al pensamiento (que es tiempo, o que está en el tiempo), puede también liberarse de éste aún en el estado de vigilia. Pero no es un trabajo fácil ni sencillo. Se trata en verdad de un ejercicio, de un nuevo hábito que uno tiene que desarrollar, ya que como dije más arriba, los pensamientos y los deseos están revoloteando todo el tiempo por nuestra mente, muchas veces en forma difusa, indefinible, pero allí están.

                            Tal ejercicio consiste fundamentalmente en ver las cosas sin preferencias de ningún tipo. Ver en el sentido de percibirlas, observarlas, prestar atención a cada una de ellas, sin juzgar, sin etiquetarlas por buenas o malas, sin correr hacia ellas cuando nos atraen, ni escapar cuando nos repugnan.

                            Por tanto, mirar a mis deseos, a mis pensamientos para entenderlos, para comprenderlos, para ver si se ajustan a los deseos de aquello intemporal que en mí palpita, para observar si se conforman con la voluntad de Dios, he ahí el cometido que me toca. Demás está decir que es un arduo trabajo, un fatigoso empeño. Decidir venir a escribir esto, ha sido toda una proeza.


                                               XII

 

                             Todas las cosas son Dios mismo, y en concreto, lo que yo concibo como “mi ser” es indiscutiblemente Él mismo


                            04 de marzo de 2006. No hay mayor aventura que la de observar atentamente a los propios deseos, de instante en instante. ¡Qué de cosas puede uno percibir y entender en esa instancia!  Uno va observando, curioso, cómo se despiertan de lo profundo, ansiosos de plasmarse, de materializarse, de realizarse, y cómo se disipan o pueden disiparse si uno no se deja arrastrar por ellos. Los deseos son uno mismo, en verdad, pero puede configurarse la realidad de ellos como independiente, si uno los observa como espectador. Es una cuestión de configuración mental o intelectual, ya que diferenciarlos de uno importa que se los piensa separados de “algo” que colocamos a este lado como a nuestro ser, a nuestro yo. Ese “yo” es la “identidad” que “creamos” para nosotros, haciéndola “coincidir” (imaginándola “similar”) con aquello que concebimos como “Dios”, que desde “más allá” puede ver cual si fuera un testigo todo lo que en el mundo acontece. Pero de inmediato sobreviene la confusión, pues al sabernos limitados y sentirnos impotentes para “manejar” ese mundo, y ni tan siquiera esos deseos que en nosotros se manifiestan, caemos en la desesperación y el desconcierto, al no tener el control de lo que “nos pasa”, poniéndole a Dios allá, a nuestro ser acá, y a nuestros deseos separados también de nosotros. Menudo intríngulis éste.

                          Lo cierto y concreto y definitivo es que Dios y yo somos lo mismo, la identidad nuestra, la genuina es la de Dios. Pero el condicionamiento mental nos ha conducido a mirar como “separados” de nosotros a las cosas y a Dios. Al comprender que Dios soy yo, no necesito tener nada bajo control pues todo soy yo mismo.

                            Hay un enredo tal de palabras en este asunto que de pronto se me ocurre como si me expresara de esa manera tan intrincada como lo hace Martín Heidegger en este su libro El Ser y el tiempo que acabo de hojear.

                            Las palabras son nomás luego motivo, causa e instrumento de enredos, de líos, de ininteligibilidades. Y pensar que estamos tan ansiosos de expresarnos con palabras....

                            Este asunto de la identidad de uno es de por sí un asunto peliagudo. Dios y yo somos lo mismo, me digo. Yo y mis deseos también somos lo mismo. Dios es todo lo que hay. Dios y mis deseos son (y no son) lo mismo. Dependiendo de cómo se los mire, desde qué punto de vista, en qué contexto los coloquemos.

                            Es cosa de hacer trabajar la inteligencia. Es cuestión de sentido; es la ambivalencia del sentido.

                            En cierto sentido, desde cierto punto de vista, Dios soy yo mismo. Desde otro punto de vista, en otro sentido, Dios es un ser distinto de mí.

                            La inteligencia es la que se encarga de hacer la distinción. El discernimiento, como diría Sankara, esa capacidad de acceder al Conocimiento Supremo, sin el cual no se puede obtener jamás la liberación de la esclavitud en que vivimos.

                            Empecemos: ¿Porqué pienso que soy “yo” y “mis” deseos?. Es como si tuviera “poder” sobre ellos, por eso los hago “míos”. Pero en cuanto atiendo, me percato que es mínimo el margen de “poder” que tengo sobre ellos. Comienzo a desear por ejemplo trasladarme, como la luz, en un segundo, hasta la luna. No lo consigo, no lo voy a conseguir. No son “míos”. Están allí. Podría decir que esos deseos que se manifiestan en la mente, en “mi mente”, son yo mismo pues “los siento” en eso que configuro como “mi ser”, como “el yo”. Pero aun siendo “yo mismo”, ellos no se encuentran totalmente bajo mi control. Se disparan de aquí para allá, me es imposible mantenerlos a raya.

                            Se advierte que el hecho de querer hacerlos “míos” apareja que los miro “separados” de algún indefinido “ser”, con el cual hago coincidir “mi identidad”. Inconscientemente doy por sentado de que ese “ser” puede manejar a esos deseos, tiene “poder” sobre ellos, por eso se los apropia y los mira desde “fuera”.

                            Profundizo y caigo en la cuenta de que “ese ser” al que concibo como mirando “desde fuera” lo que acontece y de quien supongo que “tiene el control” sobre ello, es aquel al cual usualmente le asigno el nombre de Dios. Dios es “la Inteligencia” y es “la Voluntad” que rige el orden y la marcha del universo. Es, por tanto, el que puede “mirar” como existiendo “separadamente” de Él, las cosas.

                            Y puestos a ver con mayor detenimiento, cuando “yo” observo a las cosas, incluyendo a las que acontecen en aquello que doy por “mi ser”, es decir, a “mis pensamientos, mis sentimientos y mis deseos”, estoy asumiendo propiamente el papel de Dios. O en otros términos, usurpo su función, me considero “autosuficiente”, capaz de “ser por mí mismo” y de “hacer por mí mismo” lo que me plazca.

                            Pero esta conciencia de ser único y autosuficiente, propia de Dios, del Ser Supremo, me fue imbuida por Él con un propósito, con una finalidad.  Entrando a las profundidades de su génesis aprehendo que el sentirse así, el pensar así, es propiamente un pensar Suyo que se da a través de esto que configuro como mi “yo”. Esto, que es apenas un instrumento, una herramienta suya en el concierto de las conciencias individuales.

                            Avanzando un poco, tengo que reconocer que las “cosas”, el universo, que Dios tiene la entera potestad para observar y considerar como “separados” de Él, en otro sentido, dentro de otro contexto, también pueden ser configurados como Él mismo, como formando parte de su propio Ser. ¿Cómo si no, le sentiría, lo experimentaría “yo” a Él dentro de mí?. ¿Cómo si no fuese Él todo lo que existe podría “ser” lo que concebimos como “absoluto”, lo que no tiene par, lo verdaderamente único?. Él es único porque a todo lo múltiple lo abarca en su ser. Por tanto, todas las cosas son Dios mismo, y en concreto, lo que yo concibo como “mi ser” es indiscutiblemente Él mismo.

                            A semejanza de Dios entonces yo he creado una identidad “para mí”, y por momentos quiero “hacerme como Dios”.                    

                            Pero mi ser puede ser únicamente “en Dios”, no hay otra manera. Y en esa instancia, también “mis deseos”, que me los apropio indebidamente, pertenecen únicamente a Dios. Deben ser conformados con “los deseos” de Dios. Mejor aún, ellos son Dios mismo,  lo mismo que yo. Aunque puedo hacer la distinción entre Él y yo, lo más apropiado es decir que yo soy sólo Dios mismo, y que es sólo Él quien opera a través de lo que yo designo como mi “yo”.                   

                            Se constata entonces que lo que yo pienso que “soy”, si lo concibo separado de Dios, no pasa de ser un instrumento suyo, que existe para cumplir una misión y que “los deseos” que en mí se manifiestan no son sino el medio, el mecanismo de los que Él se vale para que yo vaya haciéndome a mí mismo, ayudado por Él. Mi identidad, que en lo esencial, en lo fundamental, en lo profundo, coincide con la identidad de Dios, debe aún  ser modelada para ser plena, completa, acabada. Y extrañamente, paradójicamente, para ello debo renunciar enteramente a los deseos “propios”, a “la propia identidad”, para renacer como “hijo de Dios”, revestido de su misma naturaleza imperecedera. Por eso, a los deseos uno debe limitarse a observarlos, a mirarlos, a comprenderlos, de modo que se disipen en la corriente infinita de “los deseos de Dios” o del “ser de Dios”, consistiendo la responsabilidad de uno solamente en el atender para que no se desvíen del cauce que les corresponde.

                            Son evidentemente muchísimas palabras para expresar esta especie de “crisis de identidad” que me acomete. El problema principal de la vida del hombre radica precisamente en esta “crisis de identidad” que lo trae desde su nacimiento hasta su muerte, si ella debe tocarle. Uno no sabe quién es, no sabe qué es, y vive sumido en confusión. Si fuéramos capaces de atender, veríamos que se trata del sentido que le damos al pensamiento y a las palabras. La exposición que antecede es una manera de pensar, de configurar a la realidad con el pensamiento, con las palabras. Nos dejamos atrapar por ellas. En cierto sentido, soy yo Dios; en otro sentido, no lo soy; incluso, en otro cierto sentido el ser y el no ser integran al “ser” en su plenitud. La discriminación que hacemos es al solo efecto de la inteligibilidad del universo. Al “ser” le oponemos “el no-ser” porque de lo contrario no podríamos concebir “la existencia”. La misma “existencia” existe sólo gracias a la palabra que le da un nombre. Le da vida, podríamos decir también. Hay que liberarse de las trampas del lenguaje, y momentos hay en que debemos liberarnos del pensamiento mismo, que en cierto contexto no son sino deseos que pugnan por arrastrarnos por sus “propios caminos”, apartados de los caminos de Dios.

                            La manera más luminosa imaginable en que fue puesto alguna vez este problema de la identidad propia y la de Dios, es con la enseñanza de Jesús en el evangelio de San Juan, Capítulo 15, Versículos 1, 2 y siguientes: Yo soy la vid verdadera, y mi padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará para que lleve más fruto. Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden.

                            Jesús, encarnando a Dios, con la misión de enseñar, es la vid, y nosotros somos los pámpanos, cada uno con la misión que le toca, pero obviamente encarnando a Dios también como él. Como él, podemos llegar a ser hijos de Dios tal como explícitamente lo dice en el capítulo I, versículo 12 del mismo Evangelio, siempre que lo recibamos y guardemos sus palabras. En suma: el Padre y los hijos son uno, dependiendo del contexto en que lo miremos. Si nos disponemos a cumplir humildemente la misión, el papel que nos toca en la vida, podremos encontrar nuestra verdadera identidad, estaremos en el ser de Dios, que Él somos en cierto sentido. Nuestros deseos, que son los suyos, siempre estarán colmados. Por consiguiente, a vivir la gran aventura de observar a los deseos atentamente para conformarlos con los de la Divinidad, viendo cómo se diluyen aquellos que pugnan por separarnos de ella, al constatar precisamente cuál es nuestra auténtica, nuestra verdadera identidad.


                                               XIII

                                              

                            Uno no necesita desear para que todas las cosas se produzcan conforme a medidas, a medidas justas, las medidas de Dios


                           11 de marzo de 2006. De qué manera la energía que comportan los deseos se traduce en amor, en plenitud, en dicha, en bienestar y bienaventuranza. Ese es el tema del día.

                                      Los deseos reúnen en sí tanta energía que son capaces de todo. Es el deseo la semilla de todo lo existente, ya lo señalaba el Rig Veda. Si me pongo a meditar, si observo atentamente a los deseos que se asoman a mi mente, me doy cuenta que vienen y van, aparecen y desaparecen con un ritmo frenético, trepidante, me tienen por lo general aturdido, corriendo de aquí para allá, haciéndome obrar inconscientemente, ciegamente, atolondradamente, y tras la jornada del día me encuentro exhausto, molido, sin ganas de nada, excepto la de escapar de este mare mágnum por cualquier medio, a como sea.

                                      Esa energía puede ser aprovechada. Cuando los deseos (los pensamientos y sentimientos con que se manifiestan) son atentamente observados, y se constata la inutilidad de sus propósitos, se ve que ellos pueden ser controlados, pueden ser desactivados suavemente, pueden disolverse sin el desperdicio de energía que entrañan las frustraciones inconscientes que van provocando, y he ahí que esa energía se traduce en algo que podemos denominar amor. Ausente de deseos, la mente se llena de una incalculable paz, de algo indescriptible que es no obstante abarcador de todo cuanto hay; se produce una comprensión instantánea de cada situación, y así uno se libera de los conflictos que zarandean el cuerpo y la mente y consigue el equilibrio que confiere una salud a toda prueba.

                                      La ausencia de deseos, la ausencia de pensamientos y sentimientos que entrañan deseos que tienden a satisfacer los impulsos egoístas, que constituyen reacciones ciegas ante situaciones que nos condicionan a correr hacia lo agradable y huir de lo desagradable, ese es el estado de la mente que uno debe alcanzar. Y uno puede alcanzarlo estando en cada momento atento, lo cual le permite desarrollar la ecuanimidad, el conocimiento de uno mismo y de la realidad que le rodea, con lo cual se consigue vaciar la mente de fruslerías, coincidiendo en esa instancia el ser de uno con el ser esencial que es, por su naturaleza intrínseca. Con aquello que llamamos Dios, en el cual estamos, y Él en nosotros, con las salvedades del caso, obviamente. Dios (uno mismo) es ese punto inmóvil, ese vacío o silencio de la mente que se despliega en todo lo que hay. Uno no necesita desear para que todas las cosas se produzcan conforme a medidas, a medidas justas, las medidas de Dios. Y, si bien uno, en el estado de desarrollo, durante el proceso de evolución en el que aún está imbricado debe aceptar inevitablemente tener deseos, esos deseos deben estar ceñidos a lo justo, a lo correcto, a la voluntad de Dios. Tal es la manera como los deseos se trasmutan en amor, que es sinónimo de dicha, bienestar, y bienaventuranza.




                                               XIV


                            Los deseos, observados cuidadosamente, son energía que se trasmutan en ondas de conciencia y bienestar, al disiparse y permitirnos prestar atención a la realidad presente


                            19 de marzo de 2006. ¡Qué tremenda es la tarea de conocerse a sí mismo! Mi demonio, en esta madrugada, me aleccionó modulando con su voz el sonido (audible sólo para mi mente)  del nombre de Sócrates, forjando una sentencia en la que me instaba a levantarme para realizar la práctica de la meditación, que expresaba algo así como que me dispusiera a trasmutar las comunicaciones verbales de Sócrates en Sócrates. El dicho estuvo expresado con mayor donaire, sin duda, pero recogí el sentido que lo relacioné con el “conócete a ti mismo”, que lo tenía que convertir en realidad a través de la práctica susodicha. Sócrates tenía su demonio. Esta vez, mi demonio adoptó el nombre de Sócrates, o lo recordó significativamente,  para instarme a plasmar en mi carne sus enseñanzas.

                            Somos seres desvalidos, inermes, y, sin embargo, tan llenos de arrogancia.... Nuestra individualidad se proyecta, se despliega de manera tan impresionante que la hacemos coincidir con todo el universo, con todo aquello que cae bajo nuestra percepción, con los espacios infinitos y las galaxias que los pueblan. Nuestra mente camina ciega, incapaz de discernir la esencia de las cosas, la esencia de la realidad, somos incapaces de guardar las proporciones. ¿Qué es lo que nos venda los ojos para no ver que, más allá del instante, más allá del presente, eso que damos por nuestro ser no es sino la grotesca proyección de nuestra mente, ansiosa de abarcarlo todo?.

                            Son los deseos. Es el deseo, mecanismo puesto por la naturaleza para nuestro desarrollo y evolución, ciertamente, pero que está escapando constantemente de nuestro control. La atenta vigilancia de los deseos nos muestra que son ellos los que nos impiden instalarnos en el presente. Y solo el presente existe. Es decir, eso es “lo que vale” para nosotros, lo demás actúa por lo general solo como fuente de perturbación, de distracción. Los deseos, observados cuidadosamente, son energía que se trasmutan en ondas de conciencia y bienestar, al disiparse y permitirnos prestar atención a la realidad presente. Es verdad que el proceso de desarrollo es algo natural, que va produciéndose aunque no lo queramos y aunque lo neguemos, pero siendo nosotros mismos la Naturaleza (Dios), podemos coadyuvar decisivamente para la consecución del objetivo de la evolución.

                            El presente, el instante presente, vivido plenamente, conscientemente, intensamente, trasciende el tiempo. El tiempo es justamente nuestra mera “proyección” hacia el futuro o hacia el pasado. Si al instante presente lo llamamos “tiempo presente”, es solo por convención, condicionados por nuestra mente inficionada por la temporalidad. El hecho de ser se produce en el instante, que es lo único que nos pertenece. Y para ese instante, en que logramos concienciar nuestro ser no existe el tiempo,  ya que éste, donde “suceden” (devienen, acaecen) las cosas, no se halla presente “en ese momento” en aquel. La propia muerte, tampoco existe (en el instante), puesto que “concienciar el ser” es la vida; o, si le damos existencia (a la muerte) a través del pensamiento, ella es también parte de la vida, del ser. Es intrincado tratar de decir la realidad de las cosas con palabras. Pero cabe intentarlo una vez más diciendo, como suele decirse ya desde antes, por gente que ha tenido la intuición certera sobre el punto que el instante es eterno.

                            En suma, nosotros vivimos solo el ahora. Esa es “la manera de ser de Dios” en nosotros. Conocernos a nosotros mismos entraña observar “lo que es” en el instante en que estamos conscientes de nuestro ser. Ello implica también sabernos seres imperfectos, incapaces de actuar en todo tiempo conscientemente, incapaces de evitar que por momentos, (dentro de esa “categoría mental”, ese instrumento que es el tiempo) los deseos nos arrastren, nos dominen, y nos hagan funcionar de manera mecánica, automática, ciega. Conocernos a nosotros mismos es comprender que estamos insertos en un proceso de desarrollo, que somos artífices en cierta medida de ese desarrollo, y que la construcción de nuestro ser definitivo, intemporal, es cometido nuestro ineludible.

 


                                               XV

                            Son mis propios pensamientos los que van realizándose, para mi sorpresa, con una suavidad y naturalidad intrínseca


                            25 de marzo de 2006. Me asusta que mis deseos vayan cumpliéndose de manera cronometrada, que los sucesos vayan saliéndome al paso en la medida en que estaba esperando que se cumplan allá en lo íntimo, en lo profundo de mi ser. No estoy acostumbrado. Mi mente rebelde, baqueteada por los golpes, está esperando siempre lo peor, por lo que resulta para mí demasiado extraño que todo vaya aconteciendo sincronizadamente, tal como tiene que ser desde luego, conforme a las leyes de la Naturaleza; ya que es lo justo incondicional, lo correcto, lo ceñido a las inviolables prescripciones de Dios (la Naturaleza) lo que debe ir cumpliéndose en todo tiempo y en todas las circunstancias. Resulta sorpresivo que sean mis pensamientos los que vayan trazando el rumbo de los sucesos, y tal es porque mi mente, habituada a la inconsciencia, no se percataba de este principio, que es intocable, invariable: con nuestros pensamientos construimos el mundo; tal cual lo dijo el Buda. Al ir volviéndome más consciente, al ser capaz de observar mis pensamientos (mis deseos), me doy cuenta de improviso que siendo éstos legítimos, habiendo albergado deseos que son incuestionablemente justos, a prueba de falsedad, emanados de esa hambre y sed de justicia genuina, ellos se van cumpliendo en exacta medida, esa hambre va siendo saciada en proporción precisa con las necesidades y fines que tengo asignados por la mente universal en el contexto de los hechos episódicos que me conciernen, dentro de lo que se considera como mi historia personal.

                            Interminable sería relatar cada uno de los casos en que se produce esa constatación, la de que la Naturaleza responde efectivamente con los hechos a los deseos que en mí alientan, siempre que sean justos; esa constatación de que son mis propios pensamientos los que van realizándose, para mi sorpresa, con una suavidad y naturalidad intrínseca. La sorpresa adviene casi de continuo, a la par que voy descubriendo las coincidencias, en el día a día, cuando estoy pensando algo concreto y me topo a continuación con expresiones escritas, orales, o materiales que son como prolongaciones o realizaciones de esos pensamientos. No hay manera de contabilizar o registrar esos momentos.

                            Casos “gruesos” son los que puedo citar, de paso. Cómo, desde que me propuse firmemente en el ejercicio de la abogacía el tratar de servir a la gente, no priorizando los honorarios como hacía antes (como hace la mayoría), los trabajos van presentándose con resultados favorables, tanto en lo económico como en lo que se refiere al desenlace de los litigios. El caso de la demanda contra la COPACO. Cuando mis finanzas me hacían presumir que me vería de nuevo obligado a realizar algún préstamo de dinero que se erigiría como una pesada carga para afrontar mis innumerables compromisos económicos, en una perspectiva todavía incierta del resultado final de ese juicio, la sentencia que recae, la cual no es recurrida  por un “error” de cómputo del plazo por parte de la representante de la demandada. Imposible reseñar todos los entretelones de esa cuestión en particular, pero hay que recalcar que la actitud leal y tolerante, tanto de mi parte como de parte de mis clientes (debidamente aleccionados por mí), hizo que el cauce que siguieron los acontecimientos fuera el mejor que se pueda concebir hasta este momento, si atendemos a las expectativas albergadas por todos nosotros. Otro caso: el de la Cooperativa LUQUE, en una demanda que le tiene promovida una mujer que ejercía las funciones de Gerente General. Ya en octubre del año pasado los directivos me consultaron sobre el caso, y aconsejados por mí para que agoten los medios conciliatorios, así lo hicieron. Al no prosperar ese expediente, me contratan, desencadenándose los sucesos tan a la medida de lo previsto y deseado en todos los sentidos (hasta ahora), que por momentos me deja medio aturdido y perplejo. Está también el caso de la Cooperativa COOMECIPAR, con una socia sometida a un sumario que no sólo se insubordina de manera desaforada contra las autoridades, sino que muestra una total desubicación en su relacionamiento societario, alentada e incentivada por un abogado no menos desquiciado que ella. Es casi para no creer cómo los hechos fueron desarrollándose de manera que la malicia y la insensatez iban siendo vencidos metódicamente, sistemáticamente. Lo único que puse de mi parte, y quienes estaban conmigo encargados del caso, fue hacer bien cada uno nuestro trabajo. Y he ahí que la Naturaleza conspiró para desinflar esa vana arrogancia, de manera que se le cerraron todas las posibilidades de seguir impugnando válidamente las decisiones que se tomaron a su respecto.

                            ¿Qué importancia revisten estos hechos episódicos en la exposición de estos pensamientos en este lugar específico? La de aleccionarme en el trabajo de construcción de mi propio ser. La de mostrarme que los hechos son ciertamente creación de nuestra mente, y que con ella podemos forjar nuestra propia dicha y bienestar imperecederas. Los sucesos constituyen naturalmente lo que nuestra mente inventa para dar soporte a nuestro ser esencial, y puestos a crear la realidad, no tenemos otra opción que atender a las leyes de la naturaleza para no transgredirlas. Así es como los sucesos pueden ir desarrollándose como una aventura mágica, maravillosa, a tono con los deseos de justicia que sin duda alientan en cada uno de los seres humanos, quienes lamentablemente no se disponen a dejar de lado las muchas tendencias atávicas que se oponen a ellos.



                                               XVI


                            Se sabe hoy que el tiempo es relativo, lo demostró Einstein. Y de hecho, la multiplicidad también es relativa, o mejor, no puede existir sin la “relación”. Es cuestión entonces de compaginar, de conciliar los opuestos de cada relación; y he ahí uno instalado en la  intemporalidad y en la unicidad.



