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VERÓNICA ROJAS SCHEFFER

  BALA BENDITA, 2007 - Cuento de VERÓNICA ROJAS SCHEFFER


BALA BENDITA, 2007 - Cuento de VERÓNICA ROJAS SCHEFFER

BALA BENDITA

Cuento de VERÓNICA ROJAS SCHEFFER

 

2007

Mención en el 13º

Concurso de Cuentos del Club Centenario

 

-Le parece demasiado a Pedro Trompo. Y encima chiclano, como se sabe de él. -La vieja hablaba como si su voz hubiera estado guardada desde tiempo atrás; las palabras le salían como unidas por telarañas. Se hizo llevar hasta el lugar en una silla de madera, de respaldo alto. Ya hacía mucho que sus piernas se desentendieron de su voluntad, pero esto no atenuaba en nada el peso rotundo de sus palabras de viuda. Nadie quiso cuestionar lo que decía, a pesar de que el cadáver estaba allá abajo, enredado en la maleza del zanjón.

-Se dice que cuando esta clase de bestia muere, de a poco su cara se va volviendo en la del cristiano que fue en vida- comentó un vecino que, sin saber la razón, se había sacado el sombrero al alcanzar el borde de la barranca. Ahí se amontonaba la gente; algunos incluso llegaron a caballo, desde las compañías. Según decían, hasta el gringo que vivía solo afuera del pueblo, estaba preparando su montado para ir antes del anochecer.

También los niños iban asomando de a poco, cautelosos, callados, tratando de no ser tan vistos por los demás. No eran demasiados: varios de ellos ya habían tenido la oportunidad de ver de cerca el cuerpo. Lo trajeron hasta la zanja dos hombres que pasaban en carreta; contaron que al sentir esa carga inmunda, hasta los bueyes se pusieron inquietos; el terror hizo crecer una blanca medía luna en sus ojos mansos. Cuando los dos arrieros lo levantaron, sus grandes patas delanteras dejaron ocho surcos en la tierra roja de la calle. Después, el vehículo siguió su marcha indecisa, mientras entre los gruesos colmillos del pasajero se escurría un hilo oscuro, del color del barro.

Mucho antes de las campanadas que ponían fin a aquel día de escuela, el último de la semana, los boyeros se llevaron el cadáver. Recibieron una propina del almacenero por el trabajo: él ya estaba harto de los curiosos. A la hora del recreo, cerca de un centenar de guardapolvos inundaba su vereda, cegando las dos grandes puertas e incluso la calle, que solía separar la escuela del almacén. La historia de aquel ajusticiamiento fluía entre los dientes infantiles, desbordando la mente de los adultos; se apagaba y resurgía sal ritmo caprichoso de la multitud.

Ese viernes por la mañana, los primeros alumnos que llegaban descubrieron los restos de aquel animal. Estaba tendido en el malezal entre la muralla y la vereda, casi frente al portón de Don Santiago. Todo su cuerpo estaba cubierto de pelo corto, negro y duro; el hocico y las patas parecían caninos, pero su tamaño era algo no visto hasta entonces. Las orejas eran extrañas, afiladas. Se adivinaban poderosos músculos bajo el pelaje lustroso, y el calibre de dientes y uñas sugería, a muchos, una idea macabra e inverosímil.

Los escueleros que venían por la vereda del almacén se acercaron al matorral, levantando unas cuantas moscas que habían encontrado al muerto antes que ellos. Adormecidos todavía, quizá se sintieron en la última ráfaga de una pesadilla febril. Hicieron silencio, y por largo rato velaron el absurdo hallazgo. Ninguno de ellos dudó: ahí, endurecido entre la maraña, estaba el engendro más temible; aquél que por la noche está condenado a saciarse con la carne de los difuntos. Les fue fácil imaginarlo vagando entre las tumbas, dejando las huellas de sus garras en la pintura fresca de los nichos. Un instante antes de abrirse la puerta del almacén, los sacudió el estampido de la tranca. Varios pares de miradas oscuras envolvieron a Don Santiago, que se preparaba para abrir el negocio. El hombre se fijó apenas en el bulto negro que se alargaba en el yuyal.

-¿Qué es esto, Don Santiago? ¿Qué animal es? -se animó a preguntar el más pequeño de todos. Ni una sola respiración tajó el silencio hasta que la voz grave dijo, como contando un secreto:

-Yo le maté anoche, con una bala bendita- La respuesta causó una desbandada de blancas aves polvorientas, que fueron a desparramar su miedo y la noticia al patio de la escuela.

Antes del alba, Santiago abrió el portón del patio para esperar las provistas que hacía traer de la ciudad. Afuera estaba desierto; pero en seguida, desde unos metros cuesta arriba, le llegó el susurro arrastrado de la renquera de Pedro «boca de trompo», que se alejaba del almacén, borracho como siempre. Lió un cigarro, y el humo le acompañó hasta escuchar el motor del camión, uno de los pocos que llegaba hasta el pueblo. Vio como el chofer trataba de esquivar algo, una sombra que atravesó la calle; corría con una agilidad que parecía desmentir su gran volumen. El camión coleó en el barro y se escuchó un golpe, seguido de un chillido corto y agudo. El avance de aquella figura continuó, aunque entorpecido, unos metros más, hasta perderse en el javorái. Después de recibir su mercadería, el almacenero caminó despacio hasta el mismo matorral y se agachó para ver mejor. Luego volvió a encerrarse hasta la hora de abrir.

La noche del jueves fue espesa, negra, sofocante. Unos kilómetros más allá de la orilla del pueblo, un llamado firme se mezclaba con el cantar de los grillos y el húmedo lamento de las ranas. La manera de dejar rodar la erre final descubría al que gritaba, desnudando una imposible curva de ternura en su voz.

A medida que la oscuridad devoraba los últimos rumores, aquel grito se iba convirtiendo en súplica. Parado frente a la tranquera de su estancia, poniendo las manos alrededor de la boca para no desperdiciar ni un poco de voz, el gringo llamaba, desconsolado, a su enorme perro dóberman.

 

Fuente: TIERRA MENGUANTE. Cuentos de VERÓNICA ROJAS SCHEFER. Editado con los auspicios del FONDEC. Diseño de tapa: CECILIA ROJAS. Asunción – Paraguay, Julio 2010 (105 páginas)






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