                            02 de abril de 2006. El conocimiento de uno mismo no es un  conocimiento acumulativo, sino que se produce momento a momento. El aprender se da con la observación de lo que está aconteciendo ahora, en este instante, con la visión de “lo que es”, y no con la evaluación de los conocimientos que uno ha adquirido en el transcurso de su vida pasada. El conocimiento adquirido, adicionado en la mente por la incorporación repetida de datos, implica tiempo, y el ser esencial de uno trasciende al tiempo, “es” en el presente activo. Así que hay que liberarse del conocimiento, ese cúmulo de datos que nos ata al tiempo, y nos conduce al deterioro y a la muerte. Liberarse del conocimiento implica no dejarse condicionar por él, aunque no por ello dejar de utilizarlo en la vida práctica en caso necesario. Esa es la vida. Se podría decir “la vida eterna”, pero la vida no necesita de adjetivos, de juicios que entrañan precisamente introducir de nuevo “el tiempo” en “su transcurso”. Comprender estas ideas, estos pensamientos, en consonancia con las enseñanzas de Krishnamurti (y con la de todos los maestros de sabiduría, en particular la de Jesús), es el objetivo primordial del aprendizaje de la vida. Hay que “fluir con la vida”, expresa Krishnamurti, observando, mirando en cada instante “lo que es”. Similarmente dice Jesús que “el nacido del espíritu” es como el viento, oyes su sonido, pero no sabes de donde viene ni adonde va.

                            Liberarse de las palabras, del pensamiento, mirar con la atención requerida para no quedar prisionero de su significado, de aquello que da por sentado ciertas verdades que se inscriben en el tiempo. El Buda lo comprendió. De ahí que su lema fundamental inculcada a rajatabla fue que “todo lo condicionado pasa” (todo lo ha llegado a ser es pasajero; todo lo compuesto es impermanente; anicca=impermanente). Vivimos atadísimos al tiempo. Es un apego casi indestructible. Aunque comprensible, dado que es el mecanismo del que se vale la Naturaleza (Dios) para construir nuestra individualidad que a la larga se tornará indestructible. Pero es imprescindible ir liberándose de ese apego, hay que instalarse en la intemporalidad. Jesús exhortaba: No os preocupéis por el mañana.  A cada día le basta su propio afán.

                            09 de abril de 2006. La transformación que está experimentando mi cuerpo mortal es algo que está aconteciendo de “manera física”, manifestada en sensaciones físicas, acompañada por señales “internas” y “externas”. Es un proceso irreversible que me está llevando según presiento a la indestructibilidad definitiva de mi conciencia, o como quiera llamarse a esto que me confiere el “sentido de ser”. Ciertamente es un proceso “doloroso”, equiparable a lo que en el común convencionalismo es denominado como “enfermedad” (efectivamente manifestada en alguna que recibe nombre específico como “congestión de los bronquios”, “gripe” u otras “alteraciones sicosomáticas” concretas), pero la percepción que de ello se tiene es que trasciende estas etiquetas, máxime que los acontecimientos desencadenantes de los “estados” mentales y corporales en que aquel consiste se van produciendo como en sincronía y se tiene la impresión de que responden al mismo propósito de llevarme a como sea al puerto de destino. No me resulta fácil acostumbrarme a verlo de esa manera, dada la invencible fuerza de los hábitos mentales que me condicionan, pero la Naturaleza (Dios) se está valiendo de los hechos aludidos que en ciertas circunstancias pueden ser equiparados a verdaderos terremotos, para llevarme por sus fueros, así que voy viendo y entendiendo la clave del asunto.

                            Diría que “el fin  del mundo” ya está llegando para mí, o para llamarle de otra manera “el fin de los tiempos”, tan proclamado desde antaño por los portavoces de la tradición judeo-cristiana. A fin de cuentas se sabe hoy que el tiempo es relativo, lo demostró Einstein. Y de hecho, la multiplicidad también es relativa, o mejor, no puede existir sin la “relación”. Es cuestión entonces de compaginar, de conciliar los opuestos de cada relación; y he ahí uno instalado en la  intemporalidad y en la unicidad.

                            Pero, en el entretanto, pareciera como que si Dios  (la Naturaleza) me estuviera llevando demasiado aprisa por este sendero. Y tiene que ser así, porque si no, me quedo irremisiblemente rezagado, tieso, inerte, estancado, muerto. El caso de la Cooperativa LUQUE más arriba mentado, que de su previsible cauce se desborda como un tsunami, un maremoto, preanunciado con un sueño de corte netamente premonitorio que aun intuyéndolo oscuramente no capté plenamente su sentido y alcance, aunque se insinúa la violencia latente que desembocaría en la actuación inesperada, inopinada, insospechada y absurda de la Jueza de San Lorenzo que me induce a pensar que este espécimen (el ser humano), bien merecería ser rebautizado como el homo diabólicus. Le cuadran, sin duda, los otros apelativos que le han sido ya endilgados, los de homo sapiens, homo faber, homo lúdicus, homo parlante, homo ridens, homo cinegéticus, etcétera, por la singularidad que ostenta de cada característica enunciada en ellos, pero la forma ladina y alevosa, la duplicidad e impudicia disfrazadas en el falso candor e impulsadas por la miserable, mezquina, minúscula y ridícula codicia, con que dicha persona actuó en la circunstancia considerada (características de las que todos sus demás congéneres no estamos exentos) me sugieren bautizarlo con un nuevo apelativo a esta  especie de animal tan peculiar, asignándole el mote de homo diabólicus. Pero me pierdo por las ramas. Uno de los sueños fue claramente premonitorio (el tramado el 02/04/2006), pero ya el 29 de marzo otro sueño preanunciaba la violencia que se estaba gestando, y varios otros de naturaleza también violentísima registrados en mi cuaderno de sueños prefiguraban la conspiración que estaban tramando la Jueza con el abogado y la ex Gerenta de la Cooperativa LUQUE, aunque yo no pudiera entenderlo sino a posteriori, al leer ahora lo escrito entonces en referencia a dichos sueños. Así me va trabajando mi Hacedor. Esa violencia se tradujo también en la congestión bronquial y el consecuente resfriado, a más de los dolores persistentes de todo el cuerpo y particularmente de la cintura.

                            ¿Porqué relaciono esto con la transformación que a todo mi cuerpo afecta para acomodarlo o adaptarlo para la vida imperecedera?. Innumerables son los signos traducidos en pensamientos, a más de otros pequeños hechos que se suman a los ya relatados que llevan a esa inferencia.

                            Está, por mentar uno, el asunto del sistema de cálculo matemático utilizado para distribuir el dinero de los ingresos del Loteamiento de la propiedad de Ñemby entre mis clientes y yo, que me sumió en un debate interior complicado para discernir y determinar lo correcto en el caso, dependiendo de un sistema aritmético dado para que les tocara más o menos a ellos, optando finalmente yo por esto último, que lo entendí como el correcto; el cual empero no impidió que se forjara un sueño grotesco con excrementos deslizándose por mis piernas y un estado anímico que en la experiencia onírica me tuvo indeciblemente avergonzado y abochornado; y tampoco impidió que en el momento de la repartija mi mente o el diablo me jugara una mala pasada faltándome una parte (no mucho) del dinero, que se esfumó como por encanto, sin poder dar fin de su paradero.

                            Independientemente de los resabios de impureza que en mi cuerpo persisten, percibo con entera claridad que todo mi cuerpo se encuentra imbricado en el proceso de transformación en la que estoy inmerso, y que se manifiesta tanto en las experiencias del sueño como en la vigilia. Incluso ambas se encuentran inextricablemente ligadas, concatenadas, y puede advertirse que se relacionan e interactúan en un juego dinámico. Los sucesos de la vigilia por su lado, aun con su imprevisibilidad, van aconteciendo en justas y precisas pautas y medidas, como respondiendo a mis pensamientos, a pesar de la inesperabilidad y sorpresa de algunos. De hecho, la sorpresa le es también aplicable a los que son de naturaleza agradable que incluso son los más. No es posible detallar minuciosamente los hechos que van sucediendo, pero sí se puede señalar que se cumple invariablemente el principio natural de que se van recogiendo los frutos de las semillas que han sido sembradas, lo que implica constatar que el esfuerzo por hacer bien cada trabajo tiene indefectiblemente su recompensa.

                            Volviendo al proceso que atañe a este cuerpo, viene a cuento apuntar que el sentimiento y el pensamiento de que aquel (proceso) me va conduciendo ineluctablemente hacia su indestructibilidad (la del cuerpo) a través de la transformación de que va siendo objeto; es de señalar también que, además de los ya mencionados eventos, tiene que ver con ellos (con el sentimiento y el pensamiento aludidos), el redescubrimiento que hice hace poco de la obra de LUC VENET denominada “EL NUEVO SER”, que contiene recopilaciones y comentarios sobre las investigaciones de SRI AUROBINDO, MADRE y SATPREM, en torno al cambio en la conciencia de las células mismas que ha de posibilitar vencer a la muerte. Asimismo, me encontré nuevamente con mi “NUEVO TRATADO ACERCA DE LA INMORTALIDAD”, y a la par continúo leyendo sistemáticamente cada mañana el “DIARIO”  de Krishnamurti, cuyos pensamientos van fructificando naturalmente en mí. Hay otras cosas más, como el hallazgo y la relectura del libro La Vippasana, ya mencionados también anteriormente, todo lo cual de improviso pareciera haber intensificado y afianzado grandemente el proceso en cuestión, y he aquí que la transformación se traduce cada día más en la PRESENCIA de ese SER SUPREMO, DIOS, LO INCREADO, en cada uno de los intersticios de mi cuerpo y mente. Nada de esto ha pasado por casualidad. Todo se ha dado en el justo y preciso momento, dirigido y canalizado por esa INTELIGENCIA SUPREMA que se va apoderando gradual, paulatinamente de todo mi ser para volverlo apto para vivir sin fin, derrotando a la Muerte, el Enemigo de siempre.

                            Dios, esa POTENCIA a la que nos resulta tan difícil tener PRESENTE, se está manifestando en mí (y quién sabe en cuánta gente más), y va operando sobre mi cuerpo y mente para adaptarlo para vivir SIN MUERTE. No sé si seré arrebatado a otra dimensión espacio-temporal (o intemporal) o si la transformación definitiva se va a producir dentro de esta misma cronología, pero la sensación que me invade es que el cambio que se está operando en mí está incluso más allá de mi voluntad. Estoy siendo llevado aun a pesar mío. Obviamente, de mi parte también tendré que seguir poniendo indefectiblemente el granito de arena, o mejor, el granito de mostaza de la fe, hasta que culmine el proceso. ¿Después?. Bueno, después el proceso ya es de pura bienaventuranza y ninguna fe ya puede ser resquebrajada.


                                               XVII


                            Dios está haciendo conmigo un trabajo de tipo quirúrgico, para cambiar radicalmente mi cuerpo (y mi mente)


                            12 de abril de 2006. El tema de la vez anterior, merece seguir siendo desarrollado. Lo he estado señalando simultáneamente en mis anotaciones del Diario de mis sueños como en mi Agenda Cabal. Es el Reino de Dios el que se está implantando, el Reino de Dios y su Justicia. Dios está haciendo conmigo un trabajo de tipo quirúrgico, para cambiar radicalmente mi cuerpo (y mi mente). Percibo que las medidas de los sucesos que se van presentando son exactas. Detalles que por lo general pasan desapercibidos, en el curso de un solo día, los cuales se despliegan como si estuvieran cronometrados, respondiendo al pensamiento mismo, generando grata sorpresa, afianzándose más y más el sentimiento y la convicción (la fe) de que para aquel que busca el reino de Dios y su justicia todo lo demás le viene dado por añadidura. Por mentar, después de la entrevista con la Jueza de San Lorenzo, a la que enfáticamente le manifesté que sabía que todos, ella y yo, y el de más allá, éramos sólo peones, instrumentos de Dios, y que yo era de los que creían que había que morir por la verdad en caso necesario (me vino a la mente posteriormente la frase muero por mi patria, pensando que mi patria es la verdad y que Dios es el soberano en esa patria; también que yo soy un heraldo de Dios); después de esa entrevista, que se llevó a cabo el día viernes 7 de abril de 2006, al llegar a primera hora en el Juzgado de San Lorenzo el día lunes 10 de abril, encuentro que las providencias que omitieron dar curso a mis presentaciones habían sido revocadas por contrario imperio por la propia Jueza; y el martes, al presentarme de nuevo a temprana hora portando la contestación de un traslado que se me corrió de una presentación del abogado de la otra parte, lo encuentro a éste, por primera vez, y abordamos el caso, con el auspicioso augurio que se intuye de que a pesar de lo aparentemente traumático que fueron los antecedentes del mismo, se estaría avizorando una solución justa y equitativa de la cuestión. No es tan sencillo trasmitir toda la implicancia del tema, pero cabe apuntar que el sentimiento, la sensación presente en la secuencia de los hechos que se estaban desplegando era de que aquello que normalmente consideramos que ocurre “por azar” es sólo por nuestra falta de atención y por encontrarnos demasiado pendientes de nuestros propios deseos y expectativas. Como escribí en mi Agenda Cabal: Nada es incierto para el que cree en Dios. Sabe que todo tiene que pasar según justas medidas, pues el reino de Dios es un reino de justicia. Naturalmente, hay que estar atento para ver esa justicia, pues las medidas de Dios no son nuestras medidas.

                            Los detalles en que se advierten que las cosas pasan según medidas exactas son innumerables, y resulta difícil mentarlos a todos, como ya lo dije. Se manifiesta esta circunstancia, por ejemplo, en el hecho de que luego de la entrevista a temprana hora con la Jueza, el viernes 7 de abril, el tiempo dio justo para que pudiera volver a la oficina y llegar al Banco de Fomento para cobrar con los clientes los cheques del juicio contra COPACO, que ya el día anterior también a última hora los había retirado en el momento preciso. Algo que vale acotar es que una de las clientes, la señora María Teresa Narvaja, que estaba con los demás y actúa generalmente como portavoz del grupo, me comentó que cuando me vio entrar tuvo la impresión de que mi aspecto físico tenía una apariencia tan juvenil, casi la de un niño, que le asombró sobremanera. Se manifiesta también dicha circunstancia en el tiempo que alcanza justo para preparar los escritos y ser presentados en el expediente, y aún más, en otros expedientes; en la preparación de la liquidación de los ingresos del Loteamiento de la propiedad de Ñemby y su distribución a los clientes el domingo, de cuyas incidencias ya se habló más arriba, dándose el caso del encuentro “casual” con la Escribana Nilda Ibarra para poder anticipar a dos de ellos lo que me habían solicitado, ahorrándoles la visita a mis oficinas al día siguiente y permitiéndome reponer mi agotada disponibilidad de dinero como consecuencia del reparto efectuado; en el hecho de alcanzar exactamente el tiempo el martes para poder presentar el pedido de embargo en el expediente contra APADEM-TELETÓN, a la vuelta de San Lorenzo, tras la verificación de unos datos, y poder estar justo a tiempo para llevar a dos de los clientes de COPACO que no habían estado el viernes, pudiendo estacionar al costado del Hotel Guaraní, cerca del Banco, con un tránsito caótico y congestionado, aprovechando el espacio que justo dejó un automóvil que se encontraba estacionado en el lugar; en el encuentro con el abogado de la demandante de la Cooperativa LUQUE esa mañana, que ya se mencionó; en la llamada telefónica de MABEL, que colabora con la Jueza de San Lorenzo, para preguntarme algunas cosas sobre mis presentaciones en el expediente para poder preparar las providencias que corresponden correctamente; en la entrega de la Nota a COOMECIPAR sobre la culminación de mis gestiones profesionales, también realizada en la mañana del martes y en la compra de los pasajes para el viaje de Viviana y Romina a Pedro Juan Caballero, consiguiendo los dos últimos pasajes en los dos únicos asientos restantes en el colectivo para el día siguiente a las 14:15 horas, a raíz de la innumerable cantidad de gente que viaja al interior por la Semana Santa. Todos estos hechos, que pueden parecer triviales, acontecieron sin embargo de una manera tal que me permiten constatar que la medida está establecida en función de las cosas correctas que uno haga (o no lo haga). Así, también escribí en mi Agenda Cabal: Quien hace lo correcto, hace ni más ni menos que lo necesario.

                            En suma, la claridad con que se me va revelando que los sucesos de nuestra vida van siendo creados por nosotros mismos en confluencia con la mente de la Divinidad es algo sobrecogedor. No es que uno sepa lo que va a suceder, y de hecho, el saberlo de manera anticipada y precisa implicaría una simple perversión carente de toda gracia y encanto, ya que es lo nuevo de lo que están revestidos lo que confiere sabor a los acontecimientos de la vida. Empero, en este estado uno comprueba que ha adquirido la certeza de que únicamente sucesos beneficiosos le ha de acontecer, y como respondiendo a sus pensamientos o deseos, si han estado conformados con los pensamientos y deseos (la Voluntad) de Dios. Uno va presintiendo esos acontecimientos que son preanunciados, anticipados en experiencias, tanto del estado onírico como de la vigilia, produciéndose en ésta principalmente la constatación de que se cumple lo que es justo que se cumpla.

                            En resumidas cuentas, es el Reino de Dios el que va siendo implantado. Los más, no lo pueden ver. Para verlo uno tiene que someterse a su ley, haciendo en todo tiempo lo justo. Ese Reino pertenece también a esta tierra (como al universo todo), y es acá, en este lugar, que Dios prometiera dar en heredad perpetua a Abraham y a sus descendientes (que lo somos nosotros, a través de Jesús, el salvador), que el Reino de Dios ha de hacerse realidad. En estos tiempos, Dios está mostrando de manera especialmente incisiva y acelerada la realización de su justicia; su reinado, su soberanía, se va haciendo patente con toda nitidez.

                            No es fácil ni sencillo desprenderse del “azar”. La gente vive condicionada por sus creencias de que las cosas suceden fortuitamente, y piensan que pueden burlar la ley de Dios (como la de los hombres). Nadie se plantea, siquiera esporádicamente, que ni un solo pajarillo cae de arriba sin que Dios lo permita, y que hasta los pelos de nuestras cabezas están contados. Vivimos ciegos, inconscientes, absortos en nuestros intereses y deseos egocéntricos, y nos olvidamos de Dios, del reino de Dios y su justicia. ¡Y es tan simple!. Basta con hacer lo correcto. A partir de ahí, Dios se va manifestando, y uno puede ser ciudadano de ese país, mientras va observando que sistemáticamente se van cumpliendo sus designios en concordancia con su ley.

                            Díjele a Niní, la hermana de Vivi, cuando me preguntó si yo no pensaba que podía morir en un accidente (cuando le estaba mencionando la posibilidad cierta de que yo podía no morir físicamente, y que estaba totalmente seguro de que no moriría definitivamente) que aquella posibilidad era inconcebible. Los “accidentes” no existen para quienes creen en Dios. De hecho, ahora con mayor firmeza cada vez, tras rememorar lo escrito en mi “Nuevo Tratado Acerca de la Inmortalidad”, y otros planteamientos tales como los de  Sri Aurobindo y Krishnamurti, conjugados con las enseñanzas de Jesús, se afinca en mi espíritu la certeza de que la muerte física puede ser conjurada. Dios está manifestando su presencia en la mente de mucha gente y su reino y su poder harán cesar aquello que alguna vez se incrustó en ella como una necesidad de la evolución, la muerte, que hoy ya no se presenta necesario. Es verdad que el diablo, esa entidad a la que Jesús calificó como el padre de la mentira y un homicida desde el principio continúa haciendo de las suyas, como puede advertirse en el interior de uno mismo, dentro mismo de este homo diabólicus, pero la verdad (Dios) está prevaleciendo a ojos vistas. Las medidas de Dios van imponiéndose por sobre las medidas de los hombres.

                            Por mi lado, yo estoy percibiendo con suma claridad que así como los sucesos que me conciernen se van desplegando ajustada y acompasadamente ante mi conciencia, con entera justicia, a medida que transcurren mis días, provenientes de mis pensamientos (mis deseos), siempre que estén conformados con los pensamientos de Dios (con su voluntad); así también, cuando llegue la hora de mi muerte (si he de morir), lo podré estar sabiendo; por decirlo así, lo estaré viendo en cierta manera, como veo que las cosas que van pasando ocurren en justas medidas, al entender que la misiónque se me ha impuesto ya ha sido cumplida. Lo que no descarta, por cierto, la eventualidad ya varias veces preanunciada de que la muerte física no haga presa de mí, tal como el maestro lo prometió para quien tuviese la fe suficiente para alcanzarla: El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y el que cree en mí, si todavía vive, no morirá jamás.


                                               XVIII


                            Cada vez comprendo mejor que lo que uno es, esencialmente, en el fondo, es solamente esa energía creadora de toda realidad que va afirmándose en una identidad capaz de crear historias, capaz de saber que perdura


                            22 de abril de 2006. Mi progreso en este caminar, en este aprendizaje, en este proceso en el que estoy inmerso; eso es lo que tengo que registrar en estos apuntes. La cosa es que cada vez me parece más factible que pueda no morir físicamente. O en el caso de que ello acontezca, que pueda ser testigo de ello, que pueda mirarlo, por decirlo así, desde arriba, como espectador, con mi conciencia, con mi mente plenamente lúcida, que ya no formará parte de ese cuerpo que lo albergaba (aunque en cierto sentido también sí, ya que mi mente está en todas y cada una de las cosas que caen en la esfera de su percepción), mientras los otros, los que están mirando ese cuerpo físicamente, materialmente, no podrán verme ni sentirme, no podrán saber que yo estoy en medio de todos, oyendo lo que dicen, viendo lo que hacen, compartiendo sus sentimientos de la misma o de manera aun más clara y directa que si estuviera entre ellos en la forma corriente y habitual. Porque cada vez comprendo mejor que lo que uno es, esencialmente, en el fondo, es solamente esa energía creadora de toda realidad que va afirmándose en una identidad capaz de crear historias, capaz de saber que perdura. Así como sabe que al despertar tras el sueño esa identidad seguirá subsistiendo incólume, así también va sabiendo y entendiendo que es el mismo o similar fenómeno (dentro de ese proceso en el que se encuentra inmerso) el que acontece cuando ese recipiente que es su cuerpo se desintegre con ese suceso al que se llama muerte(si le toca), sin que el sentido de identidad se difumine, se diluya, se pierda.

                            Comprenderlo y vivirlo: esa es la cuestión. Las experiencias cotidianas son las que van mostrándolo. Es cosa de ceñirse a los caminos del Señor, de atender a sus proyectos; caminos y proyectos que no son los nuestros, como ya nos lo hiciera saber Él desde tiempo atrás, tal cual consta en Isaías 55: 8. Lo que me sorprende sobremanera, pues yo lo venía pensando continuamente, desconociendo el pasaje. Voy en verdad de sorpresa en sorpresa. La clave está desde luego en acatar de antemano la voluntad de Dios, en renunciar a los deseos, desprenderse de ellos para que los sucesos vayan discurriendo por cauces enteramente justos, en medidas exactas, que uno es capaz de ver, de constatar, con la conciencia despierta, alerta, vigilante; porque solo quien se deja amodorrar por sus deseos acusa el golpe de los acontecimientos que no esperaba que ocurran. Comprender esto y esforzarse para conformarse con el curso de los pensamientos de Dios, le da a uno una fuerza y una lucidez para apreciar cada cosa, cada suceso dentro del contexto que le corresponde en los planes de Dios, y puede allí uno gozar, gratificarse con la sorpresa.

                            La conversación con el abogado que representó a unos socios de la Cooperativa Universitaria que fueron expulsados tiempo atrás, que salieron favorecidos con una sentencia de la Corte, en torno al pago de sus honorarios profesionales que le comenté que estaría gestionándolo yo personalmente, el cual me sale con la peregrina idea de que ellos estaban reclamando un resarcimiento por un supuesto daño moral, pidiéndome que le dé una mano como amigo para que consiga su objetivo, y toda la secuela que siguió a eso tras mi respuesta de que tenía yo la absoluta convicción de que ningún resarcimiento les correspondía, es uno de los sucesos que sirvió para mostrarme cómo la mano de Dios lleva las cosas de tal modo que toda nuestra perspectiva humana es solo un iluso despliegue de deseos y sentimientos que giran en órbitas egocéntricas tratando vanamente de sustraerse a los caminos de la providencia divina. La “coincidencia” de mi presencia en la Cooperativa en el momento preciso en que uno de los socios citados, pariente del abogado, estaba haciendo gala de triunfalismo y apelaba a capciosos e insustanciales argumentos para tratar de convencer al Comité Ejecutivo de que a la Cooperativa le convenía un arreglo con él para evitar mayores daños que derivarían de una demanda judicial que tenía el propósito de promover, fue una de las secuencias del caso que me dejó pasmado y maravillado, pues por sólo un margen de minutos el Presidente de la Cooperativa, al enterarse de que yo estaba allí, pudo rastrearme y encontrarme para participar en la entrevista y refutar los tontos y disparatados argumentos que el personaje aquel estaba exponiendo. Sería demasiado largo de contar todos los pormenores, aunque como botón de muestra puede mencionarse el hecho de que yo llegué al local de la Cooperativa Universitaria a eso de las 14:00 horas, a la vuelta de mi visita a la Cooperativa LUQUE, cuando previamente había decidido llegar a la ida, y por razones de administración del tiempo que se fueron presentando a medida que iba transcurriendo el mismo, cambié de idea, de modo que se produjo la coincidencia señalada.

                            Ciertamente es burdo tratar de explicar con palabras la tremenda complejidad de los hechos que nos acontecen, pero para el propósito de este trabajo no hay más remedio que apelar a ese instrumento. Infinidad de otros sucesos en la semana confirman la premisa de que cuando uno hace las cosas correctas, de nada ya tiene que preocuparse, porque Dios se encarga del resto. El problema está en discernir qué es lo correcto: lo demás es lo de menos.

                            Hartamente los maestros, y en particular Jesús, nos han enseñado la manera de hacer las cosas para obtener nuestra salvación de la muerte. Beber del agua que él nos da, que nos permita no volver a tener sed, haciendo brotar en nosotros manantial de vida eterna(Jn. 4:14; 7:38; Is.58:11; Jer. 2:13), implica desterrar de nosotros a los deseos, que son la sed a la que se refiere en este pasaje. Así también cuando dice que el que guarda sus palabras nunca sufrirá muerte (Jn. 8:51-52) nos indica sencillamente que observemos sus mandamientos, caminando en la verdad (Jn. 3: 21) y amándonos unos a otros (Jn. 13:34), lo cual hace que uno reciba el espíritu de verdad que es el que infunde la vida, la vida imperecedera.(Jn. 14: 17-19).

                            “Lo que es”, es siempre nuevo, nunca ha sido y nunca será, dice Krishnamurti, resonando en la misma frecuencia que las palabras de Jesús cuando dice: “Pues ésta es la vida eterna: conocerte a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesús el Cristo” (Jn. 17:3). Dios, Jesús, es “lo que es” (Ex. 3:14), la verdad,(y la vida, y el camino; Jn. 14 6-7), y a Él es a quien hay que conocer, de instante en instante. En esa instancia, la sed queda saciada, y también el hambre, pues Jesús, el enviado del Padre ( y Él mismo, pues ambos son uno, Juan 17:22), es el pan de vida (Jn. 6:48). Paramahansa Yoganande dice: “Dios es gozo eterno, siempre nuevo”. Así que, pertrechado con estas enseñanzas, uno va afirmándose en su ser, en su genuina identidad, esperando(entretanto culmine su proceso de desarrollo, de construcción y edificación de sí mismo), para radicarse definitivamente en la morada que Jesús tiene preparada para quien crea en Dios y en él (Jn. 14: 1-2-3).

                            Importante es recalcar, empero, que son muchos los condicionamientos y atávicos impulsos que tienen que ser desarraigados todavía, como claramente se puede apreciar en los sueños que se gestan cada noche en la dormida conciencia. Tal como enseña Krishnamurti “lo inconsciente, lo oculto, puede insinuarse, y de hecho lo hace sugiriendo a través de los sueños sus compulsiones, sus exigencias, sus deseos acumulados. Los sueños requieren interpretaciones, pero quien los interpreta está siempre condicionado. No hay necesidad de soñar si durante las horas de vigilia existe una lúcida percepción sin opciones en la cual se comprenden cada fugaz pensamiento y sentimiento; entonces el dormir tiene un sentido por completo diferente” (Diario, Editorial Sudamericana S.A., Buenos Aires, 1.985, página 119). Similar aseveración se hace en el libro “Más allá de la mente Superconsciente”, una publicación de la institución Ananda Marga de la República Mexicana A.C., Monterrey, México, 2005, página 17,  en estos términos: “La mayoría de la gente tiene sueños para descargar las ondas de excitación nerviosa que se acumula en sus cuerpos cada día, y si son privados del sueño durante varias noches pueden tener severos disturbios mentales. Sólo aquellos que practican meditación profunda, no necesitan soñar, porque la meditación realiza para ellos el mismo tipo de función de catarsis síquica que los sueños para los soñadores. Si éstos mantuviesen pensamientos puros y restringieran su dieta, permanecerían en un estado profundo y relajado, sin sueños durante toda la noche y se levantarían frescos aun después de pocas horas de sueño. La mayoría de las personas gasta cerca de la tercera parte de su vida durmiendo y una quinta parte soñando; los yoguis gastan solamente una quinta parte o menos en dormir y poco o nada en soñar”.

                            Vale acotar que estas apreciaciones no se oponen, sino que se complementan con mis ideas de que el sueño constituye un medio para que la divinidad se comunique con nosotros, desde nuestro ser interior, enviándonos mensajes llenos de significado de modo a indicarnos la mejor manera de obrar, siempre que estemos atentos para encontrar el sentido apropiado y verdadero que contienen tales mensajes, contribuyendo eso poderosamente para nuestro desarrollo personal. De hecho, las experiencias oníricas reflejan el estado en el que cada uno se encuentra dentro del proceso de transformación y desarrollo que le atañe, y la cuestión radica en mirar esas experiencias con inteligencia y discernimiento para entender dónde uno está parado. Así pues, a entender cada cosa dentro del contexto que le corresponde. Por eso decía más arriba que de mis experiencias oníricas puedo deducir claramente qué mucho tengo que seguir trabajando para desarraigar los muchos hábitos y estructuras que me condicionan. Es más: hoy mismo estuve consignando en mi Diario de Sueños que mi cuerpo y mente probablemente deberán sufrir todavía mucha violencia para alcanzar el grado pleno de purificación al que tienen que llegar, incluyendo quizás la muerte física, a la que con la fuerza de millones de años de acostumbramiento, aquellos seguirán resistiéndose, ya que se trata de un mecanismo puesto en cada uno por la Naturaleza ( por Dios), para que cumpla el propósito de consolidar la identidad o individualidad del ser creado.


                                               XIX


                            Cada cosa que existe para nosotros es sólo un pensamiento....así se lo discierne


                            30 de abril de 2006. “El drama de la vida”. Es el título que se me ocurre dar a un libro que quiero escribir. Una ficción. Un personaje que “se da cuenta” que “sabe” demasiadas cosas, tantas que le abruman; un montón de conocimiento ocioso, que se va incrementando más y más, inútilmente, imposible de comunicar, de trasmitir; en primer lugar, porque quienes podrían recibir la comunicación también ya lo saben casi todo, o creen también saberlo casi todo; y en segundo lugar porque cierran simplemente los canales de comunicación por los que se puede llegar hasta ellos, se bloquean. Una “sabiduría” que se encuentra amontonada en infinidad de objetos dispersos: libros, computadoras, cualquier utensilio fabricado por el hombre, cualquier ente animado o inanimado al que se le haya asignado un nombre, que tenga su correlativa imagen y  significación en la mente, en la memoria. Una “sabiduría” que se la da por tal, se la cataloga como tal, pero no es otra cosa que condicionamiento, creencia, prejuicio, formaciones mentales, estructuras conceptuales, imágenes, cáscaras vacías de contenido que están lejos de poder configurar la realidad en su inabarcable complejidad, de poder expresar la insondable profundidad del universo. El hastío que siente el personaje porque siente, (como pensó Borges que pudo haber sentido Leopoldo Lugones cuando decidió quitarse la vida), que la realidad no es verbal, sino que está más allá de las palabras, y que es atroz e incomunicable.

                            Este es “el drama de la vida”. Ver lo absurdo de ese cúmulo de “conocimientos” que están allí, hacinados, improductivos, infecundos, sin pie para la creatividad, induciendo a la apatía, provocando la impresión de que todo es ilusorio, estéril, sin valor alguno definitivo. En fin, Calderón de la Barca, en el auto sacramental (y en el drama paralelo del mismo título) “La Vida es Sueño”  se anticipó en inventar, en crear una obra de ficción sobre lo ilusorio de este mundo, de esta “realidad”, dándole una explicación, un sentido, que, por más trabajoso que sea “comunicarlo” a los otros, siempre se puede intentar.

                            Con una carga inmensa de datos recogidos de los varios libros leídos en estos días, y en esta misma siesta, y la idea de escribir el libro susodicho con el título aludido, me acosté a dormir, y se generaron unas experiencias notables en la mente, que pareciera a veces tener mayor creatividad en ese estado que en el de la vigilia. Aunque la memoria es siempre infiel, evoco una primera escena donde con la figura de Leonardo sacudiendo la cabeza y frunciendo la boca en señal de rechazo (quien indudablemente me representa), pronuncio una frase donde poéticamente declaro que “me repele el azabache”. Poco después, aparece en mi mente otra sentencia en estos términos: “Yo lo maté, y yo me desplegué en flores”. Imposible reproducir las sensaciones asociadas a estos fenómenos. Aluden sin duda a los encontrados sentimientos que pululan dentro de mi ser, reflejando el proceso que se va operando en él, pugnando por seguir “con la vida” a pesar del hastío que a ratos se produce en el camino, y consciente de que “la muerte”  se encuentra también presente en cada instante, muerte de los viejos hábitos que deben ser reemplazados, deben renacer en otros nuevos, muerte que debe desplegarse en flores. Es cosa de darle sentido a la vida, que no es otra cosa  que energía, vibración presta a desplegarse en creatividad y amor.  

                                      04 de mayo de 2006.  Se me ocurre la idea de escribir otro libro. Otro más. Entre tantos, entre montones que hay desperdigados por ahí. Pero este es algo único. Especial. Expondría en él lo que comprendo sobre la vida, de forma concisa. Trataría de compaginar en palabras lo que he aprendido de aquellos que considero mis maestros, principalmente Jesús, Buda y Krishnamurti.

                                      Diría que la vida, que es “lo que es”, está constituida por una energía inconmensurable, que se vuelve inteligible para nosotros únicamente para dar sentido y soporte a nuestro ser, pues en el fondo ella no se trata sino de una vibración u ondulación presente en nuestra conciencia que por sí sola basta para dar razón a nuestra existencia. La realidad, la verdad, “lo que es”, energía que comporta potencia y acto, se traduce en nosotros, se manifiesta en seres que pueblan el mundo, el universo, pero “el ser en sí” es autosuficiente en cada ser, en el sentido de que “para él” cada cosa es eterna, sin principio ni fin, y existe de una vez y para siempre.

                                      Conciliar, compatibilizar lo que es temporal con lo intemporal, he ahí nuestra tarea. El tiempo es el instrumento del que se vale la vida (Dios) para crearnos “distintos” a ella, cuya naturaleza intrínseca es intemporal. Con el objeto, con el propósito de conducirnos también hacia la intemporalidad.

                                      Merced al tiempo, se formó nuestro cerebro. Modelarlo llevó entre tres mil quinientos o cuatro mil millones de años. Gracias al cerebro, tenemos conciencia y albergamos pensamientos. Los pensamientos son los responsables de la creación de la realidad en lo que a nosotros concierne.

                                      Cada cosa que existe para nosotros es sólo un pensamiento....así se lo discierne.


                                               XX


                                      La energía, en la que consiste la vida, se hace inteligible para nosotros, y sirve de soporte a nuestro ser, a cada ser individual que puebla este planeta. Esa energía es Dios, pero también es nosotros, cada uno de nosotros


                                      07 de mayo de 2006. Sigo con la idea de lo que “va a ser” el contenido de mi libro.

                                      El pensamiento, responsable de “la creación” de toda realidad, se alberga en nuestro cerebro; es una manera de decir; podríamos decir también que “pasa por ahí” (por el cerebro), porque “está”, se encuentra “siempre presente” en “la vida intemporal”(en Dios). Para que podamos “sentirlo” como “nuestro” la Naturaleza (Dios) infundió en nosotros “la noción de identidad”. Esta noción lleva aparejada la de “ser” distinto y único en relación con los “otros”(seres). Esta “realidad” se traduce en el concepto “yo”, un ente situado en una cronología, es decir, un espacio-tiempo determinado, limitado o finito.

                                      Este concepto (el yo) es fruto de un proceso ubicado en el tiempo (y en el espacio), que llevó millones de años afianzarse en “el cerebro” humano, precedido por la “formación” de otras criaturas que sirvieron de “ladrillos” o cimientos del “edificio” en construcción, de manera a permitir que “afloraran” en el cerebro los pensamientos, en base a las “estructuras físicas” adecuadas que posibilitarían la acuñación de ese “símbolo” que luego se traduce o se convierte en el lenguaje humano.

                                      El “yo”, un concepto, un pensamiento, una palabra, o una estructura mental radicada en la mente humana, que designa al individuo que la posee, forjada en cada idioma de todas las lenguas habladas por los miembros de la especie, es lo apropiado para denotar la cualidad de “ser” único, sea en relación con los otros, sea en sentido absoluto, es decir, incluyendo a los otros en su totalidad. El sentido que se le dé, dependerá del contexto en  que se lo emplee.

                                      Y hete aquí que en una comunidad, en un grupo humano de los tantos que pululaban por el mundo desde que emergió la especie, se forja la idea de que aquella energía inconmensurable (de la que hablábamos más arriba) posee “un nombre”, el cual precisamente “coincide” con aquel concepto: el “yo”. Así, cuando las mentes humanas de todas las comunidades tenían por lo general la idea de que existía aquella energía operando en el universo, incluyendo la de la comunidad concreta a la que nos referimos (la israelita), donde una de las voces que se usaban para designarla era la de “El-Saddai”(Dios Omnipotente),  hete aquí que surge la historia de que dicha energía, configurada como una entidad dotada de personalidad, se asigna a sí misma ese nombre: Yo soy (O también, Yo soy el que soy, o Yo soy quien soy, o Yo soy lo que soy, o Yo seré lo que seré, según como se traduzca el término hebreo escrito originariamente con las cuatro letras que en su equivalente castellano es YHVH. Éxodo 3:14; 6: 3).

                                      Lo cierto es que ese ser (ese Yo soy o Yo seré) adopta, tiempo después, una personalidad y dice de sí mismo Yo soy la verdad, y también Yo soy la vida ( Juan, 14: 6). En suma: Lo que es. Dice también: Yo soy el camino. Es decir, el proceso mismo de construcción, de edificación del yo, del yo soy, o del yo seré. El yo, el concepto que designa a todos y cada uno de los individuos de la especie humana, tiene desde luego una connotación de intemporalidad, de eternidad, dependiendo del contexto en que se lo utilice. Isaac Asimov, en su libro “Guia de la Biblia. Antiguo Testamento” expone: “Al parecer, el nombre de Yahvé está relacionado con cierta forma del verbo <>, ya en presente o en futuro imperfecto, como si la esencia fundamental de Dios fuese la existencia eterna” (Pag. 121 Plaza y Janés Editores).

                                      La energía, en la que consiste la vida, se hace entonces inteligible para nosotros, y sirve de soporte a nuestro ser, a cada ser individual que puebla este planeta. Esa energía es Dios, pero también es nosotros, cada uno de nosotros.

                                      ¿Qué son entonces “las historias” que inventa la mente sino creaciones de la inteligencia que tienden a darle un sentido, un significado a la vida dentro de cierto nivel de existencia?. En el fondo, a las cansadas, allá en lo profundo, lo que cuenta es <>; y uno es experimentando la realidad, en cualquiera de sus formas, e incluso sin formas. La forma es una elaboración del pensamiento, que puede reducirse a una vibración u ondulación de aquella energía presente en nuestra conciencia, como dijimos al comienzo. Ser es vibrar y nada más, podríamos decir. El pensamiento “califica” esta vibración como bueno o malo, como agradable o desagradable.

                                      Lo que cabe concluir es que en ese “proceso” de construcción del “yo” en el ser humano se encuentra implícita la finalidad de volverlo intemporal, como lo es aquella energía inconmensurable en la que está inserta y de la que forma parte. Vale decir: si bien “el tiempo” (que lleva sobreentendido el espacio) constituye un instrumento imprescindible para que pueda ser modelado, y este instrumento, este mecanismo apareja “la finitud” (la muerte), ese “yo” posee la potencialidad para trascender dicho mecanismo, y tiene en sí la semilla para perdurar, pertrechado con la noción de su singularidad, de su identidad única.


                                               XXI


                                      Este esbozo me ayudará en el aprendizaje de la vida en el que estoy enfrascado


                                      14 de mayo de 2006. Contenido el ímpetu inicial, prosigo con el motivo de mi discurso: La síntesis de lo que va a tratar mi nuevo libro.

                                      El “yo” de cada uno, referido a la cronología en la que está inserto, pero trascendiéndola en un sentido absoluto, está destinado a no “perderse”, siempre que concluya el proceso de construcción de “su identidad personal”. Ello le dará la posibilidad de “mantener la conciencia” conservando la “noción de identidad personal” y de “viajar” por las infinitas “cronologías” concebibles, como también la de ser capaz de trascenderlas en cada caso. Igualmente podrá, de manera consciente, trasmutar su identidad por la de los otros seres que pueblan el universo en cada cronología, o en cada dimensión espacio-temporal o intemporal  que se considere, pudiendo recuperarla siempre instantáneamente en forma libre y voluntaria. Ahora bien, la culminación de aquel proceso podrá obtenerse o no en alguna cronología en particular, siendo el cometido de cada cual alcanzarla con su propio trabajo, en el cual interviene decididamente la energía inmensurable aludida, dando su guía y apoyo. De no obtenerla, esa “noción de identidad personal” podrá ser recuperada después del transcurso de inciertas cronologías, siendo una condición que ella se haya desarrollado lo suficiente como para consolidar la misma dentro de un marco plenamente humano, que es el último peldaño de la escalera desde la cual se puede ascender a la intemporalidad.

                                      La exposición que precede, conjuga las enseñanzas de la sabiduría ancestral, y en particular las del Buda, Jesús y Krishnamurti.

                                      El Buda, identificado con aquella energía inconmensurable, renunció a la propia individualidad, se diría que hizo completa entrega de ella a la energía supramentada, sin llegar a vislumbrar plenamente el mecanismo por el cual la individualidad podría adquirir la indestructibilidad, a tono con el tiempo y  el lugar en que vivió. En honor a la verdad y a la imprescindible humildad debo decir que pudiera ser simplemente que no consideró necesario especificar la “forma” en que opera ese mecanismo, ya que en todo el contexto de sus enseñanzas constantemente alude a la vida imperecedera que ha de alcanzar quien obtenga su pleno desarrollo en el proceso evolutivo que le concierne.  Jesús, encarnación de la suprema sabiduría de esa energía inconmensurable que venía siendo entregada a la humanidad desde tiempo inmemorial en todas y cada una de las culturas que se formaban en las diferentes regiones geográficas del planeta, culminación de todo lo descubierto y revelado al hombre hasta ese momento, plasmó la figura conceptual que conferiría la perdurabilidad al ser creado individual. Y Krishnamurti, dotado de un repertorio de información esencial decisiva para la práctica de vida necesaria para lograr esa perdurabilidad, indicó de forma lúcida el camino para alcanzarla. Ellos son los maestros que me han servido de guía y de soporte en esta travesía.

                            El libro en cuestión expondría también de manera sencilla las premisas básicas en que se apoyan la enseñanza de cada uno de ellos, en concordancia con el proceso evolutivo global como individual. Ya se presentará el momento y la oportunidad en que pueda desarrollar el libro de mi invención. Entretanto, este esbozo me ayudará en el aprendizaje de la vida, en el que estoy enfrascado.


                                               XXII

 

                            Lo inesperado salta, como la liebre, en donde menos se espera. Lo cual reafirma sencillamente la extraordinaria versatilidad de la vida y de la realidad


                            12 de junio de 2006. Tres entregas consecutivas fueron necesarias para esbozar una inspiración, de la que quedaron omitidos innumerables pensamientos y sentimientos, fugaces destellos imposibles de ser atrapados en moldes. Pasó casi un mes, lapso del respiro que me impuse después de la descarga orgásmica que supuso plasmar aquella vibración linguística. Las peripecias, los hechos episódicos, las anécdotas, se suceden unos a otros atropelladamente, a empellones, sin posibilidades de quedar sujetos a los indigentes símbolos aquí consignados. Empero, éste es un recipiente donde se alberga principalmente el progreso que vaya experimentando en mi travesía. Así que lo que diga sobre ello es lo que importa, no lo que se omite.

                                      No pensar. Adquirir la aptitud para ver, sin necesidad de pensar. El pensamiento es “un mecanismo” sujeto al tiempo. Es la energía que me conduce hacia delante, la que me hace avanzar, pero lleva implícito el deseo, un deseo. Cuando “miro” mi pensamiento advierto que se está gestando empujado por el deseo. Éste es la fuerza motriz que lo genera, y apunta a llevarme siempre hacia lo que me agrada. Si me esfuerzo por “no pensar”, esfuerzo que simplemente radica en observar el pensamiento que está naciendo, la energía implicada en el pensamiento-deseo se traduce en atención. Esa atención es dirigida a todo lo que cae en la esfera de mi percepción, y me permite ver la belleza de cada cosa.

                                      Ver cada cosa, en cada instante, esa es la vida. Terrible es la vida, porque el hecho de ver es la cosa más difícil que hay. Allí es donde uno consigue concienciar el ser. Pero el deseo se interpone a cada paso.

                                      No se trata de caer en la pura contemplación. Sólo es cuestión de estar atento, alerta, vigilante. No es cosa de eludir lo que se tiene que hacer. Tampoco hay que soslayar lo que cabe decir, ni lo que se debe pensar. Eso tiene que ser producto, consecuencia, resultado del ver. Porque si el pensamiento, la palabra y la acción son consecuencias del deseo, allí es donde uno funciona mecánicamente, inconscientemente, ciegamente.

                                      La incalculable energía que nos constituye puede ser modelada para que se traduzca en bienestar y gozo. Liberarse del pensamiento, liberarse del deseo, de todo deseo que no sea justo y legítimo, liberarse del cúmulo de conocimiento ocioso, en un acto de concienciación suprema, permite experimentar la paz, la beatitud, el gozo, la alegría, que son inherentes a nuestra naturaleza intrínseca. En tanto no lo consigamos, aquella energía se traducirá en frustraciones de todo tipo que nos ha de aplastar, localizándose en partes concretas de nuestro organismo, adoptando el nombre y la forma de enfermedades, y finalmente el nombre y la forma de la “muerte física inexorable”, que es el postrer enemigo a ser destruido, como dice San Pablo en  su Primera Epístola a los Corintios, Capítulo 15, Versículo 26.

                                      25 de junio de 2006. Ser capaz de ver mi pensamiento crudo. Obervarlo andar, discurrir. Mirar las cosas, no apetecerlas. Oír el sonido silencioso de la lluvia que cae, el zumbido de la computadora, el tic tac del teclado mientras escribo. Ser en el presente. Descubrir a Quevedo en “La Fortuna con seso y La hora de Todos” y .en “Marco Bruto”, con prólogo de Borges. Ser. Sentir a mi mente quejándose de continuo, lamentándose, declamando:¡qué difícil es!. Rememorar las tensas jornadas vividas para la presentación del libro de Cristian “El Don Juan y la Pokyra”. La visita de nuestras hermanas Rosa y Mary. Las controversias verbales, rayanas en lo agrio a ratos, la vehemencia, la chispa, el humor, las tomaduras de pelo de cada uno a los otros, el viceversa, y el reírse a costa de uno mismo, todo sucediéndose vertiginosamente, frenéticamente. Los sueños siempre fantásticos que se omitieron anotar; el de anoche, verbigracia, donde una mariposa se eleva volando de mi cuerpo tendido, generando el pensamiento de que esa es la forma que adopta mi ser al momento de quedar yerto, tocado por el fenómeno al que llamamos muerte. Cual si replanteara la pregunta de Chuang Tse: ¿Cómo puedo saber si soy un hombre que ha soñado ser una mariposa o si soy una mariposa que ahora sueña ser un hombre?. Y la tremenda, furibunda, devastadora experiencia con la resolución del Tribunal en el caso judicial de Natalia, la sobrina de Vivi, contra El Diario Noticias. Constatar que la sorpresa es algo que no tiene límites, que lo inesperado salta, como la liebre, en donde menos se espera. Lo cual reafirma sencillamente la extraordinaria versatilidad de la vida y de la realidad. Son estas minucias parte de mis peripecias. El sentimiento penoso, la carga enorme que representan por momentos estos avatares me ha traído a la mente el dicho atribuido a Juan Bautista:¡Raza de víboras! (Mt.3,79); acoplado a este otro de Jesús: ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? (Mr. 9, 19).

                                      Vienen a cuento estos dichos (completando la reflexión que antecede, escrita ayer) en relación con el drama que se abate sobre mí, el drama en el que me debato, cual es, el de la lucha entre la vida y la muerte. La capacidad para soportar la vida es algo que tengo que desarrollar. Para derrotar a la muerte he de aprender a valorar la vida en todos los sentidos, y a eso es lo que me está acostumbrando la Naturaleza (Dios). Las adversidades forman parte del proceso de la vida, del proceso de evolución, de desarrollo, que ha de conducir a la meta última, que consiste en integrar la muerte a la vida, cuando ésta última prevalezca definitivamente sobre la primera, cuando se consiga que lo que debe entenderse como algo absoluto es únicamente la vida, superado ese dualismo donde uno ve los opuestos separados, como consecuencia de la propiedad diferenciadora del lenguaje. Estamos pues en pos de la construcción de un nuevo mundo, donde las palabras podrán adquirir su genuino significado dentro de los contextos en que se apliquen, alcanzando con ello un estado de plenitud en el cual, en parangón con lo postulado por los Mitos Griegos en referencia a la Razade Oro de los hombres, según lo expone Robert Graves, aquellos no envejecían jamás; y la muerte, para ellos, no era más terrible que el sueño. Era la premonición del estado paradisíaco traspuesta al pasado por virtud del deseo, del anhelo, que ante la impotencia se traducía en nostalgia. Hoy podemos revertir esa impotencia y construir con nuestros pensamientos la vida imperecedera, siempre que desarrollemos la capacidad para soportarla.


                                               XXIII


                            El ser eterno radica simplemente en ver lo que es en cada instante


                            01 de julio de 2006.  Un juguete necesito. Cualquiera sea él. Un libro. O varios libros. La  Historia de la Literatura Universal de un tal Ramón D. Perés; Unamuno y América de Julio César Chávez; o La Humildad del Hombre de un tal José B. Cibeira.

                            Menester es que dé curso a mi naturaleza lúdica. Anoche también estuve hojeando Cuentos de la selva. Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio Quiroga, y Los Lanzallamas de Roberto Arlt. Siempre uno encuentra en ellos pensamientos preciosos. Pero además me introduje casi desenfrenadamente en El nacimiento del Cristianismo de John Dominic Crossan (Autor de El Jesús Histórico, como deliberada y sugerentemente se aclara en la tapa). De no entrar en esa corriente, en ese torrente que me lleva imparable, mi cuerpo posiblemente iría a estallar.

                            Esto, escribir aquí también es jugar. Porque hay que decir que la fuerza, la potencia de las energías liberadas que recorren mi cuerpo, a raíz de darme cuenta de que el ser eterno radica simplemente en ver lo que es en cada instante, necesariamente me tiene medio desencajado. Y eso obedece claramente a que mi cerebro y mi cuerpo entero no se encuentran preparados para administrar con eficiencia esas poderosas energías desencadenadas en mi interior. Desencajado, y también  con sensaciones concretas de puntadas en los músculos, en el cuello, en el omóplato, en la cintura, en el cuero cabelludo, aquí y allá, en suma, de las que puedo ser consciente, y mirarlas, y observarlas atentamente, y experimentarlas y comprender que provienen de los innumerables fenómenos vinculados al proceso de desarrollo que me afecta. El reemplazo de las estructuras obsoletas y anacrónicas, la construcción y la destrucción inherente a ese proceso, que mi endeble naturaleza apenas puede soportar. 

                            La vida es siempre un frenesí, como ya tuvo a bien declarar Calderón de la Barca. El apego a lo pasajero, el deseo de perpetuar lo contingente identificándolo con lo que hay en uno de esencial, eso es lo que va siendo demolido en ese tránsito.

                            Las historias tramadas por la mente para dar sentido, soporte, explicación o justificación al ser, adquieren para uno sentido absoluto, y he ahí que uno contiende, y se pelea, y se desangra, como si ellas fueran cuestión de vida o muerte. Aunque en cierto sentido --el sentido que tiene que ver con la justicia de las propias acciones-- se halla involucrado en ellas el problema de la vida y de la muerte. De donde surge que lo que vale es estar constantemente alerta para discernir ese sentido. Es, como siempre, la ambivalencia del sentido. Como cuando Yavé le puso al pueblo israelita ante la alternativa de escoger entre el bien y la vida o el mal y la muerte (Deuteronomio, Capítulo 30, Versículo 15). Pero esas historias tienen que ser configuradas y entendidas también fundamentalmente como fruto de la aptitud creativa de la mente, como otra expresión de nuestra naturaleza lúdica, por medio de las cuales vamos desarrollando nuestra naturaleza esencial e imperecedera. De donde se deduce que son hitos en el camino a los que no hay que aferrarse, sino situarlas en el debido lugar dentro del contexto de la vida, mirándolas atenta y lúcidamente para adoptar las decisiones y las acciones correctas que correspondan en cada caso. Después de todo, para ser capaz de soportar la eternidad, uno debe ir enfrentando necesariamente los problemas que en el camino se presenten. 


                                               XXIV


                                      A seguir caminando, a seguir dando cuenta de estas peripecias, que en el curso de ellas uno va desarrollando su aprendizaje de la vida

                                     

                                      02 de julio de 2006.  No se desarrolla esta Segunda Parte de mis Peripecias como la anterior. Es que los hechos cotidianos, los episodios que se van desplegando ante mi conciencia, van adquiriendo su lugar adecuado dentro del contexto, van tomando su sitio dentro del camino de mi aprendizaje de la vida. Esos hechos tienen claramente una importancia relativa. Todos ellos se relacionan con el propósito único, y por ende de sentido absoluto, de mi existencia, que radica en salvarme de la muerte definitiva. La muerte definitiva (que en cierta jerga es denominada también como la muerte eterna, la cual no me suena ni agradable ni demasiado convincente) es la que yo configuro como la pérdida de la conciencia de identidad en el lapso cronológico en que le cupo a uno ver la luz de su existencia, es decir, una pérdida cuya recuperación se presenta como incierta, cuando menos, para no decir imposible. El cometido es, por ende, salvar la vida en el transcurso de esta cronología. Eso es lo que tiene valor, a eso debe apuntar todo lo que uno vaya realizando. En la primera parte de mis Peripecias el relato, la narración de los sucesos de forma minuciosa respondía a la necesidad de ir explorándome, investigándome, buscar y encontrar mis errores para ir corrigiéndolos: aprender el oficio de la vida a través de la observación de mis lacras y condicionamientos evidenciados en esos episodios. Ese método, ese trabajo no ha perdido su validez y vigencia, pero atendiendo a la innumerabilidad de las historias, estoy optando por mencionarlas solo tangencialmente. Al fin de cuentas, pese a que para cierto nivel de conciencia ellas despiertan un interés innegable, revisten sin embargo una importancia relativa en el plano donde entra a tallar el propósito fundamental de mi existencia, tal como lo dije más arriba.

                                      09 de julio de 2006. Me viene este pensamiento: ¿Cómo resistir a este bombardeo de información?. Y luego: ¿Cómo resistir a este bombardeo?. Y enseguida: ¿Cómo resistir?. Y por último: ¿Cómo…?. ¿Y después?. El silencio. El no pensamiento. Ésta es la respuesta a todas y cada una de las preguntas. Podría decirse que “no hay un cómo”, pues el silencio, el no pensamiento no es un cómo. Pero es el silencio, el no pensamiento, lo único que permitirá resistir, resistir al bombardeo, resistir al bombardeo de la información que nos avasalla, nos aplasta, nos apabulla por todos los costados. Nuestros pensamientos mismos son información a la deriva que se pasean, que circulan por nuestra mente, por nuestro cerebro, son energía que buscan un cauce por el cual canalizarse, y nuestro endeble y pequeño cuerpo y cerebro se ven en figurillas, experimentando literalmente, con puntadas aquí y allá, las detonaciones y explosiones que se van produciendo en nuestro interior, con el choque de las contradictorias tendencias que nos condicionan.

                                      En  fin, pese a ello, heme aquí pergeñando estas líneas, (que son pensamientos) que también pugnan por encontrar un derrotero por donde circular.

                                      Entre las informaciones halladas esta mañana, una de las que más me conmocionaron fue esa de la que da cuenta el Editorial del diario ABC Color, según la cual en la primera encíclica de Benedicto XVI  “Deus caritas est” (sobre el amor cristiano), se incluye una cita de San Agustín que vertida al castellano expresa: “Un Estado que no se rigiera según la justicia, se reduciría a una banda de ladrones” (Remota itaque iustitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia). Y es que en esta semana, en los días anteriores, y específicamente también en el día de ayer, se había ido formando en mi mente el pensamiento de que el gobierno, éste y todos los gobiernos corruptos (de este país y de cualquier otro), así como funcionan, en nada se diferencian de una banda de ladrones. Tal es así que en el día de ayer, en el encuentro que tuvimos con el Dr. Justo Nicolás Robledo, su esposa, el Ingeniero Carlos Sánchez y su esposa, y otros amigos más, en la quinta que el primero posee a orillas del Arroyo Ytü, explícitamente verbalicé esta expresión en algún momento, entre bromas y veras, refiriéndome a este gobierno: “Nicanor y su banda de ladrones, empotrados en el poder”. Lo de “la banda de ladrones”, que al leerlo en el diario me provocó un estremecimiento, un choque, una conmoción, una sorpresa e incredulidad inicial, tiene sin embargo su correlato con el pensamiento que también vengo aventando desde hace mucho, y más fuertemente en los últimos tiempos, cual es, que la informaciónno se trasmite meramente por medio de las estructuras físicas que nuestros sentidos corporales son capaces de percibir. Tal que esto mismo también lo manifesté en la reunión de ayer, en las disquisiciones de índole filosófica que se suscitaron, entre Carlos Sánchez y yo, principalmente, de la cual también participaron los demás. Como es de observar, el que San Agustín haya escrito algo de lo que yo jamás antes tuve noticia, y que ese mismo pensamiento me estuviera rondando a mí, ocurriendo que de improviso me topara con la información, con una coincidencia cuya explicación radica para mí únicamente en que dicha información responde a esa otra manera en que yo estaba concibiendo que también ellas se trasmiten, no puede sino dejarme pasmado, perplejo, ante la sincronía que se advierte entre todos los sucesos. No puedo menos que pensar que es el mismo San Agustín quien se pasea por mi mente, por mis pensamientos.

                                      En fin, la cantidad de información es abrumadora, ciertamente, pero ella es imprescindible también, en cierto sentido, para que podamos seguir estirando el carro. Esa información, esos pensamientos, son instrumentos válidos para la creatividad, para la creación, para el juego creativo, para el descubrimiento de la verdad. Y la verdad es Dios. Y Dios es la vida. Y Dios es la libertad. Y Dios es el camino. Por ende, a seguir caminando, a seguir dando cuenta de estas peripecias, que en el curso de ellas uno va desarrollando su aprendizaje de la vida.


                                               XXV


                   Caro es el precio que hay que pagar para no vivir embotado, inconsciente, aletargado


                   16 de julio de 2006.La dificultad de mantener la conciencia despierta, vigilante, en el instante presente, se traduce en la necesidad de hacer algo mecánico, rutinario, cualquier cosa a la que la mente se encuentre habituada, comer, leer, hablar, escribir, tomar terere. Pero atender a esto también es mantener la conciencia despierta.

                            Caro es el precio que hay que pagar para no vivir embotado, inconsciente, aletargado.

                            Nuestras tendencias nos arrastran poderosamente a buscar agradar a los demás o que los demás nos agraden. Y no atinamos a hacer lo que los otros quieren que hagamos ni ellos hacen lo que nosotros queremos.

                            Y he ahí que se genera el conflicto, la confrontación, el deseo de que los pensamientos de cada cual prevalezcan sobre los de cada otro. Y henos ahí contendiendo, he ahí la contienda, el perpetuo disenso, el aislamiento, la soledad, el sufrimiento, las enfermedades y la muerte. Trágico, de verdad.

                            Uno piensa a veces que quiere ayudar a los otros. Pero los otros no quieren ser ayudados. ¿Es correcto ese pensamiento? ¿O es que uno quiere simplemente que el otro sea de manera diferente a la que es, como uno quiere que sea?. Menudo dilema.

                            Cuando me pongo a reducir la verdad a las palabras, cuando me aboco a simplificar la realidad, todo parece tan claro, tan nítido, tan sencillo. La cuestión se complica cuando se presenta el caso de lidiar con la verdad, con “lo que es”, con eso que va brotando en la conciencia de instante en instante, en imágenes, en palabras, en pensamientos, en sentimientos.

                            Huir, fugarse, escapar, ese es el imperativo que se presenta en ese momento. Refugiarse en “lo conocido”, en “lo acostumbrado”, sea ello la inconsciencia del sueño, de la conversación hueca, de la lectura desenfrenada, del tereré, de la comida, de la escritura. Y de no canalizar debidamente las energías involucradas, comprender que desembocan en aquello que llamamos enfermedades; y luego, la muerte. Menos mal que uno se da cuenta. ¡Como para no darse cuenta cuando uno va experimentando físicamente a esa fuerza, a esa energía que va operando sobre la carne y sobre los huesos, que va demoliendo “materialmente” las estructuras que se resisten al cambio!.

                            22 de julio de 2006. La realidad nos juega malas pasadas. Los pensamientos nos juegan malas pasadas, sería mejor decir, porque la realidad la construimos con nuestros pensamientos, solo que no nos damos cuenta.

                            El sueño de anoche. Soñar que me masturbaba, que me fregaba los genitales con las manos, y sentir el mismísimo bochorno que sentiría si estuviera despierto, y a pesar de ello no contenerme. Despertarme y experimentar que “lo sentido”, lo vivido es idéntico, sería idéntico en todo a lo que se experimenta estando despierto, a tal punto que “prosigue” ese sentimiento en el ánimo, en el espíritu, dándome cuenta de que la frustrada operación de la masturbación no culminada sucedió con todas las sensaciones características en el miembro viril, con la única diferencia que fueron realizadas, no con mis manos o extremidades corporales, sino “con las manos de la mente”, que fueron tan reales, tan exactamente iguales como las otras, prolongándose dichas extremidades (en el sueño) desde mis hombros hasta mi órgano sexual, estando yo “en posición” parado, de pie, “notando” apenas la diferencia sólo al despertar, al percatarme de que “las manos físicas” no las había tenido sobre mi pene que estaba palpitante (como en el sueño), sino a los costados de mi cuerpo extendido en la cama, donde estaba durmiendo y me sentí despertar. La “vergüenza” de hacer una cosa “indebida” aunque irresistible, con el inconsciente “remordimiento” de que tal cosa era impura. Desde luego, el sueño contenía un mensaje de mi subconsciente, de mi demonio, sobre la necesidad de purificar la mente, tal como lo expresé en lo escrito al respecto esta mañana. Pero lo notable es “la mala pasada” de los pensamientos, de “la realidad”, que se muestra extraña y desconcertante.

                            Algo similar lo acontecido ayer en la oficina, cuando le pedí a Leonardo que haga unas fotocopias, y él mandó hacer una sola copia de una de las piezas que yo tenía certeza de haberle pedido dos. Esta mañana, cuando rememoramos el episodio, y él se empecinaba en que era yo quien no quería reconocer mi error, porque él estaba seguro de que le había pedido una sola copia, le dije que para que nos entendiéramos tendríamos que hacer de cuenta que Satanás interfirió en nuestra conversación y le hizo escuchar otra cosa de lo que yo había dicho, ya que ambos estábamos tan ciertos de nuestros pensamientos que eso podría hacer que los conciliáramos.

                            Y es así. La vida está sembrada de sorpresas, de situaciones y fenómenos que van siendo creados por nuestros pensamientos erráticos, y la imperiosa necesidad de “seguridad” hace que hilemos los acontecimientos de modo que adquieran “un sentido lógico” para cada uno de nosotros, que a veces se presenta de manera diametralmente opuesta para cada cual. Toda nuestra vida, toda nuestra realidad conceptual está compuesta de pensamientos. Pero hay mucho más que lo que pensamos. Nuestros pensamientos son engañosos porque no tenemos control sobre ellos, y nos llevan de aquí para allá. No es que sea malo pensar. Sólo hay que ver los pensamientos. Además, no usarlos para juzgar, para criticar, para censurar, para alabar, dejándonos influenciar por nuestros agrados y desagrados. Esforzarse para tener la experiencia directa de la verdad. Ver la verdad.

                            Tal como dijo Leonardo: No juzgues, sólo aprende. Y como le apuntalé yo: En todo caso, si se juzgare, juzgar con rectitud.


                                               XXVI


                            La palabra será un instrumento válido de comunicación a condición de que se vea en ella “lo implícito” además de lo explícito


                            30 de julio de 2006.  La mente tensa, en blanco, sin objetivos, aparentemente alerta, pero sin poder fijar la atención, con una especie de pesadez opresiva, un embotamiento, un cansancio indefinible, un rechazo inmotivado. Tal el “estado de ánimo” que se apodera de uno en ese proceso complicado que es el desarrollo propio, la marcha hacia la meta del propio perfeccionamiento. Es una oscilación, un vaivén donde de pronto esa tensión se trasmuta en una paz que recorre el cuerpo y la mente como un fluido eléctrico, otorgando una sensación momentánea de incomensurable bienestar.

                            El tránsito hacia el logro de la intemporalidad es ajetreado. ¿Qué tan difícil nos resulta mantenernos simplemente conscientes de cada instante, desprendidos de todo condicionamiento ciego, mirar “lo que hay”, instalarnos en él, sin pretender cambiarlo para obtener “placer” o quitarse “dolor”?.

                            Es un problema de hábito. La mente tiene que ser “habituada” a funcionar en forma diferente a la que se encuentra condicionada a obrar. Ver la verdad en cada momento sin la contaminación de los deseos propios, deseos que son por lo general producto de poderosos impulsos inconscientes: comprender esa verdad y obrar en consecuencia. Eso es estar con Dios. Porque Dios es la verdad. La verdad de cada instante, de cada destello de conciencia, de eso que le es dado percibir a cada ser viviente en el momento de “sentirse vivo”.

                            Eso implica ver la verdad de las propias imperfecciones, de las propias deficiencias, de las propias limitaciones. Así se va forjando el ser imperecedero de uno. Así esa energía difusa que tiene embotada y tensa a la mente se traduce en benevolencia hacia todo lo que existe, benevolencia que significa “querer bien”, como surge evidentemente de las partículas que componen el vocablo.

                            La  “invisibilidad” de Dios, de la que deriva el condicionamiento para configurarlo absolutamente separado de los seres creados, es lo que dificulta comprender que Él es la verdad de lo que se manifiesta a la conciencia en cada instante. Dios es todo lo que hay, incluido uno, y también “lo que no hay”. Pero no es cosa de teorizar, o de teorizar únicamente. Esto hay que experimentarlo. Las palabras nunca podrán ser portadoras de toda la verdad. Quien las oiga deberá estar sintonizado con quien las profiere, el receptor con el trasmisor. La palabra será un instrumento válido de comunicación a condición de que se vea en ella “lo implícito” además de lo explícito. La verdad, Dios, lo impregna todo, así que quien tenga el corazón y la mente pura, despojada de espurios quereres, es el que podrá “ver la verdad” de lo que se dice.

 

                                               XXVII


                            La verdad real se encuentra más allá de los opuestos, del “ser y el no ser”. Quietud y movimiento son sólo los dos extremos de una totalidad que es inexpresable en palabras, es inabarcable, y está allí para que nosotros la alcancemos. Esa es la meta. Esa es la realidad real. Esa es la vida imperecedera de la que marchamos en pos


                            05 de agosto de 2006. En el mero hecho de no poder quedarme quieto se encuentra la raíz de mi sufrimiento. Se me ocurre esta idea, e ipso facto me acometen las ganas de venir a anotarla. Lo mismo me ocurre con otras, que se me presentan, que me dan la pista para la comprensión de la vida y de la realidad. No puedo sustraerme de la realidad conceptual, de la realidad temporal.

                            Me quedo quieto, dejo de pensar y consigo detener el tiempo. Y experimento el tremendo gozo, la indescriptible paz del silencio. Es sólo cuestión de experiencia, de experimento, de contacto directo con la verdad. Cualquiera puede.

                            La causa fundamental del dolor, del sufrimiento del “sentirse mal”, es el afán de moverse, la manía hiperactiva que nos impulsa a “hacer algo”, a hacernos notar, a poner de manifiesto, a evidenciar “nuestra existencia”. Es la fuerza incontenible del deseo, del condicionamiento que nos viene desde el principio de la creación, de la necesidad de afirmarnos como seres únicos e irrepetibles, como individuos (que deriva sin duda de “indiviso”, de “indivisible”, y se halla emparentado con “independiente”).

                            Y bueno, movernos, tenemos que hacerlo, porque como seres creados somos fundamentalmente instrumentos del increado. Pero mediante la quietud, mediante el silencio, merced a la ausencia de pensamientos y deseos, nos instalamos rotundamente en el increado, nos negamos a nosotros mismos (aunque persistamos en "nuestro ser”, ya que es éste el que “se niega a sí mismo”), y se da un gozo inefable, indescriptible, intemporal, un experimentar lo que es “la realidad real”, desprovista de calificativos y atributos que la restrinjan. Simplemente se es, se sabe ser “lo que sea” que se ofrezca a la conciencia, una bruma tenue, desvaída, de suave coloración, u otra cosa que se plasme espontáneamente en la pantalla de la mente sin que intervenga la voluntad.

                            El problema que nos impide experimentar que somos “también” todo lo que “no es nuestro cuerpo” está en que hemos “creado” una separación radical, rígida, total entre “eso” y nosotros, lo cual ha sido necesario para nuestro desarrollo como individuos. Pero esas fronteras tienen que ir siendo derribadas, trascendidas, superadas. Los límites tienen que desaparecer. Y la manera de ir consiguiéndolo es aprender a quedarnos quietos. La mente tiene que ser capaz de vaciarse de pensamientos. Cuando un impulso irresistible se presente (y lo hace siempre en forma de pensamientos que empujan a realizar un acto tendiente a afirmar el propio ser) uno debe limitarse a mirarlo, a observarlo atentamente. Entretanto, si no se presentan ellos, uno se limita a observar la propia respiración, que es “un hecho” que está ahí; o una sensación en el cuerpo; o un estímulo que “viene de afuera”, con la mente silenciosa. Y he ahí que uno “sabe” ser eso mismo que observa,  su respiración, su aliento; o aun, sabe “no ser algo concreto”, sólo “una energía”, una palpitación, un latido. O “la nada”, si se quiere, que es sólo un concepto opuesto al “ser” para que la mente diferenciadora entienda a este último. En “ese punto” el tiempo, como creación mental, cesa, y el ser es en plenitud.

                            Lo cual es sólo “una manera de poner”, una manera de configurar, porque en definitiva, la verdad real se encuentra más allá de los opuestos, del “ser y el no ser”. Quietud y movimiento son sólo los dos extremos de una totalidad que es inexpresable en palabras, es inabarcable, y está allí para que nosotros la alcancemos. Esa es la meta. Esa es la realidad real. Esa es la vida imperecedera de la que marchamos en pos.

                            Otra cuestión: ¿qué es lo que me hizo ver, esta tarde, de una manera tan arrolladora, mi naturaleza de “ser único”, esa calidad de individuo sin par, de ser uno “sin segundo” (para emplear la terminología de la filosofía hinduista), dentro de la infinitud de la Naturaleza? Fue un destello, un relámpago, una inspiración. Y discierno que se trató de una instantánea comprensión que me alumbró, al ver “la diferencia” que existe entre “la manera” de ver la filosofía aristotélica que tenía Karl Popper, en medio de su innumerable erudición, y la mía. Como también la visión que de Nietzsche tienen Karl Jaspers y Fernando Savater, en contraste con la mía. Lo que me pasó cuando estuve hojeando los libros “El mundo de Parménides”, del primero, “Nietzsche”, del segundo, e “Ideas de Nietzsche” del último de los nombrados. La diferencia es lo que hace a la singularidadentre los seres creados. Nuestra tendencia inconsciente, producto de un mecanismo ancestral dentro del proceso de la individuación, nos lleva a identificarnos con “el ser de los otros” cuando encontramos afinidades entre su pensamiento y el nuestro. Se trata de la fusión de las personalidades que responde naturalmente a la unicidad esencial del ser. Empero, el ser creado también es único en su especie dentro de la multiplicidad, no existe otro igual que él entre los infinitos seres que integran el uno absoluto, y la percepción de su singularidad se produce con la concienciación de “la diferencia”, algo que es de una sutileza indescriptible, ya que no implica perder de vista la unicidad esencial “simultánea”.  En fin, un intento de explicar con palabras “un sentimiento” que más bien consistió en un “estremecimiento”, que bien puede denominarse también júbilo. (Como ya lo habría hecho notar más de alguno: cuando se apela a las palabras, es inevitable incurrir en continuas tautologías).

                            Bueno es destacar, entretanto, que la “diferencia” percibida fue mérito de Karl Popper, que con la manera tan encantadora de decir las cosas que le es propia, se refiere a la teoría del conocimiento que profesaba y enseñaba Aristóteles, la cual es bastante compleja para comentarla acá. Empero, lo que intuí, lo que “se me alumbró” en ese instante es que, a mi modo de ver, Karl Popper no llegó a comprenderle plenamente a Aristóteles en ese punto, como creí en cambio haberle comprendido yo. Lo que no excluye los errores eventuales en que pudiera haber incurrido Aristóteles, y tampoco los malentendidos que provienen de la ambigüedad de las palabras.

                            De hecho, no solo quedé asombrado de que Karl Popper no le haya comprendido plenamente a Aristóteles en ese punto, según pensaba, sino también de la manera “diferente” a la mía en que Karl Jaspers y Fernando Savater, cada cual por su lado, conceptualizan a Nietzche, habiendo mamado ambos de sus escritos, cosa de la que yo no puedo vanagloriarme.

                            La “diferencia” esencial entre los seres humanos se da no sólo por “el sentido de identidad” singular, único, que cada uno posee, sino por la diferente “circunstancia” que a cada uno le es dado vivir, la cual es “irrepetible” dentro de la infinitud de la Naturaleza (de Dios). Es, por decir, “el hombre y sus circunstancias” de la que hablaba Ortega y Gasset.

                            Podemos “pensar como los otros” y sentirnos “identificados” con ellos, ver como ellos, sentir como ellos, pero también “diferir” de la manera de pensar y de ser que tengan. El desarrollo, el crecimiento de cada ser individual transita hacia una mayor comprensión de los otros, de modo que llegue a ser capaz de ver sus eventuales errores (sin descartar que sea el primero quien se encuentre en el error). La plenitud del ser humano individual que se alcanza por medio del desarrollo integral de la “conciencia de unicidad” es la que le hizo decir a Jesús respecto de algún aspecto de su enseñanza que “no todos pueden comprender esto”. Pero con todo y comprenderlo, uno nunca podrá ser el individuo Jesús, cuya singularidad está dada por “las circunstancias” que le tocó vivir.

                            Pero el asombro sube de punto cuando hoy, domingo 06 de agosto de 2006, al entrar de nuevo en el artículo de la obra de Karl Popper y proseguir su lectura, constato que, según lo dice Popper: “Predica (Aristóteles) que al conocer una cosa, al intuirla, el sujeto cognoscente y su conocimiento se tornan uno con el objeto conocido”. Esta información, que me proporciona Karl Popper (quien no está de acuerdo con el punto de vista aristotélico, tildándolo de misticismo), a mí me produce una extraña sensación de incredulidad y sorpresa, ya que sólo puedo pensar en la sincronía, en esa coincidencia que lo interpreto como la sintonía que se da entre la manera de pensar de Aristóteles y la mía. La cual (la manera de pensar de Aristóteles) desde luego yo estaba lejos de conocer con demasiada precisión (ya que nunca se me dio la posibilidad de frecuentarlo con la minuciosidad que le cupo a Karl Popper). Es la manera de operar la conciencia de unicidad, la “conciencia de Dios” en los hombres. Era sobre esto mismo, en parte, que estaba hablando en los parágrafos que dieron inicio al comentario de ayer, parte del tema que estaba desarrollando, como puede verificarse. Y bueno, no es de extrañar que Karl Popper “no le entienda plenamente” a Aristóteles, pues a diferencia de éste ( y de mí), él excluye a eso que llamamos “Dios” de sus conjeturas. Sólo Dios es el que confiere el “conocimiento cierto”, la verdad verdadera, la certeza de la verdad, el epistëmë, que según lo declara el primero de los nombrados “no es accesible al hombre”. Ese conocimiento (la fe), ciertamente sólo puede darlo Dios, pues como lo enfatizaba Sócrates en el Diálogo platónico Menón o De la Virtud, uno camina por esa senda ayudado por la Divinidad. Tal cual lo remacha Jesús con estas palabras que tienen que ver con el tema: “Si vosotros permaneciereis en mis palabras seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.


                                               XXVIII


                                      La vida es la lúcida percepción del instante y nada más. La energía incalculable que de eso deriva es toda la realidad


                                      13 de agosto de 2006. Sólo para decir que tengo la impresión de haber entendido completamente el sentido y la naturaleza de la vida, lo cual “quería” decirlo; sólo para eso, hoy domingo a las 22:20 horas me pongo a teclear en la computadora, aquí, en este archivo. No desear sino atender; vivir consciente. Esa es la eternidad. El deseo es incuestionablemente desperdicio de energía. Vivir consciente atendiendo, no esforzarse. Esforzarse es desear. Se me presenta tan sencillo. La vida es la lúcida percepción del instante y nada más. La energía incalculable que de eso deriva es toda la realidad. No pensar, o si se piensa, observar lo que se piensa. Eso es lo que hay que ser, no alcanzarlo, sino ser. El tiempo cesa en esa instancia. Así es como se realiza la vida, con esa energía palpitando, vibrando. Lo que sea a partir de ahí, es creación de esa energía, es variación-vibración del único motivo, el ser. No tengo que ambicionar nada más.

                                      Explicar esta situación, este hecho, se puede hacerlo, incluso estuve pensando con cuánta sencillez podría tratar de darlo a entender a los otros, porque se me presentó como en un destello esa verdad. ¿Qué más podemos desear si experimentamos “el ser” en cada momento, en cada circunstancia? ¿Y qué dificultad tenemos para ello si es sólo cuestión de “ver lo que es”?. Todo estriba en eso. En eso se concentra todo. Nada más que eso podemos, desde luego. En tanto sigamos deseando, no somos. Por tanto, es cosa de “ser” ya mismo, ahora, que “el ahora” no termina nunca, no está en el tiempo, en la sucesión, en la continuidad, sino que se encuentra en una dimensión intemporal. Comprender que “el tiempo” es deterioro, que es un condicionamiento mental, que puede ser trascendido, esa es la manera de vivir la eternidad. Esa es la santidad, que no hay que perseguirla, sino vivirla con plenitud en cada instante, pues en esa instancia todo es sagrado, todo es santo, todo es puro, inocente e indestructible. Hasta aquí este adelanto. Ya llegará el momento en que podré desarrollar más acabadamente esta tesis.

                                      15 de agosto de 2006. El único verbo que tengo que conjugar es “vivir”. Aunque para eso se requiera de este otro verbo: Ver. Todo lo que venga después de eso es “creencia”. Fortísimas son “mis creencias”, y no es cosa de dar por sentado que puedo desprenderme simplemente de ellas, dejarlas de lado cuando me plazca, no bien lo decida. Me condicionan tanto, me hacen juzgar, me hacen reaccionar, me oprimen, me aplastan. Soy arrastrado, empujado por ellas, me hacen sufrir, disfrutar, reír, llorar. Terrible es la fuerza de mis creencias. Vivir es sinónimo de ser. Ver “lo que es”, insertarse en ello, zambullir, estar inmerso, no hacer nada tendiente a “alterar” esa verdad. En eso radica la vida. Esa vida es toda la vida. La mente podrá imaginar infinidad de “cosas”, pero estas son sólo variaciones del único tema: el ser. El ser soy, y para comprenderlo, para “serlo”, para vivenciarlo, debo “limitarme” a ver. Ver, que es sinónimo, a su vez, de atender. Observar, otra palabra que le conviene. Observar y atender, no como “algo” separado, sino “siendo” lo observado. Eso “es” ser. No quiero decir “ser Dios” porque implica eso “meter” ya de nuevo “la creencia”. Pero en fin, ya que voy valiéndome de las palabras, puesto que “Dios” es “lo absoluto, lo imperecedero, lo que es”, entonces valga decir, para entendernos, que “de esa manera” realizo a Dios, soy en Dios, estoy en Dios. Y estando en Dios, soy él mismo. Aunque para “ser  él mismo” necesite a la vez “ser yo”. Una paradoja que se salva conjugando simplemente el verbo “vivir”. Sentirse vivo, saberse (saborearse) vivo.

                                      Todas las “creencias” adquiridas a lo largo de mi recorrido “por la vida”, si son útiles, tendrán que ser aplicadas en el momento oportuno, pero mi lema fundamental a partir de ahora ha de ser el de ver “lo que es” en cada instante, que “lo que es” (lo que soy), “la verdad”, esa es la vida asequible para mí. Ya lo dije antes: La verdad es la vida, y la mentira es la muerte.


                                               XXIX


                                      Si vivimos embargados por la conciencia de la “muerte inevitable” que está al acecho, que es como permanentemente vivimos, aunque no nos demos cuenta, es como si no viviéramos


                                      20 de agosto de 2006. Buscar sentirse cómodo. En el hábito. En lo acostumbrado. En el pensamiento, que es mecánico. Escapar de esa lúcida observación del instante. Ese es el “modus operandi” que me condiciona, por el que “me dejo” condicionar. ¿Cómo es posible que uno sea incapaz de ver que, dependiendo del contexto, lo que uno considera como “su ser” se encuentra inserto en  algo que excede a su “identidad personal”? Lo que “puedo hacer” por mí mismo es tan ínfimo. Miro el entorno en cada instante, diviso “lo que hay”, cada objeto, oigo cada sonido, experimento cada sensación, y no atino a entender que eso está allí como soporte de mi ser por un prodigio de la Naturaleza. “Lo que hay” es “la experiencia”, el sentimiento, el pensamiento, la visión, lo percibido, lo cual no está sujeto a “mi poder”. Sin embargo, cuando uno lo integra como “un todo” a su identidad, ésta “desaparece”, no hay separación. Pero si uno se coloca “aquí” y a lo otro “allá”, se siente arrastrado o repelido por él, sumido en la inconciencia, en la ceguera, en el hábito. Y extrañamente, allí es donde uno “se siente cómodo”, pues la mente “quiere” funcionar mecánicamente.

                            No decir nada es un buen ejercicio para quedarse en el instante, en la lúcida observación, en la atención consciente. Empero, decirlo también es un entrenamiento que ayuda a seguir adelante. Por eso estas disquisiciones.

                            La configuración de la vida y la realidad dando por supuesta a mi identidad personal que va  funcionando autónomamente cual si estuviera en su poder infinidad de cosas que no lo están, es un hábito tremendamente pernicioso que dificulta enormemente vivir consciente y en plenitud.

                            La maravilla de experimentar cómo uno siente la experiencia “siendo” la experiencia misma y sabiendo no estar “separado” de las cosas que la generan sino integrado a ellas, es indescriptible. Eso se consigue no con comodidad. Se consigue trabajando para contrarrestar los ciegos impulsos que funcionan desenfrenadamente llevándole a uno hacia “el instante siguiente”, donde oscuramente uno cree que va a sentirse mejor. Poderoso es el deseo de “abandonar” el presente, buscando qué manipular, buscando “hacer algo”, cualquier cosa, una actividad sustitutiva de la mera atención lúcida y consciente del instante.

                            Esa experiencia, la del “olvido” de sí mismo intensificando la atención a “lo que es”, a “lo que hay” en cada instante, sin dejarse atrapar por el pensamiento que transporta a la pequeña identidad hacia imaginerías lúdicas impregnadas de locos deseos, es la verdadera vida que le es dado vivir al ser creado. Esa es “la manera” de vivir la eternidad.

                            03 de setiembre de 2006. No hacer por hacer. Pergeñar algo válido, útil, creativo. Así es como tengo que encarar esta tarea.

                            Hoy hace quince días de la última anotación. ¿Hubo progreso en mí? El hecho de no anotar la semana anterior, puede ser configurado como progreso; o retroceso, según se lo mire.

                            Todo depende de “la forma de mirar”. ¡Que difícil es mirar con la luz! Miramos casi siempre borrosamente, oscuramente. Y aún más: ciegamente. Vivimos ciegos, sin mirar, sin atender lo que vemos. ¿No es para morirnos de vergüenza? Es, si a causa de la vergüenza la gente se muriera. Pero no se muere. Sigue impertérrita, impávida, aferrada a eso que llama “su vida”. Si vivimos embargados por la conciencia de la “muerte inevitable” que está al acecho, que es como permanentemente vivimos, aunque no nos demos cuenta, es como si no viviéramos.

                            Es cierto, la vida eterna no se la obtiene de buenas a primeras, de una vez y para siempre, sino que hay que vivenciarla momento a momento, por toda la eternidad, tal como apunté en mi Agenda Cabal en estos días. Un instante, y luego otro (si concebimos los instantes como sucesivos, porque tampoco hay dificultad real ni racional para que lo concibamos como un único instante que se prolonga, que no tiene fin), y en cada uno (de los instantes) vivir, mirar, atender, estar despierto, ser consciente de “lo que es”. Pero para que esto sea posible se requiere que uno sepa lúcidamente que aquello que llamamos muerte no es inevitable, no es inexorable. Es sólo un pensamiento; es un “sentimiento” estratificado en nuestra mente condicionada. Los sentimientos son pensamientos debidamente sedimentados en la estructura genética en el curso de miles y miles de años. Ese pensamiento, ese sentimiento nos constriñe, nos oprime, nos circunvala, se encuentra al acecho desde lo más recóndito de nuestra interioridad, desde el subconsciente, y aun en todo el campo de la conciencia, sometiéndonos a un condicionamiento férreo, ciego, del que no atinamos mínimamente siquiera a sacudirnos. Así que, el cometido es romper aquellas estructuras, que hoy se ven obsoletas, anacrónicas, desfasadas.       

                            Despertar. Vivir despierto. Con todas las luces prendidas. Con las antenas desplegadas. Eso es vivir.



                                      XXX


                            La sucesión, la continuidad, el devenir, la linealidad de los sucesos, es una ilusión. Es una ilusión, una “creencia”, no un hecho; aun cuando una creencia necesaria para cierta etapa de la vida. Lo que existe “verdaderamente” es el “ahora”, la lúcida percepción o concienciación de “lo que es” en cada instante


                            16 de setiembre de 2006. ¿Cómo hacer para desvincularme de la cronología en mi cotidiano proceder? Trabajo duro, como el que más. Porque el tiempo lo inficiona todo, como escribí en alguna página de la primera parte de estas “Peripecias…”

                            La realidad, “lo que es” tiene un aspecto temporal, pero tiene a la vez otro aspecto intemporal. El primero se encuentra, o al menos, hay que hacer que se encuentre subordinado al segundo.

                            La sucesión, la continuidad, el devenir, la linealidad de los sucesos, es una ilusión. Es lo que escribí también en estos días. Es algo de lo que me he llegado a percatar con deslumbradora claridad. Es una ilusión, una “creencia”, no un hecho; aun cuando una creencia necesaria para cierta etapa de la vida. Lo que existe “verdaderamente” es el “ahora”, la lúcida percepción o concienciación de “lo que es” en cada instante. Saber eso, entender eso, permite que uno se libere de los deseos, se libere del tiempo, se libere del “futuro”, de los resultados “queridos”; así como del “pasado”, de la prisión de los “recuerdos agradables o desagradables” que la memoria nos trae a la conciencia.

                            Pero por otro lado, uno no puede desentenderse de las implicancias que tienen los sucesos en el aspecto temporal. Tiene que abordarlos con los otros, tiene que tomar decisiones, tiene que obrar correctamente respecto de ellos, están allí exigiendo permanentemente tomas de posición.

                            La atención es la clave. Ambos aspectos de la realidad tienen que ser conciliados, tienen que ser conjugados. Es indudable que la atenta observación de “lo que es” en cada instante, prescindiendo en lo posible de las palabras, de los juicios de valor en los que se hallen involucradas nuestras preferencias, nuestras simpatías y antipatías, es el medio de ir viviendo en la dimensión intemporal “desde ahora”. El tiempo sólo puede afectar a “las cosas externas”, y lo hace únicamente porque nuestro pensamiento se encuentra moldeado para que así las configure, así lo crea. Entre esas cosas externas está “nuestra apariencia”, aquello que condiciona a “los demás” a vernos de una forma determinada, atrapados también ellos a su vez por la ilusión de la continuidad, de la linealidad de los sucesos.

                            La ilusión de “la continuidad”, de la linealidad de los sucesos, es fácil de entender cuando nos planteamos que no necesariamente ocurre lo que pensamos que va a ocurrir. Ciertamente, el poder del pensamiento, atado a los resultados, nos va llevando por derroteros donde “normalmente” pasa lo que esperamos que pase. Pero eso acontece sólo “en cierta medida”, ya que el “otro poder”, el que está más allá de nuestros pensamientos, nos muestra también constantemente que las cosas ocurren de manera diferente de lo que creemos que va a pasar. El condicionamiento de la continuidad o linealidad proviene meramente de nuestras limitaciones, de esa actitud inconsciente que nos impide “ver” que la realidad es en verdad infinita, y que nos hace creer que sólo ha de aparecer ante nuestros ojos aquello a lo que estamos habituados, aquello que ya conocemos. O que “creemos” conocer. Porque desprendidos de esa ilusión, podemos comprender claramente que lo que se presenta ante nuestra conciencia en cada instante es verdaderamente nuevo, pues nunca jamás una situación ha de ser “idéntica” a otra.

                            En fin, se trata de palabras (que no son “la cosa”), con las que no es sencillo trasmitir la realidad real. Empero, se puede indicar que la eternidad es sólo el instante que se prolonga infinitamente, indefinidamente, y que solo es nuestra mente condicionada para funcionar en el aspecto temporal de la vida la que fragmenta esa eternidad, la divide convenientemente en segmentos. Es a causa de los apegos por “los conceptos”, por la realidad conceptual, por la cronología.

                            Es de pura obviedad, naturalmente, que estos apegos tienen su valor y su sentido. Los “millones de años” que ha llevado formar el cerebro humano no han transcurrido en vano. Apuntan a la creación de un ser dentro de la infinitud destinado a la vida imperecedera, que es el atributo intrínseco del ser increado. Esos apegos son los mecanismos necesarios para la “realización” del “ser creado” inmerso en ese proceso que comporta una “ilusión” tomado desde cierto punto de vista, el punto de vista del ser que “se siente mortal”.

                            La muerte, ese aspecto de la vida que a ella está subordinada; esa ilusión también, en cierto sentido (ya que se encuentra condicionada por “lo temporal”); ese fenómeno es, fue, una realidad, una creación conceptual necesaria en su momento. Lo puramente real, lo absoluto, es la vida; la cual, en la conjugación de los opuestos, en la complementación de ellos, prevalece neta, definitiva y absolutamente, trascendiendo a la cronología, desvinculándose de ella, desprendiéndose del tiempo, y enseñoreándose imbatible, eterna, infinita, inconcebible e inaprehensible con las meras palabras, que se hallan también contaminadas de tiempo.


 

                                               XXXI


                                      La comprensión de la vida y de la realidad, entendida ésta en su totalidad, comporta el discernimiento de lo que configuro como mi ser y todo lo que le concierne. Que nada más que eso podemos saber ni tenemos porqué saberlo


                                      24 de setiembre de 2006. En cada instante puedo escribir, puedo exponer tantas cosas. Incluso antes de venir aquí, en todo momento, en el curso de los días de la semana, en el curso del día de ayer y en el de hoy, mi mente elucubra ideas, concibe sistemas y estructuras enteras, imagina, va pergeñando conceptos, planifica, proyecta, se desborda, anhelante ante la expectativa de venir a concretar en este espacio lo que ha de ser su contenido.

                                      Entre los pensamientos que me vienen rondando al respecto de este asunto, está el de exponer sucintamente mi comprensión de la vida y la realidad total, de la manera más sencilla posible, para dejar un testimonio de la verdad que he podido aprehender en mi paso por esta cronología. Pues, para decirlo con Jesús, para esto he venido al mundo (para esto vinimos todos), para dar testimonio de la verdad (Jn.18,37).

                                      La comprensión de la vida y de la realidad, entendida ésta en su totalidad, comporta el discernimiento de lo que configuro como mi ser y todo lo que le concierne. Que nada más que eso podemos saber ni tenemos porqué saberlo. Que saber eso ya es muchísimo, es saber lo necesario, lo suficiente: lo bastante para vivir. Dicho esto con la humildad más entera de la que soy capaz.

                                      Exponer aquello tiene como fundamento el mismo que anima a este trabajo en su conjunto, pues con eso me estoy ayudando en esta tarea de construcción de mi propio ser. El cual, según se sigue de ello, aún está inconcluso.

                                      Tremendo es este problema, pues el instrumento del que me valgo para esta exposición, la palabra, lo hemos echado a perder (parafraseando con esto una expresión de Krishnamurti, uno de mis maestros), arrancándole su valor primigenio, despojándole de su contenido de verdad, tal como se hacía con las monedas antiguamente, disminuyendo el peso del metal precioso de su contenido intrínseco para hacerlas circular adulteradas con engaño al usuario. Pero el maestro Jesús, el que trasciende los tiempos con su enseñanza, ha dejado en claro que siempre se puede intentar hacer y decir las cosas correctamente si la verdad palpita en el corazón. Él dijo: “El maestro que se instruye en las verdades del reino de los cielos, es como un padre de familia que de las cosas nuevas y viejas que tiene en su casa, sabe sacar cosas nuevas” (Mt. 13, 52).

                                      Antes de ahora, ya he venido hablando y escribiendo muchísimo. Todo lo hablado, todo lo escrito, todo lo vivido, constituyen atisbos de la verdad, una comprensión enmarcada dentro de un contexto que se apoya en los prejuicios concretos y específicos que me condicionaban en el momento de expresarlo. Muchos de esos prejuicios pudieron haber sido erróneos, sea porque daban por sabido ciertas hipótesis que constituían mera conjetura, sea por la limitación propia que entrañaba el desconocimiento de la realidad sobre la cual especulaba.

                                      De todos modos, la certeza de la verdad enunciada siempre tuvo la salvedad de lo limitado del conocimiento al que podía acceder o al que había accedido, acorde con la verdad primera que uno es capaz de constatar.

                                      Y puesto a hablar de esa verdad primera, ella radica en lo único que podemos conocer, en principio. Eso es aquello que damos, que configuramos como nuestro “ser”. Esto que siente, esto que piensa. Esto es con lo que estamos en contacto directo. Lo otro, lo demás, por lo general, no está a nuestro alcance.

                                      Esta verdad sencilla, esta verdad luminosa, tantas veces planteada, continúa y continuará teniendo vigencia. Lo que me es dado saber, lo que me es dado conocer, en principio, porque “aquí lo tengo” es lo que soy yo.

                                      Cabe por tanto investigar “lo que soy yo”.

                                      Para mi felicidad, para mi fortuna y mi dicha, otros se han anticipado a realizar el mismo trabajo. Lo cual, empero, no me exonera a mí de trabajar, porque lo que los otros hayan dicho ha de ser siempre una verdad de oídas, una verdad de segunda mano. No es el caso sin embargo de desechar lo que los otros ya han hecho, sino de comprobar si lo que hicieron y lo que dijeron en consecuencia es susceptible de ser constatado por mí mismo. Al respecto recuerda Jesús el siguiente proverbio: “Uno es el que siembra y otro el que cosecha” (Jn. 4,37).

                                      Quien enunció la verdad de este asunto de la manera más certera, lo cual me fue dado constatar por mis propios medios, ha sido el Buda. Dijo él: “Somos lo que pensamos”.(Dhammapada, Capítulo I, Verso 1).

                                      25 de setiembre de 2006. A tono con la declaración del Buda, diré entonces que soy el pensamiento que en mí se genera. Esta es una verdad susceptible de ser constatada, puesto que al pensamiento lo tengo conmigo, lo llevo conmigo, lo experimento directamente. Ahora bien: ¿en qué consiste el pensamiento?. ¿Y porqué lo identifico, lo asocio con mi ser?.

                                      Es notable cómo este asunto que parece tan trivial tiene una importancia tan extraordinaria para el conocimiento de la realidad y de la vida. Se trata de que el punto de partida para todo conocimiento indefectiblemente tiene que comenzar por uno mismo.

                                      Y puesto a determinar lo que es el pensamiento, se me presenta que es una energía, una energía síquica, entendida la palabra energía como un poder para crear u obrar. Esa energía llamada pensamiento realiza una actividad, opera en un contorno que es apropiado llamar campo de energía. La actividad, el trabajo, el proceso que efectúa el pensamiento es el de configurar en símbolos lo que cae dentro de la esfera de su influencia, símbolos que adoptan formas variadas como los sonidos que forman palabras, los colores que forman imágenes, los trazos gráficos que forman la escritura, etcétera, a las que el pensamiento atribuye un significado, a fin de dar inteligibilidad a aquello a lo cual representan dichos símbolos.

                                      El precedente circunloquio, el más complicado que se ha enunciado hasta ahora, permite entender que es el pensamiento el que con su trabajo configura lo que di en llamar campo de energía dentro del cual el mismo opera. Ese campo de energía es el mismo pensamiento, siendo que éste es energía y el contorno en el que opera es también energía. El trabajo del pensamiento radica en diferenciar una cosa de otra traduciéndolas en símbolos al solo efecto de su inteligibilidad.


                                               XXXII


                                      La realidad es una, no dos; ni muchos. Esto, tomándola en el aspecto y sentido absoluto. En su aspecto y sentido relativo, gracias a los conceptos, la realidad adquiere diversidad


                                      26 de setiembre de 2006. Soy pues un campo de energía, ese campo de energía generado por el pensamiento, que es él mismo. He ahí la razón de asociar al pensamiento con mi ser, de identificarlo conmigo.

                                      En este trabajo de deshilvanar los conceptos, voy empleando palabras usuales cuyo significado lo doy por sabido, se trata del significado usual que le es atribuido, y no es el caso de estar perdiéndose en consideraciones para especificar los sentidos de esas palabras. Así, cuando hablo de símbolos, de campo de energía, y de otros conceptos, se da por sentado que el sentido es el mismo y el consabido para todos dentro del contexto empleado.

                                      Un campo de energía --lo que soy-- comporta un paquete, un manojo, una aglomeración, al que se le asigna ciertos límites, ciertos contornos, ciertas fronteras, por más que imprecisos, difusos, pero para definirlo es imprescindible situarlo en un lugar, en un espacio. Además de ello, ese campo de energía que configuro como mi ser se encuentra en constante cambio, va pasando de un estado a otro, de instante en instante. Se halla implicado en ese campo, en ese pensamiento, por ende, también el tiempo.

                                      Soy pues un campo de energía situado en un espacio-tiempo en estado de cambio constante, en permanente vibración. ¿Hasta dónde abarca este campo de energía que doy por mi ser? Compruebo que va hasta donde son capaces de abarcar mis sentidos y mi propio pensamiento. En suma, hasta donde alcanza el proceso que efectúa el pensamiento para configurar en símbolos lo que cae dentro de la esfera de su influencia.

                                      Se sigue de ello que todo lo que pienso, soy. Todo lo que veo, todo lo que oigo, todo lo que huelo, todo lo que toco y todo lo que degusto, también soy. La figura, el sonido, el olor, la tersura y el sabor son también pensamientos. 

                                      No es fácil aceptar de buenas a primeras esta premisa. Empero, cuando me percato que el pensamiento es el medio del que se vale “mi ser” para configurar la realidad de manera diferenciada utilizando al efecto los símbolos apropiados, y en particular las palabras, caigo en la cuenta de que la diferenciación es meramente artificial, por decirlo así. La realidad es una, no dos; ni muchos. Esto, tomándola en el aspecto y sentido absoluto. En su aspecto y sentido relativo, gracias a los conceptos, la realidad adquiere diversidad.  


                                               XXXIII


                                      Hace ya mucho tiempo que he podido comprender que las explicaciones de la realidad que damos los seres humanos no constituyen otra cosa que una manera de dar un soporte al ser, a nuestro ser


                                       27 de setiembre de 2006. ¿Qué es esto que voy exponiendo? Cháchara. ¿Podrá alguno tener la paciencia debida para seguir el hilo de mi razonamiento? Es obvio que este asunto de trasmitir la verdad con palabras tropieza con dificultades casi insuperables. El problema radica en que, como dice Jorge Luis Borges, cada palabra postula el universo. En buen romance esto quiere decir que de una palabrase sigue otra, es decir, para entender a la primera tengo que tener en mente otra, y detrás de ésta otra, y así ad infinitum. La palabra, expresión del pensamiento, boga en la superficie. El esforzado intento precedente, no va a convencer a nadie. Cuando Descartes elucubró su Discurso, y Kant sus Críticas, elaboraron sistemas primorosos, sólo para que se alzaran detractores que los impugnaran. Por cierto, Kant arribó a la conclusión de que no era posible llegar al conocimiento de la verdad definitiva por el camino de la teoría, vale decir, de los conceptos que se valen de palabras. Apeló a la razón práctica para deducir sus verdades fundamentales. Y no puede ser de otra manera, pues la praxis es el fundamento primario de toda sabiduría, de todo conocimiento.

                                      Mirando lo expuesto más arriba se advierte que la ilación lógica del discurso radica en inferencias que se van haciendo una tras otra. Alguno podrá salir al paso y decir que aquello equivale a decir simplemente que yo soy yo. Tautología pura. ¿Porqué me empeño en seguir? Es una catarsis. Escribo para mí mismo.

                                      A decir verdad, no he conseguido todavía liberarme del pensamiento. La liberación del pensamiento es una expresión utilizada por Krishnamurti que tiende a indicar la praxis necesaria para descubrir y encontrar la verdad. Krishnamurti es un maestro para este tiempo, uno que se ha instruido en las verdades del reino(Mt. 13,52). La forma de expresar Jesús lo dicho por Krishnamurti es así: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí la hallará” (Mt. 16,24-25; Mr 8,34-35; Lc. 9,23-24).

                                      Puesto que el pensamiento soy yo, a tono con lo dicho por ambos maestros, debo liberarme de ese yo.

                                      Puede verse hasta qué punto las palabras, producto del pensamiento, son equívocas.

                                      El pensamiento es en verdad una carga muy pesada. El pensamiento no me deja en paz, es el pensamiento el que me impulsa a seguir con esto. Con esto, me libero también en cierta forma del pensamiento, me libero de esa pesada carga, o en todo caso la canalizo, le doy curso, lo conduzco hacia un cauce.

                                      Pero las paradojas asoman en cuanto uno va discurriendo con las palabras. El pensamiento que soy, me muestra que soy también el no pensamiento. Soy algo más que el pensamiento, eso puedo constatarlo, porque cuando no pienso también soy. Verbigracia, cuando duermo, o cuando, durante la práctica de la meditación, se produce una ausencia momentánea de pensamientos.

                                      De hecho, la energía que soy no está constituida únicamente de pensamientos. El pensamiento es uno de sus componentes, pero en ausencia de pensamientos, esa energía, ese campo de energía que soy, continúa siendo, continúa existiendo. A esa energía con ausencia de pensamientos, los maestros de sabiduría han concordado en llamar silencio o vacío.

                                      Me empecino en seguir explicando. Hace ya mucho tiempo que he podido comprender que las explicaciones de la realidad que damos los seres humanos no constituyen otra cosa que una manera de dar un soporte al ser, a nuestro ser. Estoy pues dando un soporte a mi propio ser, aunque más no fuera sino para mí solo, pues como Isaías me oigo decir: ¿Quién podrá creer nuestro mensaje? (Isaías, 53,1).


                                               XXXIV


                                      Los que han comprendido la vida y la realidad en su sentido pleno, vistas en su totalidad, han inculcado siempre el aprendizaje para detener el flujo de los pensamientos


                                      28 de setiembre de 2006. Me cuesta llamarme a silencio. Esa es la razón por la que sigo en este emprendimiento. Sigo desovillando, sigo desenrollando el ovillo o el rollo que llevo adentro. Los sistemas filosóficos que se construyen apelando a las meras palabras serán indefectiblemente insatisfactorios, incompletos. Satisfarán a su autor, hasta cierto punto, porque desde su punto de vista, tomando en cuenta el contexto desde el cual él habla, lo encuentra consistente, así lo siente, así lo cree. Empero, el sabor de lo inconcluso le arderá en la lengua.

                                       El silencio contiene al sonido; con éste se articula la palabra que es producto del pensamiento. Diríamos que el primero (el silencio) es mayor que el segundo(el pensamiento, génesis de la palabra). Pero los dos son uno. Considerados como opuestos ambos encajan el uno en el otro, convergen, se complementan y se hacen uno. Las cosas tienen que ser vistas como totalidad. Cada cosa. Cada ser se encuentra concatenado a la totalidad del universo, ensamblado con el incesante flujo de los sucesos en la naturaleza. Cuando digo que el silencio es mayor que el pensamiento, que el primero contiene al segundo, y que los dos son uno, me erijo en émulo de Jesús, quien declaró: “Porque el Padre es mayor que yo” (Jn. 14,28). El sonido, el pensamiento generador de la palabra, está contenido en el vacío, en el silencio.

                                      Ese vacío, ese silencio, que es energía, también me constituye, dije más arriba. Y eso sí es inconmensurable. Pero los dos, el pensamiento y el silencio, son solo uno.

                                      Experimentar el silencio, la ausencia de pensamientos, es experimentarse a sí mismo, experimentar ese aspecto del ser que no tiene fin. Pero ese aspecto contiene al otro, al pensamiento que no puede ser separado de él, ambos se conjugan, se integran, se complementan.

                                      Empero, aprender a entrar en el silencio requiere de entrenamiento para liberarse del pensamiento, porque es el pensamiento el que crea la ilusión de que los opuestos existen separados. El pensamiento no puede ver la totalidad, no puede configurar la totalidad de cada cosa: de la vida en unión con la muerte, de la salud con la enfermedad, del gozo con el sufrimiento, y así indefinidamente.

                                      De ahí que los que han comprendido la vida y la realidad en su sentido pleno, vistas en su totalidad, han inculcado siempre el aprendizaje para detener el flujo de los pensamientos. Patanjali define el yoga, la unión con Dios, como la supresión o la inhibición de los procesos de la mente.

                                      Demás está decir que este es un asunto complicado que sólo puede ser comprendido si se lo pone en práctica.

                                      Aunque el pensamiento y la palabra no pueden configurar la totalidad de cada cosa, apelamos no obstante al pensamiento para intentar dar una idea de ello. Así, la totalidad de la vida y de la muerte la denominamos sólo vida porque ésta es la que prevalece sobre la otra, es decir vale más que la muerte. Entre el odio y el amorprevalece el amor, aunque ambos sean aspectos de lo mismo. Este es desde luego un lenguaje extraño para la mayoría, porque requiere de una comprensión donde el que mira debe haber trascendido los opuestos, debe estar más allá de ellos.


                                               XXXV


                                      Soy uno en la diversidad, en la multiplicidad, en la infinitud


                                      29 de setiembre de 2006.  No hay mayor aventura que la de seguir el hilo del propio pensamiento. Es ir a ventura. Esa es en verdad la vida, observar nuestros pensamientos. Porque los pensamientos pueden estar, aun en ausencia de ellos mismos, si la mente está quieta, si la mente está en silencio, si ella está en el silencio. Y eso es, para la comprensión, extrañamente sencillo. La mente está en silencio cuando omito reaccionar ciegamente ante los estímulos, sean externos o internos. Lo que cuesta, lo difícil, es ponerlo en práctica. Observar mis pensamientos sin reaccionar es observarme a mí mismo. En esa instancia los estoy trascendiendo, estoy posicionado en el silencio, que también soy yo.

                                      Estoy redondeando mi tema, el tema que se refiere a mi ser y a lo que le concierne. Esto que soy, que es de lo único que puedo llegar a saber. Lo cual ¡oh sorpresa!, constato que es infinito, no tiene fin. No tiene fin porque no tiene medidas, no es susceptible de ser medido, pues el silencio, del que también se compone, es inconmensurable.

                                      Claro que a este ser mío sólo puedo conocerlo de instante en instante. Porque un ser en evolución, un ser que cambianunca permanece el mismo. Vale transcribir de nuevo para paladearlo y para fijarlo por repetición en la memoria la cita atribuida a Gregorio de Nisa ya transcrita en estas páginas:“Sabemos que un ser en evolución nunca permanece el mismo, pues pasa de un estado a otro: cambia para mejor o para peor. (…) Estar sujeto a cambios es un nacimiento continuo. No hay nada que permanezca igual en la naturaleza. Pero el nacimiento espiritual ocurre por libre elección, no por determinación de seres corporales. En cierto sentido somos padres de nosotros mismos y según queramos ser”

                                      Krishnamurti, en uno de los tantos pasajes referentes al mismo tema dice: “El aprender es de instante en instante, porque el  <>,  el <> está cambiando permanentemente, nunca es constante”.  Y en otra parte: “Aprender acerca de uno mismo no tiene fin, y la belleza e inmensidad de ello es su infinitud” (Diario, páginas 169 y 261).

                                      Jesús, al respecto declara: “El nacido del espíritu es como el viento, sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va” (Jn. 3, 8).

                                      Y ya que estamos, el propósito, el leit motiv del conocimiento de mí mismo, consiste precisamente en nacer de nuevo, en nacer del espíritu. El nacimiento espiritual, el que se produce por propia y libre elección, el que en cierto sentido me permite ser padre de mí mismo, según lo quiera ser, me posibilita tomar las riendas de mi vida. En esa instancia puedo conducir mi vida, y mi muerte, que en ella está subsumida.

                                      Para que ello sea factible, no hay sino decidirme a observar mis pensamientos, observar de instante en instante “lo que es”, desembarazado de la carga afectiva que ellos entrañan, desembarazado de las preferencias o rechazos que en mí suscitan, en suma: sin reaccionar. En ese punto, consigo estar lúcidamente consciente, mi mente se encuentra atenta, alerta y vigilante, y eso “que es”, ese soy. Soy uno en la diversidad, en la multiplicidad, en la infinitud.

 


                                               XXXVI


                                      El instante fusionado con el infinito, es la eternidad. El yo, instalado en el silencio, es la infinitud, es la potencialidad pura.


                                      30 de setiembre de 2006. El instante, como “unidad de medida del tiempo” es sólo un condicionamiento de la mente. Lo mismo el espacio, como “medida” que contiene a los objetos. La medida es puesta por nuestra mente para otorgar consistencia a lo que percibimos dándole un sentido de totalidad. Es la unidad dentro de la multiplicidad, o la unidad “abarcadora” de la infinitud.

                                     Son conceptos que tratan de explicar una realidad inabarcable, razón por la cual es fragmentada, delineada por los conceptos, por las palabras y su significado, por el pensamiento, en suma.

                                      El pensamiento actúa (con su instrumento, la palabra) como un medio para generar la diversidad, la multiplicidad, para crear “las diferencias” en la realidad, que puede también ser configurada como indiferenciada, como “algo” que es simplemente energía, una “potencialidad pura”, una “ausencia de todo”, un vacío, un silencio, una mera vibración.

                                      Inmanuel Kant ya se había sentido perplejo al no poder resolver con los conceptos el problema del espacio y del tiempo que se le presentaba simultáneamente como finitos e infinitos.

                                      El instante fusionado con el infinito, es la eternidad. El yo, instalado en el silencio, es la infinitud, es la potencialidad pura.

                                      Desde el instante eterno, desde el silencio que es “ausencia de todo”, “potencialidad pura”, va generándose todo lo que me concierne, todo lo que concierne a mi ser.

                                      La cronología, el tiempo, el espacio, la linealidad de los sucesos, constituyen condicionamientos de mi ser fundamental, de esto que descubro ser “yo”. El mismo “yo” es sólo un condicionamiento para darme el sentido de unidad, de totalidad, dentro de una realidad que se me escurriría de la mente en caso contrario, en el caso de que carezca de consistencia dentro de sus límites. En cierto sentido pues el tiempo, el espacio y el yo que me conciernen es sólo una ilusión. Una ilusión necesaria para mi condición de ser finito, limitado. Pero cuando descubro la infinitud con la que debo conjugar esa finitud, comprendo verdaderamente “lo que soy”.

                                      Liberado “del pensamiento”, y del “conocimiento” que él entraña, poniendo en práctica la atenta observación a “lo que es” en cada instante (incluido el pensamiento), omitiendo reaccionar ciegamente ante los estímulos, posicionado en la quietud de la mente, estoy en posesión de la vida eterna. Vivenciar cada instante de forma intemporal es la manera de integrar los opuestos, la vida y la muerte que son una sola cosa, es decir, la vida en su sentido absoluto.

                                      La vida en esa circunstancia es plenitud, es lo desconocido que va siendo aprehendido, que va siendo “conocido” en un  presente interminable, con la cualidad de lo nuevo que se manifiesta en cada contexto de percepción de la realidad que se vaya dando, bastando para ello nada más que la completa atención a “lo que es”.


                                               XXXVII


                                      La configuración de la realidad que nos atañe, es una pura convención con los otros o con nosotros mismos, en base a símbolos, a signos y sus significados


                                      08 de octubre de 2006.  Tras la pausa semanal, ver si se puede poner “fin” a este tema. Condicionamiento impuesto (el deseo de poner fin al tema) por nuestra calidad de seres que se tienen a sí mismos como finitos. Nada en el universo realmente tiene fin, salvo por la convención que creamos en virtud de la palabra, y su génesis: el pensamiento. Las cosas tienen que tener consistencia para nosotros, porque si no, nos desbarrancamos por el abismo, por el precipicio, por ese “vacío” que se nos antoja pavoroso, aterrador, sin nada de qué agarrarnos, hundiéndonos sin término, irremisiblemente solos, desnudos, con una sensación de desamparo absoluto, sin puerto de llegada, sin meta, siempre cayendo, eternamente vulnerables, sin avizorar un límite en el que apoyarse para reposar en esa caída, para salir de ese vértigo que no tiene fin. He ahí “la razón” o la necesidad de consistencia, he ahí el motivo de las explicaciones de lo que somos y de lo que nos pasa. La configuración de la realidad que nos atañe, es una pura convención con los otros o con nosotros mismos, en base a símbolos, a signos y sus significados. Las historias (todas nuestras historias), son creaciones de nuestra mente por medio de las cuales ésta traduce nuestros sentimientos. Nuestras historias son traducciones de “lo que sentimos”. Pero “lo que sentimos” podemos reducirlo, podemos simplificarlo en experiencias agradables o desagradables. Por su lado, la cualidad de agradable o desagradable de las experiencias es asignada por nuestra mente, por nuestro pensamiento, con el objeto de diferenciar, de separar “lo otro” de nosotros. Las experiencias desagradables pueden ser convertidas en agradables, o al menos, pueden ser toleradas y asimiladas sin reaccionar contra ellas si las observamos con ecuanimidad. En esta instancia, “lo que sentimos” simplemente “es”, sin más. Es energía, es fuego de artificio, es despliegue de signos y símbolos. Y adquirida la ecuanimidad, la imparcialidad, la neutralidad e indiferencia diríamos también, hacia estos signos y símbolos, sin tomar partido por ellos, sin juzgarlos sino simplemente viéndolos en toda su pureza, liberados del deseo, allí la energía que implica ese “ser” se vuelve inconmensurable. Trasciende todo parámetro. Es uno solo, no dos, ni muchos. Allí es “Dios con nosotros”, Enmanuel, el nombre que había que ponerle al mesías, al salvador, según la tradición israelita, según Isaías 7:14 y Mateo 1: 23 específicamente.

                                      Experimentar esta verdad, esta realidad es el propósito de la vida. Experimentar ese ser en nosotros permite borrar de la mente todo condicionamiento temporal a pesar de que el tiempo siga corriendo. Esta experiencia es simplemente indescriptible, pero puede ser equiparada con lo que llamamos júbilo.

                                      La exposición que precede ilustra someramente lo que soy y lo que sé a su respecto. Se diría que encierra dentro de un contexto un montón de símbolos que podrían ser comprensibles si se los examina con la suficiente atención. Las palabras pueden ser entendidas únicamente dentro de contextos y toda exposición deja indefectiblemente muchos cabos sueltos. Si con el discurso de este día cierro un capítulo, abriré otro en “otro momento” para proseguir con mis elucubraciones. Aparte del trabajo que me toca hacer, que no lo puedo eludir, está el aspecto de mi naturaleza lúdica, que me impulsa a jugar, que me impulsa a crear. Como colofón diré que los maestros que me han servido de guías para aprender lo que entiendo haber llegado a saber sobre mí mismo y sobre lo que me concierne, son principalmente el Buda, Jesús y Krishnamurti. Las explicaciones que dan razón y soporte a esa aseveración serán expuestas en otra ocasión, si fuere propicia, lo cual está por verse.


                                               XXXVIII


                                      Estoy en el entrenamiento para vivir enteramente en el presente. He llegado a comprender que instalarse en ese instante (se advierte la raíz común de ambos vocablos), prestando total atención a “lo que es”, desprendido del pasado y del futuro, muerto a los deseos; eso es en lo que consiste la vida


                            15 de octubre de 2006. Tremendo es este impulso de escribir a toda costa. Esta compulsión que me impide simplemente atender a “lo que es”en el momento, a “lo que hay“ alrededor. Las gotas de lluvia que caen, el canto de los pájaros que trinan, el zumbido de la computadora, el agua que vierto en la guampa del tereré y lo absorbo con la bombilla, mis dedos que recorren el teclado, los libros desperdigados por la biblioteca y sobre las mesitas de luz, los cuadros de pintura, los retratos, los asientos, las ropas, mi cuerpo con sus miembros superiores e inferiores, mi cabeza, mis lentes, mi reloj. Un inventario interminable. Cuesta un montón mantener quieta a mi mente, vaciarla de pensamientos, dejar de pensar, dejar de escribir. Porque para conocer verdaderamente estos objetos inventariados, estos que son en cada momento de mi percepción, es menester verlos como nuevos, no a través de la pantalla de mi memoria, de “lo conocido”, o mejor, de lo que mi mente da por “lo conocido”, que no son sino prejuicios convenientemente arraigados en ella desde antes, desde el pasado. La cosa está en trabajar para alcanzar ese “estado”. Aristóteles ya decía, según nos cuenta Karl Popper, como apuntamos anteriormente, que “al conocer una cosa, al intuirla, el sujeto cognoscente y su conocimiento se tornan uno con el objeto conocido”.

                                               Y bueno. Escribir esto también forma parte de ese trabajo. Conocer en toda su pureza lo que es se da sólo en el instante presente. El cúmulo de conocimientos archivados en la memoria, sirve sólo como referencia, como material que nos permite andar “en el tiempo”. Y en la dimensión temporal tenemos que funcionar enteramente como instrumentos del poder superior de la Naturaleza (de Dios). El cuerpo y la mente, en cuanto se ubiquen en la cronología, deben atender para obedecer incondicionalmente el mandato, la ley natural, que es obrar con entera justicia y rectitud. Y obrar con entera justicia y rectitud consiste en “hacer el trabajo” que uno tiene que hacer, conforme lo discierna en cada instante. Lo cual incluye, si no está en el precepto de la vida, de “lo que es” en este instante, no hacerlo. Y si lo está, pues, manos a la obra. Hasta aquí ha estado.

                                      22 de octubre de 2006. ¿Tengo que dar fin a este trabajo, me refiero a esta “segunda parte” de mis peripecias, porque de hecho estoy omitiendo narrar las dichas peripecias, entendidas éstas en el sentido de experiencias concretas, historias de mi cronología que dan sazón a mi vida, y que me enseñan a aprenderla, a aprehenderla? ¿No son estas reflexiones, estos pensamientos, parte de la “aventura” de mi vida, que me sirven también para ir construyendo mi identidad, para ir transitando hasta la meta en que he de convertirme en maestro de mí mismo en esta materia, en la del aprendizaje de la vida?

                                      Me falta caminar, no he alcanzado la meta. La meta ha de ser alcanzada, cuando me haya muerto enteramente a mis deseos, cuando haya muerto, no en el sentido convencional, sino cuando haya encontrado mi vida después de haberla perdido (Mt. 10,39; Mr 8,35; Lc. 9,34; Jn 10,25). La aventura de la vida prosigue. El aprendizaje de la vida. De hecho, alcanzada la meta, la aventura proseguirá también, y si ahora estoy bien aventurado entonces lo estaré con mayor razón.

                                      Estoy en el entrenamiento para vivir enteramente en el presente. He llegado a comprender que instalarse en ese instante (se advierte la raíz común de ambos vocablos), prestando total atención a “lo que es”, desprendido del pasado y del futuro, muerto a los deseos; eso es en lo que consiste la vida. Nada de ambicionar cosas, nada de esperar resultados, nada de “querer algo mejor”. Comparar, juzgar, preferir, son verbos que conjugados me llevan y me ausentan de “lo que hay” en lo único que me es dado vivenciar, el presente. Todas las facultades mentales han de apuntar a mirar lo que está en ese momento, las antenas desplegadas, los ojos abiertos, despierto, bien despierto. No hace falta más. Uno es el observador, y uno lo observado. Y si los instantes “se suceden” unos a otros, es que uno se pasea por ellos, aunque ese uno sea algo distinto en cada ocasión. Distinto, pero idéntico “al mismo tiempo”. Porque el tiempo no existeen esa instancia, para él, para el “observador”, que tampoco existe. Intríngulis que solo puede verse en plenitud y cabalidad cuando uno lo experimenta. La experiencia directa de la verdad, que es lo que da la sabiduría, que no tiene fin.

                                      Ese entrenamiento prosigue, va a proseguir, así que estos comentarios, estas reflexiones en torno a dicho ejercicio, a ese esfuerzo genuino, el recto esfuerzo necesario, eso también va a continuar. No se dará fin por tanto, por ahora, a esta Segunda Parte de las peripecias narradas en este opúsculo.

 

                                               XXXIX


                                      “Lo que es”, es naturalmente Dios, el que se denominó a sí mismo con ese nombre: “El que soy” (Ex. 3,14)


                                      28 de octubre de 2006. Para redondear este periplo, este viaje de circunnavegación alrededor de mí mismo, las aventuras que comprenden esta exploración que me está permitiendo ser “mi propio maestro”, menester es que mencione cuáles han sido, o cuáles son los hitos que han signado mi desarrollo personal, los que me han dado la comprensión de que este es un camino sin retorno, a pesar de los duros embates que sin duda seguiré librando para superar todos los condicionamientos atávicos que llevo a cuestas.

                                      Buda, Jesús y Krishnamurti. El hecho de que a ellos circunscriba el magisterio fundamental de lo que he llegado a comprender y discernir, y esencialmente el que lo circunscriba a Jesús, de quien con razón dijo Gandhi que es la energía espiritual más poderosa que el mundo ha conocido, no significa que no haya bebido de todas las fuentes que han llegado a mi alcance para adoptar la visión del mundo y la realidad que actualmente sustento. La enseñanza de estos tres maestros se conjugan, y por cierto, se complementan, aunque de por sí la enseñanza de Cristo, como alguna vez ya lo señalé, es la culminación y la condensación de todas las doctrinas de sabiduría que en el mundo han sido enunciadas, según mi leal saber y entender.

                                      El Buda, en el intento de simplificar al máximo esta realidad, tratando de ponerla al alcance de cualquier ser humano provisto nada más que de buena voluntad, enunció las cuatro verdades nobles que cualquiera puede constatar. La verdad del sufrimiento, la verdad de la causa del sufrimiento, la verdad de la liberación del sufrimiento, y la verdad del camino que lleva a la liberación del sufrimiento.

                                      El sufrimiento es una realidad innegable, omnipresente, se encuentra en la vida de cada ser humano. Todos, sin excepción, sufren, sea por la enfermedad, sea por la vejez, sea por la muerte, que sobrevienen, sea cual fuere la condición en la que vivan.

                                      La causa del sufrimiento, tras investigarlo en sí mismo, el Buda llegó a constatar que radicaba en la ignorancia. La ignorancia de esa misma causa, que una vez conocida, puede ser evitada.

                                      La liberación del sufrimiento por tanto es posible, conociendo y evitando la causa que lo produce.

                                     Y el camino que lleva a la liberación del sufrimiento, la cuarta y última verdad noble o sagrada, se compone de ocho partes, de ocho pasos a seguir, de ocho sendas, por lo que se lo denomina en términos budistas como el noble óctuple sendero. Estos ocho pasos, que en definitiva pueden ser reducidos a uno solo, a la rectitud, son no obstante enunciados en esa forma para su mejor comprensión, y son los siguientes: 1) Recta palabra; 2) Recta acción; 3) Rectos medios de vida; 4) Recto esfuerzo; 5) Recta atención; 6)Recta concentración; 7) Recto pensamiento; y 8) Recta comprensión.

                                      No es el caso ni es el propósito de esta exposición el de desarrollar la doctrina budista; empero, como mi propio camino ha tenido que ver tan fundamentalmente con estas enseñanzas, no puedo menos que mencionar y señalar cómo de la manera más sencilla posible, este maestro expone su enseñanza, que cualquiera que se disponga a constatarlo por sí mismo, puede comprobarlo. Y comprobarlo implica llevarlo a la práctica, comporta ello pensar, decir y hacer lo correcto en cada instante. Por ese camino, por el camino de la rectitud uno consigue liberarse del sufrimiento y alcanzar la comprensión, la recta comprensión de la realidad, la sabiduría. Y no hace falta más.

                                      La enseñanza de Jesús, que coincide en un todo con la del Buda, se halla condensada en esta sola sentencia: Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. El reino de Dios, o de la Naturaleza, como se quiera llamarlo, radica en la justicia. Practicar la justicia es practicar la rectitud.

                                      Ambas doctrinas, ambas enseñanzas, son sencillas, se encuentran al alcance de todos. El Buda dijo: “La enseñanza que he mostrado no hace distinción entre lo secreto y lo público. Nada ha quedado escondido en el puño del maestro”

(Digha Nikaya 16, Maha-Parinibbana Suttanta, citado por Willian Hart, en La Vippasana, El Arte de la Meditación Budista) Y Jesús: “No hay nada encubierto que no llegue a descubrirse, ni oculto que no llegue a saberse” (Mt. 10,26;  Mc. 4,22;Luc. 12, 2).

                                      Y Krishnamurti, maestro de este tiempo, resume su enseñanza en este aserto: “Religión es experimentar de instante en instante la verdad de lo que es”.

                                      “Lo que es”, es naturalmente Dios, el que se denominó a sí mismo con ese nombre: “El que soy” (Ex. 3,14).


                                               XL


                                      La ley de la Naturaleza (de Dios) es la justicia por más que nos empeñemos en no verlo. De hecho, cada ser vivo, y cada ser humano en particular, es un pedazo, una porción de la naturaleza, un universo en miniatura. Sólo hay que verlo


                                    19 de noviembre de 2006. Cansinamente heme aquí prosiguiendo con estas lucubraciones. Tengo que avanzar, porque no he alcanzado el grado de maestro, y esto es mi trabajo, esto es mi aprendizaje.

                                      El reino de Dios y su justicia es una expresión que equivale a la ley de la naturaleza. Porque la naturaleza es lo mismo que Dios en el lenguaje empleado por Jesús en aquella sentencia, y en el lenguaje de quien quiera que se disponga a entenderlo con sinceridad. Para el Buda, la ley natural es el Dharma en sánscrito, o el Dhamma, en el idioma pali. Al cuerpo de sus enseñanzas principales se las denomina el Dhammapada, el camino de la ley, o la senda de la virtud, según sea la versión de los traductores.

                                      La ley de la Naturaleza (de Dios) es la justicia por más que nos empeñemos en no verlo. De hecho, cada ser vivo, y cada ser humano en particular, es un pedazo, una porción de la naturaleza, un universo en miniatura. Sólo hay que verlo.

                                      El ser humano, inserto en medio de la naturaleza,  dotado de un “poder” minúsculo, presume que puede manipular la ley de la naturaleza para satisfacer sus propios deseos e impulsos egoístas, e introduce el caos en su propia vida. Así de sencillo es este problema. La ley natural en el ámbito del comportamiento humano es la rectitud, la justicia. Si el hombre se aparta de esta ley, de la ley que le es inherente a él mismo, estará creando desorden, destrucción, confusión, y toda la secuela de desastres que a eso sigue.

                                      La enseñanza de estos maestros se enmarca, se encuadra dentro de estos preceptos. En virtud de las leyes de la naturaleza, del árbol bueno se recoge buenos frutos, se cosecha lo que se siembra, todo lo malo que uno haga da frutos malos, y todo lo bueno que uno haga da frutos buenos.

                                      ¿Es que se presenta tan difícil comprender que cada palabra, cada acto y cada pensamiento producen consecuencias que afectan a quien la profiere, lo hace y lo hilvana? 

                                      Ciertamente, es difícil. Es difícil a causa de la ignorancia, del autoengaño. A causa de ese mínimo poder del que está dotado el ser humano. Porque momentáneamente tiene el control de algún acontecimiento, porque tiene la posibilidad de distorsionar la ley de la naturaleza, piensa que puede controlarla en todo tiempo para su provecho y en detrimento de sus congéneres, o de la propia naturaleza, de los demás seres que la pueblan.

                                      El autoengaño transita por erigir en ley de la naturaleza los propios deseos egoístas. Y allí se posiciona, ciego y sordo. Contra esta tendencia es que han trabajado estos maestros. No es que tales deseos estén mal en sí mismos. No es así, no puede ser así. La mínima inteligencia enseña que al manifestarse ellos, integran a la misma naturaleza en nosotros. Pero hay que observarlos en cada caso, en cada momento, adónde nos conducen si nos dejamos llevar por ellos. Allí es donde debemos discernir en libertad, utilizando ese mínimo poder del que hablábamos, para hacer lo correcto.

                                      La enseñanza ciertamente es sencilla, no es complicada. Somos nosotros los que nos encargamos de complicarla.

                                      La clave para comprenderla radica en el conocimiento de uno mismo, el conocimiento de esa porción de la naturaleza donde podemos observar sus leyes con entera verdad, sin distorsiones, si nos disponemos a ello con total sinceridad.

                                      Dicen el Buda y Jesús sobre este punto, y también Krishnamurti, por supuesto, que hay que mantenerse alerta y vigilante todo el tiempo. Hay que mantenerse despierto. Es el principal, si no el único requisito. Alerta para no reaccionar ciegamente ante los estímulos de toda índole, para no dejarse llevar por los impulsos ciegos, por los deseos egoístas. La naturaleza tiene que funcionar armónicamente, y nosotros, insertos dentro de ella, (nosotros ella misma, en una porción reducida), tenemos que mirarnos y conocernos, y en aquello que está en nuestras manos controlar, que podemos controlar en virtud del “poder” ínfimo que nos es dado detentar, hacer lo necesario para que la ley de la naturaleza se cumpla, para que ella funcione armónicamente dentro de nosotros. Esa es toda la enseñanza. Observarnos a nosotros mismos para vivir con la verdad, para vivir en la verdad. Comprender que nada está en nuestro poder, salvo hacer lo correcto.


                                               XLI


                                      Comprender que el poder está sólo en la naturaleza, he ahí el quid de la cuestión. No querer otra cosa que lo que quiere la Naturaleza,  otro de cuyos nombres es Dios: he ahí la manera de vivir


                                      07 de diciembre de 2006. Nada está en mi poder, salvo hacer lo correcto.En eso se resumen la ley y los profetas, parafraseando lo escrito en Mateo 7:12. O también: En este mandamiento se basan toda la ley y los profetas, según lo consignado en Mateo 22:40. Porque el problema que nos tiene aturullados, trastornados, desquiciados, desorientados, aturdidos, atontados, ofuscados, es la falsa creencia de que podemos lo que no podemos.

                                      Las palabras no tienen la eficacia requerida para trasmitir estas realidades. Empero, persisto en seguir con este cometido, porque tengo que “redondear” mi tema.

                                      Las enseñanzas del Buda, de Jesús y Krishnamurti, enfatizan que el camino para descubrir la verdad es el conocimiento de uno mismo. Todas sus enseñanzas coinciden en este respecto: El verdadero maestro es uno(Dhammapada XXVI)). ¿Por qué no juzgas por ti mismo lo que es justo? (Lc. 12:57).El conocimiento propio es el principio de la sabiduría (Krishnamurti, “El Propósito de la Educación”, Editorial Sudamericana S.A., pág. 139).

                                      El conocimiento de uno mismo permite ver “lo que es”. Para ello se requiere mantener la atención, la mente alerta, vigilante. No hacen falta citas para corroborar este aserto, porque toda la enseñanza de estos maestros está impregnada de él.

                                      La mente alerta, la atención lúcida, permite ver en nosotros “lo que somos” de instante en instante, permite ver “lo que pensamos”, permite ver nuestros deseos y aversiones.  

                                      Sólo hay que verlos. No correr de ellos o hacia ellos. No reaccionar. En esto radica la exhortación para dar la otra mejilla, para amar al enemigo. De diversas maneras, estos maestros, y otros que se encuentran en la misma onda, enseñan esto. Porque reaccionando me separo, me divido, me rompo, me fragmento. No obstante lo cual, si reacciono, verlo y comprenderlo. Observar mis pensamientos. Así me conozco. Ahí veo la ley, la ley de la naturaleza intrínseca en mí. Y discierno qué es lo justo, qué es lo correcto. Y obro, si tengo que obrar, en consonancia con ello. No hay nada más.

                                      La cuestión está en que ambicionamos tantas cosas. No nos conformamos con “lo que somos”. Como mecanismo de la naturaleza, como ley natural que nos conduce hacia la meta, hacia “la realización” de nuestro “ser definitivo”, esas ambiciones cumplen su propósito. Pero cuando queremos utilizar el poder que tenemos para aplicarlo a otros fines, cuando queremos servirnos de él para desviar esas ambiciones de su cauce natural, ahí ya estamos mal encaminados. Estamos queriendo milagros a cada rato. Queremos el poder nada más que para “lo que nos gusta”. Y no tenemos ese poder; o si lo tenemos, es mínimo, exiguo, y si lo utilizamos para manipular la ley, la naturaleza se encarga de devolvernos nuestros deslices con sufrimientos, con dolores, con enfermedades, con vejez y muerte.

                                      Comprender que el poder está sólo en la naturaleza, he ahí el quid de la cuestión. No querer otra cosa que lo que quiere la Naturaleza,  otro de cuyos nombres es Dios: he ahí la manera de vivir. Si los maestros hicieron milagros, es que ese poder les fue dado a ellos, lo que no significa que tenga que ser dado a los demás. Tampoco ellos podían contrariar a la voluntad de Dios, o a la ley de la naturaleza. Jesús fue buen ejemplo de ello, llevando hasta las últimas consecuencias este principio, arrostrando a la misma muerte para enseñarnos. No podía él evitar ser muerto porque no podía contrariar a la voluntad de Dios.


                                               XLII


                                      Conjugando las enseñanzas de los maestros nombrados, he de decir que he alcanzado el grado necesario en mi aprendizaje para vivir por siempre


                                      09 de diciembre de 2006. ¿Dónde estoy parado? He llegado a un punto en el que ya no necesito avanzar. Puesto que sé que solamente puedo ser de instante en instante, que toda ambición es inocua, que el proceso mismo en el que estoy inmerso acontece independientemente de mi voluntad, hasta aquí es donde puedo llegar. De ahora en más sólo tengo que dejarme llevar. Es un asunto que no resulta fácil de entender, de masticar, de asimilar, de metabolizar. Conjugando las enseñanzas de los maestros nombrados, he de decir que he alcanzado el grado necesario en mi aprendizaje para vivir por siempre. El maestro vela y vive para siempre dice el Buda (Dhammapada, II) “Pues ésta es la vida eterna: conocerte a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesús el Cristo” (Jn. 17:3), dice Jesús.“Aprender acerca de uno mismo no tiene fin, y la belleza e inmensidad de ello es su infinitud” dice Krishnamurti.(Diario, página 169). He culminado por tanto mi aprendizaje porque tengo la certeza de que he tomado un camino sin retorno. Puedo seguir especulando al respecto. Puedo decir, por ejemplo, que mis imperfecciones no impiden que sepa que ya no voy a morir. Si en sueños he experimentado realidades más reales que las que se experimentan en la vigilia; si tengo la claridad mental necesaria como para advertir que existe un poder que ha hecho posible que la vida se manifestara en mí de esta forma precaria, aunque maravillosa; si he experimentado otros niveles del ser donde el goce trasciende lo temporal y lo contingente; si he comprendido lo fundamental que es necesario comprender para perseverar en mi ser esencial, que es lo único que perdura en unión con el ser supremo; si he conseguido descifrar los símbolos de la realidad conceptual en la medida necesaria para vivir fusionado con la realidad real; entonces, no tengo otra, más que decir que he derrotado a la muerte, en el genuino sentido expresado por Jesús y por Pablo de Tarso.

                                      Importante es acotar en concordancia con lo dicho por Jesús, que sólo Dios es santo. Sólo Dios es bueno, sólo Dios es perfecto, o si pretendemos nosotros serlo, lo somos o lo seríamos únicamente en Él.

Ahora bien: el propósito más inconmovible para hacer lo justo en toda circunstancia, es el lema que debe signar la travesía del que ha emprendido este camino. De hecho, uno constata que a pesar de sus imperfecciones, a pesar de sus flaquezas, cuando el espíritu está pronto, la Naturaleza acude constantemente en su ayuda. Se cumple así lo que San Agustín dijo: “Cuando estamos salvados no tenemos porqué pensar en el mal o en el bien. Seguiremos obrando el bien, sin pensar en ello”.

He de seguir jugando, he de seguir creando. Tal vez en algún momento he de ponerme a hacer un paralelismo entre las doctrinas de estos maestros, y de otros, tomando los tópicos más importantes de sus enseñanzas, indicando de qué manera y hasta qué punto coinciden en sus apreciaciones sobre el misterio de la vida, en un intento de emular lo escrito en Mateo 13:52: Por eso todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas.


                                               XLIII

 

                   En cada uno de nosotros se está incubando un Dios


                   10 de diciembre de 2006.Y también, he de seguir trabajando. Si el Padre todavía trabaja (Juan 5:17), no hay motivo ni fundamento para que yo no siga trabajando. La vida imperecedera justamente radica en trabajar, en hacer un trabajo creativo, lúdico. Y en cierto contexto, en cierto sentido, uno nunca deja de ser un aprendiz, tal como lo señala Krishnamurti en la aludida sentencia: “Aprender acerca de uno mismo no tiene fin, y la belleza e inmensidad de ello es su infinitud”. El ser creado no tiene posibilidades de abarcar la infinitud, precisamente por su condición de ser creado. Ahora bien, al igual que el ser increado tiene el poder para vivir liberado de los condicionamientos, siempre que haga lúcidamente lo correcto en cada instante de su vida. Tiene la aptitud y la posibilidad de aprender acerca de sí mismo, que no tiene fin, con lo cual no muere. Puede ver de instante en instante lo que es, que es en lo que consiste el ser de Dios (Lo que soy, Éxodo 6:3) De ahí que no pueda decir que me he convertido en un experto de la vida, en un maestro. Pero paradójicamente, la esencia misma de la vida consiste en no volverse un experto. De acuerdo a la ambivalencia del sentido de las palabras, el llegar a ser maestro consiste precisamente en no volverse un experto, sino en adquirir la aptitud para ver la verdad de instante en instante. La palabra adquirir es sólo un decir, porque el ser no se adquiere, y la aptitud de que se trata es en esencia ser. Lo nuevo de la vida no está en el tiempo que es el que tiene que ver con el adquirir con el acumular, sino precisamente en el desprendimiento del tiempo, en lo intemporal de cada instante que es lo que hay que ver para ser en plenitud. Ser en plenitud es ser entero, íntegro, completo, total, sin fisuras, sin separaciones de lo que se ve.

No es el caso de hablar demasiado, porque ello complica más que aclara la cuestión. Lo que vale aclarar empero, dado el tema abordado en estos apuntes, es que en definitiva no está en mis manos el no morir, en la forma en que usualmente se entiende. Y que esta aseveración proviene de la lúcida comprensión del enunciado de que nada está en mi poder, salvo hacer lo correcto.

A título de ejemplo, habría que decir que ningún ser creado, incluidos los maestros tenían el poder de dar solución a todos los problemas, contrariamente a lo que se cree o se espera por parte de la generalidad de los mortales. El poder de curar enfermedades, el de resucitar a los muertos, e incluso el de dominar a los elementos de la naturaleza, que se atribuye a Jesús, tenía por objeto enseñar que ese poder está intrínseco en nosotros, siempre que lo utilicemos en concordancia con los mandatos o las instrucciones que la Naturaleza (Dios) nos dé en cada caso, en cada circunstancia. No otro es el sentido contenido en el pasaje donde dice Jesús: “De cierto, de cierto os digo: “El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará” (Juan 14:12). En cada uno de nosotros se está incubando un Dios.

Pero por más que uno tenga toda la voluntad de ayudar a los demás, y de hecho, haga todo lo posible para tenderle la mano en sus problemas y necesidades, es cada uno el único que puede valerse de ese poder de Dios que se encuentra intrínseco en él, incluso si alguno que estuviera dotado excepcionalmente del poder milagroso que la naturaleza le haya conferido lo utilizara con él. Tan elemental es esto que si hubiera sido de otra manera los maestros, y en particular, el mismo Jesús, hubieran procedido simplemente a dar solución a todos los problemas que aquejan a la humanidad.

De ahí que el imperativo categórico (para utilizar la expresión kantiana) sea que cada uno entienda que lo que nos cabe es únicamente ver la verdad y obrar en consecuencia. La verdad es Dios. Estar alerta, vigilante, lúcido para ver la verdad (que es Dios) y comprender que nada está en nuestro poder, salvo hacer lo correcto.

En síntesis, si lo correcto según las circunstancias, ceñido a la ley de la Naturaleza, fuere que yo no tenga que morir físicamente, entonces, llegado el caso, no moriré. Discerniendo claramente, desde ahora y para siempre, que eso es posible, que efectivamente se encuentra en el poder de la Naturaleza (de Dios), conforme a sus leyes. Que son esas leyes las que a mí me compete observar y acatar. No sin aclarar una vez más que la muerte física no es sino un fenómeno exterior a mi ser fundamental. Puesto que he podido observar mi propia muerte en sueños ¿qué impide que eso mismo ocurra en el estado de conciencia lúcida que llamamos vigilia?. La cronología, como expresión del tiempo, no es sino un mecanismo que posibilita la manifestación visible de mi ser... y son posibles infinitas cronologías dentro de infinitas dimensiones espacio-temporales. Comprender esta verdad no es un asunto sencillo, pero con un arduo trabajo que haga cada cual, es posible llegar a vivenciarla, a experimentarla. Esa es la vida eterna.



                                      APÉNDICE


                                      24 de diciembre de 2006.Capítulo dedicado a Leonardo. Sé que no eres mi discípulo. Así me lo dijiste con entera verdad. Discípulo es aquel que sigue la disciplina de un maestro, según se puede apreciar de la raíz común de ambos vocablos (discípulo y disciplina). Ya he confesado que seguiré siendo un  aprendiz, y aunque pudiera atreverme a decir que soy un maestro, sólo puedo decirlo en el sentido en que lo dice el Buda: El verdadero maestro es uno(Dhammapada XXVI)). Porque a la postre sabemos ambos que maestro hay uno solo, que es Cristo. (Mt. 23: 8-10).

                                      También recuerdo que me dijiste en cierta ocasión que yo no era un hombre liberado, razón por la cual no podías seguirte por las palabras o pensamientos que en nuestras conversaciones te exteriorizaba.

                                      En otras circunstancias me señalaste que mi actitud apuntaba generalmente a infiltrar mi filosofía en cada tema que tratábamos, lo cual no era de tu agrado, o no era correcto, según como se interprete tu reticencia a escuchar mis palabras en ciertos casos.

                                      Así y todo, entendiendo que todos podemos aprender de los otros, lo que implica que todos podemos ser discípulos y maestros a la vez unos de otros, a tono con lo sustentado en este opúsculo de que “Aprender acerca de uno mismo no tiene fin, y la belleza e inmensidad de ello es su infinitud”, lo que tampoco se contrapone sino que se concilia con lo dicho por Jesús de quetodo maestro que se instruye en las verdades del reino es como un padre de familia que de las cosas nuevas y viejas que tiene en su casa sabe sacar cosas nuevas (Mat. 13:52), que lo reafirma cuando dice que el discípulo puede ser como su maestro, y el siervo como su señor (Mt. 10:25). En consonancia con ello, he decidido dedicarte este capítulo, que como buen lector que eres, no lo vas a desperdiciar.

                                      A fuerza de repetirlo (la letra con sangre entra, dice el antiguo aunque desacreditado proverbio) insistiré en que, según yo lo pienso, lo que tú quieres es un padre perfecto. Se diría que sólo quieres al Padre que está en los cielos. Aceptas a regañadientes a éste que Él te impuso. Se me ocurre que este afán tuyo obedece a aquella tendencia tremendamente poderosa, tan natural, que ya hace más de tres milenios Él mismo nos exhortaba a contrarrestar: No te hagas ningún ídolo ni figura de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en el mar debajo de la tierra (Ex. 20, 4). Los ídolos que erigimos son a los que creemos y queremos perfectos. Esta idolatría que por este tiempo se ha convertido más bien en egolatría, es la que hace que estemos a la búsqueda de una autoridad terrenal; entiéndase Yogananda, Krishna, Jesús, Buda, y aún, nosotros mismos. Lo que vale como decir que es uno mismo esa autoridad frente a los otros, traducida en el deseo de hacer prevalecer lo que cada uno de nosotros pensamos sobre lo que los demás piensan. En este caso, la autoridad que queremos hacer valer es la de nuestros propios prejuicios-pensamientos. Si bien miramos, ningún ser humano que haya existido ha estado totalmente libre de este afán, incluidos aquellos que han alcanzado el mayor grado de perfección concebible en el ser creado.

                                      En cuanto a lo dicho al comienzo del precedente párrafo, me viene a la mente el título de un interesante libro escrito por Bruno Betelheim, uno de los verdaderos pensadores del siglo XX, al decir de Guy Sorman: No hay padres perfectos.

                                      Y en materia de la idolatría, rasgo enteramente natural en el ser humano que tiene que palpar lo existente con sus sentidos, es dable mentar a Krishnamurti, sin invocarlo como autoridad, sino para ver su pensamiento y discernir si lo que dice es verdadero o falso, que es lo que interesa: Debemos destruir las defensas sicológicas, las conscientes e inconscientes, las seguridades que hemos desarrollado racionalmente, individualmente, tanto en lo profundo como en lo superficial. Debemos romper con todo eso a fin de estar completamente desprovistos de defensas, porque para amar, para sentir afecto, tenemos que vivir sin defensa sicológica alguna. Entonces, uno ve y comprende la ambición, la autoridad; y comienza a entender en qué nivel la autoridad es necesaria –la autoridad del Policía y nada más--. En consecuencia, no hay autoridad del aprender ni autoridad del conocimiento o de la capacidad, como tampoco la autoridad que asume la función y que se convierte en estatus. Comprender toda forma de autoridad –la de los gurúes, la de los Maestros y otros, requiere una mente muy aguda y un cerebro claro, no un cerebro confuso, embotado.

                                      Innecesario es decir que este es un asunto complicado y que un párrafo de lo dicho por un maestro jamás será suficiente para ilustrar plenamente el hecho que se quiere trasmitir.

                                      Empero, cuando me hablabas de que yo no era un hombre liberado como también de que tú no eras mi discípulo, lo que se aprecia, lo que yo aprecio en tus declaraciones es que estabas en la búsqueda de una autoridad, de un maestro al que pudieras seguir. Eran tus inseguridades las que te hacían ambicionar tener la seguridad de un maestro a quien seguir. O visto desde la otra cara de la moneda, la seguridad que te forjaste para concebir a quien podría servirte como maestro, idealizando sicológicamente a un hombre liberado, te había posicionado en una postura intransigente, restando todo valor a lo que te dijera quien no reuniera los requisitos que de antemano tú exigías de él. Tu pensamiento-prejuicio del que te negabas a desprenderte, al que te aferrabas con todas tus fuerzas, era la defensa sicológica que habías desarrollado, que te negabas a romper, y que se interponía para que pudieras amar con plenitud. Por eso te dije yo en algunas de esas que lo que te faltaba era amor. Es cierto que posterior a eso pude apreciar que evolucionaste bastante. Y digo esto a pesar de que en algún momento me saliste al paso diciéndome que este asunto de la evolución era algo que corría únicamente por mi cuenta, es decir, algo de mi filosofía que yo como de costumbre te lo estaba queriendo infiltrar, de lo que pude inferir que según tu punto de vista, no existe el proceso evolutivo en el ser humano, como yo lo sustento.

                                      En síntesis, entre la idolatría y la autoridad existe mucha afinidad. Queremos perfectos a nuestros ídolos y a nuestras autoridades. Cuando descubrimos alguna deficiencia en ellos, los desdeñamos. Y eso obedece a nuestro afán, a nuestro anhelo de seguridad. Ver ese anhelo y no aquella deficiencia es lo que hay que hacer, eso es lo justo, es lo correcto. Porque el anhelo que es deseo es sólo un mecanismo que la naturaleza (Dios) puso en nosotros para que nos vayamos haciendo a nosotros mismos. Ese deseo debe estar conformado con la voluntad de Dios.

                                      El que desea lo correcto nada desea, te dije no hace mucho, y me replicaste si cómo uno puede saber que sus deseos son correctos, si están o no enmarcados dentro de la voluntad de Dios. Agregaste que todo lo que es, todo lo que se haga tiene que ser necesariamente producto de la voluntad de Dios, pues nada sucede si no está ceñido a su voluntad.

                                      He ahí la razón de tus confusiones, según mi percepción. Configurada la realidad con la creencia (el prejuicio, la fe) en la existencia de un Ser Supremo, un Dios a quien se le atribuye voluntad como la que nosotros poseemos, no hay otra que entender que Él sustenta únicamente la voluntad de lo justo. En lo que atañe a lo injusto cabe decir que Él lo permite, pero no responde a su voluntad. Esto es producto de la libertad humana que se da por supuesta, por existente, desde que se sobreentiende que el ser humano tiene la aptitud para discernir y elegir entre el bien y el mal.

                                      Mencionaste la misericordia como argumento de que Dios no puede dejar de perdonar a nadie. Al respecto te dije, y te lo repito, que en las cosas de Dios nosotros no podemos tener ingerencia, y de lo que no sabemos sólo podemos conjeturar.

                                      Lo que no nos es posible negar es nuestra condición de seres duales. En cierto sentido somos Dios, estamos en Dios, y en otro cierto sentido no lo somos, somos seres distintos. Esta verdad, que es obvia, no la podemos desconocer, y con negarla, no la eliminamos. Dirás que esto es sólo “una creencia errónea”, un “condicionamiento” producto de “nuestra ignorancia”.

                                      Sin embargo, lo único que con certeza “no ignoramos” es “lo que somos”, lo que nos es dado vivenciar en cada instante de nuestra vida.

                                      25 de diciembre de 2006.Capítulo dedicado a Leonardo. En alguna ocasión en que hablamos te referiste precisamente a que “nada sabíamos”, que lo único vigente y válido en materia del saber, o del conocimiento, era el lema socrático: Sólo sé que no sé nada. Sin descartar que lo que entonces sentías y pensabas fuese admisible, dentro del contexto en que estabas configurando este aserto, cuando yo traté de introducir alguna brizna de “mi filosofía” que daba la apariencia de disención con aquel enunciado, en particular cuando me interrogaste y te respondí sobre lo que yo entendía en relación a  “quién era yo”, fuiste inflexible en afirmar que “yo no sabía <>”. De nada valieron los razonamientos que yo trataba de hilar: si te decía que yo era una energía, un pensamiento o un sentimiento, te reafirmabas simplemente en que yo no lo sabía porque sólo podemos decir que nada sabemos. Cuando te señalé que si tú decías que nada sabías, eso era aplicable únicamente a ti, ya que si nada sabías no podías saber si los demás sabían o no sabían “algo”, y que si afirmabas saber que yo no sabía lo que decía saber, estabas contradiciendo tu propia afirmación de que nada sabías, te ratificaste simplemente en tu aseveración. En síntesis: Tú sabías que nada sabías, pero dentro de ese “no saber” se introducía subrepticiamente el “saber que los otros tampoco sabían”. Se me ocurre que lo que dijiste entonces fue debido a que en algún momento te había abrumado de tal modo la infinitud del mundo, de la naturaleza, del universo, de Dios, te había imbuido de tal embriaguez esta constatación de la inmensidad inabarcable de la realidad, que decidiste aferrarte a esa divisa socrática con todas tus fuerzas. Lo cual obviamente no está mal, sino por el contrario, es sumamente bueno para ver que lo único susceptible de ser conocido, de ser experimentado, es “lo que es”, o en otras palabras, “lo que uno es”. “Lo que somos”, si admitimos que los otros también pueden tener experiencias como “las nuestras”, lo cual se aprecia ser así con la cotidiana comunicación que entablamos con nuestros congéneres a través del lenguaje. Eso “que soy”, recibe el nombre de experiencia, de sentimiento, de pensamiento, de energía. Es un nombre que le damos, y cualquier nombre es apropiado, toda vez que designe “con verdad” aquello a que se refiere. Por tanto, podemos decir con justeza como varias veces te dije pese a tu renuencia en admitirlo que “lo único real es lo que sentimos”.

                                      La confusión entonces, que yo te atribuyo, radica en el errorde configurar a la realidad ( a Dios) como siendo Él solo, y a nosotros como inexistentes salvo como una mera ilusión de nuestra mente, unos seres imaginarios, prisioneros en  ideas y pensamientos preconcebidos, prejuicios que nos condicionan a creer que somos algo cuando “el único que es” es Aquel en el que estamos pero no nos damos cuenta. Libre de esos “condicionamientos” estaremos “realizando” plenamente “nuestro ser”, según lo que yo infiero de lo que capto de tus pensamientos.

                                      Adolece esta configuración de la realidad, a mi criterio, de que no podemos perder de vista nuestra concreta situación de “seres creados”. Vale decir, eso que somos “también” en cada circunstancia de la vida. En otras palabras, lo que podríamos decir, en todo caso, es que somos las dos cosas, el ser creado y el increado.

                                      Y esta cuestión es tan importante que depende de ella el que vivamos o no en lo que denominamos la verdad. Si vivimos en el error estaremos imposibilitados de desarrollar nuestro ser, porque sólo la verdad libera.

                                      Aceptar nuestra condición de seres creados nos permite entender que existen dos puntos de vista, el de Dios y el del hombre. El hombre, tal cual se lo configura en la tradición hebreo-cristiana, a lo sumo puede aspirar a ser hijo de Dios, si bien, como es sólo un asunto de palabras, nada obsta para que se lo conciba también como Dios, ya que el hijo necesariamente tiene la misma naturaleza que el padre. En ese contexto, te dije no hace mucho que en cada uno de nosotros se está incubando un Dios. Lo que implica naturalmente que tiene que ir desarrollándose, creciendo, evolucionando. Cuando nacemos del espíritu (Juan 3, 6) similarmente a los que nacen de la carne, hemos de ir creciendo desde la infancia hasta la madurez.

                                      Cuando aceptamos nuestra condición de seres creados, y que en tal condición nuestro punto de vista no coincide necesariamente con el de Dios en todos los casos(Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos. Isaías 55, 8-9), es cuando nos damos cuenta de que estamos constreñidos a hacer lo correcto, a discernir entre lo justo e injusto, entre el bien y el mal, y a obrar ajustados al bien, que tenemos la aptitud de discernir (Génesis 3, 5), conforme a la aptitud que adquirimos al hacernos hombres, en el momento en que pasamos a este estadio, de la escala biológica previa en la que estábamos, como nos lo confirma la ciencia.

                                      Conforme al razonamiento precedente, cabe inteligir que está en nuestro poder la posibilidad de saber cuándo hacemos lo correcto o no. Es cosa de ver la verdad de instante en instante. Ver la verdad e identificarla, distinguiéndola de la mentira, de la falsedad. La verdad es “lo que es”, y la mentira es el autoengaño, negarse a ver y a aceptar “lo que es”.

                                      Más sencillamente se puede decir también que la mentira es la deliberada alteración de la verdad, de “lo que es”, pero esto generalmente nadie acepta que lo hace, salvo la gente que ha desarrollado un grado extraordinario de cinismo. Naturalmente, algunos que defienden sus puntos de vista a toda costa, también apelan a este expediente.

                                      Por ende, aceptar nuestra condición de seres creados nos impone el deber de hacer lo correcto, dentro del marco de la libertad que tenemos en ese ámbito, que implica también la posibilidad de que hagamos lo incorrecto, que Dios permite, aunque no esté conforme con su voluntad, pues se trata de un mecanismo que Él puso en nosotros para que podamos distinguirnos de Él, como seres distintos, singulares, únicos e irrepetibles, de modo que vayamos transitando por ese camino que es el proceso de nuestro desarrollo personal hasta que alcancemos la indestructibilidad de nuestro ser que es la esencia fundamental de nuestro creador.

                                      Son posiblemente demasiadas palabras para exponer un punto de vista donde la divergencia entre nuestras percepciones son solamente de matices, porque en el fondo, tú estás bien aventurado, estás por lo general en la senda correcta. Sin embargo, este intento de dialogar contigo, de intentar que el logos de cada cual entre en sintonía uno con otro, tiende a esclarecer algunos pensamientos sin que haya otra pretensión más que la dilucidación de lo que es verdadero.

                                      En el contexto expresado, pienso yo que la tesis que tú sustentas de que en última instancia no podemos saber si lo que deseamos es o no correcto, obedece a tu creencia, a tu fe de que Dios es infinito, y que todo lo que es y todo lo que no es, es Él; amén de que todo lo que sucede se encuentra ya predeterminado por Él. Si miras atentamente, esta forma de ver niega la libertad humana.

                                      Y he aquí de nuevo la necesidad de aceptar nuestra condición de seres duales, pues podemos decir que desde el punto de vista de Dios todo está predeterminado, pero desde el punto de vista del hombre éste tiene la libertad. La libertad de elegir entre el bien y el mal, de hacer lo correcto o incorrecto, porque si para Dios todas las infinitas posibilidades son posibles, dentro de su infinitud, para el ser humano no es así. Y esto lo podemos constatar de instante en instante: No podemos ser todo lo que querríamos. Somos apenas lo que somos.

                                      Es curioso, cómo este asunto que había sido tema de discusión en la ciencia, que le había llevado a Einstein a decir que Dios no juega a los dados, ya en el año de 1.946 lo había vislumbrado de una manera luminosa Max Planck, quien declaró lo siguiente en torno al punto: “Desde una perspectiva externa, la voluntad está causalmente determinada, pero desde una perspectiva interna, es libre. Con la constatación de esta realidad, queda resuelto el problema de la libertad de la voluntad. Se trata de un problema que ha surgido porque se ha olvidado establecer con claridad el punto de partida de las reflexiones y atenerese a él con fidelidad. Tenemos aquí el problema clásico de un problema aparente. Y aun cuando esta verdad se siga impugnando todavía desde diversas posiciones, por mi parte tengo la absoluta seguridad de que es sólo cuestión de tiempo que llegue a ser admitida por todos”. Por tanto, los sucesos se encuentran predeterminados desde una perspectiva externa (desde el punto de vista de Dios), pero la voluntad es libre desde una perspectiva interna (desde el punto de vista del hombre).

                                      Por tanto, Dios y yo somos distintos, aunque simultáneamente somos lo mismo. Tremendo dilema que hay que conciliar. Se presenta entonces la tremenda responsabilidad de colocarse en el lugar apropiado en cada instante de la vida. En mi condición de ser creado es mi responsabilidad y función ineludible estar alerta, estar atento constantemente para hacer lo correcto. Y eso se consigue viendo “lo que es”. Ver mis deseos, sin reprimirlos, sin dejarme llevar por ellos: sólo verlos. Ellos se van a disipar solos, porque su naturaleza es la impermanencia. Pero al discernir que ciertos deseos son legítimos, que son correctos, y que me inducen a realizar ciertas cosas, me percato entonces que ellos se encuentran conformados a la voluntad de Dios. Se hallan conformados con el curso del Tao, como diría la sentencia taoísta, lo cual, conjuntamente con el Tao (que es Dios), me permite dirigir el universo entero. Que esto es lo que enseñan todas las corrientes de sabiduría genuina.

                                      07 de enero de 2007.Capítulo dedicado a Leonardo. Todo este mejunje no resulta fácil de digerir. Se trata de palabras, y precisamente las palabras son la causa de la confusión, de la tuya a la que me refiero en estas líneas y la de tantísima gente que aún no se ha percatado de que la palabra no es la cosa. No se ha percatado aún de que la palabra es válida, es aplicable en cierto contexto, y que se presta a la distorsión y a la mentira. Jesús, la palabra encarnada, la palabra verdadera hecha carne, conforme se encuentra expresado en el primer capítulo del Evangelio de Juan,  aun cuando él estaba en el principio con Dios, y él era Dios, y por él (por la palabra) fueron hechas todas las cosas, declaró y aclaró explícitamente lo siguiente: “El Padre es mayor que yo” (Jn. 14:28). Por tanto, al no haber llegado a un punto en que con entera claridad hagamos la distinción entre la cosa y la palabra, entre el Padre y nosotros, entre Dios y nosotros, estaremos en la actitud de querer usurpar el lugar de Dios. Estaremos confundidos. Es este un problema que forma parte del mismo proceso evolutivo en el que estamos inmersos, y a pesar de su complejidad, podríamos tratar de simplificarlo diciendo que se encuentra imbricado en él el orgullo. Aunque se trata de un mecanismo puesto en nosotros para la afirmación y la construcción de nuestro ser único e indestructible, el orgullo es el que nos impide ver la verdad y transformar en amor todas nuestras energías. De ahí que con la negación de uno mismo exhortada por Jesús en Mt.16:24, Mr. 8:34 y Lc. 9:23 se consiga paradójicamente la afirmación del propio ser. Humildad es entonces lo que necesitamos.

                                      Cuando escribiste que el derecho al malhumor es inalienable, indispensable para el equilibrio sicofísico del ser humano, o cuando decías que a Dios se le puede extorsionar, la confusión en que te encontrabas provenía básicamente del erróneo empleo de las palabras, de la distorsión de su sentido aplicado dentro del contexto en que las enunciabas. ¿Cómo uno puede tener derecho a algo incorrecto? Similarmente, cuando sugieres que todo lo que sucede obedece a la Voluntad de Dios, es evidente que no distingues entre lo que Dios quiere (que es a lo que se refiere la palabra cuando hablamos de su Voluntad) y lo que Dios permite. La distinción para el caso es imprescindible, y eso sólo puede darse, para usar la expresión de Sankara, con la joya suprema del discernimiento. En un contexto absoluto es claro que se podría decir que todo se encuentra enmarcado dentro de su Voluntad, pero eso, sin la debida precisión, solamente lleva a la confusión y al error de justificar cualquier cosa que se haga, con la sola excusa de que uno no sabe cuándo sus deseos son correctos o incorrectos. Por cierto que esto es algo que se ramifica indefinidamente, ya que se puede admitir que en algún caso el ser humano puede no ser capaz de discernir si sus deseos son correctos o incorrectos, dado el estado de evolución espiritual en que se encuentre, lo cual empero no le exime de la responsabilidad fundamental de prestar toda la atención requerida para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto. Al respecto, hemos mencionado el alegórico dicho del Cristo sobre el mayor castigo que ha de recibir el criado que, sabiendo lo que el amo quiere, le desobedece, en relación con el criado que, sin saber lo que quiere el amo, deja de cumplir lo deseado (Lc. 12:47,48)

                                      Puesto que el Buda, a quien admiras, y al que lo tienes por “un hombre liberado”, estableció la rectitud como norma básica de conducta; y lo mismo Jesús, quien exhortó a la búsqueda del reino de Dios y su justicia; no hay más que estar atentos para ver y comprender la verdad de “lo que es” en cada instante. Si estás alerta, podrás hacer lo correcto, que nada más que eso puedes. Si pretendes otro tipo de “poder”, sea para ti, sea en la persona de quien piensas que debe ser capaz de “hacer milagros” para que reúna la condición que exiges para oficiar como tu maestro, estarás sumido en el deseo, que si no lo ves y no lo comprendes, te impedirá ver “lo que es”, la verdad.

                                      Y para no alargar más: como colofón, te repito lo que te había dicho con motivo de tu alegación de que yo no era un hombre liberado: Pienso, con entera convicción y buena fe que yo me he liberado de la mentira, que es lo que cuenta para el ser creado. La verdad es la vida y la mentira es la muerte, según lo que yo creo haber aprendido en el curso de mi transitar por esta cronología. Con la expresa elucidación de que en la unidad de los opuestos, la muerte se halla comprendida dentro de la vida, que es en el marco de “la totalidad”, lo que prevalece. Si apelamos a los conceptos, la que tiene valor absoluto es la vida. Morir, en última instancia, es morir a los deseos, que es posible que se dé enteramente mientras estemos transitando por la cronología que nos ha tocado en suerte.

                                      El sentido de totalidad de la vida se puede adquirir solamente con el trabajo humilde y la aceptación de los opuestos, que implica sacrificar nuestros prejuicios, cuando son erróneos. Te digo esto en referencia a lo que escribiste en uno de tus libros que me diste a leer hace poco: “Algunos serían capaces de sacrificar a sus propios hijos antes que a sus prejuicios”. Pero esto vale para ambos, aunque sea sólo yo el que tiene hijos (hasta hoy). Porque si los prejuicios son correctos está el mandato de que deben prevalecer no sólo sobre aquellos (los hijos) sino también sobre los padres (Mt. 10:37). El primero y más importante de los mandamientos es después de todo amar a Dios sobre todas las cosas (Mt. 22.37; Mr.12.30). Del que dio buen ejemplo de obediencia Abraham cuando Dios le mandó sacrificar a su hijo Isaac (Gn. 22:2).

                                      Este debate, empero, es interesante, y se inscribe dentro de lo que el propio Jesús, la palabra verdadera hecha carne, anunciaba: No penséis que he venido a traer paz a la tierra, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra (Mt. 10:34,35; Lc. 12.51,52,53).

                                      Ver la verdad implica comprender también que la palabra se halla intrínseca en la cosa, como está Jesús en el Padre (Juan 1:1), y lo estamos nosotros en ellos (Juan.17:21). De ahí que la disensión entre los hombres a causa de la palabra subsiste solo en el entretanto exista en nosotros la conciencia de separatividad, ínterin se vaya operando el proceso de evolución y perfeccionamiento inherente a nuestra naturaleza. Estas son cosas de la lógica paradójica que tenemos que ir descubriendo...


 






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